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LA CULTURA Y LOS DERECHOS
HUMANOS. ENSAYO DE UNA
APROXIMACIÓN
PEDRO DE JESÚS PALLARES YABUR
SUMARIO: I. Introducción. II. La cultura. III. La cultura como
configuradora de los derechos humanos. IV. El derecho humano a
la cultura. V. Conclusión. VI. Bibliografía.
I. INTRODUCCIÓN
El pensamiento moderno nos ha acostumbrado a considerar al
individuo en cuanto tal, tomando decisiones libres, acabado en
sí mismo; y en un segundo momento formando parte de una
sociedad, de una cultura. De esta manera, primero se abstrae un
yo radicalmente individual para después explicar por qué moti-
vo y hasta cuándo el individuo participa como tal en una rela-
ción con los demás. Es un yo que se convierte en causa eficiente
de todo cuanto es y decide, desvinculado de causas finales; en
definitiva, un yo mecanicista. A la verdad, si es que se le recono-
ce, le sucede lo mismo. Primero existe en sí misma, y después se
aplica a una circunstancia histórica. Y este esquema suele apli-
carse para resolver la universalidad de los derechos humanos.
¿Pero el punto de partida es el individuo en cuanto tal? ¿Es
real la identidad del individuo ajena a la cultura, a la historia?
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¿El ser humano está tan terminado que en un añadido a su modo
de ser decide racionalmente relacionarse con otros a través de
sus bienes? ¿Puede existir un ser tan aislado que en un segundo
momento forme parte de una cultura?
El derecho en los Estados moderno-individualistas nació
huérfano de cultura e hijo de un solo documento legal. Así, en
principio, formar parte de un Estado implicaba un solo punto de
partida en cierta medida acultural: el individuo libre, el sujeto
pensante cartesiano.
Si el individuo aislado es el punto de partida para constituir
el derecho, si el individuo primero es tal para después integrarse
a una cultura, entonces —al menos teóricamente— el derecho
debía ser culturalmente neutro para poder regular la conducta
de todos los miembros de dicho Estado sin lesionar a otros.
Sólo en una abstracción reductiva del ser humano, puede
concebirse la persona como individuo acabado que desde su po-
sición, desde su yo, decide en un segundo momento entrar en
contacto con una cultura, con los demás y con sus bienes. Sólo
desde una distinción tan “clara y distinta” entre la verdad y la
existencia, entre derechos humanos y cultura, tendría sentido
una discusión sobre si la verdad o los derechos humanos son
absolutos o relativos. El hombre no tiene cultura, es cultura.
Toda existencia humana se da en el contexto de una tradi-
ción sobre el modo adecuado de razonar en la práctica para des-
cubrir el modo digno en que se relacionan entre sí, Dios, el mun-
do, los demás hombres y uno mismo. Se necesita un acuerdo
previo en los temas antes descritos para resolver preguntas como,
“¿es justo entrar en una guerra? ¿Es justo el aborto? ¿Es justa la
pena de muerte? ¿Cuándo hay una ley injusta? Si la hay, ¿es
justo desobedecerla?”
En Olmedo vs. Chile, la Corte Interamericana de Derechos
Humanos condenó al gobierno de ese país sudamericano por vio-
lar la libertad de expresión de los distribuidores de la película La
última tentación de Cristo. Chile fue acusado por violar dos artícu-
los del Pacto de San José: libertad religiosa y libertad de expresión.
El Consejo de Calificación Cinematográfica chilena prohi-
bió en principio la exhibición de la película y luego, al recalificarla,
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permitió su exhibición para mayores de 18 años. Ante esta
reconsideración, unos agraviados por esa recalificación, “por y
en nombre de […] Jesucristo, de la Iglesia Católica, y por sí mis-
mos (Corte Interamericana de Derechos Humanos, Olmedo vs.
Chile, Sentencia núm. 7D”, interpusieron ante la Corte de Ape-
laciones de Santiago, un recurso de protección, pidiendo que se
dejara sin efectos la calificación. La última tentación de Cristo fue
prohibida y la decisión fue confirmada por la Corte Suprema de
Justicia de Chile.
Antes de condenar a Chile por la violación a la libertad de
expresión —específicamente por haber censura previa—, la Corte
hace una disertación sobre el significado de este derecho para
justificar el valor de dicha censura:
“Sobre la primera dimensión del derecho consagrado en el artícu-
lo mencionado, la individual, la libertad de expresión no se agota
en el reconocimiento teórico del derecho a hablar o escribir, sino
que comprende además, inseparablemente, el derecho a utilizar
cualquier medio apropiado para difundir el pensamiento y hacer-
lo llegar al mayor número de destinatarios. En este sentido, la
expresión y la difusión del pensamiento y de la información son
indivisibles, de modo que una restricción de las posibilidades de
divulgación representa directamente, y en la misma medida, un
límite al derecho de expresarse libremente…
Con respecto a la segunda dimensión del derecho consagrado en
el artículo 13 de la Convención, la social, es menester señalar que
la libertad de expresión es un medio para el intercambio de ideas
e informaciones entre las personas; comprende su derecho a tra-
tar de comunicar a otras sus puntos de vista, pero implica tam-
bién el derecho de todas a conocer opiniones, relatos y noticias.
Para el ciudadano común tiene tanta importancia el conocimien-
to de la opinión ajena o de la información de que disponen otros
como el derecho a difundir la propia (Corte Interamericana de
Derechos Humanos, Olmedo vs. Chile, Sentencia núm. 65-66)”.
En otras palabras, la censura previa se entiende únicamen-
te en función de permitir la interdependiente realización, indi-
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vidual y social, de la expresión de las ideas. Lo social de la expre-
sión de las ideas, permitirá conocer opinión ajena y contra-argu-
mentar al respecto.
Chile fue condenado por la censura previa a las ideas, no
tanto por haber calificado en un sentido u otro la película. Su-
pongamos que dicha censura hubiera respetado el artículo 13
del Pacto de San José, es decir, con el “exclusivo objeto de regular
el acceso a ellos para la protección moral de la infancia y la ado-
lescencia”.
¿Hubiera sido justa esa censura? ¿Qué criterios se seguirían
para descubrir lo justo en este caso?
Las personas que se opusieron a la exhibición de la película
argumentaron que el personaje histórico de Jesucristo era algo
más que una especie de héroe histórico, sino que muchos chile-
nos configuraban su vida, sus relaciones personales, su existen-
cia, en función de una imagen y figura de Jesucristo que se veía
menoscabada por el Jesucristo de la película. En otras palabras,
muchos chilenos no configuran su vida en función de Simón
Bolívar, aunque vivan sus ideales políticos; en cambio, los chile-
nos interpretan su existencia y el sentido radical de su vida en
función no de un mensaje, sino de la persona del Nazareno. En
consecuencia, su desacuerdo respecto a la película no sólo impli-
ca la decisión de un individuo-libertad, sino sobre todo de una
persona-cultural.
A una racionalidad individualista, donde la cultura y la so-
ciedad son un añadido de la libertad del individuo, estas consi-
deraciones no tienen por qué afectar la esfera pública; si alguien
no quisiera ver la película que no vaya al cine. Los distribuidores
del filme sólo manifiestan su opinión de la figura de Jesucristo,
y quien no esté de acuerdo, tiene el derecho de manifestar una
opinión contraria.
Una racionalidad que considere la persona en tanto un ser
cultural y comunitario, diría que uno de los que reciben la opi-
nión de otro se encuentra en una desventaja práctica; no tiene
la posición social, los medios de comunicación, el poder mani-
festar sus ideas de manera inmediata, etcétera. En definitiva,
está imposibilitado para manifestar su desacuerdo con el pro-
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ductor en el mismo nivel con que él recibe esa opinión. El no
acudir a la sala de cine no sería suficiente, de todas maneras se
expresa una imagen ofensiva para una religión que forma parte
de su cultura. Además, el daño no va en contra de una decisión
equivalente al color de camisa que vestirá hoy, sino a la configu-
ración de la propia existencia.
Determinar si dicha película, por su contenido, daña la
“moral pública” o no lo hace, dependerá tanto del lugar que ocu-
pa la religión en la escala de valores de una sociedad, como del
papel de la religión en la vida de la persona. La determinación de
los bienes debidos a los otros depende, entre otras cosas, de la
racionalidad con la que se interpreten los bienes humanos. Así
toda consideración sobre lo que es justo para la persona forma
parte de una tradición o racionalidad, de la que toma sus crite-
rios para descubrirlo y determinarlo. Así:
“Algunas concepciones de la justicia giran alrededor del concepto
de merecimiento… (otras) apelan a los derechos humanos
inalienables, otras a una noción del contrato social y algunas otras
al criterio de utilidad… Parecería como si para conocer la justicia
tuviéramos que aprender primero lo que la racionalidad requiere
de nosotros en la práctica (Macintyre, A., 2001a, pp. 19-20)”.
El individuo no es tan individual que en un segundo instan-
te se acerque a la realidad para tomar postura frente a ella. De
manera análoga, la realidad no existe acabada y en un segundo
momento se aplica a una cultura, a una historia. En la tradición
individualista, persona, realidad y cultura, tienen una existen-
cia en cierta medida autónoma, y sólo después acuden a relacio-
narse con las demás. Bajo estas premisas, la cultura sería absolu-
tamente relativa, la verdad absolutamente objetiva, y la persona
tendría que descubrir cómo se relacionan entre sí y después cómo
es afectada por ellas.
A este esfuerzo comunitario y personal sobre la adecuada
relación, el significado y el modo de realizar la existencia huma-
na se le conoce como cultura.
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II. LA CULTURA
La persona no nace ajena a un contexto; recibe de las comunida-
des a las que pertenece una manera peculiar de resolver el hecho
y el significado de su propia existencia en relación con Dios, el
mundo, los demás seres y frente a sí misma. Estos son hechos
comunes que requieren respuestas, aunque éstas sean distintas.
Por ejemplo, en la Ley Federal del Trabajo se marca el 25 de
diciembre como día de descanso obligatorio. ¿Por qué? Porque
esa fecha tiene un significado de importancia en México: es un
día donde se celebra el valor de la familia y un tipo peculiar de
relación con Dios. La fecha y el modo de celebrarse (cena, rega-
los, etcétera) es una manera de expresar, transmitir y descubrir
el hecho y el valor de la familia y de un modo de relacionarse con
los demás y con Dios. El valor de la familia no se descubre en
abstracto sino a través de manifestaciones culturales. Ningún
hombre vive fuera de una cultura, nadie puede descubrir los sig-
nificados propios de su existencia sin una cultura.
Como hemos dicho el hecho de la existencia humana tiene
maneras diferentes de resolver el papel del individuo frente a
Dios, el mundo, los demás, y frente a sí mismo. La comunidad
humana se forma no sólo por compartir un espacio de tiempo
en un lugar determinado; también establecen conexión perso-
nal en el sentido que le dan a la existencia humana. La cultura es
una posible común explicación y estilo de vida frente a esas
realidades.
Todas las culturas resuelven de determinada manera el pa-
pel de la amistad en la vida social, no sólo en su significado
axiológico, sino en sus manifestaciones más precisas. En ciertas
culturas, dos buenos amigos expresan con el gesto de tomarse
de la mano el valor de su amistad; el mismo gesto podría signifi-
car otro tipo de relación en la cultura mexicana. Lo importante
de la cultura no es solamente el gesto, sino la manera de resolver
el papel de la amistad en la vida social.
Toda cultura resuelve el hecho, el sentido y las manifesta-
ciones propias del papel de la mujer en la vida social. Ésta es
resuelta de determinada manera: limitada a la vida en el hogar o
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con la posibilidad participar en actividades no caseras como en
la vida de una empresa. Todas las culturas resuelven problemas
comunes, aunque de manera diferente.
La cultura ofrece soluciones variables a situaciones huma-
nas comunes. La muerte, las relaciones varón-mujer-hijos, el tra-
bajo, etcétera, encuentran en las distintas culturas múltiples
maneras de llevarse a la práctica y de realizar su valor. Por ello
toda cultura es relativa, pero no relativista. El relativismo no es
peligroso porque ofrezca distintas y variadas soluciones sino por
su subjetivismo. Es decir, para el relativista radical, la realidad
no ofrece un contenido, finalidad y cualidad axiológica alguna y
estos datos serían creados por el sujeto y su cultura.
La cultura se manifiesta como un modelo de conducta dig-
na personal y colectiva que genera identidad objetiva a los miem-
bros de esa comunidad cultural. Las respuestas culturales a los
problemas humanos se convierten en normativas de la conduc-
ta personal, pues se presentan como la manera en que se realiza
el valor de la realidad. Así, por ejemplo, el significado cultural
que tiene una fecha como el 25 de diciembre en México, genera
un tipo de conducta debido, que en ocasiones llega hasta deter-
minar el menú de una cena, los comensales, el tipo de fiesta,
etcétera. Quien pertenece a esa cultura interpreta esa fecha y las
actividades que la rodean como algo debido a su conducta. El
hecho de la familia y de las relaciones del hombre con Dios, tie-
nen en el 25 de diciembre una manera de interpretarse y reali-
zarse. En otras culturas puede ser otra fecha y otro tipo de cele-
bración, pero el hecho de la familia o de las relaciones con Dios
encuentra un lugar propio en la existencia personal y comunita-
ria en su cultura.
Una persona y la comunidad a la que pertenece, leen la cul-
tura no sólo como un transmisor de significados sino sobre todo
como un modelo de conducta digna. La expulsión de la persona
de su cultura, una persona desarraigada culturalmente, care-
ce de los significados y modos concretos de encontrar su lugar
en el mundo y en su existencia. La persona es un ser cultural.
Hasta este momento hemos dicho que la cultura es el mo-
delo de conducta digna personal y colectiva respecto a Dios, el
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mundo, los demás y uno mismo. Además, esos hechos aparecen
relacionados entre sí de determinada manera, debido al signifi-
cado de cada uno de ellos respecto a los demás. En una cultura,
aparece un dato o un hecho objetivo junto a un significado
axiológico. El dato lo constituye la persona y su relación consi-
go mismo, con Dios, el mundo y los demás. El sentido, la
valoración axiológica de estas interrelaciones y el tipo de ac-
ción personal o comunitaria que expresa y realiza esa valo-
ración, el significado.
Cada acto humano va precedido de otros y a la vez es ante-
cedente de los que seguirán, aunque no se sepa cuáles serán.
Leer un libro va precedido de una inquietud intelectual, tomar
físicamente el libro, etcétera, y después de su lectura habrá otros
actos que se sigan: escribir una réplica, dar una clase o platicar
su contenido en un café. Todos estos actos se conectan entre sí y
son objetivados en una unidad narrativa.
Todo acto humano, un acto justo, forma parte de una na-
rración que lo hace inteligible. La filosofía moral moderna, con
su pretensión de explicar la realidad en estancos claros y distin-
tos, nos ha acostumbrado a encontrarle sentido a un acto de
manera aislada. Sin embargo, también se debe tomar en cuenta
que toda acción humana se encuentra en una narración y recibe
de la narración gran parte de su inteligibilidad.
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española defi-
ne narración como “una de las partes en que suele considerarse
dividido el discurso retórico, en el que se refieren los hechos para
esclarecimiento del asunto de que se trata y para facilitar los
logros del orador” y narrar como “contar, referir lo sucedido”. La
narración para ser tal implica una unidad, cierto conjunto de
acontecimientos en un periodo de tiempo.
MacIntyre explica que si una persona se nos acerca y nos
dice “el nombre del pato salvaje común es histrionicus histrionicus
histrionicus”, esa acción se hace inteligible, no sólo por sí misma,
sino por la historia, el contexto narrativo, del que forma parte:
una confusión con otra persona, un espía transmitiendo una
clave secreta, una persona tímida que hace esfuerzos por rela-
cionarse con otros, etcétera. Así:
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“para identificar y entender lo que alguien hace siempre trata-
mos de colocar el episodio particular en el contexto de un con-
junto de historias narrativas, historias tanto del individuo del
que se trate como de los ambientes en que actúa y actúan sobre
él. Va quedando claro que esto nos sirve para hacernos inteligibles
las acciones de otros, teniendo en cuenta que la acción en sí
misma tiene carácter básicamente histórico (Macintyre, A.,
2001a: 261)”.
La acción, poniendo otro ejemplo de MacIntyre, “arreglar
el jardín un domingo” puede servir para hacer ejercicio, satisfa-
cer a la esposa, mostrar habilidades propias de la jardinería, et-
cétera. El modo en que estas intenciones se relacionan entre sí,
formarán una narración diferente que se necesita para entender
la acción.
“Recibir un anillo”, “Descubrir el papel que se tiene frente
al anillo”, “Formar una comunidad”, “Sortear peligros”, “Enta-
blar batallas”, “Destruir un anillo”, son acciones que concatena-
das forman una narración. Éstas que forman parte de un relato,
significan cosas distintas en la narración que Tolkien describe
en El Señor de los Anillos (Vocación-Comunión-Redención) y la
que propone Jackson en su trilogía de películas El Señor de los
Anillos (Destino Fatalista-Poder-Fuerza). Las mismas acciones
significan cosas distintas en función de la narración de la que
forman parte. En definitiva:
“Consideraciones tan complejas como éstas son las que implican
que hagamos la noción de inteligibilidad lazo vinculante entre la
noción de acción y narración. Una vez entendida su importan-
cia, la pretensión de que el concepto de acción es secundario al de
acción inteligible quizá parecerá menos extraña, y lo mismo el
postulado de que la noción de una acción, aunque tenga la mayor
importancia práctica, es siempre una abstracción potencialmen-
te equívoca. Una acción es un momento en una historia real o
posible o en numerosas historias. La noción de historia es tan
fundamental como la noción de acción. La una exige a la otra
(Macintyre, A., 2001a: 264)”.
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Hablar de cultura es hablar de un dato, un significado y
una narración que lo hace inteligible dentro de una tradición.
“Una tradición es un argumento distendido a través del tiempo
en el que ciertos acuerdos fundamentales se definen y se redefinen
en términos de dos tipos de conflictos: aquellos con críticos y
enemigos externos a la tradición, que rechazan todas, o al menos
las partes claves de los acuerdos fundamentales, y aquellos inter-
nos, debates interpretativos a través de los cuales el sentido y la
razón de los acuerdos fundamentales vienen a expresarse, a tra-
vés de cuyo progreso se constituye una tradición… apelar a una
tradición es insistir en que no podemos identificar adecuadamente
ni nuestros propios compromisos ni los de otros en conflictos
argumentativos del presente, excepto si lo situamos dentro de
aquellas historias que los han hecho lo que ahora han llegado a
ser (Macintyre, A., 2001b: 31)”.
El sentido de la acción justa cambia si las relaciones huma-
nas se consideran en una narración utilitarista: “me uno a los
demás para que no me hagan daño (Hobbes) o para conseguir el
mayor número de bienes posibles (Rousseau)”, o en una narra-
ción comunitarista: “doy lo suyo de otro para entrar en contac-
to interpersonal con él/ella”.
El contenido de una acción justa y su percepción en una
narración individualista, sería: “Lo justo es permitir que cada
individuo decida lo que quiera en una sociedad neutra, lo justo
será que la mujer decida si aborta o no”. En cambio, lo justo en
una narración comunitarista, sería: “Lo justo es hacer posible
relaciones interpersonales valiosas, lo justo será que la mujer
decida respetar la vida de otro y reconocer el valor de cualquier
vida humana, aunque no pueda continuar bajo su cuidado”.
En resumen, la cultura implica al menos tres realidades
interdependientes unas de otras: i) Un modo de resolver el papel
del hombre frente a Dios, el mundo, los demás hombres y frente
a él mismo. ii) Un modelo de comportamiento de dignidad per-
sonal y colectiva que genera identidad objetiva a los miembros
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LA CULTURA Y LOS DERECHOS HUMANOS
de determinada comunidad. iii) Ese modelo está basado en un
hecho dado, un significado axiológico y una narración que lo
hace inteligible.
Multiculturalidad implica que la objetividad de la persona
y su papel frente a su existencia, se puedan resolver válidamente
de manera distinta en culturas diferentes. La objetividad de la
realidad se descubre a través de una cultura, y por más relativa
que esta última sea, existen mejores soluciones que otras res-
pecto al dato que aporta la realidad. Por ejemplo, ante la reali-
dad del papel de la mujer en la sociedad (dato), es mejor la solu-
ción que la presenta como igual al varón en la aportación del
lado femenino en cualquier actividad humana; que la que redu-
ce lo femenino o lo masculino a oficios (maternidad hogareña,
paternidad, trabajo externo) o a una masculinización de la mu-
jer. En otro ejemplo, ante la realidad de la disfunción social, es
mejor solución una pena que no trascienda al culpable, que una
pena que se extienda a toda su familia.
Incluso, habrá soluciones culturales que no son solución.
Parafraseando a José Antonio Marina, un error de tres centíme-
tros en la colocación de una carretera, no es tolerable en la colo-
cación de un bisturí para una operación de cerebro. Por más rela-
tiva que sea la cultura, siempre toma en cuenta —para ser
solución— la objetividad de la realidad. La alimentación, por
más elementos culturales que tenga, debe respetar el metabolis-
mo propio del estómago humano. El hecho del hombre, Dios, el
mundo y sus relaciones tiene como punto de partida el modo de
ser del hombre, de Dios y del mundo.
La condición de persona, la condición humana, los oficios,
las cosas, en definitiva la realidad, si bien es cierto sólo se dan en
la cultura, no se ahogan en ella. La cultura debe fundarse y co-
rregirse a la luz de la verdad del hombre y su dignidad. Es por
ello que la cultura debe de respirar; es decir, asumirse y vivirse,
libre y dignamente, por las personas que forman parte de ella y
estar abierta a otras culturas. “La cultura no es destino”, ha di-
cho Jack Donnelly (Donnelly, J., 2003, 88).
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III. LA CULTURA COMO CONFIGURADORA
DE LOS DERECHOS HUMANOS
El derecho se encuentra inmerso en una cultura y de hecho lo
determina. Pongamos otro ejemplo. En cada cultura el tema de
la muerte es resuelto de maneras diversas; sin embargo, el modo
en que la cultura mexicana lo ha hecho, configura en algunos
casos días inhábiles en materia fiscal. He aquí una sentencia de
un tribunal federal:
“HECHO NOTORIO. LO ES EL QUE LOS DÍAS 1 Y 2 DE NOVIEMBRE NO
SON LABORABLES, POR LO QUE DEBEN CONSIDERARSE COMO INHÁ-
BILES PARA COMPUTAR LOS TÉRMINOS LEGALES EN MATERIA FISCAL.
Partiendo de la definición que sobre hecho notorio ha establecido
la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a través de la entonces
Tercera Sala en la jurisprudencia cuyo rubro dice: ‘HECHOS NO-
TORIOS’, así como de lo establecido en el artículo 237 del Código
Fiscal de la Federación y 88 del Código Federal de Procedimientos
Civiles, aplicado supletoriamente a la legislación fiscal, debe se-
ñalarse que un hecho notorio, por una parte, puede ser invocado
por el tribunal sin que lo invoquen las partes ni haya sido proba-
do y, por otra, es aquel cuyo conocimiento forma parte de la cul-
tura normal propia de un determinado círculo social, por lo que
si en la cultura mexicana es del conocimiento que los días uno y
dos de noviembre se llevan a cabo los eventos relativos al ‘día de
muertos’, y generalmente en dichas fechas las dependencias gu-
bernamentales, entre las cuales se encuentran las autoridades fis-
cales, suspenden sus labores, salvo prueba en contrario, resulta
correcto que los días antes señalados no deban computarse den-
tro de los términos para interponer los recursos que la ley de la
materia establezca (Tesis VII.2o.C.2 A)”.
Todo derecho humano es cultural puesto que se determina
desde una válida variabilidad de soluciones a los problemas hu-
manos. Pues bien, la cultura determina los derechos humanos,
ya que la persona sólo existe y se hace inteligible sólo en una
cultura.
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LA CULTURA Y LOS DERECHOS HUMANOS
¿Es justo que los permisos para cuidar a un hijo se otorguen
sólo a las madres trabajadoras? Parece que a los redactores de la
Ley Federal del Trabajo, les fue suficiente que sólo la mujer reci-
biera los beneficios de esos días de incapacidad, por el significado
cultural de la mujer y su maternidad. No consideraron que el
varón podría asumir ciertos cuidados del niño para permitir a la
madre volver a sus actividades laborales.
No hay una determinación de derechos humanos fuera de
una cultura. La valoración de la realidad que se cristaliza en una
cultura es el lugar desde donde se interpretan los datos reales
respecto a la dignidad de la persona y sus derechos humanos.
Pensemos en uno de los derechos civiles y políticos: la parti-
cipación en elecciones democráticas. Ésta implica algo más que
simplemente poder ir el día de la elección a manifestar la simpa-
tía hacia un candidato y que ese voto sea tomado en cuenta. La
Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha dicho:
“En lo que se refiere a las condiciones generales en que se desarrolla
la competencia electoral… se deduce que ellas deben conducir a
que las diferentes agrupaciones políticas participen en el proceso
electoral en condiciones equivalentes, es decir, que todas cuen-
ten con condiciones básicas similares para el desarrollo de su cam-
paña. En términos negativos, esta característica implica la au-
sencia de coerciones directas o de ventajas indebidas para uno de
los participantes en la contienda electoral. Algunos textos elabo-
rados por la Comisión Interamericana al respecto se exponen a
continuación (Comisión Interamericana de Derechos Humanos,
Reporte final sobre México, Resolución 01/90, núm. 49)”.
¿En qué consisten esas condiciones equivalentes? ¿En cuánto
dinero, minutos de televisión, tratamiento de la información,
etcétera? Todas estas respuestas se encuentran afectadas
culturalmente por el modo de ser de un pueblo y deben ser to-
madas en cuenta para la determinación del derecho humano a la
participación política. La enunciación del derecho a votar y ser
elegido, no implica que su contenido esté agotado a la formu-
lación del derecho.
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En el caso Villagrán o niños de la Calle, la Corte Interameri-
cana de Derechos Humanos condenó a Guatemala, entre otras
cosas, por atentar contra la integridad moral de los padres de
unos niños asesinados. A la negligencia de las autoridades por
identificar a los cadáveres y dar noticia a los padres:
“…debe sumarse al hecho de que las autoridades no hicieron es-
fuerzos adecuados para localizar a los parientes inmediatos de
las víctimas, notificarles la muerte de éstas, entregarles los cadá-
veres y proporcionarles información sobre el desarrollo de las in-
vestigaciones. El conjunto de esas omisiones postergó y, en algu-
nos casos, negó a los familiares la oportunidad de dar a los jóvenes
una sepultura acorde con sus tradiciones, valores o creencias y,
por lo tanto, intensificó sus sufrimientos… (Corte Interamerica-
na de Derechos Humanos, Villagrán vs. Guatemala, Sentencia
núm. 173)”.
Además, el estado de los cuerpos de los niños asesinados,
también causó daño a los familiares pues
“…Estas personas no sólo fueron víctimas de la violencia extre-
ma correspondiente a su eliminación física, sino que, además,
sus cuerpos fueron abandonados en un paraje deshabitado, que-
daron expuestos a las inclemencias del tiempo y a la acción de los
animales y hubieran podido permanecer así durante varios días,
si no hubieran sido encontrados fortuitamente. En el presente
caso, es evidente que el tratamiento que se dio a los restos de las
víctimas, que eran sagrados para sus deudos y, en particular, para
sus madres, constituyó para éstas un trato cruel e inhumano
(Corte Interamericana de Derechos Humanos, Caso Villagrán vs.
Guatemala, Sentencia núm. 174)”.
En otro caso similar, la Corte razona de manera análoga:
“…la incineración de los restos mortales del señor Nicholas Blake,
para destruir todo rastro que pudiera revelar su paradero, atenta
contra los valores culturales, prevalecientes en la sociedad
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guatemalteca, transmitidos de generación a generación, en cuan-
to al respeto debido a los muertos. [Esta acción] intensificó el
sufrimiento de los familiares del señor Nicholas Blake (Corte In-
teramericana de Derechos Humanos, Caso Blake vs. Guatemala,
Sentencia núm. 115)”.
El trato que merece el cuerpo de una persona que ha muer-
to, tiene un componente cultural. En los casos mencionados,
dicha solución cultural, esa manera de comportarse dignamente
frente a un cadáver fue violentada; por lo que produjo un daño a
la integridad de los familiares.
La cultura configura a los derechos humanos porque mues-
tra un modelo concreto y digno sobre los bienes y la conducta
respecto a ellos que debe seguir la persona y su comunidad. Es-
tos códigos deben ser compartidos para poder entablar cierta
igualdad respecto a lo que se merece y lo que es dado a la perso-
na respecto a su dignidad. Durante muchos años, le fue justo a
la mujer que su feminidad y su maternidad se redujera a los
oficios que se realizan sólo dentro de la materialidad de cuatro
paredes; ahora, el código cultural ha cambiado y en justicia, pide
manifestar su feminidad en toda actividad humana sin discri-
minación.
La cultura expresa una racionalidad compartida que hace
inteligible la realidad entre quienes forman parte de una cultura.
En definitiva, la cultura es el código compartido sobre la realidad,
su valoración y los modos de realizarse que permite interpretar
los bienes ajenos y el modo digno de comportarse frente a ellos.
Volviendo a la democracia. La reelección puede ser en sí
misma neutra; pero en la historia de México, entre 1917 y 2000
significaba una señal de falta de democracia, y por tanto una
injusticia. El discurso político daba por sentado que esa fuera
una cualidad inherente a la democracia; sin embargo, parece que
los códigos compartidos respecto a la reelección y la democracia
han cambiado. Esos acuerdos sobre la reelección, y cuando no
existen en ese nivel, sobre la democracia, son indispensables para
la configuración de lo debido a las personas en su esfera de parti-
cipación pública.
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De esta manera, no hay conflicto entre la universalidad de
los derechos humanos y su relatividad. Todo derecho humano
es universal, no sólo por su formulación (“todo individuo tiene
derecho a…”) sino por la exigencia de trato digno respecto a
determinado ámbito de la persona que se debe reconocer. Y a la
vez, todo derecho humano es relativo y cultural, puesto que la
exigencia de tratar a la persona de determinada manera, es pro-
pia de “esta persona concreta”, en “este país en particular”, en
“esta circunstancia específica”.
Por eso distinguimos entre: i) la formulación genérica de
una exigencia de la dignidad de la persona; ii) las exigencias de la
realidad implícitas en dicho enunciado; iii) la interpretación cul-
tural sobre ella, sus alcances y contenidos; iv) los modos de lle-
varse a la práctica; y v) los mecanismos para hacerlos efectivos.
De esta manera, la fórmula: “Los hombres y las mujeres, a
partir de la edad núbil, tienen derecho, sin restricción alguna
por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fun-
dar una familia (artículo 16, DUDH)”, reconoce que las per-
sonas en cuanto varón-mujer, para resolver el sentido conyugal
de su existencia dignamente, tiene como punto de partida
hacerlo libremente. Pero la fórmula no agota la realidad de la
donación personal de la propia existencia-conyugal; es dife-
rente a las manifestaciones que muestran el alcance y conte-
nido del matrimonio; y a la vez, es distinto tanto del modo de
llevarse a la práctica como de los mecanismos jurídicos para
hacerlos efectivos.
Por eso, la pregunta sobre si los derechos humanos son uni-
versales o son culturales, está mal planteada si no se matiza. La
universalidad de los derechos humanos hace referencia a tres
modos de entender lo universal.
En primer lugar, hace referencia a lo universal de la exigen-
cia en el trato digno de la persona, en otras palabras, siempre se
debe tratar a la persona dignamente.
En segundo lugar, quiere decir que la persona no se da en
abstracto, sino que siempre forma parte de situaciones —o pue-
de formarlas— que son universales y donde está en juego la efec-
tividad de su dignidad: está vivo, es creyente, trabajador, parte
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de un proceso judicial, ciudadano, hijo, padre-madre, esposo-
esposa, miembro de la comunidad internacional, comunica y
recibe información, es educable, etcétera. De esta manera, si
consideramos a la persona en cuanto educable, es universal
el derecho y el deber de hacerlo; y si la consideramos como parte
de un proceso penal, siempre es digno que no sea arbitrariamen-
te detenido.
Otro tipo de universalidad se da en la interrelación de los
derechos entre sí. No poder resolver dignamente la situación la-
boral, hace imposible que se pueda realizar el derecho a la educa-
ción y viceversa. Además, sin educación, es imposible ejercer
dignamente el derecho al voto. Así, se habla de una interdepen-
dencia universal entre todos los derechos humanos.
Esta universalidad no está en conflicto con la variabilidad de
soluciones válidas a estas exigencias humanas. Todas esas solu-
ciones dependen de los alcances y contenidos con que son tradu-
cidos culturalmente en una sociedad determinada, de los modos
en que pueden llevarse a la práctica y de los mecanismos jurídi-
cos para hacerlos efectivos.
Por eso los derechos humanos son a la vez universales y
culturales. La cultura debe estar abierta a la exigencia universal
de la realidad y de la dignidad de la persona, y a la vez, los dere-
chos humanos siempre se descubren a través de una cultura.
IV. EL DERECHO HUMANO A LA CULTURA
El artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Hu-
manos dice: “Toda persona tiene derecho a tomar parte libre-
mente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y
a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él
resulten”. Si la persona sólo puede descubrirse, expresarse y rea-
lizarse a través de la cultura, el derecho exige que esto pueda
darse en la práctica.
Así, el derecho a la cultura es algo más que tener acceso a
obras de arte o a bailes folklóricos; implica poder recibir de una
comunidad los significados de la propia vida respecto al lugar de
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la persona en el mundo y aportar a aquella esas mismas respues-
tas desde su yo. En otras palabras, el derecho a la cultura es el
derecho a respirar de una cultura y a vivificar una cultura.
De esta manera, al realizar cualquiera de los derechos hu-
manos, la persona toma “parte libremente de la vida cultural”
de la comunidad a la que pertenece. Al elegir un estado conyu-
gal de vida, está manifestando un tipo de significado en la rela-
ción varón-mujer, y la posibilidad de establecer un vínculo con
cierta dignidad; al participar democráticamente en una elección,
la persona se sabe perteneciente a una sociedad y que, en cierta
medida, su existencia en ella no es indiferente. Así, el ejercicio
de todo derecho humano es el modo en que una cultura se hace
vida comunitariamente.
En el caso Mayagna (Sumo) Awas Tingni vs. Nicaragua, la
Corte Interamericana de Derechos Humanos condena a Nicara-
gua a reparar el daño por la no titulación de tierras de una co-
munidad indígena. Para que dicha reparación fuera equitativa
debía tomar en cuenta, entre otras cosas, la relación cultural
especial que se da entre las comunidades indígenas y la tierra a
la que pertenecen. En efecto,
“Entre los indígenas existe una tradición comunitaria sobre una
forma comunal de la propiedad colectiva de la tierra, en el senti-
do de que la pertenencia de ésta no se centra en un individuo
sino en el grupo y su comunidad. Los indígenas por el hecho de
su propia existencia tienen derecho a vivir libremente en sus pro-
pios territorios; la estrecha relación que los indígenas mantienen
con la tierra debe de ser reconocida y comprendida como la base
fundamental de sus culturas, su vida espiritual, su integridad y
su supervivencia económica. Para las comunidades indígenas la
relación con la tierra no es meramente una cuestión de posesión
y producción sino un elemento material y espiritual del que de-
ben gozar plenamente, inclusive para preservar su legado cultu-
ral y transmitirlo a las generaciones futuras (Corte Interamericana
de Derechos Humanos, Caso Mayagna [Sumo] Awas Tingni vs.
Nicaragua, 31 de agosto de 2001, Sentencia núm. 149)”.
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Es por ello que la indemnización equitativa que debe recibir
dicha comunidad por la falta de delimitación, demarcación y
titulación de su propiedad debe tomar en cuenta dicha relación
cultural entre una comunidad, su territorio y las personas que la
constituyen y viven en ella. La Corte condena a Nicaragua a:
“…Invertir, por concepto de reparación del daño inmaterial, en el
plazo de 12 meses, la suma total de 50,000 (cincuenta mil dólares
de Estados Unidos) en obras o servicios de interés colectivo en
beneficio de la Comunidad Awas Tingni, de común acuerdo con
ésta y bajo la supervisión de la Comisión Interamericana de De-
rechos Humanos (Corte Interamericana de Derechos Humanos,
Caso Mayagna (Sumo) Awas Tingni vs. Nicaragua, 31 de agosto de
2001, Sentencia núm. 173,6)”.
¿Por qué condenar a realizar obras de interés colectivo como
forma de reparación por la no titulación y delimitación de unas
tierras? Precisamente por el valor cultural que éstas tienen. En-
tre mejores condiciones comunitarias tengan los habitantes de
la comunidad Mayagna —incluida la certeza jurídica respecto a
la posesión de sus tierras—, pueden ejercitar sus derechos hu-
manos y mantener viva su cultura.
Como hemos dicho, el ejercicio efectivo de los derechos
humanos reconoce, expresa y realiza a una cultura.
V. CONCLUSIÓN
Las democracias del siglo XXI enfrentan la diversidad cultural
no sólo frente a otros Estados, sino dentro de su propia unidad
jurídica. Si la cultura se manifiesta a través de la lengua, las cos-
tumbres, las ceremonias, la religión, etcétera, el derecho a la cul-
tura implicará poder vivir en función de ellas. Para eso es necesa-
rio el reconocimiento legal de esos hechos, de su diversidad y de
la posibilidad de que se puedan convivir en un Estado que nunca
podrá ser culturalmente neutro. El derecho a la cultura se tradu-
ce en derecho al modo cultural de vida.
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Otro aspecto que implica el derecho a la cultura es la no
exclusión social, económica y política en función de la perte-
nencia a determinada identidad cultural. Como ya se dijo,
esta última puede reconocerse a través de la identidad étnica,
lingüística o religiosa. De esta manera, hay exclusión por
motivos culturales cuando ésta es motivo para no ejercer equi-
tativamente los derechos que otras identidades culturales
pueden conseguir.
Por ejemplo, los padres mexicanos que tengan determina-
das convicciones respecto a Dios y su relación con el hombre,
están excluidos de poder introducir esos temas en los programas
educativos públicos, aun cuando se abra la oportunidad de no
tomar en cuenta esos temas para los padres que lo prefieran. El
derecho a la cultura también se traduce en la prohibición de ex-
clusión por identidad cultural.
Si bien es cierto que la cultura configura a los derechos hu-
manos, éstos pueden —de hecho lo hacen— configurar a aqué-
lla. El derecho humano a la cultura no sólo permite que la perso-
na participe, viva conforme a y modifique la cultura a la que
pertenece. Lo justo, leído desde un nuevo paradigma cultural,
también busca que una cultura decadente se transforme en una
expresión adecuada de la dignidad de la persona.
Por ejemplo, en Estados Unidos, el caso Brown vs. Board of
Education decidió que la doctrina “separados pero iguales” por la
que las escuelas públicas se organizaban separando a los blancos
de los negros, era inconstitucional. En este caso, la práctica cul-
tural debía ser enfrentada y corregida mediante una norma jurí-
dica que expresaba otra valoración cultural:
“El derecho (entendido como ley) y la cultura se encuentran en
una compleja relación dialéctica. Ninguna nace primero, ningu-
na viene después. La ley contribuye masivamente a la formación
de la cultura; la cultura influye y modela la ley. Ineludible e ine-
vitablemente, la ley y la cultura se mantienen en relaciones de
información, formación y reforzamiento (George, F., 2003, 9)”.
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Esperamos que este acercamiento a la relación entre cultu-
ra y derechos humanos aporte soluciones —al menos especu-
lativas— del modo en que la lucha por la dignidad puede ser
concretada.
VI. BIBLIOGRAFÍA
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