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© 2012, Álvaro Luque Amo© De esta edición:2012, Santillana Ediciones Generales, S.L.Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España)Teléfono 91 744 90 60www.puntodelectura.com

ISBN: 978-84-663-2584-4Depósito legal: M-8.087-2012Impreso en España – Printed in Spain

© Diseño de cubierta: María Pérez-Aguilera

Primera edición: abril 2012

Impreso por

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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Una centena de preguntas

—¿Por qué lo has hecho? —Rafa ha formulado la cuestión observando en un distraído gesto, con encubier-ta sonrisa, la camiseta de su receptor, Toni, anticipo de una carcajada que le hubiera proporcionado cierto y censura-ble lastre relativo a la atención dispuesta, tal vez suficien-te como para no resultar efectivo, aprovechando el orden de intervención con un más que premeditado interrogante.

—¿Crees que con nuestro apoyo podrás superar tu enfermedad? —Toni no ha devuelto la pregunta, dirigién-dose así a la amiga de su novia, Tina, exento de toda duda.

—¿Sabes si llueve mañana? —Tina sí devuelve la pregunta y Toni tarda más de lo adecuado en reaccionar.

—¿Sueles usar reloj? —exclama, finalmente, de nue-vo hacia ella, hundido en la pálida silla de plástico que lo cobija.

—¿Qué ocurrió con la travesura de tu hermano? —Tina ha girado el cuello hacia otro oponente, casi por clemencia hacia Toni, en este caso el propietario de la ca-sa, patio o jardín, sillas donde se sientan, el ponche de manzana que degustan.

—¿Has bailado alguna vez con el diablo a la luz de la luna? —interpela, mientras sonríe, Bernardo, el propietario

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de todo excepto de la propia frase, dirigiéndose de nue-vo hacia Rafa entre el murmullo general que suscita la pregunta.

—¿Además del francés, qué otros idiomas conoces? —formula este último refiriéndose a una nueva voz en la conversación, Gloria, entre otro murmullo que ahora es de maquiavélica risa.

—¿He oído que te gusta Susana? —Gloria ha devuel-to la pregunta haciendo gala de similar avilanteza, refi-riéndose a la novia de Toni.

—¿De qué color son tus calcetines? —Rafa no duda en responder de nuevo hacia Gloria.

—¿Ni Mali? —¿Fumas o chupas?—¿Ni un poquito? —Gloria persiste. —Eso no vale —decreta Bernardo, interviniendo des-

de un conspicuo y granate sitial que hace las veces de trono. —¿Cómo? —Gloria prepara, en su estratégica inte-

rrogación, una réplica acorde al tiránico trato recibido. —Es cierto, no vale enlazar el tema de tu pregunta

con el de la anterior —secunda un categórico Rafa—. Si la acusada osa reincidir quedará eliminada.

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Tiempo de silencio

El hombre que siempre sabe la hora a la que se en-cuentra se encuentra postrado sobre el escritorio de su minúscula habitación mientras piensa en Funes el Me-morioso y otros personajes literarios de los que se relata algo parecido y rasga la portada azul de un disco anti-guo de Miles Davis, Kind of Blue, adquirido no hace de-masiado tiempo en una de las escaleras de su inmenso bloque, admirando en su subconsciente la irritante me-lodía de un teléfono, solicitado cada cinco minutos con puntualidad china. La insignificante habitación en que se halla es resultado del rentable alquiler que mantie-ne con una de las familias más humildes del edificio, la formada por los Hurtado Gómez, llegada desde el leja-no Chile y compuesta por un notable matrimonio de jo-ven edad y un par de varones que rondan los diez años. Un saldo de apenas cien monedas al mes por una ha-bitación en pleno centro de la capital es algo verdade-ramente suculento que el hombre que siempre sabe la hora a la que se encuentra no encontró cómo rechazar llegada la hora. Así permanece en su habitáculo de ape-nas diez metros cuadrados la mayor parte del día, aguar-dando la excusa que lo haga levantarse, la llamada del

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tipo adecuado, el encargo de turno, paciendo dócilmen-te desde que arribó a la ciudad en busca de algo mejor que la añorada vendimia del Sur.

Supongo que el lugar del que se es oriundo, sobre todo si existe un gran contraste con los lugares posteriores a habitar, sobre todo si el tiempo transcurrido hasta que por primera vez se sobrepasaron sus ilusorios lindes es relativamente amplio, determina en gran medida, posible-mente enorme, el desarrollo a seguir por la persona en cuestión, sea cual sea el lugar de procedencia, sea cual sea el destino. Por eso tal vez la súbita y gris imagen de los pantagruélicos edificios grises penetrando por las pupi-las del hombre que siempre sabe la hora a la que se en-cuentra el primer día que pisó las aceras de la metrópolis, las enormes avenidas frías y atestadas, los cientos de ojos que observaban su evidente indumentaria de forastero, fueron los instigadores de todo un proceso de incertidum-bre que dejó huella en su pobre intelecto, confuso y can-sado, hecho al silencio constante de la campiña sureña, al cielo azul de cualquier novela de Faulkner. Además de constituir, el fenómeno descrito, una razón poderosa para que nuestro hombre tomara la complicada decisión de nutrir su cartera pateando las calles de la enorme ciudad.

Los garabatos que rasgan la atractiva portada del larga duración, posado sobre el frágil escritorio, expre-san lo mejor que pueden el hastío sentido por el hombre que siempre sabe la hora a la que se encuentra. Algunos de ellos se limitan a ser simples composiciones con un timorato final, irreconocibles por su irregular trazado, en contraposición a otros que parecen verdaderos poe-mas de barra, insulsos en gran parte de su contenido, pero

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poseedores de ciertos pasajes crudos y realistas a la peor manera de un Iribarren. El teléfono, mientras tanto, no deja de sonar cada cinco minutos ostentando un ruido inú- til y desagradable que dura aproximadamente cincuenta segundos y que inspira en nuestro hombre todo tipo de sensaciones discordantes. Una de ellas no es otra que el lejano recuerdo de los atardeceres tras la viña, las enfu-recidas órdenes de su tío, un hombre alto y moreno que no parecía derramar sangre de su casta por el modo en que se dirigía a él momentos antes del almuerzo, cuando el sol brilla con mayor intensidad en los valles del Sur, la vendimia trabajada, la evocación de Funes el Memorioso corriendo por las austeras tierras de La Pampa en su tier-na infancia.

Transcurridos ciento veinte minutos de incesantes y re-gulares llamadas, cada una de ellas más exasperante que la anterior, nuestro hombre decide apagar el timbre del telé-fono. Deja a un lado la portada del trabajo, vilmente redi-señada, y coloca el disco del pianista de Illinois en un viejo aparato de música, adquirido en cualquier chanchullo de poca monta, escogiendo, una vez dispuesto, la composi-ción número dos. La acción de silenciar el teléfono, sope-sa, aumenta progresivamente con el paso de los días, sin dejar de constituirse esto como mero detalle mediante el que poder recrearse durante dos horas más de débil desconcierto, siendo el tiempo transcurrido entre llamada y llamada, todo el tiempo, empleado por el hombre que siempre sabe la hora a la que se encuentra en establecer unos obligados porcentajes relativos a las posibilidades existentes sobre la identidad del desconocido demandan-te. Si el porcentaje establecido que corresponde al emisor

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no deseado fuera inferior al propio del deseado no duda-ría ni un minuto en corresponder a la súplica, acabar con la peligrosa jugada, pero no resulta ser el caso y nuestro hombre prefiere esperar hasta encontrar una tesitura pro-picia para el desenlace.

Esta dinámica, como he mencionado, se prolonga des-de hace aproximadamente seis días. La única comida que ingiere es proporcionada por la chilena arrendataria —co-mo es costumbre durante la mayor parte del año—, a es-condidas de su celoso e histérico marido, una vez al día, y las contadas salidas, apresuradas y esporádicas, sirven para que el hombre que siempre sabe la hora a la que se encuentra pueda vaciar la basura acumulada en uno de los contenedores del vecindario, contemplar el estado de su calle durante unos cuantos minutos. Hoy es el día en el que por fin se decidirá, ahuyentando la previsibilidad de la acción con sutil y espontáneo gesto, a encender el recién silenciado timbre, descolgar el teléfono, hecho que ejecu-tará llegado el anochecer, tras nueve horas seguidas de so-nido incólume, batiendo todos los registros por batir. Cuan-do lo hace, después de acallar a Miles con sonrisa en el rostro que denota resignados matices, no duda un instante en colocar la mano sobre la superficie del auricular con el mero objetivo de producir una sobria, casera distorsión.

—¿Quién?—Conocemos con exactitud el sitio desde el que escu-

cha esto —indica la a priori desconocida voz—. No cuel-gue. No le conviene.

El hombre que siempre sabe la hora a la que se en-cuentra reconoce a la perfección el calibre de la voz que retumba con cierta violencia al otro lado del auricular

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y, debido principalmente al mencionado hastío, no siente ningún tipo de temor cuando vislumbra el consabido fin.

—¿Qué buscan? —ya con voz normal.—¿Que qué buscamos? Le buscamos a usted, por

supuesto. —…—…—¿Sabe quién soy?—¿Usted qué cree?—No estoy seguro. ¿Acaso saben lo que ocurrió en

Mayo del sesenta y ocho?—¿Cambio de contraseña?—No saben quién soy.

La luz artificial proveniente de la farola más próxi-ma accede por la única ventana, no demasiado grande a pesar de ello, del habitáculo, vagamente iluminado, do-tándolo de un ambiente más que tétrico en que nuestro hombre se desenvuelve con asiduidad. Ahora contempla esta farola como nunca hizo antes, ahora que el tiempo disponible para responder supera en gran medida al que posee para escapar.

—¿Qué pierdo colgándole entonces?—Iremos para allá. —Saben dónde estoy. Dígame por qué he de creer

que no hay nadie dirigiéndose hacia aquí.—Puede pensar lo que quiera. —…—Es libre de hacerlo. —…

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—Es más, le confieso que una furgoneta repleta de agentes se dirige hacia su ridícula leonera esquivando todo lo que se puede esquivar a una hora como ésta.

El hombre que siempre sabe la hora a la que se en-cuentra cuelga el teléfono descartando cualquier repen-tina acción, sin rabia contenida, asumiendo todo lo que puede ocurrir. Abre la ventana con la misma tranquili-dad presentada hasta el momento y asoma cuidadosa-mente su cabeza para calcular la distancia con precisión objetiva. La primera planta del edificio en que reside permite que apenas dos metros de altura separen al sue-lo sobre el que se halla del que se encuentra observan-do, ante lo que sopesa que una contusión en la rodilla no constituya perjuicio de magnitud suficiente como para no cuestionarse la hazaña. Se arroja por la ventana, justo antes de escuchar por última vez el estridente so-nido del teléfono, y, salvo el repentino asombro de un par de transeúntes, no acontece apenas nada. Siente al-go parecido a una punzada en el tobillo izquierdo, pro-vocada por la gelidez de los huesos ligeramente magu-llados en la caída, y poco más. Oteando la calle, que se encuentra casi vacía, se decide a entrar en el bar más cer-cano, hallado apenas a cien metros, desde el cual puede observarse, si se elige el asiento adecuado, la escena com-prendida por la acera, la ventana de su habitáculo, todas las proximidades. Una vez ocupada una de las mesas ubi-cadas en la parte más oscura del establecimiento, pregun-ta la hora al camarero, aunque no la requiere, y pensan-do velozmente en su posible colaboración policial solicita el periódico. Tras ojear con pretendido disimulo la mayor parte del mismo, tras comprobar en numerosas

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ocasiones la constante tranquilidad de la calle, la más que manifiesta inocencia del camarero, un humilde jo-ven de la zona, y llegar a la conclusión del posible enga-ño por parte del emisor de la llamada, tras volver a pensar repetidas veces en sus llanos orígenes, nuestro hombre decide incorporarse y deshacer el camino lleva-do a cabo para llegar hasta allí, para dirigiendo sus pasos en un nuevo trayecto hacia el portal del edificio.

No es la primera vez que sucede algo parecido. Los falsos y perturbadores avisos telefónicos suelen darse con relativa frecuencia y pueden formar parte del reper-torio de cualquier camello, cliente, policía o simple com-ponente del imbricado negocio. Cuando estos tienen lugar es mejor no perder la calma y hacer caso en todo momento de lo que su experiencia, buena o mala, dicte. Al hombre que siempre sabe la hora a la que se encuentra suele servirle eso que su madre llamaba trabajo, su ausente padre malicia, los compañeros del pueblo la universidad de la calle y uno de los pocos tipos que verdaderamente re-clamaron su atención madurez. Ese profesor que ahora mismo recuerda, mientras recorre la calle y observa cómo el cielo ha alcanzado ya la opacidad absoluta, la propia de un atardecer de invierno, fue uno de los instigadores de su marcha a la gran ciudad años antes, otorgándole su más sincero consejo una vez comprobadas las limitadas actitu-des, que no aptitudes, de nuestro hombre hacia la mate-ria escolar. Tal vez sus palabras, escupidas en la hora de la verdad, la víspera de su secreta salida, sean las que de for-ma más intensa se encuentran grabadas, ahora que llega hasta el portal vuelve a pensarlo, en la memoria del hom-bre que siempre sabe la hora a la que se encuentra.

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Otra ventaja que posee nuestro hombre con respec-to a sus posibles perseguidores es la precisa memoria mediante la que mantiene todo registrado, la escasa ci-fra de escalones hasta llegar a su puerta, ahora que los sube, por ejemplo, la cantidad de ventanas por las que sí puede saltar llegado el momento, el número de viviendas, irregular en cada piso, existentes a lo largo del edificio. Quizá por esta no tan extraña capacidad no se preocupa demasiado cuando llega, a través de un pequeño corredor, al descansillo que la precede y observa la puerta de su vivienda con estudiado interés, sin reconocer la ausencia o no de posibles intrusos en el interior, escuchando como única garantía el eterno timbre del teléfono, emitiendo su metálica melodía una y otra vez sin descanso.

Tanteado el umbral de la puerta, comprobado des-de fuera la aparente tranquilidad del hogar, el hombre que siempre sabe la hora a la que se encuentra se aproxi-ma hacia una de las macetas de plástico repartidas con dudoso gusto por el descansillo. Remueve la tierra con ges-to seguro y, tras apenas seis segundos de búsqueda, logra dar con la pretendida llave. Utiliza ésta para abrir la puer-ta y acceder directamente a la reducida cocina del habi-táculo, separada del resto por una pequeña barra ame-ricana y localizada a la derecha del umbral, mientras enciende mediante sencillo ademán el primer interrup-tor que comprueba al alcance. Cuando da por finalizada su tarea, en la estancia solo queda el aire entrando por la ventana, minutos antes abierta, y el sonido intermiten-te del teléfono. Se sienta sobre la única silla que observa y extrae un cigarrillo del cajón del escritorio, un cigarrillo con aspecto de conocer los entresijos del cajón más de lo

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que debiera y que enciende con un mechero recién sa-cado del bolsillo de la camisa. Prende, como he dicho, el cigarrillo, y comienza a aspirar el edulcorado humo. La noche es ya cerrada y accede en compañía de una gélida brisa por la ventana, todavía abierta. A punto de con-sumirse éste, arroja el cigarrillo por la misma y cierra la ventana sin delicadeza, provocando cierto y desagrada-ble ruido. Enciende el aparato de música, del cual vuelve a emanar el Kind of Blue, y se dispone nuevamente a co-ger el teléfono, que no ha dejado de emitir su artificial sonido en todo momento.

—Compruebo que se ha convertido en un menti-roso.

—Eso parece, y usted en un inútil. —Prefiero lo de precavido o sagaz.—Ya. —…—¿Todavía no sabe quién soy?—No es demasiado importante, Sánchez, Alonso,

López, Capitán...—Carmona.—Lo suponía.—Yo también.—Usted también qué.—Yo también.—…Para el hombre que siempre sabe la hora a la que

se encuentra, una vez descubierta su bisoña ignorancia, es ciertamente importante conocer la identidad, el ran-go, del emisor de la llamada, aunque se vea en la obliga-ción de mantener la compostura y simular lo contrario.

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Es por eso que, aunque cohabiten varias razones, ahorra cada palabra oportuna.

—Está bien. ¿Qué probabilidades hay de que lo anterior fuera una jugarreta y sea éste el verdadero mo-mento en que alguien se traslada hacia su casa a toda velocidad? —la voz del policía comienza a tornar en una voz ronca, desagradable a cualquier tipo de oído.

—Todas. —Es cierto. —…—Se preguntará qué es lo que pretendo concreta-

mente con todo esto. —No hacía eso, exactamente. —¿Qué hacía, entonces?—Estoy pensando que tengo bastante claro lo que

busco.—Lo sé, puedo intuirlo.—¿El qué?—Qué es lo que busca.—…—Busca información sobre usted mismo. —Aprenda a expresarse.—Pretende que le cuente todo lo que sabemos sobre

usted, sobre su escondite.—No es mucho, desde luego, si todavía no estamos

hablando cara a cara. —¿En serio puede convencerse de ello?—No me hace falta demasiado —señala, mientras

sonríe, nuestro hombre.El viento nocturno golpea con fuerza los cristales de la

ventana en una noche que se prevé tortuosa. Miles Davis

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sigue fluyendo en la distancia del habitáculo, sencillo, re-cordando largas veladas de otoño.

—No tengo todo el tiempo del mundo.—Yo sí.—No esté tan seguro.—…—Estoy harto de tanta cháchara. Ya sabe lo que

quiero.—Eso no es cierto.—Quiero un simple nombre.—Yo una simple frase.—Bien, estamos de acuerdo. Empecemos por usted.

¿Qué es lo que pretende exactamente?—Que me diga que no sabe dónde estoy. —Eso puedo hacerlo.—Porque no lo sabe.Hay unos segundos de inflexión en los que el emisor

suspira, jovial. —¿En serio cree que nosotros, representantes de las

fuerzas de seguridad del Estado, no poseemos competen-cia necesaria para descubrir la procedencia de un simple teléfono móvil?

—No es un simple teléfono móvil.—Eso es cierto —indica Carmona, provocando con

elegante sutileza la inseguridad de nuestro hombre, que no logra inferir el grado de certeza inherente a sus pa-labras.

—¿Cree que comparto su pobre inteligencia? —hace el ademán de colgar el teléfono y lo golpea ligeramen-te contra el suelo para que su interlocutor lo perciba.

—No se le ocurra colgar.

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Se produce otra pausa en la conversación hasta que el hombre que siempre sabe la hora a la que se encuentra decide atajarla por vez primera.

—¿Es consciente del poder que tengo sobre usted? Dígame por qué no he de colgar ya el jodido teléfono.

—Porque no está totalmente seguro de nuestra igno-rancia.

—…—El asunto es sencillo: sabemos dónde se encuentra

ahora mismo, y hasta que no pronuncie las palabras que todos deseamos oír no abandonaremos nuestro propósito. Si persiste en continuar con esa actitud de no coopera-ción, no quedará otra alternativa que enviar hacia su mo-rada una patrulla en la que por supuesto me incluyo.

Nuestro hombre no ha reparado en el timbre de voz empleado por su interlocutor hasta este momento. Un tono grave, poderoso, muy lastimado por los cientos de barras de la capital tan accesibles a cualquier medio alto mando de la policía, un tono que nada tiene que envidiar a las mejores voces del cine del Hampa, Gandolfini y sus secuaces.

—Actitud de no cooperación.—Eso que está haciendo ahora mismo.—¿Ha escuchado a Miles Davis, Carmona?—¿A quién?—A Miles Davis. Dígale al soplapelotas que tenga

a su derecha que lo busque en su ordenador, así habrá aprendido algo hoy.

—Ahora mismo nos pondremos a ello. ¿Tiene algo más que añadir?

—…

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—¿Nada?—Si anhela la trufa necesita primero del puerco.El hombre que siempre sabe la hora a la que se en-

cuentra acaba de colgar el teléfono bruscamente, median-te sintomático gesto, resignándose de forma instantánea a sacar otro cigarro del cajón eterno. No es cierto eso de que no le importe nada, piensa, pero no es demasiado grande la obsesión que siente, a diferencia de otros indivi-duos pertenecientes al gremio, respecto a cárceles, celdas y barrotes, espacios que visitó en más de una ocasión de forma esporádica pero poco frecuentes en su cotidiana percepción de la realidad. Hace no demasiado tiempo tu-vo oportunidad de ver una película cuyo título y director desconoce, hecho al que siempre se ve abocado, en que un tipo hablaba constantemente de una enfermedad ficti-cia denominada ataraxia, la cual provocaba en él, irreme-diablemente, una especie de imposibilidad responsable, cierta indiferencia permanente manifestada en los casos más inverosímiles posibles. La película era una absoluta basura, bajo opinión de nuestro hombre, docto en ficcio-nes de otros ámbitos, pero esa idea quedó grabada en su magullado intelecto durante una considerable cantidad de días. Días en que pretendió un acercamiento cognitivo hacia el término, hallando apenas viejas fórmulas filosófi-cas escritas en un idioma casi desconocido para él, solo virtuoso en la materia musical, siempre trabajada en las largas tardes del Sur.

Por toda la estancia pueden observarse una enorme cantidad de discos apilados, ilusamente ordenados en una época anterior por estilo y fecha, compartiendo el espacio con la poca ropa que nuestro hombre posee y las

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mínimas cosas de las que el piso se compone, en su ma-yoría comida sobrante proporcionada por la preocu-pada arrendataria. Algunos de ellos son verdaderas obras de arte. Un A Love Supreme de mil novecientos setenta o un King Porter Stomp realmente antiguo, con suficiente capacidad para hacer trastabillar al que escribe, adquiri-dos en cualquiera de los múltiples chanchullos del hom-bre que siempre sabe la hora a la que se encuentra. No es de uso frecuente esa moneda de cambio, la de los vi-nilos de jazz, pero cualquier miembro del negocio sabe que eso no siempre es de suma importancia y que cier-tos tipos extraños siembre buscan algo que no busca el resto. Nuestro hombre es un tipo así. Un tipo que, cono-ciendo de sobra el carácter de la situación que se avecina, es capaz de aguardar fumando un cigarrillo barato, cum-pliendo el tópico o lugar común del hombre duro, ori-ginado frecuentemente en árido suelo norteamericano, fruto de la mencionada ataraxia. Real reconoce a real.

Cuando el hombre que siempre sabe la hora a la que se encuentra comprueba que ha consumido la mi-tad del cigarrillo, el teléfono comienza a sonar de nuevo con insistencia hercúlea. Durante un instante presiente que tal vez sea el momento idóneo para escapar del in-mueble, que es obvio que no han descubierto el sitio donde se halla.

—¿Cómo que no están ya por aquí, Carmona? —ha cogido, desechando antes lo que quedaba de cigarro, el teléfono por última vez—. El fiambre comienza a pu-drirse.

—Se va a arrepentir de lo que ha hecho antes, ca-brón.

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—¿De qué, exactamente?—De insultarme, camello de mierda, de colgarme.

Entiendo que no ha logrado conocerme.—…—Es su última oportunidad. He sido yo el que se

ha empeñado. Si contara con el respaldo de los altos car-gos ya no estaríamos hablando.

—¿Altos cargos? Me gustaba más antes. Está per-diendo la compostura por momentos.

—Usted va a perder otra cosa. —¿Mi última oportunidad? ¿Qué puedo hacer?—Soltar el nombre que necesito. —¿Cómo sé que después de hacerlo no vendrán

a por mí?—Tal vez porque podríamos haberlo hecho ya. Que

siga usted ahí es la única garantía que puedo ofrecerle. Cuélgueme otra vez y esto ya no dependerá de mí.

—¿Es usted, entonces, el que lleva llamando du-rante todo el día con una tenacidad inusitada?

—¿Se ha comido el Oxford ilustrado?—¿Es usted mi perseguidor?—…—Por cierto, ¿sabe ya quién es Miles?—Un negro casi tan feo como usted. Corte el rollo

y dígame lo que deseo oír.—¿Le digo lo que quiere oír, o lo que querría oír si

fuese un tipo medianamente avispado?—Juéguesela.El hombre que siempre sabe la hora a la que se en-

cuentra y que mide las situaciones que se le presentan con efectivo cálculo aclara en un sutil carraspeo la voz

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Page 20: TodosPerros.indd 5 23/02/12 17:23s3.amazonaws.com/bajalibros_samples/9788466326155_l...—Es cierto, no vale enlazar el tema de tu pregunta con el de la anterior —secunda un categórico

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y entona con no tan atroz gusto una de las melodías más famosas al otro lado del Atlántico, la cual debe su nom-bre a una tal Irene. Cuando apenas lleva cuatro versos el agente lo interrumpe.

—Está agotando mi paciencia.—Creí ilusamente que nunca oiría esas cuatro pa-

labras. —…—¡Eu quero ir, minha gente, eu não sou daqui...!—No le queda demasiado tiempo, camello de mierda.—Duras acusaciones, señor juez. ¡Eu não tenho nada...!—Le doy cuatro segundos para que responda.—¡Quero ver Irene dar sua risada!—Cuatro.—¡Irene ri, Irene ri, Irene...!—Tres.—¡Eu quero ir, minha gente...!—Dos.—¡Eu não tenho nada...!—Espero que sea consecuente.—¡...eu não sou daqui...!El hombre que siempre sabe la hora a la que se en-

cuentra permanece cantándole la canción más emotiva de su no demasiado larga existencia al auricular sin re-ceptor mientras calcula rápidamente la hora y percibe que no deben ser más de las ocho y cuarenta y dos mi-nutos. Cuando corrobora este pensamiento en el reloj vanamente situado sobre la repisa de la cocina recupe-ra en gran medida el entusiasmo por su cuello y aban-dona el habitáculo por la puerta, procurando hacer el menor ruido posible. El móvil situado sobre la única

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Page 21: TodosPerros.indd 5 23/02/12 17:23s3.amazonaws.com/bajalibros_samples/9788466326155_l...—Es cierto, no vale enlazar el tema de tu pregunta con el de la anterior —secunda un categórico

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mesa de la estancia, huérfano, vuelve a sonar cuando cie-rra la puerta y es sinónimo de cierta garantía en el des-censo por las escaleras y durante la posterior caminata hasta la primera parada de metro, ubicada no demasiado lejos de su edificio y caracterizada por una sucia boca en que suelen acomodarse la mayoría de los indigentes de la zona, además de algún que otro músico callejero, siem-pre recompensados estos últimos por la cartera repleta de monedas —como fiel representante del genuino ne-gocio— perteneciente a nuestro hombre.

Subido en el vagón de metro, rodeado de rostros extraños e inexpresivos pero al mismo tiempo agrada-bles, el hombre que siempre sabe la hora a la que se en-cuentra evoca los paisajes más característicos de las rasas tierras del Sur. En su cabeza una melodía de Bird hace las veces de banda sonora mientras recrea la nos-tálgica vuelta a casa.

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