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A las sirenitas no les gusta las peleas
Todos los niños le tienen miedo a las cosquillas, y a las peleas. Las niñas-hadas, las
niñas-hechiceras, las princesitas y, sobre todo, las sirenitas.
Si las sirenas odian tanto oír discutir a sus padres, es porque en el agua los sonidos
se transmiten cinco veces más deprisa que en el aire, y cinco veces más alto. De ahí que
una riña, una simple discusión de pareja, se transforma para ellas en una pesadilla
acuática.
En la familia de Emma la sirena, las discusiones siempre empezaban así:
—¡Repite eso si te atreves!
—¿Pero por quién me has tomado?
—¿Vas a empezar otra vez?
—¡Tú estás mal de la cabeza!
Y hop, después del estallido de algunas burbujas, el agua empezaba a borbotear,
borbotear, y... ¡se desataba la tempestad!
Cuando el mar bullía así, de pronto Emma lo veía todo borroso. Debido al agua
turbia, sus padres parecían deformes, gesticulantes, horribles. Era algo feo-feo-feo.
Entonces, el corazón de Emma se convertía en un cubito de hielo. Se tapaba los oídos
con sus manos y le daba gracias al cielo por tener dos manos y no dos aletas. Pero
incluso con los oídos tapados, seguía escuchando: «Te odio, te odio, no quiero verte
más».
Estas peleas eran verdaderas catástrofes ecológicas. En cuanto se desencadenaban,
los bancos de pececitos multicolores huían al otro lado del mar, como si los persiguiera
un tiburón. Los erizos de mar se inmovilizaban, las anémonas vertían silenciosamente
su veneno, y los pulpos lanzaban potentes chorros de tinta negra.
«¿Cómo es posible, pensaba Emma, que dos personas mayores, con dos brazos,
una cola de sirena y un cerebro de sirena, chillen en el agua como auténticos bebés?» Y
pensaba en todos los padres-sirena divorciados, que se marchan y viven lejos uno del
otro, uno en el Adriático, otro en el Océano Atlántico.
Emma se decía: «Mi mamá me fabricó en su vientre porque quería a mi papá. Pero
si nací de su amor, ¡lo mismo puedo desaparecer!». Claro que esto era un poco
exagerado y, sin embargo, muy lógico en la cabeza de una sirenita. Por otra parte,
cuando oía cómo se herían sus padres, tenía la sensación de escuchar el sonido de su
corazón rompiéndose, como cuando se tritura hielo. Pues las sirenitas no son peces
como los demás. Sino que son auténticas niñas pequeñas, frágiles, con un corazón y
mucha imaginación.
Por tanto, ¿qué podía hacer? Había oído hablar de una sirena que había cambiado
su cola por un par de piernas. «Unas piernas me serían muy útiles para huir a tierra,
lejos de los gritos de los adultos», pensaba.
Para no morir de todos esos ruidos, Emma se alejaba de las extensiones de aguas
vociferantes, lejos de los rostros deformados por las muecas, lejos de esas tempestades
acuáticas, hasta las selvas de algas laberínticas. Se alejaba tanto como podía, hasta los
fondos abisales, allí donde el silencio de las profundidades es más fuerte que todos los
gritos del mundo.
Emma se encerraba en una ostra gigante hasta que no oía nada de nada, ni la más
mínima gota, ni el roce de una aleta de pez, nada más que los latidos de su corazón.
Y por la noche, cuando se daban cuenta de que había desaparecido, su papá y su
mamá y todas sus hermanas sirenas la buscaban lejos, muy lejos, en aguas dulces, en
aguas cálidas, separando las algas con sus dos manos, revisando una por una las
anémonas de mar, dando suaves golpes en la puerta de las conchas: «Emma, ¿estás
ahí?».
Con el corazón lleno de espanto, pensaban que había desaparecido para siempre.
Pues corría un gran riesgo. Es muy fácil que en los fondos abisales, en lo más profundo
del mar más profundo, una sirenita, incluso experimentada, pierda el rumbo.
Y sus padres se interrogaban: ¿tal vez estaba varada en tierra? ¿O se había
arrojado en las fauces de un tiburón? Por fin, cuando veían acurrucada en su concha,
con las manos en los oídos, la tomaban en sus brazos con toda suavidad para ascender
y llevarla a su casa. Puedes creerme cuando te digo que se sentían avergonzados. Y le
decían:
—Perdónanos, somos dos grandes idiotas. Pero nos hemos reconciliado. ¡Te lo
juramos!
Y Emma volvía a casa con un vigoroso aleteo de cola. Pensaba: «El mundo ha
estado a punto de derrumbarse; estaba convencida de que ibais a matar a todos los
pececitos con vuestros horribles gritos».
Cuanto más crecía, mejor comprendía que la vida, el cansancio, los nervios, las
pequeñeces de cada día, una gota de agua que no deja de caer sobre una roca, en fin, la
menor tontería, también pueden desencadenar grandes alaridos.
Cuando creció del todo, sonreía al escucharlos, pues sabía que ya no había nada
que temer. Que su corazón no se helaría, ni se convertiría en hielo picado.
Y, mientras los oía, pensaba: «Dentro de un rato me diréis que nunca volveréis a
discutir. Y yo fingiré que os creo. Pues sé muy bien que gritaréis de nuevo porque es
difícil vivir en las mismas aguas sin pelearse. Pero también sé que el mundo no se
derrumbará por eso».
Sophie Carquain Pequeñas historias para hacerse mayor
Madrid, Editorial Edaf, 2006