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Abdón Ubidia CALLADA COMO LA MUERTE

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Abdón UbidiaCALLADA COMO LA

MUERTE

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La noche se rompió como un relámpago. En el vecindario alguien moría.Era Quito. Era 1983 (la dictadura argen-

tina había terminado). Era un médico que ha-cia los finales del más caudaloso invierno que alcanzaba a recordar, se encontró solo en su casa de Bellavista mirando sin mirar, a través del enorme cristal de su estudio, la forma alargada, huidiza, abrupta de la ciudad que se perdía en el conjunto de montañas azules. ¿Extrañaba a su mujer? ¿Extrañaba a su hijo? Quién sabe. Acaso nunca amó tanto a su mu-jer, y en cuanto a su hijo, pues había entrado en la edad violenta —con una sorda rebelión en contra suya—, de modo que el abandono de ellos no fue el tránsito del amor al desamor sino del bullicio al silencio, de una difícil compañía a una soledad desconcertada.

Contra todo lo previsto, cuando eso ocu-rrió, se quedó en su casa. Dijo al par de amigos —fieles compañeros de jaranas semanales—que quería “encerrarse a leer y escribir”, y que lo dejaran en paz, por lo menos, durante sus vacaciones. ¿Escribir qué? Era la pregunta.

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Nunca la respondió. A la enfermera con la que había salido las últimas noches le repitió lo mismo. Uno de los amigos, sin contener la risa, se limitó a decirle: “Cuídate viejo, es la crisis de los cincuenta”. Y la enfermera, entre sorprendida y desdeñosa, le añadió: “Es la an-dropausia, querido”. En realidad, aquello de “escribir”, era una verdad a medias. Pasaba, en el fondo, que quería abrirse un espacio de soledad real, de silencio real, la única tregua que se había permitido para mirar su vida, pa-ra pensar en ella. Era una necesidad recóndi-ta. Aunque imperiosa. Porque, de pronto, to-do lo suyo estuvo en cuestión. Hasta la idea —guardada como un secreto— de que lo más importante ya le había sucedido en los arduos años de su infancia.

Para que el encierro fuese perfecto, des-conectó el teléfono al que lo llamaban sus pa-cientes. La otra línea, la que usaba de modo muy privado, la dejó abierta.

Sin ese quedarse en casa, observándose, auscultándose, rememorando lo que fueron esos cuarenta y nueve años suyos que pasaron muy pronto, demasiado pronto en un vértigo de estudios y trabajos y viajes y desenfrenos; sin ese modo pasivo —insólito en él— de estar en el mundo, quizá nunca hubiera vivido esa extraña historia que le tocó vivir.

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El médico miraba, pues, por el ventanal de su estudio. Una mancha redonda y blanca

se agitó del lado de la cortina izquierda. Era el nuevo vecino que desde su jardín, en pan-talones cortos y camiseta, a pesar del frío de la mañana, mientras vigilaba la instalación de una cerca, de altas varas de hierro, termi-nadas en punta que daba a la calle y otra de alambre galvanizado, aún sin terminar, en la pared medianera, lo saludaba con efusivas reverencias.

El médico levantó una mano en señal de respuesta y se apartó de la ventana.

Mediano, robusto, pálido y con la sombra verdosa de una tupida barba muy bien ra-surada, los ojillos vivaces, una verruga en la nariz, la cara repleta de un hombre de cin-cuenta y tantos años, el pelo gris corrido ha-cia los lados, dejando en el centro una calva blanca y brillante, el nuevo vecino era de esa clase de ejecutivos seguros y resueltos que re-ducen toda la sabiduría del universo a unos cuantos aforismos enfáticos en los que creen

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ciegamente —estilo “nadie se muere por na-die”, “uno solo se labra su destino”, etc—.

Era argentino. Pensaba montar la misma empresa de bienes raíces que tuvo en su país. Esperaba terminar de instalarse para traer a su familia.Un día le enseñó una foto: una familia feliz: una hija jovencita y una esposa madura pero mejor conservada que él.

Pocas fueron las ocasiones en que el mé-dico lo trató. La vez que vino a presentarse (“Rodolfo Moroni, Moroni para los amigos”), el par de visitas que le hizo para que le midiera la presión que la tenía alta. Algún encuentro. Algún saludo. Nada más.

Prefería mantenerlo a distancia. Y en otros tiempos hubiera sido igual. Lo encontraba tan emprendedor y dinámico, tan exagerado y pegajoso en su afán de agradar, o mejor, de imponerse como persona agradable, que el médico no veía cómo hubiera podido intimar con alguien así. Otros muy distintos fueron los Sánchez, en los ocho años que habitaron la actual casa de Moroni. Fue una pena que se mudaran. “Todos los que quiero se me van”, se dijo en un exabrupto que trató de empezar como una broma, pero que luego se trocó en algo que tampoco pudo terminar en un gesto amargo.

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La vez que el médico refirió esta historia, situó su inicio en otro momento: en una

mañana medio iluminada por un sol lechoso que no acababa de hundirse entre las nubes, cuando le preguntó a la mujer que le arreglaba la casa por ese joven que se había asomado a la puerta de la calle.

Lerda, casi ahogada por su propia gordu-ra, la mujer, que solo arreglaba la casa los martes y los jueves, habló:

—Era un cobrador. Me preguntó por el vecino. “Es el señor Moroni”, le dije. Pero no era él a quien buscaba. ¿No habrá sido un la-drón, no? No. Claro que no.

Parecía extraviarse en sus palabras. Luego añadió:

—Era también argentino.Alto, flaco, el pelo claro, rizado, abundan-

te, un bigotito fino, los lentes redondos, siem-pre metido en un saco de cuero negro, el joven aquel fue visto por el médico un par de veces más, caminando por las empinadas calles de Bellavista.

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Una madrugada —serían las dos o tres—, el médico se despertó en la penumbra de la sala, mal acomodado en un sillón y junto a una botella de whisky volcada sobre el piso. Des-de el jardín iluminado por el par de farolitos antiguos comprados por su mujer —al igual que la pileta de vieja piedra colonial— a un empleado del municipio, le llegó un rumor. Era alguien que salía de entre las retamas pegadas al pequeño muro que daba a la calle, y avanzaba por el césped. La sucesión de im-pulsos inevitables que le atravesó el cuerpo se interrumpió de pronto, cuando alcanzó a reconocer al intruso: no encendió las luces. No hizo ningún ruido. Ni trató de capturarlo.

Únicamente, se acercó a la ventana para verlo deslizarse, semiagachado, a trancos lar-gos, hacia la pared medianera y empezar a escalarla.

No había confusión posible. El pelo, la estatura, el brillo de los lentes, el saco de cue-ro negro.

“Que resuelvan sus asuntos entre ellos”, pensó el médico y se acercó al teléfono. Mar-có el antiguo número de los Sánchez.

La voz pastosa de Moroni le contestó. El médico le advirtió lo que pasaba.

Unos minutos después escuchó dos dis-paros.

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Las luces de algunas ventanas se encen-dieron.El médico fue hasta la casa vecina y miró

por entre las altas rejas. Tirado sobre el des-canso estaba el muchacho.

—Gracias doctor —le dijo Moroni, al tiem-po que le abría la puerta. En pantuflas y en pijama, sostenía aún la pistola.

El médico fue hacia el herido. No estaba herido. Estaba muerto.

—Era un ladrón —dijo Moroni—. Cuento con su testimonio, amigo mío.

El médico no respondió.A la noche siguiente, recibió la previsible

visita.Salido de los grumos de niebla que, co-

mo animales de ultratumba, vagaban por la húmeda calle, protegido por un enorme pa-raguas —que dejó en el pórtico, abierto para que se escurriera mejor—, Moroni lo saludó taciturno.

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Ahora el médico lo miraba del otro lado de la mesa central, medio inclinado en el sillón de terciopelo rojo y sorbiendo lentos tragos de whisky con agua mineral.

—Le debo la vida, doctor, el tipo ese que-ría matarme.

—¿Matarlo?—Mire –dijo—. La Luger, o Glock, “que da

lo mismo” ya se la entregué a los muchachos de la poli. Pero también tenía esto. Y sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta, una pesada daga de hoja retráctil.

El médico la examinó. Aplastó una cimbra y la sinuosa cuchilla se desplegó con fuerza.

—¿Y por qué habría de matarlo?Moroni permaneció en silencio. Intentó

un comentario. Pero solo alcanzó a torcer los labios en una mueca indecisa.

—En fin —suspiró—. A lo mejor sólo que-ría robarme. Tal vez fue eso—.

Luego de otra pausa que al médico le pa-reció interminable, sobre todo con ese mal-dito repiqueteo de la lluvia contra el tejado, Moroni añadió:

—Sí. Era un ladrón. Estoy seguro de no haberlo visto jamás.

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—¿No lo conocía usted?—No —respondió Moroni, mirándolo va-

cilante desde sus ojillos grises. Tal vez dudaba. O mentía. Luego se ade-

lantó a responder una pregunta que el médico ni siquiera llegó a formular:

—Me quedé con la daga. No le dije nada a la policía de ella. No sé por qué lo hice.

Y Moroni se hundió en otro largo silen-cio. Permanecía quieto, con la cabeza ladea-da, una mano cerrada sobre el vaso, la otra rígida contra el borde del asiento. Parecía un payaso desmadejado y triste. De repente se animó. Volcó el cuerpo hacia delante, levantó su whisky y sonrió:

—Y bueno. No se hable más del asunto. Hay tantas cosas de qué hablar. ¿Qué me dice, doctor?

Y el médico lo vio renacer de sus propias cenizas. Retomar su personaje de hombre mundano y entrador. Tuvo lástima por él. Lástima por todo aquello que Moroni quiso decirle y luego calló, ese oscuro fondo de mie-dos que le obligaba a poner vallas altas en su casa —después de haberse venido nada menos que del extremo del continente—, lástima por su vida amenazada y, en fin, por ese otro

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fetiche inocente y feliz que ahora procuraba inventar para él.

Sin proponérselo, le atribuyó una torpe vida hecha de fraudes y traiciones.

Lo dejó hablar interrumpiéndolo con monosílabos de aprobación.

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Moroni habló largamente. De nuevo era el mismo hombre que se dejara entrever

hasta antes del incidente: fluido, incapaz de soportar un silencio que no fuera llenado por sus propias palabras. Contó una docena de anécdotas dispares, algunas truncas, algunas mal contadas. Una de ellas se refería a un ami-go suyo de Buenos Aires, a quien le enseñaron un sistema seguro para evitar depresiones y angustias. Consistía en “colocarse por sobre el bien y el mal”. Vencer cualquier escrúpulo de conciencia: vencerse. El método “casero” al que acudió su amigo fue simple. Un conocido de un conocido le había enseñado: se llevó al perro de la casa, al sótano. Allí lo crucificó. Le puso un trapo en el hocico para que no se escucharan sus chillidos y lo torturó hasta ma-tarlo. Después, periódicamente, hizo lo mismo con otros perros del barrio, hasta cuando, según él, se curó de toda depresión.

—¿Sabe mi doctor? La depre no es otra co-sa que la Culpa. ¿La culpa de qué? De nada. De cualquier cosa. Nacemos con ella. Es nuestro

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pecado original. Pero siempre está unida a lo que no queremos hacer. Es un tumor que hay que extirparlo. Muerto, literalmente, el pe-rro, já, se acabó la rabia.

Como todos los porteños, filosofaba. Y hablaba bien. Comparó el dialecto porteño con las imprecisiones y enredos andinos. “Traen sus discursos ya hechos, metidos en sus cabe-zas. Están llenos de palabras. Si no hablaran tanto les iría mejor”, pensó.

Era increíble: Moroni no discriminaba sus anécdotas. Ni parecía advertir el efecto que causaban en su interlocutor. El aburri-miento y, por último, el disgusto del médico no llegaban hasta él.

Por fin decidió marcharse.—Quédese con la daga, doctor —dijo, en-

trecerrando los ojos adormilados—. ¿Es muy rara, no?

“Vaya, qué obsequio”, pensó el médico. Un tipo extraño era Moroni.

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La tenue mancha del sol se había corrido ya hacia un extremo del piso del estudio.

Estaba rodeado por tres paredes atestadas de libros. Buena parte de ellos los había leído. Siempre le intrigó el extraño mundo de los es-critores y su soledad y sus fantasías. Empezó a hojear y releer, sin orden alguno, cuanto li-bro tenía cerca. Algunos de ellos fueron los grandes impactos de su adolescencia: media pared estaba dedicada a célebres libros de la literatura universal. Así hablaba Zaratustra, Crimen y castigo, El lobo estepario, La Náu-sea. Ahora los releía por partes, asombrándo-se de las breves notas que había escrito, con su letra imposible, en los márgenes. Un libro le llamó la atención: Bartelby el escribiente. El final estaba subrayado de modo enérgico: “¡Ay, humanidad!” Y tenía signos de admi-ración repetidos. Lo demás era medicina y ciencias generales. Psicología también. Hojeó a los grandes sabios aprisionados en la orde-nada colección del Pensamiento Universal, los viejos Darwin, Marx, Freud, tantos de-tectives de cada saber. Luego miró sus textos

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de estudiante, las anatomías de Paltán y la de Testi. Luego, los nuevos, uno de genética, El hombre, de Rostand. Otro, el de Monod. “Todos somos detectives de algo”, pensó, mi-rando el par de novelitas policiales tiradas en el piso.

Luego de tres horas de trabajar penosa-mente en unas cuantas notas, siempre im-buido de la sensación de que lo principal nunca llegaba a transformarse en palabras, el médico se dejó arrastrar por un impulso que a él mismo le asombró. Tomó su auto y fue a la policía.

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No le costó demasiado sobornar a un amanuense —al quien había salvado la

vida años atrás y al que apenas le cobraba por sus esporádicas consultas—, para que le averiguase todo lo que pudiera acerca del argentino muerto en Bellavista.

Al medio día, el amanuense le llamó al teléfono privado. Se portó como un verdadero pesquisa y quién sabe si lo era. El joven, se-pultado la víspera, había venido a la ciudad un año atrás. Tenía una compañera y un niño. Fue dibujante en una oficina de publicidad. Los condominios en donde vivía estaban si-tuados en El Inca, en el bloque tal, en el de-partamento tal, el teléfono era, etc.

Esa noche llovió mucho. Los faros del auto apenas si traspasaban unos metros de niebla. Las plumas casi no tenían tiempo de limpiar el parabrisas. Aun así, el médico daba vueltas por aquellos condominios. Y terminó por decidirse.

La puerta del cuarto piso del oscuro edi-ficio se abrió y él pudo verla por primera vez:

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menuda, los ojos celestes, la piel atezada, el pelo lacio, castaño claro, abundante y, an-tes que nada, el temor, el rictus del temor estampado en el rostro.

—Quisiera hablar con usted un momento —rezongó el médico.

—Ya lo he dicho todo. No sé nada más. Lo juro. Por favor, ya déjeme tranquila. Ya no sé más.

—No se trata de lo que imagina —dijo él, en un bronco balbuceo—. En realidad, no entiendo bien por qué vine. Y tampoco quiero asustarla. Soy médico. Quise atenderlo, pero ya era inútil. Vivo al lado de la casa del señor Moroni. Yo pensé…

Desconfiada, los hombros muy juntos, una mano apretada contra el vientre, la muchacha se apartó de la puerta.

—Pase —murmuró.

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Era un departamento diminuto. Muebles baratos. Un par de afiches en la pared.

Cuadros, algunos bocetados. Un equipo de música. Cojines tirados en los rincones. Un móvil suspendido en una esquina. Y plantas por todos los lados.

—Hable —dijo la muchacha. Ahora lucía serena. Acaso desafiante.

El médico no atinó con las palabras ade-cuadas. Se sentía desorientado en medio de una situación absurda.

—En verdad, sólo vine a decirle que si ne-cesita alguna ayuda. Algo en que…

El llanto del niño lo salvó.Ella, sin responderle, se fue por el estre-

cho pasillo. Entonces, al médico le sobrevino la premura de irse de allí. No sabía cómo ha-cerlo. Qué pretexto buscar para librarse de esa sensación de asfixia y de ridículo. ¿De Culpa? Pero desde el fondo del departamento sonó la voz de la muchacha:

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—Si en verdad es médico, ¿por qué no me hace el favor de darle una mirada al chico? Creo que tiene fiebre.

No le quedó más remedio que bajar y subir los cuatro pisos. Volvió del auto con su maletín. Estaba empapado. Afuera era el diluvio. Tuvo que quitarse el saco y atender al niño en mangas de camisa.

—Es casi nada lo que tiene —dijo sacu-diendo el termómetro. Déle esto. De todas maneras, llámeme si el niño no mejora. Y le extendió una receta. Tachó el número tele-fónico y puso su número privado.

Se sabía observado. Vigilado. A pesar del maletín y la receta con su nombre, la mucha-cha aún desconfiaba de él. ¿Lo asociaba a Moroni? ¿Lo asociaba a la policía? Algo muy sombrío había en todo ese asunto. Pero ya no le importaba saberlo.

Huyó. “Soy un estúpido”, se repetía en el auto mientras regresaba a su casa bajo el furioso aguacero. Qué fiasco fue su papel de detective improvisado. Un golpe de lucidez interior le dijo que había una conexión direc-ta entre esos súbitos afanes suyos (casuales o no) y aquello de recluirse en su casa para escribir sus “notas”. En ambas circunstancias,

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era la necesidad de buscar. ¿De buscar qué? Quizá un espacio que se le había perdido o que nunca reconoció y que su vida segura y exito-sa no alcanzó a colmar: un resto incómodo y esquivo que no conseguía definir. Un lugar incierto: su zona de tiniebla. Antes odiaba la oscuridad. O al menos, quería odiarla. ¿Aho-ra, la estaba buscando?

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Decidió que el caso del argentino muerto estaba cerrado. Tan cerrado como iba a

estar su cuaderno de notas, que no volvería a abrir. Reanudaría su vida de siempre: su trabajo, sus amigos, la enfermera. Y quién sa-be si valdría la pena intentar un reencuentro con su mujer y su hijo. Un aire épico le invadía cuando la muchacha lo llamó. Al parecer, su hijo continuaba con fiebre.

Mientras examinaba al chico, miró, ya sin presiones, a la muchacha. Ella era el de-samparo, la soledad. Un blue-jean, una blusa blanca, una figura frágil que se escurría en-tre los objetos como si temiera existir. Com-prendió así, su exagerada preocupación por el niño, que apenas tenía un leve resfrío. Com-prendió que el miedo agranda los signos de la desgracia, los busca ciegamente y si no los encuentra, los inventa. Comprendió también que detrás de esos ojos celestes que reprimían las lágrimas, de esa boca entreabierta, de esa carita joven, a ratos inexpresiva, había otra cara, ésta sí descompuesta, que más allá del miedo y de la duda, le pedía auxilio.

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—El niño está mejor —la consoló—. De todas maneras, volveré mañana.

Y el médico volvió algunas veces más. Una noche, mientras miraba por la ventana metálica del diminuto comedor las erizadas, caprichosas, zigzagueantes hileras de luces de la ciudad (sin lluvia), le preguntó al niño si le gustaría pasear un rato en su automóvil. Y en su lengua de dos años, el niño respondió que sí, con un sorpresivo entusiasmo.

—Debemos aprovechar que hoy no llue-ve —le dijo a la muchacha—. ¿No le parece una buena idea?

Ella terminó por aceptar.

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Rodaron primero por las elegantes calles de la ciudad nueva, luego fueron al

Centro. Los templos opulentos, coloniales, como fantasmas rotundos, lívidos bajo una luz atravesada por las agujas brillantes de la vertiginosa lluvia. En cuanto el niño se durmió, la muchacha quiso regresar. Pero el médico fingió no escucharla. Y se dirigió hacia ciertos rincones que pocos extranjeros conocían. Le explicó que cada esquina, que cada iglesia o recoveco de esos lugares tenía una leyenda, un cuento pródigo en demonios y apariciones. Después enrumbó su auto hacia el Sur, el pobre Sur. Retornó por la parte alta de “La Veinticuatro”. La recorrió íntegra. Estaban remodelándola. ¿Qué iría a pasar con la legión de mercachifles, charlatanes, indios desocupados, cargadores y demás, que la poblaban? Estaba claro que pretendían sa-carlos de allí. Bajó despacio para contemplar mejor las torres iluminadas de Santo Domin-go. El médico iba a seguir con sus comentarios acerca de la ciudad, cuando se dio cuenta de

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que era inútil. La muchacha no le escuchaba. Ni veía nada. Entonces detuvo el auto.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.—Nada. Pero creo que usted quiere decir-

me algo que no me dice. Hable, descárguese, le hará bien. No siempre es posible tener alguien cerca, dispuesto a escucharle a uno ¿no?

La muchacha ni lo miró. Sólo fue su voz enronquecida, seca, la que retomó un monó-logo íntimo, amargo y seco como su propia voz. Habló de su compañero muerto. De có-mo, tras un peregrinaje por varios países habían arribado a Quito, la tranquila Quito. La comparó con Buenos Aires. Pero no con la gran ciudad de las anchas avenidas y el bullicio, sino con la otra, la Buenos Aires del infierno. La de los hombres que irrumpían en los departamentos y se llevaban a los “sos-pechosos” para torturarlos o matarlos. La de los miles de desaparecidos. La de las tumbas anónimas. La Buenos Aires del miedo y del espanto. La ciudad del silencio.

La muchacha calló. Luego le pidió que la llevara a casa.

Antes de bajarse del auto, en cuatro fra-ses, le contó la historia de su compañero. Él también había sido torturado y a su herma-no lo mataron. De repente, aquí, en Quito,

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reconoció en Moroni, “como se llama ahora”, a uno de sus torturadores. Lo siguió durante varios días. Lo demás para qué repetirlo.

—Ahora que, en la Argentina, las cosas están cambiando, algunos de ellos se vendrán para acá —dijo al despedirse—. Como nosotros nos vinimos antes.

Y se alejó con su niño en los brazos por entre los estrechos jardines que separaban los bloques —lúgubres, idénticos— de aquellos condominios. La vio irse por los angostos pa-sillos de cemento que resguardaban el césped mal cortado, las campánulas y los cipreses enanos.

Partió muy despacio. Estaba confundi-do. Unas cuadras después se percató de que tenía las luces apagadas. Con un brusco golpe accionó la palanca de los faros. ¿Cómo saber si la muchacha no acomodaba la verdad a su manera? Pensó en Moroni. Recordó la anéc-dota de los perros. Recordó la daga que le obsequió. Juntó unas cuantas frases sueltas del argentino. Sí, esas eran pruebas de una mentalidad, sin duda. Pero jamás, pruebas definitivas de un comportamiento atroz.

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