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El Destino Manifiesto y la construcción de una nación continental, 1820-1865. M. Graciela Abarca ¡Pobre México! Tan lejos de Dios, tan cerca de los Estados Unidos. Atribuido al General Porfirio Díaz, presidente de México, 1877-1911 En las décadas de 1830 y 1840, los estadounidenses que impulsaban fervientemente la expansión territorial hacia el oeste y la conquista del continente se habrían sentido sumamente ofendidos con la afirmación del general mexicano. Los expansionistas estaban convencidos de que los Estados Unidos habían sido elegidos por Dios para elevar la condición de la humanidad. En otras palabras “ expandirse y poseer todo el continente que la Providencia les había otorgado para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno federado” era el “destino manifiesto” de la nación. 1 Esta frase, que se volvería famosa, fue articulada por John O’Sullivan – publicista y político del Partido Demócrata— para describir el proceso de expansión de los Estados Unidos en el contexto de la anexión de Texas en 1845. Uno de los Este artículo fue publicado por primera vez en De Sur a Norte. Perspectivas Sudamericanas sobre Estados Unidos, número 15 (2007). 1 ? Anders Stephanson, Manifest Destiny. American Expansion and the Empire of Right (New York: Hill and Wang, 1995), pág. xii.

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El Destino Manifiesto y la construcción de una nación

continental, 1820-1865.

M. Graciela Abarca

¡Pobre México! Tan lejos de Dios,

tan cerca de los Estados Unidos.

Atribuido al General Porfirio Díaz,

presidente de México, 1877-1911

En las décadas de 1830 y 1840, los estadounidenses que impulsaban fervientemente la

expansión territorial hacia el oeste y la conquista del continente se habrían sentido

sumamente ofendidos con la afirmación del general mexicano. Los expansionistas estaban

convencidos de que los Estados Unidos habían sido elegidos por Dios para elevar la

condición de la humanidad. En otras palabras “expandirse y poseer todo el continente que

la Providencia les había otorgado para el desarrollo del gran experimento de libertad y

autogobierno federado” era el “destino manifiesto” de la nación.1 Esta frase, que se volvería

famosa, fue articulada por John O’Sullivan – publicista y político del Partido Demócrata—

para describir el proceso de expansión de los Estados Unidos en el contexto de la anexión

de Texas en 1845. Uno de los principios subyacentes al llamado Destino Manifiesto era la

superioridad innata de los estadounidenses de origen anglosajón. Irónicamente, como lo

afirma el historiador Anders Stephanson, O’Sullivan descendía de un linaje de aventureros

y mercenarios de origen irlandés, y su participación política a favor de la expansión

territorial no lo haría merecedor de ningún reconocimiento en vida.

En realidad, O’ Sullivan no fue consciente de la trascendencia de las palabras que había

unido –“destino” y “manifiesto”– hasta que sus opositores políticos las convirtieron en un

tema central de debate, en un símbolo. De esta manera, en una frase, O’Sullivan resumió el

derecho providencialmente o históricamente atribuido a Estados Unidos de expandirse en

América del Norte desde el Atlántico hasta el Pacífico. Cabe destacar que dos siglos antes,

Este artículo fue publicado por primera vez en De Sur a Norte. Perspectivas Sudamericanas sobre Estados Unidos, número 15 (2007).1

? Anders Stephanson, Manifest Destiny. American Expansion and the Empire of Right (New York: Hill and Wang, 1995), pág. xii.

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en 1616, apenas diez años después de la fundación de Jamestown (la primera colonia

inglesa en América del Norte), un agente de la colonización resaltaba las virtudes de estas

tierras fértiles y alentaba a sus conciudadanos a emprender la aventura: “No debemos temer

partir inmediatamente ya que somos un pueblo peculiar marcado y elegido por el dedo de

Dios para poseerlas”.2 O’Sullivan, el hombre que reformularía este “mandato divino” murió

en 1895 en el anonimato. Coincidentemente, para esa época el Destino Manifiesto entraría

en el debate político nuevamente ante la posibilidad de un conflicto armado con España. En

1898, después de una “guerra espléndida y pequeña”, como la definiera Teodoro Roosevelt,

Estados Unidos anexaría sus primeras posesiones coloniales y reprimiría el movimiento

independentista en las Filipinas.

Si bien el Destino Manifiesto no fue la causa de la Guerra con México o el único motor que

llevaría a la construcción de un imperio a fines del siglo XIX, esta ideología se vuelve

fundamental para comprender la manera en que los Estados Unidos se percibía – y se

percibe – a sí mismo dentro del orden mundial. A través de la historia del país, el Destino

Manifiesto, como sistema de valores, funcionó de manera práctica y estuvo arraigado en las

instituciones. Además, actuó en combinación con otras fuerzas de maneras múltiples. Tal

como lo define Stephanson, el Destino Manifiesto es “una tradición que creó un sentido

nacional de lugar y dirección en una variedad de escenarios históricos (...), un concepto de

anticipación y movimiento”.3

Es posible afirmar que el nacionalismo estadounidense surgió con fuerza a partir de 1820 y

tomó la forma de una “comunidad imaginada”, más que de una ideología explícita. Los

estadounidenses compartían entonces la sensación de un país caracterizado por la

movilidad social, las oportunidades económicas y la disponibilidad de amplias extensiones

de tierra. Estados Unidos no era una nación más, era un proyecto, una misión de significado

histórico. Por esta razón, el dinamismo capitalista se centró en la expansión territorial, ya

que de esta forma, la comunidad que se había consolidado podría expandirse a voluntad. De

cierta manera, la nación se construía como una serie de redes temporarias en torno a la

expansión del espacio territorial y su consecuente desarrollo económico. Se podría argüir

que el espacio mismo y el constante desplazamiento hacia el Oeste definieron la proyección

del ser nacional.

2 Ibídem, pág. 42.3 Ibídem, pág. xiv.

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Esa migración y la consecuente incorporación de nuevos estados pusieron de relieve las

diferencias regionales. En particular, el debate en torno a limitar la expansión de la

esclavitud amenazaba seriamente con desestabilizar el balance entre los estados esclavistas

y los no esclavistas. El “Compromiso de Missouri” de 1820 logró posponer el conflicto

abierto por un período de aproximadamente tres décadas. El acuerdo establecía el paralelo

36º 30’ como la línea divisoria entre los estados “libres” y los esclavistas que surgieran en

los territorios situados al oeste del río Mississippi. De esta manera, Missouri sería el único

estado esclavista al norte de esta línea divisoria; simultáneamente, Maine era admitido a la

Unión como estado “libre” y así se mantenía el equilibrio de 12 estados esclavistas y 12

“libres”. Tener el control del Congreso significaba tener potencialmente el poder de

establecer la prohibición de la esclavitud como una condición de admisión, o de decidir que

el Congreso no tenía ninguna autoridad sobre el tema. Además, detrás de esta cuestión,

también subyacía el problema de la esclavitud ya existente en el Sur. Estos temas

irrumpirían nuevamente en la escena política con la anexión de territorios y la consecuente

admisión de nuevos estados.

Es importante señalar que oponerse a la expansión de la esclavitud no significaba

que se estuviese a favor de una sociedad multirracial de individuos que vivirían

armónicamente en la república, aunque algunos abolicionistas radicales efectivamente

esgrimían esta postura. La mayoría se oponía tanto al trabajo esclavo como a las “mezclas”

de razas. Muchos de aquellos que clamaban por la admisión de estados “libres”, no

pensaban en la incorporación social de los negros. En el mejor de los casos proponían

planes de colonización que les permitieran regresar al continente africano. Cabe destacar

que la producción algodonera no era solamente el motor económico del Sur, sino que

también proveía a los Estados Unidos del nivel de exportaciones necesario para permanecer

integrado a la economía mundial.

El nacionalismo tenía entonces fuertes raigambres en los estados del norte y del

oeste. En Nueva Inglaterra, los protestantes comenzaron a proponer que ellos eran los

dueños de la verdad, especialmente cuando se veían obligados a lidiar con la inmigración

masiva de irlandeses y alemanes católicos que comenzaron a llegar al país en la década de

1830. Para 1840, ya había en el país unos 40.000 predicadores, uno por cada quinientos

habitantes. El Sur, por su lado, había comenzado a definirse claramente como un grupo

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para el cual el verdadero significado de la Unión era que los estados individuales pudieran

actuar con total libertad, como siempre lo habían hecho. En 1828, el entonces

vicepresidente John C. Calhoun y distinguido político de Carolina del Sur, desarrollaba su

doctrina de la “anulación”, de manera anónima, en el documento “Exposición y Protesta”.

De acuerdo con esta teoría, los estados tenían el derecho de invalidar las medidas que

juzgaran opresivas por parte del gobierno nacional, y hasta podían separarse de la Unión si

lo consideraban necesario. A pesar de las marcadas diferencias políticas, sociales y

económicas entre el Norte y el Sur, el conflicto armado en torno al rumbo de la nación no

estallaría hasta 1860.

El tema que dominaría el debate político en las décadas de 1830 y 1840 fue la visión

introducida por el presidente Andrew Jackson, la llamada “Edad del Hombre Común”, que

enfatizaba la oportunidad y expansión para todos, con una intervención del gobierno

mínima o nula, en un discurso de igualdad republicana que en realidad enmascaraba una

sociedad marcadamente desigual. Allí se expresaba que lo más importante era la libertad

del individuo para hacer lo que quisiera y para establecerse donde quisiera. Para que esto

fuera posible era necesario que hubiera un incremento cuantitativo en el espacio físico, en

la extensión de lo que Jackson llamaría el “área de libertad”. Durante su presidencia se

facilitó y aceleró la venta de tierras públicas, por lo cual las comunidades indígenas, con la

excepción de los seminole en Florida, fueron eliminadas del Sur con el apoyo del Gobierno

Federal, a fin de facilitar la expansión de las tierras disponibles para el cultivo de algodón.

En la década de 1840, James Polk, el sucesor de Jackson, aplicaría esta lógica en una escala

mucho mayor e incorporaría áreas gigantescas al “imperio de la libertad”: Texas, Oregón y

gran parte de México.

Hoy puede resultar sorprendente contemplar un mapa de México y de los Estados Unidos

en 1824 y observar que estas dos naciones no eran tan diferentes en términos de territorio y

población. La ex colonia española contaba con 4,4 millones de kilómetros cuadrados y

aproximadamente 6 millones de habitantes, mientras que Estados Unidos tenía una

superficie de 4,6 millones de kilómetros cuadrados y una población de 9,6 millones. En

sólo tres décadas, más de la mitad de México, 2,6 millones de kilómetros cuadrados, un

territorio mayor al adquirido con la compra de Luisiana a Napoleón Bonaparte en 1803,

había sido transferido a los Estados Unidos. Algo similar había sucedido con la población:

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el país del norte contaba con 23 millones de habitantes, mientras que México no superaba

los 8 millones.

En 1845, Texas se convirtió en la primera provincia mexicana en ser anexada a los Estados

Unidos. Después de nueve años de existencia como estado independiente, la “Estrella

Solitaria” finalmente fue incorporada a la Unión. Escasamente poblada y alejada del

corazón de México, Texas pronto se convirtió en un objetivo tentador para la expansión del

cultivo de algodón y la venta especulativa de tierras: dos tendencias que dominaban la

política estadounidense en las décadas de 1830 y 1840. El gobierno mexicano decidió

permitir la inmigración de los ciudadanos estadounidenses e hizo lo posible por regular el

proceso. En 1835, la mayoría de los 35.000 habitantes de Texas –colonos, invasores

aventureros y prófugos de la ley– eran de origen anglosajón, protestantes y propietarios de

esclavos que habían llegado atraídos por las excelentes tierras. Alarmado por la conducta de

estos inmigrantes que no sólo ignoraban las leyes sino que también menospreciaban a los

mexicanos del lugar, y alertado por las manifestaciones expansionistas de la prensa

estadounidense, el gobierno mexicano envió guarniciones militares para controlar la

provincia.

En 1836, cuando el gobierno mexicano declaró el centralismo, los texanos

encontraron la justificación política que necesitaban para declarar la independencia. A pesar

de que el inestable gobierno mexicano resistió militarmente, Texas finalmente lograría

independizarse. La región se abrió inmediatamente al cultivo del algodón y se reintrodujo la

esclavitud, que había sido abolida por México en 1827. El próximo paso, el de la anexión a

los EE.UU., tomaría varios años. Cuando este estado pidió ser admitido en la Unión, el

entonces presidente, Martín Van Buren, consideró que el momento no era oportuno. El país

estaba en medio de una crisis económica y la incorporación de un nuevo estado esclavista

podía alterar el precario equilibrio político y social. Sin embargo, tan pronto como James

K. Polk llegó a la presidencia del país, en 1845, la anexión de Texas se sometió a votación

en el Senado y fue aprobada por una mínima diferencia de votos.

Durante su campaña presidencial, Polk había prometido simultáneamente la “reanexión” de

Texas –como si alguna vez hubiera pertenecido a los Estados Unidos– y la “reocupación”

de todo el territorio de Oregón, una expresión bastante peculiar ya que muy pocos

estadounidenses habían vivido allí antes. Este territorio era ambicionado por los defensores

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de la expansión, y se extendía desde la frontera mexicana hasta el paralelo 54º 30’;

previamente, había sido ocupado conjuntamente por Gran Bretaña y Estados Unidos desde

1818. Mientras los sureños pugnaban por la expansión hacia el Sudoeste, los habitantes del

Noreste y Medio Oeste se sentían atraídos por los recursos naturales y posibilidades

comerciales de Oregón.

A principios de la década de 1840, la fiebre de Oregón atacó a cientos de estadounidenses.

Para 1845, 5000 pioneros ya habían establecido un gobierno provisional en el valle de

Willamette, al sur del río Columbia. En consecuencia, el Congreso estaba cada vez más

convencido de que debía llegar a un acuerdo con los ingleses y dar a los nuevos

asentamientos autoridades, leyes y títulos de tierra. Contando con el apoyo popular

necesario, Polk demandaba para los Estados Unidos “el paralelo 54º 30’ o la guerra”. De

esta manera, el presidente obtuvo del Congreso el permiso para revocar el acuerdo de

ocupación conjunta y en abril de 1846 se lo comunicó a Inglaterra. A pesar de que Polk no

quería ceder un solo palmo, la inminente guerra con México lo obligó a reducir sus

demandas. El tratado firmado en junio de 1846 establecía que el límite noroeste del país

estaría en el paralelo 49º, por lo que EE.UU. adquiría los actuales estados de Oregón,

Washington, Idaho, y parte de los de Wyoming y Montana.

Es interesante señalar que en 1843 el Democratic Review –el periódico fundado por

O’Sullivan— había criticado duramente las prácticas monopolísticas de la Hudson Bay

Company, la empresa británica que controlaba el comercio en Oregón. Sin embargo,

cuando el tema de la anexión se complicó y creció la posibilidad de un conflicto armado

con Gran Bretaña, el Democratic Review se convirtió en la voz de la moderación,

sugiriendo como límite el paralelo 49º y evitando cualquier tipo de retórica belicosa. Una

guerra contra los británicos, aunque fueran unos “rufianes”, sería en última instancia una

gran calamidad. Aún antes de que la cuestión territorial fuera resuelta, el Review publicó

una nota celebrando la fusión de la manufactura inglesa con la agricultura estadounidense a

través del libre comercio. Fiel a la teoría del Destino Manifiesto, la raza anglosajona se

uniría –bajo el dominio estadounidense— y traería tiempos prósperos para todos. Estaba

claro que la poderosa Gran Bretaña, tierra de los anglosajones, no era México. Los dos no

podían ser concebidos de la misma manera.4

4 Stephanson, págs. 42-43.

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Polk no perdió tiempo e intensificó sus movimientos en contra de México. Obviamente sus

ojos, al igual que los de muchos otros estadounidenses, estaban puestos en el territorio entre

Texas y el Océano Pacífico, especialmente en Alta California, el actual estado de

California. El asunto inmediato, sin embargo, fue una disputa en la frontera sudoeste entre

Estados Unidos y México. Nada demasiado importante estaba en juego, pero el conflicto le

permitió a Polk agudizar la situación. En la convicción de que los mexicanos podrían

incluso recibir a los soldados estadounidenses como “libertadores”, Polk ordenó a sus

tropas que avanzaran hacia el Río Grande. Cuando la armada mexicana respondió, Polk

declaró que Estados Unidos había sido invadido y así comenzó la guerra. México perdió la

guerra de manera desastrosa, pero el esfuerzo bélico de Estados Unidos tuvo poco impacto

en la vida cotidiana de sus habitantes. No hubo reclutamiento, la guerra misma era

considerada distante y no se debatía sobre su desarrollo, aunque hacia el final de la

contienda el malestar de la población había comenzado a incrementarse.

Para desilusión de Polk, el conflicto se extendió más allá de lo previsto. Durante toda la

guerra, el presidente de EE.UU. había estado convencido de que la cuestión central para los

mexicanos era el dinero, por lo tanto no podía entender por qué se negaban a capitular.

Finalmente, la ciudad de México fue tomada y se logró llegar a un proceso de negociación

que fue largo y tedioso. De esta manera, EE.UU. adquiría, previo pago, las tierras situadas

al norte del Río Grande y el paralelo treinta y dos en dirección al Océano Pacífico. Esto

incluía vastas extensiones no controladas por México, sino por los apaches y otros

indígenas. Lo que era aún mucho más importante, incorporaba a la nación a un gran

número de mexicanos, todos católicos. Este grupo de “indolentes” no era precisamente

gente que calificara para ser bienvenida como ciudadanos.

En 1853, el país del norte logró comprar otra porción de territorio y así asegurar las rutas

para la futura construcción del ferrocarril transcontinental en el sudoeste del país. Cuatro

años más tarde, el presidente James Buchanan trató de adquirir muchas más tierras en Baja

California y en las provincias mexicanas del norte, pero su intento falló. La “expansión

contigua”, es decir, continental, había llegado a su fin.

*****

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El Destino Manifiesto se consolidó en la década de 1840, ante la necesidad de entender y

legitimar la agresiva anexión de territorios. Durante la guerra con México, Walt Whitman,

poeta y editor del periódico Brooklyn Eagle, afirmaba que el “miserable e ineficiente

México” era incompatible con “la gran misión de poblar el Nuevo Mundo con una raza

noble”. Estas palabras son solamente un ejemplo de las nociones de progreso esgrimidas

por los intelectuales a mediados del siglo XIX.

Para 1850, era ampliamente aceptado en los Estados Unidos que la raza anglosajona estaba

destinada a definir el destino de la mayor parte del mundo. En su avance expansionista, los

estadounidenses se encontraban con un número de “razas inferiores” que estaban

“condenadas a la subordinación o a la extinción”.5 Se escribieron muchos trabajos sobre

este tema, que dieron fundamento teórico al expansionismo estadounidense. Un crudo

racismo impregnaba los debates políticos de mediados del siglo XIX, un racismo que daba

forma a las relaciones de este país con los habitantes de los territorios anexados en la

década de 1840.

En el siglo XIX, la superioridad de la raza anglosajona y las actitudes hacia los indios, los

negros y los mexicanos, eran parte de un mismo sistema de pensamiento organizado en

términos raciales. Según el historiador Reginald Horsman, los orígenes intelectuales del

Destino Manifiesto propuesto por la población blanca de los Estados Unidos están

directamente vinculados con el racismo anglosajón teutónico y la supremacía aria que se

desarrolló en la Inglaterra del siglo XVI. Por su parte, el Romanticismo Europeo, que

buscaba destacar lo que era especial y único acerca de los individuos, las naciones y las

razas, tuvo su impacto en el proceso; de la misma manera, las nuevas investigaciones

seudo-científicas del siglo XIX, inherentemente racistas, intentaban probar la superioridad

del hombre blanco. Por ejemplo, las nuevas “ciencias” incorporaban la medición

frenológica de los cráneos y la convicción de que la sangre determinaba la raza,

convirtiendo la mezcla de blancos y negros en un peligro mortal que llevaría a la

contaminación de la raza superior. Todos estos factores, combinados con el prejuicio

popular y el apoyo gubernamental hacia una política expansionista, dieron forma al

pensamiento racial en los Estados Unidos.

5 John S. D. Esienhower, So Far From God. The U.S. War with Mexico, 1846-1848 (New York: Random House, 1989), pág. vi.

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Además, las nuevas teorías tuvieron otras consecuencias. En el Norte se acentuó el

movimiento para poner fin a la esclavitud, a la vez que se eliminaba a los negros de la

“república de la libertad” a través de planes de colonización, reducción de los derechos de

los negros libres y apoyo a la anexión de Texas, por considerarla un posible canal para el

“drenaje” de éstos hacia zonas climáticamente más apropiadas para ellos. En segundo lugar,

se consolidó un ranking “interno” de los caucásicos, en el cual los anglosajones eran

realmente los más avanzados y vigorosos dentro de la raza blanca en su totalidad. Se argüía

que los pueblos arios y godos habían marchado hacia la construcción de un imperio en el

oeste por más de un milenio y medio y, como lo indicaba la historia, la vanguardia de estos

grupos habían sido las tribus anglosajonas. Es más, eran anglosajones originales los que

habían recuperado las libertades durante la guerra por la independencia: los

estadounidenses eran los representantes más genuinos de esta raza, exentos de las manchas

de la decadencia normanda. En suma, “anglosajón” podía referirse a la pureza mítica pre-

normanda, como así también a la identidad de una “blancura americanizada”.6 En cualquier

caso, las “mezclas” no se tolerarían.

Para explicar la creencia en la inferioridad de los mestizos, el historiador David Weber

recurre a la llamada “leyenda negra”. Weber sostiene que el estereotipo que los

estadounidenses tenían de los mexicanos no se basaba tanto en la observación directa o la

interacción con los mexicanos, sino en gran parte en las actitudes negativas hacia los

españoles católicos. Las posiciones antihispánicas heredadas de Inglaterra incluían más que

un simple anticatolicismo. Los colonos ingleses veían al gobierno español como autoritario,

corrupto y decadente, y a los españoles como crueles, tiránicos y holgazanes. Son estas

acusaciones en contra de los españoles a las que se llegó a llamar la “leyenda negra”. Los

“anglos” despreciaban a los mestizos mexicanos de piel oscura ya que, según la creencia

popular, habían heredado las cualidades de los españoles y los indios. Los mexicanos, como

descendientes de los conquistadores españoles, eran herederos de sus ancestros.

Phillip Wayne Powell, otro investigador que ha explorado los orígenes de los prejuicios

raciales en EE.UU., afirma que “los anglos transfirieron parte de la profunda antipatía hacia

la España católica a sus herederos americanos”. Powell estudió la llamada “leyenda negra”

de los vicios, defectos y actos condenables de los españoles que floreció en el mundo

6 Stephanson, págs. 55-56.

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occidental en el siglo XVI. En su visión revisionista con respecto a esta leyenda, Powell

arguye que la misma existía mayormente en las mentes de los extranjeros celosos que

nunca le perdonaron a España su éxito en América. En su libro, Powell analiza lo que

denomina una “continuidad hispanofóbica en los Estados Unidos”; un sentimiento basado

en el hecho de que España y Estados Unidos fueron enemigos en las fronteras durante

mucho tiempo. La expansión territorial de Estados Unidos entraría primero en conflicto con

los intereses españoles en La Florida y más tarde en torno al uso del puerto de Nueva

Orleans como salida para el comercio del oeste estadounidense. Powell señala que entre las

tendencias intelectuales que se cristalizaron en torno a la cuestión del Destino Manifiesto,

la popularización de los prejuicios en contra de lo hispano es claramente identificable.

Estos sentimientos se profundizarían durante el conflicto entre Texas y México y,

posteriormente, durante la Guerra con México.

En 1845, James Buchanan afirmaba: “La sangre anglosajona no podría ser nunca sometida

por nada que clamara tener origen mexicano”.7 Cuando los estadounidenses y los

mexicanos comenzaron a compartir territorio en la frontera sudoeste de Estados Unidos,

esta visión anglosajona marcó muchos de los aspectos de la confrontación. En cuanto se

volvía obvio que los intereses de los estadounidenses y los mexicanos eran incompatibles,

entonces empezaron a aparecer debilidades “innatas” en la población mexicana. Existen

numerosos relatos de “personalidades” de la época que confirman esta interpretación, entre

ellos, los escritos de expedicionarios como George Kendall y T.J. Farnham; de intelectuales

como Horace Bushnell y Lansford Hastings; de los senadores Benjamin Leigh, de Virginia,

y Robert J. Walker, de Mississippi, y el presidente de Texas, Sam Huston. Todos estos

individuos coincidían en que, dado que los mexicanos carecían de valor, “sacarles tierras a

los bárbaros no era un crimen; era simplemente seguir las órdenes de Dios y hacer que la

tierra diera frutos”.8

La guerra entre los Estados Unidos y México no sólo provocó una ruptura de las relaciones

entre ambos países sino que tuvo fuertes implicancias en el sudoeste en la interacción entre

los “mexicano-estadounidenses” y los “anglo-estadounidenses”. El estereotipo del

mexicano “holgazán, ignorante, prejuicioso, supersticioso, embaucador, ladrón, jugador,

7 Reginald Horsman, Race and Manifest Destiny. The Origins of American Racial Anglo Saxonism (Cambridge, MA, and London, England: Harvard University Press, 1981), pág. 208.8 Ibídem.

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cruel y siniestro,” estaba fuertemente presente en el sistema de valores del Destino

Manifiesto. A medida que el contacto entre los dos grupos se intensificaba, las

posibilidades de conflicto se incrementaban. Con respecto a este tema, el historiador David

Weber realiza una observación interesante: los estereotipos negativos se aplicaban

mayormente a los hombres mexicanos y no a las mujeres, ya que éstas gozaban de una

imagen positiva, atrayendo a menudo a los visitantes por su “belleza, amabilidad y

coquetería”.

De cualquier manera, la vida para un pueblo en transición entre la cultura estadounidense y

la mexicana no era fácil. De León se refiere a este proceso como la “tragedia” en la que

cayeron los texanos a partir de 1836, ya que “pasaron a vivir en un mundo en el cual

prácticamente todo, desde el color de la piel hasta sus manifestaciones culturales, evocaban

respuestas racistas perversas”. Este historiador intenta rebatir la creencia de que la

comunidad texana estaba plagada de ignorancia, superstición y atraso, tal como

argumentaron los expansionistas. Si bien el analfabetismo era común entre los texanos del

siglo XIX, los padres de esa época llevaban a sus niños a la escuela siempre que las

circunstancias lo permitiesen. Otro de los aspectos destacados es que los texanos se

involucraban políticamente, recurriendo además a las asociaciones de beneficencia y a las

“mutualistas” para mejorar su situación en momentos de necesidad. También producían

periódicos cuando la comunidad requería noticias, opiniones y avisos. En suma, De León

señala que el catolicismo no necesariamente retrasaba el progreso, como la creencia

popular en los Estados Unidos indicaba, y el folclore popular estimulaba sus sueños y

aspiraciones.9

Si bien las observaciones de De León son acertadas, Weber correctamente señala que la

expansión territorial de los Estados Unidos bajo la bandera del Destino Manifiesto no fue la

única razón por la cual México perdió sus tierras. El país carecía de un plan sistemático

para poblar la región, volviéndose más cierto que nunca el precepto del político argentino

Juan Bautista Alberdi que, a mediados del siglo XIX, afirmara: “Gobernar es poblar.” Un

crecimiento de la población era esencial para el desarrollo de México y para la

conservación de su frontera norte. Si “gobernar es poblar”, concluye Weber, en el caso de

9 Arnoldo De León, They called them Greasers. Anglo Attitudes toward Mexicans in Texas, 1821-1900. (Austin: University of Texas Press, 1983), págs. 187/194.

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Texas resultó ser “poblar es gobernar”. La fuerte migración de estadounidenses a Texas en

las décadas de 1830 y 1840 condujo finalmente a su anexión en 1845.10

El Destino Manifiesto había convencido a los estadounidenses de su superioridad cultural y

racial y de lo correcto de la conquista, ya que “las supremas instituciones y raza

anglosajonas contribuirían a redimir a los mexicanos degenerados”.11 Para algunos

académicos, el pensamiento racial anglosajón en los Estados Unidos de mediados de siglo

XIX se origina en la necesidad de aliviar un sentimiento de “culpa” por la explotación y la

destrucción de poblaciones que no eran blancas. Sin embargo, esto pareciera ser una gran

simplificación. Objetivos netamente económicos y comerciales subyacían en la relación

entre un sentido especial de destino y la ideología racial imperante en la primera mitad del

siglo XIX.

El historiador David Montejano, por ejemplo, ofrece un enfoque un tanto distinto, ya que

no considera al tema racial como un factor tan dinámico e importante como la explotación

de clase en la determinación del status de las minorías raciales. Para Montejano, el

principio más importante que subyace en el Destino Manifiesto no es la superioridad de la

raza anglosajona, sino la búsqueda de un “imperio mercantil”. En su análisis, los años

1836-1900 constituyen un período en el cual el nuevo orden político de Texas trató de

establecer una estructura pacífica y de alguna manera llegar a un acuerdo entre los líderes

victoriosos y los derrotados. Lo más importante era en realidad lograr los objetivos

comerciales del Destino Manifiesto creando un exitoso mercado de tierras.

La independencia de Texas y su subsiguiente anexión a EE.UU. son esencialmente un claro

reflejo del Destino Manifiesto. Con una expansión territorial hacia el Océano Pacífico y

hacia el Istmo de Panamá, el país se movía hacia la adquisición de puertos que

garantizarían el futuro de la nación como un imperio mercantil. En su descripción de la

estructura social de Texas en tiempos que el sentimiento expansionista era muy marcado,

Montejano le asigna un papel fundamental a la elite mercantil. Aunque admite que los

comerciantes no estaban solos en sus proyectos, los considera las “figuras centrales en el

moldeado del Destino Manifiesto en demandas y propuestas concretas”.12 En suma,

10 David Weber, The Mexican Frontier 1821-1846. The American Southwest under Mexico (Alburquerque: University of New Mexico Press, 1982), pág. 250.11 Weber, págs. 158-178.12 David Montejano, Anglos and Americans in the Making of Texas, 1836-1936 (Austin: University of Texas Press, 1987), pág. 48.

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mientras las elites intelectuales de mediados del siglo XIX sentaban las bases teóricas del

llamado Destino Manifiesto, las elites comerciales las llevaban a la práctica.

Al concluir la Guerra con México, el etnocentrismo de la cultura anglo, la teoría de una

raza superior y las convicciones de un Destino Manifiesto exacerbaron los prejuicios

raciales en las regiones incorporadas. Miles de mexicanos pasaron por la triste experiencia

de convertirse en extranjeros en su propia tierra en el marco de un intenso traslado de

anglos hacia el sur y mexicanos hacia el norte. El choque profundizó las diferencias

religiosas, filosóficas y económicas existentes entre los “anglo-estadounidenses” y los

ahora “mexicano-estadounidenses” en los territorios anexados por Estados Unidos. El

período de “incorporación”, como lo llama Montejano, no fue fácil, dada la compleja

interacción entre los vencedores y la vencida sociedad mexicana, que a su vez estaba

profundamente estratificada.

En el momento de su anexión, la estructura social de Texas estaba constituida por una elite

terrateniente mexicana, un grupo de ambiciosos comerciantes, además de rancheros

empobrecidos y peones endeudados. En este período de “incorporación”, el casamiento de

las elites anglo con familias terratenientes mexicanas era bastante común. De esta manera,

afirma Montejano, los rancheros anglos establecían “una especie de feudalismo económico,

social y político que no era necesariamente resentido por aquellos que se sometían a él”.13

Los comerciantes y los abogados dedicados a la compra y venta de tierras también jugaron

un papel fundamental en este período, ya que “la construcción” de Texas fue una historia de

penetración de mercado y desarrollo con importante participación de grupos capitalistas

orientados a la exportación. Los comerciantes aseguraron su preponderancia económica y

sentaron las bases para la generación de una clase alta poderosa centrada en la exportación,

mientras que los abogados, miembros clave de la elite capitalista, organizaban el mercado

de tierras y actuaban como intermediarios entre la elite terrateniente mexicana y los

comerciantes anglos que controlaban el capital.

Según registros estadísticos, las transacciones que se realizaron en el período 1848-1900

ocurrieron entre individuos de apellidos hispánicos y no-hispánicos; en todos los casos las

tierras pasaban de las manos de los primeros a las de los segundos. Además, mientras que

las innovaciones tecnológicas desplazaban por igual a los rancheros anglos y a los

13 Ibídem, pág. 72.

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mexicanos con poco capital y tierras, a largo plazo, el efecto en estas comunidades fue

bastante diferente. Un comerciante de origen anglo era desplazado para ser remplazado por

otro comerciante anglo. Sin embargo, cuando un terrateniente mexicano o ranchero era

desplazado, no era remplazado por sus ancestros u otros mexicanos. En resumen, el

desarrollo del mercado para los anglos era una “circulación de elites” mientras que para los

mexicanos significaba el colapso de la estructura interna de clase.14

Montejano también le da un matiz diferente al análisis del racismo existente entre los

estadounidenses de origen anglo en Texas. Este historiador afirma que la posesión de tierras

de cierta manera definía si un mexicano era o no tratado como un individuo racialmente

inferior. En otras palabras, que un mexicano fuera o no tratado como “blanco” dependía

enteramente de su posición dentro de la sociedad texana. La discriminación de los

mexicanos por raza y clase según Montejano se consolida con la incorporación de Texas en

la economía capitalista regional y nacional. En pocas palabras, el prejuicio racial se

consolida como una “explicación” o “justificación” para la explotación primero de los

terratenientes mexicanos y posteriormente de los trabajadores.

En el período que siguió a la Guerra con México, un nuevo elemento parecía emerger como

parte integral del nacionalismo estadounidense, el tema cuasi-imperial de la velocidad, la

actividad y el comercio. Una figura pionera en esta reformulación del Destino Manifiesto

fue William H. Seward, el gobernador de Nueva York, miembro del Partido Whig. Seward

sería el encargado de darle nueva forma a la noción de imperio “territorial” para

transformarlo en uno “comercial”. Al igual que muchos liberales del siglo XIX, Seward

afirmaba que “el comercio en gran medida había ocupado el lugar de la guerra”; el

comercio produciría “influencia” mientras se intercambiaban productos, y esto resultaría en

el beneficio inmediato de los pueblos más avanzados y el beneficio a largo plazo de los más

retrógrados.15

Si bien esta visión podría parecer sumamente benévola, Seward no era para nada

complaciente acerca de los imperativos estratégicos del sistema geo-económico que

proponía. Estados Unidos necesitaba el desarrollo de su infraestructura, mayor cohesión

social interna y movimientos vigorosos para asegurar puertos y corredores de comercio en

todo el mundo. Veía a Nueva York como el centro financiero supremo de un sistema de

14 Montejano, págs. 73-74.15 Stephanson, págs. 61-62.

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comercio global y al dólar como la moneda central. Como estaba convencido de que un

área crucial de competencia comercial se hallaba en Asia, apoyaba la adquisición de Hawai,

al igual que el proyecto de un canal ístmico y, además, la compra de Alaska. Seward

enmarcaba su plan geo-económico en una visión universal de la cristiandad y el progreso de

la historia del mundo. La aspiración de Estados Unidos debería ser entonces más que la

construcción de un vulgar imperio del comercio. “Una nación deficiente en inteligencia y

virtud –afirmaba– es innoble, y una raza innoble no puede ampliar o aún retener un

imperio.” Aunque la esclavitud era indudablemente una gran deficiencia, Estados Unidos

demostraba tener esta virtud y potencial para “promover el bienestar de la humanidad”.16

Sin embargo, el Destino tomaría un desvío, y Estados Unidos pasaría por la contienda

armada más terrible que tuviera lugar en un siglo entre las Guerras Napoleónicas y la

Primera Guerra Mundial. Ideas tales como el derecho a la rebelión, la independencia y la

libertad fueron tomadas por la Confederación y todos los aspectos de la ideología

estadounidense fueron desafiados. Pero al final de la guerra, el Norte victorioso se

encargaría de que el país retomara su Destino Manifiesto. Según afirmaba un pastor en

Filadelfia, el país renacería y se convertiría en “una montaña sagrada para la diseminación

de luz y pureza a otras naciones”.17 Con un saldo de 640.000 muertos y 400.000 heridos, el

triunfo del Norte indudablemente revitalizó la confianza en la misión, ahora sí,

debidamente nacional.

16 Stephanson, pág. 62.17 Ibídem, pág. 65.