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7/24/2019 4.Jordan- Un Viaje Por La Teoría
http://slidepdf.com/reader/full/4jordan-un-viaje-por-la-teoria 1/9
UN VIAJE POR LA TEORÍA LITERARIA.
por BARRY JORDAN
Revista Quimera, nº 51, Primavera 1986: 55-61.
Tradicionalmente, de una forma u otra, la interpretació
n ha constituido la actividadcentral de nuestra experiencia de la literatura, ya sea como profesores o como
estudiantes. La interpretación se ha basado en ciertos elementos supuestamente estables
como el autor o el texto, elementos que han servido para legitimar los sentidos
derivados de la actividad interpretativa. En este ensayo, quisiera sugerir que, como
consecuencia del desarrollo de la teorí a literaria y los problemas e interrogantes que ha
planteado, no podemos ya dar por sentada la centralidad de la interpretación ni la
autoridad otorgada al autor o al texto como soportes de nuestras prácticas de lectura.
Pero ¿por qué? ¿qué es lo que lla teorí a más reciente ha puesto en entredicho?
En el mundo académico angloamericano, lo que se podrí a llamar el “consenso
crí tico tradicional” ha reivindicado como base o eje de la actividad interpretativa el
contacto directo entre texto y lector. La tarea del lector (sea profesor, estudiante, crí tico,
etc.) consiste en leer tout court , sin que le distraigan asuntos ajenos al acto de la lectura.
También, según esta postura ortodoxa, la literatura es considerada como algo que trata
de la vida, algo escrito desde la experiencia personal. Es valiosa y, por tanto, vale la
pena leerla porque descubre verdades sobre el perí odo en que se produjo, porque en
términos más amplios revela verdades sobre el hombre, la naturaleza humana; en fin,
habla de nosotros mismos. En suma, la literatura es entendida como un comentario,
privilegiado y complejo, sobre la experiencia humana, comentario considerado
frecuentemente como derivado de las percepciones o intuiciones del autor. También,
dentro de esta misma postura, la literatura es considerada como un artefacto autónomo,cuyo valor y autenticidad residen no sólo en las verdades que descubre, sino en su
unidad estructural, su coherencia temática, correspondiéndole al lector reconstruir esas
coherencias y continuidades en un todo unificado.
Ahora bien, frente a la teorí a contemporánea (estructuralismo…, etc.), la postura
tradicionalista se ha resquebrajado: los centros o puntos de referencia tradicionalmente
estables –el autor y el texto– han perdido su autoridad, han sido desestabilizados,
descentrados; la propia incertidumbre del consenso crí tico ha sido acrecentada por las
recientes investigaciones sobre el lector y las prácticas de lectura. Para entender este
proceso y para ofrecer una perspectiva accesible aunque esquemática de las distintasescuelas de esta reciente empresa teórica, nos podrí a servir como punto de partida la
metáfora de una excursión dominical en automóvil, en la que el coche equivale al
TEXTO, el conductor al AUTOR, y los pasajeros al LECTOR o CRÍTICO.
1. Empezando por el enfoque tradicional (representado en Gran Bretaña por F. R.
Leavis y en España quizá por la escuela pidaliana), los pasajeros miran por las
ventanillas del vehí culo y contemplan los caminos, los árboles, las montañas, etc., o sea,
el paisaje por el que circula el coche. Esto es sólo un medio para practicar el
excursionismo, para llegar a los monumentos del turismo (literario). Al concluir el viaje
los pasajeros agradecen al conductor un itinerario tan placentero e incluso le piden su
opinión al respecto.
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2. Siguiendo esta vez las pautas del New Criticism angloamericano (que quizá tiene su
equivalente en español en la Estilí stica de Dámaso Alonso y Carlos Bousoño), los
pasajeros hacen ahora que se detenga el automóvil. Empiezan entonces a comentar el
interior del vehí culo, la disposición de sus elementos, el confort de los asientos, loespacioso del maletero, la calidad de la tapicerí a, el atractivo del color de la carrocerí a,
etc. Hablan entre sí y al parecer ignoran al conductor; en cualquier caso, no les interesa
tampoco el paisaje exterior y el viaje.
3. Los pasajeros formalistas (incluidos aquí los estructuralistas… y demás tecnólogos
literarios) también hacen parar el coche. Sin embargo, ahora bajan del vehí culo,
levantan la tapa del motor, se meten debajo para ver el chasis. Les interesa sobre todo
saber cómo funciona en tanto máquina que es, cuáles son sus componentes y cómo se
relacionan entre sí en éste y en otros automóviles; asimismo les interesa el modelo, el
diseño y el sistema tecnológico de los que el auto es una realización concreta. Ignoranolí mpicamente al conductor, a quien hicieron bajar unos cuantos kilómetros antes.
4. Para los pasajeros deconstruccionistas, el viaje es lo de menos: pero, ya que están a
bordo, paran el coche, se ponen el mono, cogen la caja de herramientas y se ponen a
desmantelar el vehí culo, empezando por las bují as y el carburador. Se lo pasan bomba
desparramando las piezas del automóvil por la carretera y dan un nuevo sentido —
¿literal?— a la expresión «este coche no anda ni con ruedas». Empeñados en demostrar
que el automóvil no funciona —y cuando lo consigue, lo hace mal—, insisten en que el
conductor tampoco sabe a dónde va, ni qué hace. En fin, nada tiene sentido ni origen.
5. A los pasajeros marxistas, en cambio, les interesa la Historia del automóvil y buscan
afanosamente documentación que le concierna, el permiso de circulación, etc. Quieren
saber en qué f ábrica fue construido el automóvil, cómo, por qué y en qué año: además,
les interesa saber cómo la fabricación de automóviles se relaciona con otros procesos
industriales y los refleja. Asimismo, algunos pasajeros, con la gu í a foucaltiana en la
mano, intentan establecer la posición del coche en relación con la red de carreteras en la
que se encuentran y señalan cómo, por muy grandes que sean los esfuerzos del
conductor, no puede salirse de esta red viaria.
6. Los pasajeros psicoanalistas se pasan el viaje observando el coche y su trayectoria en
relación con el comportamiento del conductor. Anotan la manera cómo el conductor
agarra —¿acaricia?— el volante, cómo mira por el retrovisor, cómo coge —¿suave,
violentamente? el cambio de marchas. Tras parar el automóvil, invitan al conductor a
tumbarse en el asiento trasero y le interrogan sobre su familia, su infancia, y acaban
descubriendo que sus costumbres y fallos de conducción tienen raí ces inconscientes,
sexuales. Proclaman que el coche no es más que una proyección f álica de temores no
asumidos, de deseos insatisfechos, una manera de superar un complejo de castración —
surgido quizá cuando papá se negó a dejarle el Seat 600 para llevar a mamá a la playa
—.
7. Los pasajeros siendo en este caso todos ellos miembros del movimiento pro-pasajero,se empeñan en importunar al conductor dándole consejos. Sentados detrás y delante,
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reclaman su derecho a conducir el coche. Algunos, los moderados, están dispuestos a
negociar con el conductor la ruta, las paradas, etc. Otros, los más militantes, obligan a
bajar al conductor y, tras sustituir algunas piezas y cambiar de dirección, se apoderan
del coche y lo llevan a donde les parece más conveniente, guiados por su intuición y
fervor de pasajeros.
8. Serí a improcedente terminar esta relación sin mencionar a los pasajeros feministas,
que llevan años reclamando su derecho a subir y a conducir el coche. Conscientes de su
larga exclusión del transporte automovilí stico autorizado, y del dominio masculino en
las carreteras, suelen adoptar dos posturas: o redescubren modelos de automóvil y redes
de carreteras hasta ahora ignorados, reivindicando una identidad distinta de dominiante,
o suben al coche previlegiado y se quejan del sexo del conductor —masculino—, del
modelo del coche —falocéntrico— y del itinerario del viaje —planificado por una
consciencia patriarcal—. Hartas de permanecer subordinadas y marginadas en los
asientos traseros, echan al conductor, se apoderan del coche, cortan el tráfico y, como
sí mbolo de su rechazo de la opresión machista, rocí an de gasolina el automóvil y leprenden fuego.
Habiendo considerado los intereses de las principales corrientes y escuelas
crí ticas—aunque, por falta de espacio, no pretendo ahora discutirlas todas—quisiera
examinar, de modo muy esquemático la manera en que se ha desarrollado en los últimos
treinta o cuarenta años el trí ptico básico de la actividad crí tica: AUTOR, TEXTO y
LECTOR. Me interesa en especial señalar en qué modo este trí ptico ha sido puesto en
juego para fijar y legitimar el sentido del texto literario y también como cada elemento
ha sido progresivamente desestabilizado o desautorizado por el desarrollo de la teor í a
literaria. En el fondo, todo este proceso dinámico puede considerarse como una serie derespuestas, complejas y contradictorias, a la pregunta ¿Dónde está el sentido textual?
AUTOR
Hasta hoy mismo, las indicaciones, documentos, informaciones, etc., sobre el autor han
ocupado un papel fundamental en la determinación del sentido textual. La postura más
tí pica y extendida es la intencionalista, que supone que las afirmaciones que hacemos
nosotros sobre el sentido del texto corresponden o equivalen a lo que se propuso decir el
autor, consciente o inconscientemente. Y aquí el concepto del autor se refiere no ya a
una función interna textual, sino a la figura real e histórica. En al postura intencionalista
más extrema encontramos la idea de que sólo existe una interpretación correcta del
texto que afirma verdades sobre el mundo, sobre la naturaleza humana, por lo cual
hemos de considerar al autor como personalmente partidario de estas verdades, o por lo
menos comprometido con ellas.
En términos históricos, la intencionalidad quizá sea la primera categorí a crí tica
puesta en entredicho. Fueron los llamados “new critics” norteamericanos (Wimsatt, etc.)
en los años 40, quienes empezaron el proceso mediante el concepto de “falacia
intencional”, con el que se pretendí a poner en guardia respecto al error de interpretar un
texto remitiéndose a la supuesta intención original del autor. Pero, como ha señalado
M.H.Abrams (en A Glossary of Literary Terms, Holt, Reinhart & Winston, New York,
1981, pp. 83-84), esto no impidió el abandono del autor; de hecho, los “new critics”
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admití an que el sentido textual era el que habí a propuesto el autor; lo que censuraban
pues, era que se interpretara el texto según indicaciones de la intención del autor
externas a la formulación de esa intención en el lenguaje del texto. Si, como afirmó
Roland Barthes, el New Criticism norteamericano hizo poco más que consolidar la
posición del autor, fueron el estructuralismo y el propio Barthes quienes pusieron en
entredicho mucho más seriamente la figura del autor.
Puede caracterizarse al estructuralismo diciendo que fue la expresión de una
desilusión y el rechazo de la interpretación literaria tradicional—vista ahora como
fortuita, arbitraria e inclasificable—y todaví a basada en la figura del autor como fuente
y garantí a del sentido textual. Durante los años 60, a fin de superar la aparente
arbitrariedad subjetividad y psicologismo del New Criticism, y para dar al análisis
literario una mayor firmeza, objetividad y rigor cientí fico, el estructuralismo dio un gran
paso hacia lo que podrí amos llamar la tecnologí a del texto. Según la nueva corriente, el
texto ya no es un vehí culo o recipiente de sentidos, derivados—en última instancia—de
la intención del autor trascendental, sino una máquina que genera sentidos, cuyofuncionamiento está regido por reglas estructurales subyacentes mecanismos
inmanentes. Con este cambio de énfasis hacia el funcionamiento textual, a la vez
manifestación singular de un sistema más amplio e impersonal, el autor llega a ser
superfluo y “una vez eliminado”—dice Barthes—“la pretensión de descifrar un texto se
vuelve inútil” (R. Barthes. “La mort de l’auteur” (1968), recogido ahora en Le
bruissement de la langue, Parí s, 1984, pp.61-67)
Mucho menos radicales que Barthes, algunos teóricos de la lectura han
abandonado al autor histórico por el autor implí cito, una función textual elaborada por
el lector. Pero siendo una función textual, esta figura no puede convertirse en el centroprivilegiado sobre el que se autoriza el sentido textual. A este respecto, Michel Foucault
propuso el concepto de función autorial, es decir la construcción del autor realizada por
la práctica crí tica, históricamente variable, que funciona como una “proyección”
psicológica de las operaciones que los lectores aplican al texto. El autor se convierte en
el principio que regula y controla el juego de sentidos textuales, que establece los rasgos
considerados como relevantes y las continuidades y exclusiones practicadas. (Michel
Foucault. Qu est-ce qu un auteaur? Bulletin de la Societé Francaise de Philosophie.
LXIV (1969), pp.73-104).
Si es cierto que la figura del autor se ha vuelto problemática, esto no implica que
los autores no tengan intenciones o no quieran producir ciertos efectos en el lector. El
problema es que la lengua tiene funciones y efectos de los que los autores no siempre
son conscientes. Y una vez separado del autor y puesto en circulación, el texto literario
puede entrar en contextos lingüí sticos y contextos de lectura que pueden desbordar,
ignorar o anular la intención del autor. También deberí amos preguntarnos qué comporta
reivindicar la autoridad del autor como fundamento para la interpretación. ¿Qué
intereses están en juego? Podrí amos alegar que no es en absoluto indiferente sino
ideológico considerar la intención del autor como la estructura que determina cualquier
enunciado textual. Pero todaví a hay crí ticos que sostienen que debemos adoptar esta
opción “’ética” acerca del sentido y no otra (veáse, por ejemplo, E.D.Hirsch. Validity in
Interpretation, New Heaven. Connecticut, 1976). ¿Qué es lo que temen? Temen perder,quizá, su control y su poder sobre el texto y sobre las verdades que supuestamente
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emanan de la figura sacralizada del autor: temen perder la legitimación de una práctica
casi teológica, que depende para su funcionamiento de una voz o presencia
trascendente, que precede al texto y garantiza su sentido. Como dice Foucault, “el autor
permite una limitación a la proliferación, cancerosa y peligrosa, de significados (…) es
un cierto principio funcional por el que se limita, excluye y elige (…) el autor
constituye la figura ideológica mediante la cuál se indica el grado de temor a la proliferación de sentidos” (Foucault, art.cit.).
TEXTO
Puesta en entredicho la noción de autor, la crí tica acude entonces al texto en busca de un
fundamento para autorizar el sentido. Es el “texto en s í mismo”, “la palabra sobre el
papel”, lo que, de una u otra forma, se convierte ahora en objeto de debate. En el que,
para empezar, se pueden señalar dos posturas básicas: por una parte, la del New
Criticism; por otra, lo que podrí a llamar postura formalista-estructuralista.
Según el New Criticism, para superar la especulación y las engañosas conjeturas
asociadas con el intencionalismo, el texto ha de considerarse como un artefacto
autónomo: ha de juzgarse según criterios internos, no externos, es decir por sí mismo. El
texto (habitualmente, un poema) se considera entonces como la organización, en forma
verbal, de una serie de experiencias refinadas y complejas; corresponde al crí tico
explicar esa complejidad. Asimismo, el sentido textual se encuentra sobre el papel,
presente y accesible en los intersticios del texto. Valorado como recipiente o depósito de
sentidos, el texto los mantiene intactos a través del tiempo, fuera del alcance de fuerzas
externas como la biograf í a del autor o la Historia. En la práctica, la terminologí a del
New Criticism (p.ej., ambigüedad, ambivalencia, parodia, ironí a, tensión, etc.) yaformaba parte del consenso crí tico tradicional anglo-americano, y tales términos se
suelen combinar para establecer el orden, la unidad y la coherencia del texto. Más que
una teorí a de la lectura que demuestra como hay que llegar a la unidad, coherencia, etc.,
el New Criticism postula un “humanismo común”, una práctica de lectura asequible a
todo lector “inteligente” y una idea de la literatura entendida como una forma de
conocimiento especí fico. Finalmente, con su rechazo de la necesidad de métodos o
sistemas, el New Criticism ve la lectura como un encuentro directo y sin constricciones
entre un lector imparcial y un texto aislado y autosuficiente.
Pasando a la postura formalista-estructuralista (y con las debidas disculpas por laesquematización de toda una serie de tendencias), lo que importa aquí es el
funcionamiento del texto, las maneras como genera sentidos; las diferencias entre el
formalismo y el estructuralismo se encuentran principalmente en el nivel de análisis.
Resumiendo, puede afirmarse que, por ejemplo, el formalismo ruso se interesa por los
procedimientos lingüí sticos que dan lugar a efectos estéticos; en cambio, el
estructuralismo se concentra más en el sistema, en la red de códigos y convenciones que
subyacen en el texto y que hacen posible la significación. Aquí se advierte el paso
decisivo hacia el anti-humanismo: el territorio básico de la significación ya no es el
hombre sino los sistemas impersonales de signos, como el lenguaje; el sujeto humano
resulta entonces fragmentado, como consecuencia del juego desestabilizador del
lenguaje; por su parte, el texto es entendido como un nexo entre discursos sin origen.
Una vez puesto el énfasis en el cómo significa un texto en lugar de en qué significa, la
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literatura se define ya no por su valor moral o universal, sino por la naturaleza de la
articulación de sus componentes y procedimientos formales. Si el formalismo ruso se
concentra en la función del procedimiento lingüí stico, que violenta o “desfamiliariza” el
lenguaje corriente y pone de relieve su carácter de artificio o construcción (de ahí su
definición de “literariedad ”: véase, por ejemplo, el ensayo V de Sklovskij “L’art
comme procedé” (1917), recopilado en T.Todorrov (ed.) Thé orie de la lit é rature. Seuil.Parí s 1965, pp.76-97), el estructuralismo busca la estructura profunda, el sistema de
reglas y códigos que determinan la manifestación textual “superficial” y los modos
como significa. Usando los términos de Saussure, podrí a decirse que el estructuralismo
busca la langue (la norma reguladora) de la que el texto literario constituye la parole
(una realización singular).
En los años 50, la ortodoxia angloamericana fue criticada por el incipiente
estructuralismo francés y en especial por Roland Barthes, personaje fundamental en el
desarrollo de la nueva corriente. Como ya hemos visto, el desaf í o estructuralista
consistí a en poner autor y texto entre paréntesis, para buscar así el sistema. Esta posturaera claramente contraria a la postura romántica expresiva tradicional, la cual
consideraba al autor como origen creador del texto. En cambio, para el estructuralismo
la escritura no tiene origen: recurre al inmenso almacé n de lo ya escrito (por analogí a
con la lingüí stica, que presupone que cada realización individual ha sido precedida por
el lenguaje); es decir, cada texto (o parole) se aprovecha de textos anteriores, de todo lo
escrito. Habiendo puesto este énfasis en la prexistencia del lenguaje, el sentido ya no se
encuentra en el escritor del texto, sino en las operaciones (las oposiciones y diferencias)
que gobierna el funcionamiento del lenguaje: describir esas operaciones con objetividad
es precisamente la pretensión cientí fica del estructuralismo.
El estructuralismo criticó al New Criticism no solo por su humanismo y falta de
método o rigor cientí fico, sino también por su concepto respecto a la confrontación
supuestamente inocente entre texto y lector. Para Barthes, eso era una ficción, ya que
con ello se ignoraba la compleja red de mediaciones (polí ticas, sociales, culturales) que
se interponen entre el lector y el texto. Tampoco existí a, según Barthes, un texto
objetivo, conteniendo a un sentido prefabricado. De este modo se subraya la auto-
referencialidad de la literatura, la idea de que no hay sentidos pre-determinados, puesto
que medio y mensaje son inseparables. Finalmente, para el estructuralismo la escritura y
la lectura no eran procesos “naturales”, tal como lo habí a propuesto el New Critcism:
muy por el contrario, cada postura crí tica, como cada lectura, está cargada de valores e
intereses ideológicos, y por lo tanto el ideal de la neutralidad crí tica era—y es—otra
ficción, una falacia.
Curiosamente, a pesar de sus radicales diferencias (especialmente, el contraste
entre la aversión por el método propia del New Criticism y la aspiración cientí fica del
estructuralismo), ambas corrientes coincidí an en otorgar al texto un elevado grado de
autonomí a respecto a los condicionamientos histórico-sociales. Coincidí an asimismo en
considerar su objeto de análisis como algo ya dado, presente en el texto, aunque a
distintos niveles: para el New Criticism, lo importante eran los rasgos formales, los
procedimientos concretos que rompí an con el sentido referencial; para el
estructuralismo, el sentido era producto de los códigos inmanentes del texto, sistemas designificación que habí a que extraer para llegar a la “gramática” del texto.
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Si el New Criticism era vulnerable al ataque estructuralista, esta última corriente
tampoco se libraba de crí ticas. Por ejemplo, si bien el estructuralismo funcionaba por
analogí a con la lingüí stica, aún a sabiendas de que las unidades literarias no son
idénticas a las lingüí sticas, en la práctica, la idea de analogí a se confundí a con la
identidad y por ello se tendí a al reduccionismo: el análisis de la literatura se reducí a alanálisis lingüí stico. Lo cual, obviamente, comportaba el olvido o la negación de la
especificidad de las formas culturales. El estructuralismo también solí a considerar la
estructura no como un concepto analí tico útil, sino como una cosa, una entidad real, con
vida propia: por lo que la estructura se convierte a su vez en un nuevo centro, en sujeto
de sus propios procesos y funcionamientos. Al mismo tiempo, con su búsqueda de
reglas constitutivas del texto, el crí tico estructuralista lega a considerar el texto como
idéntico a la estructura que supuestamente contiene: el texto se ve reducido, por tanto, a
ser mera variante de una serie de reglas inmanentes, como si fuera una sombra
proyectada por una esencia externa, trascendental. Finalmente, al poner énfasis en el
nivel sincrónico del estudio textual, el Estructuralismo llega casi a suprimir la Historia,siendo incapaz de explicar cómo aparecen nuevas formas culturales ni porqué ni como
cambian. Como mucho, sólo puede proporcionar una tipologí a de estas formas, pero ya
desvinculadas de las circunstancias sociales e históricas de su producción y consumo.
Postulando que su objeto de análisis estaba presente en el texto literario, ninguna
de estas posturas querí a reconocer las maneras en que este mismo objeto era construido
por sus respectivos discursos y prácticas. Su pretendida objetividad sólo era posible si se
suprimí a el status provisional de sus discursos crí ticos. Esto debe recordar que ningún
discurso, ninguna tecnologí a del texto puede escapar a su propia naturaleza lingüí stica,
su textualidad, su retórica, su inevitable participaci
ón en el juego figurativo dellenguaje. Una vez problematizado el texto, llegamos ahora al tercer elemento de nuestro
trí ptico: el lector.
EL LECTOR
Eliminando el autor, siendo el texto incapaz de funcionar por sí mismo (ya que requiere
un agente con el que operar) es al lector a quién corresponde ahora el turno en la
realización del sentido. Ya no es un consumidor pasivo inerte, de un sentido
previamente formulado: nuevamente el lector es postulado como agente activo en la
producción del sentido. Y el estudio de su papel ha dado pie a una corriente teórica
conocida como “poder del lector”. La mayorí a de los teóricos de la lectura coinciden en
que el sentido textual es un producto o una creación del lector individual. Sin embargo,
discrepan en sus explicaciones acera de cómo o donde se forman o se determinan las
respuestas del lector, donde trazar la lí nea divisoria entre lo objetivamente dado en el
texto y las respuestas producidas subjetivamente. Es decir, discrepan en el grado de
importancia concedida al objeto o al sujeto, a las determinaciones textuales o a las
estrategias del lector; se preguntan hasta qué punto el texto establece una posición o una
serie de posiciones que el lector ha de adoptar, así como el grado en que la competencia
cultural del lector puede ser movilizada para transgredir estos lí mites.
En este campo, el trabajo de Wolfgang Iser es quizá la explicación másinteresante, dentro de la tradición textualista, de lo que hace el lector cuando lee.
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(Wolfgang Iser. The Act of Readig. Routledge Keegan, London, 1978). El lema de Iser
podrí a ser perfectamente: “el autor propone el lector dispone”. Iser hace hincapié en el
poder del texto para guiar al lector ya que el texto inicia “realizaciones de sentido”
( performances of meaning) mediante unas “estructuras que invitan a una respuesta”
(response-inviting structures); entonces, en vez de significar, el texto hace. Pero ¿con
quién? ¿Qué tipo de lector propone Iser? Iser habla del “lector imp í cito”, una figuraconstruida por las estructuras mismas del texto, una figura plenamente acabada y
perfecta que permite al texto obrar sus efectos puesto que, según Iser, dependen de él en
buena parte. Así , el margen de maniobra del lector es limitado por el texto, as í como,
siempre según Iser, por la intención previa del autor; este último controla parcialmente
las respuestas posibles, aunque también deja huecos, lagunas, que el lector llena
mediante su participación creativa. Resumiendo, para Iser, el texto establece las
condiciones y lí mites de la lectura; per la producción del sentido no está totalmente
determinada, a causa de los huecos o lagunas textuales llenados por el lector, ni es
totalmente subjetiva, porque el texto—y detrás de él, el autor—construye ua posición
para el lector.
Otro teórico de la lectura es Stanley Fish, quien (en Is there a text in this class?
Harvarg U.O, Cambridge, Massachussetts, 1980) también se interroga por lo que el
texto hace. Pero, para Fish, no es propiamente el texto lo que determina la respuesta del
lector, sino lo que llama la “comunidad interpretativa” a la que pertenece el lector y que
orienta la estrategia de lectura. Por tanto, el acuerdo o desacuerdo en la lectura
dependerá de la existencia de diferentes comunidades interpretativas y de sus
posibilidades para vigilar o controlar a producción de sentidos.
Mientras las teorí as mencionadas han hecho mucho para liberar el texto de lasmanos del autor y para explicar ciertos tipos de lectura, también dan lugar a ciertas
dificultades. Por ejemplo Iser, cuando considera que el texto es el lugar donde se
producen primariamente las respuestas del lector, semejante énfasis acaba quizá por
minimizar el modo en que los textos y sus efectos dependen de procesos de
descodificación de sentidos operados por el lector. Unos procesos que pueden
aprenderse y que por lo tanto se relacionan con prácticas de lectura socialmente
construidas y distribuidas. Lo discutible de la propuesta de Iser es que su “lector
implí cito” es, más que nada, una función textual abstracta e idealizada, que apenas tiene
en cuenta cómo funcionan los “lectores”, en plural, reales y vivos. Además, si la
participación del lector de Iser consiste en rellenar los huecos del texto, cabrí a
preguntarse si estos huecos se mantienen estables o cambian con cada lectura. Su
modelo parece implicar un texto relativamente estable, activado por una pluralidad de
lectores: esto quizá resta importancia a la dimensión social de las relaciones de lectura,
dimensión en la que no sólo el lector sino también el texto son móviles. Respecto a esta
dimensión, la noción de Fish de “comunidad interpretativa” es útil, porque reconoce
que la lectura tiene lugar en cierto espacio social, espacio que impone unos
condicionamientos previos al acto de leer. Desgraciadamente, Fish apenas aporta nada
concreto sobre la formación, funcionamiento y las posibilidades de regulación que las
relaciones de lectura, dentro o entre comunidades (que quedan sin definir) implican
relaciones de poder, por las que el “derecho a leer” es concedido quizás desigualmente a
comunidades rivales; es decir, algunas lecturas serí an más aceptables que otras.
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Además, Fish no logra situar su concepto en un marco material, social o institucional
concreto, con lo que pierde algo de su utilidad.
Resumiendo, lo que la mayorí a de los teóricos de la lectura deja fuera de su
análisis es el reconocimiento de que el encuentro entre el lector y el texto no es un
intercambio libre e inocente, a salvo de interferencias; más bien, tal encuentro se sometea ciertos discursos, crí ticas y valores ideológicos, y está situado en un marco histórico e
institucional determinado por ciertas series especí ficas de relaciones materiales. Así
pues, si vamos a hablar del lector, de su experiencia, de su competencia cultural y
literaria, es inevitable formular preguntas como: ¿de dónde surge la experiencia del
lector? ¿Cómo se organiza, como se distribuye y se reproduce? ¿según qué criterios
ideológicos, qué relaciones sociales? En otras palabras, hay que intentar situar al lector.
Si no, la investigación sobre el “poder del lector” se puede reducir f ácilmente a la
invención de una cadena de modelos abstractos o, lo que es aún más grave, a una
confianza ingenua en la intuición del lector como una nueva fuente de legitimación del
sentido textual.
Si nos preguntamos ¿dónde está el sentido?, salta a la vista que, conforme al
análisis que hemos efectuado, el sentido no se encuentra plenamente en ninguno de los
elementos que forman el trí ptico básico de la interpretación. Y, aunque parezca una
perogrullada, el hecho es que el sentido no existe como algo fijo, puro, inocente, sino
que tiene que producirse, ser construido. Podrí amos afirmar que la producción del
sentido sólo es posible mediante un sistema de significación de cierto modo de ver o
pensar el mundo, es decir a través de uno o varios discursos. Entonces, el sentido se
podrí a entender como lo que se produce cuando el lector, por ejemplo, aporta sus
propios discursos (sus conocimientos, competencia cultural, etcétera) al momento de lalectura, relacionándolos con otros discursos, los del texto. La lectura se convierte
entonces en una relación, un proceso de negociación, en el que el lector da sentido a los
discursos del texto de acuerdo con los suyos propios. Ahora bien, este proceso, esta
interacción o intercambio, no pueden entenderse plenamente si no se tiene en cuenta
donde tienen lugar; es decir, el campo de relaciones y fuerzas que determinan los
contextos y espacios disponibles para la negociación del sentido. Y con esto me refiero,
por supuesto, a la institución académica, concretamente a la enseñanza superior, y los
modos en que determina y vigila la producción de sentidos. Para acabar, convendrí a
plantear las múltiples conexiones entre la actividad interpretativa y las relaciones de
poder institucionales, por las que tanto el texto como el lector están situados y
producidos.