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MICHAEL SCOTT UN SIGLO DECISIVO DEL DECLIVE DE ATENAS AL AUGE DE ALEJANDRO MAGNO. EL FILÓSOFO VEGETARIANO y EL FILÁNTROPO CULTURISTA. Entre la multitud de tebanos armados en esa fría mañana de diciembre del 379 a.C., se encontraban dos hombres que habían sido esenciales para la rebelión hasta ese momento. El primero se llamaba Pelópidas. Era uno de los antiespartanos expulsados de Tebas que había encontrado refugio en Atenas, y que tras salir vivo de varios intentos de asesinato, había dejado atrás su ciudad con su grupo de doce héroes para deslizarse hasta Atenas y empezar la rebelión. Pelópidas era un héroe de la rebelión. El segundo hombre al que merece la pena destacar era Epaminondas. A diferencia de Pelópidas, a Epaminondas se le había permitido quedarse en Tebas y así había formado parte de la resistencia clandestina en la ciudad. Epaminondas y sus compañeros de lucha se habían comunicado con Pelópidas y sus compañeros exiliados y habían coordinado la casa franca, a los hombres y las armas para llevar a cabo el ataque de la noche anterior. Él era el rostro conocido para la gente de Tebas y, cuando levo a Pelópidas ante la asamblea armada a la mañana siguiente, fue su presencia serena, en compañía de diversos sacerdotes, la que llevó al pueblo de Tebas por un lado a aceptar las acciones rebeldes y por otro a galvanizar el ánimo ante la inevitable confrontación con la guarnición espartana que seguía alojada en el seno de la ciudad. Estos dos hombres, héroes de la rebelión, eran además grandes amigos. Durante la siguiente década, e incluso más allá, iban a ser los dos hombres más poderosos de Tebas. Por otra parte, formaban una combinación curiosa. Pelópidas era un rico aristócrata a quien le gustaba repartir riqueza a su alrededor de manera filantrópica y en la medida de sus posibilidades, de tal modo que, como él mismo decía, pareciera que él era el dueño de su propia fortuna, y en ningún caso su esclavo. Se casó y tuvo muchos hijos. Físicamente era muy fuerte y capaz, pero la lectura y los logros intelectuales no iban con él. Su lugar favorito no era la biblioteca, sino el gimnasio, en donde se dedicaba intensamente a la musculación. Era el alma de la fiesta, y en consecuencia había sido uno de los objetivos de los proespartanos cuando habían tomado la ciudad en el 380 a.C. Epaminondas, en cambio, era el único hombre que nunca habría aceptado ni una dracma de la fortuna de Pelópidas. Procedía de una familia aristocrática empobrecida, vestía ropas modestas y comía una dieta de lo más escasa. En una ocasión le habían invitado a un banquete, y al ver ante él semejante despliegue se marchó, diciendo que pensaba que iba a ser una comida, y no una exhibición de arrogancia. Permaneció soltero durante toda su vida y no tenía hijos. Se hizo devoto de una nueva observancia religiosa llamada pitagorismo. Era un guerrero fuerte, pero en lugar de dedicar su tiempo al gimnasio prefería leer, con lo que se interesó muchísimo por la filosofía. Los proespartanos del gobierno le habían permitido que se quedara en Tebas porque, «por su filosofía podía considerársele preso, y por su pobreza, impotente». Y sin embargo estos dos hombres, el filósofo vegetariano y el filántropo culturista, mantenían una amistad forjada en el calor de la batalla una década antes. Pelópidas, en primera línea del combate, había sido herido siete veces, y como se le daba por muerto le habían arrojado a una pila de cadáveres. Pero Epaminondas no iba a consentir que ese cuerpo fuera abandonado y siguió luchando con todas sus fuerzas contra el enemigo que avanzaba, hasta que fue herido. Pero estaba decidido a morir antes que dejar el cuerpo de Pelópidas al enemigo, y no quería retirarse. Ninguno de los dos habría sobrevivido ese día si el rey espartano, en cuyo bando combatían en ese tiempo, no hubiese enviado unos refuerzos a su rescate. No olvidarían nunca ese día. Cabe preguntarse si los mandatarios de Esparta, cuando oyeron las noticias de la rebelión tebana y los nombres de quienes la dirigían -y cuando, en el transcurso de las dos décadas siguientes, se enfrentaron a ellos en batalla una y otra vez-, comprendieron realmente que había sido su propio predecesor real quien había salvado la vida de ambos tebanos. Era como para lamentarlo, porque con esa decisión, Esparta había creado un avispero de problemas. Y es que el otro vínculo que unía a Pelópidas y Epaminondas era el deseo común de ver que su ciudad se hacía más poderosa y gloriosa que nunca. En pie entre los asistentes a la asamblea tebana en esa fría mañana de diciembre, seguramente comprendieron que su proyecto adquiría visos de realidad. Era el momento de Tebas, y no podían permitirse ni una brizna de vacilación. La guarnición militar espartana, instalada en el corazón de la ciudad, no había sido capaz de sofocar la rebelión. Semejante error táctico llevó a Pelópidas y Epaminondas, encumbrados al mando de una fuerza ciudadana semiorganizada y armada, a aprovechar su ventaja: forzaron la rendición de la plaza fuerte, y sus efectivos, nada menos que soldados espartanos, abandonaron inmediatamente la ciudad. Justo a tiempo. No habían pasado ni dos días cuando la guarnición espartana, que volvía a casa derrotada y con la vergüenza pintada en los rostros, se encontró con refuerzos que se habían enviado hacia el norte desde Esparta para acabar con la rebelión. No debió de ser un encuentro agradable para esos orgullosos espartanos. La fuerza combinada que se acababa de formar emprendió de nuevo el camino hacia Tebas, dispuesta a un ataque total. La rebelión tebana, la vida de sus ciudadanos, por no hablar de las ambiciones de los propios Pelópidas y Epaminondas, pendían de un hilo. No podía pensarse en la posibilidad de que Tebas resistiera a solas ante la fuerza devastadora de Esparta. Todo dependía de hasta qué punto los atenienses podrían mantener la promesa de enviar sus tropas en apoyo de Tebas. ¿Mantendrían su palabra los atenienses? El ejército de Atenas se cernía desde la frontera entre el Ática, su propia región, y Beocia como una roca en equilibrio en la cresta de una montaña. Se vivió una tensa pausa y, en lo que solamente puede describirse como una táctica espartana sorprendentemente acertada, quien primero pestañeó fue Esparta. Entendiendo que estaban en lo más crudo

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MICHAEL SCOTT – UN SIGLO DECISIVO – DEL DECLIVE DE ATENAS AL AUGE DE ALEJANDRO

MAGNO.

EL FILÓSOFO VEGETARIANO y EL FILÁNTROPO CULTURISTA.

Entre la multitud de tebanos armados en esa fría mañana de diciembre del 379 a.C., se encontraban dos hombres que

habían sido esenciales para la rebelión hasta ese momento. El primero se llamaba Pelópidas. Era uno de los antiespartanos expulsados de Tebas que había encontrado refugio en Atenas, y que tras salir vivo de varios intentos de

asesinato, había dejado atrás su ciudad con su grupo de doce héroes para deslizarse hasta Atenas y empezar la

rebelión. Pelópidas era un héroe de la rebelión. El segundo hombre al que merece la pena destacar era Epaminondas. A diferencia de Pelópidas, a Epaminondas se le había permitido quedarse en Tebas y así había formado parte de la

resistencia clandestina en la ciudad. Epaminondas y sus compañeros de lucha se habían comunicado con Pelópidas y

sus compañeros exiliados y habían coordinado la casa franca, a los hombres y las armas para llevar a cabo el ataque de la noche anterior. Él era el rostro conocido para la gente de Tebas y, cuando levo a Pelópidas ante la asamblea armada

a la mañana siguiente, fue su presencia serena, en compañía de diversos sacerdotes, la que llevó al pueblo de Tebas

por un lado a aceptar las acciones rebeldes y por otro a galvanizar el ánimo ante la inevitable confrontación con la

guarnición espartana que seguía alojada en el seno de la ciudad. Estos dos hombres, héroes de la rebelión, eran además grandes amigos. Durante la siguiente década, e incluso más allá, iban a ser los dos hombres más poderosos de Tebas.

Por otra parte, formaban una combinación curiosa. Pelópidas era un rico aristócrata a quien le gustaba repartir riqueza

a su alrededor de manera filantrópica y en la medida de sus posibilidades, de tal modo que, como él mismo decía, pareciera que él era el dueño de su propia fortuna, y en ningún caso su esclavo. Se casó y tuvo muchos hijos.

Físicamente era muy fuerte y capaz, pero la lectura y los logros intelectuales no iban con él. Su lugar favorito no era la

biblioteca, sino el gimnasio, en donde se dedicaba intensamente a la musculación. Era el alma de la fiesta, y en consecuencia había sido uno de los objetivos de los proespartanos cuando habían tomado la ciudad en el 380 a.C.

Epaminondas, en cambio, era el único hombre que nunca habría aceptado ni una dracma de la fortuna de Pelópidas.

Procedía de una familia aristocrática empobrecida, vestía ropas modestas y comía una dieta de lo más escasa. En una

ocasión le habían invitado a un banquete, y al ver ante él semejante despliegue se marchó, diciendo que pensaba que iba a ser una comida, y no una exhibición de arrogancia. Permaneció soltero durante toda su vida y no tenía hijos. Se

hizo devoto de una nueva observancia religiosa llamada pitagorismo. Era un guerrero fuerte, pero en lugar de dedicar

su tiempo al gimnasio prefería leer, con lo que se interesó muchísimo por la filosofía. Los proespartanos del gobierno le habían permitido que se quedara en Tebas porque, «por su filosofía podía considerársele preso, y por su pobreza,

impotente».

Y sin embargo estos dos hombres, el filósofo vegetariano y el filántropo culturista, mantenían una amistad forjada en

el calor de la batalla una década antes. Pelópidas, en primera línea del combate, había sido herido siete veces, y como se le daba por muerto le habían arrojado a una pila de cadáveres. Pero Epaminondas no iba a consentir que ese cuerpo

fuera abandonado y siguió luchando con todas sus fuerzas contra el enemigo que avanzaba, hasta que fue herido. Pero

estaba decidido a morir antes que dejar el cuerpo de Pelópidas al enemigo, y no quería retirarse. Ninguno de los dos habría sobrevivido ese día si el rey espartano, en cuyo bando combatían en ese tiempo, no hubiese enviado unos

refuerzos a su rescate. No olvidarían nunca ese día. Cabe preguntarse si los mandatarios de Esparta, cuando oyeron las

noticias de la rebelión tebana y los nombres de quienes la dirigían -y cuando, en el transcurso de las dos décadas siguientes, se enfrentaron a ellos en batalla una y otra vez-, comprendieron realmente que había sido su propio

predecesor real quien había salvado la vida de ambos tebanos. Era como para lamentarlo, porque con esa decisión,

Esparta había creado un avispero de problemas.

Y es que el otro vínculo que unía a Pelópidas y Epaminondas era el deseo común de ver que su ciudad se hacía más poderosa y gloriosa que nunca. En pie entre los asistentes a la asamblea tebana en esa fría mañana de diciembre,

seguramente comprendieron que su proyecto adquiría visos de realidad. Era el momento de Tebas, y no podían

permitirse ni una brizna de vacilación. La guarnición militar espartana, instalada en el corazón de la ciudad, no había sido capaz de sofocar la rebelión. Semejante error táctico llevó a Pelópidas y Epaminondas, encumbrados al mando de

una fuerza ciudadana semiorganizada y armada, a aprovechar su ventaja: forzaron la rendición de la plaza fuerte, y sus

efectivos, nada menos que soldados espartanos, abandonaron inmediatamente la ciudad. Justo a tiempo. No habían pasado ni dos días cuando la guarnición espartana, que volvía a casa derrotada y con la vergüenza pintada en los

rostros, se encontró con refuerzos que se habían enviado hacia el norte desde Esparta para acabar con la rebelión. No

debió de ser un encuentro agradable para esos orgullosos espartanos. La fuerza combinada que se acababa de formar

emprendió de nuevo el camino hacia Tebas, dispuesta a un ataque total. La rebelión tebana, la vida de sus ciudadanos, por no hablar de las ambiciones de los propios Pelópidas y Epaminondas, pendían de un hilo. No podía pensarse en la

posibilidad de que Tebas resistiera a solas ante la fuerza devastadora de Esparta. Todo dependía de hasta qué punto los

atenienses podrían mantener la promesa de enviar sus tropas en apoyo de Tebas. ¿Mantendrían su palabra los atenienses?

El ejército de Atenas se cernía desde la frontera entre el Ática, su propia región, y Beocia como una roca en equilibrio

en la cresta de una montaña. Se vivió una tensa pausa y, en lo que solamente puede describirse como una táctica

espartana sorprendentemente acertada, quien primero pestañeó fue Esparta. Entendiendo que estaban en lo más crudo

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del invierno y que una campaña de sitio prolongado lejos del hogar no era una buena opción, y en vista de que quizás

iban a tener que vérselas con Tebas y Atenas, cuando sólo podían contar con fuerzas de refresco reclutadas rápidamente y con una guarnición cuya incompetencia había quedado demostrada, Esparta decidió retirarse. Mantenía

una guarnición permanente de soldados en una población no lejos de Tebas, pero Esparta envió a todo el resto de sus

hombres a casa a la espera de que pasara el invierno. Pero tanto Pelópidas como Epaminondas sabían seguramente que

la batalla no había concluido. La primavera y el verano traerían consigo un ataque de Esparta con todas sus letras. Esparta no pasaría el invierno lamiéndose las heridas y preparando su ejército. En un movimiento diplomático

atrevido, envió a sus embajadores a Atenas. El mensaje era simple: ¿de verdad queréis los atenienses arriesgaros a una

guerra total con Esparta (y quizá también con Persia) a causa de Tebas? ¿Qué le debéis a Tebas para que merezca la pena arriesgar vuestras propias vidas? La asamblea ateniense, nerviosa en su colina de la Pnix, titubeó. Como seguía

sintiendo los efectos psicológicos de la guerra del Peloponeso, de la revolución y de sus recientes y poco afortunadas

actuaciones en el campo de batalla contra Esparta, la asamblea votó retirar su apoyo a Tebas. Incluso se acordó condenar a los generales al mando de las fuerzas que debían ir en ayuda de la ciudad. Atenas había dado un giro

político de ciento ochenta grados. Los embajadores espartanos, una vez hecho su trabajo, volvieron a casa, con una

confianza mucho mayor en lo que el año siguiente iba a depararles. Tebas se había quedado sola. Cuando empezó la

estación de las campañas militares nada impedía a Esparta caer sobre la ciudad. Sin embargo, cuando la primavera daba paso al verano en el año siguiente, el 378 a.C., ocurrió algo extraño. La

guarnición de espartanos que había permanecido durante todo el invierno cerca de Tebas, actuaba como testimonio del

poder espartano tanto ante Tebas como ante Atenas. Quien estaba al mando de estas fuerzas era Esfodrias, que había recibido órdenes, cabe imaginar, de mantener el fuerte en su sitio durante el invierno y esperar a la llegada del ejército

espartano. Pero en una noche de abril o mayo del 378 a. C. Esfodrias, por lo visto optó por un plan alternativo.

Proveniente de territorio tebano, avanzo rápidamente hacia Atenas con sus tropas. Su objetivo era capturar el puerto ateniense de El Pireo por la mañana, de tal modo que cortaría el suministro de provisiones para Atenas, y dejaría a la

ciudad impotente y a merced de las demandas espartanas. Teóricamente parecía muy fácil. Pero en la práctica era una

tontería. Esfodrias intentó cubrir 70 kilómetros a pie en una sola noche a través de territorio enemigo y en un terreno

que distaba mucho de ser llano. No cabía ninguna posibilidad de que pudiera lograrlo antes del amanecer, por mucho que fuera su única esperanza, puesto que en cuanto repararan en él los atenienses se pondrían en marcha para proteger

su puerto. Ese ataque fue simplemente una misión suicida.

De este modo, podemos preguntarnos qué llevó a Esfodrias a intentar un golpe tan ridículo esa noche. ¿Por qué, además, contra Atenas, si ya había acordado retirar sus tropas, si ya no representaba ninguna amenaza para Esparta?

¿Qué ventaja oculta podía esconder semejante misión? ¿Acaso Esfodrias, cansado de cuidar de la guarnición a lo largo

de todo el invierno, perseguía la gloria por su cuenta y riesgo? Es lo que piensa Plutarco, según el cual Esfodrias era

un hombre de poco juicio, henchido de ambición y de necias esperanzas. Pero un acto como ése, un quebrantamiento tan flagrante de las órdenes, iría en contra de toda la disciplina militar espartana. ¿Y si alguien le hubiera animado a

hacerlo? Las antiguas fuentes susurran todavía rumores que incriminan a diferentes ciudades. ¿Quizás hubiera alguien

en el bando espartano que deseara contar con un buen pretexto para entablar la guerra no solamente contra Tebas, sino también contra Atenas? Con la invasión del territorio ateniense sabían que era probable que Atenas renovara su

animadversión hacia Esparta. Pero las mismas fuentes señalan también a alguien del bando ateniense que deseara la

guerra contra Esparta y que no estuviera conforme con la decisión ateniense de abandonar a sus aliados tebanos. Incitando a Esfodrias, mostrándole por ejemplo lo mal defendido que estaba El Pireo, los atenienses partidarios de la

guerra podrían haber pretendido forzar la mano de Atenas. Lo más probable es que fuera la ocurrencia de uno de los

líderes tebanos, quizá de los mismos Pelópidas y Epaminondas. Tebas estaba sola. No podía ganar en una lucha contra

Esparta. Su única esperanza era que Atenas se reintegrara a su bando antes de que el ejército espartano llegara, y la mejor manera de hacerlo era provocar un incidente diplomático entre Atenas y Esparta engañando o sobornando a

Esfodrias para que se comportara de manera intolerable. Posiblemente fuera ésta la mayor apuesta de Tebas... Y a

juzgar por el resultado, mereció la pena. Esfodrias fue enviado a Esparta, ante los tribunales, y fue en esa ciudad en donde los reyes cometieron su mayor error

táctico. De haber castigado como correspondía a Esfodrias, se podían haber aplacado los ánimos de Atenas. Pero el

rey Agesilao no lo veía así. Ese hombre, que había dado tumbos por Grecia en actitud chulesca y qué había llevado la lucha a Tebas como parte de su necesidad personal de venganza, seguía sosteniendo las riendas de Esparta. De hecho,

parece que fue una fuerza de la naturaleza tan grande que, ya había sobrevivido como pareja de reyes espartanos a dos

de ellos. El de esos tiempos era el tercero. Agesilao creía en hacer el mal a los enemigos y el bien a los amigos, una

forma muy tradicional del pensamiento griego, pero peligrosa cuando ese mal y ese bien, se distribuían sin considerar las consecuencias para la ciudad en su conjunto. Esfodrias era un espartano, y Agesilao no tenía ninguna intención de

castigar a un espartano para apaciguar a los atenienses, de modo que se vio liberado tras recibir poco más que una

palmada en el dorso de la mano. Atenas se sentía ultrajada e insultada. Antes de que el ejército espartano tuviera tiempo de volver a ponerse en marcha para la época de campañas militares del 378 a.C., Atenas volvió a dar un giro en

su política exterior y apoyó de nuevo a Tebas. Justo 8 años después de que se firmara la paz del rey de Persia, en lo

que se imaginaba que iba a representar una nueva etapa de concordia y orden, el decorado volvía a ser el propio de una

guerra entre las ciudades de Grecia.

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La estrategia de Atenas y Tebas fue muy inteligente. Los efectivos de Esparta, muy superiores -unos 30.000 hombres-,

se desplegaron hacia Beocia ese verano. Atenas y Tebas no podían arriesgarse al enfrentamiento en campo abierto de rigor, pero tenían la ventaja de conocer el terreno. Al mantenerse en las colinas y montañas de Beocia le arrebataban a

Esparta la gran victoria en las llanuras a la que había aspirado, y no le permitían que jugara la carta de su superioridad

numérica. De este modo siguieron con sus pequeños ataques de guerrilla a la columna espartana durante los 3 años

siguientes. Con cada inicio de campaña, Esparta se veía obligada a subir atravesando el Peloponeso hasta Beocia, a abastecer a sus tropas a gran distancia, y a avanzar con el enemigo constantemente a la vista. Atenas y Tebas se

contentaban con jugar al gato y al ratón: las bajas para ellos eran mínimas, y en cambio la moral espartana se veía muy

afectada, y con ella su reputada supremacía militar. El astuto diplomático espartano Antálcidas, que había negociado el final de la última guerra, que había asegurado la paz del rey y que había expresado su oposición a las tácticas

amedrentadoras de Esparta, se burlaba en esos tiempos de Agesilao diciéndole que en esa nueva guerra no hacía más

que ofrecer gratuitamente a los rebaños la oportunidad de aprender a lidiar y pelear. Pero entonces, en el 375 a.C., ocurrió algo que hizo cambiar de parecer a los tebanos. En un lugar llamado Tegiras, en

Beocia central, en plenos campos de Ares, un pequeño contingente de tropas tebanas volvía a Tebas. Esos hombres no

disponían de informaciones que les permitieran saber que había fuerzas espartanas por los alrededores. Sin embargo,

de pronto se encontraron justo con eso. Ambos bandos, no tuvieron más remedio que combatir. Las tropas tebanas, unos 300 soldados, corrieron al encuentro de los espartanos. Éstos, confiados en su mayor número y en su fuerza

combativa frente a los trescientos tebanos, permanecieron quietos en el terreno. Los tebanos no sólo consiguieron

penetrar en las filas espartanas, sino que en lugar de seguir su avance para escapar tuvieron la valentía de permanecer entre las quietas filas espartanas para seguir acosándoles. De este modo en Tegiras, en el 375 a.C., un pequeño

contingente de 300 tebanos causó gran número de bajas entre la tropa espartana. Como Plutarco comentaría más tarde,

ya fuera con griegos o con bárbaros, nunca antes los espartanos se habían visto superados por fuerza tan inferior en número. La energía de una élite reducida de guerreros, un concepto propio de la leyenda espartana gracias a la

legendaria valentía demostrada por unos pocos en las Termópilas, se había vuelto contra ellos. La imagen tan

trabajada del poder espartano sufría así daños irreversibles. El hombre al frente de los tebanos ese día no era otro que

Pelópidas, el filántropo culturista y héroe de la rebelión. Los trescientos soldados tebanos no eran de rango ordinario. Se les conocía como el Batallón Sagrado. Este grupo de hombres, descrito como 150 parejas homosexuales que

constituían la mejor unidad de combate gracias a los estrechos vínculos que les unían, se convirtieron en los héroes de

la ciudad y en la fuerza de élite tebana. Este batallón, único regimiento militar permanente en Tebas, no caería derrotado en batalla durante los siguientes 37 años. Su victoria en Tegiras no solamente cimentó el poder de Pelópidas

en Tebas, sino que también dio lugar a la siguiente fase de su proyecto: quizá los tebanos, lejos de limitarse a contener

a los espartanos podían vencerlos, y arrebatarles la posición que ocupaban como poder supremo en Grecia. En

cuestión de unos pocos años, lo que se anunciaba como el principio del fin de Tebas se había convertido en una cuenta atrás hacia la era de la supremacía tebana. Al mismo tiempo que los luchadores tebanos habían estado jugando al gato

y al ratón con los espartanos, los líderes de la ciudad también habían estado ocupados reorganizando la confederación

beocia. Esta organización de ciudades pertenecientes a la Grecia central había existido desde el siglo anterior, pero se había visto disgregada a la fuerza por la insistencia de los espartanos, puesto que no cumplía con los términos de la

paz del rey que exigía la autonomía de todas las ciudades griegas. Esto había sido un revés particularmente para

Tebas, que estaba al frente de la confederación. De manera que no puede sorprendernos que Tebas, como parte de su proyectada anulación del control espartano sobre Grecia, se empeñara en reconstituir la confederación en cuanto se

hizo posible tras la rebelión. Ya que sólo podía contar con Atenas -que había demostrado que era una aliada poco

fiable-. Tebas necesitaba ser fuerte en números, y eso implicaba presentar ante los espartanos, tan pronto como fuera

posible, un frente beocio unido. Esta nueva confederación, fundada en el período posterior a la rebelión del 378 a. C., era sustancialmente diferente de su predecesora. En el pasado, todo el poder había estado en manos de aristócratas

ricos de las diferentes ciudades. En esta ocasión, sin embargo, el énfasis se ponía en algo muy diferente. Cada

ciudadano miembro de la confederación tenía idéntico derecho de voto -independientemente de sus posesiones-, y cada uno podía asimismo servir en el ejército. De este modo la confederación no sólo se convertía en la experiencia de

federalismo democrático más amplia del mundo de la Antigüedad (el imperio ateniense nunca se había acercado a

semejantes cotas en lo que a democracia se refiere), sino que también se dotaba de enormes efectivos de combate. Todos los ciudadanos votaban en la asamblea confederada, que tenía la última palabra, y cada ciudadano debía

considerarse a sí mismo primero como beocio, y en segundo lugar como ciudadano de su propia urbe.

Pero este experimento democrático tenía sus desventajas. La asamblea abierta a todos los ciudadanos tenía lugar en

Tebas, de manera que si uno quería tomar parte de ella tenía que viajar a esta ciudad, lo que dada la distancia y las demandas de la agricultura no siempre era posible: la mayoría de los beocios eran campesinos y necesitaban labrar la

tierra. Expresarse siempre resultaría más fácil para un tebano que para los ciudadanos de cualquier otra ciudad, de

manera que Tebas era la que tendía a dictar la política de la confederación. Por otra parte, cada año se elegían a siete beotarcas, que ejercían como regidores de la asamblea y generales del ejército. A estos hombres se les otorgaban

poderes para adoptar decisiones trascendentales si se encontraban en campaña militar, sin que tuvieran que recurrir a

la asamblea. De este modo disponían de una gran eficacia militar, pero la vía para los abusos de poder quedaba

abierta.

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A pesar de los defectos, dadas las circunstancias en las que se había forjado -rebelión tebana, acciones de guerrilla

continua contra Esparta a la sombra de una posible intervención del rey persa-, la confederación beocia unió ciudades que con frecuencia se habían enfrentado, e hizo que trabajaran juntas en un extraordinario esfuerzo democrático. Tras

la revolución de Atenas, constituía el segundo triunfo democrático del siglo. Aun así, mientras proseguían las

escaramuzas propias de ratones y gatos, ¿cómo reaccionaría aquella confederación ante una guerra total?

No era algo a lo que pudieran responder los tebanos en esos tiempos, ni siquiera tras su éxito en Tegiras con los trescientos hombres del Batallón Sagrado. En el 375 a.C. cuando el conflicto abierto parecía perfilarse en el horizonte,

el rey persa reiteró los términos de su tratado de paz. Aunque no se mencionaba a la confederación como opuesta a las

reglas, el rey persa insistía en que las acciones militares tenían que cesar (seguía en la necesidad de mercenarios griegos para sus propias campañas). Se declaró una tregua precaria, y tanto Esparta como Atenas y Tebas volvieron al

hogar para lamerse las heridas.

Pero el proyecto tebano seguía en plena vigencia. Cuando apenas habían pasado dos años, Tebas buscaba con ahínco la manera de ampliar la confederación, por la fuerza si fuera necesario. Las poblaciones situadas en la frontera entre

Beocia y Ática, el territorio ateniense, y que vacilaban en profesar su lealtad a uno u otro bando, se encontraron con el

ejército tebano en sus puertas. La misma ciudad de Platea, con una larga tradición como escenario crucial de la

política griega (los griegos unidos habían vencido a la invasión persa en ese mismo lugar justo un siglo antes y, más recientemente, había jugado un importante papel en la guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta), fue tomada por

sorpresa. Sus ciudadanos, temerosos de las intenciones tebanas, cuando se informaba de que sus tropas estaban en

camino se refugiaban en el interior de sus murallas. Acudieron a su asamblea completamente armados, y una vez concluido el encuentro marcharon al ataque de Platea. Los ciudadanos de ésta no tuvieron tiempo de reaccionar, y la

ciudad se vio diezmada hasta que capituló y consintió en formar parte de la confederación. La misma historia se

repitió en cada una de las fronteras beocias. Las ciudades que dudaban en su apoyo, o incluso aquellas que abiertamente habían reconocido su apoyo al enemigo, fueron tomadas al asalto. La confederación beocia fue

extendiéndose como un virus y acercándose cada vez más a los límites del territorio ateniense, hasta que Atenas y

Tebas -dos ciudades supuestamente aliadas- se vieron implicadas en un conflicto sobre los derechos a controlar

poblaciones concretas situadas en la misma frontera. Esta ampliación a base de amenazas de la confederación levantó algunas ampollas, especialmente en Atenas. Y

cuando Atenas sentía alguna irritación solía traducirse en una cosa: un cambio en la política de la inquieta y de gatillo

fácil asamblea ateniense. A principios del 371 a.C., Atenas ya albergaba el miedo suficiente a las intenciones expansionistas de Tebas como para volver a abrir negociaciones diplomáticas con su vieja enemiga, Esparta. Con esto

se creó una red de política internacional de lo más compleja. Atenas y Tebas eran aliadas contra Esparta. Atenas

también había trabajado para formar su propia alianza de ciudades a través del mundo griego, y alardeaba de que

Tebas formara parte de ella. Y sin embargo Atenas acababa aliándose con el enemigo de Tebas, Esparta. Atenas intentaba cubrir todas las eventualidades en un entorno cada vez más quisquilloso. Se convocó una renovación de la

paz del rey en el 371 a.C. y todas las facciones enviaron embajadores a Esparta.

Esta ronda de negociaciones de paz iba a representar un cambio fundamental en la historia de Grecia. Tanto fue así que Jenofonte, el ateniense convertido en partidario de Esparta, el héroe de la marcha de los Diez Mil a través de Asia,

quien ya de anciano escribió una historia de este período. Y eso que a Jenofonte no le gustaba detallar discursos a

menos que eso fuera algo importante. Los hombres fuertes de ese día fueron Agesilao en nombre de los espartanos, un grupo de oradores en los que se incluía al astuto político Calístrato en nombre de los atenienses, y a Epaminondas, por

los tebanos: tres hombres poderosos, tres ciudades poderosas y tres egos enormes reunidos en negociaciones de «paz»

para la totalidad de Grecia. Al principio, a pesar del potencial choque de egos, todos parecían ansiosos por lograr la

paz, y más específicamente: por acabar con la cláusula tradicional en los tratados de alianza; según la cual, si una ciudad estaba en guerra, la ciudad aliada estaba obligada a acudir en su ayuda. Semejante condición, en un mundo en

que cada ciudad tenía alianzas (y en el caso de Atenas éstas podían ser dobles y triples) con alguna otra, implicaba que

cualquier conflicto con una ciudad se convertía en un conflicto griego globalizado. Lejos de actuar como mecanismo disuasorio de acciones militares por medio de la creación de bloques «superpoderosos», esta cláusula convertía la

acción militar en algo más probable y mucho más dañino. Las tres ciudades, y sus tres principales embajadores,

intentaron en cada caso distanciarse de lo que veían como una guerra abierta en toda Grecia cerniéndose sobre ellos con gran rapidez. El resultado fue que se redactó un nuevo acuerdo de paz en el que haciéndose eco de los términos

originales de la paz del rey, quedaba claro que dependía de cada ciudad decidir si tomar o no parte en el apoyo a otra

contra un ataque. De hecho, los embajadores intentaban fragmentar la responsabilidad internacional, de tal modo que

prevenían, el efecto dominó de la guerra del mundo antiguo. Todo esto parece muy sensato, y de hecho convenía a los intereses de las tres partes. Tebas seguía sin estar muy

segura de su fuerza, particularmente cuando Atenas se ponía del lado de Esparta, y no deseaba un conflicto a gran

escala. Esparta intentaba que se invirtieran las tendencias que marcaban un ascenso de la supremacía tebana y un poder menguante en su propio caso. Atenas deseaba un equilibrio de poder en el que ninguna ciudad o alianza

pudieran lograr el control de Grecia. Por lo menos hasta que Atenas dispusiera del suficiente poder como para lograrlo

por sí misma. Todas las partes firmaron el nuevo tratado debidamente, Grecia, por lo que parecía, había quedado a

salvo de la destrucción. Pero esa misma noche, Epaminondas comprendió que el tratado dejaba a Tebas en muy mala

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posición. Bajo los términos de la nueva paz, si Esparta la atacaba de verdad, era una probabilidad a tener en cuenta, no

podría contar con la ayuda de Atenas, ni con la ayuda de nadie. El nuevo tratado había dejado a Tebas con todas las de perder. Epaminondas sintió que le habían engañado. A la mañana siguiente, Epaminondas pidió una reunión adicional.

Se avanzó diciendo que el día anterior Tebas había firmado el tratado en nombre únicamente de los tebanos. Pero

ahora quería firmar el tratado en nombre de la confederación beocia. Era una táctica diseñada para incitar la ira del rey

espartano. Agesilao montó en cólera. No había vuelta atrás. Epaminondas contestó entonces que, si Esparta había firmado alegremente en nombre de los ilotas reducidos a la esclavitud y Atenas lo había hecho con similar

despreocupación en nombre de parte de su nueva alianza, ¿por qué Tebas no iba a poder firmar en nombre de Beocia?

Agesilao respondió no con palabras, sino borrando del tratado la mención a los tebanos. En una mañana, la paz que podía haber mantenido alejada a Grecia de otra guerra abierta había quedado hecha pedazos. Epaminondas había

saboteado deliberadamente la paz como único camino para forzar un conflicto, que de una vez por todas fijara la lucha

por el poder en Grecia. Tebas podía estar preparada y podía no estarlo, eso no importaba: Epaminondas sabía que ésa era su única oportunidad. Y el rey Agesilao, por su parte, sabía que Tebas había forzado una última oportunidad para

que prevaleciera su gloria. La paz, firmada alrededor del 27 de junio del 371 a.C., y de la que Tebas se había retirado

al día siguiente, sería papel mojado en menos de un mes. Los embajadores se apresuraron a volver a sus respectivas

ciudades. Los habitantes de Atenas, Esparta y Tebas les esperaban, pero enseguida comprobaron que portaban un mensaje muy distinto: se acercaba la guerra, y sería muy distinta a cualquiera que se hubiese dado en ese siglo.

Pelópidas y Epaminondas estaban de acuerdo en una cosa: había llegado el momento de dejar atrás las tácticas de

ratones y gatos. Había llegado el momento de un choque frontal entre los ejércitos tebanos y espartanos. No tuvieron que esperar mucho. Al mando estaba el otro rey, un hombre llamado Cleómbroto. Los ejércitos se encontraron en la

llanura de Leuctra. Los bandos contrincantes eran muy desiguales: Esparta había congregado unas fuerzas imponentes,

11.000 hombres, y mil de caballería, alineados frente a 7.000 soldados tebanos y sólo 700 de caballería. Es posible que los espartanos pensaran que por fin se les brindaba la oportunidad de luchar en campo abierto.

En la llanura de Leuctra, en donde los dos ejércitos formaban uno frente a otro, se encontraba la tumba de dos

doncellas que, unos años antes, habían sido violadas por un grupo de espartanos. Las muchachas a continuación se

habían suicidado. En las noches anteriores a la batalla, se decía que Pelópidas había recibido la visita de las dos muchachas en sueños, y que le habían indicado que tenía que sacrificar a una virgen en su honor para asegurarse de

que ellas, y la misma llanura de Leuctra, estarían de su lado en la batalla. El sueño de Pelópidas fue motivo de muchas

disensiones en las filas tebanas. ¿En verdad tenían que sacrificar a una virgen? En la historia y mitología griegas los ejemplos anteriores no habían dejado de ser problemáticos. Agamenón había sacrificado a su hija para obtener los

vientos necesarios para navegar hacia Troya, y a continuación su propia mujer le había matado. Agesilao; por otro

lado, también había intentado repetir ese mismo sacrificio, y los tebanos se lo habían impedido, cuando había iniciado

su campaña para luchar contra los persas más de veinte años antes, y dicha campaña había resultado un completo fracaso. ¿Había una relación entre ese fracaso y el hecho de no haber completado el sacrificio humano? Indecisos

entre el asesinato de una inocente y la pérdida de apoyo de los dioses, la respuesta se ofreció graciosamente a los

tebanos en la forma de una joven yegua. Sacrificaron a la yegua virgen sobre la tumba y oraron para que las doncellas agraviadas y Leuctra estuvieran de su lado. Pelópidas era muy consciente del papel que la propaganda jugaría en esta

batalla. Los tebanos, inferiores en número, no podían permitirse dejarse intimidar por el empuje espartano. Historias

como la del sacrificio en la tumba de las vírgenes servían para alimentar el ego tebano. Ese día, al comprobar cierto estado de nervios en las filas, entre los pocos soldados aliados que se habían unido a Tebas, Pelópidas dijo con gran

ostentación que quien quisiera partir era muy libre de hacerlo. Sólo los hombres que de verdad querían luchar, gritó

apasionadamente, eran dignos de permanecer en las filas tebanas, y sólo los hombres así merecían la gloria que iba a

alcanzarse en ese día. Pero ni siquiera Pelópidas pudo convencer a su mujer, la cual, como Plutarco explicaría más tarde, le imploró que se quedara en casa y no fuera a luchar. La dejó desconsolada y ocupó su lugar frente a su cuerpo

de élite del Batallón Sagrado. Se acercaba el mediodía de ese día fatídico del verano del 371 a.C., y la expectación de

la batalla y de la sangre que iba a derramarse espesaba el aire. Probablemente fue entonces cuando Esparta comprendió hasta qué punto Pelópidas y Epaminondas eran osados. Las

tropas griegas formaban en un orden tradicional. Los mejores efectivos siempre se encuadraban en el flanco derecho,

porque el izquierdo se consideraba que atraía a la mala suerte. Eso implicaba que una vez en batalla las mejores tropas de los dos frentes no se enfrentaban nunca directamente. Como resultado, las batallas normalmente seguían un patrón

determinado: una carga de caballería, un avance inicial, una penetración en la parte más débil del frente contrario,

seguida por un giro en el que las fuerzas restantes de ambos bandos intentaban recuperar posiciones para volver a

presentar un frente. Pero Pelópidas y Epaminondas no seguían ese guión. Su plan de batalla se basaba en la pura sorpresa. No había tiempo para supersticiones. Dispusieron a sus mejores tropas en el flanco izquierdo. Cuando

Esparta se alineó para la batalla comprobaron que quedaban frente a frente no con las tropas aliadas más débiles, sino

con lo mejor de las tebanas. A mediodía, después de que la carga inicial de la caballería en ambos bandos no estableciera ninguna diferencia remarcable, en lugar de marchar hacia el enemigo a un paso decente, como empezaban

a hacer los espartanos siguiendo la tonada de la flauta, los tebanos gritaron y corrieron hacia ellos desaforadamente.

Como punta de lanza, el temible Batallón Sagrado. Al chocar con las filas espartanas, este contingente hendió las filas

frontales y sembró el caos en la línea de batalla espartana. Como apoyo de Pelópidas y de su Batallón Sagrado estaba

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la infantería tebana, con una profundidad de cincuenta hombres, bajo las órdenes de Epaminondas. Avanzaron

directamente hacia el rey espartano y le mataron. La batalla había acabado en menos de una hora. Leuctra, la batalla que anunciaba el fin de la supremacía espartana y el florecimiento total del poder tebano, fue un punto de inflexión en

la historia de Grecia, y si se ganó fue en gran parte gracias a la gran habilidad y valentía de Pelópidas y Epaminondas..

La reputación de estos dos hombres después de Leuctra fue incuestionable, por mucho que algunos que habían estado

presentes tanto en la primera noche de la rebelión tebana, en el 379 a.C., como en la batalla de Leuctra, se quejaran amargamente de que acapararan toda la gloria. El resentimiento por tal desconsideración les llevó incluso a levantar su

propio trofeo en Leuctra con una inscripción que decía: «Fuimos tan buenos como Epaminondas.» Quizás esos dos

héroes tuvieran realmente demasiadas ínfulas. Se dice que Epaminondas, con toda su filosofía, se henchía tanto de orgullo que parecía más satisfecho de su victoria en Leuctra de lo que había podido estarlo Agamenón de su victoria

en Troya. El día después de la batalla Epaminondas vistió con desorden e iba despeinado, y a todo el mundo le

explicaba que, como el día anterior no cabía en sí y se sentía tan cerca de los dioses, se esforzaba entonces por volver a un nivel más cercano al suelo. Si lo que sintió Epaminondas fue un orgullo sobrehumano, lo que los espartanos

sufrieron fue una humillación sobrehumana. Cuando pidieron permiso para retirar a sus muertos, los tebanos los

forzaron a esperar hasta que todos y cada uno de los aliados de Esparta hubieron retirado a los suyos. La idea era

permitir de este modo que quedara patente el escasísimo daño que habían sufrido, lo que a su vez evidenciaría la enorme cantidad de cadáveres espartanos que quedaban en el campo de batalla. En los campos de Leuctra murió por

fin la reputación militar de los espartanos como algo invencible. Esparta no volvería nunca a recuperar los niveles de

poder que había ejercido durante las primeras décadas del nuevo siglo.

EL PEZ escurridizo.

Atenas no estuvo presente en la batalla de Leuctra. Después de intentar negociar una nueva paz que disipara la

amenaza de una guerra global al estilo antiguo, debió de sentir una gran congoja al ver que veinte días después Esparta y Tebas se enfrentaban en combate abierto. Los intentos tebanos de conseguir la «paz en nuestro tiempo» habían

acabado siendo, papel (en este caso probablemente tablillas de cera) mojado. Pero Atenas, aprovechándose de los

nuevos acuerdos de paz, por mucho que en realidad ya no fueran vigentes, optó por no tomar parte en la batalla. Según

todas sus expectativas, Esparta iba a aniquilar a los tebanos. De manera que cuando Tebas envió rápidamente a sus mensajeros a Atenas tras su victoria en Leuctra, con el convencimiento de que su antigua aliada iba a alegrarse, y de

que aprovecharía la ocasión para enviar tropas que asentaran el dominio, se encontró con una respuesta fría. En

realidad, los atenienses no sabían qué hacer. Al final optaron por ignorar al mensajero de la victoria. Ante el compromiso, la «vieja aliada» de Tebas volvía a mostrarse inaprensible.

Quizá los tebanos no tuvieran por qué esperar más. Después de todo, en el transcurso de esa década los atenienses ya

habían realizado diversas piruetas diplomáticas en su relación con Tebas. El respaldo ateniense a Tebas había vuelto a

vacilar al comprobar que la confederación beocia se expandía con tanta rapidez, y Atenas se había escurrido para no tener que cumplir sus obligaciones militares con Tebas en el tratado de paz del 371, al ponerse del lado de Esparta. Y

en esa ocasión, después de no apoyar a los tebanos en el campo de batalla, Atenas no iba a enviar siquiera un mensaje

de enhorabuena. Por lo visto Atenas era el pez escurridizo de las relaciones internacionales en la antigua Grecia. Las escurridizas actividades atenienses no se confinaban solamente a Tebas. De hecho, la historia de sus relaciones, lo

mismo en el marco entre ciudades como en el internacional, durante el siglo IV a.C. confirma sus tendencias

resbalosas. Se había desentendido de sus obligaciones para con Esparta al final de la guerra del Peloponeso, primero enviando en secreto apoyo a Persia, y luego uniéndose a la alianza de ciudades soliviantadas por el control abusivo

que los espartanos ejercían sobre el mundo griego. Atenas había aceptado el dinero persa y había celebrado que un

almirante ateniense estuviera al mando de la armada persa. Pero a las primeras de cambio los atenienses ya enviaban

ayuda a la isla de Chipre, que estaba en conflicto con el rey persa, e intentaban restaurar su influencia en las ciudades griegas de las partes septentrionales del Egeo y en la costa de Asia Menor. Este comportamiento traicionero con el rey

persa facultó a Esparta para convencerlo de que tenía que dejar de ser paciente con Atenas y rechazar el tratado de

paz, convirtiendo a Esparta en su policía. Estas maniobras atenienses en el inicio del nuevo siglo se describieron como un intento de reconstrucción de su

añorado imperio, cuyo apogeo y decadencia se habían producido en el siglo anterior. La diplomacia contradictoria de

los atenienses en esos primeros años era completamente comprensible. Cada ciudad intentaba encontrar su camino en un mundo que funcionaba según reglas completamente diferentes. Atenas tuvo que trabajar con más ahínco que

muchos para recuperarse de una derrota apabullante y de una revolución política. No es sorprendente que intentara

colocarse en la posición más ventajosa de cada encontronazo político y militar, en una actitud semejante a la de

cualquier otra ciudad. La actitud de Atenas, más que contradictoria, era oportunista. El oportunismo había remplazado a la ideología como consigna de la política del siglo IV a.C. En un mundo tan sujeto a cambios rápidos, con tanto en

juego, la fidelidad ciega era algo que simplemente no podía permitirse.

La imposición de la paz del rey dio al traste con todas las ambiciones que Atenas pudiera tener de formar otro imperio. Se le permitía el control de tres pequeñas islas del Egeo, una de las cuales era Esciro, situada en su arteria más crucial

(la ruta del grano al mar Negro), pero cualquier otra ciudad e isla en Grecia tenía que permanecer autónoma. El

imperio estaba acabado. ¿Qué podía sustituirle? Los tebanos habían proporcionado la respuesta con la confederación

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beocia que acababan de restaurar. Dicha confederación, a pesar de lo mucho que la habían puesto en cuestión los

espartanos, no había sido revocada. Por lo visto una alianza de estados libres podía ser aceptable según el rey persa. Pero Atenas tenía preocupaciones más urgentes. En el 370 a.C después de dejar a Tebas en la estacada tras la rebelión

tebana, y posteriormente encamarse con ella tras el humillante episodio de Esfodrias, Atenas se había visto abocada a

la guerra en la Grecia central que eventualmente concluía con la victoria tebana en Leuctra. Aunque ese conflicto se

hubiera convertido en una guerra de guerrillas durante la mayor parte de la década de 370, Atenas asumió que se encontraba en un estado lamentable si pretendía defenderse por sí misma. Había reconstruido sus murallas alrededor

de la ciudad de Atenas, pero apenas existían elementos de defensa en los campos de los alrededores, vitales para el

sustento de sus ciudadanos. El territorio de Atenas, conocido como Ática, corría el riesgo de una incursión militar espartana, tal como había probado la desgraciada marcha nocturna de Esfodrias. La amenaza que se cernía sobre la

patria ateniense requería una atención inmediata. La seguridad se convirtió en la prioridad de Atenas.

Si uno viaja hacia los confines occidentales del Ática llega hasta la abrupta cordillera del Egaleo, que proporcionaba una defensa natural contra los ejércitos que se acercaban por el oeste, y particularmente desde Esparta. Pero en esta

muralla natural hay una brecha. Los atenienses la conocían y la temían, por lo que la tomaron en consideración en sus

planes para proteger el Ática en el 378 a.C.: una muralla fortificada levantada para cerrar la brecha en la cadena. Esta

muralla constituye un misterio para muchos estudiosos, puesto que no se la menciona en ningún texto antiguo. La única evidencia es su misma presencia desde hace 2.400 años en estas latitudes remotas del Ática. Pero la arqueología

más cuidadosa ha podido desvelar parte de su historia. No era solamente una muralla, sino una fortificación de piedra

reforzada por torres de vigilancia y por intervalos de parapetos, con guarniciones albergadas en fortines cuyos efectivos de infantería y caballería, según se presume, se encargarían de la vigilancia. Realmente tenía que tratarse de

una construcción muy importante si consideramos que ha resistido la devastación de 2.400 años de inclemencias,

saqueos y guerras. Aun así, lo más probable es que esta muralla se construyera apresuradamente. Atenas disponía solamente de un breve

espacio de tiempo, entre el que volvía a unir su suerte a la de Tebas y el comienzo de la campaña militar, para asegurar

sus fronteras frente al esperado ataque de los espartanos. Necesitaba la muralla rápidamente: tanto, que es muy posible

que se enviara a toda la fuerza de trabajo disponible -la que acababa de reconstruir las murallas de la ciudad, junto con todos los ciudadanos sanos de Atenas- a que construyera esta defensa a toda velocidad, quizás incluso en el espacio de

una sola semana. El único hombre capaz de dirigir semejante obra era un ateniense llamado Chabrias. Había servido

como mercenario en Egipto (luchando contra Persia, con lo que tenemos a otro pez escurridizo), en donde había adquirido muchísima experiencia en la construcción de fortalezas, una técnica que no se había utilizado demasiado en

Grecia, puesto que la guerra, hasta entonces, había consistido en batallas con un desarrollo previsto más que en

asedios prolongados. Chabrias había vuelto a Grecia en el año 379 a.C. y fue elegido general en Atenas en la

primavera del 378 a.C., justo cuando se iniciaba la campaña. Es muy posible que su primera orden fuera construir la muralla-fortaleza, y que su existencia fuera el factor determinante que forzó a Agesilao y al ejército espartano a

penetrar en territorio tebano en lugar de ir por el ateniense, cuando sus tropas llegaron algunas semanas más tarde. La

muralla defensiva del Ática había demostrado su efectividad. Atenas nunca volvería a olvidar la importancia que tenía asegurar la defensa de su tierra patria. De este modo, se instituyó un nuevo sistema de reclutamiento con el que se

enviaba a todos los muchachos de 18 y de 19 años a una ronda de servicio, pero no a países extranjeros, sino a

salvaguardar los límites del Ática. Por otra parte, se tomaban medidas para que, del mismo modo que anualmente se llevaba a cabo la elección de los generales militares, un general estuviera al cargo de la responsabilidad específica de

defender el campo ateniense. Chabrias se ganó una estatua en el Ágora, y una vez realizado su trabajo protector de la

tierra, fue a guerrear contra Esparta en los campos de Ares.

Mientras Atenas se dedicaba a mejorar las condiciones de seguridad de su tierra, tenía los pensamientos vueltos hacia la escena internacional. Las idas y venidas oportunistas de las décadas pasadas le habían permitido sobrevivir, pero sin

que la tranquilidad quedase fijada. En el 378 a.C., el mismo año de la edificación de la muralla defensiva en los límites

del Ática, el mismo año en que volvió a estallar la guerra en la Grecia central, y exactamente 100 años después de que se creara el germen del anterior imperio ateniense, volvió a crearse una alianza que iba a conocerse como la Segunda

Liga Ateniense.

La carta fundacional de esta liga ha sobrevivido hasta hoy. Colocado en el corazón palpitante de Atenas, el Ágora, este documento de piedra proclamaba el mandato de la liga, los juramentos pronunciados por sus constituyentes y los

nombres de sus miembros. Los vericuetos a los que recurrió Atenas para evitar incurrir en el incumplimiento de la paz

del rey, que exigía la independencia y autonomía de todas las ciudades, son palpables en el lenguaje de esta carta. La

carta repite con insistencia su compromiso en lo que respecta a la libertad y la autonomía. Y lo que es más importante, también intenta calmar los temores que entre las ciudades suscitaba la sospecha de que se tratara de otro enredo

ateniense. Las cláusulas referentes a las formas de gobierno, guarniciones militares, gobernadores, tributos de imperio

y a los atenienses que nunca poseerían tierras o propiedades se referían directamente a los que se consideraban los peores excesos del tiránico imperio ateniense. Nunca más, afirmaba Atenas en este documento, iba a mostrarse como

un amo tan tirano. Más en esta ocasión no pretendían ser amos en absoluto. Después de todo, cada uno de los

componentes de la liga, como Atenas insistía en subrayar, era libre y autónomo.

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¿Hasta qué punto era real esa proclamación de que Atenas había aprendido las lecciones del imperio y ya estaba

interesada únicamente en una alianza libre y autónoma entre ciudades de ideas afines, libres y autónomas a su vez? El lenguaje empleado era ciertamente esperanzador. Ni rastro de expresiones como «Atenas y las ciudades a las que

gobierna», ahora reemplazadas por «Atenas y los aliados de Atenas». El lenguaje se veía respaldado por la estructura.

El motor para la toma de decisiones de la nueva liga se componía de dos asambleas: la asamblea democrática

ateniense y otra de representantes de todas las ciudades pertenecientes a la liga. Ninguna decisión podía tomarse sin el consentimiento de ambas reuniones. Cada miembro de la liga tenía derecho a expresarse (siempre que pudiera

desplazarse hasta Atenas para hacerlo). Atenas mantenía su palabra de no introducir nunca el gravoso tributo del

imperio, el temido phoros, odiado en el siglo anterior. Pero sí se introdujo un impuesto (conocido en griego antiguo como sintaxis, lo que conllevaba un agradable sentido de comunidad unida) como ayuda para los costes que la

articulación de la liga conllevaba.

El lenguaje y la estructura de esta nueva liga se veían también respaldados por la acción en los años iniciales tras su nacimiento. Islas de todo el mar Egeo y ciudades libres de la costa de Asia Menor como Bizancio (Estambul) se

unieron a la liga. Más cerca de casa, Tebas también se convirtió en miembro. En el 375 a.C., tan sólo tres años

después de su creación, contaba con 75 miembros. Gran parte de este entusiasmo por pertenecer a la liga provenía de

su intención principal en contra de Esparta, tal como se dice en la primera frase de la carta. La Segunda Liga Ateniense era un pacto defensivo ante el policía intimidador de Grecia. Incluso la apresurada renovación de la paz del

rey en el 375 a.C. así lo reconocía tácitamente, con lo que aceptaba su existencia y su determinación.

Pero la tensión entre Tebas y Atenas resulta problemática para la liga. Tebas era miembro de la liga en tanto que ciudad individual, pero también era cabeza de la confederación beocia. Tal dualidad no importaba siempre y cuando

liga y confederación fueran antiespartanas. Pero cuando el poder espartano empezó a declinar y el tebano empezó a

aumentar, el propósito de la liga y el hecho de que Tebas perteneciera a ella provocó tensiones cada vez más fuertes. La Atenas del 371 a.C. era como mucho neutral, cuando no apoyaba tácitamente a Esparta para contrarrestar la

creciente supremacía tebana. La tensión crecía entre los miembros de la liga cuando se suscitó una cuestión: si Esparta

ya no era un poder mundial, ¿qué sentido tenía la existencia de la liga, cuyo propósito había sido contenerla? La liga

se encontraba en un momento crucial. Durante el siglo anterior, una alianza que se había iniciado como antipersa después del acuerdo oficial de paz con Persia no se había disgregado, sino que se había convertido en el imperio

ateniense. A pesar de todas las protestas y del lenguaje conciliador, Atenas iba a disponer en esos momentos de una

oportunidad similar. ¿Qué iba a hacer el más escurridizo de los peces diplomáticos ante semejante tesitura? Para entender las opciones de Atenas en el 371 a.C, tras la batalla de Leuctra, tenemos que disponer de una visión

mucho más amplia del mundo antiguo y de la Magna Grecia. Mientras la Grecia central estaba bloqueada en una

batalla por la supremacía militar, la vida proseguía en el ancho mundo que la rodeaba, en los lugares, pueblos y

acontecimientos que tenían un interés crucial y creciente para las ciudades del núcleo griego, puesto que iban a ayudarlas a determinar sus políticas tanto en su propio terreno como en el externo.

El más importante de lejos era la búsqueda de recursos naturales, y en particular de comida. Lo básico para la dieta

griega era el grano, y Grecia, aunque en muchos sentidos era un país fértil, no podía asegurar el grano que necesitaban las mayores ciudades año tras año. Esto representaba un problema en particular para Atenas, puesto que era una de las

mayores ciudades ubicada en una de las partes más áridas de Grecia y raramente, si es que esto sucedía alguna vez,

podía tener esperanzas de ser autosuficiente. En consecuencia, la búsqueda de áreas que fueran buenas productoras de cereal era un motor fundamental para la política exterior ateniense. La paz del rey, firmada por primera vez allá en el

386 a.C., había hecho posible para Atenas mantener el control de tres pequeñas islas del norte del mar Egeo. Dichas

islas tenían un muy escaso valor estratégico, si no fuera porque estaban en la ruta comercial hacia lo que era la mayor

fuente de alimentos de Atenas: el suelo fértil y rico alrededor del mar Negro. Colonizado por los griegos más de un siglo antes, el mar Negro se había convertido progresivamente en un suministro de comida para Grecia, y

particularmente para Atenas. Hacia finales del siglo anterior se había convertido en una arteria vital para la ciudad de

Atenas, y cualquier interrupción de su fluido causaba grandes problemas en la ciudad. Esparta, por medio del bloqueo de las importaciones de grano a Atenas, la había puesto de rodillas al final de la guerra del Peloponeso, y al rey persa

le había bastado con amenazar el punto más oriental de esta arteria, el área conocida como los Dardanelos, el mar de

Mármara y el Bósforo, los estrechos canales y, el pequeño mar que subían hacia el Egeo, pasado Estambul, hacia el mismo mar Negro, para forzar a Atenas a firmar la paz del rey en el 386 a.C. Esta ruta, y la protección de esta ruta,

resultaba vital para la supervivencia de Atenas. No es extraño que Atenas hubiera pedido que Bizancio (Estambul), la

ciudad que controlaba la entrada al mar Negro desde su estrecho corredor, fuera uno de los primeros miembros de la

Segunda Liga Ateniense. Sin embargo, el mar Negro era un lugar muy diferente de la Grecia continental. Aquí coexistían hombro con hombro

las colonias griegas con una exótica gama de culturas y mundos diferentes. Se trataba de la frontera del mundo griego

de la Antigüedad, la región fronteriza. Alrededor de las colonias griegas del sur y del este se encontraba la punta superior del imperio persa, al oeste los tracios odrisios, y al norte los escitas reales. Era un mundo en el que las normas

culturales fluían continuamente, en donde los sistemas de gobierno variaban muchísimo, en donde el intercambio de

las mercancías de alto valor (quizá como dinero de protección) no se detenía nunca, en el que los límites territoriales

estaban continuamente en disputa, y en donde la identidad étnica y cívica se convertían en un crisol.

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Era un mundo difícil e inestable en el que Atenas tenía que mantenerse cauta para no afectar a su tan importante

suministro de alimentos. Esto quiere decir que había que negociar con cualquiera que pudiera garantizar lo que Grecia necesitara. El oportunismo volvía a ser la contraseña del día.

Una de esas colonias era Panticapea, en la costa norte del mar Negro. La gobernaba un hombre llamado Leucón, el

cual había invadido tierra perteneciente a una serie de tribus locales en el norte para expandir el territorio. Ante los

griegos se hacía llamar archon (magistrado jefe) del Bósforo y Teodosia. Pero ante los nativos era el todopoderoso rey de los sindos, tore-dandarii y psessi. Atenas, no tenía ningún problema en hacer negocios con reyes, o como quisieran

llamarse. Leucón mantenía óptimas relaciones con Atenas, hasta tal punto que la ciudad incluso tenía el privilegio de

ser la primera en disponer de sus barcos cargados, y quedaban exentos del impuesto sobre el grano que imponía la ciudad. A mediados del siglo IV a.C. Leucón llegaría a suministrar más de la mitad de importación anual de grano de

Atenas. Se llegó a un acuerdo similar con otra colonia en la parte meridional del mar Negro, Heraclea Política. Esta

ciudad también había caído en manos de un solo hombre, uno llamado Clearcus. Invitado a volver desde su exilio para tomar el control durante un período limitado y para volver a poner en pie a la colonia, había hecho de sí mismo y de su

familia una monarquía a perpetuidad. Tampoco en este caso Atenas tuvo inconveniente alguno en hacer negocios con

un hombre como ése... o quizá fuera que no le quedaba más remedio. Pero el interés de Atenas no se detenía en el

grano. El otro recurso natural que obsesionaba a los atenienses, y a los griegos en general, eran los metales preciosos. Atenas había descubierto minas de plata allá mismo, en el patio trasero del Ática, durante el siglo anterior, y durante el

siglo IV las explotaría todavía con más intensidad. Pero necesitaba más, y la costa norte del Egeo era rica en

yacimientos no sólo de plata, sino de muchos otros metales preciosos. Con la plata y el oro Atenas podía pagar su grano y todo lo que necesitara. Aunque ahí también había un problema. La costa norte estaba controlada por los

diferentes reinos de Tracia. Atenas, particularmente en este período, apenas disponía de medios seguros para penetrar

en estos territorios tan lucrativos. Como resultado, Atenas pasaría gran parte de este siglo intentando asegurar su presencia allí. A diferencia de muchas otras áreas del mundo griego, en el que los intereses atenienses cambiaban

según el viento oportunista, las ansias por un pedazo del pastel del Egeo del norte serían una constante. La

determinación obstinada de luchar allí, la creencia en que eso era absolutamente necesario, arrastraría a Atenas a un

conflicto con el más poderoso de los estados de la Grecia septentrional, Macedonia, y jugaría un papel importante en las desgracias atenienses.

La búsqueda de grano y de otros recursos naturales también se realizó en el lado opuesto del Egeo, en la costa de

África. Egipto se había acabado, y cada vez caía más profundamente bajo el dominio del rey persa. En el área de lo que hoy es Libia, en cambio, se situaba otra de las ciudades más poderosas de la Magna Grecia del siglo IV: Cirene.

La trayectoria política de esa ciudad había sido la opuesta a la que habían llevado las colonias del mar Negro. En el

siglo anterior se había iniciado como una monarquía, para luego convertirse en una democracia con una asamblea de

10.000. Durante todo el siglo IV esta ciudad iba a hacerse más y más rica gracias a su comercio. Se construyó una arquitectura extremadamente compleja que la distinguía, a pesar de su localización en los márgenes del mundo griego,

con un papel principal en la economía antigua. La ciudad depositaría ricas ofrendas en el santuario de Delfos, y en sus

propias calles exhibiría con orgullo, inscritas en piedra, la lista de las ciudades griegas más importantes a las que había proporcionado considerables cantidades de grano cuando más necesitadas estaban, por las duras cosechas de la década

del 320 a.C. Así, Cirene disfrutaba de un éxito comercial cosmopolita e internacional, y sus ciudadanos viajaban por

todo el mundo antiguo. Aun así su futuro, aislada como estaba en la costa norte de África, atrapada entre Egipto y el todavía poderoso imperio cartaginés, era incierto. Su riqueza y su éxito la convertían también en un objetivo cada vez

más obvio, y al acabar el siglo, cuando el mundo griego empezó a fragmentarse, caería en manos de Egipto.

Mientras los atenienses decidían cómo reaccionar a la victoria tebana en la batalla de Leuctra en el 371 a.C., y qué

hacer exactamente con la Segunda Liga Ateniense que habían construido, el escenario global también debió de ocupar una parte central en sus pensamientos. Los intereses de Atenas, su misma supervivencia, estaban más atados que

nunca a lugares y pueblos de los extremos del mundo griego, a los acontecimientos que allí tenían lugar. El mar Negro

representaba la clave para que Atenas pudiera alimentarse. La costa norte del Egeo era una fuente de riquezas por explotar. La costa norte africana era un centro de cereales y comercio cada vez más importante. En ese mismo siglo ya

había quedado demostrado que todo lo que ocurría en el imperio persa, y particularmente en la costa de Asia Menor,

resultaba crucial para los intereses y el desarrollo atenienses. Sicilia y el mundo occidental griego, particularmente los emplazamientos comerciales como Massalia, -Marsella-, y la población nativa etrusca, en la Italia central, formaban

parte en su totalidad de una economía global en la que resultaba importantísimo que Atenas jugara un papel. Para

mantener sus intereses, sus vínculos y su estatus, Atenas no tenía más remedio que luchar, por todos los medios, para

la consolidación y el incremento de su poder en esas partes recónditas del mundo griego. Esa necesidad de mantener y aumentar la presencia en el escenario internacional venía dada también por el

crecimiento de nuevos poderes en la Grecia central. Todos ellos querían también su parte en el territorio y la riqueza

de los confines del mundo griego. El primero de estos poderes, era Tebas, convertida en esos días en la ciudad más importante de la Grecia continental, y luchaba por romper sus lazos con la Segunda Liga Ateniense para poder crear

su propia área de influencia (pronto iniciaría la construcción de su propia armada para rivalizar con la de Atenas). Pero

el segundo de esos poderes quizá fuera una amenaza todavía más inmediata para Atenas. Al norte de Beocia se situaba

el territorio de Tesalia. Era una vasta extensión de tierra, que ya por tradición se rompía entre los grupos étnicos y las

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ciudades que competían entre sí. Esas disputas estériles habían mantenido a Tesalia inédita en el escenario

internacional durante largos periodos de tiempo. Pero en el 375 a.C. un hombre, Jasón, de la ciudad de Feres, no sólo había conseguido repeler a los espartanos -invasores en su papel de policías de la paz del rey-, sino que también, se las

había ingeniado para que la mayor parte de las ciudades tesalias aceptara su liderazgo. Se convirtió en tagos, el

término tesalio para designar al jefe supremo, de Tesalia. En el 375 esto había sido una buena noticia para Atenas,

puesto que entonces estaba en buenas relaciones con Tesalia, unidos ambos en su rechazo a Esparta. El ejército de Jasón, una combinación de nativos y mercenarios -con más de 20.000 efectivos-, era una fuerza poderosa que detenía

las ambiciones espartanas de empujar hacia el norte. Pero estar en buenas relaciones con Jasón también facilitaba estar

a bien con el tercer poder de la Grecia septentrional: Macedonia. Y a través de ella se disponía de acceso por tierra a los fértiles campos del norte de la costa egea. Sin embargo, corría el 371 cuando Atenas, junto con diversas ciudades

de la Grecia continental, empezó a sospechar que Jasón no iba a contentarse con mantener a raya a los espartanos. Lo

mismo que Tebas, alimentaba ambiciones de supremacía en Grecia. Cuando Atenas rechazó reconocer al mensajero que había ido a informarles de la victoria tebana en Leuctra, fue Jasón de Feres quien respondió a la llamada y envió

tropas. Tamaña concentración de tropas indicaba que el conflicto iba a continuar. Atenas intentó capitalizar la

situación y convocó con urgencia otra conferencia de paz, la segunda en un mismo año. Esparta tenía que acudir, pero

Tebas rechazó negociar. Mirando a su alrededor, los atenienses debían de estar preocupados por el cariz que estaban tomando los

acontecimientos en el período que siguió a la batalla de Leuctra en 371. En esos momentos la que dominaba era

Tebas, y rechazaba negociar la paz, y abanderaba una campaña militar hacia el Peloponeso para atacar a la misma Esparta. Las ciudades de esa región, sometidas durante tanto tiempo a los espartanos, aprovechaban la ocasión que les

brindaba la victoria tebana para rebelarse. Algunas de ellas incluso empezaban a aliarse en sus propias

confederaciones, a imitación del modelo tebano. En la Grecia central, las ciudades de Sición y Argos se consumían en una guerra civil. Jasón de Feres, líder de toda la Tesalia, se había desplazado a los campos de Ares con un vasto

ejército, y mantenía buenas relaciones con Tebas. Su intención era expandir sus bases de poder, y ni Tebas ni Tesalia

se preocupaban en esos momentos por la suerte de Atenas. Sin embargo, los intereses de vista en lo que respectaba al

mundo griego en un sentido amplio, su acceso al mar Negro, a la costa norte del Egeo, al norte de África... Todo esto corría peligro. La Segunda Liga Ateniense empezaba a vacilar, y cualquier movimiento diplomático que hiciera

Atenas, por lo menos oficialmente, tenía que conformarse a los términos de la paz del rey.

Después del 371 a.C. los miembros de la Segunda Liga Ateniense no se renovaron. Cualquier clima de placidez había quedado desfasado en el ambiente de cambios bruscos. La diplomacia del pez resbaladizo, que había mantenido a

Atenas en una situación de dominio sobre muchos compromisos, que le había permitido acumular influencias a partir

de la estructura de relaciones internacionales que rodeaba al rey de Persia, había acabado por dejarla embarrancada en

la orilla, sola, aislada y vulnerable. Atenas necesitaba una nueva estrategia, y la necesitaba enseguida.

La implosión de Grecia.

La era de la supremacía tebana había empezado a continuación de la batalla de Leuctra, en el 371 a.C.. Esparta había quedado rezagada y la política exterior de Atenas no le ofrecía la protección o seguridad deseadas. Jasón de Feres, en

esos momentos el líder de toda Tesalia, se cernía sobre la Grecia central con un gran ejército. La guerra civil se había

declarado en diversas ciudades del continente griego al tiempo que las facciones que favorecían o se oponían a la hegemonía tebana luchaban por hacerse con el control. El gran imperio persa, por su parte, vigilaba el devenir de los

acontecimientos desde el otro lado del mar Egeo con interés depredador. En el 370 a.C., cuando Jasón, el líder de

Tesalia, porfiaba por estrechar su dominio en la Grecia central tras presidir los importantes juegos atléticos que habían

tenido lugar en Delfos, no muy lejos de los campos de Ares, fue asesinado. Había sido su propio primo, que ocupó su lugar: Alejandro, el nuevo líder supremo de Tesalia. Al mismo tiempo que la sangre se vertía entre los tesalios, los

tebanos aprovechaban la ventaja de su nuevo dominio en Grecia para expandir su círculo de influencia. Los dos héroes

de Tebas -Pelópidas y Epaminondas- estaban en pie de guerra. Pero ninguno de estos dos héroes podía saber que Leuctra iba a ser la última gran batalla en campo abierto en la que uno lucharía al lado del otro.

Al norte asesinaban a Jasón de Feres, y Epaminondas y Pelópidas decidían llevar la lucha hacia el sur, hacia las

mismas puertas de Esparta. Toda la parte meridional de Grecia, el Peloponeso, que había permanecido bajo el estricto control de Esparta, empezaba a venirse abajo en esos días. Las ciudades, percibiendo la debilidad espartana,

aprovechaban la ocasión para rebelarse, declararse libres y formar sus propias alianzas. Poco después de Leuctra había

nacido una nueva confederación arcadia, en el Peloponeso central. La fórmula política del federalismo se extendía

merced a vientos del sur, y el mapa político de Grecia se dibujaba de nuevo. Esas ciudades y confederaciones veían sus fuerzas redobladas por el apoyo que suponía la presencia imponente de Pelópidas, Epaminondas y sus tropas en el

mismo Peloponeso. La ciudad de Mantinea, que años antes se había visto destruida y reducida a una seria de casuchas

dispersas por la acción de Esparta (irónicamente con ayuda tebana), se reconstruía lentamente con al apoyo de Tebas. La Mantinea que emergió, era mayor y más fuerte que nunca. Fue uno de los grandes logros arquitectónicos del siglo.

Una nueva ciudad fortificada en el Peloponeso, un testamento visible de la caída de Esparta, se erigió desafiante en el

paisaje.

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Del mismo modo que creaban, Pelópidas y Epaminondas también destruían. Su progresivo avance hacia el sur, hacia

el ombligo del Peloponeso, en el invierno del 370 a.C, asoló la tierra que pisaban. Nunca, o cuando menos raramente, se había desplegado una maquinaria militar tan extensa en los rigores de pleno invierno. Los últimos meses del 370

a.C. se convertían en el frío inicio del 369 a.C. cuando el ejército tebano, que parecía imparable, continuaba su marcha

hacia el sur hasta que llegó a las puertas de la misma Esparta. Cuando las fuerzas tebanas formaban en los terrenos

contiguos a la ciudad, nadie sollozaba más que el rey espartano, Agesilao. Había sido el hombre a quien habían empujado al trono, que había arrastrado a Esparta a la guerra en Asia Menor y Grecia central, que se había apropiado

de la paz del rey para intimidar a toda la Grecia central, que había forzado la creación de un gobierno marioneta en

Tebas, que había fracasado en la contención del levantamiento tebano, que había perdido la paciencia en las negociaciones del 371 a.C., que había tachado a Tebas del tratado de paz y que así había precipitado el gran

enfrentamiento entre Tebas y Esparta en Leuctra. Las fuerzas tebanas se reunían a sus puertas, y Agesilao sabía que

había sido en gran medida responsable de la llegada de un día así. Se enfrentaban a la angustiosa certidumbre de que la guerra ya no era algo que ocurría en la distancia, sino que la violencia podía golpear incluso en el corazón de la

comunidad más protegida. Y sin embargo, con toda la fuerza desplegada por Tebas, la ciudad de Esparta no cayó ese

invierno. Mantuvo su muralla y se salvó de la humillación final. Pero Epaminondas y Pelópidas podían infligirle

muchos otros daños. Esparta había dependido de la población de griegos que rodeaban la ciudad, a los que siglos antes había reducido a la esclavitud. Estos esclavos, los ilotas, del área de Mesenia, ansiaban rebelarse contra sus amos, y el

ejército tebano les proporcionaba la cobertura necesaria para hacerlo, Pelópidas y Epaminondas no tomaron la ciudad

de Esparta ese invierno, pero cambiaron sus vidas irrevocablemente. Mesenia era libre -Esparta había perdido a sus esclavos ilotas-, y en un espacio de tiempo increíblemente corto, se creó una nueva ciudad amurallada de Mesena que

rivalizaba con otra construcción reciente, el recinto fortificado de Mantinea. Esparta no pasó en toda su historia

invierno más aciago que el del 370 al 369 a.C. Perdió su orgullo, sus esclavos, y casi su propia ciudad. En cuestión de años se vio rodeada por diversas ciudades fortificadas que crearon una sólida cadena para impedir más avances de los

espartanos hacia el norte. Esparta estaba encajonada y aislada en el extremo sur de Grecia. Su acceso a los campos de

Ares había quedado cerrado. Por primera vez se le imponían la soledad y la incomunicación.

Ese invierno, había sido más exitoso que nunca para los tebanos. Lo que hace que todavía llame más la atención el proceso al que se tuvieron que enfrentar Pelópidas y Epaminondas al volver a Tebas. El caso que les llevaba ante el

tribunal era un tecnicismo jurídico. Como la campaña que habían llevado a cabo se había prolongado durante el

invierno, no habían vuelto a Tebas a finales del 370 a.C. para ser reelegidos generales durante el año siguiente. Cuando se encontraban en pleno éxito en el Peloponeso, según su acusador, habían tenido que detenerse, volver a su

ciudad, ser reelegidos oficialmente, y a continuación habrían podido proseguir con su campaña. Su acusador era nada

menos que uno de los compañeros de la rebelión tebana del 379 a.C., irritado por la gloria que acaparaban Pelópidas y

Epaminondas. El asunto era lo bastante serio, por mucho que se tratara sólo de un error de procedimiento, para que lo considerara un tribunal tebano. Según Plutarco, en cambio, Epaminondas, miró a los ojos a los jueces. Admitió que

había roto las reglas, y pidió que se le aplicara la pena máxima de muerte y una lápida en la que se detallaran sus

servicios a Tebas: arrasamiento de Esparta y el Peloponeso, liberación de los ilotas, edificación de Mesena, reconstrucción de Mantinea, y auxilio para que pudiera organizarse la confederación arcadia, sin olvidar que había

devuelto a los griegos su libertad. Los jueces del tribunal empezaron a reírse por la absurdidad del caso y abandonaron

la sala sin siquiera considerar la votación de una absolución. Epaminondas podía hacer lo que le viniera en gana. Lo que Epaminondas quería era luchar, pero con Pelópidas a su lado ya no. El hecho es que tras el invierno del 370 al

369 a.C. nunca volvieron a salir juntos en campaña. En lugar de eso, cada uno creó sus propias esferas de influencia.

Pelópidas hacia el norte y Epaminondas hacia el sur. Éste, después de que le absolvieran en primavera de 369 a.C.,

volvió a invadir el sur en el verano de ese mismo año. Pero en el corto período que había transcurrido desde su campaña victoriosa de invierno, su presencia en los tribunales y su vuelta al sur, el equilibrio de poder en Grecia había

vuelto a cambiar. La cuestión era que Atenas estaba tan asustada por la demostración de fuerza militar de Tebas que

una vez pasado el invierno, y en su lucha por dar con una nueva política exterior, se había asociado con la única ciudad que podía responder a sus insinuaciones: su vieja archienemiga, la igualmente apurada y aislada ciudad de

Esparta. Cuando volvió en el verano del 369 a.C., Epaminondas se encontró con un ejército combinado de atenienses

y espartanos dispuestos a cortarle el paso. Ese año no consiguió ir tan hacia el sur, y las hogueras de sus campamentos no lograron mancillar la vista de las mujeres espartanas, seguras en el interior de sus murallas.

Pelópidas, hacia el norte, tenía un trabajo que ya de entrada, era más arduo. Jasón, el anterior líder de Tesalia, con el

que Tebas había estado en buenas relaciones, había sido asesinado, y su primo Alejandro le había sustituido en el 370

a.C. Algunas ciudades de Tesalia habían aprovechado la ocasión brindada por la crisis de sucesión para rebelarse contra la nueva tendencia de reunir toda Tesalia bajo un solo líder. Así, Tesalia se dividió en dos campos, uno

encabezado por la ciudad de Feres (cuna tanto de Jasón como de Alejandro), y otro liderado por la ciudad de Larisa,

más hacia el norte, cerca de la frontera con Macedonia. Las opciones de Larisa eran limitadas, de manera que la ciudad se volvió hacia Macedonia para solicitar ayuda contra el poder militar de Feres. El rey macedonio, que también

había subido al trono en el 370 a.C., envió tropas para protegerles. De ahí la cuestión que debía de acuciar a Pelópidas

mientras avanzaba hacia el norte, en el 369 a.C. ¿a qué bando iba apoyar, a Alejandro, el sucesor de Jasón, manchado

de sangre, o a la rebelde ciudad de Larisa, con su valedor macedonio? La respuesta, por lo menos de momento, fue

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Alejandro. Marchando hacia el norte, forzó al recién coronado rey macedonio a salir de Tesalia e incluso consiguió

llegar a un acuerdo según el cual Macedonia se convertía oficialmente en aliada tebana. Como garantía de la paz, Pelópidas le pidió rehenes al rey macedonio. Así fue como a finales del 369 a.C. cierto joven macedonio de la nobleza

llamado Filipo, fue escoltado junto con un grupo de otros rehenes de alto valor a Tebas. Una vez allí, hospedaron a

Filipo en la casa de uno de los generales tebanos, Pamenes, quien a su vez era un amigo cercano nada menos que del

gran Epaminondas. Durante los siguientes tres años el joven vivió con el general tebano y tuvo la oportunidad de estudiar y de idolatrar a Epaminondas muy de cerca. Nadie podía sospechar que en el corazón de Tebas, atento a sus

debates políticos, militares y religiosos ávido de esa fuente de costumbres y valores de la Grecia central, hábil en el

establecimiento de relaciones con las personas, que de verdad importaban, se formaba un joven que en un plazo de treinta años iba a mandar sobre todos ellos: el rey Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno.

Mientras Tebas mantenía a Filipo a recaudo como rehén en Grecia central, Macedonia, como Tesalia, estaba en el

centro de una violenta lucha por el poder que bien podría haber llevado a Filipo a la muerte. El rey macedonio qué había convenido en un trato con los tebanos fue asesinado a comienzos del año siguiente por otro hombre que iba a

transformarse en rey a su vez. Este asesinato, se decía en Grecia central, había sido todavía más turbio que el que

había acabado con la vida de Jasón. El nuevo pretendiente al trono macedonio, un hombre llamado Tolomeo, había

llevado a cabo el asesinato solamente con la ayuda de la propia madre del rey anterior, que a su vez era la amante de Tolomeo. Tebas tenía que tomar una decisión... O más bien quien tenía que decidirse era Pelópidas. ¿Continuaba

apoyando a Alejandro de Feres, el tesalio, y vengaba al rey de Macedonia asesinado, con el que había negociado en

buenos términos, o no? De vuelta hacia el norte a comienzos del 368 a.C, Pelópidas decidió poner a prueba la fuerza de Macedonia y de su nuevo dirigente. Disponía de hombres bregados en la batalla, y de muchos mercenarios. Pero el

nuevo rey macedonio, Tolomeo, gracias a la fertilidad y riqueza de las tierras de Macedonia, disponía de dinero en

efectivo, y los mercenarios se guían por el dinero, no por las causas. Tolomeo sobornó generosamente a los hombres de Pelópidas cuando avanzaban hacia él, de manera que cuando los dos ejércitos estuvieron frente a frente Pelópidas

comprobó que el número de sus tropas había disminuido ostentosamente y que estaban al descubierto. No tuvo más

alternativa que negociar una tregua y volver a Tebas. La magia se estaba desprendiendo de la corona de héroe de este

tebano. Pelópidas no se había limitado a volver a casa. En realidad había negociado un cambio de bando. En el invierno de aquel mismo año, 368 a.C., Pelópidas y el grueso del ejército tebano volvían a marchar hacia el norte, pero

esta vez no iban a atacar Macedonia, sino a su viejo aliado, Alejandro de Feres. Una vez más, el equilibrio del poder

había dado un repentino bandazo. Alejandro era un hombre brutal, cruel: ni siquiera Platón intentaba reformarle. Incluso había convertido la espada con la que había matado a su tío, Jasón, en un objeto de culto religioso. Un hombre

así, antes aliado de Tebas, se había convertido en su enemigo. Pelópidas, sin duda avergonzado por tener que atacar a

Alejandro después de su fracaso ante el nuevo rey macedonio, no estaba en las mejores condiciones para enfrentarse a

semejante personaje. No tardó mucho en verse capturado por ese sádico dirigente. Encarcelado en Feres, Pelópidas se enfrentaba a la perspectiva no sólo de una muerte violenta y cruel, sino al final de su reputación como general tebano

heroico y triunfador. Le envió un mensaje a Alejandro en el que le pedía que se apresurara, que corriera a torturarle.

Alejandro, maravillado de que alguien ansiara sentir tanto dolor, le preguntó por qué tenía tanta prisa en morir. «Para que tú perezcas antes y más en la ira de los dioses, al hacerte todavía más odiado por ellos de lo que ya eres.»

Mientras esperaba que se cumpliera su suerte Pelópidas no perdió el tiempo e hizo cuanto estuvo en su mano para

ayudar a los dioses en su futura venganza sobre Alejandro. Aprovechó la oportunidad para hacerse «amigo» de la esposa de Alejandro (y sí, es extraño que le permitieran siquiera acercarse a ella) y llenar su ánimo «de ira, de encono

y de despecho» hacia él. Pero logró que más adelante asesinara a su propio sádico esposo. De este modo Pelópidas,

mientras esperaba la muerte, había conseguido firmar de la manera más inusual la orden de ejecución de su verdugo.

La velocidad de los acontecimientos en Grecia parecía haberse intensificado en los primeros años de la década del 360 a.C., pero la situación no estaba clara. Esparta, ceñida por nuevas ciudades fortificadas, era en esos momentos la

aliada de Atenas, lo que retenía a Tebas a la hora de causar más daños en el Peloponeso. Tesalia, que había sido la

aliada de Tebas, se había convertido en su enemiga, y había capturado a uno de los héroes tebanos más ilustres: Macedonia, con su truculenta sucesión de líderes, era un amigo poco fiable. Volviendo a Tebas, los enemigos de

Pelópidas y Epaminondas, intentaban de nuevo obstaculizar el camino de los héroes en su lucha por la supremacía

tebana. Epaminondas había vuelto a pasar por un tribunal bajo la acusación de permitir el paso de tropas espartanas sin aniquilarlas, y todo porque era amigo del comandante espartano. Esta vez parece que la acusación tenía su

fundamento, puesto que Epaminondas, el gran héroe, fue degradado, y de general beocio pasó a ser soldado raso.

Tebas, a finales del 368 a.C. se había quedado sin ninguno de sus más dotados generales y sin ellos el futuro parecía

algo más incierto. Esta incertidumbre, esta sensación de que todas las ciudades griegas estaban atrapadas en un torbellino diplomático y militar del que nadie sabía cómo salir, llevó a muchas de ellas a buscar una manera de detener

ese proceso. En el 368 a.C, se convocó una conferencia de paz en Delfos a instancias nada menos que del mismo rey

de Persia. La elección del lugar ya era reveladora en cuanto a las intenciones de la conferencia. Con anterioridad las reuniones cuyo objetivo eran los acuerdos de paz habían tenido lugar en la ciudad que en ese momento era la más

fuerte de Grecia. Pero en esta ocasión no se celebraba en ninguna ciudad sino en territorio neutral: el santuario de

Delfos, el hogar de los dioses. Y no sólo era territorio neutral, sino que el santuario poseía una presencia

extremadamente poderosa e imponente en ciudades y estados de todo el mundo, fueran o no griegos. Una llamada para

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una conferencia de paz en Delfos no podía ignorarse. Geográficamente, Delfos estaba situada cerca de los campos de

Ares, en el núcleo de la Grecia continental. Las creencias ancestrales hacían de Delfos el omphalos -el ombligo- de todo el mundo antiguo. En el 368 a.C. resonó la llamada del rey persa a las ciudades y los estados griegos para que

volvieran al centro neutral, poderoso, físico y mítico del mundo griego. Se ponía en juego la mejor baza para evitar

que Grecia se precipitara a una velocidad todavía mayor hacia un choque inevitable del que las armas, los cuerpos y

los sueños saldrían retorcidos, irreconocibles. Si así no se conseguía poner orden, nada lo lograría. La conferencia de paz, a pesar de los esfuerzos denodados de Delfos, de sus gobernantes y del rey de Persia, ansioso

por lograr la paz en la región (aunque solamente fuera en su propio provecho), fue un desastre. Esparta, pidió que se le

devolvieran los esclavos ilotas; y se obligara a Beocia a disolver su confederación. Eran peticionas insultantes, sobre todo si se consideraba la débil posición que en esos días sustentaban los espartanos. Tebas se limitó a abandonar la

conferencia. Parecía cada vez más claro que las ciudades de Grecia eran incapaces de resolver sus diferencias. En un

mundo en el que las normas de comportamiento obligaban a cada hombre y a cada ciudad a beneficiar a sus amigos y a perjudicar a sus enemigos, ninguna de ellas tenía el poder suficiente para imponer su voluntad a los demás, y

ninguna podía establecer esferas de influencia, ni mantener sus límites. Las ciudades de Grecia parecían atrapadas en

un modelo político y de relaciones internacionales que acabaría inevitablemente en una autoimplosión. Con las

posibilidades de un acuerdo de paz bloqueadas, sólo había una manera de salir adelante: todos se volvieron hacia el rey persa. Quien lograra su apoyo dispondría de la autoridad y de la fuerza para imponer su voluntad sobre Grecia. La

rabiosa salida de las negociaciones por parte de Tebas había molestado lo bastante al rey persa como para que

devolviera su apoyo a Esparta. Pero en lugar de enviar una fuerza suficiente para asestar un golpe mortal, el rey persa envió una mísera oferta de 2.000 mercenarios. No bastaba para una victoria decisiva... Solamente bastaba para

asegurar que la disputa, cada vez más agria, prosiguiera. Como resultado, tras la celebración de la conferencia de paz

Tebas se veía abocada a una ronda todavía más frenética de actividad militar y diplomática, en un esfuerzo desesperado por recuperar su menguante supremacía. Tesalia, después de encarcelar al líder tebano, había establecido

alianzas con Atenas y a su vez con Esparta. La totalidad de Grecia volvía a estar aliada contra Tebas, cuyo primer

movimiento fue intentar liberar a su querido general encarcelado en Tesalia. Sin embargo, la primera fuerza que envió

al norte para desafiar a Alejandro de Tesalia falló de manera vergonzosa en su intento de liberar a Pelópidas de sus cadenas. Entre la tropa se encontraba el degradado Epaminondas, que había observado cómo los generales

desperdiciaban la ocasión. En el plazo de unos meses, Tebas se vio obligada, para salvar la cara ante Tesalia, a

tragarse sus palabras de censura y reinstaurar a Epaminondas como general. Éste dirigió una campaña para liberar al que había sido su amigo del alma. Epaminondas podía ser un general rápido como un rayo, tal como había demostrado

en sus avances vertiginosos y en sus campañas constructoras de ciudades en el Peloponeso en el 369 a.C. Pero esta vez

demostró también que era un maestro en el despliegue de movimientos más lentos y sutiles. A sabiendas de que sus

fuerzas estarían en desventaja frente a la maquinaria brutal de Alejandro de Tesalia en combate abierto, se acercó lentamente, dejando que el temor a su nombre causara estragos entre las filas tesalias. Ni siquiera Alejandro se mostró

inmune a los efectos de esta campaña orquestada de desgaste psicológico. Epaminondas había controlado mentalmente

su camino hasta la victoria. El recién liberado Pelópidas volvió a Tebas y casi inmediatamente le enviaron en misión diplomática a Persia. Todos surcaban el mar Egeo para presentar a sus embajadores en la corte persa y así ganarse el

favor del rey. Pelópidas, que nunca se había distinguido por su filosofía ni por su conversación intelectual, era sin

embargo un experto en hacer que los demás se sintieran cómodos. Con tan portentosas facultades anuló la consideración que los demás embajadores pudieran merecerle al rey, y le persuadió de que diera otro giro radical en su

política. Persia volvía a apoyar a Tebas, que iba a intentar llevar la paz a Grecia. Esparta no recuperaría a sus ilotas, y

Atenas se vería forzada a mantener su creciente flota fuera de los mares. Eso que llamaban «la paz de Pelópidas»,

estaba condenada al fracaso. Sus términos eran desfavorables en extremo para Esparta y Atenas, que no iban a aceptarlos a menos que se vieran absolutamente forzadas a hacerlo, es decir, si se enviaba una enorme fuerza invasora

persa, pero ésa no era una posibilidad que el rey persa contemplara. Ni siquiera envió apoyos militares inmediatos

como respaldo al acuerdo de paz. A Pelópidas no le quedaba más opción que volver a Grecia, anunciar los términos y decirles a todos que los aceptaran. Claro está que Atenas y Esparta se negaron enseguida. La implosión de Grecia

seguía en curso. El rechazo de esa paz de Pelópidas, una paz que ni era aceptable ni se podía cumplir, provocó un

rápido desencadenamiento de acciones militares en Grecia. Epaminondas lanzó inmediatamente una nueva campaña contra el Peloponeso. Obligó a las principales ciudades de la entrada a esta región, en el Istmo, el punto más estrecho

de Grecia, el área alrededor del canal de Corinto, a que se sometieran al dominio tebano. Siempre hacia el sur,

prometió apoyo a la novísima confederación arcadia formada en el 369 a.C., y contribuyó a la construcción de otra

ciudad amurallada que les pudiera hacer de capital. Esta ciudad se llamó Megalópolis, la «gran ciudad». Esparta estaba cercada por una cadena reforzada de ciudades recién construidas muy fortificadas y dotadas de atalayas. En el

transcurso de un año, Epaminondas había obligado a Esparta a aceptar de una vez por toda: la independencia de

Mesenia, en cuya área los espartanos habían cultivado su población esclava de ilotas. La supremacía de Tebas parecía asegurada una vez más. Sin embargo, la satisfacción tebana duró poco. En demasiadas partes de Grecia se sucedían

asuntos que imposibilitaban que su dominio del poder fuera permanente. Al mismo tiempo que Epaminondas obtenía

su triunfo en el Peloponeso hacia el sur, Atenas chocaba con Macedonia y Tesalia por los derechos de las ciudades en

la costa norte del Egeo, esa tierra fértil y rica de la que Atenas, con beligerancia y terquedad, siempre quería, una parte

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del pastel. Desde Atenas se enviaban constantemente misiones navales militares hacia el norte, al tiempo que los

macedonios, tesalios, atenienses, tracios e incluso persas entraban y salían de alianzas de unos con otros y con las tres plazas más codiciadas, Olinto y Anfípolis al oeste y la península del Quersoneso hacia el este. Al mismo, tiempo, el

trono macedonio volvía a precipitarse en una crisis a causa de un nuevo asesinato y de otra disputa por el poder. Y al

mismo tiempo la posición del rey persa era poco estable por los inicios de una revuelta en su contra. La revuelta

centraba alrededor de las ciudades de la costa de Asia Menor, de manera que, igual que había ocurrido con Ciro a inicios del siglo, los soldados griegos se empleaban como mercenarios, y también se obligaba a las ciudades griegas a

tomar partido y escoger si apoyar o no la rebelión. A mediados del 360 a.C. debía de parecer que la totalidad del

mundo antiguo ardía: las ciudades luchaban en un número de frentes cada vez mayor, intentaban mantenerse al día y tomar las decisiones adecuadas ante un mundo que cambiaba rápidamente y en donde, a pesar de que algunas batallas

podían ganarse en una hora, y de que las alianzas podían cambiar en un lapso todavía menor. El mundo griego giraba

en una espiral sin control. En el año 364 a.C. parecía que Tebas estaba sumida en una actividad todavía más frenética que nunca. Pelópidas, recién llegado de su misión como embajador en Persia, dirigió otra invasión hacia el norte,

contra su viejo adversario y carcelero Alejandro de Tesalia. Su misión, en realidad tenía que ver tan sólo con la

venganza personal. De modo diferente a Epaminondas, que había eludido a Alejandro, que había evitado el contacto

con él y que había permitido que la guerra psicológica hiciera su trabajo, Pelópidas se enfrentó en combate abierto con Alejandro en las cercanías de su ciudad de Feres. Se quedó con pocos hombres, porque los malos augurios habían

precedido la batalla y la mayor parte de los efectivos del ejército tebano habían declinado participar en ella. Sólo

contaba con los más valientes, con los temerarios. La estrategia correspondía a la mentalidad de sus hombres. La batalla fue furiosa y Pelópidas solamente tenía un objetivo: Alejandro. Se lanzó hacia él en un movimiento de todo o

nada, pero los guardaespaldas de Alejandro le derribaron. A pesar de que los tebanos ganaron esa batalla, Pelópidas, el

héroe de la rebelión tebana y uno de los arquitectos de la grandeza tebana, había muerto. De las ciudades, luego que corrió la nueva, vinieron las autoridades y con ellas los mancebos, los muchachos y los sacerdotes, para recibir el

cuerpo, trayendo para adornarle trofeos, coronas y armaduras de oro. Llegado el momento de haberse de conducir el

cadáver, adelantándose los tesalios de más provecta edad, pidieron a los tebanos que les permitieran darle sepultura.

Pelópidas consiguió al morir lo que nunca había podido lograr en vida; había conseguido que las ciudades de Grecia se pusieran de acuerdo. Pero ese acuerdo no iba a durar mucho. En el mismo año en que Pelópidas moría combatiendo en

Tesalia, Epaminondas, de vuelta tras su última carga en el Peloponeso, se embarcaba en la armada tebana recién

construida (con dinero persa) aprovechando la ventaja de la posición cada vez más precaria de Atenas en la costa norte del Egeo, alrededor del mar Negro y en la costa de Asia Menor, para inquietud de los intereses atenienses en la región.

Su objetivo: las ciudades, que técnicamente seguían siendo aliadas de Atenas como parte de la Segunda Liga

Ateniense. La flota fue bienvenida en ciudades clave como Bizancio, Quíos y Rodas. Pero nadie quería actuar

abiertamente contra Atenas. Los aires de cambio circulaban alrededor del Egeo demasiado rápido para cualquiera de estas ciudades como para arriesgarse a comprometerse, con uno solo de los poderes que luchaban por la supremacía.

Al mismo tiempo que Epaminondas surcaba las aguas egeas, la atención de Tebas volvía a situarse en las cercanías del

hogar. La ciudad, beocia de Orcómeno, que tradicionalmente había sido una archienemiga de Tebas, volvía a azuzar el resentimiento contra la ciudad. Los tebanos, tensos, arremetieron contra ellos, atacaron Orcómeno, mataron a sus

soldados, ejecutaron a todos sus hombres y vendieron a sus mujeres y niños como esclavos. En la ciudad no quedó

piedra sobre piedra. Tebas se volvía desesperada y violenta en su intento de sostener las precarias riendas del poder. Pero sus acciones sirvieron solamente para que aumentara el público que aguardaba para asistir a la caída definitiva.

Los nubarrones de una batalla decisiva por el liderazgo de Grecia volvían a concentrarse. Menos de diez años después

de la batalla de Leuctra, las ciudades de Grecia volvían a andar a la caza.

Hacia el 363 a.C. parecía claro dónde iba a tener lugar el enfrentamiento. La confederación arcadia en el Peloponeso, que en sus inicios habían apoyado los tebanos, se había metido en problemas. Por un exceso de ambición había

entrado en conflicto con la ciudad de Élide, que tenía a su cargo el santuario internacional de Olimpia y sus

prestigiosos Juegos Olímpicos. Los arcadios habían llevado al campo de batalla la propiedad del santuario, y la lucha se había adentrado incluso en el recinto sagrado. Pero el problema no era tanto la batalla por el santuario como los

medios que habían utilizado los arcadios para financiarla. Habían echado mano de las dedicatorias en metales

preciosos, los ofertorios de mármol y plata y oro, materiales que se habían congregado en el recinto sagrado durante siglos como ofrenda a los dioses... para pagar a soldados mercenarios. Esto constituía una extralimitación sacrílega. La

ciudad de Mantinea, una de las ciudades amuralladas que Tebas había contribuido a reconstruir en la primera parte de

esa misma década, interpeló a los arcadios a propósito de este mal uso del santuario y de sus riquezas. El conflicto

local pronto se convirtió en crisis nacional. Tebas apoyaría a los arcadios y su confederación. Esparta y Atenas apoyarían a Mantinea. La nueva batalla por el liderazgo de Grecia tendría lugar en la región en la que Tebas había

intentado formar durante los últimos años una contención a las ambiciones de Esparta para así asegurar la paz.

En julio del 362 a.C. Epaminondas formó a sus tropas en Mantinea. Había llevado consigo al resto de los aliados de la Grecia central (incluido el recientemente vencido Alejandro de Tesalia). Alineadas contra él estaban, las ciudades de

Mantinea, Esparta (que seguía bajo las órdenes del ya anciano Agesilao) y Atenas. Epaminondas disponía de unos

30.000 soldados, y sus enemigos, de 22.000. Era uno de los despliegues más grandes. Epaminondas, el héroe tebano,

se colocó a la cabeza de sus tropas. Instruyó a la caballería para que levantara una polvareda de manera que el

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enemigo no pudiera distinguir la disposición de las tropas y las tácticas. Pero confiado en la estrategia que le había

dado la victoria en Leuctra nueve años antes, se colocó con sus tebanos en el ala izquierda, la de la mala suerte. De nuevo frente al viejo enemigo espartano, condujo a sus tropas a la batalla que decidiría la suerte de Grecia.

Jenofonte, el ateniense que había partido como el rico y joven aventurero para luchar por el persa Ciro, el que después

había conducido a los 10.000 griegos fuera de Asia, el hombre que se había mudado a Esparta y que había hecho que

sus hijos aprendieran según el sistema educativo espartano, el hombre cuyo hogar estaba a menos de 60 kilómetros del campo de batalla en Mantinea, acababa la historia de Grecia que escribió cuando ya era un anciano con la descripción

de esta batalla. Pero no le lleva a hacerlo el pensar que allí se habían desvelado finalmente las relaciones de poder en

Grecia. De hecho, es justo lo contrario. Jenofonte acaba la narración lleno de desesperanza: «Había mayor confusión y desorden en Grecia tras la batalla del que antes existía. Quizás alguien quiera escribir sobre lo que ocurrió después.»

Epaminondas había muerto en la contienda, quizás a manos del propio hijo de Jenofonte. Ambos bandos se las habían

ingeniado para ocultar diferentes partes de sus frentes de batalla. Ninguno podía asegurar quién había ganado en realidad. En plena confusión, ambos bandos habían erigido monumentos en un intento de reivindicar la victoria.

Ambas partes volvieron a casa con poco resuelto. El sacrificio de vidas humanas había sido enorme, porque Grecia

había girado sin control y se había producido una autoimplosión en una contienda armada sin sentido en Mantinea.

Según la lápida de la tumba de Epaminondas, había contribuido a que toda Grecia ganara libertad e independencia. En el 362 a.C., cuando los griegos aturdidos y cansados por la batalla volvían a sus casas, la libertad y la independencia

parecían premios amargos que, en lugar de ser portadores de paz, habían dado lugar a una guerra sin fin. Jenofonte, ya

convertido en un hombre mayor y amargado, había dejado caer su pluma asqueado por lo que Grecia había hecho consigo misma.