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CHAPLIN & LA SITUACIÓN Jahir Navalles Gómez

Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa

Aunque también las siguientes líneas podrían llamarse: “Las situaciones

de Charlot” (¿o de Charlie?), revelando así la doble intención del presente

escrito, por un lado es el evidente reconocimiento a la obra propuesta por

aquel director (Charles Spencer Chaplin, 1889-1977), y para ello, el velado

documento ahondará en las gracias hechas por su alter ego. Empero, no

es un mero asunto biográfico lo que aquí se pretende, para eso existen las

suficientes, casi todas muy bien documentadas, tampoco intenta pasar

como un texto erudito sobre el cine, las tomas, la iluminación o la

escenografía que acompañaron, o mejor dicho, aquellas que fueran

seleccionadas para describir una “situación” específica.

No son tanto los materiales o personajes o diálogos los que im-

portan (los cuáles nunca fueron contemplados sino hasta que se tornaron

estrictamente necesarios), sí “la situación” como tal, y para eso, Chaplin &

Charlot son el pretexto ideal. Las acciones realizadas por uno fueron

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pensadas por el otro, no una, ni dos, posiblemente más de tres veces antes

de quedar registrada esa “escena” y pasar así a la posteridad.

Y es que se según cuentan, Chaplin ensayaba con película, una

decisión que ninguno de los incipientes otros directores de la época se

arriesgaría tomar, un lujo que podía cometer porque ese era su “método”

de trabajo, el del registro sistemático de la improvisación para que a partir

de la identificación de esa primera impresión se desplegaran formas

variadas y sutiles para convocar el humor de la “situación”, estrategia que

ahora se pretende hacer pasar por novedosa u original, y que no llega sino

a ser un desplante común de las nuevas generaciones de cineastas o de

documentalistas; empero, esa forma de trabajar no es asunto fácil, es

producto de una mirada afinada que intenta no perder detalle a partir de los

posibles vínculos entre las entidades presentes y las convocadas, tal y

como dice uno de sus biógrafos (al cual le podemos creer o no), Chaplin

está en “la búsqueda incansable de una perfección inasible” (Ortega,

Chaplin, La sonrisa del vagabundo, 14).

Aquí lo que menos se pretende es una descripción exhaustiva de

alguna de sus películas, mucho menos nos esforzaremos en señalar lo que

en éstas faltó, o quedó a deber el responsable de las mismas, aunque éstas

serán un ritual de paso obligado para comprender cómo es, o sería, una

“situación”, por tanto la sugerencia es que cada cual se acerque a la obra

de Chaplin por su cuenta y bajo su propia responsabilidad, sin pre-juicio o

reivindicación del género que lo hiciera famoso, esto es, la pantomima; ni

mucho menos se pretende evidenciar errores o excesos cometidos por

aquel director, pero también productor, guionista, editor, actor, comediante,

compositor de las melodías que acompañarían cada una de sus escenas,

asimismo crítico social y político aficionado, personificaciones que hasta a

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su propia hija Geraldine (Chaplin) le sorprendió redescubrir al ser

entrevistada tiempo después sobre la obra de su padre1.

Ya que como ella misma lo señala, parecía que Chaplin, empezaba

con una sola idea para después sucumbir a tantas otras que se le iban

ocurriendo sobre la marcha, ideas cual situaciones, situaciones que se

desplegaban en múltiples formas de expresarlas, por caso, un puntapié

(intencional o no), una acción adecuada en el momento menos esperado,

o un resbalón, o una caída, o un deambular por la ciudad, o –como sucedió

en Tiempos Modernos―una distracción (como una mosca sobrevolando

su rostro y que le aleja del ensimismamiento, de la alienación, desplegada

a partir de sus tareas asignadas), o un velado procastinar (como rascarse

el sobaco mientras se realizan actividades cruciales en un ensamblaje

industrial), o una huida triunfal para salir avante y así evitar el posible

castigo.

Estas son situaciones que todos reconocemos o que todos hemos

vivido, o que algunos han procurado re-crear, pero que a decir, o al pensar,

de Chaplin su posibilidad de suceder exigía pasar de lo ideal a lo

manifiesto, dejar de sugerirla para simplemente provocarla, y así registrar

el cómo es que la misma impactaba en la realidad; o lo que es lo mismo,

esa idea tendría consecuencias, y esa consecuencia sería la de provocar

una carcajada, una risa, una sonrisa. La del instante, la del momento, la

del recuerdo. Al reír, al carcajearse de lo que estaría pasando, al recordarle

con un dejo de nostalgia hacia ese acontecimiento primigenio que

trastocaría la realidad. Una actividad mundana se vuelve una historia que

se despliega y se cuenta, a partir de mantenerse como extra-ordinaria.

Entre Chaplin y Charlot se devela la noción de “situación”, los dos

se encargaron de configurarla, y hablar de esta exige un mucho de

1 Brownlow, K. & Gill, D. (1983). Unknown Chaplin. UK. HBO HOME VIDEO. Thames Television. 180 mins.

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seriedad, no de solemnidad como es que tantos “interaccionistas”

(simbólicos o no) lo presumen, pero ante todo se convoca al sentido del

humor, algo que aparece sin más a lo largo de la vida de estos dos

personajes.

En consecuencia, su vida personal no es relevante, esa ya se la

arrogaron las biografías autorizadas y las que no también, y las películas

hollywoodenses que dieron a conocer a un Chaplin (misógino,

enamoradizo, liberal en lo que corresponde a la prácticas eróticas y

sexuales), esos acercamientos son más que suficientes, o como dice uno

más de sus biógrafos (Bazin, Charlie Chaplin, 62), “la opinión pública se ha

encargado de hacer de Chaplin un Barba Azul”, asimismo prescindiremos

de aquel apartado biográfico concerniente a la “caza de brujas” en la que

se vio inmerso y por la que tuvo que exiliarse en su país de origen. Ahondar

en ello nos obligaría a desviarnos de su proyecto, de su mirada, y de su

manera de responder a los embates en los que se le vería implicado.

Además, él mismo ya dio replica a esos cuestionamientos, por caso lo que

hizo en Un Rey en Nueva York.

El contexto que asfixiaba a Chaplin enjuiciando su vida personal y

su no participación política, queda plasmado en algunos diálogos,

secuencias y escenas, asimismo en aquellos otros contrastes a partir de

las imágenes donde las clases acomodadas existían a partir de la

represión, humillación y vejaciones cometidas contras aquellas otras

clases no privilegiadas, de acuerdo con Ortega:

En la obra de Chaplin la desgracia, la fatalidad, son a menudo el eje sobre el que se construye el efecto humo-rístico. La hilaridad surge de la contemplación de una realidad atroz, cuyos rasgos son invertidos y trocados como mecanismo de defensa, de estricta y pura supervivencia (Chaplin, la sonrisa del vagabundo, 40-41)

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Y, de igual manera en los exabruptos, en los gestos, en los rostros de

sorpresa ante una sentencia que evidenciaría las desigualdades que se

intentaba omitir en la vida real. El cine, para Chaplin, sería el medio de

denuncia de los excesos que como sociedad se estarían cometiendo. Y

recuperando lo que otro de sus biógrafos menciona sobre este punto, a

saber, “a pesar de que Chaplin supo dotar sus películas de una profunda

fe en la humanidad, se descubre en ellas una verdadera desconfianza

hacia los hombres” (Stourdzé, Chaplin, 9).

Finalmente, el presente texto contiene otra alusión, se cumplieron

100 años de que Chaplin comenzara a filmar y a bosquejar su versión

crítica sobre la vida en sociedad. Siendo un año después, en 1915 cuando

Chaplin da vida a Charlot, identificándole como, según dicen, “una nueva y

extraña cara que surgió de entre la muchedumbre”, es entonces cuando

queda registrado en las memorias, no sólo a partir de la simpatía evidente

del personaje, sino en la forma de ser del mismo, a partir de su

indumentaria, de su andar, de sus muecas, de su mirada, de su galantería,

de la justificada defensa de su dignidad (Fofi, La cultura del 900, 1981). A

saber, “con el eterno vagabundo, Chaplin creó el personaje de ficción más

reconocible de la historia”, dice uno de sus tantos biógrafos (Ortega,

Chaplin, la sonrisa del vagabundo, 11). Y un año después de su aniver-

sario, se escribe el presente texto en un intento por reconocer en la

metodología de Chaplin las alusiones para acercarse o abogar por el cómo

es que interactuamos en la cotidianeidad.

Lo hizo en blanco y negro y con un bombín, inmerso en la candidez

de su caminar, gesticulando constantemente para remarcar su

característico bigote, o bostezando, sugiriendo que la solemnidad de la

vida social es tan relativa como las maneras que se conocen para sobrelle-

varla, más preocupado por los otros que por sí mismo, asimismo

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interactuando con la realidad pero a la vez distanciándose de la misma a

partir de los movimientos que le permitirían hacer su frágil bastón

(Stourdzé, Chaplin, 2007), Charlot ganó la simpatías de distintas

generaciones (Morin, El cine o el hombre imaginario, 178), de niños,

ancianos, proletarios, burgueses, así sin más, Chaplin creó (pensó e

interpretó) al personaje más digno en el camino ―saturado y novedoso―

que ha recorrido el cine.

El historiador Goffredo Fofi, es quién devela cuál fue la aportación

original de Chaplin a través de Charlot, y es que a decir del citado autor,

existe un aura nostálgica y romántica que se desprende de cada una de

las acciones que realiza el personaje del pequeño bombín, “el eco de

Dickens” se hace manifiesto dice, y la presencia de la pantomima de los

artistas de antaño también; la dignidad del personaje es su mayor cualidad,

siendo un ente solitario, expone el heroísmo, el interceder por los mismos,

el preocuparse por los otros, empero cualquier compañía refuerza aquel

ejercicio diario que reivindica dignidad. Por ello es que Charlot fue y ha sido

un personaje amado y odiado, porque hace evidentes los contrastes, las

infamias, las vejaciones, y las libra a partir del humor, de la sátira, de la

parodia, y aún cuando se crea que es sólo el instante cómico lo que el

espectador debe esperar, una vis dramática se devela con cada injusticia

que logra deslegitimar.

Escenas mundanas

Vida y obra de Chaplin se entrelazan con las situaciones escenificadas por

su alter ego Charlot; en balde sería la pretensión de separarlos. Algunos

interesados en su obra lo intentaron, señalando que existen dos Chaplin,

el original y aquel otro que tomaría revancha pasado el tiempo. Gracia y

sencillez de Charlot fueron sugeridas por Chaplin, habría que pensar si

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alguien más podría llevarlas a cabo. Sin embargo sí existieron dos Charlot,

y es que hay registro de una primer versión del personaje, pero ésta es la

personificación de un carácter huraño y de un humor cruel y displiciente

(Stourdzé, Chaplin), pero desapareció, o mejor dicho, fue desplazado por

una actitud más benevolente y cargada de dignidad. A decir de Jeffrey

Vance2, otro biógrafo de su obra, el reconocimiento del que se hizo

acreedor Chaplin fue que él desplegó escenas –pequeños fragmentos de

cotidianeidad― que a nadie más se le ocurrirían que podrían suceder, y el

cariño del que se vio rodeado Charlot proviene de la originalidad con la cuál

efectuaría actividades mundanas (como bajar escaleras, u hornear ros-

quillas, o pasear por la ciudad, o hacer el borracho, o ejercitarse, o cortejar).

El reconocimiento de la cada vez más compleja realidad moderna a la que

se vio confinado aquel huidizo trotamundos que es Charlot, y de la que

saldría casi siempre avante, sería registrada ávidamente por Chaplin, a

partir de evidenciar esos contrastes en donde quedarían desplegadas las

posibles situaciones por todos conocidas, por todos imaginadas, pero sólo

por ellos dos vueltas realidad. Y es que pensar en el cómo actuar en algún

lugar, y en cómo esto puede ser de tal o cual manera, implica la

observación y exploración de todos los elementos disponibles para

configurar o trastocar esa forma de acción. En su autobiografía (en

Stourdzé, Chaplin, 39), Chaplin devela sus intenciones:

Siempre intento crear lo inesperado de una manera nueva: si estoy seguro de que en una escena el público espera que yo cruce la calle a pie, de repente subo a un coche de un salto. Si quiero llamar la atención de alguien, en lugar de darle un golpecito con la mano en el hombro o llamarle, paso mi bastón por debajo de su brazo y lo acerco poco a poco hacia mí. Imaginarme lo que el público espera y hacer justamente lo contrario es un verdadero placer para mí.

2 Richard Schickel (2003): Charlie: The Life and Art of Charles Chaplin. Estados Unidos. Warner Brothers. 132 min.

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Ahora bien, podemos hacer mención a dos de las situaciones que

fueron pensadas por Chaplin, ensayadas una y otra vez, para ser

parsimoniosamente interpretadas por Charlot, fue hasta ese momento que

serían “escenas” que trascendieron el tiempo y quedaron registradas en el

recuerdo de los que las vieron (secuencias ubicadas en The Floorwalker,

1916 y en el cortometraje Recreation, 1915).

Remontarlas ahora implica otro ejercicio, el de asumir que no son

cosa simple, sino que lo pertinente de su mención es porque todos

sabemos que eso, lo expuesto por Charlot puede pasar, y algo más, es

posible que nuestro trato con las mismas sea de la manera más indiferente

y mecánica, como si siempre funcionasen así, pero qué pasa cuando eso

no sucede, qué pasa cuando el movimiento en el caso de las escaleras

eléctricas se detiene o se acelera, o cuando quedamos entrampados en el

umbral que divide el entrar y el salir de un local, ¿cómo re-accionamos ante

eso?, y cómo nuestra interacción es distinta a fuerza de que no sucede lo

que debería suceder.

Por ejemplo, al enaltecer el cómo fue nuestra primera reacción

ante el uso o convivencia con una escalera eléctrica, sea como niños o

como adultos, al subir o al bajar, sin actuar, sin saber cómo hacer coincidir

nuestros movimientos con el sentido del dispositivo eléctrico que pareciera

tuviera vida propia, evidenciando el titubeo, ya que seguramente todos

dudamos, seguramente todos temimos que ese movimiento quedara fuera

de nuestro control y que atentase contra el movimiento personal de

nuestras extremidades (los niños se aterran cuando la escalera sube y ellos

quieren bajar), y es que ¿quién nos enseñó a usar las escaleras eléctricas?

Hasta donde se sabe no existen cursos para eso, y fue más a fuerza de la

relación que establecimos con esta que suponemos saber cómo usarla. Si

dejar que el movimiento de ascenso te lleve o intuir si el descenso no es

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peligroso, si inclinarse demasiado implica un riesgo o si como usuario

estamos obligados a siempre mirar hacia arriba, como si eso acelerara la

llegada.

La mirada, la postura, el gesto de ya-casi-voy-a-llegar, todo eso

genera una solemnidad en el trato con aquel que va adelante, o con el que

va detrás, y por eso quien rebase será sancionado con las miradas y con

expresiones de desaprobación. Nadie puede atentar contra esa forma

moderna de transitar en los espacios semipúblicos, de convivir en los

espacios cerrados, de interactuar con aquellos otros que se reconocerían

en la misma situación.

El otro ejemplo, más inocente que el anterior, ubica la buena

disposición que establecemos con las puertas giratorias, ahí, estas mismas

sólo adquieren sentido a partir del movimiento y, a diferencia de una puerta

que te abren, o te cierran, aquí no se sabe si eso está pasando, porque

uno sigue, y porque cualquiera puede quedarse ahí, y porque si no se

rompe con ese movimiento y con ese ritmo, podría permanecer girando sin

saber si ya entró al lugar o ha sido despedido por la inercia. Cual tiovivo,

las puertas giratorias se asumen como algo más de lo que inicialmente son,

y permanecer en su movimiento es lo que podría llegar a molestar, por

ejemplo al que viene detrás o al que pretende atravesarlas para salir o para

entrar. Porque pareciera que crean una modalidad de tráfico. Y junto con

este un desespero al no poder avanzar, o al identificar que –otro-

cualquiera se podría estar divirtiendo con el movimiento.

Algo que distingue a estos dispositivos que regulan la interacción

en la modernidad es que están ubicados en emplazamientos semipúblicos,

de forzoso uso para acceder al interior de los mismos, por caso en los

aeropuertos, los hoteles, alguno que otro centro comercial, algún edificio

de uso solemne, y con pretensiones de modernidad (Chaplin los ubica en

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un club campestre). Y con Charlot, implicado en la inercia que se genera

en estos dos dispositivos automáticos, entrar/salir y subir/bajar ya no son

vistas como simples actividades que se aprenden mecánicamente,

traspasar un umbral o cambiar de nivel, serán un acto de convivencia, al

ceder el paso, al no obstruirlo, al desplegar el tránsito, entre todos los

involucrados ahí.

La situación que va configurando Chaplin será la de darle

continuidad a esa emoción primigenia, que se ve desplegada a partir del

acontecimiento, todo puede pasar, pero solamente se puede mantener a

partir de la perspicacia, de la parodia, de la mofa evidente del contraste

entre los involucrados en esa escena, y para ello es que siempre pensaba

en dos escenarios, dos comportamientos distintos, y dos actitudes

claramente diferenciadas, dando como resultado un solo pensamiento.

Dice Fofi: “[Chaplin] muy pronto descubre alborozado el método indefec-

tible para que sus invenciones cómicas no se queden jamás en la sala de

montaje: si estas tienen lugar en el instante mismo de entrar o salir de una

habitación, resultará prácticamente imposible efectuar un corte” (La cultura

del 900, 26).

Entrar/salir de un lugar semipúblico (como una tienda

departamental, o un club campestre) o semiprivado (como asomarse por

alguna ventana para enterarse de lo que pasa al interior de alguna casa),

le permiten ejemplificar a Chaplin, el cómo cada personaje se reconoce en

esa escena, al estar en desacuerdo con lo que pasa, al darse por enterado

de lo que el otro personaje hace o es, o piensa, al darle continuidad a la

acción convocada, o al obviarla. Algo sucede con el método al cual Chaplin

acude, al darle continuidad al movimiento, al registrarlo, evita los

sobreentendidos de una situación, porque el registro visual de cada una de

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las acciones reconoce el sentido de las mismas, no el velado, el evidente

(Feldman, La fascinación del movimiento).

Siendo Charlot la encarnación del ingenio, y la exageración el

trasfondo de la comedia, dos elementos dejan de ser supuestos y se tornan

indiscutibles, por ejemplo, uno, la velocidad atribuida al movimiento, a partir

de la cual la comedia o la tragedia se revelan porque “algo” ―una caída,

un tropiezo, una persecución, una tarea al interior de una fábrica, un

malentendido, una suposición― sucedió o ese mismo “algo” pudo ser

evitado, la velocidad delimita las acciones, cada actividad expuesta y

registrada contiene sus propio ritmo, acelerarlo o minimizarlo deviene otra

situación a la esperada; y dos, la dirección y el sentido acordado, por

ejemplo, en el uso de las escaleras eléctricas, aquí, se realiza en sentido

contrario, desde ese momento permiten simular una persecución,

“situación” que comúnmente racionalizamos así, ésta terminará cuando el

persecutor logre alcanzar al perseguido, pero aquí, en esa escena eso no

pasa, porque la distancia que los separa siempre será la misma, y la

conclusión será o una colisión o un permanecer en interminable

movimiento. Algo similar se convoca en la escena de las puertas giratorias,

ahí queda atrapado aquel que no puede sortear ya sea la salida o la

entrada en ese fragmento que se achica a partir del movimiento veloz y lo

pausado del paso para salir o ingresar. Empero, la aportación metodológica

del registro cinematográfico (Feldman, La fascinación del movimiento, 75)

es la siguiente, la velocidad delimita la interacción. La expectativa se ve

trastocada, lo que se espera no sucede, y lo que sí, es una acción por

demás increíble, irreal, surreal, o cómo lo describiera Siegfried Kracauer:

El prototipo de esta variedad de lo fantástico es la vieja comedia del cine mudo, que promueve una dosis adicional de humor exagerando los movimientos naturales mediante la cámara lenta o rápida y otros trucos técnicos. Las perse-

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cuciones se suceden a velocidad astronómica; las personas dan un salto y de pronto quedan paralizadas en el aire; los choques y colisiones se evitan milagrosamente en el último instante. Todo esto sucede ―aunque “no puede suceder”― en un entorno que por lo demás es cotidiano y normal.

La realidad ficticia de las viejas comedias tiene un pronunciado carácter objetivo, sostenido mediante ele-mentos visuales que son registros ingenuos, y no fotografías expresivas; elementos visuales que se concentran siempre en un torbellino de choques y coincidencias físicas (Teoría del cine, 122).

Pareciera que lo que cuestiona Chaplin es la exigencia por

trastocar cualquier relación, a través de los dispositivos con los cuales

Charlot se involucra o confronta, “Charlot muestra una clara preferencia por

el mundo de los objetos” dice Stourdzé, empero, es la complejidad de

posibilidades reconocidas en el trato con estos, por supuesto, conside-

rando que estos funcionen adecuadamente, así es como la situación logra

consolidarse. El sentido desplegado en la interacción es el siguiente, no

son los objetos los que importan sino el vínculo sobreentendido con los

mismos, que es alterado a partir de reconocer que no es una la forma de

interactuar con los mismos. Y eso, se torna nítido en lo chusco de la

situación, o en la convocatoria de la exageración, o desde la parodia a la

actitud solemne, ejemplos: las puertas giratorias cual carrusel, las

escaleras eléctricas como un tobogán, una escoba como un taco de billar,

y finalmente, los actos políticos como objetos para ser trastocados, por

ilustrar, la escena de inicio de City Lights, filme de 1931 (Kracauer, Teoría

del cine, 176).

Vale una acotación, era Chaplin quien exigía interpretar todas esas

escenas, específicamente ideadas para hacer lucir a Charlot, al resaltar su

perspicacia, valentía o caballerosidad, su dignidad como ser humano, su

desafío burlesco y constante hacia la autoridad (en The Inmigrant, 1918),

o su constante preocupación por los otros, ya fuera un perro o un niño

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(Jackie Coogan), o una damisela en apuros (interpretadas o por Edna

Purviance, o por Lita Gray, o por Georgia Hale), así los gags cómicos se

complementaban con las escenas dramáticas, o con sutilezas románticas,

para ello es que acudía a un actor o actriz en especial, alguien que pudiera

seguir al pie de la letra sus indicaciones o imitarlas, pero dándole su toque

personal, intercediendo así por el personaje central o complementario

sobre el cuál se construiría la trama -obviamente eso sucedió en The Kid

(1921)-, o lo que acontece en City Lights (Luces de la Ciudad), donde

Charlot se vuelve comparsa de tragos de su rival en amores (Henry Myers).

Pero el truco de Chaplin radicaba en que él mismo interpretaría cada uno

de los personajes que habrían de aparecer en escena (Ortega, Chaplin, La

sonrisa del vagabundo, 57).

Todos los implicados en una escena, sean mujeres, niños, sillas,

mesas, decoraciones, puertas y ventanas, engranajes colosales, hombres,

animales, juegan un papel primordial porque no se sabe sí a partir de tal o

cual intervención o movimiento o de la incipiente relación entre unos y otras

pueda emerger, o sorprendernos, esa manifestación cómica o dramática o

trágica, pero finalmente entrañable con la que se refrenda el compromiso

de Chaplin con la realidad que está constantemente criticando. La

originalidad radica en remontar lo relevante de la escena a partir de los

vínculos posibles, o, como señala Kracauer:

Muchos objetos pasan inadvertidos simplemente porque jamás se nos ocurre seguir su camino. La mayoría de nosotros volvemos la espalda a los cubos de basura, el sucio suelo bajo nuestros pies o los desperdicios que dejamos atrás. Las películas no tienen esas inhibiciones; por el contrario, les resulta atractivo lo que nosotros solemos pasar por alto, precisamente a causa de este desdén (Chaplin, La sonrisa del vagabundo, 82).

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La “situación” que configura Chaplin sobreviene a partir de la trasposición

de elementos, vínculos, enrolamientos, traducciones, de los que partici-

parán, o no, cada uno de los personajes.

“La situación”

Para Chaplin, cada elemento presente o sugerido en la escena se volvería

un probable interlocutor, cada escena sería extensiva a partir de identificar

el vínculo entre los participantes, y toda escena será una secuencia de

errores calculados para configurar un acontecimiento, esto es, todo es

posible, cualquier evento puede o no suceder, sólo es necesario identificar

que, quién, está en relación con qué, con quién, y el cómo esa posibilidad

se ve desplegada, acotada, truncada, pospuesta o concluida. Cada vez

que convocamos una “situación” pareciera que esperamos evidenciar

todas sus posibilidades. Es por ello que no nos preguntamos qué es la

situación, sino que nos interesamos por el cómo es o fue posible (Latour,

Reensamblar lo social). Al saber cómo replicarla a la perfección, es como

se evidencian los vínculos entre las partes implicadas.

Para el cineasta Javier Ortega, lo que hizo Chaplin fue evidenciar

la trasposición cómica, es decir, la capacidad de que una idea sea

sugerencia de otras más y, en efecto, la vis cómica estaría presente en

todas las películas, pero no sería exclusivamente sobre ese género que las

situaciones que recrearía Charlot le permitirían trascender la pantalla, hubo

otro género velado sobre el que el clímax de cada una de las películas

expondría las posibilidades de establecer vínculos entre las personas, o al

interior de un colectivo, tal es el caso de todas aquellas escenas centradas

en los lazos afectivos entrañables que cimentarían una amistad, ilustradas

en Luces en la Ciudad (el enamoramiento), El Chico (la camaradería), o en

El Circo (la avaricia) o en La Quimera de Oro (la tragedia). “Formas

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sociales” de unión, reunión y desunión, que han marcado las relaciones

entre pares (Simmel, Sociología). O que al forzarlas a aparecer es evidente

que estas no serán permanentes.

En la segunda película aludida, el vínculo que establece con el

infante es de lo más emotivo, aquel que diga que esa escena no le extrajo

algunas lágrimas miente, ya que toda la trama está centrada en ese

vínculo, que va de un fortuito encuentro, a una forzada separación, al

posterior reencuentro, asentados en la complicidad como forma de la

amistad, en el acoplamiento mutuo para sobrevivir a las carencias, las

vejaciones y trascenderlas con ingenio. Comedia y drama se comple-

mentan porque un género sin el otro serían insuficientes. Y el vínculo se ve

fortalecido constantemente a partir de esa citada complicidad, la distancia

entre los dos personajes se vuelve cada vez más estrecha, y aquí es esa

cualidad la de ser recíproca lo que permite asociarlos en un solo sujeto. La

fórmula de poner a un infante en "escena” es la incertidumbre de sus

reacciones a las acciones planeadas, la espontaneidad es la clave y la

garantía de que la escena sea completamente distinta a la que se esperaría

a partir del guión, los niños no mienten y los niños actores siguen siendo

niños, empero sus gestos, posturas, lenguaje, modismos, serán

inadvertidas.

La dupla es una que convoca la complicidad, un infante será aquel

personaje entrañable, difícil de olvidar, asimismo será a partir de este

momento, un referente en la historia del cine mundial, la fórmula aludida

será la una sumatoria de picardías contrarrestada con la solemnidad de la

parodia política o social, así el vagabundo se responsabiliza de las

acciones honestas que sólo puede hacer un niño, y las contiene, las

encauza, las defiende, y padece por estas, no porque sean integras, sino

porque son legítimas a partir de la situación donde suceden.

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Cuestión que no acontece en Luces en la Ciudad, ahí es el silencio,

la ceguera, la secuencia de asociación entre sonidos, pero ante todo la

discreción de Charlot la que no le permite vincularse como él quisiera con

su adorada damisela, la situación es “complicada”, tal y cómo lo documenta

Stourdzé: “El rodaje de esta escena le costó a Chaplin varios meses de

trabajo. Sabía que tenía que llamar la atención sobre dos elementos […].

Cuando finalmente encontró el encuadre […]logra mantener la confusión”

(Chaplin, 45); de saberse en “realidad” lo que sucede, a decir de Chaplin,

el vínculo entre “el vagabundo” y “la florista” jamás lograría trascender, sin

embargo, al suponerlo, al hacer más caso a las creencias y a los prejuicios,

que a la misma relación entre los personajes es como hasta el final queda

expuesto el clímax, y el reencuentro entre los mismos es lo que permite por

primera vez, sugerir el re-conocimiento entre los enamorados.

Cada uno sabe del otro, y sabe más del otro, porque estuvieron

implicados en la misma “situación”. Y en realidad no es la ceguera uno de

las limitantes entre los personajes, es más bien, la invisibilidad ―de la

indigencia, o de los personajes liminales, o de los desplazados― la que

caracteriza a toda una (nueva y moderna) sociedad.

Toda situación puede ser delicada, difícil, complicada, compleja,

sencilla, comprometida, o como dijera Houellebecq más rara de lo que se

esperaba, todas son semánticamente entendibles, pero serán sólo

pragmáticamente comprensibles a partir de las acciones que se realizaron

para llegar a la misma y de las posibilidades para que ésta permanezca tal

cual o cambie, y eso significa que para identificar esas posibilidades de

transmutación, habrá que estar inmerso en esa misma situación, no vale

sólo verla desde fuera, hablar sobre la misma, describirla a la distancia,

implica sensibilizarse ante el cómo es, o fue, o podría pasar, por ello es

que vale la pena puntualizar, situación es disposición, es posicionamiento,

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es ubicación, es sitio (Corominas, Diccionario de Filosofía; Fairchild,

Diccionario de sociología), no es un escenario inerte o estable, ni un

producto de las relaciones, ni el trasfondo donde se actúa, esas fueron los

paliativos a los que acudieron los sociólogos (Blumer, El interaccionismo

simbólico) y los psicólogos sociales (Lewin, La teoría del campo en la

ciencia social) para exponerla, para expandir interpretaciones acerca de la

realidad a partir de ese constructo o término; “situación” implica la

identificación de todos los elementos, sentidos, posibilidades, vínculos,

mediaciones, por ello ninguna situación es igual a otra, sólo logra ser algo

similar a la que se convoca pero siempre será distinta ya que no existe total

capacidad de control de todo aquello que la sugiere.

Los científicos sociales se empecinaron en elaborar una versión

que justificara sus reflexiones internas, pero al hacerlo se alejaron de la

realidad que pretendían explicar, se entramparon en sus definiciones y la

realidad siguió sin sus aportaciones eruditas, sociólogos –los “de Chicago”,

por ejemplo- o los psicosociólogos ―como los que se han asociado con la

Gestalt― hablaron de situación, pero también de interacción, asimismo de

actitudes y comportamientos, y los subyugaron a conductas, gestos y

posturas, lo que hicieron fue reducir aquel constructo inicial a otros más

aprehensibles, cientificistas, medibles y cuantificables; y una situación no

es nada de eso, es observable pero no replicable, nunca es la misma, no

es la misma aquella se pensó o ideó, a la que estaría sucediendo.

Es por ello que decir que una situación será igual para los

implicados tampoco es muy acertado, depende de qué o quién o cómo se

llegó hasta ahí. Chaplin lo sabía y Charlot lo interpretaba, por ello es que

la relación del personaje con cada uno de los objetos ubicados a su

alrededor sugerían que estos en algún instante habrían de cambiar, y eso

podría suceder a partir de que ese objeto desplegara otra acción o

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actividad, o produjera algo completamente distinto a lo que se esperaría de

este. Su hijo (Michael Chaplin) llegó a señalar, “podía hacer que las cosas

cobraran vida, podía insuflar vida a un objeto estático e inanimado,

conferirle movimiento”.

Sin más, Charlot tenía un don, y no nunca fue el de la ubicuidad,

sino más bien tenía el don de transformar unos objetos en otros, mani-

pulando o mejor dicho actuando con los mismos y mediando la realidad,

esto es, las transformaciones de los objetos al uso, al calce, serían

manipulaciones deliberadas de la percepción de la realidad (el globo

terráqueo con el que juega durante una secuencia en El Gran Dictador, o

una estatua como una cama en Luces en la Ciudad, o aquel zapato que se

tornó en un alimento, o unos panecillos que, a falta de mejor compañía, se

dispusieron como un latente comparsa de aventuras).

Según decían, a Chaplin todo lo que observaba le sugería la

posibilidad de algo distinto, esa traducción de acciones será desplegada

en cada una de las secuencias filmadas, y aún sin diálogo explícito sí existe

un guión, de gestos, de posturas, de movimientos que parecieran no tener

fin y que a la vez acotarían la escena, por caso al deambular por la ciudad,

o al intentar acercarse a alguien o a algo que fuese objeto o sujeto de

interés, o al coquetear, o al intentar salir avante de una trampa o alguna

recurrente persecución.

Chaplin logra algo, que lo complejo sea visto como algo sencillo,

esto significa que, como director, guionista y actor estuvo siempre al

pendiente del ritmo de la situación. A decir del escritor cinematográfico

Ortega, “Chaplin persigue trasladar a la pantalla los trucos y el estilo que

ha ejercitado largamente en los escenarios: un estilo cargado de insinua-

ciones, de elipsis, de situaciones malogradas y dobles sentidos” (Chaplin,

la sonrisa del vagabundo, 26). Algunas veces el truco podía ser rastreado

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en su método para evocar las escenas, ya fuera apresurándolas o ya fuera

grabando la secuencia a la inversa, sólo así es como se podría entender

por qué no sufría ningún percance y cómo esa misma escena por más

peligrosa o arriesgada que fuera percibida, lograba tener ese sentido.

Caminar, correr, patinar, deslizarse, esquivar puñetazos, sin chocar, sin

hundirse, sin caer al precipicio, todo ello sucedía porque aun cuando

siempre Charlot estaba en riesgo lograba estratégicamente sortearlo.

Y Charlot ha sido el personaje más digno en la historia del cine,

será su primer referente para hablar de ésta como una creación humana,

actitud que le vale todo el respeto a su alrededor ya que a partir de siempre

estar inmerso en una realidad precaria, Charlot logra encontrarle una

alternativa de supervivencia, porque eso es lo que hace, sobrevivir a todos

los infortunios en los cuales se le ha ido relegando.

Dice Ortega, “Chaplin nos recuerda que el humor brota a menudo

en la delgada linde que separa tragedia y comedia (Chaplin, La sonrisa del

vagabundo, 88), de forma velada, burlarse de la realidad solemne, racional,

erudita, será uno de los porqués que encaminaran sus proyectos, y en la

sutileza del reclamo, de la crítica, de la alusión a las desigualdades, y de

lo puntual de ello. La comedia deberá ser una crítica frontal a la realidad,

esa es la regla que la delimita, y será instantánea, será una experiencia

vívida, será un acontecimiento.

El eterno solitario

La existencia de Charlot emana de la crítica social que sustenta Chaplin

sobre la realidad de la época, plagada de injusticias, desventuras, veja-

ciones, evidentes desigualdades atribuidas al género, la raza, el ocio; el

flujo constante de migrantes, la explotación laboral en niños, en mujeres,

en ancianos. Asimismo, el personaje estaba inmerso en la exigencia por

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siempre estar en movimiento, actitud nómada sino por gusto sí por

necesidad, en pos de oportunidades laborales, de residencia, de trato

digno. A fuerza de ese nomadismo, Charlot se convirtió en un romántico

caballero andante.

Por ello la insistencia por ver a Charlot como la representación más

digna del ser humano, que transita solo, pero con la esperanza de

encontrar compañía, resguardo, calidez, en los otros. Un ser empático, no

simpático es Charlot, porque provoca más que risas y carcajadas, lo que

hace en su fondear por la realidad es exhibirla, y en esa exhibición, en esa

exposición clara de que el proyecto de la modernidad no funciona, genera

indignación hacia esa realidad.

Tiempos Modernos es donde se ve desplegado el argumento

contra el proyecto de la racionalidad, ahí, entre los engranes, la producción

en cadena, la reclusión institucional, y la posterior reinserción al mundo, es

cómo Chaplin reconstituye el cómo un individuo puede ―¿o debe?―

adaptarse al mundo contemporáneo. Y nunca lo logra porque siempre es y

será expulsado.

Pero no es sólo lo sociológicamente evidente (Latour,

Reensamblar lo social) lo que puede ser analizado en cada una de las

críticas que hace Chaplin desde el cine y las escenas y los limitados

diálogos. Es lo velado de la situación, y el cómo lo insinúa es el bastión al

que acudimos para reconocer que la obra de Chaplin va más allá de lo

visual, de lo pantomímico, de lo gestual, son las situaciones vividas de

Charlot a las que Chaplin acude como el pretexto necesario y suficiente

para darnos a conocer el cómo es que cotidianamente interactuamos; la

realidad, la vida en común, la traducción de nuestros actos, son acon-

tecimientos, creamos e intentamos hacerlos permanentes, y es en el

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asombro de toda situación donde toda la realidad que nos rodea tiene

sentido.

Por ello es que Chaplin desconfió desde siempre del cine sonoro,

lo evitó hasta que la ola de estridencias y de discursos saturados de

sinsentidos y donde el auto-vanagloriarse para posicionarse y justificar

nuestros excesos se tornó el comportamiento más cómodo y perezoso

propuesto por la modernidad. Hablar mucho sin decir nada, así fue (es) la

retórica de la modernidad, instaurándose a partir de la elaboración de

términos redundantes y confusos, así como de constructos especializados

para describir la realidad, y dónde la realidad desaparece o va siendo

enterrada entre tanto lastre discursivo. Chaplin se anticipó a esto, y en

Luces en la Ciudad, lo ilustra, ruidos, baladas, estridencias sonoras,

palabras sin sentido son las que siempre han acompañado la solemnidad

de la vida moderna.

A eso le temía Chaplin a que las palabras se adueñaran del

contexto, de la realidad, y relegaran las acciones (y en el contexto

cinematográfico, las imágenes) a un segundo o tercer plano. Lo documenta

Kracauer: “Al incorporar a sus films por primera vez la palabra hablada,

Chaplin intentó subvertirla desde dentro. Ridiculizó discursos” (Teoría del

cine, 139 y 146).

Y podríamos señalar, al sonido en general. Chaplin tuvo algo muy

presente, que el futuro inminentemente iba a impactar en la sociedad, a

sobrecargarla de actividades, a hacer de ésta un recuerdo sobre la convi-

vencia, a qué cada individuo importaba más que el colectivo de

pertenencia, a que necesidades propias serán más relevantes que las de

cualquiera, y sólo por ello ironizaba sobre las mismas.

Rompió con los esquemas establecidos, con el aplomo de las

propuestas, con lo impecable de los comportamientos, con la realidad de

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los escenarios, y es que, sobre esto último, podríamos señalar que es

Chaplin quien para resolver un dilema, o para salvaguardar una situación,

acudía a un otro escenario imaginario donde, aunque fuera por unos

segundos, los protagonistas pudieran sobrellevar su tragedia cotidiana, o

como dijera Kracauer, Chaplin confronta a la realidad desde escenas y

“fantasías lúdicas e irónicas”.

Lo que en la realidad no es posible, o creíble, en el escenario

fantástico o en el mundo de los sueños sí tiene sentido, y escapar a la

realidad implicaba eso, que lo terrible de la misma podría ser sorteado con

ingenio, con paciencia, sin premura de solución, simplemente re-signi-

ficando la experiencia. Y ciertamente, eso lo hacía solo o con la mejor de

las compañías, la que en ese momento fuera la adecuada, y entonces su

comparsa, su cómplice, su camarada de andanzas, su amor platónico, será

la razón por la cual seguir y padecer y sufrir, porque no se trataba de decir

que estando solo se estaba mejor, y que preocupado por sí mismo es cómo

la realidad sería menos horrible, sino que para sobrellevar los percances,

un poco de humor nunca sale sobrando.

Una última crítica a la sociedad moderna queda plasmada en

aquella entidad colectiva que la época moderna intenta relegar de las

historias y de los recuentos sobre qué, cómo y quiénes estuvieron

implicados en las transformaciones del contexto, y de manera velada, es

Charlot quien las convoca, quién las acompaña y quien en ésta se ve

inmerso, las multitudes, quienes aparecen y se tornan el referente de los

cambios sutiles y necesarios que la sociedad moderna intenta atribuir al

individuo, pero Chaplin no cede terreno al discurso individualista, las mul-

titudes siempre estarán presentes como un referente de la vida compartida,

afectiva, de la sociedad ¿Cómo lo hace?, sencillo, da registro de las

mismas ya sea, al sugerir liderarla en una manifestación pública en pos de

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los derechos laborales, o cuando evidencia la alienación en las fábricas, o

en los entornos urbanos (en Tiempos Modernos), o al salir del subterráneo,

o al encontrarla cotidianamente en las calles (en Luces en la Ciudad), o al

suponer un trágico destino a partir de la esperanza y la desesperanza (en

La Quimera de Oro), o finalmente, recrear esa cualidad festiva de la misma

en aquella escena memorable (otra vez en Tiempos Modernos) donde

Charlot, como mesero, se ve zozobrando en la misma a partir de un baile

colectivo. Y serán todas estas versiones acerca de la multitud las que

Chaplin registra para pasar a la posterioridad.

Charlot nunca está solo, pero tampoco es el personaje que clama

por el arraigo, es un ser independiente, libre, errante, cínico, ingenioso, que

sobrevive y sortea las injusticias, las desigualdades, con todo humor. Así,

una de las mejores estampas que Chaplin da sobre su propio personaje

sería la de su caminar solitario hacia el ocaso, después de haber vencido

a la cruenta realidad, y asimismo después de habernos compartido las

distintas formas que ha adquirido una situación que dejó de ser como

cualesquier otra, la originalidad de esa escena cuasi final, es que contrasta

con aquellas otras tan comunes que se realizaban en la época (Feldman,

La fascinación del movimiento, 65), donde los paisajes majestuosos, de

montañas, mares, ciudades, o los de migraciones constantes serán los que

delimiten el cómo es que se ve y se vive la modernidad.

Y ese caminar, ese contonearse, ese deambular, de Charlot sugie-

re continuidad, un proyecto inconcluso, un horizonte que está en espera de

nuevas aventuras, desventuras, complicidades, nuevas relaciones y

diversas maneras de vincularse con la realidad, o como diría Kracauer: “lo

principal es que el final no suponga un fin” (Teoría del cine, 332); a manera

de conclusión, será Chaplin quien dignifique ―contrastándole― el paso a

paso del ser humano hacia la modernidad.

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Bibliografía

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