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VOX POPULI VOX DEI (Cuento) Jorg e Prieto Barrós 1 En un ignoto y recóndito pueblo del Reino de la Fantasía, vivía un alegre molinero viudo, cuya extinta esposa le había dejado un solo pero maravilloso regalo: un hermosísimo niño de blanca piel y dorada cabellera, de ojos como el cielo y sonrisa como el sol, de alto, esbelto y fornido cuerpo. Ya desde pequeño, las mujeres de toda edad se hacían lenguas de tanta hermosura. No había ninguna madre de niñas que no concibiera el propósito de tenerlo como yerno cuando Celso Albaicín (éste era su nombre) llegara a la adolescencia y, muchas de ellas, ya habían intentado innumerables veces, presentar la propuesta a Cándido, su padre, estando Celso aún en la edad infantil; es decir: lograr la firma de un contrato común en el que, cada madre, ofrecía para el niño, la hija que Cándido creyera conveniente, la que pudiera ser el mejor partido para su hijo. Había incluso familias de considerable fortuna que ofrecían una generosa dote para cuando Celsito y alguna de sus niñas estuvieran en edad casadera; pero Cándido, que de tal sólo tenía el nombre, fue rechazando una a una tantas propuestas a cual más espléndida. -Celso es un niño –contestaba invariablemente- y, por lo tanto, aún falta bastante tiempo para que esté en edad de contraer esponsales. Lo mismo pasa con vuestras niñas. No podemos pactar contratos matrimoniales de antemano y menos sin el consentimiento de los futuros contrayentes. Yo no soy rico, aunque tengo un modesto pero buen pasar y tampoco me quitan el sueño desmedidas ambiciones de riqueza. Me conformo con que la suerte no me quite la mediana situación en que vivimos. Más me preocupa que mi querido hijo, llegada su edad, forme hogar con la mujer de la cual se enamore y le corresponda. Para mí el amor tiene mucha más importancia que la riqueza y es el fundamento de toda pareja y todo hogar. Si la suerte quiere que, junto al

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VOX POPULI VOX DEI (Cuento) Jorge Prieto Barrós 1

En un ignoto y recóndito pueblo del Reino de la Fantasía, vivía un alegre molinero viudo, cuya extinta esposa le había dejado un solo pero maravilloso regalo: un hermosísimo niño de blanca piel y dorada cabellera, de ojos como el cielo y sonrisa como el sol, de alto, esbelto y fornido cuerpo. Ya desde pequeño, las mujeres de toda edad se hacían lenguas de tanta hermosura. No había ninguna madre de niñas que no concibiera el propósito de tenerlo como yerno cuando Celso Albaicín (éste era su nombre) llegara a la adolescencia y, muchas de ellas, ya habían intentado innumerables veces, presentar la propuesta a Cándido, su padre, estando Celso aún en la edad infantil; es decir: lograr la firma de un contrato común en el que, cada madre, ofrecía para el niño, la hija que Cándido creyera conveniente, la que pudiera ser el mejor partido para su hijo. Había incluso familias de considerable fortuna que ofrecían una generosa dote para cuando Celsito y alguna de sus niñas estuvieran en edad casadera; pero Cándido, que de tal sólo tenía el nombre, fue rechazando una a una tantas propuestas a cual más espléndida.-Celso es un niño –contestaba invariablemente- y, por lo tanto, aún falta bastante tiempo para que esté en edad de contraer esponsales. Lo mismo pasa con vuestras niñas. No podemos pactar contratos matrimoniales de antemano y menos sin el consentimiento de los futuros contrayentes. Yo no soy rico, aunque tengo un modesto pero buen pasar y tampoco me quitan el sueño desmedidas ambiciones de riqueza. Me conformo con que la suerte no me quite la mediana situación en que vivimos. Más me preocupa que mi querido hijo, llegada su edad, forme hogar con la mujer de la cual se enamore y le corresponda. Para mí el amor tiene mucha más importancia que la riqueza y es el fundamento de toda pareja y todo hogar. Si la suerte quiere que, junto al amor, se entronice la riqueza, no me voy a oponer, pero desde ya creo que, en todo caso, tal cosa es una excepción y no la regla. Pienso que es más factible que la riqueza, sobre todo si es excesiva, pueda desbaratar el amor más que fortalecerlo. Así, las ambiciones de las familias adineradas se veían frustradas y no faltaban lenguas viperinas que divulgaran, eso sí, siempre en secreto, especies infamantes contra Cándido Albaicín, atribuyéndole desmedidas ambiciones de riqueza, diciendo que quería dejar pasar el tiempo en busca de la mejor dote posible. No faltaron entre las interesadas (familias de rancio abolengo algunas de ellas) que ambicionaban a Celso como yerno aunque el chico procedía tan solo de humilde estirpe; pero era tan hermoso, tan esbelto, tan luminoso y alegre, que estaban dispuestas a hacer la vista gorda en este aspecto, pues pensaban que, con su elevada fortuna, podrían lograr para él un título nobiliario y, hasta quizás, que el Rey se dignara armarlo caballero.

Mientras tanto Celsito gozaba su infancia en plenitud y, orientado por su padre, iba acumulando virtudes de incalculable valor moral: sincero en la amistad, desprendido en la ayuda al desvalido tan necesitado de ella, cariñoso con todo el mundo y envueltas todas sus acciones y reacciones en un humanísimo candor, del cual sabían aprovecharse algunos espíritus malignos y egoístas. El padre lo prevenía a Celsito, que ya contaba diez años, acerca de tales pretendidos amigos diciéndole que, con su natural bondad, no los creyera sinceros y leales a todos por igual; que, a nuestro pesar, hay mucha maldad en el mundo.

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Celsito sonreía ante las prevenciones del padre, pues él sabía de sobra lo que éste le aconsejaba ya que, además de belleza y bondad, contaba con una inteligencia prodigiosa que era la envidia de muchos que se fingían amigos. Cierta vez, una pandilla de muchachos envidiosos y malvados, emboscó a Celsito en un paraje umbrío del cercano bosque y la emprendió a palos y golpes de puño, pero, ante la estupefacción de los atacantes, los palos se rompieron y los puños se lastimaron, quedando algunos con las manos quebradas mientras Celsito permanecía indemne a pesar de tan feroz paliza cuyo desenlace podría haber sido la muerte del niño. Los atacantes, con los ojos desorbiutados, huyeron despavoridos mientras proferían agudos gritos de dolor y lanzaban pedidos de socorro que, desde el caserío, era imposible oír. Mucho se cuidaron los cobardes atacantes de contar lo sucedido y, los que salieron del trance con las manos heridas o quebradas inventaron un inexistente accidente.

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Lo cierto es que Celsito ya tenía un largo histotorial con respecto a su salud física. Desde su más tierna infancia hasta la edad de ese momento, jamás había padecido una sola enfermedad, ni siquiera las infantiles de las que no se escapaba nadie. Cuando fue creciendo y comenzó a correr y brincar, si alguna vez llegaba a caerse o golpearse, casi nunca se lastimaba y si, eventualmente se le producía alguna herida, ésta se cerraba en contados instantes sin dejar rastro del daño causado. Nunca tenía chichones ni moretones. Siempre lucía su piel blanca y tersa, sin mácula alguna.

Como en todo pueblo chico, donde casi nada de lo que sucedía era desconocido por la gente, fueron trascendiendo estos hechos; además, su salud de hierro y su fortaleza física eran conocidas por todos, pues nadie jamás tuvo noticia, en ningún momento de la hasta ahora breve vida de Celsito, de que hubiera padecido la más leve enfermedad, puesto que todos los días lo veían saltar y correr con su invariable y cautivadora sonrisa en los labios. Cuando alguien en el pueblo guardaba cama era inmediatamente conocido por todos y hasta se sabía de los enfermos de los demás pueblos cercanos, pues no faltaban los eternos correveidile que hacían circular rápidamente, de boca en boca, la más insignificante noticia. Como no había diversiones que eran comunes en las grandes ciudades, de alguna manera las suplían con los chismes cotidianos, a tal punto que, prácticamente, la vida privada de la gente no existía, por lo cual cabe sacar la conclusión de que el popular dicho “pueblo chico infierno grande” fue acuñado ya en tiempos remotos. A tal punto el chismorreo era la principal diversión que, cuando no pasaba nada importante, se inventaba; pero nada de lo que sucedía era, en realidad, ignorado. Así sucedió que, al día siguiente del ataque que los envidiosos y malvados pandilleros habían propínado a Celsito con el efecto boomerang ya relatado del cual el chico saliera totalmente ileso, ya era cosa conocida no sólo en el pueblo sino en los pueblos circunvecinos y aun, luego de varios días, llegara a difundirse en la propia capital del reino y, por supuesto, había llegado a oídos del propio monarca. Las voces que corrían por todas partes como reguero de pólvora, comenzaron siendo de lo más inofensivas al comienzo de la mecha pero, a medida que ésta se consumía, de la misma manera se alargaba, agrandaba y deformaba de modo tal que, lo que el comienzo fuera un elogio de la salud y fortaleza de Celsito, al penetrar en oídos palaciegos, llegó a transformarse en la especie de que el muchacho poseía poderes maléficos y demoníacos. Así resultó que, a los pocos días de los sucesos narrados,

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aparecieran en la casa del molinero varios soldados a caballo armados hasta los dientes escoltando una carroza de la que descendieron dos frailes ataviados con talares y soberbias sotanas, expresando en sus rostros una mirada no ya simplemente fría, sino más bien, congelada, como preparada para enfrentar el fuego satánico que, seguramente, emanaría del endemoniado rostro de Celsito. Uno de ellos se acercó a la puerta de la casa del molinero y, luego de santiguarse y tomar entre sus manos la enorme cruz de madera que pendía de su cuello, dio tres sonoros golpes en ella. Al rato ésta se abrió y apareció en el vano la tímida e inocente figura del molinero cuyo rostro se cubrió inmediatamente con un gesto de extrañeza al ver semejante frailesca presencia con un séquito de hosca y temible soldadesca. El molinero se inclinó temeroso y preguntó con humildad al fraile que había tocado a la puerta en qué podía ser útil a tan encumbrados dignatarios. Estos preguntaron por su hijo Celso, mientras volvían a hacerse la señal de la cruz.-Acabo de mandarlo al mercado del pueblo a comprar algunos productos para nuestro uso –comentó más muerto que vivo el molinero, agregando- de un momento a otro regresará, pero, ¿para qué lo precisáis?-Deberá acompañarnos hasta la capital del reino –dijo el otro fraile- pues se ha sabido que posee poderes demoníacos y, como tal, será juzgado por el Alto Tribunal Eclesiástico del Reino. El molinero palideció, pues sabía que toda persona acusada de brujería o satanismo era inexorablemente quemada en la hoguera, aunque se tratase de inocentes niños, por lo cual, con voz temblorosa, contestó:

-Señores eclesiásticos, os puedo asegurar que mi hijo es el niño más cariñoso e inofensivo que hallarse pueda. A todos trata con respeto y benevolencia. Siempre lleva en su rostro dulce sonrisa y es propenso a hacer todos los favores que la gente le pida.-El demonio se presenta siempre con apariencia engañosa para dañar a sus víctimas más fácilmente. Además estamos enterados que siempre ha gozado de buena salud, que jamás ha tenido una enfermedad, ni aun la más inofensiva.-Cierto –agregó, aún amedrentado, el molinero- pero eso es…en todo caso…un don de Dios que ha tenido la bondad de derramar sobre él por ser tan bueno.-No mencionéis a Dios desde este cubil en donde mora el demonio. Eso es una blasfemia –contestó el primer fraile- Envía a buscar al niño endemoniado y tráelo a nuestra presencia inmediatamente si no quieres que también te llevemos a ti. No hizo falta tal cosa pues Celsito venía llegando ya por el camino con una bolsa pendiente de su diestra, sonriendo y canturreando un aire en boga en la comarca.-Aquí llega –dijo Cándido- Seguramente que al verlo os daréis cuenta de que es un niño a todas luces inocente.-¡Inocente eh! –dijo el segundo fraile- Por eso atacó hace varios días a un grupo de chicos en el cercano bosque y dejó heridos y quebrados en sus manos a varios de ellos.-No fue así –contestó el molinero- Quienes lo atacaron fueron ellos, pero sus manos se lastimaron al trompear a mi hijo en la cara y en el cuerpo. El ni siquiera los tocó.-Razón de más –afirmó el fraile- para certificar que tiene poderes satánicos, que es un brujo disfrazado de niño al servicio del infierno, si no ¿por qué no ostenta las marcas de los golpes que le propinaron? Quiso replicar Cándido a esta pregunta, pero con un gesto altanero, los dos frailes le impusieron silencio, mientras uno de ellos dio orden al capitán del pelotón militar de que detuviera inmediatamente a Celsito, lo atara, lo amordazara y lo introdujera en la negra carroza. Así lo hicieron ante el asombro y terror del niño que, por primera vez en

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su aún corta vida, (si se exceptúa el momento del nacimiento) se lanzó a llorar con toda la fuerza de sus pulmones, mientras su padre, arrodillado, imploraba clemencia para su hijito. Los militares, en un acto carente en absoluto de piedad, abusando de su fuerza, lo amarraron y amordazaron de tal modo que quedó paralizado y, tras la mordaza, Celsito sólo podía emitir velados sollozos. Su natural y permanente sonrisa había desaparecido de sus labios. Su padre gemía y suplicaba pero, ciegos a toda piedad, los soldados levantaron en vilo al chico y lo metieron bruscamente dentro de la carroza; a ella subieron los frailes y partieron todos al galope.

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Así Celsito fue trasladado a la capital del reino. Tras él marchó su padre en el único medio de transporte de que disponía: su hermosa y reluciente mula parda. El molinero sabía que el viaje sería largo al trote corto de la mentada mula y que no podría alcanzar al carruaje y las cabalgaduras. Llevó, no obstante, algunas provisiones para alimentarse durante el camino y con la vana ilusión de alcanzar a la comitiva y poder ofrecer a su hijo algún bocado porque, pobrecito, llegaría exhausto y hambriento si sus captores no lo alimentaban. Así era, en verdad: en todo el trayecto, las veces que se detuvieron para alimentarse ellos, no fueron capaces de ofrecer ni un mísero mendrugo de pan a Celsito; pero éste ya había logrado calmarse y cesado de gemir, adquiriendo un aspecto sereno, seguro de su inocencia, aunque no sabía aún por qué había sido detenido tan violentamente e ignoraba asimismo de qué era acusado y, como estaba fuertemente amordazado, no podía ni siquiera preguntar. Luego de un largo recorrido y cuando ya anochecía, el carruaje y los jinetes llegaron a la capital del reino y, al rato, entraban en el castillo por uno de los puentes tendidos sobre el foso, bajaron a Celsito del carruaje y lo condujeron por un tétrico pasadizo; luego bajaron por una escalera muy oscura, alumbrada aquí y allá por hachas encendidas y, al llegar a un tenebroso sótano, abrieron una puerta de hierro macizo y lo arrojaron dentro de una nauseabunda celda, no sin antes desatarlo y quitarle la mordaza ya inútiles, pues de allí, no sólo no podía escapar sino, tampoco, hacerse oír, pues estaba algo así como sepultado en vida. Una vez libres los brazos de las ataduras, anduvo lentamente por dentro del incómodo calabozo hasta que sus manos tocaron la fría piedra de una pared y así, tanteando lentamente, fue recorriendo todo el perímetro de su prisión. Una vez que, según sus cálculos y guiándose por la ubicación de la puerta, llegó a la conclusión de que la forma del calabozo era prácticamente cuadrada, ya que contó la misma cantidad de pasos entre los cuatro rincones del mismo, se sentó a descansar. Luego de un rato bastante largo, recuperadas relativamente sus fuerzas, fue tanteando el piso que estaba en gran parte cubierto por una mugre viscosa, hasta lograr encontrar un lugar un poco menos sucio donde se recostó apoyado contra una pared. Era tal el cansancio que tenía y estaba penetrado por tal tranquilidad de conciencia que se durmió al instante.

Lo despertó un horrendo ruido de hierros y cadenas. Apenas abrió los ojos pudo ver que su celda estaba débilmente iluminada por un magro haz de claridad que se filtraba a través de un pequeño tragaluz ubicado cerca del altísimo techo. Así, en esa semipenumbra, pudo contemplar el horroroso espectáculo que se desplegaba a su alrededor: las paredes negras de una suciedad que parecía de siglos, el piso lleno de excrementos esparcidos por doquier y algo así como restos de comida o algo parecido a

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ella, pero en estado de putrefacción y, lo peor de todo, en el centro del calabozo, un sucio y horrendo esqueleto engrillado de pies y manos. A Celsito se le pusieron los pelos de punta ante tamaño cuadro, pero no pudo pensar mucho pues, tras sonar ruidos de cerrojos en la puerta de su celda, apareció un guardia armado que precedía a otro que traía un plato de lata con un bollo de pan y un vaso de agua: era su desayuno. Depositaron todo en el suelo y se retiraron sin dirigirle la palabra. Aunque Celsito hizo varias preguntas acerca del destino que le esperaba y por qué estaba allí encerrado, los guardias permanecieron herméticos como momias vivientes y, después de cumplir con su breve cometido, se retiraron tan mudos como habían entrado. Celsito no tuvo más remedio que hacer de tripas corazón y, resignado por el momento, comenzó a mordisquear el durísimo pan y beber el agua que tanta falta le hacía, pues tenía una sed desesperante. Luego de comer y beber se sintió algo más reconfortado y se puso a pensar sobre la gravísima situación en que se encontraba, pero no hallaba explicación alguna. Todo era una incógnita para su joven y despabilado cerebro. ¿Qué crimen había cometido él para que el rey lo mandara detener y sepultar en semejante mazmorra? Por más que su clara mente se esforzara en indagar no podía extraer de los hechos ninguna conclusión que explicara su detención y maltrato. Estuvo cavilando horas, pero nada podía explicarse acerca de lo sucedido. Todas sus lucubraciones lo llevaban a la conclusión de su total y absoluta inocencia de cualquier delito que se le atribuyera. Además, no sabía de qué se lo acusaba concretamente. Tales razonamientos lo llevaron a sentirse invadido por una absoluta serenidad de espíritu y, a pesar de su terrible situación, retornó la sonrisa a sus labios, huyendo definitivamente el abatimiento de su ser y volvió a quedarse dormido.

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Serían quizás las primeras horas de la tarde. Celsito, hundido en ese pozo, no podía determinar la hora ni más o menos aproximadamente, pero calculó que estaba en el período vespertino, porque la luz, era bastante, dentro de su escasez, en la inmunda covacha, cuando volvió a oír ruidos ensordecedores de cerrojos y cadenas, chirridos de puertas herrumbradas y pasos duros, marciales, contundentes. Luego crujió la cerradura de la puerta de su calabozo y aparecieron cuatro guardias armados que, según dijeron escueta y brutalmente, venían a buscarlo para llevarlo, aunque no dijeron dónde, por más preguntas que él formuló. Dos de ellos lo tomaron férreamente de ambos brazos y lo sacaron del calabozo poco menos que a rastras, mientras los otros dos hacían de custodios, uno delante y otro detrás de Celsito. Recorrieron otra vez juntos todo el vericueto de pasadizos y escaleras hasta que, luego de flanquear la última puerta, salieron al aire libre. A Celsito lo encandiló la luz del día a pesar de que estaba atardeciendo y, por instantes, sólo creyó ver una bola de fuego pero, a medida que sus pupilas se fueron adaptando a la luz, pudo observar que lo llevaban hasta las caballerizas del palacio donde, no sin antes atar fieramente sus manos y pies, lo introdujeron en un pequeño carruaje tirado por dos caballos cuya belleza, el niño, no pudo dejar de admirar pese a la situación tan triste en que se hallaba. Los dos guardias que lo llevaban entraron con él al carruaje manteniéndolo siempre sujeto por los brazos; los otros dos subieron al pescante y castigaron a los animales que iniciaron la marcha, salieron del castillo por un herrumbrado portón con su correspondiente puente deslizante. Anduvieron una escasa media hora y penetraron, por un portón de madera que se abrió ante su llegada, a un edificio casi fantasmal, de gótica

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arquitectura y paredes exteriores negruzcas, a todas luces corroídas por el tiempo y las lluvias. El pequeño carruaje se detuvo bajo una descascarada recova frente a una enorme puerta de dos hojas. Bajaron a Celsito y, luego de desatarlo con la misma “suavidad”con que lo habían atado en el palacio, llamaron a la mencionada puerta, la cual se abrió al instante y, aferrando al chico, penetraron en un lujoso salón donde había una grande y oval mesa de caoba, alrededor de la cual estaban sentados siete prelados con negrísimas pero pulcras sotanas y rostros rígidos, como de cera. Los guardias obligaron a Celsito a arrodillarse e inclinar la cabeza en señal de humillante saludo a tan “distinguida” y enlutada “troupe” Luego lo llevaron hasta una especie de tarima y, junto con él, se sentaron en un largo y duro banco de madera. Una vez que Celsito estuvo allí ubicado con sus dos custodios, el prelado que ocupaba la cabecera de la mesa, tocado don una mitra que lucía incrustaciones y orillo de oro, con voz cavernosa tronó:-¡Que se ponga de pie el acusado! Los guardias que flanqueaban a Celsito lo levantaron de golpe manteniéndolo en vilo unos segundos y luego lo depositaron en el piso de la tarima sin soltarlo de los brazos. Entonces, el prelado continuó hablando:-Tú, Celso Albaicín, te hallas ante el Tribunal Supremo de la Sagrada Iglesia de Dios. Este tribunal, compuesto por todos los eclesiásticos aquí presentes, Obispos y Arzobispos del Reino, ha deliberado durante la mañana de hoy y, por el conocimiento de hechos que obran en su poder, declara que tú eres un ser penetrado por Satán y, por lo tanto, ha decidido condenarte a purgar tus delitos por medio de las llamas para que jamás puedas seguir siendo vil sirviente del demonio. Celsito tembló aterrado y quiso esbozar una tímida defensa, pero no alcanzó a pronunciar la primera palabra cuando el prelado parlante le impuso la orden de silencio acompañada de un gesto altanero y uno de los guardias le tapó la boca con su manaza, tras lo cual, entre los dos, volvieron a amordazarlo y paralizarlo con fuertes ataduras. Mientras, el prelado mayor sentenciaba:-Mañana al amanecer serás sacrificado en la hoguera. Tras estas palabras, los guardias arrastraron a Celsito hacia la salida, lo metieron a viva fuerza en el carruaje en que lo trajeran, lo condujeron nuevamente al castillo y lo sepultaron en la misma y ya conocida celda de los sótanos.

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Mientras Celsito transitaba por esta verdadera vía crucis, su padre, a lomos de la mulita parda, recién había logrado llegar a la capital del reino a la madsrugada, o sea, bastante tiempo después que el hijo y su custodia clérigo-militar. Es decir: cuando Celso, ignorante de su suerte, dormía aún profundamente en la horripilante prisión. Cándido fue indagando entre la gente el paradero de su hijo y nadie sabía darle noticias de él. En realidad nadie lo había visto. Fatigado de andar entró en un mesón para saciar su sed luego del largo camino recorrido y del prolongado y cansador peregrinaje por la ciudad donde todo para él era nuevo, pues jamás en su vida la había visitado. Se acercó al mostrador a pedir de beber y aprovechó la ocasión para preguntar al mesonero si tenía noticia de su hijo y le relató todo lo acontecido desde la llegada de los frailes y loa soldados a su casa hasta la detención de Celsito acusado de satanismo.-¡Ah! –dijo el mesonero- si eso es lo que ha sucedido, si lo acusaron de ser un monstruo demoníaco con apariencia humana, seguramente debe estar preso en algún recóndito

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calabozo de palacio y será juzgado por el Supremo Tribunal Eclesiástico y, sin duda alguna, condenado a morir en la hoguera, y apresuraos, porque este tribunal actúa con rapidez extraordinaria. Como quien dice, de la noche a la mañana, aunque no sé qué podréis hacer, pues sólo os resta pedir clemencia a Su Majestad quien, generalmente, la deniega de manera rotunda ante estos casos, sobre todo si existen pruebas.-Pero no hay ninguna prueba realmente verídica. Sólo dicen que mi hijo es un enviado de Satanás porque unos malvados muchachos que lo golpearon salieron más heridos ellos que mi Celsito y porque, desde su nacimiento, no ha padecido enfermedad alguna, pero eso, entiendo yo, más que demoníaco parece una bendición del Cielo.-¡Ah…! –volvió a sentenciar el mesonero- pero, precisamente esas son, para el Supremo Tribunal de Prelados, las pruebas más palpables de la presencia del diablo encarnado en vuestro hijo…y, tened cuidado, pues si os presentáis a suplicar clemencia podéis ser considerado por la clerecía y por el rey mismo, como el real y verdadero demonio que procreó a semejante vástago. Palideció Cándido y, dando débilmente las gracias al mesonero decidió, a pesar de las advertencias de éste, dirigirse al palacio para rogar al rey por la salvación de su hijo. “si también me acusan y me ajustician a mí, prefiero ese destino a seguir viviendo sin Celsito que es la luz de mis ojos, mi única justificación para continuar viviendo. De no poder salvarlo prefiero morir con él.” No sin dejar antes a la mulita parda atada al palenque del mesón, acto de gracia ofrecido por el mesonero, comenzó a transitar por la ciudad. Preguntando aquí y allá logró llegar al castillo, imponente mole de edificio almenado, cuya afiligranada arquitectura le proporcionaba un aspecto bellísimo y majestuoso. Recorrió Cándido el extenso perímetro del Palacio Real hasta que topó con un enorme portalón de entrada custodiado por seis guardias armados. Se dirigió lo más respetuosamente posible al primero que encontró y, muy tímidamente, le explicó las razones que lo habían llevado hasta allí y la necesidad que tenía de ser recibido por el monarca. El guardia le contestó que nadie podía ser recibido por el rey si no tenía alguna carta de recomendación de un personaje de alcurnia. Cándido le dijo que él no conocía a ninguna persona de linaje pues era un sencillo molinero, pero que su hijo era completamente inocente del delito de satanismo conque lo habían acusado y detenido.-Todos dicen lo mismo –sentenció el guardia- Nadie suele confesar, si no es bajo tormento, la condición de brujo o demonio. Cándido tembló cuando oyó la palabra tormento y balbuceó:-¿Cómo puede ser brujo o demonio un niño de diez años que siempre ha sido muy dulce y servicial, así como amistoso con todo el mundo?-Hombre –contestó otro de los guardias que había escuchado la conversación- esa no es más que la apariencia, pues es sabido que el demonio no va a ser tan tonto de presentarse con toda su repugnante personalidad, sino que la encubre con muestras de virtudes que no posee pero que sabe copiar a las mil maravillas, precisamente por sus satánicos poderes. Cándido insistió durante largo rato a los guardias para que lo dejaran pasar, para que lo recibiera, aunque más no fuera, el Edecán del rey y que él estaba dispuesto a recibir los castigos que, seguramente, le estarían reservados a su caro hijito, pero los guardias se burlaron de él y aún más, le dijeron que, si insistía en su propósito, podría ser detenido él mismo y correr la misma suerte que su vástago.-Prefiero perecer junto con él antes que perderlo y quedarme solo en el mundo –y agregó- ¡Arrestadme pues. No tengo miedo!

Los guardias se miraron entre si y largaron la carcajada mientras empujaban a Cándido metiéndole los caños de los arcabuces en las costillas en tanto le decían:

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-¡Idos de aquí pronto u os mataremos al instante!-¡Matadme si queréis! –clamaba el molinero, pero los guardias lo fueron empujando a viva fuerza con sus armas hasta alejarlo a prudente distancia de la entrada del palacio. Dolido y acongojado, Cándido se fue retirando sin poder impedir que gruesas lágrimas rodaran por sus mejillas, pues se veía impotente para intentar salvar a su hijo. Vagó por la ciudad olvidando su hambre y su sed, pensando sólo en la desgraciada suerte que le aguardaba a Celsito. Iba casi como sordo y ciego tropezándose con la gente que encontraba en su camino y oyendo sus voces sólo como un sordo rumor pero, en determinado momento se topó con unos guardias de a caballo que iban pregonando a voz en cuello: “¡Atención, atención! Se comunica a todo el pueblo que mañana al alba tendrá lugar un auto de fe en el centro de la plaza principal donde será quemado un demonio con apariencia de niño…¡Atención, atención…!” Y se repetía el bando. Cándido casi se cae al suelo de espanto ante el terrorífico pregón y su dolor se acentuó al máximo ante su impotencia por salvarlo. Esta vez ni las lágrimas acudían a sus ojos, sino que sentía como si un puño de hierro le estrujara el corazón, tanto, que pensó que ello podía ser el preámbulo de su muerte y, por un momento, a pesar de su angustia, sintió cierta alegría pensando que iban a acabar sus desvelos y no sobreviviría a su adorado hijo, sino que iría a la muerte antes que él pero, desgraciadamente, no fue así. Su corazón resistía todos los embates de la negra suerte. Dios no le otorgaba ni siquiera el consuelo de morir antes que su hijo; pero, reflexionando en un rapto de desesperada clarividencia, se dijo: “Si no logro morir antes que él moriré junto a él. Me lanzaré a la hoguera para perecer abrazado a mi dulce Celsito.”| Este pensamiento logró disminuir en algo su terrible dolor y las lágrimas, tacañas hasta ese instante, se derramaron como torrentes imparables aliviando su corazón lo suficiente como para que pudiera elaborar un plan destinado a guiar su conducta hacia el fin propuesto. A tal efecto decidió dirigirse a la mencionada plaza donde pudo contemplar horrorizado la inmensa cantidad de leña acumulada en el centro de la misma y el poste con la escalerilla al cual sería amarrado Celsito. Trató de sepultar su dolor lo más posible y pensó en quedarse allí, cerca de la hoguera, para hacer más factible su macabro objetivo ya que, al alba sería imposible atravesar el gentío que se agolparía allí para presenciar el auto de fe. Eso era evidente pues, con él, ya había numerosas personas que se iban ubicando alrededor de la “sagrada hoguera”, cuyo rimero era custodiado por algunos guardias para evitar el robo de leña por parte del populacho. Cándido logró encontrar un banco vacío y decidió recostarse en él, no con el fin de dormir lo cual, pensaba, le sería imposible ante su tremenda tragedia, pero sí, de dar algún descanso a sus doloridos huesos. No obstante, era tanto el cansancio acumulado que sus ojos se cerraron y quedó dormido a su pesar. Caía la noche sobre la ciudad.

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Celsito, a pesar de saber que apenas aclarara tendría que perecer en la hoguera, estaba tranquilo con su conciencia, pues sabía que él no había cometido ningún delito y, eso de ser un enviado de Satán, francamente, pese a las graves consecuencias de tal acusación, lo movían a risa, a una risa espontánea que no podía evitar. Además, confiaba en que la suerte, que hasta ahora no le había sido nunca adversa, lo salvase de las llamas lo mismo que lo había salvado de los golpes de los que lo odiaban y de las enfermedades que jamás pudieron penetrar en su cuerpo. Todo ello le traía serenidad a su espíritu y, por eso, pudo conciliar el sueño arrimado, como la noche anterior, a la pared menos sucia de la inmunda celda.

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Se despertó apenas entró el primer rayo de luz por el tragaluz y la primera idea que le vino a la mente fue dedicada a su padre: en lo atribulado que estaría pensando en el ignoto destino de su hijo, en cuánto sufriría al desconocer su situación, y si la conocía, peor. Estaba seguro que había venido tras él y no le cabía duda alguna que, seguramente, estaría en la ciudad buscándolo por todas partes, tratando de averiguar dónde podría estar, a dónde lo habrían llevado los esbirros del rey y los pétreos frailes que se lo habían arrebatado a viva fuerza. Con respecto a sí mismo estaba tranquilo y sereno, pero sufría al pensar en el vía crucis que estaría atravesando su padre que tanto lo amaba. Y también cavilaba acerca de si podría verlo antes de ser presa de las llamas. Ese era su más ferviente deseo: poder verlo y, aún más, estrecharlo fuertemente entre sus brazos y besar cien veces su amado rostro. ¡Oh! Si la suerte le concediera aunque más no fuera este privilegio, podría morir resignado. Sin embargo, en medio de tales pensamientos que lo atenaceaban, que lo torturaban, una pequeña luz surgía en sus entrañas cerebrales, tenue como la del tragaluz, que le daba esperanzas no sólo de encontrar a su padre, sino de ser salvado, de alguna manera, de la muerte. “¿Y si las quemaduras que lograran infligirle las llamas se cerraban al instante, curándose de ellas como había sucedido hasta ahora con otras heridas…? Pero una hoguera no era como un simple golpe o un leve rasguño o, aun, una herida cortante y sangrante. Una hoguera lo dejaría calcinado, convertido en cenizas…; pero…, ¡quién sabe!” meditaba Celsito acuciado por su natural optimismo: “Tal vez la suerte quiera serme propicia una vez más”

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|Mientras Celsito estaba sumido en estas cavilaciones esperando que, de un momento a otro, lo vinieran a buscar sus carceleros, Cándido despertaba también con la primera luz del alba y se levantaba de su improvisado lecho restregándose los ardientes ojos, señal de que, en medio de su sueño, había vertido lágrimas de dolor e impotencia. Lo primero que logró ver a su alrededor fue un caudaloso río de gente que se apretujaba pujando hacia el centro de la plaza, mientras surgía de él un murmullo que crecía a cada paso alcanzando, muchas veces, altos decibeles, como si las mujeres, hombres y niños que lo componían se hablasen a los gritos para hacerse oír mejor; pero cuando unos elevaban la voz y tapaban a los otros, éstos gritaban más para superar al resto con el afán de ser escuchados. Era como una especie de contrapunto vocal que se daba la mano con el contrapunto de la puja desde la periferia hacia el centro y la presión de los que estaban alrededor del centro hacia la periferia para evitar ser arrojados hacia los leños aún apagados de la hoguera que estaban rodeados de guardias que, debieron formar una cadena para contener el tremendo empuje humano. “La gente se agolpa para presenciar la muerte –pensó Cándido con indecible amargura- mucho más que si se tratara de un espectáculo artístico de superior calidad. Qué tenebroso suele ser el espíritu humano, si es que esto tiene, en realidad, algo de humano.” Mientras esto cavilaba se sentía empujado hacia el centro de la plaza y, ya sin fuerza moral para resistir dicha presión, se dejó arrastrar hasta chocar, junto con otras personas, contra la cadena formada por los guardias que tuvo que ser reforzada por una segunda valla humana con el fin de evitar su ruptura. Mientras tanto, en los contornos de la plaza, el cuerpo de caballería repartía planazos de sus espadas sobre los lomos de la gente sin reparar en ancianos, mujeres y niños, con lo que intentaba lograr el cese de la presión ejercida por el gentío que crecía, pero que, como suele suceder en estos casos, lograba exactamente el efecto contrario ya que, el populacho, pujaba más aún con el propósito de escabullirse entre la muchedumbre y escapar así al castigo de la soldadesca.

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En eso se oyó un agudo toque de clarín. Como por arte de magia, la gente se paralizó al instante con lo que se aquietó el ambiente. Los de la caballería abrían paso al rey que era transportado en un lujoso palanquín acompañado por delante por una comitiva eclesiástica y, por detrás, por una docena de guardias armados. El gentío iba abriendo paso al cortejo con más temor que respeto. Una vez llegado éste a las cercanías del centro de la plaza, se detuvo ante un palco con dosel. El monarca, rodeado de su comitiva, subió con paso majestuoso al palco y se ubicó en un mullido y lujoso trono de campaña mientras, a su diestra, se ubicaban los monjes y, a su siniestra, los igualmente siniestros altos jefes del ejército real. Nada más completo: la fuerza bruta de las armas materiales junto con la fuerza escabrosa de las armas “espirituales” Una vez ubicados el rey y sus siniestros cortejos, por el corredor que, cerca de un centenar de guardias había mantenido luego del paso del monarca, apareció otra comitiva compuesta por seis guardias (tres adelante y tres atrás) y un carro descubierto en el que era transportado Celsito atado de pies y manos. Del gentío se alzó un prolongado murmullo de asombro. ¿Cómo. Iban a ajusticiar a ese niño? No es que se tratara de la primera vez que ello sucedía; a eso la gente estaba acostumbrada, pero, un niño tan bello que parecía un principito a pesar de que estaba sucio y despeinado. Sus cabellos brillaban como el sol, sus ojos, celestes como el cielo despejado de esa mañana y, a pesar de su terrible situación, una sonrisa encantadora y contagiosa iluminaba su rostro y se derramaba sobre la muchedumbre que, ahora, había enmudecido de embeleso y también de estupor. Todos pensaban lo mismo: ¿cómo entregar a las llamas a semejante principito? Pues no cabía duda. No podía ser sino un verdadero príncipe. Otros niños habían sido inmolados allí, pero feos, contrahechos, deformes como verdaderos monstruos y, la gente, había creído a pies juntillas que lo eran y había celebrado, en su momento, su martirologio y holocausto; pero este niño no: de su rostro y de su ser emanaban las bondades y la belleza de los cielos. ¡Si parecía un enviado de Dios! Una luz divina parecía enmarcar el contorno de su esbelto cuerpo.-¡Parece un principito! –gritó una mujer.-¡Parece un ángel de Dios! –se atrevió a decir un niño. Uno de los prelados que estaba en el palco alzó su voz tronante y dijo:-¡Esa es la apariencia que le dio el demonio que mora en su interior, pero eso no debe engañaros! El Supremo Tribunal Eclesiástico que presido ha hallado innumerables y contundentes pruebas que este aparentemente bello y dulce niño, no es más que un enviado de Satán para conquistar más adeptos suyos en la Tierra y hacer el mayor daño posible a la gente sencilla del pueblo. La multitud calló, pero seguía estando encandilada por la belleza y la dulzura que emanaba de Celsito. Dos guardias condujeron al niño hacia el rimero de leña y lo ataron al poste. Este fue el momento en que padre e hijo se vieron mutuamente; entonces Celsito amplió más aún su perpetua y dulce sonrisa, sus cabellos se iluminaron como si el sol se anidara en ellos y sus ojos expandieron sobre la plaza un fulgor azul que envolvió a la muchedumbre. Cándido no pudo más: corrió hasta el pie del palco del rey y, postrándose en la arena de la plaza, suplicó al monarca el perdón para su hijo con las palabras más convincentes que encontró en su sencillo pensamiento, ofreciéndose él a cambio para ocupar el lugar de su hijo. Estas palabras, en lugar de ablandar el corazón del monarca, arrancaron de él un furioso gesto lleno de odio y altanería, a cuya expresión, varios soldados se lanzaron sobre el indefenso Cándido aferrándolo ferozmente y mirando al rey a fin de escuchar su orden. Este tronó:

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-¡Atenlo inmediatamente y que presencie la inmolación de su hijo en el que mora el demonio. Luego lo juzgaremos por haber ofendido la dignidad de mi sacrosanta majestad, pues es sabido que ningún vasallo puede hablarme sin que yo se lo exija o le dé la venia para hacerlo. Tal vez a él también le quepa morir en la hoguera dado que es padre del endemoniado y, como tal, en su interior puede esconderse también algún demonio. Así lo hicieron los soldados que habían apresado a Cándido y no se contentaron con amarrarlo, sino que lo amordazaron y, dos de ellos, lo aferraron de ambos brazos. Ante esta aterradora escena, Celsito perdió la serenidad y la sonrisa se borró de sus labios, mientras que sus ojos se cubrían de sombras. El estaba dispuesto a arrostrarlo todo y en su seno abrigaba la esperanza de salvación, pero no podía tolerar con serenidad el castigo que amenazaba a su padre y, tal vez, su inmolación posterior. La turba callaba horrorizada. Nadie se movía ni intentaba abrir la boca, ni siquiera para comentar con su vecino más cercano los recientes y terribles sucesos. Todos temían que la ira del soberano cayera sobre ellos. Un silencio total y absoluto se prolongó por largos minutos. Puso fin al mismo el Presidente del Supremo Tribunal de la Iglesia quien, ante un gesto del rey, ordenó:-Prended fuego a la hoguera para inmolar al demonio que mora en este, aparentemente, cándido niño. Varios guardias, portando sendas teas, prendieron fuego a la pira que comenzó a arder; pero, ante el asombro aterrador de la multitud, incluyendo al propio monarca, a los sacerdotes y soldados, el cielo se encapotó como por ensalmo, sonaron rayos como cañonazos cuyos relámpagos rasgaban la sombría atmósfera y se descargó sobre la plaza una lluvia torrencial que parecía que la arrojaban del cielo a baldazos. No hace falta decir que esta copiosísima lluvia no sólo empapó a todos los allí presentes, sino que, tuvo también la virtud de apagar la hoguera recién encendida. Nadie podía explicarse cómo, la despejada y radiante mañana de hacía unos pocos segundos, se había convertido repentinamente en día terriblemente tormentoso. Sólo podía haber una explicación: aquí había intervenido una voluntad superior a la humana y ésta era la idea que se iba abriendo paso en la mente de esa creyente multitud. Era evidente, para la mayoría del pueblo, que el Cielo quería dar por tierra con el holocausto de Celsito. Entonces muchos recordaron que, cuando trajeron al chico, un niño había gritado “¡parece un ángel de Dios!” y la muchedumbre, como si todos se hubieran puesto de acuerdo al unísono, comenzó a orar y un gran murmullo de rezos se expandió por toda la plaza. Al rato cesaron los rayos, pero seguía lloviendo a mares. Los rezos continuaban. Entonces se alzó la voz de uno de los prelados ordenando: “¡No oréis, no oréis, pues estáis orando al demonio que ha traído esta tormenta para salvar a su maldito enviado.” Pero la gente no hacía caso a tales exhortaciones y seguía orando cual si estuviera aterrada ante la ira del Señor, hasta que un poderoso viento arrastró las negras nubes que habían transformado el día en noche y volvió a verse el sol en todo su esplendor calentando la tierra. Cuando todo el cielo estuvo despejado, cesó el viento como por arte de encantamiento y volvió a ser la mañana tibia y serena de antes.-¡Oh milagro! –coreaba la gente- ¡Dios quiere que el niño no perezca!-No os dejéis engañar –gritó a voz en cuello el Presidente del Tribunal Eclesiástico- ¡El que ha hecho esto es el demonio!-¿Desde cuándo el demonio produce milagros? –sentenció una voz entre la multitud.-¡Sí, claro, no hay duda! –se oyeron voces desde diversos puntos de la plaza.-¡No –gritó el rey levantando su dorado cetro- todo es obra de las fuerzas satánicas! –y ordenó- ¡Que se proceda a encender nuevamente la pira! Los soldados se miraron entre sí totalmente confusos: ¿con qué iban a encender la hoguera si se habían apagado todas las antorchas y la leña chorreaba de agua?

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Entonces, uno de los clérigos, se acercó respetuosamente al soberano y le farfulló algo al oído. Entonces volvió a hablar y dijo: -Muy bien. En estos momentos no es posible dar fuego a la leña de la hoguera pues está muy húmeda. El auto de fe se posterga hasta mañana a la misma hora y con el agregado de que quemaremos dos demonios: no sólo al hijo sino también al padre. Ni bien concluyó esta última frase, desde el purísimo cielo se descargó un potente rayo que se detuvo a escasos centímetros del palio que cobijaba al rey. Ante tan terrible e inexplicable fenómeno, tanto el monarca como los guardias y eclesiásticos, huyeron despavoridos del palco, mientras la multitud gritaba:-¡Es la ira de Dios!-¡El Altísimo no quiere esta ejecución!-¡Esta es una advertencia divina!-¡Sí, sí, sí! –coreaba la muchedumbre. Mientras la gente común del pueblo expresaba de mil modos su opinión, los guardias guiaron al rey hasta el empapado palanquín, lo introdujeron en él y lo llevaron más pronto que corriendo hacia su dorado carruaje estacionado al borde de la plaza y el palafrenero castigó a los caballos que arrastraron el real vehículo, a todo galope, hacia el palacio. Detrás huyeron los clérigos en su negra carroza y los militares espolearon sus caballos siguiendo detrás del monarca. En la plaza sólo quedaron, además de la multitud que seguía orando, los guardias que custodiaban la pira más los dos que mantenían aferrado a Cándido. Uno de los soldados se acercó hasta la escalerilla de la pira, subió y desató a Celsito para llevarlo nuevamente a su mazmorra, lo subió al carro en que lo había traído y, tras él, forzaron al padre a hacer otro tanto. Una vez situados ambos en dicho vehículo, partieron al galope hacia el palacio real, perseguidos por la muchedumbre que gritaba:-¡Soltadlos, soltadlos! Un anciano de larga barba, tratando de elevar su cascada voz decía:-¡No os opongáis a la decisión del Supremo, pues seréis castigados!

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El resto de ese día y la noche que le siguió, padre e hijo tuvieron la dicha de estar juntos en el mismo calabozo. Una vez solos, libres de sus ligaduras, se abrazaron efusivamente y lloraron al unísono, más por la alegría de estar juntos que por la tristeza del destino que le depararía el día siguiente. Ambos se contaron mutuamente las tribulaciones sufridas desde que se vieran separados frente a la puerta de su casa. Comentaron también lo sucedido en la plaza, sobre todo el frustrado holocausto por una tormenta que nadie se hubiera atrevido a presagiar y, sobre todo, la positiva reacción de la gente del pueblo allí congregada.-Yo tenía fe de que algo o alguien me protegería. Siempre pensé que soy protegido por una fuerza superior, porque si no, ¿cómo explicar no sólo lo de hoy, sino cómo se curan al instante mis heridas, cómo nunca me enfermo y cómo los muchachos que me atacaron en el bosque días pasados no pudieron infligirme el menor daño? Y aún más: fueron ellos los heridos y lastimados. Yo no podía dar crédito a mis ojos cuando vi que los palos con los cuales me azotaban se rompían en pedazos sin lastimarme. Era como si mi cuerpo y mis miembros fueran de hierro o acero. Sin embargo, el padre se apresuró a decirle:-Ten en cuenta, hijo mío, que la ejecución sólo ha sido postergada. El rey y los dignatarios de la iglesia no cejarán hasta ajusticiarnos.-Pero el pueblo hoy estaba frenético y exigía nuestra liberación.

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-Sí, es cierto, y bien dicen: “vox pópuli, vox Dei” –agregó Cándido, sin embargo…-Yo tengo confianza –dijo Celsito sin dejarlo terminar- en que mañana, el pueblo va a impedir nuestra ejecución. Ellos supieron interpretar los extraños fenómenos sucedidos hoy y creo también que, tanto el rey como toda su corte, incluyendo a los monjes y soldadesca, no las tienen todas consigo y temen el castigo divino y el de la población. Yo soy optimista respecto de lo que pueda suceder mañana –y volvió a sonreír y ostentar ese rostro sereno tan característico de él. Las palabras de Celsito lograron calmar, en parte, al padre, pero, no obstante, seguía guardando algún temor porque no sabía qué tramaban sus enemigos que estaban dispuestos a ejecutarlos a toda costa. En esta plática estaban ambos cuando oyeron ruidos de hierros y pasos en el corredor que se detuvieron, así parecía, ante la puerta de la celda que compartían. Se oyó el crujir del pasador exterior y se abrió la puerta dando paso a dos guardias que traían para los presos pan fresco, queso, fiambre y un cántaro de agua con dos vasos. Pusieron la bandeja, con todo su contenido, en el piso y se retiraron como habían entrado.-Viste papá –dijo gozoso Celsito ni bien volvieron a estar solos- Ayer sólo me dieron un mendrugo de pan más duro que una roca y un pequeño vaso de agua; ahora nos traen comida buena y pan del día junto con un gran cántaro para saciar nuestra sed –y agregó- Se nota que están temerosos. Además, no se atrevieron a separarnos y nos encerraron juntos, lo cual, no sólo hace la prisión más llevadera, sino que podemos elaborar nuestro proceder ante los probables sucesos de mañana. Así siguieron charlando padre e hijo mientras comían, hasta que la tenue claridad que penetraba por el tragaluz fue languideciendo hasta desaparecer. Ya era de noche y, en el calabozo, no se veía a un palmo de distancia. Ambos hicieron a un lado la bandeja con los platos y vasos y, tomados de la mano, decidieron intentar dormir. Cándido pensaba que le iba a resultar difícil pegar un ojo, sin embargo, pasada una media hora, ambos dormían, con la particularidad de que Cándido roncaba ruidosamente, lo cual no logró despertar a Celsito que, como era habitual en él, se había dormido con una angelical sonrisa.

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El gentío que colmaba la plaza, una vez retirado el rey y su séquito clérigo-militar junto con el traslado de Celsito y Cándido a las prisiones de palacio, fue evacuando lentamente la plaza haciendo mil comentarios donde el monarca y su cortejo no quedaban bien parados, sino preferentemente apostrofados con mil calificativos de grueso calibre propios de un estado de rebelión, en el cual los elogios eran para Celsito y su padre, sobre todo para el primero, que ya era considerado como un príncipe o como un ángel elegido de Dios y, aún más, ambas cosas al mismo tiempo, pues era evidente que Dios lo había protegido con una tormenta, desconocida hasta entonces en esa ciudad, que no sólo había apagado el fuego salvando así a Celsito, sino con amenazadores rayos lanzados como advertencia al monarca y a sus más altos dignatarios eclesiásticos y militares. La gente se iba congregando aquí y allá en cientos de grupos que cuchicheaban constantemente sin que se pudiera oír claramente qué se decían unos a otros: eran prolongados murmullos ininteligibles que no permitían, a gente ajena, captar qué se decía y qué se tramaba. Los grupos se formaban y al rato se diluían para volverse a conformar compuestos por otros individuos de otros grupos, así que se desarrollaban conciliábulos con bastante intercambio de sus componentes, de modo que, cada conjunto de gente, llevaba sus ideas y, a la vez, se enteraba de las de los otros. Así fue pasando el día hasta que la tarde fue cayendo. Los múltiples grupos se fueron disgregando y la gente recluyéndose en sus hogares. Luego, poco a poco, fue descolgándose

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la noche y la más impenetrable oscuridad fue borrando personas y cosas. En las propias viviendas de los pobladores, las luces se fueron apagando una a una lo cual, unido a la ausencia de luna, vino a convertir gran parte de la ciudad en una verdadera boca de lobo. Además, el silencio era impresionante, casi aterrador: daba la impresión de una ciudad sin vida. Pero llegada la medianoche, aunque a oscuras y en silencio, fueron saliendo algunas negras figuras de distintas casas que iban tomando los diversos senderos que llevaban al bosque que se extendía a partir del límite sur de la ciudad. Y allí, en el bosque, en un calvero que se abría a prudente distancia de los arrabales de la ciudad, fueron convergiendo estas sombras de hombres (y también de algunas mujeres) que, una vez allí, comenzaron a encender algunos faroles con la luz velada que derramaban su tenue claridad sobre el calvero a tiempo que se iban congregando en estrecho círculo. No obstante la lejanía de la ciudad, la gente no elevaba la voz, sino que todas las ideas y pareceres se exteriorizaban en murmullos ininteligibles, aunque no para los componentes del grupo. Se diría que se farfullaban al oído para que nadie que pudiera estar cerca fuera capaz de captar ni la más mínima palabra. Así estuvieron reunidos varias horas, al cabo de las cuales, apagaron las luces de los faroles y se disgregaron en absoluto silencio tomando diversos caminos para retornar a la ciudad. ¿Qué se habló, qué se tramó, qué se resolvió? Nadie lo pudo saber salvo los integrantes del misterioso conciliábulo. Sólo sabemos que la ciudad siguió permaneciendo silente y hermética cuando cada uno de los conjurados (¿conjurados?) retornó a su hogar.

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| El día siguiente amaneció tan calmo y despejado como la víspera. El pueblo. Congregado desde los primeros minutos del alba y, algunos aun en medio de la noche que estaba por perecer, colmaban la plaza central donde se había erigido un nuevo y enorme rimero de leña destinado a ser la nueva pira para el holocausto de Celsito y su padre; por eso habían alzado dos postes con sus respectivas escalerillas para amarrar a ambos. Lo que resultaba insólito era que la muchedumbre congregada allí no parecía la misma del día anterior. Era un gentío calmo, sereno y ordenado; ya no había presiones ni pujas por lograr mejor ubicación. Cada cual parecía haber encontrado su lugar preciso y de allí no se movía; si alguien cambiaba ocasionalmente de sitio, lo hacía lentamente y con sumo respeto para con los demás, pidiendo permiso y disculpándose ante los que lo rodeaban. La gente conversaba poco entre si y, cuando lo hacía, sólo era al oído y en voz muy baja. La soldadesca desplegada alrededor de la plaza no tuvo necesidad de intervenir como la víspera para hacer entrar en vereda a la gente entonces enardecida y los guardias que rodeaban la pira no precisaron formar la cadena de contención tan común en esos espectáculos. A la misma hora que el día anterior apareció el rey con su séquito clérigo-militar que fue a tomar su lugar en el palco oficial, cubierto con un nuevo dosel, pues el anterior había sido destrozado por la tormenta. Volvió a aparecer el carro, esta vez con Celsito y su padre, aunque no venían atados sino con los brazos y piernas libres. El niño sonreía a la multitud. De su pelo surgía algo así como un dorado resplandor y su mirada teñía de azul la serena mañana. Cándido estaba tranquilo, pero un velo de tristeza envolvía como un tul enlutado su noble rostro. Ni bien apareció el carro con la pareja, de la multitud se elevó unánimemente el murmullo sobrecogedor de una sentida oración que tuvo la virtud de poner la carne de gallina a los

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prelados, a los militares y al mismo rey, que trataron de evitar, aunque inútilmente, se reflejara en sus rostros. Es difícil decir si esa sensación era producto de la emoción ante el rezo colectivo o el miedo al pueblo y al Altísimo, porque ninguno de ellos podía olvidar los sucesos de la víspera y, sobre todo, el rayo que se detuvo a corta distancia del palio real. Dos guardias condujeron a Celsito y Cándido hacia la pira y los amarraron a sus respectivos postes. El presidente del Tribunal Eclesiástico Supremo se cuidó mucho de emitir una sola palabra, recordando los acontecimientos del pasado día. El rey tampoco habló; en cambio, se limitó a levantar su cetro y, ante esa orden, varios guardias se dispusieron a blandir las teas con el objeto de prender fuego a la hoguera, pero no pudieron pues, innumerables manos, blandiendo picas, hachas, hoces, martillos, etcétera, con certeros golpes lograron despojarlos de las mismas amén de sus armas. Al propio tiempo, decenas de hombres y mujeres corrieron hacia las demás antorchas que se desplegaban en derredor del rimero de leña y las blandieron amenazando poner fuego con ellas al palco real. Simultáneamente, centenares de personas armadas con herramientas y útiles de labranza, rodearon a los demás guardias y soldados que se hallaban cercanos a la pira, los golpearon, los desarmaron y los amarraron con fuertes sogas. Simultáneamente, la gente que estaba en la periferia, golpeaba y derribaba de sus caballos a los soldados encargados de guardar el orden, los despojaban de sus armas y las repartían entre si mientras que otros ataban a los militares derribados. Pronto, el pueblo allí presente, se hizo dueño de la plaza y, ahora, empuñando los arcabuces, espadas y otras armas de la soldadesca. Mientras todo esto ocurría con admirable limpieza y precisión, varios pobladores se acercaron a la pira y liberaron a Cándido y su hijo y los levantaron en andas mientras la multitud gritaba a coro:-¡Victoria, victoria!-¡Viva el principito!-¡Viva el niño ángel! Y otros, más exaltados: ¡A la hoguera con los enemigos de Dios! ¡A la hoguera con los frailes, los militares y el mismo rey! Y la gente, enfervorizada, subió al palco real sacando de allí, a viva fuerza, al monarca, los clérigos y los guardias ya desarmados, amarrándolos férreamente y llevándolos hacia la pira. El resto de la gente hizo otro tanto con la soldadesca aprisionada en la plaza. Los que sostenían las teas, cuando este grupo de gente fue arrojada sin miramientos sobre el enorme montón de leña, amagaron encender la hoguera, sonó un trueno horrendo y se encapotó el cielo cambiando el día en noche cerrada. La gente quedó paralizada y muda de asombro y temor. Entonces se alzó la voz de Cándido diciendo con firmeza y ternura al propio tiempo:-¡No. no debemos obrar como ellos! No los sentenciemos ni los ejecutemos sin juzgarlos. Así como os habéis organizado para evitar nuestro holocausto, organizaos en un Tribunal del Pueblo que juzgue, con absoluta imparcialidad, el comportamiento del rey y de quienes lo secundan, sean militares o clérigos. Seguramente que su delito no es sólo el actual. Otros inocentes habrán sido inmolados en la hoguera en su momento y seguro que vosotros podréis añadir cientos sino miles de injusticias, tales como las más severas cargas que os ha impuesto el Soberano y los diezmos por la Iglesia y, tal vez algunos otros crímenes que yo no puedo adivinar; pero no los imitemos. No tomemos justicia por nuestra propia mano. Juzguémoslos como corresponde.Y Celsito agregó:-Yo no soy ni un príncipe ni un ángel. Soy hijo de un molinero aquí presente y que recién acaba de hablaros cuerdamente. Sólo os pido que le hagáis caso a sus consejos. Nosotros sólo queremos nuestra libertad para continuar con nuestra modesta vida, como hasta ahora. Gracias a vosotros podemos estar libres.

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-Tú debes ser el rey de este país y tu padre el consejero –gritó un hombre de la multitud-¡Sí, sí! –aprobó el gentío en forma unánime. Entonces Cándido que, como ya dijimos al comienzo de esta historia, no tenía nada de tal, alzó su potente voz y dijo:-No os olvidéis, buena gente, que aún quedan soldados y guardias en palacio y que a esos también los tenemos que reducir. No perdamos tiempo y vayamos hacia allí con las armas que les hemos arrebatado a nuestros enemigos. Una vez que los tengamos bien sujetos a todos ellos, entonces podremos formar el tribunal a que me he referido y analizar la conducta de cada uno, condenando a quienes se lo merezcan y liberando a aquellos que no tengan culpa alguna.-¡Sí, sí! –coreó la multitud- Vamos hacia el palacio. Todos con sus armas-Sí –corroboró Cándido y agregó- pero de la misma forma organizada con que habéis actuado hoy aquí, en la plaza, y con un plan a trazar de inmediato –y terminó diciendo- que vengan los jefes de grupo. Los hombres y mujeres allí presentes se miraron unos a otros, asombrados de que Cándido estuviera al tanto de la preparación del complot.-No os asombréis –dijo él- Para cualquiera que sepa observar es evidente que lo que habéis hecho hoy tuvo que ser preparado con toda premeditación y planificado al detalle.-Es verdad. Lo has adivinado. Por eso tú debes ser el consejero del futuro rey: el niño ángel, el principito.-Un rey necesita muchos más colaboradores que un solo consejero que no podría abarcar todo lo que hay que prevenir y realizar a favor del pueblo. De vosotros debe salir esa gente. Muchos de vosotros podéis ser consejeros y, por eso, sois vosotros mismos los encargados de elegirlos. Ahora marchemos organizadamente hacia el palacio real para culminar nuestra obra. Reuníos los jefes de grupo y dictaminad rápidamente lo que hay que hacer. Estos se reunieron brevemente e impartieron enseguida las consignas para las acciones a realizar y su forma, que tenía que ser silenciosa, sorpresiva y contundente. Para ello despojaron a los militares de sus uniformes y muchos de los lugareños se vistieron con ellos. Otros privaron de sus sotanas a los dignatarios eclesiásticos y se disfrazaron de frailes. Se dejó una reducida guardia bien armada para vigilar a toda esa ralea amarrada y amontonada sobre la pira. Aunque ninguno de ellos podía moverse, pues las ligaduras habían sido hechas con particular maestría, se encendieron, por si acaso, varias teas que esgrimieron varios de los pobladores como constante amenaza de encender la hoguera ante el más pequeño intento de rebelión. El grueso de la gente, transformada en soldados, montó a caballo y se dividió en varios grupos que tratarían de entrar al palacio por sus diversos portones. Los disfrazados de clérigos tomaron lugar en la negra carroza y, en el dorado carruaje del rey, hicieron subir a Cándido y su hijo. El palacio fue tomado por sorpresa, ya que, a ningún guardia se le podía ocurrir que los uniformados como ellos mismos, no fueran camaradas suyos. Ni que en el carruaje real ocupara su sitio otra persona que su monarca. Lo mismo sucedió con los disfrazados de eclesiásticos que, con las armas escondidas entre sus ropas, entraron y tomaron el palacio del Santo Tribunal. Todos los soldados fueron amarrados y puestos a buen recaudo en los mismos horrendos calabozos del castillo. Luego fueron traídos de la plaza, en varios carros, el rey y todos los demás allí reducidos y fueron también a dar con sus huesos a la prisión. En las iglesias de la ciudad se pusieron guardias del pueblo para controlar la actividad de los clérigos. En los mencionados templos se hizo un registro y se encontraron en casi todos ellos joyas y armas que fueron confiscadas inmediatamente para ponerlas al servicio de las

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necesidades del pueblo. Fuera de estas medidas, no fue turbada en absoluto la labor de los religiosos y de la grey.

A los pocos días se formó un tribunal popular que juzgó a todos y cada uno de estos personajes. A la mayoría se los “condenó” al “castigo” que consistía en ocuparse de realizar un trabajo útil para la sociedad. Al rey y a los integrantes del ex Supremo Tribunal Eclesiástico, teniendo en cuenta los terribles e incontables crímenes de lesa humanidad de que eran culpables, se los sentenció a muerte. Celsito fue ungido rey por voluntad unánime del pueblo que votó por él en las primeras elecciones que tuvieron lugar en un reino que jamás las había conocido. Su padre fue elegido Primer Ministro con atribuciones de regente y se formó, con los hombres y mujeres que más se habían destacado en las luchas que acabamos de relatar, también por medio de elecciones abiertas y limpias, un enorme consejo dividido en numerosos grupos encargados de elaborar todos los proyectos necesarios para hacer del país un rico territorio donde toda la gente fuera feliz.

Epílogo

Celsito fue un excelente rey mientras supo escuchar la voz del pueblo, directamente y a través de sus consejeros. Supo, asimismo, escuchar al primer ministro, su padre, y aprender de su experiencia y sabiduría, así como de la experiencia de la gente sencilla; pero, al ir creciendo, el envanecimiento hizo presa de él haciéndole creer que toda la buena obra realizada se debía pura y exclusivamente a él, a su inteligencia y al gran don que tenía para mandar. Para colmo, su padre, que aún a duras penas lograba torcer las medidas injustas e inconsultas que Celso el Grande o el Excelso (como se hacía llamar) ordenaba frecuentemente, enfermó y murió. Muerto su padre, al cual lloró sinceramente, cerró sus oídos a las sabias palabras de sus consejeros y aun a las del propio pueblo. El descontento fue creciendo a lo largo y ancho del reino pues sus medidas eran impopulares, dictatoriales y hasta criminales, algunas, tales como las del antiguo rey. Un complot organizado por el Consejo del Reino tumbó al rey Celso, obligándolo a abdicar. Ese mismo Consejo se transformó en tribunal que juzgó al rey y lo condenó a muerte; pero no hubo forma de ejecutarlo, pues Celso era física y orgánicamente inmune. Ni el fusilamiento, ni la horca, ni cualquier otro medio de ejecución lograban hacerle daño: sus heridas se cerraban al instante y cualquier tejido afectado, incluido el del corazón, se recomponía inmediatamente rescatándolo de la muerte. Siempre se mantenía con su blanquísima piel, con sus dorados cabellos que no encanecían y parecían derramar sol en torno de si junto con la luz azul de su mirada que, sin embargo, había perdido su otrora característica dulzura, al igual que su sonrisa que se había borrado para siempre de su rostro. Comentando estos extraños fenómenos del nuevo rey destronado, una anciana del pueblo dijo a sus vecinas:-Al rey lo deberían condenar a mirar perpetuamente su rostro en un espejo: ése será el peor castigo pues, como no puede morir, esa visión lo atormentará por los siglos de los siglos. Creo que no hay peor castigo que ése. Lo dicho por la anciana se fue trasladando de boca en boca hasta que llegó a oídos del Consejo. Entonces decidieron encerrar a Celso en una lujosa y enorme habitación con todas las comodidades, cuyas paredes, piso y techo eran espejos de bruñido acero. Fue alimentado y vestido como un rey, pero debía sufrir la tortura de contemplar su amargo rostro por toda la eternidad.

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¿Y la Mulita parda?

El avisado lector, tal vez se hará la pregunta siguiente: ¿Qué fue de la mula parda de Cándido desde que quedó amarrada al palenque del mesón donde la dejó su dueño? Se parece al olvido que tuvo Cervantes al escribir su “Don Quijote de la Mancha” cuando el asno de Sancho Panza desapareció robado por alguien y tras innumerables páginas, más adelante, reaparece de pronto como si nunca hubiera estado ausente. Por supuesto que, en el caso de la mulita del presente cuento, no pretendo alegar olvido ni compararme con el genial “Manco de Lepanto.” Allí quedó la mulita, alimentada y atendida por el mesonero… pero… esto ya sería el comienzo de otra historia que aún ni siquiera he pensado escribir. [email protected] página web- www.jorge-prieto-barros.com.ar