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A los que aún no son liberados, y a los verdaderamente libres.€¦ · abusos, pantallazos de escenas sórdidas y oscu-ras. Todas pertenecían a su niñez, pero nunca podía unirlas

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A los que aún no son liberados, y a los verdaderamente libres.

Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial, la distribución o la transformación

de esta obra, en ninguna forma o medio, ni el ejercicio de otras facultades reservadassin el permiso previo y escrito de la autora.

Su infracción está penada por las leyes vigentes.

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“Porque en Ti está la fuente de la vida; En Tu luz vemos la luz.”

Salmos 36:9

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En Gadara, después de las 6 de la tarde, todo era sombrío. El comercio se apresuraba a cerrar, las mujeres, despavoridas, se guardaban hasta el otro día. Los niños finalizaban su rutina de jue-gos y bien pálidos de susto corrían a sus casas. No faltaba la pelota olvidada sobre los adoqui-nes polvorientos, como testigo único de lo que habría de venir.

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Los hombres, atrincherados, se preparaban para cualquier cosa. Otros, más osados, espe-raban el espectáculo tomando vino en la calle, mientras apostaban cuánto duraría en pie el loco gadareno.

Desde los cerros, bajaba noche tras noche aquel hombre desnudo y en los huesos, sucio como siempre y ensangrentado según la intensidad de la jornada, dándose piedrazos en el cuerpo, gri-tando blasfemias, maldiciones y palabrotas.

Siempre herido y maloliente. Se arrancaba la barba y el cabello a tirones, se cortaba los bra-zos a vista de todos, se odiaba de tal forma que el pueblo entero estaba enterado de sus más ín-timas miserias.

El loco de Gadara vivía tan enajenado que no recordaba nada, para él todos los días eran lo mismo. Los 35 años que tenía se le duplicaban en la mirada, porque a su edad, había vivido más que todos los hombres del pueblo.

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De vez en cuando azotaba la cabeza en el piso y despertaba con las risotadas en medio de las apuestas en su honor, junto al camino. Ningu-no de los espectadores se preguntaba quién era el hombre tras el grotesco espectáculo. ¿Qué le pasaba a ese gadareno?

El tiempo se congeló tras un quiebre familiar. Jo-ven y recién casado, no pudo superar su propio error y tras una infidelidad repentina, comenzó a frecuentar un prostíbulo. Los recuerdos de un padre alcohólico y violento comenzaron a apa-recer cada vez con más frecuencia. Recortes de abusos, pantallazos de escenas sórdidas y oscu-ras. Todas pertenecían a su niñez, pero nunca podía unirlas con certeza.

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Estas imágenes venían a su mente sin control, algo se había despertado en su interior y no lo-graba identificar qué era. Sentía una familiari-dad espantosa con el bajo mundo, se autocon-venció de su maldad y de no merecer a Isabel, su esposa. Mucho menos a sus dos pequeños hijos. Se emborrachaba a diario hasta perder el cono-cimiento, sus amigos, tan amables, lo dejaban en la puerta de la casa, pero ninguno de ellos se preocupó genuinamente de su estado.

Pronto la situación se hizo insostenible. Isabel no tuvo más remedio que pedirle que se fuera. Él se marchó, listo para no volver. Preparó una maleta ligera que, a la vuelta de los años, no le serviría de nada. Desde entonces llevaba con-sigo el último beso en la frente de sus hijos pe-queños y el adiós frío de la que alguna vez fue el amor de su primera juventud. Lo que pasó des-

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pués, fue desastroso. Vivió entre rameras, bru-jas y curanderos. Bebió tanto que su deterioro cognitivo era irreversible. Cruzó la línea, abrió puertas y portones. No tardó en ser esclavizado por el infierno. Uno, dos, siete demonios. Siete más. Cientos. Miles. Una legión.

Para entonces su prisión era absoluta. Ya no te-nía nombre, ni identidad. Perdió el dominio de su cuerpo, no controlaba sus acciones, era un tí-tere de las fuerzas demoníacas que lo hacían le-vitar de furia y lo soltaban como a un perro para infundir terror en toda la Región de Gadara.

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Era un caso perdido, una atracción turística, un chiste de cantina, una fotografía recortada. Muchos pobladores se mudaron para no tener que soportar más al loco. Tomaron a sus niños y mujeres y cruzaron el mar rumbo a Galilea. Los que se quedaron, terminaron por acostumbrar-se a al ruido ensordecedor de medianoche.

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Pasaron los años y el loco era poseído por más espí-ritus malignos cada vez. Los doctores lo declara-ron enfermo mental, más ninguno tenía remedio para ese pobre ser huma-no. No había cura para tanto mal y toda Decápo-lis lo sabía. Llevaron al pueblo a cuanto sacerdo-te había. La ley no pudo ayudarlo, el cielo parecía cerrado.

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Cierta mañana, un bote pesquero arribó a las costas de Gadara. El loco había pasado la no-che gritando y abriendo tumbas en el cemente-rio, estaba exhausto y los vecinos molestos, pero él no lo sabía. Del botecito bajaron unos desco-nocidos y el gadareno endemoniado comenzó a caminar hacia ellos por el sendero principal.

Los demonios reconocieron en seguida al único hombre de la delegación de extraños que no mostró miedo. Tras él, doce sujetos clara-mente choqueados que no sabían si llevarse al Rabí o seguir caminando. El sonido de los pasos en la tierra fue interrumpido por el estrépito de la legión vociferando: “¡no nos atormentes más, Jesús, Hijo del Dios altísimo!”. Así fue presenta-do en Gadara, Jesús de Nazareth.

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El endemoniado cayó de rodillas ante él. El Maestro reprendió aquella fuerza demonía-ca y le ordenó salir del cuerpo del hombrecillo atormentado. Los gadarenos estupefactos, co-menzaron a correr de pánico. Los discípulos, en completo silencio, miraban atentamente cada movimiento de Jesús, mientras la legión le roga-ba que no los enviara lejos. Gadara era territorio del maligno.

Convulsiones, gritos, sudor, temblores cor-porales. El loco, habituado a perder el control de sí, estaba a punto de ser sanado por Dios mis-mo, en la ciudad de la maldición más grande de su vida. Dios, a quien tantas veces conjuró para que le quitase la vida. Dios, a quien escupía des-de la roca más alta sin poder saltar al mar. Dios, ese Dios que pensó que no existía y si existía, seguro se había olvidado de Gadara.

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Cerca de dos mil cerdos fueron los escogi-dos para depositar toda esa podredumbre. Jesús autorizó a los espíritus inmundos a entrar en el hato que se precipitó al mar. Los cerdos murie-ron ahogados, uno por uno y con ellos se aho-garon las ataduras que por tanto tiempo, habían hecho de la vida de ese tipo un infierno en la tierra. Se ahogaron en el mar hasta los más os-curos recuerdos, los temores más siniestros, los pecados más grotescos, esos indecibles. La le-gión, fue destruida por completo. El pasado caía a pedazos mientras Jesús, con toda la autoridad contenida en su nombre, se daba a la tarea de liberar al loco gadareno de la cárcel de alta segu-ridad en la que habitó sometido a todo aquello que jamás imaginó ser.

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En cuestión de segundos, el loco estaba ves-tido, sin rastro de rasguños ni cicatrices en su cuerpo y absolutamente cuerdo. En su juicio ca-bal. Lucido como nunca antes y vivo. Jesús, lleno de misericordia y rebosante en compasión, miró a los ojos al gadareno como mirando a la corona de la creación, a aquel que es concebido con propósitos eternos. Miró su corazón, eso que nadie más podía apreciar y no halló reparo alguno para completar aquella obra tan noble. Después de siete largos años, el ende-moniado gadareno dejaba de serlo.

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Mientras tanto, los dueños de los cerdos ha-bían recorrido media Gadara gritando las úl-timas noticias. Un extraño sanó al loco, pero mandó a los espíritus a su ganado. - Un tipo llegó del otro lado del mar, con prepo-tencia. Hemos perdido a nuestros cerdos por su capricho de curar al loco. ¡Que se vaya!- ¡Que se vaya! ¿Cómo es posible? Venir a Gada-ra a ahuyentar a nuestros niños. Ha interrumpi-do nuestra vida tranquila de pueblo. - ¡Que se vaya!, ¿quién se cree?

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Jesús no tardó en volver a la barca junto a los doce acompañantes, definitivamente no era bienvenido ahí. El loco gadareno, con lágrimas en los ojos todavía y en shock por el tremendo milagro que acababa de sufrir, corrió tras él. - ¡No te vayas! ¡Me voy contigo! ¡Jesús, llévame contigo!

Se quebró su voz, evidencia de la incerti-dumbre que sintió al ver a Jesús volver a la bar-ca y a la gente reclamar por su presencia en la región.

- Por favor, no te vayas. ¿Qué voy a hacer aquí? Aquí está mi pasado, ellos me conocen bien. ¡Aquí vive mi pasado, Jesús! Por estas calles rodé en el fango. ¡Hice cosas terribles, Jesús! Yo no quiero tener nada que ver con ese hombre. ¡Soy otro! Déjame servirte, déjame ir contigo. ¡Te lo suplico, por favor!

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Jesús interrumpió:- No, te vas a quedar aquí.

-¿Qué me estás diciendo, Señor?

- Te vas a quedar aquí. Volverás a tu casa, junto a tu mujer e hijos y vas contar todo lo que pasó hoy y cómo he tenido misericordia de ti. Vas a decirles con detalles lo que he hecho por ti. Vas a testificar y ellos te van a escuchar. Hablarás de tu caída, hablarás de tus errores, contarás que Satanás intentó destruirte pero que vine a tu en-cuentro. Di que la luz llegó a Gadara, grita que no habrá más oscuridad.

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El loco dijo adiós a su salvador con un abra-zo extenso. Suspiró y Él le bendijo. Los doce, se despidieron como quien despide a un viejo amigo. El gadareno comenzó a caminar en la misma dirección, esta vez, para cumplir la co-misión que Cristo le encargó.

En Gadara, a eso de las 6 de la tarde, todo es cálido y hogareño. Las mujeres preparan el pan mientras los niños aún juegan en la calle. El sol comienza a esconderse y en la casa del loco, una familia se sienta a la mesa. El padre de fa-milia bendice el pan y lo parte, su mujer sonríe, sus hijos lo besan.

La luz resplandeció para siempre.

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