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EL EXTRAÑO CASO DE FRANKLIN, EL PUEBLO DONDE NADIE PUEDE BEBER ALCOHOLSi toda democracia se basa en lo que decide la mayoría, ¿qué harías si la mayoría prohíbe el licor en tu ciudad?Ésta es la historia de un lugar de los Estados Unidos donde brindar puede ser una razón para que te lleven a la cárcel

una crónica de soledad marambiofotografías de la autora

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Y ninguno de esos negocios ofrece alcohol. Franklin es un pueblo semiseco; es decir, uno donde la ley prohíbe que los vecinos beban en lugares públicos y donde cualquiera que lo haga puede terminar en la cárcel1. Incluso una religio-sa tan tranquila como la señora Shepard, a quien le gusta mucho el vino.

Aquella noche de angustia, ella había cele-brado una boda. Los novios eran una pareja de

ancianos que llevaban una vida entera juntos. La celebración fue tranquila, llena de hijos y nietos. Shepard dio las bendiciones de rigor, brindó junto a la concurrencia con champaña y, antes de que comenzara la cena, se despidió rápidamente para no inter-ferir en esa celebración familiar. Se moría por una copa de vino pero así, con esas ganas, tuvo que irse a dormir. Con ella también se dormía el pueblo. A las diez de la noche, en la calle sólo había un poco de nieve y las luces navideñas asomaban por las venta-nas; no se veía gente en las aceras ni entre las filas de casonas blancas que forman esta villa de apenas cuatrocientos habitantes, la misma cantidad de personas que puede acoger un gran restau-rante de Manhattan. Pero en Franklin todos estaban en sus casas, y los que no estaban en ellas, de seguro habían ido a un pueblo cercano que no impusiera prohibiciones para beber. De hecho, la pastora Shepard había vivido en un pueblo fresco del estado –sin restricciones alcohólicas– hasta fines del 2006. Desde entonces, ella vive a la entrada de Franklin con su hija de quince años en un departamento dentro de una casona blanca.

La pastora Shepard no está muy segura de por qué vino a dar a un pueblo como éste, sin alcohol. Su abuela creció en una granja cercana a este lugar, y su mamá, que se crió en el Bronx, pasaba la vida suspirando por las casas blancas, los bosques cercanos y las colinas verdes de esta zona rural del estado. Tiempo después, Shepard sirvió en una iglesia de un pueblo cerca de Franklin; siempre tomaba atajos para ver el lugar que protagonizó las his-torias familiares. Poco a poco se fue enamorando del silencio y la tranquilidad de las calles, de la solemnidad de los edificios, de las nubes que parecen ovejas corriendo en el cielo. Un día, encontró trabajo por estos lados y no lo pensó mucho antes de instalarse de manera definitiva en este escenario de las nostalgias familiares.

Dos días después de celebrar aquella boda, la pastora She-pard bebe un poco de té en su casa. Viste una blusa a rayas blan-cas y rosas que resalta el tono rosado de su piel. Ella es una mujer de pelo gris y cuerpo pequeño y redondo. El alcohol siempre fue parte de su rutina familiar –cuenta–. Sus padres solían comer queso y beber una copa de vino antes del almuerzo, y adoraban

fiesta. Por lo me-nos no el pueblo de Nueva York

donde vive Lynn Shepard, una ministra presbiteriana que cierta vez, después de brindar en una boda, no pudo en-contrar un local dónde beber algo más. Era el sábado anterior al Año Nuevo, y como tantas otras noches, ella llegó a casa y tuvo que acostarse un tanto frustrada por esa sed no calmada. She-pard vive en Franklin, una villa den-tro del estado de Nueva York que no tiene nada que ver con el publicitado desenfreno de la ciudad de los rasca-cielos. Para comenzar, allí no existen bares ni discotecas. Sólo hay un al-macén, una pizzería y un restaurante.

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1.La relación de un condado con el alcohol se suele distinguir entre tres niveles: hay condados «secos», «semi secos» y «húmedos». Franklin es «semi seco». Allí los comercios pueden expender alcohol, pero los vecinos sólo pueden beberlo en sus casas. [Nota del verificador]

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prepararse tostadas con queso azul y cebollas que siempre acompañaban con cerveza. Shepard ex-traña esa rutina y, a veces –añade–, le encantaría tener cerca un lugar donde pasar por una copa y una cena.

–La mayoría de la gente con la que vivo aquí es gente de mucha fe que está en contra de la ley seca –me dice mientras servía un té blanco que sólo saca en ocasiones especiales; luego abre una lata de galletas mexicanas.

En las paredes de su casa hay cuadros reli-giosos, una fotografía de mujeres musulmanas mostrando sus velos y un candelabro judío o menorá, que descansa sobre la mesa del come-dor. La pastora lo compró porque había escu-chado comentarios antisemitas en el pueblo y, de alguna manera, quería promover un poco de paz. Sin embargo, Shepard no cree haya un trasfondo religioso detrás de la sequedad del pueblo. Las tres iglesias del lugar son protes-tantes y ninguna se opone al alcohol, aunque a veces lo dejan afuera de sus rituales por razo-nes ajenas a la ley seca. Por ejemplo, las cere-monias presbiterianas utilizan jugo de uva en vez de vino para aliviar el tormento de los fieles que están saliendo del alcoholismo.

En general, en Franklin, impera la ley seca, esa que muchos quieren anular, entre ellos, la pastora Shepard. Cuando se realizó uno de los dos referendos para decidir si se levantaba o no la prohibición, ella fue una de las que votó en contra de la ley seca. Pero en esa ocasión, en las urnas se impuso algo más fuerte que la religión o los buenos deseos: la decisión de la mayoría.

La encargada del único almacén del pueblo ha requisado una que otra botella de cerveza abierta por incautos que no sabían de la ley seca. Lisa Strigler, como se llama, es una muchacha rubia, de ojos azules y margaritas en las mejillas. Es corpulenta como esas mujeres de las pinturas de Botticelli y atiende detrás de un me-són muy largo. En los estantes del local hay pastas, arroz, salsas de tomate, mayonesas, jabones. Por allí también aparecen unas camisetas que publicitan un Franklin verde, como es en verano. Arrumados en la parte trasera, se esconden unos packs de cerveza. En Franklin, puedes comprar cerveza o vino en una tienda (nada de alcoholes fuertes); lo que no puedes hacer es beberlo allí. Si la policía te encuentra, podrías ser arrestado. Lo mismo pasaría si a alguien se le ocurriera tomar un trago en la calle. La gente que está de paso, dice Strigler, a veces se sorprende cuando ella les quita las botellas abiertas de las manos. «Somos pueblo seco, así que te la puedo vender pero no te la puedes tomar acá», suele explicarles. Luego envuelve las botellas en una bolsa de papel café y se las pasa a los clientes para que estos se las terminen fuera de Franklin. La mayoría de la gente entiende y no protesta –dice–. Incluso muchos hallan cool y encantadoramente old fashion caer en un pueblo así.

–Amo que Franklin sea seco –añade Strigler en un tono dra-mático, y luego se reclina hacia delante, como quien va a soltar una confesión–. Lo amo absolutamente. Nunca ves gente vagando borracha por las calles. Nunca.

Strigler es dramática. Para ella, la sola disponibilidad de al-cohol haría que la gente se volviera loca bebiendo. Ocurrirían de-sastres en caso de que la ley seca se acabara, me dice. Pero este día de fines de diciembre, en el almacén casi no hay movimien-to. Un adolescente enfundado en un chaleco demasiado grande para su cuerpo flaco entra y pide un sándwich de pavo. Strigler lo prepara con calma. Como la pastora Shepard, también ella creció en un pueblo fresco, a menos de una hora de Franklin. Y aun-et

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La encargada del único almacén del pueblo ha requisado una que

otra botella de cerveza abierta por incautos que no sabían de la

ley seca. Lisa Strigler, como se llama, es una muchacha corpulenta.

«Somos pueblo seco, así que te la puedo vender pero no te la puedes

tomar acá», suele explicarles al quitarles las botellas. La mayoría de

la gente entiende y no protesta –dice–. Incluso muchos hallan cool y

encantadoramente old fashion caer en un pueblo así

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que no veía borrachos dando botes por las calles –me cuenta–, el ambiente era menos amigable y las aceras estaban más sucias, llenas de latas de cerveza y de papeles. La diferencia entre su pue-blo y Franklin –donde se mudó al enamorarse de un lugareño– se explica sólo por la ley seca. Para ayudar a preservar esa norma, cada vez que ella quiere beber algo hace el sacrificio de viajar en el automóvil de su novio hasta Oneonta, un pueblo a menos de veinte kilómetros de distancia, donde sí se puede tomar alcohol. Strigler dice que bebe, pero no mucho y jamás durante la cena. La cerve-za le parece asquerosa. Prefiere los tragos fruto-sos y los fuertes.

–Alcohol puro –añade, mientras le pasaba el sándwich enorme al adolescente.

El muchacho no pidió nada para tomar, pagó y se fue. ¿Sería uno de los que apoyan o de los que están en contra de la prohibición? Strigler, por su parte, no había votado en ninguno de los dos referendos sobre la ley seca: es muy nueva en el pueblo para tener derecho a voz. Su novio sí ha-bía votado las dos veces: como ella, él es uno de los que se oponen a derogar la ley. En un próximo referendo ambos votarían igual.

A pesar de lo seco y en apariencia aburri-do, Franklin tiene un pasado remojado en whis-ky. Me lo dijo emocionada la historiadora Linda Parrow, una mujer baja y delgada que llevaba un peinado estilo Farrah Fawcett. A fines del si-glo XVIII –me dice una tarde, de visita en casa del alcalde del pueblo– se producía tanto trigo en esta zona del estado que el whisky apareció como un subproducto natural. El destilado viaja-ba hacia Filadelfia aprovechando el curso del río Delaware, y las tabernas brotaban como hongos por la región. Abundaban las peleas de borra-chos, los maridos que no llegaban a las casas, los que aparecían dando tumbos, los violentos, los que se aparecían por las camas equivocadas.

Era la «prehistoria» bárbara de este país hi-perdesarrollado y el mismo escenario se repetía en todos los Estados Unidos. Cuando los colonos

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El alcalde de Franklin dice que su mayor lucha es que el pueblo se vuelva

fresco. James Campbell tiene unos cincuenta años y aún parece ilusionarse

por ese futuro: los restaurantes de Franklin ofreciendo vinos a los visitantes.

Por ahora, la gente se va a otros lados a comer y a tomarse una copa.

¿Qué hacen los vecinos para entretenerse? Van a cenar a casas de amigos,

dice el alcalde. También socializan en el mercado

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llegaron al nuevo continente, tomaban como lo hacían en la vieja Gran Bretaña, es decir, mucho. Eran tiempos en que el alcohol puro se embote-llaba a ochenta grados, y cuando cada ciudadano, en promedio, bebía veintisiete litros cada año. A comienzos del siglo XIX, las élites educadas de la naciente sociedad temían que tanta borrachera hiciera peligrar la convivencia y la república, me dijo otro historiador. De esta preocupación na-cieron los movimientos por la temperancia como la Unión Cristiana de Mujeres por la Temperan-cia, que buscaban que la gente llevara una vida de cabezas despejadas. Gracias a ellos, Franklin se volvió seco. A veces las Mujeres por la Tem-perancia se paraban horas afuera de las tabernas exigiendo que los hombres dejaran de tomar y se portaran decentemente. Y claro, la cantinela se-guía en casa.

–Pero el golpe definitivo lo dio la prohibi-ción –dice Parrow.

El perfume de los pinos de Navidad cubre el salón de la casa. El pequeño auditorio –el alcalde James Campbell, su esposa Kathy y yo– escucha-mos con la misma atención que se le daría a una película épica. Parrow continúa: la Prohibición, como se le llama a los casi quince años en que los Estados Unidos se convirtieron en un país seco, tiene mucho de clímax cinematográfico: Al Capone y su mafia hacían mucho dinero vendien-do alcohol de contrabando, mientras millones de personas caían empobrecidas por la crisis finan-ciera mundial. Antes de que comenzara la prohi-bición, las iglesias protestantes se habían sumado a la batalla contra el alcohol. Los borrachos no podían ser fieles testigos de Dios.

En Franklin, el patrón se cumplió. Pero en 1933 el presiden-te Roosevelt repudió la prohibición en todo el país, y a partir de entonces, cada estado sería libre de vender, restringir o prohi-bir el consumo y venta de alcohol. Casi ochenta años después, las ciudades y pueblos de este país no terminan de adecuarse a los «nuevos tiempos». Hay diecisiete estados que no permiten que se cree pueblos secos; otros tres estados son secos por defecto (si alguna comunidad quiere vender alcohol tiene que decidirlo por votación electoral); y en treinta y tres estados las autoridades lo-cales pueden decidir si prohibir la venta, posesión y consumo de alcohol. Nueva York es de estos últimos. Aquí cada pueblo decide su propia suerte y, en los últimos tiempos, Franklin ha estado de-batiendo su suerte. De hecho, hace un tiempo el pueblo pasó de ser seco a semiseco. Es decir, se permite la venta de licores, aun-que sólo se los puede beber en casa. Antes ni siquiera eso.

–Pero si encuentras un vino en la gasolinera es que tienes mucha suerte –se ríe Kathy Campbell, la primera dama.

Detrás de ella, un mueble antiguo exhibe un conjunto de co-pas y vasos de cristal que de vez en cuando se llenan con licores comprados en otro pueblo. Hoy sólo hay agua sobre la mesa.

Motivado por la charla, el alcalde Campbell explica que uno de sus propósitos y su mayor lucha es que el pueblo se vuelva fresco. Es un hombre largo y flaco que lleva una pequeña panza. Tiene unos cincuenta años y parece ilusionarse por ese futuro que aquí resulta tan difícil: los restaurantes de Franklin ofre-ciendo vinos a los visitantes. Con la ley semiseca en todo su es-plendor –se quejó el alcalde–, la gente se va a otros lados a co-mer y a tomarse una copa.

El turismo parece un concepto inútil en el pueblo. El Franklin Inn, el único hotel que ha tenido el pueblo, se incendió a fines de los años treinta, cinco años después del fin de la Prohibición. Na-die murió en el siniestro: ya no había clientes. Ahora, en ese lugar sólo hay una gasolinera. A un paso de ella, el Beehive es un peque-ño restaurante que anuncia con un cartel que estará cerrado hasta la próxima primavera. El dueño es un hombre de Manhattan que

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se enamoró de Franklin e intentó echar a andar el servicio de cena de ese local sin trago. Tiempo después, ese cartel anuncia el cierre momentáneo. Algunos vecinos, como el alcalde, esperan que re-abra, pues sueñan con salir a comer sin moverse del pueblo.

¿Qué hacen los vecinos para entretenerse?, le pregunto al al-calde. Van a cenar a casas de amigos, me explica. Su esposa añade que se suelen hacer grandes juntas en el hall de los bomberos. También socializan en el mercado, donde la gente vende los pro-ductos de las granjas, y en las muchas cenas que organizan la es-cuela o las iglesias del lugar.

–Somos un pueblo que come mucho –se ríe la historiadora Parrow, que permanece sentada a un lado de la pareja.

Y toma poco, claro. Aquí nadie socializa en torno a una bote-lla. Fuera de la casa del alcalde, conté a la gente durante cuarenta minutos de caminata: Tres. Una pareja que paseaba con prisa y un tipo que parecía volar detrás de sus dos apurados perros. ¿Por qué un pueblo seco lucía tan tranquilo? ¿Sin alcohol la gente es más aburrida? ¿Acaso el licor es más importante de lo que parece?

Franklin es como una isla. Casi nadie llega aquí por casuali-dad. Los caminos que desembocan en este pueblito de casas blan-cas son desvíos de otros más grandes, y los buses que salen desde Manhattan hacia el norte del estado de Nueva York tampoco se detienen acá. Si uno viene manejando desde esa ciudad inmensa, tiene que dejar el enjambre de carreteras después de tres horas de recorrido para meterse a una red de pueblos pequeños que se adentran en las montañas locales.

Lo más impactante es llegar de noche. Al final del camino flanqueado por paredes de árboles, aparece un punto brillante: las casas uniformes de Franklin y sus luces. Nadie o casi nadie está en las calles. Tal vez la escena cambie si se hace un nuevo referendo para suprimir la ley semi seca. El último fue en noviembre del 2007. Participó la gente de la villa y un puñado de vecinos que viven en colinas cercanas. Éstos también pertenecen al pueblo de Franklin. Aquella vez, doscientos ocho vecinos votaron para que por fin, después de casi un siglo, la gente pudiera servirse una copa de vino y beberla donde le diera la gana. Doscientos sesenta y nueve vecinos les dijeron «NO». Ésa era la voz de la mayoría.

En el pueblo hay mucha gente que le teme al cambio, que piensa que la villa va a perder su esencia si es que el alcohol vuel-ve a ser algo cotidiano. Kathy Campbell, la primera dama, me dijo que en este triunfo del statu quo también influyó la gran cantidad de viejos que viven en el pueblo. Ellos están bien como siempre han estado. No conocen otra cosa y no quieren nada más. Pero

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El alcalde de Franklin, James Campbell, su esposa y la historiadora Striegler

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La anciana Edwyna Barstow es una férrea defensora de la ley seca. Ella

es la secretaria del pueblo. En los tiempos del referendo, ella promovió

la ley seca en Franklin y votó a favor de la prohibición. Dice que volvería

a hacerlo si hubiera una nueva votación. «Si quieres comprar alcohol o

tomarte un trago, tienes que ir a buscarlo donde está –me explica con el

tono cliché de una institutriz–. Es como cuando quieres comprar ropa. Tienes

que ir adonde está la ropa»

la encargada del almacén, Lisa Striegler, es joven y piensa de otra manera. Para ella, ésta es una pelea entre locales y citadinos. Mucha gente de la ciudad –principalmente de Nueva York– se ha mudado a Franklin en los últimos años sin enten-der «el alma local». Ellos, me dijo Striegler, son los que presionan para que las cosas cambien.

Ella cree conocer bien a los citadinos gracias a su licenciatura en teatro. En el verano, trabaja con la compañía de Franklin, en la cual participan va-rios habitantes de Manhattan que se mudan parte del año o que pasan en el pueblo ciertos fines de semana. Striegler halla muy irónico que esta gente que dice amar Franklin y que ha ayudado a res-taurarlo trate de cambiar algo que para muchos es parte del alma del lugar. Por eso –me dijo– procu-ra guardar las distancias con la gente de la ciudad y se porta de forma distinta con ellos.

–¿Distinta?–Distinta. Jamás los llamo sweetie o honey

como llamo a la gente que viene al almacén.

La anciana Edwyna Barstow es una férrea defensora de la ley seca. Ella es la secretaria del pueblo, la village clerk, como se le llama a quien se encarga de guardar las minutas del directorio de la villa, las cartas oficiales y la mayoría de los documentos que produce el manejo del caserío. Su puesto no tiene que ver con la alcaldía, por lo que su oficina no se halla en la calle principal sino en la punta de un edificio pequeñito, justo al final de la gasolinera. Barstow aparece por su trabajo sólo una vez a la semana, así que, para evitar aglome-

raciones hay una veintena de sillas en su sala de ventanas cerradas, donde apenas se cuela la luz exterior. El último día del año no es una jornada de trabajo. La secretaria sólo va a adelantar algunos papeleos y, después de eso, seguro se irá a celebrar las fiestas en medio de una tormenta de nieve que no tenía visos de amainar.

Barstow tiene unos setenta años, pero no demuestra la fragili-dad que uno esperaría en alguien de su edad. Es una mujer alta, fuer-te, de pelo blanco y corto. Está un poco sorda y es preciso hablarle de cerca. En los tiempos del referendo, ella promovió como pudo la idea de preservar la ley seca. Por supuesto, votó a favor de la prohibición, y dice que volvería a hacerlo si hubiera una nueva votación.

–Yo jamás iría a plantar una vaca en el medio de Man-hattan.

Su voz suena seca, cortante, igual que su risa. A pesar de las cuatro tarjetas de Navidad que descansan sobre el escritorio, la oficina de Barstow no se hace acogedora. Allí no se ven bidones de agua ni termos de café para calmar la espera de los que van a resolver un trámite. Para ella, es lógico que la gente tenga que ir a otro pueblo en busca de una copa.

–Si quieres comprar alcohol o tomarte un trago, tienes que ir a buscarlo donde está –me explica con el tono cliché de una institutriz–. Es como cuando quieres comprar ropa. Tienes que ir a donde está la ropa.

Luego, recordó que en varias reuniones del directorio del pueblo más de uno ha pedido nuevos plebiscitos y un cambio de ley «para ir con los tiempos».

–Pero nosotros no andamos arriba de caballos o carretas –añade, enderezándose las gafas–. Tampoco usamos velas sino luz eléctrica. No estamos tan atrasados ni tampoco nos oponemos al progreso.

A la drástica señora Barstow, por supuesto, le gusta tomarse una copa de vino de vez en cuando. Eso sí, siempre en su casa o lejos de Franklin. El fin de la ley seca, dice, sólo marcará el prin-cipio de la decadencia del pueblo calmo.

Eso es lo que cree la mayoría.

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