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MILE ERCKMANN&

ALEXANDRE CHATRIAN

Cuentos

La ladrona de nios........................................................................................................................................3 El bosquejo misterioso.................................................................................................................................12 El viejo sastre...............................................................................................................................................23 La trenza negra.............................................................................................................................................34 Messire Tempus...........................................................................................................................................38 El burgomaestre embotellado......................................................................................................................41 El ojo invisible o La hostera de los tres ahorcados.................................................................................................................51

La ladrona de niosLa voleuse denfants En 1817 poda verse a diario, vagando por las calles del barrio Hesse-Darinstadt, en Maguncia, a una mujer alta, lvida, de chupado rostro y ojos huraos: imagen espantosa de la locura. Esta desgraciada, antigua colchonera de oficio, que se llamaba Cristina Evig, haba perdido la razn a causa de un suceso terrible cuando viva en la callejuela del Petit-Volet, detrs de la catedral. Al atravesar una tarde la calle tortuosa de los Trois-Bateaux, con su hijita de la mano, se dio cuenta de pronto que acababa de soltar a la nia haca un segundo y que ya no oa el ruido de sus pasitos; entonces la pobre mujer se volvi gritando: Deubche, Deubche!... Dnde ests? Nadie respondi y todo a su alrededor estaba desierto. Entonces, corriendo, gritando y llamando a la nia, volvi hasta el puerto; all clav su mirada en el agua sombra que se abisma bajo los barcos. Sus gritos y sus lamentos haban atrado a los vecinos; la pobre madre les explic su angustia. Se le ayud a hacer nuevas pesquisas; pero nada, ni un rastro, ni un indicio vino a aclarar este horrible misterio. Desde aquel instante, Cristina Evig no haba vuelto a poner los pies en su casa: noche y da erraba por la ciudad, gritando con una voz cada vez ms dbil y quejumbrosa: Deubche, Deubche!... Se le tena lstima; las buenas gentes, unas veces ste, otras aqul, le daban albergue, le daban comida y la vestan con sus andrajos. La polica, en presencia de una simpata tan unnime, no crey que deba intervenir para meter a Cristina en una casa de locos, como era la prctica de aquel tiempo. As, pues, la dejaban ir y venir y proferir sus quejas, sin preocuparse de ella. Pero lo que daba a la desgracia de Cristina un carcter verdaderamente siniestro era que la desaparicin de su hijita haba sido como la seal de varios acontecimientos del mismo gnero: a partir de ese momento, una decena de nios haban desaparecido de un modo sorprendente, inexplicable, y varios de aquellos nios pertenecan a la alta burguesa. Estos raptos se efectuaban de costumbre al caer la noche, cuando los transentes escaseaban y cuando todos iban con prisa a sus casas despus de las faenas del da. En cuanto un nio imprudente sala al tranco de la puerta de su casa, su madre le gritaba: Karl!... Ludwig!... Lotel!..., igual que la pobre Cristina. Nadie responda! Las gentes corran, llamaban, registraban los alrededores... Se acab!... Contaros los trabajos de la polica, las detenciones provisionales, las investigaciones, el terror de las familias, sera cosa imposible. Ver morir a un hijo es horroroso, indudablemente, pero perderlo sin saber qu ha sido de l, pensar que no se volver a saber de l nunca, que esa pobre criatura tan dbil, tan preciosa, que se apretaba contra el corazn con tanto cario, sufre tal vez, que os est acaso llamando sin poder socorrerle... eso sobrepasa todo cuanto pueda imaginarse; ninguna expresin humana sabra describirlo. Corriendo el tiempo, una tarde de octubre de aquel ao de 1817, Cristina Evig, despus de haber vagado por las calles, haba ido a sentarse en la pila de la fuente del

Obispado, con sus largos cabellos grises alborotados y con los ojos errantes en torno suyo como en medio de un sueo. Las criadas de la vecindad, en vez de entretenerse como de costumbre en las inmediaciones de la fuente, se apresuraban a llenar su cntara y a volver a casa de sus amos. Slo la pobre loca permaneca all, inmvil, bajo la lluvia glacial que tamizaban las brumas del Rin. Y las altas casas de alrededor, con sus piones agudos, sus ventanas de rejas, sus innumerables tragaluces, se envolvan lentamente en las tinieblas. En la capilla del Obispado daban entonces las siete, Cristina no se mova y balaba temblando: Deubche... Deubche!... Pero en el instante en que las plidas claridades del crepsculo se elevaron hasta la cspide de los tejados antes de desaparecer, de repente se estremeci de pies a cabeza, alarg el cuello y su faz inerte, impasible desde haca dos aos, tom tal expresin de inteligencia, que la criada del concejal Trumf, que tenda justamente su cntara al chorro, se volvi estupefacta para observar aquel gesto de la loca. En el mismo instante, por el otro lado de la plaza, a lo largo de la acera, pasaba una mujer, con la cabeza baja, llevando entre sus brazos, en una pieza de tela, algo que se mova. Aquella mujer, vista a travs de la lluvia, tena un aspecto sobrecogedor; corra como una ladrona que acababa de dar el golpe, arrastrando tras s, por el barro, sus harapos fangosos y disimulndose en las sombras. Cristina Evig haba extendido su gran mano seca y sus labios se agitaban balbuceando extraas palabras; pero de repente un grito penetrante se escap de su pecho: Es ella! Y saltando a travs de la plaza, en menos de un minuto alcanz la esquina de la calle de Vieilles-Ferrailles, por donde la mujer acababa de desaparecer. Pero all Cristian se detuvo jadeante; la extraa mujer se haba perdido en las tinieblas del callejn y en todo el contorno no se oa ms que el ruido del agua cayendo de las goteras. Qu acababa de pasar en el espritu de la loca? Haba recordado algo? Haba tenido alguna visin, uno de esos relmpagos del alma, que en un segundo descorren el velo de los abismos del pasado? Lo ignoro. Lo cierto es que acababa de recobrar la razn. Sin perder un minuto en perseguir a la aparicin de haca un momento, la desgraciada remont la calle de los Trois-Bateaux como llevada por el vrtigo, dobl la esquina de la plaza de Gutenberg y se lanz dentro del vestbulo del preboste Kasper Schwartz gritando con voz sibilante: Seor preboste, los ladrones de nios estn descubiertos! Ah!, pronto... escuche usted... escuche! El seor preboste acababa de terminar su cena. Era un hombre grave, metdico, que gustaba de digerir tranquilamente despus de haber cenado sin molestias: la vista de aquel fantasma le impresion vivamente y, depositando su taza de t, que justamente se iba a llevar a los labios: Dios mo!exclam. No voy a tener un minuto de reposo en toda la jornada? Es posible que exista un hombre ms desgraciado que yo? Qu me quiere esta loca ahora? Por qu la han dejado entrar aqu? Al or estas palabras, Cristina, recobrando su calma, respondi con tono suplicante: Ah, seor preboste, dice usted que si existe un ser ms desgraciado que usted... Pues mreme a m!... Mreme, entonces!...

Y su voz tena sollozos; sus dedos crispados separaban de su cara largos mechones de cabello grises; estaba espantosa. Loca!, s, Dios mo, lo he estado!... El Seor, en su misericordia, me haba velado mi desgracia... pero ahora no lo estoy... Oh! Lo que he visto!... Aquella mujer llevando un nio... pues era ciertamente un nio... estoy segura... Pues bien!, vyase usted al diablo con su mujer y con su nio... vyase al diablo! exclam el preboste. Miren la desgraciada que arrastra sus andrajos por el suelo. Hans!... Hans!... Vas a venir a poner en la puerta a esta mujer? Al diablo el puesto de preboste! No me trae ms que sinsabores. El criado apareci y el seor Kasper Schwartz dijo sealndole a Cristina: Condcela afuera. Decididamente maana tengo que redactar una demanda en forma para desembarazar a la ciudad de esta desgraciada. Tenemos manicomios, gracias al cielo! Entonces la loca se ech a rer de una manera lgubre, mientras el criado, lleno de lstima, la coga por el brazo y le deca con dulzura: Vamos, Cristina, vamos... salga usted. Haba vuelto a sumergirse en su locura y murmuraba: Deubche... Deubche!... *** Mientras ocurra esto en casa del preboste Kasper Schwartz, bajaba un coche por la calle del Arsenal; el centinela, de guardia ante el parque de proyectiles, al reconocer el carruaje del conde Diderich, coronel del regimiento imperial de Hilbourighausen, present armas; un saludo le respondi desde el interior. El coche, a todo correr, pareca ir a dar la vuelta por la puerta de Alemania, pero enfoc la calle del Homme-de-Fer y se detuvo ante el casern del preboste. El coronel, con uniforme de gala, ech pie a tierra, levant los ojos y se qued estupefacto, pues las carcajadas de la loca se escuchaban desde fuera. El conde Diderich era un hombre de treinta y cinco a cuarenta aos, alto, moreno de barba y de pelo, de una fisonoma severa, enrgica. Penetr bruscamente en el vestbulo, vio a Hans empujar a Cristina Evig y, sin anunciarse, entr en el comedor de maese Schwartz, gritando: Seor, la polica de vuestro distrito es de lo ms inepto! Hace veinte minutos me haba parado delante de la catedral, en el momento del ngelus. Al ir a salir del coche y ver a la condesa de Hilbourighausen que bajaba del prtico, me retir hacia atrs para dejarle sitio, cuando veo que nuestro hijo un nio de tres aos, que iba sentado a mi lado acababa de desaparecer. La portezuela del lado del Obispado estaba abierta. Haban aprovechado el momento en que yo bajaba el estribo para raptar al nio! Todas las pesquisas hechas por mis gentes han sido intiles!... Estoy desesperado, seor, desesperado!... La agitacin del coronel era extrema; sus ojos negros brillaban como relmpagos, a travs de dos grandes lgrimas que trataba de contener; su mano acariciaba el puo de su espada. El preboste estaba anonadado; su naturaleza aptica sufra ante la idea de levantarse y pasar la noche dando rdenes, yendo l mismo al lugar del suceso a fin de volver a comenzar, por centsima vez, investigaciones que haban resultado siempre infructuosas. Le habra gustado dejar el asunto para el da siguiente. Seor prosigui el coronel, sepa usted que me vengar. Usted me responde de mi hijo con su cabeza! A usted le corresponde velar por la seguridad pblica! Est usted faltando a sus deberes! Esto es indigno! Necesito un enemigo, me oye? Que yo sepa al menos quin me asesina!

Mientras pronunciaba esas palabras incoherentes, se paseaba de arriba abajo, con los dientes apretados y la mirada torva. Sobre la frente enrojecida de maese Schwartz se vean gotas de sudor. Mirando a su plato murmur por lo bajo: Estoy desolado, seor, desoladsimo... pero el vuestro hace el nmero diez... Los ladrones son ms hbiles que mis agentes; qu quiere usted que yo le haga? Al or estas imprudentes palabras, el conde dio un salto de rabia y, agarrando a aquel hombre gordinfln por los hombros, le levant del silln. Qu quiere usted que yo le haga!... Ah, de modo que responde usted as a un padre que le pide a su hijo! Sulteme, seor, sulteme aullaba el preboste sofocado de espanto. En nombre del cielo, clmese usted! Una mujer... una loca, Cristina Evig, acaba de venir a decirme... ah!, s, ya me acuerdo. Hans! Hans! El criado lo haba odo todo desde la puerta y apareci al instante. Seor... Corre a buscar a la loca. Todava est ah, seor preboste. Entonces que pase. Sintese usted, mi coronel. El conde Diderich permaneci de pie en medio de la sala y un minuto despus, Cristina Evig volvi a entrar, huraa y riendo estpidamente como haba salido. El criado y la criada, interesados por lo que pasaba, se haban quedado de pie en el umbral de la puerta con la boca abierta. El coronel, con un gesto imperioso, les rizo una seal de que salieran. Luego, cruzando los brazos frente a maese Schwartz, dijo: Y bien, seor, qu luces pretende usted sacar de esta desgraciada? El preboste hizo intencin de hablar; sus gordos carrillos se agitaron. La loca rea como si estuviese sollozando. Seor coronel dijo al fin el preboste, esta mujer est en el mismo caso pie usted; hace dos aos que ha perdido i su hijita y esta desgracia es la causa de su locura. Los ojos del coronel se prearon de lgrimas. Y qu ms? dijo. Acaba de entrar aqu, pareca tener un relmpago de razn y me ha dicho... Maese Schwartz se call. Qu, seor mo? Que haba visto a una mujer que se llevaba a un nio. Y, creyendo que hablaba as en uno de sus desvaros, la he echado fuera. El coronel sonri con amargura. La ha echado usted fuera? dijo. S... creo que ha vuelto a caer inmediatamente en su locura. Cspita! exclam el conde con voz de trueno, niega usted su apoyo a esa desgraciada... hace usted desaparecer hasta su ltimo fulgor de esperanza... la reduce usted a la desesperacin en lugar de sostenerla y defenderla, como es su deber. Y se atreve usted a continuar en su puesto... Se atreve usted a cobrar su sueldo!... Ah, seor! Y acercndose al preboste, cuya peluca temblaba, aadi con una voz sorda, concentrada: Es usted un miserable! Si no encuentro a mi hijo, lo matar como a un perro. Maese Schwartz, con los ojos fuera de las rbitas, las manos crispadas, la boca pastosa, guardaba silencio; el espanto le apagaba la voz y, adems, no saba qu responder.

De pronto, el coronel le volvi la espalda y, acercndose a Cristina, la mir unos segundos y luego, levantando la voz: Buena mujer le dijo, trate usted de responderme... Vamos a ver... en nombre de Dios, de su hijita... Dnde ha visto usted a esa mujer? Luego guard silencio y la pobre loca, con su voz quejumbrosa murmur: Deubche, Deubche!... La han matado! El conde palideci y en un arrebato de furia, cogiendo a la loca por la mueca: Respndeme, desgraciada exclam, respndeme! El coronel la zarandeaba; la cabeza de Cristina volvi a caer hacia atrs; lanz una carcajada espantosa y dijo: S... s... todo ha terminado... La mujer mala me la ha matado! Entonces el conde sinti sus rodillas flaquear, se desplom ms que sentarse en un silln, los codos apoyados en la mesa, su plido rostro entre las manos, con los ojos fijos, como clavados en una escena espantosa. Y los minutos se sucedieron lentamente en el silencio. El reloj dio las diez, las vibraciones de la campana hicieron estremecerse al corone}. Se levant, abri la puerta y Cristina sali. Seor... dijo maese Schwartz. Cllese usted! interrumpi el coronel con un mirada fulminante. Y sigui a la loca, que sali a la calle tenebrosa. Acababa de asaltarle una idea singular. Todo est perdido me dijo. Esta desgraciada no puede razonar, no puede comprender lo que se le pregunta, pero ha visto algo; acaso su instinto puede conducirla... No es preciso aadir que el seor preboste qued maravillado de semejante ocurrencia. El digno magistrado se apresur a cerrar la puerta con doble llave: luego, una doble indignacin se apoder de su alma: Amenazar a un hombre como yo exclam. Agarrarme por el cuello! Ah!, seor coronel, ya veremos si existen leyes en este pas! Maana mismo voy a dirigir una queja a Su Excelencia el gran duque y descubrirle la conducta de sus oficiales. *** Entretanto, el conde segua a la loca y, por un efecto extrao de la sobreexcitacin de sus sentidos, la vea en la noche, en medio de la bruma, como en pleno da; oa sus suspiros, sus palabras confusas a pesar del soplo continuo del viento de otoo desbocado por las calles desiertas. De tarde en tarde, se vea correr a lo largo de las aceras a algunos ciudadanos retrasados con el cuello del abrigo subido, las manos en los bolsillos y el sombrero encasquetado hasta los ojos; se oan las puertas al cerrarse, una contraventana mal sujeta golpear la pared, una teja levantada por el viento rodar hasta la calle; luego, de nuevo el inmenso torrente del aire reanudaba su carrera, cubriendo con su voz lgubre todos los ruidos, todos los silbidos, todos los suspiros. Era una de esas fras noches de fines de octubre, en que las veletas, sacudidas por el cierzo, giran locas en lo alto de los tejados y gritan con su voz estridente: El invierno!... El invierno! Ya est aqu el invierno!... Al llegar al puente de madera, Cristina se asom, mir el agua negra, fangosa, (pie se arrastra por el canal y luego, irguindose otra vez con un aire de incertidumbre, prosigui su camino, temblando y murmurando por lo bajo: Oh, qu fro hace! El coronel, apretando con una mano los pliegues de su capa, comprima con la otra los latidos de su corazn, que le pareca le iba a estallar.

Sonaron las once en la iglesia de San Ignacio, luego las doce. Cristina Evig no dejaba de andar: haba recorrido las calles de la Imprimerie, del Maillet, del Mercado del Vino, de las Vieilles-Boucheries, de los Fosss-de-lEvech. Cien veces el conde, desesperado, se haba dicho que aquella persecucin nocturna no poda conducir a nada, que la loca no tena ningn rastro; pero cuando pensaba que se era su ltimo recurso, la segua siempre yendo de plaza en plaza, detenindose cerca de un guardacantn, en una rinconada, luego, reanudando su caminata incierta, absolutamente como la bestia sin guarida que vaga al azar en las tinieblas. Al fin, hacia la una de la madrugada, Cristina desemboc de nuevo en la plaza del Obispado. El tiempo pareca entonces haber aclarado un poco, la lluvia haba cesado, un viento fresco barra la plaza y la luna, tan pronto rodeada de sombras nubes como brillando con toda su fuerza, quebraba sus rayos, lmpidos y fros, como hojas de acero, en los mil charcos de agua estancada entre los adoquines. La loca fue tranquilamente a sentarse al lado de la fuente, en el sitio que haba ocupado algunas horas antes. Mucho tiempo permaneci en la misma actitud, con la mirada triste, los andrajos pegados a su flaco cuerpo. Todas las esperanzas del conde se haban desvanecido. Pero en uno de esos instantes en que la luna se descubra, proyectando su plida, luz sobre los edificios silenciosos, de pronto, la loca se levant, alarg el cuello y el coronel, siguiendo la direccin de su mirada, vio que se fijaba en la calleja de las Vieilles-Ferrailles, a doscientos pasos aproximadamente de la fuente. En el mismo instante ella parti como una flecha. El conde la sigui sin perder segundo, metindose en el laberinto de altos y antiguos edificios que domina la vieja iglesia de San Ignacio. La loca pareca poseer alas; diez veces estuvo a punto de perderla, tanto era lo que corra por aquellas callejuelas tortuosas, atestadas de carretas, de pilas de estircol y de leos amontonados ante las puertas a la llegada del invierno. Sbitamente, Cristina desapareci en una especie de callejn tenebroso y el coronel tuvo que detenerse, falto de direccin. Felizmente, al cabo de algunos segundos, el rayo amarillo y rancio de una lmpara comenz a filtrarse desde el fondo de aquella cloaca, a travs de una ventanuca mugrienta; aquel rayo estaba inmvil; pronto lo vel una sombra, luego desapareci. Evidentemente, algn ser velaba en aquel antro. Qu es lo que haca? Sin vacilar, el coronel se meti por la callejuela, yendo derecho a la luz. En medio de aquella cloaca encontr a la loca de pie en el fango, con los ojos desencajados, la boca abierta, mirando tambin aquella lmpara solitaria. La aparicin del conde no pareci sorprenderla; nicamente, extendiendo el brazo hacia la pequea ventana iluminada en el primero, dijo: All es! con un acento tan expresivo, que el conde sinti un escalofro. Bajo el impulso de aquel movimiento, se lanz contra la puerta del antro, la abri de un solo empujn y se vio frente a las tinieblas. La loca estaba detrs de l. Chist...! indic ella. Y el conde, cediendo una vez ms al instinto de la desgraciada, se mantuvo inmvil, prestando odo. El ms profundo silencio reinaba en el edificio; hubirase dicho que todo dorma, que todo estaba muerto. En la iglesia de San Ignacio dieron las dos. Entonces un dbil cuchicheo se dej or en el primer piso, luego apareci una vaga claridad en la muralla decrpita del fondo; el suelo de madera cruji bajo los pies del coronel y el rayo de luz, acercndose, ilumin primero una escalerilla, montones de chatarra y una pila de lea, ms lejos, una ventanuca srdida abierta al patio, a derecha

y a izquierda botellas, un cesto de trapos... qu se yo?; un interior sombro, agrietado, repelente. Al fin, un candil de cobre de humeante mecha, sostenido por una manita seca como una garra de pjaro, se asom lentamente por la escalerilla y, por encima de la luz, apareci una cabeza de mujer, inquieta, con los cabellos de color estopa, los pmulos salientes, las orejas puntiagudas, separadas de la cabeza y casi rectas, los ojos gris claro, lanzando chispas bajo el arco de las cejas; en suma, un ser siniestro, vestido con una falda mugrienta, los pies metidos en unos chanclos viejos, unos brazos descarnados desnudos hasta el codo, que tena en una mano el candil y en la otra un hacha pequea. Apenas este abominable ser hubo fijado sus ojos en la sombra, cuando se puso a trepar por la escalerilla con una agilidad sorprendente. Pero era demasiado tarde: el coronel haba saltado espada en mano y tena ya a aquella bruja agarrada por la falda. Mi hijo, miserable! grit. Mi hijo! A este rugido del len, la hiena se haba vuelto, lanzando un hachazo al azar. A continuacin se entabl una lucha espantosa. La mujer, derribada, trataba de morder; el candil, que se haba cado en los primeros instantes, arda en el suelo y su mecha, chisporroteando sobre las losas hmedas, proyectaba sombras movedizas en el fondo grisceo del muro. Mi hijo! repeta el coronel. Mi hijo o te mato! S, tendrs a tu hijo responda con un acento irnico la mujer jadeante. Oh!... No hemos acabado... tengo buenos dientes... el cobarde que quiere estrangularme... Eh, la de arriba! Ests sorda?... Sultame, yo te lo dir todo!... Pareca agotada cuando otra bruja, ms vieja, ms huraa, salt de la escalera abajo gritando: Aqu estoy! La miserable estaba armada de un gran cuchillo de carnicero y el conde, levantando los ojos, vio que estaba calculando para asestarle una cuchillada por detrs. Se crey perdido, slo un azar providencial poda salvarlo. La loca, espectadora impasible hasta entonces, se abalanz sobre la vieja, exclamando: Es ella... es ella! Oh, la conozco muy bien!... No se me escapar. Por toda respuesta, un chorro de sangre inund el suelo; la vieja acababa de degollarla; haba sido cosa de un segundo. El coronel haba tenido tiempo de levantarse y de ponerse en guardia; al ver lo cual, las dos brujas subieron rpidamente la escalera y desaparecieron en las tinieblas. El candil, humeante, se extingua y el conde aprovech sus ltimos fulgores para seguir a las asesinas. Pero al llegar a lo alto de la escalerilla la prudencia le aconsej no abandonar esta salida. Oa los estertores de Cristina abajo y la sangre que caa de escaln en escaln en medio del silencio. Era espantoso!... Al otro lado, al fondo de la guarida, un trasiego extrao haca temer al conde que las dos mujeres quisieran escaparse por las ventanas. El desconocimiento de aquel lugar lo tena all desde haca un instante, cuando un rayo luminoso, deslizndose a travs de una puerta de cristales, le permiti ver las dos ventanas de la habitacin que daban al callejn iluminadas por una luz exterior. Al mismo tiempo, oy en la calle una voz ronca decir: Eh! Qu es lo que pasa aqu?... Una puerta abierta... Toma, toma!... A m! grit el coronel. A m! Al mismo tiempo la luz penetraba en el edificio. Oh! dijo la voz. Sangre!, diablo!... No me engao!... Es Cristina!

A m! repiti el coronel. Unas pisadas fuertes sonaron en la escalera y la cabeza barbuda del wachtmann Selig, con su gran gorro de nutria, su piel de cabra sobre los hombros, apareci en lo alto de la escalera, dirigiendo la luz de la linterna hacia el conde. La vista del uniforme extra al buen hombre. Quin est ah? pregunt. Suba usted... buen hombre... suba! Perdn, mi coronel, pero es que abajo... S... una mujer acaba de ser asesinada. Los asesinos estn ah. El wachtmann subi entonces los ltimos escalones y, con la linterna alta, ilumin el reducto: era una buhardilla de seis pies a lo sumo que terminaba en la puerta de la habitacin donde se haban refugiado las dos mujeres; una escalerilla que suba al granero, a la izquierda, limitaba an ms el espacio. La palidez del conde asombr a Selig; sin embargo, no se atreva a preguntarle, cuando fue ste quien le interrog. Quin vive aqu? Son dos mujeres, madre e hija; en el barrio del Mercado se les llama las dos Josel. La madre vende carne en el mercado, la hija hace embutido. El conde, recordando entonces las palabras de Cristina pronunciadas en su delirio: Pobre nia... la han matado!, sinti un vrtigo y la frente se le cubri de un sudor de muerte. Por la ms espantosa casualidad, descubri en el mismo instante, detrs de la escalera, un vestidito escocs, de cuadros azules y encantados, unos zapatitos, una especie de gorro con una borla negra, arrojados all, en la sombra. Se estremeci, pero un impulso irresistible le llevaba a ver, a contemplar con sus propios ojos; as, pues, se acerc, temblando de pies a cabeza, y levant aquella ropita con una mano temblorosa... Era la de su hijito. Algunas gotas de sangre mancharon sus dedos. Dios sabe lo que pas en el corazn del coronel! Largo tiempo clavado a la pared, con la mirada fija, los brazos colgando, la boca entreabierta, permaneci como fulminado. Pero de repente se abalanz contra la puerta con un rugido de furor que espant al wachtmann: nada habra podido resistir tal choque! Se oy caer en la habitacin los muebles que las dos mujeres haban amontonado para atrancar la puerta. El edificio tembl hasta sus cimientos. El conde desapareci en la sombra; luego, aullidos, gritos salvajes, imprecaciones, roncos clamores se escucharon en medio de las tinieblas... Aquello no tena nada de humano; hubirase dicho un combate de bestias feroces desgarrndose en el fondo de su caverna. La calle se iba llenando de gente. Los vecinos penetraban desde todos los sitios en el antro, gritando: Qu sucede? Se estn degollando aqu? *** Qu os dir todava? El coronel Diderich se cur de sus heridas y desapareci de Maguncia. Las autoridades de la ciudad juzgaron til ahorrar a los padres de las vctimas aquellas abominables revelaciones; yo lo s por el mismo wachtmann Selig, ya viejo y retirado, que vive en su aldea cerca de Sarrebrck; slo l conoce los detalles por haber asistido como testigo a la instruccin secreta de aquel proceso, ante el tribunal de Maguncia.

Quitad el sentido moral al hombre, y su inteligencia, de la que est tan orgulloso, no podr preservarlo de las ms infames pasiones.

El bosquejo misteriosoLesquisse mystrieuse

IFrente a la capilla Saint-Sebalt, en Nuremberg, en la esquina de la calle de los Trabans, se eleva una pequea posada, angosta y alta, con el hastial dentado, los vidrios empolvados y el techo coronado por una virgen de yeso. Fue all donde pas los das ms tristes de mi vida. Haba ido a Nuremberg para estudiar a los viejos maestros alemanes; pero, a falta de dinero contante y sonante, tuve que hacer retratos... y qu retratos! Comadres gordas, con el gato en las rodillas, concejales con peluca, burgomaestres con tricornio, todo coloreado de abundante ocre y bermelln. De los retratos descend a los croquis y de los croquis a las siluetas. Nada ms penoso que tener constantemente a las espaldas a un dueo de hotel, de labios repulgados, voz chillona, aire impdico, que todos los das viene a decir: Eh!, me pagar pronto, seor? Sabe a cunto asciende su cuenta? No, eso no lo preocupa... El seor come, bebe y duerme tranquilamente... El seor alimenta a los pajaritos. La cuenta del seor asciende a doscientos florines y diez kreutzer... no vale la pena que hablemos de esto. Aquellos que no han odo cantar esta gama, no pueden tener una idea de lo que es; el amor al arte, la imaginacin, el entusiasmo sagrado por lo bello se resecan al soplo de semejante pillo... Uno se vuelve torpe, tmido; se pierde toda la energa, tanto como el sentimiento de la dignidad personal, y uno saluda de lejos, respetuosamente, al seor burgomaestre Schneegans! Una noche, sin tener un cntimo, como de costumbre, y amenazado de ir a prisin por ese digno seor Rap, resolv hacer que quebrara cortndome la garganta. En ese agradable pensamiento, sentado en mi camastro frente a la ventana, me entregaba a mil reflexiones filosficas ms o menos regocijantes. Qu es el hombre?, me deca yo. Un animal omnvoro; sus mandbulas provistas de caninos, de incisivos y de molares, lo prueban suficientemente. Los caninos estn hechos para despedazar la carne; los incisivos para comenzar la fruta, y los molares para masticar, destrozar y triturar las substancias animales y vegetales con el gusto y el olfato. Pero cuando no hay nada para masticar, ese ser es un verdadero sin sentido en la naturaleza, una superfetacin, la quinta rueda de una carroza. Tales eran mis reflexiones. No me atreva a abrir mi navaja de afeitar por temor a que la fuerza invencible de mi lgica me inspirara el coraje de terminar con todo. Despus de haber argumentado de ese modo, sopl mi vela, aplazando la continuacin para el da siguiente. Ese abominable Rap me haba embrutecido completamente. De hecho, ya no vea ms que siluetas, y mi nico deseo, era el de tener dinero para desembarazarme de su odiosa presencia. Pero aquella noche, se produjo una revolucin singular en mi mente. Me despert hacia la una, encend de nuevo mi lmpara, y envolvindome en mi blusn gris, arroj en el papel un rpido bosquejo de estilo holands... era algo extrao, raro, que no tena ninguna relacin con mis concepciones habituales.

Imaginen un patio en sombras, encajado entre altas paredes decrpitas... Esas paredes estn repletas de ganchos, a siete u ocho pies del suelo. Con la primera mirada se adivina que es una carnicera. A la izquierda se extiende un armazn de listones; a travs de eso se ve un buey descuartizado, suspendido de la bveda por poleas enormes. Grandes charcos de sangre corren por las baldosas y van a reunirse en una zanja llena de restos sin forma. La luz llega desde arriba entre las chimeneas, cuyas veletas se recortan en un ngulo de cielo grande como la mano, y los techos de las casas vecinas escalan vigorosamente sus sombras de piso en piso. En el fondo de ese reducto hay un cobertizo, debajo del cobertizo una leera, encima de la leera, unas escalas, unos haces de paja, paquetes de cuerda, jaulones para gallinas y una vieja conejera fuera de uso. Cmo se ofrecan a mi imaginacin esos detalles heterclitos?... Lo ignoro, no tena ninguna reminiscencia anloga y, sin embargo, cada trazo del lpiz era un hecho de observacin fantstica a fuerza de ser verdadero. Nada faltaba! Pero a la derecha, un rincn del bosquejo quedaba en blanco... No saba qu poner... Algo se agitaba all, se mova... De pronto, vi un pie, un pie invertido, separado del suelo. A pesar de esa posicin improbable, segu la inspiracin sin darme cuenta de mi propio pensamiento. Ese pie terminaba en una pierna... Extendida con esfuerzo, pronto flot el faldn de un vestido en la pierna... Resumiendo, apareci una mujer vieja, macilenta, deshecha, desmelenada, invertida sucesivamente en el borde de un pozo y luchando contra un puo que le apretaba la garganta. Lo que estaba dibujando era una escena de asesinato. El lpiz se me cay de la mano. Aquella mujer, en la actitud ms audaz, con la cintura doblada en el brocal del pozo, el rostro contrado por el terror, las dos manos crispadas en los brazos del asesino, me daba miedo... No me atreva a mirarla. Pero no vea al hombre, al personaje de ese brazo... Me era imposible terminarlo. Estoy cansado, me dije con la frente baada en sudor, slo me queda esta figura para hacer, terminar maana... Ser fcil. Y volv a acostarme, espantado por mi visin. Cinco minutos despus, dorma profundamente. Al da siguiente, estaba de pie de madrugada. Acababa de vestirme y me preparaba para retomar la obra interrumpida cuando resonaron en la puerta dos golpecitos. Entre! La puerta se abri. Un hombre ya viejo, alto, delgado, vestido de negro, apareci en el umbral. La fisonoma de aquel hombre, sus ojos juntos, su nariz grande como el pico de un guila, coronada por una frente ancha, huesuda, tena algo de severo. Me salud gravemente. El seor Christian Venius, el pintor? dijo. Soy yo, seor. Se inclin nuevamente agregando: El barn Frederick Van Spreckdal! La aparicin en mi pobre tugurio del rico aficionado Van Spreckdal, juez del tribunal criminal, me impresion vivamente. No pude evitar echar una mirada secreta a mis viejos muebles carcomidos, a mis tapices hmedos y a mi techo polvoriento. Me senta humillado por tanto deterioro... Pero Van Spreckdal no pareci poner atencin en esos detalles y sentndose ante mi mesita, continu: Seor Venius, vengo...

Pero en ese mismo instante, sus ojos se detuvieron en el bosquejo inacabado... Ni siquiera termin la frase. Yo me haba sentado al borde del camastro, y la atencin sbita que ese personaje otorgaba a una de mis producciones haca que mi corazn latiera con una aprensin indefinible. Al cabo de un minuto, Van Spreckdal, levantando la cabeza, me dijo con la mirada atenta: Es usted el autor de este bosquejo? S, seor. Cul es su precio? No vendo mis bosquejos... Es el proyecto de un cuadro. Ah! dijo, levantando el papel con la punta de sus largos dedos amarillos. Sac un lente de su chaleco y se puso a estudiar el dibujo en silencio. En ese momento, el sol llegaba a la buhardilla oblicuamente. Van Spreckdal no murmuraba una palabra; su gran nariz se curvaba como un garfio, las cejas se le contraan y el mentn, elevndose como una galocha, hunda mil arruguitas en sus largas mejillas delgadas. El silencio era tan profundo que yo oa claramente el zumbido quejumbroso de una mosca, apresada en una tela de araa. Y las dimensiones de este cuadro, maestro Venius? dijo sin mirarme. Tres pies por cuatro. El precio? Cincuenta ducados. Van Spreckdal coloc el dibujo en la mesa y sac de su bolsillo una bolsa larga de seda verde, alargada en forma de pera; hizo deslizar en ellas sus anillos... Cincuenta ducados! dijo Aqu estn. Me sent deslumbrado. El barn se haba levantado, me salud y o su gran bastn de puo de marfil resonar en cada peldao hasta el final de la escalera. Entonces, recuperado de mi estupor, de pronto record que no le haba agradecido y descend los cinco pisos como un rayo; pero cuando llegu al umbral, por ms que mir a derecha e izquierda, la calle estaba desierta. Bueno, me dije, es extrao! Y volv a subir la escalera jadeando.

IILa manera sorprendente con la que Van Spreckdal acababa de aparecer me suma en un xtasis profundo: Ayer, me deca yo contemplando la pila de ducados resplandeciendo al sol, ayer formaba el deseo culpable de cortarme la garganta por unos florines miserables, y he aqu que hoy la fortuna me cae de las nubes... Decididamente, he hecho bien al no abrir mi navaja y si me vuelve alguna tentacin de terminar con todo, pondr cuidado en aplazar la cosa para el da siguiente. Luego de estas reflexiones juiciosas, me sent para terminar el bosquejo, cuatro trazos con el lpiz y era asunto terminado. Pero aqu me esperaba una decepcin incomprensible. Me fue imposible hacer esos cuatro trazos con el lpiz; haba perdido el hilo de la inspiracin, el personaje misterioso no se desprenda del limbo de mi cerebro. Por ms que lo evocara, lo esbozara, lo retomara, no combinaba con el conjunto ms que una figura de Rafael en un tugurio de Teniers... Sudaba a chorros. En el mejor momento, Rap abri la puerta sin golpear, segn su loable costumbre, y los ojos se le fijaron en la pila de ducados y con una voz chillona exclam: Eh, eh! Lo he pescado. An dir usted, seor pintor que le falta dinero...

Y sus dedos ganchudos avanzaron con ese temblor nervioso que la visin del oro produce siempre en los avaros. Durante algunos segundos me qued estupefacto. El recuerdo de todos los ultrajes que ese individuo me haba infligido, su mirada codiciosa, su sonrisa impudente, todo me exasperaba. De un solo salto lo sujet, empujndolo con las dos manos fuera de la habitacin y le aplast la nariz contra la puerta. Eso ocurri con el ris ras y la rapidez de una caja de sorpresas. Pero fuera, el viejo usurero peg unos gritos de guila: Mi dinero! Ladrn! Mi dinero! Los inquilinos salan de sus habitaciones y preguntaban. Qu sucede? Qu es lo que pasa? Bruscamente, abr la puerta y despachando en el espinazo del seor Rap un puntapi que lo hizo rodar ms de veinte peldaos, exclam fuera de m: Esto es lo que pasa! Luego, cerr la puerta con doble vuelta de llave, mientras que los estallidos de risa de los vecinos saludaban al seor Rap a su paso. Estaba contento de m, me frotaba las manos... Esa aventura me haba devuelto la inspiracin, retom la obra y estaba por terminar el bosquejo cuando un ruido inusitado golpe en mis odos. Unas culatas de fusil chocaban contra el pavimento de la calle. Mir por la ventana y vi a tres gendarmes, con la carabina apoyada en el suelo, el bicornio de costado, que estaban de guardia en la puerta de entrada. El malvado de Rap se habr roto algo, me dije con terror. Y vean la singular rareza de la mente humana: yo, que por la noche quera cortarme la garganta, me estremec hasta la mdula de los huesos al pensar que podran colgarme si Rap estaba muerto. La escalera se llenaba con rumores confusos... Era una marea ascendiente de pasos sordos, de tintineos de armas, de palabras breves. De pronto, trataron de abrir mi puerta. Estaba cerrada! Entonces, hubo un clamor general. Abra, en nombre de la ley! Me levant temblando, con las piernas tambaleantes. Abra! repiti la misma voz. Tuve la idea de escaparme por los techos; pero apenas haba pasado la cabeza por la ventanita de techo de la buhardilla, cuando retroced, sobrecogido por el vrtigo. En un relmpago haba visto todas las ventanas de abajo, con sus espejos reverberantes, sus macetas con flores, sus pajareras, sus rejas. Y ms abajo, el balcn; ms abajo, el farol; ms abajo el letrero del Tonelito Rojo, reforzado con ganchos, y luego, finalmente las tres bayonetas que brillaban y no esperaban ms que mi cada para atravesarme desde la planta de los pies hasta la nuca. En el techo de la casa de enfrente, un gato rojo, al acecho detrs de una chimenea, esperaba a una banda de gorriones, que piaban y discutan en el alero. Uno podra imaginar qu claridad, qu poder y qu rapidez de perfeccin puede alcanzar el ojo del hombre cuando est estimulado por el miedo. A la tercera intimidacin: Abra o la hundimos! Al ver que la fuga era imposible, me acerqu a la puerta vacilando e hice correr la llave.

Dos manos me agarraron enseguida por el cuello. Un hombre bajito y fuerte que ola a vino, me dijo: Lo detenemos! Tena puesta una levita verde botella, abotonada hasta el mentn, una chistera... Tena unas gruesas patillas castaas... anillos en todos los dedos y se llamaba Passauf... Era el jefe de polica. Cinco cabezas de dogos, con una gorra chata, la nariz como el can de una pistola, la mandbula inferior desbordante de colmillos, me observaban desde fuera. Qu quiere? le pregunt a Passauf. Baje exclam bruscamente haciendo la seal a uno de sus hombres de que me agarrara. ste me arrastr ms muerto que vivo, mientras que los dems desordenaban mi cuarto de punta a punta. Descend, sostenido por los brazos, como un tsico en el tercer perodo... con los cabellos revueltos sobre la cara, tropezando a cada paso. Me arrojaron en un coche, entre dos mocetones vigorosos que caritativamente me dejaron ver las puntas de dos porras, sostenidas a la mueca por dos cordones de cuero... luego, el coche parti. Oa detrs de nosotros el paso de todos los chicos de la ciudad. Qu he hecho? le pregunt a uno de mis guardias. Miro al otro lado con una sonrisa extraa y dijo: Hans... pregunta qu es lo que ha hecho! Esa sonrisa me hel la sangre. Pronto una sombra profunda envolvi el coche, los pasos de los caballos resonaron debajo de una bveda. Entrbamos a las Raspelhaus... All es donde se puede decir: Puedo ver bien cmo se entra en este antro pero no puedo ver cmo se sale. En este mundo no todo tiene color de rosa: de las garras de Rap caa en un calabozo de donde muy pocos pobres diablos han tenido la suerte de escapar. Haba grandes patios oscuros; ventanas alineadas como en el hospital y llenas de cuvanos, ni una mata de verde, ni una guirnalda de hiedras, ni siquiera una veleta en perspectiva... esa era mi nueva vivienda. Tena razones para arrancarme los pelos de a puados. Los agentes de polica, acompaados por el carcelero, me introdujeron provisoriamente en un calabozo. El carcelero, hasta donde recuerdo, se llamaba Kasper Schlssel; con su gorrito de lana gris, la punta de la pipa entre los dientes y el manojo de llaves en la cintura, me produca el efecto del dios Bho de las caribes. Tena de ellos los grandes ojos redondos y dorados que ven en la noche, la nariz como una coma y el cuello perdido entre los hombros. Schlssel me encerr tranquilamente, como se meten unos calcetines en un armario pensando en otra cosa. En cuanto a m, me qued en el mismo lugar durante ms de diez minutos con las manos cruzadas en la espalda y la cabeza inclinada. Al cabo de ese tiempo, hice la reflexin siguiente: Al caer, Rap exclam: 'Me han asesinado', pero no dijo quin... dir que fue mi vecino... el viejo vendedor de lentes: lo colgarn en mi lugar. Esta idea me alivi el corazn y exhal un largo suspiro. Luego, mir la prisin. Acababan de blanquearla y sus muros an no mostraban ningn dibujo, excepto una

horca ligeramente esbozada por mi predecesor en un rincn. El da llegaba a travs de una claraboya situada a nueve o diez pies de altura; el moblaje se compona de una gavilla de paja y de una cubeta. Me sent encima de la paja, con las manos alrededor de las rodillas, con un abatimiento increble... Apenas poda ver claramente; pero al pensar que, al morir, Rap haba podido denunciarme, tuve hormigueos en las piernas y me levant tosiendo como si la soga de camo ya me hubiera apretado la garganta. Casi en el mismo instante, o que Schlssel atravesaba el corredor; abri el calabozo y me dijo que lo siguiera. Lo seguan asistiendo las dos cachiporras, por eso lo segu resueltamente. Atravesamos largas galeras iluminadas, de tanto en tanto, por algunas ventanas interiores. Detrs de una reja estaba el famoso Jic-Jack, que iba a ser ejecutado al da siguiente. Tena puesta la camisa de fuerza y cantaba con una voz ronca: Soy el rey de estas montaas! Cuando me vio, grit: Eh! compaero, te guardo un lugar a mi derecha. Los dos agentes de polica y el dios Bho se miraron sonriendo, mientras que se me puso la piel de gallina por toda la espalda.

IIISchlssel me empuj a una sala alta muy oscura, repleta de bancos en hemiciclo. El aspecto de esa sala desierta, sus dos ventanas enrejadas, el Cristo de viejo roble renegrido, con los brazos extendidos, y la cabeza dolorosamente inclinada sobre el hombro, me inspir no s qu temor religioso que estaba de acuerdo con mi situacin. Desaparecieron todas las ideas de falsa acusacin que tena y los labios se me agitaron, murmurando una oracin. No haba orado desde haca mucho tiempo, pero la infelicidad siempre nos lleva de nuevo a pensamientos de sumisin... El hombre es tan poca cosa! Enfrente de m, en un asiento elevado, haba dos personajes sentados que le daban la espalda a la luz, de modo que sus rostros quedaban en la sombra. Sin embargo, reconoc a Van Spreckdal por su perfil aguileo iluminado por un reflejo oblicuo del vidrio. El otro personaje era gordo, tena las mejillas llenas, abultadas, las manos cortas y llevaba puesta una toga de juez, igual que Van Spreckdal. El escribano Conrad estaba sentado arriba; escriba sobre una mesa baja, hacindose cosquillas en la punta de la oreja con la barba de su pluma. Cuando llegu, se detuvo para mirarme con aire curioso. Me hicieron sentar y Van Spreckdal me dijo levantando la voz: Christian Venius, de dnde sac usted este dibujo? Me mostraba el bosquejo nocturno que ahora estaba en su posesin. Me lo hicieron pasar... Despus de haberlo examinado, respond: Soy el autor. Hubo un silencio bastante largo; el escribano Conrad escriba mi respuesta. Oa cmo su pluma corra en el papel y pensaba: Qu significa la pregunta que acaban de hacerme? Esto no tiene ninguna relacin con el puntapi en el espinazo de Rap. Usted es el autor de esto retom Van Spreckdal Cul es el tema? Es un tema de fantasa. No copi usted estos detalles en algn lugar? No, seor, los he imaginado a todos.

Acusado Christian dijo el juez con un tono severo lo invito a reflexionar. No mienta! Me ruboric y con un tono exaltado exclam: He dicho la verdad! Escribano, anote dijo Van Spreckdal. La pluma corri nuevamente. Esta mujer prosigui el juez esta mujer que estn asesinando al borde de un pozo... tambin la ha imaginado? Sin duda. Nunca la ha visto? Nunca. Van Spreckdal se levant como indignado; luego sentndose de nuevo, pareci consultar en voz baja con su colega. Aquellos dos perfiles negros, que se recortaban sobre el fondo iluminado de la ventana y los tres hombres, de pie detrs de m... el silencio de la sala... todo me haca estremecer. Qu quieren de m? Qu he hecho?, murmur. De pronto, Van Spreckdal le dijo a mis guardias: Conduzcan de nuevo al prisionero hacia el coche; partimos a la Metzerstrasse. Luego, dirigindose a m, exclam: Christian Venius, est usted en un camino deplorable... Recjase y piense que si la justicia de los hombres es inflexible.... an le queda la misericordia de Dios... Puede merecerla si confiesa su crimen! Esas palabras me atontaron como un golpe de martillo... Me ech hacia atrs con los brazos extendidos exclamando: Ah! Qu sueo espantoso! Y me desvanec. Cuando recobr el conocimiento, el coche andaba lentamente por la calle; otro nos preceda. Los dos agentes de seguridad seguan estando all. Durante el camino, uno de ellos le ofreci polvo de tabaco a su colega; maquinalmente, extend los dedos hacia la tabaquera, l la retir vivamente. El rojo de la vergenza me subi a la cara, y volv la cabeza para esconder mi emocin. Si mira para fuera dijo el hombre de la tabaquera estaremos obligados a ponerle las esposas. Qu el diablo te estrangule, canalla del infierno! pens. Y como el coche acababa de detenerse, uno de ellos baj mientras que el otro me sostena por el cuello, luego, al ver que su camarada estaba listo para recibirme, me empuj hacia afuera con rudeza. Esas infinitas precauciones para asegurarse de mi persona no me anunciaban nada bueno; pero estaba lejos de prever toda la gravedad de la acusacin que pesaba sobre mi cabeza, cuando una circunstancia espantosa finalmente me abri los ojos y me sumi en la desesperacin. Acababan de empujarme hacia un pasadizo bajo, con el pavimento roto, desigual; a lo largo de las paredes corran unas gotas amarillentas que exhalaban un olor ftido. Caminaba en medio de las tinieblas, con los dos hombres detrs de m. Ms adelante, se vea el claroscuro de un patio interior. A medida que avanzaba, el terror me penetraba cada vez ms. No era un sentimiento natural, era una ansiedad punzante, ms all de la naturaleza, como la pesadilla. Instintivamente, retroceda a cada paso.

Vamos! gritaba uno de los agentes de polica apoyndome la mano en el hombro camine! Pero qu grande fue mi espanto cuando, al final del corredor, vi el patio que haba dibujado la noche anterior, con sus muros repletos de ganchos, sus montones de hierros viejos, su jaula para gallinas y su conejera... ningn detalle haba sido omitido! Ni un tragaluz grande o pequeo, alto o bajo, ni un vidrio rajado! Qued fulminado por esa extraa revelacin. Cerca del pozo estaban los dos jueces, Van Spreckdal y Richter. A sus pies, yaca la vieja mujer, de espaldas sus cabellos ampliamente desparramados la cara azul... los ojos abiertos desmedidamente y la lengua agarrada entre los dientes. Era un espectculo horrible! Y bien! me dijo Van Spreckdal con un acento solemne qu puede decirme? No respond. Reconoce usted haber arrojado a esta mujer, Theresa Becker, a este pozo, despus de haberla estrangulado para robarle dinero? No! exclam No! No conozco a esta mujer, nunca la he visto. Que Dios me ayude! Es suficiente replic con voz seca. Y sin agregar una palabra, sali rpidamente con su colega. Entonces los agentes creyeron que era necesario ponerme las esposas. Me llevaron de nuevo a las Raspelhaus, en un estado de estupidez profunda. Ya no saba qu pensar... hasta se me turbaba la conciencia; me preguntaba si no habra asesinado a esa vieja! A los ojos de mis guardias, estaba condenado. No les relatar las emociones que sent esa noche en la Raspelhaus, cuando, sentado en la gavilla de paja, con el tragaluz enfrente de m y la horca en perspectiva, oa al relojero gritar en el silencio: Duerman, habitantes de Nuremberg, el Seor est velando por ustedes! La una!... las dos!... Han dado las tres! Cada uno puede hacerse una idea de una noche semejante. Por ms que se diga que vale ms ser colgado inocente que culpable... Para el alma, s; pero para el cuerpo, no hay diferencia; por el contrario, respinga, maldice la suerte, trata de escaparse, sabiendo que su papel termina con la cuerda. Agreguen que se arrepiente de no haber gozado lo suficiente de la vida, de haber escuchado al alma que le recomendaba abstinencia... Ah! Si hubiera sabido, exclama, no me habras manejado a tu antojo con tus grandes palabras, tus bellas frases y tus magnficas sentencias! No me habras engaado con tus bellas promesas... Habra tenido buenos momentos que ya no volvern... Se acab! T me decas: Doma tus pasiones!... Pues bien! Las he domado... Ahora estoy listo... van a colgarme, y ms tarde, a ti te llamarn el alma sublime, el alma estoica, mrtir de los errores de la justicia... Ni siquiera se tratar de m! Tales eran las tristes reflexiones de mi pobre cuerpo. Lleg el da; al principio plido, indeciso, ilumin con sus vagos resplandores la claraboya... las barras en cruz..., luego se estrell contra el muro del fondo. Afuera, la calle se animaba; ese da haba mercado: era viernes. Oa pasar las carretas con legumbres, y los buenos campesinos cargados con sus cuvanos. Algunas jaulas de gallinas cacareaban al pasar y las vendedoras de manteca hablaban entre ellas. Enfrente, el mercado se abra... estaban colocando los bancos. Finalmente, lleg el da y el vasto murmullo de la multitud que aumentaba, las mujeres que se reunan con la canasta debajo del brazo, yendo, viniendo, discutiendo, regateando, me anunci que eran las ocho de la maana.

Con la luz, mi corazn volvi a tener un poco de confianza. Algunas de mis ideas negras desaparecieron; sent el deseo de ver lo que ocurra fuera. Otros presos se haban levantado antes que yo hasta la claraboya; haban hecho agujeros en la pared para poder subir ms fcilmente... Escal la pared a mi vez, y cuando estuve sentado en el vano oval, con la cintura doblada, y la cabeza curvada, cuando pude ver a la gente, la vida, el movimiento... unas lgrimas abundantes me corrieron por las mejillas. Ya no pensaba en el suicidio... Senta una necesidad de vivir, de respirar verdaderamente extraordinaria. Ah!, me deca yo, vivir, es ser feliz!... Que me hagan arrastrar la carretilla, que me aten una bola de can a la pierna... qu me importa! con tal que viva. El viejo mercado, con el techo en forma de apagador colocado encima de pilares pesados, ofreca en ese momento una visin soberbia. Las viejas, sentadas enfrente de sus canastas de legumbres, de sus jaulas para aves, de sus cestos para huevos; detrs de ellas, los judos, vendedores de trastos viejos, con la cara color del buj; los carniceros, con el ancho sombrero plantado en la nuca, calmos y graves, con las manos apoyadas detrs de la espalda, en sus bastones de acero, fumaban tranquilamente la pipa... Tambin el bullicio, el ruido de la gente..., esas voces chillonas, gritonas, graves, agudas, breves.... esos gestos expresivos.... esas actitudes inesperadas que traicionan de lejos la marcha de la discusin y pintan tan bien el carcter del individuo.... en fin, todo eso cautivaba mi mente y a pesar de mi triste posicin, me senta feliz de estar an en el mundo. Pero mientras estaba mirando de ese modo, pas un hombre, un carnicero, con la espalda curvada, llevando un enorme cuarto de vaca sobre los hombros, tena los brazos desnudos, los codos al aire, la cabeza inclinada hacia abajo... La cabellera flotante como la del sicambrio del Salvator me ocultaba su rostro, y sin embargo, con la primera mirada, me estremec... Es l!, me dije. Toda mi sangre fluy hacia el corazn... Baj a la prisin, temblando hasta la punta de mis uas, sintiendo que se me agitaban las mejillas, que la palidez se extenda sobre mi cara, y murmurando con una voz apagada: Es l! Est ah... ah... y yo voy a morir para expiar su crimen ... Oh, Dios!... Qu hago?..., Qu hago?... Una idea sbita, una inspiracin del cielo me atraves la mente... Llev la mano hasta el bolsillo de mi traje... La caja de carboncillos estaba ah! Entonces, lanzndome hacia la pared, me puse a trazar la escena del crimen con una inspiracin inusitada. No ms incertidumbres, no ms tanteos. Conoca al hombre... Lo vea... Estaba posando delante de m. A las diez, el carcelero entr en mi celda. Su impasibilidad de bho le cedi el lugar a la admiracin. Es posible? exclam de pie en el umbral. Vaya a buscar a los jueces le dije prosiguiendo con mi trabajo con una exaltacin creciente. Schlsser dijo: Lo esperan en la sala de instruccin. Quiero hacer revelaciones exclam dando el ltimo toque al personaje misterioso. Viva; era espantoso de ver. Su rostro, de frente, achicado en la pared, se destacaba sobre el fondo blanco con un vigor prodigioso. El carcelero sali. Unos minutos despus, aparecieron los jueces. Se quedaron estupefactos.

Les dije con la mano extendida y temblando con todos mis miembros: Este es el asesino! Despus de unos instantes de silencio, Van Spreckdal me pregunt: Su nombre? Lo ignoro... pero en este momento, est en el mercado... corta carne en el tercer puesto, a la izquierda, entrando por la calle de los Trabans. Qu piensa? dijo inclinndose hacia su colega. Que busquen a ese hombre respondi el otro con un tono grave. Varios guardias que se haban quedado en el pasillo obedecieron esa orden. Los jueces quedaron de pie, sin dejar de mirar el bosquejo. Yo me desplom en la paja con la cabeza entre las rodillas, como aniquilado. Pronto resonaron unos pasos a lo lejos bajo las bvedas. Aquellos que no hayan esperado la hora de la liberacin y contado los minutos, que en ese momento eran largos como los siglos... aquellos que no hayan sentido las emociones punzantes de la espera, el terror, la esperanza, la duda... no podrn concebir el estremecimiento interior que sent en ese momento. Habra distinguido los pasos del asesino caminando en medio de sus guardias entre otros mil. Se acercaban... Hasta los jueces parecan estar conmovidos. Yo haba levantado la cabeza y con el corazn oprimido como por una mano de hierro, mir fijamente la puerta cerrada. Se abri... El hombre entr... Tena las mejillas infladas por la sangre, las anchas mandbulas contradas hacan que sus msculos sobresalieran hasta las orejas y sus ojitos, inquietos y salvajes como los de un lobo brillaban debajo de unas cejas espesas de un amarillo rojizo. Van Spreckdal le mostr el bosquejo silenciosamente. Entonces, ese hombre sanguneo, de hombros anchos, mir, palideci... luego, dando un rugido que nos dej helados de terror a todos, separ sus brazos enormes y dio un salto hacia atrs para derribar a los guardias. Hubo una lucha horrorosa en el pasillo; slo se oan la respiracin jadeante del carnicero, imprecaciones sordas, palabras cortas y los pies de los guardias levantados del piso, volvan a caer sobre las baldosas. Eso dur un minuto. Finalmente, el asesino volvi a entrar, con la cabeza baja, el ojo ensangrentado, y las manos atadas a la espalda. Volvi a fijar la mirada en el cuadro del asesinato... pareci reflexionar y, en voz baja y como hablndose a s mismo, dijo: Quin habr podido verme a medianoche? Estaba salvado! ...................................................... Muchos aos han transcurrido desde aquella terrible aventura. Gracias a Dios!, ya no hago siluetas, ni siquiera retratos de burgomaestres. A fuerza de trabajo y de perseverancia he conquistado mi lugar bajo el sol y me gano honorablemente la vida haciendo obras de arte, que para m, es el nico objetivo que todo verdadero artista debe tratar de alcanzar. Pero el recuerdo del bosquejo nocturno siempre me ha quedado en la mente. A veces, en la mitad del trabajo, mi pensamiento se traslada hacia all. Entonces, dejo la paleta, y sueo durante horas enteras! Cmo haba podido reproducirse bajo mi lpiz, hasta en los ms mnimos detalles un crimen realizado por un hombre que yo no conoca... en una casa que nunca haba visto? Ser una casualidad? No! Y adems, despus de todo, Qu es la casualidad sino el efecto de una causa que se nos escapa? Schiller tendra razn cuando deca que: El alma inmortal no participa de la debilidad de la materia; durante el sueo del cuerpo, despliega sus alas radiantes y se

va Dios sabe adnde!... Lo que hace entonces, nadie puede decirlo... pero la inspiracin a veces traiciona el secreto de las peregrinaciones nocturnas. Quin sabe? La naturaleza es ms audaz en sus realidades... que la imaginacin del hombre en su fantasa!

El viejo sastreLe vieux tailleur Conoc en mi juventud, en Sainte-Suzanne, a un viejo sastre llamado Mauduy. Viva en la calleja de los Espigadores, cerca de la muralla, y nosotros, an chiquillos, cuando bamos hacia la escuela del seor Berthom con la mochila a la espalda, nos detenamos ante su ventana para verlo trabajar en lo suyo. Era un viejo de sienes despejadas, ojos gris claro, tez algo avinada que, con las piernas cruzadas sobre su trabajadero y tirando del hilo, pareca una rana pues tena la boca muy hendida y el aire soador. De vez en cuando, paraba de coser y nos miraba, con la nariz y la barbilla al aire; y como su mesa de trabajo estaba al lado de una pequea ventana baja, extenda la mano y nos la pasaba por el cabello, sonriendo. Al que ms le gustaba acariciar era a m, sin duda por mi cabello rubio, largo y rizado. Y entonces me deca: T, t eres bueno, como un dcil cordero. Trabaja bien Antoine, atiende con inters a lo que explica el seor Berthom. Tus padres son muy buenas personas. Pareca emocionado al decirme aquellas cosas, luego volva al trabajo silenciosamente. La pequea habitacin en la que aquel buen hombre se consuma desde haca aos era muy oscura; se vean algunas ropas viejas usadas, pantalones remendados o chaquetas grasientas que colgaban a su alrededor de algunos cncamos, y al fondo, en la sombra, una pequea escalera que suba. An me parece estar viendo aquel rincn del mundo, con un reguero de luz que caa de la ventana sobre la mesa de trabajo, pululante de tomos y de polvo dorado. A veces, en aquel oscuro tabuco apareca una anciana tan vieja que se la habra tomado por una de esas lechuzas desplumadas que los campesinos clavan sobre las puertas de sus granjas para ahuyentar, por miedo a verse de la misma manera, a las aves rapaces que merodean en torno a los gallineros. Era la anciana Jacqueline, la madre de Mauduy, a la que l mantena con su trabajo. Slo tena una papalina y un vestido viejo estampado con grandes flores que databa por lo menos de tiempos de la Repblica o de Luis XVI. Se sentaba sobre el ltimo peldao de la escalera, moviendo la cabeza y hablando sola. Su blanco rostro brillaba al fondo de la habitacin y sus cabellos le caan sobre los hombros como lino. Cuando apareca, Mauduy la miraba con ojos casi tiernos y le deca: Madre, acrquese usted por este lado al sol, tendr ms calor; venga, aqu, delante de m. Y bajndose de su mesa, empujaba una antigua tumbona hasta el pie del trabajadero, ayudaba a la pobre anciana a levantarse y la instalaba con toda solemnidad en su rincn, diciendo muy bajito: Est bien as? Necesita que le ponga un cojn, o alguna cosa detrs, para sostenerla? No, Baptiste, estoy bien, contestaba. Entonces, feliz, volva a subirse a su mesa, cruzaba las piernas y continuaba con su trabajo, muy contento de tener all a su anciana madre, que se calentaba. En ocasiones, se pona a silbar viejas melodas pero tan bajito que apenas se le oa; y, tan pronto como

la anciana se pona a rezar, l se callaba para no interrumpirla, ponindose an ms serio. Nosotros los escolares, a la primera campanada, echbamos a correr hacia la escuela, gritndole: Buenos das, seor Mauduy, buenos das! l levantaba sus ojos grises y nos miraba hasta que desaparecamos por la pequea vereda del seor Berthom; luego se pona de nuevo a coser. La tarde transcurra lentamente, unas veces calurosa, otras lluviosa; a las cinco volvamos a pasar y veamos de nuevo al viejo sastre en el mismo lugar tirando de su aguja y soando no s con qu. Recuerdo tambin que lo llamaban el vandeano y que las personas supuestamente piadosas, lo acusaban de haber cometido horrores en Vende; de haber matado a mujeres, a nios, etc. Pero yo jams pude creerlo porque las personas que difundan aquellos rumores eran viejas pecadoras, desgraciadas, como repeta frecuentemente mi padre, Jean Flamel, ferretero de la calle de los Mnimos; l recordaba haberlas visto en tiempos de la Repblica en la carroza de la Libertad representando a la diosa Razn, y deca que aquellas personas, retornadas a nuestra santa religin y arrepentidas de sus antiguos desvaros, crean rehabilitarse reprochndole a otros ms faltas y abominaciones que las que ellas mismas haban cometido. Lo nico verdadero era que Mauduy se haba incorporado como voluntario en 1792, que haba hecho las campaas de Maguncia, de Vende, de Italia y de Egipto y que, despus del golpe de brumario, aunque poda haber entrado en la guardia del Consulado, haba preferido retomar su oficio de sastre antes que servir a Bonaparte. Esto era lo que contaba mi padre al que, por su veracidad, su sentido comn y su justicia, yo le concedo ms credibilidad que a toda aquella raza junta. As transcurrieron los aos de 1816 a 1820, poca en la que mis padres, viendo que yo saba ya todo lo que el seor Berthom poda ensearme, es decir, un poco de ortografa, un poco de aritmtica y otro poco de catecismo, pensaron que era hora de hacerme conocer el mundo. Mi padre, recordando que tena un antiguo compaero, Joseph Lebigre, establecido desde haca veinticinco aos como ferretero en la calle San Martn de Pars, me envi con l para completar mi formacin. El seor Lebigre me recibi muy bien y me emple primero en su tienda; luego me encarg de la colocacin de sus mercancas, y en 1824, el mismo ao de la coronacin de Carlos X, mi padre, ya anciano, me traspas su negocio. Me cas con la seorita Josphine, la hija menor del seor Lebigre y fui a establecerme por mi cuenta a Sainte-Suzanne. Fue por entonces cuando falleci Jacqueline Mauduy, la madre del viejo sastre de la calle de los Espigadores. Recordando en aquella ocasin todas las veces que, en mi infancia, me haba acodado en la ventana de su casita, consider un deber asistir a su entierro. Llova aquel da, caa nieve derretida, la calleja estaba desierta, llena de barro; y tras haberme vestido, me encontr en la pequea vereda de su casilla con cinco o seis vecinos: Thomas Odry, el pizarrero y su mujer; Jean Recco, el hojalatero, el seor Martin, en fin, unas cuantas personas pobres que se sorprendieron bastante al verme llegar. El vicario Suzard, el sochantre y dos monaguillos, con tnicas blancas bastante embarradas, llegaron corriendo y nos trasladamos primero a la iglesia, y luego al cementerio. Mauduy marchaba a mi lado, con el pauelo junto a los ojos enrojecidos y el bigote humedecido por las lgrimas; se balanceaba sobre las caderas, como antiguo sastre que era, pero no hablaba. Y cuando llegamos al cementerio, frente a la fosa de tierra amarilla cuyos bordes estaban cubiertos de nieve derretida, despus de una rpida

recitacin del De profundis, Mauduy se inclin, cogi la pala y ech un poco de gleba sobre el atad; luego me pas la pala diciendo: Tenga, seor Antoine, usted la conoca desde haca muchos aos y ha venido, gracias! Eso fue todo; regresamos en silencio. A partir de aquel da, como el viejo sastre no tena a nadie en casa para hacerle compaa, iba todos los domingos a la taberna de Nicolas Bibi en la calle de los Mnimos a tomarse una copa de vino y, a veces, al ver mi puerta abierta, entraba en la tienda y me daba un apretn de manos. Yo era el nico burgus de Saint-Suzanne a quien haca esta demostracin de afecto. Sus asuntos van bien? me preguntaba. S, seor Mauduy. Mejor es as... eso me alegra mucho. Luego echaba una ojeada a las estanteras examinando los paquetes de tijeras, de cuchillos, de podaderas y de otros artculos de cuchillera. Todo est reluciente y bien cuidado deca. Y un da, al observar los floretes, quiso verlos de cerca. Sus ojos brillaban; cogi uno, dos, tres, hacindolos combarse sobre la punta de su zapato con singular satisfaccin. ste dijo es bueno, es flexible; la empuadura est un poco curvada, pero se podra enderezar fcilmente; la cazoleta es tambin un poco demasiado pequea; pero da igual, me ira bien, s, me ira muy bien! Yo vea, en la expresin de sus ojos y de sus facciones arrugadas, que estaba contento. Si quiere un par de floretes, seor Mauduy... le dije. No. Hace muchos aos ya que no me ocupo de esas cosas... Qu podra hacer con un par de floretes un viejo sastre? Hbleme de la aguja, a buenas horas! Ah!, ah!, ya no tengo jarretes! Y al mismo tiempo se pona en guardia, flexionaba los jarretes, y se tiraba a fondo. Vena de tomarse su copita en casa de Bibi y se encontraba de buen humor. Esos detalles me llamaron la atencin ms tarde; en aquel momento apenas les prest atencin. En fin, y para volver a la continuacin de mi historia, haca cuatro meses que la madre del anciano sastre yaca bajo tierra y los setos se cubran de verdor, cuando apareci por Sainte-Suzanne un regimiento de lnea cuya banda haba recibido autorizacin para llevar espada porque se haba destacado en las ceremonias de consagracin del rey. Aquel regimiento ultrarrealista vino pues a establecer guarnicin junto a nosotros; all se encontraba un gran nmero de jvenes distinguidos que provenan de la guardia real y que deberan volver a ella, tras haber obtenido el ascenso. Eran en su mayora bretones y vandeanos, casi todos maestros de esgrima, cuyos padres haban participado en la guerra de Vende, contra la Repblica. No s cmo se enteraron de repente de que el viejo sastre Mauduy en otros tiempos se haba llamado Lapointe, y que ese Lapointe era una de las primeras espadas del ejrcito republicano, un ser peligroso, en fin, cosa de la que nadie se haba percatado hasta entonces en Sainte-Suzanne puesto que Mauduy no sala, por as decirlo, de su calle, trabajaba en su oficio y no peda otra cosa que paz. Lo nico que se le poda reprochar era que no celebraba las fiestas ni los domingos acudiendo a la iglesia, y que tomaba carne los viernes y sbados, cuando la tena. Algunos pensaron que los antecedentes del viejo sastre haban sido divulgados por el nuevo comandante de puesto, Clovis de Beaujaret, pues se conservaban por escrito

desde haca veinte aos en el registro de la plaza, donde Mauduy, llamado Lapointe, del antiguo regimiento nmero 32, se encontraba sealado en todos los informes de forma especial, como un republicano muy peligroso. Los antiguos comandantes haban mantenido en secreto aquellas notas, aunque advirtiendo a Mauduy que si volva a tocar un florete, lo detendran de inmediato. Mauduy haba respondido que haba regresado para hacerse cargo de su anciana madre, que no hablara a nadie de su antigua reputacin por miedo a excitar la envidia de los nuevos maestros de esgrima y atraerse injustas provocaciones, y que lo nico que peda era estar en paz con todo el mundo, y ganarse la vida. Y haba cumplido su palabra. Ahora estaba viejo y decrpito; Jacqueline, su madre, haba fallecido el invierno anterior como ya les he dicho, y l mismo no conceda gran valor, sin duda, a su triste existencia. El nuevo regimiento iba todos los das a hacer la instruccin con su banda a la cabeza, y por la noche las tabernas se llenaban de militares que cantaban Viva Enrique IV o El trovador que se iba a Tierra Santa. Sin embargo, ningn soldado sola frecuentar la taberna de Nicolas Bibi, dado que all se daban cita los artesanos: zapateros, sastres, tejedores, etc.; y all era tambin donde acuda Mauduy todos los domingos, con su antiguo capote de largos faldones y de talle alto, cuidadosamente cepillado, y su antiguo bicornio sobre una oreja. La puerta y las ventanas del establecimiento solan permanecer abiertas, y desde el umbral de mi tienda poda or chocar los vasos y rer a las buenas gentes, cuando alguna broma alegraba al personal. Pero uno de aquellos domingos, hacia las dos del medioda, yendo y viniendo por mi acerado para matar el tiempo, vi acercarse por la calle de los Mnimos a cinco o seis granaderos, maestros de esgrima y ayudantes de stos, vestidos de gala, con charreteras rojas y pantaln blanco, con la cintura ceida en su uniforme y los bigotes retorcidos charlando entre ellos animadamente. Hicieron un alto en la esquina de mi casa y o al jefe de aquella tropa, un moreno alto, fornido, ancho de espaldas y aire decidido, decirle a los dems: Vamos, queda convenido!... El viejo bandido est ah... Todos lo habis visto entrar... Ese terrible jacobino no se llevar las botas al paraso... Yo quiero hacerme con ellas!... Y rea contonendose, mostrando sus blancos dientes; los compaeros rean tambin. Eh! dijo uno de ellos menos palabras y vamos a ver! S, vamos a ver! Y se marcharon juntos hacia la taberna; subieron los tres peldaos de acceso echando con un movimiento de los hombros el tahal de su espada sobre los riones, como gente que toma una decisin. Yo no saba a quin buscaban aquellos bravucones, pero no dudaba de que se trataba de un duelo, cosa comn en aquellos tiempos. Como mi esposa estaba en la tienda, se me ocurri la idea de ir a ver lo que pasaba all; y sin entrar, permaneciendo al pie del muro, vi la pequea sala atiborrada de gente; estaban fumando, bebiendo y jugando a las cartas. Bibi serva; su mujer, sentada junto a la barra, apuntaba las consumiciones en una pizarra. La llegada de los granaderos produjo sensacin, y algunos de los clientes del local miraron. El seor Mauduy, sentado en un extremo de la mesa prxima a la ventana con su bicornio colocado en el respaldo de una silla, me daba la espalda; llevaba an coleta, pero la suya, atada con un cordn negro, pareca la cola de una rata por su delgadez. El buen hombre, sentado frente a su copa, charlaba con el seor Poirier, antiguo portero

retirado desde haca aos. Hablaban sin duda de sus campaas, pues todos aquellos antiguos soldados no salan de este tema. Venga, dejen sitio! gritaban los granaderos. Qu es todo este montn de chapuceros? Qu es toda esta chusma?... Vamos..., dmonos prisa! Muchos se apretaban en su banco, pero no era eso precisamente lo que queran los granaderos. Necesitamos esta mesa para nosotros solos, exclam el moreno alto golpeando la mesa en la que se encontraban el seor Mauduy y su amigo Poirier, con otros tendremos justamente espacio para seis... y dense prisa! Yo estaba indignado. Seores, dijo Bibi los primeros que llegan son los que ocupan las plazas. Vyanse al Cheval brun, vayan donde quieran!... Ustedes no vienen nunca por aqu. Cmo! cmo! gritaron los maestros de esgrima qu cuenta este paisano? Al or aquel tono chocarrero, Bibi empez a acalorarse, pero el seor Mauduy, agarrando su botelln y su vaso, le dijo: Vamos Bibi... son jvenes. Venga, Poirier... y los dems... dejmosle sitio a estos seores. Y fueron a sentarse tranquilamente al otro extremo de la sala, en un rincn. Eh! exclam uno de los ayudantes, riendo a carcajadas el maestro de baile es prudente, y cede su sitio de buena gana... Seguid los consejos de la prudencia y llegaris a viejos. Mauduy comprendi entonces que la cosa iba con l. En ese momento, sentado junto a la pared del fondo, yo lo vea de frente; su amigo Poirier me daba la espalda. Aquel ttulo de maestro de baile haba puesto furioso al viejo soldado; pero no deca nada an, y chocando su vaso con el del antiguo portero, dijo simplemente en medio del gran silencio que se haba hecho: A su salud, Poirier, y vmonos de aqu. Vaci su vaso de un trago, deposit unas cuantas monedas sobre la mesa y se apresuraba a salir; pero eso no satisfaca a los provocadores que, al unsono, lanzaron una gran carcajada. Ah!, ah!, ah! qu buena broma! Y uno de ellos aadi: Eh, vosotros! no conocis a Lapointe? S, ya sabis, el famoso Lapointe del regimiento 32, el valiente entre los valientes que haca temblar a todo el ejrcito de sans-culottes... No lo conocis?... No est aqu? Y, agarrando por el brazo a un pequeo calderero contrahecho llamado Simon, dijo: No sers t por casualidad? Te pareces a l. Nadie comprenda an adnde queran llegar aquellos tipos. Djenme tranquilo, respondi Simn soltndose; yo soy calderero, no les pido nada a ustedes. Dejen a ese pobre hombre tranquilo, dijo Mauduit volvindose a sentar; puesto que me buscan a m, no humillen a los dems... Qu quieren de m? Aqu estoy! Bibi, traiga un botelln; Poirier, acepte un vaso ms. Ah! Eres pues Lapointe? dijo entonces el alto moreno. Te habas ocultado tan bien desde haca veinte aos que no se te encontraba ya... Parece que con la edad llega la prudencia, y... Qu quieren de m? interrumpi el viejo sastre, cuyo rostro se haba puesto del color de la hez del vino. Vamos, no se hagan los graciosos... hablen claramente. Pues bien, queremos tomarte el pulso dijo uno de los ayudantes riendo tontamente.

Ah! me quieren tomar el pulso!... Los estn oyendo ustedes? dijo dirigindose a toda la sala, quieren tomarme el pulso... y por eso han venido. Pues se acordarn!... la provocacin no nace de m, pero ya la acepto. Contra quin de nosotros? pregunt el alto maestro de esgrima. Contra todos contest. S, me habis insultado todos y yo os desafo a todos. Y puesto que han hablado del regimiento 32, es el 32... Basta! dijo reteniendo su lengua. Vamos, Porier, en marcha, no se bate uno en una taberna como los pelafustanes. Le dejo con estos seores, usted es uno de mis testigos, busque a otro, los ex combatientes no faltan. Ustedes se pondrn de acuerdo respecto al terreno... Nos encontraremos en la puerta de Basilea. Est bien dijo Poirier. Todo fue dicho en medio del silencio; los maestros de esgrima y sus ayudantes haban logrado lo que queran. Ponindose su viejo sombrero, Mauduy sali sin echar siquiera una mirada a sus provocadores, con los bigotes enmaraados y la expresin indignada. Baj los tres peldaos de la taberna, y se dirigi hacia su casa lanzando unos pequeos hipidos extraos. Ya no era el viejo sastre melanclico, era una bestia salvaje que se despierta despus de haber dormido durante mucho tiempo y cuyas mandbulas castaetean de hambre y sed. No s lo que pensaban los granaderos al verse tan bien servidos, pero bajaron hacia la placita de las Acacias gravemente, y yo me apresur a volver a mi tienda. Desde mi umbral, lo vi hablar delante de la puerta de la taberna con el antiguo portero; luego cada uno se fue por un lado; se haban citado en algn lugar. As que, aquel da, viendo que todo el mundo estaba en el campo o en las tabernas y pensando que no vendra nadie a comprar antes de las cuatro, le dije a mi esposa que se vistiera y furamos a dar una vuelta por nuestro huerto. Cerr la tienda; ella se dio prisa en ir a ponerse el sombrero y echarse un chal por los hombros, y diez minutos ms tarde llegbamos cogidos del brazo a la puerta de Basilea, felices de ir a respirar el buen aire de los campos y a ver los progresos de la vegetacin despus de toda una larga semana. El tiempo era muy bueno. Nuestro huerto no estaba demasiado alejado de la ciudad, por la carretera de Basilea; tenamos all un bonito cenador enrejado cubierto de alboholes, clemtides y via loca; avenidas bordeadas de flores y algunos hermosos rboles: mirabeles y ciruelos, entonces blancos como la nieve, y que veramos muy pronto inclinados por el peso de la fruta. No le dije nada a Josphine de la provocacin de la que haba sido testigo; ese tipo de asuntos eran entonces bastante frecuentes entre los antiguos soldados de la Repblica y del Imperio y el joven ejrcito de los Borbones. Semejantes cosas no estn hechas para divertir a las mujeres; y la ma, quee ra muy delicada, se habra sentido impresionada al or hablar de un duelo semejante, entre un viejecillo decrpito y seis hombretones en la fuerza de la edad y de la agilidad adquirida por la prctica diaria en la sala de armas. Le dese todo lo mejor al seor Mauduy, era todo cuanto poda hacer, y apel a la sabidura del Eterno sin esperar demasiado, sin embargo, que el viejo sastre pudiera salir sano y salvo de tan terrible encuentro. Hacia las cuatro y media de la tarde, nos encontrbamos tranquilamente mirando nuestros claveles y nuestros tulipanes; el sol doraba algunas ligeras nubes en lo alto de las colinas, todo respiraba la calma y el frescor de la primavera. Acababa de descubrir un nido de pjaros en el seto de nuestro jardincillo; Josphine, encantada, lo miraba extasiada; nosotros no tenamos an hijos, pero comprendamos bien los gritos de tristeza de la pobre madre que saltaba de rama en rama a nuestro alrededor.

Alejmonos, dijo mi esposa no prolonguemos ms su pnico. Y en ese momento, cuando nos incorporbamos, o a lo lejos un ruido de chatarra, un vago murmullo que atrajo mi atencin: all, detrs de la pequea avenida de acebos y del huerto que separaba nuestro jardn de las propiedades vecinas, estaban batindose. Mi esposa, por su parte, no oa nada. Entr en el cenador; le dije que me esperara unos momentos, que iba a ir a pedirle al jardinero Lafort, cuya huerta se encontraba un poco ms all, por la carretera, unos replantes y unos esquejes; y, movido por una curiosidad diablica, enfil la avenida formada por grandes setos que desembocaba en los prados de un antiguo tejar, de donde parta el ruido metlico que yo haba odo. A cada paso ste se haca ms claro, y cul no fue mi horror cuando me asom por encima del seto, y vi un gran cuerpo tendido en la hierba, el del maestro de esgrima moreno, con la boca llena de sangre, los ojos abiertos y su uniforme de granadero por el suelo. Haba sido el primero en caer, y los combatientes se haban retirado unos pasos ms all para continuar; no haba nadie velando al muerto. Cuando me acercaba detrs del seto, se oy una exclamacin: Ah! Y dos dijo la voz del seor Mauduy con una especie de risa tonta. En efecto, a travs del follaje vi alrededor de un cuerpo tendido en el suelo a numerosos presentes inclinados que miraban; al incorporarse, uno de los granaderos dijo: Ha sido alcanzado igual que el otro... por debajo de la axila. Mauduy, en mangas de camisa, permaneca solo de pie; estaba esperando; su cara avinada tena una expresin de ferocidad satisfecha y de pronto se puso a decir: Vamos... vamos... ya contaremos ms tarde... Est muerto... eso basta... Pasemos a otro... al mejor de entre ustedes... el ms despierto, el ms encopetado!... Vaya... ste, dijo sealando al granadero que le haba llamado maestro de baile. Pero aqul no tena aspecto de querer combatir. Lo echaremos a suertes dijo con un acento muy distinto del que haba empleado en la taberna de Bibi, es ms sencillo. Eh! dijo el viejo sastre, por qu tanta indecisin? Ustedes me eligieron a m solo y eran seis... Pues bien, ahora lo elijo yo. No! Lo echaremos a suertes, dijo el maestro de esgrima es ms correcto. Pues bien, dnse prisa... Estoy un poco acalorado... y no quiero resfriarme. Sus dos testigos, el portero Poirier y el antiguo sargento Perrot, dos viejoso de la vieja como se deca entonces, permanecan impasibles. Los otros se reunieron, echaron a suertes, y quiso el azar que perdiera el mismo que el sastre haba sealado. Se desabroch lentamente, plido ya como un muerto. Dutref le dijo uno de sus compaeros Presta atencin! ... Ya has visto los lances... Oh! dijo el viejo Mauduy riendo irnicamente no tenemos slo esos dos; los tenemos por docenas... Todas las maanas, en el 32, nos inventbamos dos o tres lances antes de ir a misa. Y, colocndose en guardia, exclam: Preparados? El otro, sin responder, se puso en guardia y los floretes se enzarzaron. El sastre me daba la cara a unos treinta pasos de donde yo estaba asomado por el seto. Cuando los floretes chocaban me vio y una sonrisa se dibuj en sus labios; estaba feliz de tenerme como testigo de sus hazaas; pero, impulsado por un sentimiento de horror y de piedad invencibles, le grit:

Seor Mauduy, no lo mate!... l tambin tiene madre! Una madre que lo quiere como a usted lo quera la suya... Seor Mauduy, en nombre de la buena madre Jacqueline... Los floretes revoloteaban con un extrao ruido. La cara del viejo sastre haba adquirido un mal ceo; sus ojos brillaban como dos centellas detrs de sus largas pestaas canosas; sus mandbulas se apretaban... yo tena miedo... y sin embargo dos veces haba parado ya el golpe de su adversario y aunque haba podido agujerearle el pecho, no haba querido hacerlo... Al final, hiri a su contrincante en un brazo y le dijo con tono brusco: Ah tienes!... Ya basta... No insistas ms! Que esto te sirva de leccin! Su rostro se haba suavizado un poco. El herido se iba contento mientras uno de sus testigos le vendaba el brazo con un pauelo; el pobre diablo estaba plido como un muerto y, sin embargo, pareca feliz de haber escapado a tan bajo precio. Por lo que respecta al seor Mauduy, segua an all, esperando. Y bien! dijo alguno de ustedes quiere un poco ms? An queda!... Esto es suficiente, el honor ha quedado satisfecho dijo uno de los maestros de esgrima. Usted cree? contest el sastre con una sonrisa irnica. Podra muy bien contestarle que para m esto no es suficiente, que yo no salgo de mis costumbres por tan poca cosa. Podra contestarle que cuando se unen cinco o seis para insultar a un anciano, pues eso es lo que soy, un anciano, al menos deberan sostener su insolencia hasta el final... pero vyanse, los dejo libres. Acurdense slo del 32 y admitan que sus viejos raigones valen an ms que todos sus blancos dientes... y que an muerden con fuerza! Los maestros de esgrima se marchaban seguidos de sus testigos, sin responder. Su indignacin era grande, pero no hasta el extremo de reclamar, protestar y volver a ponerse en guardia frente al viejo sastre del que tanto se haban burlado. Los dos cuerpos permanecan all sobre la hierba, a la sombra del seto, y el herido, apoyado en el hombro de uno de sus compaeros, se alejaba esforzndose por conservar la apostura. Tomaron la vereda y cruzaron la explanada pues iban sin duda al hospital militar para avisar que enviaran una camilla para llevarse los cadveres. Mauduy haba recogido su levita, y se la haba puesto con expresin indiferente; se puso tambin su corbata de crin, que se cerraba por detrs, al estilo de nuestros viejos soldados; luego, cubrindose con su bicornio, le dijo a los dos que lo esperaban: En marcha... este asunto est resuelto. Cuando pasaba junto a m, le dije: Gracias, seor Mauduy. Al or mi voz, se volvi, me tendi la mano por encima del seto y exclam: Est usted todava ah, seor Antoine!... A fe ma que el tercero le debe una buena vela... De no ser por usted lo habra insertado como un kaiserlic. Luego, atravesando el seto, dijo: Va usted a hacerme un pequeo favor. Usted fue testigo de la provocacin, yo lo vi fuera, en la ventana de Bibi... S, seor Mauduy. Pues bien, necesito que me acompae a casa del comandante de puesto, y d testimonio de lo ocurrido; un buen burgus como usted, tendr ms credibilidad que nosotros comprende? Est ben, de acuerdo le contest; dme el tiempo de acompaar a mi esposa a mi casa y estar a sus rdenes. Me encontrar en la placita.

Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y alcanz a sus testigos ya al extremo de la explanada. Yo fui a recoger a mi esposa al huerto. Media hora ms tarde, el seor Mauduy, sus testigos y yo bamos camino del domicilio del gobernador. El gastador de vigilancia en la puerta fue a prevenir al comandante Clovis de Beaujaret que unos burgueses pedan hablar con l y dos minutos despus vino a decirnos que subiramos. El comandante Clovis, con batn gris, gorra negra y anteojos como cristales de reloj a caballo sobre su gruesa nariz roja, estaba en su saln, sentado en un taburete, haciendo un tapiz; tena junto a l en una cesta una gran cantidad de bobinas y bordaba flores de lis con gran habilidad. Qu desean? pregunt echndonos una mirada de reojo, sin dignarse interrumpir su labor. En pocas palabras, el seor Mauduy le cont el asunto; y cuando Poirier quiso confirmar lo que haba dicho su compaero, aqul lo interrumpi diciendo: Est bien! est bien! Ya os conocemos... Sois los dos del mismo bando... Valis tanto el uno como el otro... dejen hablar al seor Flamel. Entonces le cont el paso de los maestros de esgrima por el acerado delante de mi casa; la forma como haban urdido la provocacin, su entrada en la taberna de Bibi, en fin, todo lo que haba visto y odo hasta el final; l, aunque continuaba bordando, me escuchaba muy atento. Podra usted testificar todo eso ante la justicia? pregunt. S, seor comandante. Entonces, est bien. Tiene suerte de que este honesto burgus haya sido testigo del asunto, pues todos sus zapateros remendones, sus amoladores ambulantes, toda su chusma de sans culottes y de bonapartistas no habran servido de nada. Largo!... Puesto que los dos maestros de esgrima se han dejado matar como imbciles, que los entierren... es lo ms sencillo... Y en cuanto al herido, creo que est en el hospital... pues que permanezca all... Y que no se hable ms de todo esto... Estas disputas me aburren... Ya no dispongo de un minuto para trabajar con tranquilidad... Esto me aburre dijo abriendo una boca inmensa que le llegaba hasta las orejas s, me aburre!... Por esta vez lo dejo en libertad seor Mauduy, digo Lapointe, pero a la menor mosca que pique tendr noticias mas. Despus de eso, saludando al comandante, que se haba puesto de nuevo a bordar, salimos en fila. En la calle de los Cordeleros, lejos ya del centinela que se paseaba de arriba abajo ante el edificio del gobernador, Poirier, furioso por el desdn que el seor Clovis de Beaujaret haba mostrado por su declaracin, exclam: Maldito emigrado!... Combati veinte aos contra el pas, y ahora insulta a los patriotas! No le respondi nadie, todos estaban hartos; se apresuraron a volver a sus casas felices de terminar as el asunto, sin demanda del Consejo de guerra o de otros. En fin, continuo mi historia. A finales del ao 1826, una tarde, estaba yo vendiendo algunos objetos de ferretera cuando una chiquilla desarrapada entr a decirme que el seor Mauduy quera verme. Era la hija de Voirin, el enterrador, que viva en la misma calle que Mauduy. Inmediatamente, dejando a mi eposa en la tienda, fui a la casita del viejo sastre para saber qu quera. La ventana de su tabuco estaba abierta como antes, y cantaban el abecedario cinco o seis casas ms all, como en tiempos del seor Berthom, muerto el ao anterior y reemplazado por un nuevo maestro, el seor Trichard. Al entrar en la pequea habitacin, entre los viejos guiapos colgados de la pared, yo miraba sin descubrir al pobre hombre, cuando una voz sorda y rota, me dijo: Aqu, seor Flamel, aqu!

Entonces lo vi tendido en su cama, en la sombra de la escalera, completamente amarillo, descompuesto, con los ojos brillantes de fiebre y la cara baada en sudor. Fui a darle la mano. Est usted enfermo le dije y ha enviado usted a la chiquilla de Voirin a avisarme... S, dijo tengo justamente para llegar a la noche... o, como mucho, a maana... Voy a marcharme sin duda esta noche y he querido verlo. Necesita usted un mdico? No necesito un mdico para firmar mi hoja de ruta; es una formalidad intil, puedo irme muy bien sin ella. Quiere que venga un sacerdote? No. Entonces, por qu me ha mandado llamar? Necesita dinero para medicamentos, calmantes, para una mujer que lo cuide, qu? No necesito nada. Lo he mandado llamar para darle la mano y decirle gracias. Gracias... por qu? Por haberme gritado que no matara al granuja que me haba insultado, recordndome a mi madre; por eso le he hecho llamar Me tendi la mano Es usted un hombre bueno... y lo quiero mucho! Estaba emocionado y yo tambin Bueno dijo al cabo de un instante, ya basta! Prtese bien! Y dndose la vuelta, me despidi. Yo volva a mi casa. Tres o cuatro horas despus, una mujer de la calleja de los Espigadores nos dijo que el seor Mauduy haba muerto. Y, a la tarde siguiente, al saber que lo iban a enterrar, me puse el sombrero y la levita para asistir a la inhumacin. Las campanas no tocaban; en la casita no encontr sino a los cuatro porteadores y a algunos viejos de la vieja. El atad se encontraba sobre dos sillas que cojeaban, los porteadores lo colocaron sobre las parihuelas y se marcharon. Yo iba detrs; los vecinos miraban desde las ventanas. Nos dirigimos directamente al cementerio; all nos esperaba el enterrador Voirin, cerca de la fosa, bajo unos sauces llorones cuyas hojas empezaban a caer; nos esperaba fumando su pipa. Ah! ya estn aqu dijo est bien! No hay De profundis, ni gente que grite; esta vez ste se va solo... Quin ha pagado el atad? Yo, seor Voirin. Entonces tambin pagar la fosa? S, qudese tranquilo. Despus de todo dijo escupindose en las manos para agarrar las cuerdas, hay con qu cubrir los gastos: seis viejos pantalones, un uniforme de tiempos de la Repblica, la cama, la mesa, las sillas; lo he visto todo! Vamos, ayudadme, vosotros!... Estis listos? S. Agarrad fuerte... Ya est. El atad estaba dentro de la fosa; cog la pa