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Publicado en www.sombrasyceniza.com , según licencia Creative Commons . Página 1 de 7 Acechanza No tuve más remedio que acabar con la bruja del otero. Alguien tenía que hacerlo. Aquella de- crépita mujer vivía en el cerro junto al cementerio, en una casa de dos plantas destartalada y ve- tusta, cuyas ventanas parecían ojos ciegos, ciegos como los de la misma Asechanzas, como la co- nocían los habitantes del pueblo. Era viuda. Su marido había sido el enterrador durante treinta años, hasta su desaparición en extrañas circunstancias. Las mujeres del pueblo murmuraban que Asechanzas era una bruja poderosa, capaz de hablar con los muertos, con cuyos restos fabricaba elixires y otras horribles hechicerías; también aseguraban que ella hacía todo lo posible, con su mal de ojo, para procurarle trabajo a su cónyuge. Aquel infausto matrimonio había tenido tres hijos, pero ninguno había pasado de los siete años; todos habían muerto de alguna forma u otra. Uno fue encontrado en el fondo de un pozo, lívido y tumefacto; otro murió de unas fiebres a los cuatro años, y el tercero fue hallado en un pastizal con la garganta desgarrada, como si le hubiera atacado un animal salvaje. La gente del pueblo no asistió a ninguno de los tres entierros, y la re- pudiaron definitivamente cuando su marido, sin más, desapareció tres meses más tarde del último óbito. Tras la desaparición de su esposo había ido perdiendo la vista hasta quedarse ciega, y desde entonces moraba sola en aquella casa, lúgubre como las tumbas del añoso cementerio. Una prima lejana suya atendía sus necesidades, e incluso ella no era bien vista por los del pueblo. Pero la toleraban, pues era muy devota. O eso parecía… Asechanzas no salía nunca de su casa. Mas su poder alcanzaba mucho más allá. Las muje- res del pueblo suspiraron de alivio cuando su figura cabizbaja envuelta en harapos dejó de fre- cuentar las calles y el mercado, pero pronto se dieron cuenta de su estupidez. Aún la sentían cer- ca. Cuando el ganado caía enfermo, o no daba leche, o cuando las cosechas se echaban a perder, sabían que era ella la responsable. Mi madre me dijo que si Asechanzas decía tu nombre y agitaba sus huesos de muerto en una noche oscura, al día siguiente sufrías una desgracia. Con una sola palabra podía marchitar la hierba, cortar la leche o provocar un aborto. No debe extrañar que las mujeres del pueblo miraran con miedo hacia la casa, odiándola como a la encarnación de su due- ña, como si estuviera hecha de su misma carne y sangre. No obstante, ninguna osó alzar un dedo contra ella, ni ellas ni sus maridos… ni siquiera el párroco, o el señor alcalde. Éstos negaban las habladurías, tildándolas de exageraciones, y decían que sólo era una vieja loca, ciega por añadidu- ra. Nadie se atrevió… salvo yo. Los muchachos del pueblo nos reuníamos en bandadas, para jugar en los prados al es- condite o acribillarnos a pedradas con los tirachinas, o hacer cualquier otra travesura. A mí, espe- cialmente, me encantaba jugar con cometas. Sabía manejarlas con destreza. Los chavales jugába- mos con ellas, batallando en el aire entre risas mientras corríamos sujetando los cordeles, como si fueran las riendas de fantásticas y aladas bestias. Tenía una que era mi favorita, grande, de tela roja y cola de rizos blancos. Una oscura tarde de noviembre, cuando jugaba con ella junto a mi amigo Pedro poco antes del atardecer, una fuerte ráfaga de viento se levantó de improviso, rom-

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Relato de terror

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AAcceecchhaannzzaa

No tuve más remedio que acabar con la bruja del otero. Alguien tenía que hacerlo. Aquella de-crépita mujer vivía en el cerro junto al cementerio, en una casa de dos plantas destartalada y ve-tusta, cuyas ventanas parecían ojos ciegos, ciegos como los de la misma Asechanzas, como la co-nocían los habitantes del pueblo. Era viuda. Su marido había sido el enterrador durante treinta años, hasta su desaparición en extrañas circunstancias. Las mujeres del pueblo murmuraban que Asechanzas era una bruja poderosa, capaz de hablar con los muertos, con cuyos restos fabricaba elixires y otras horribles hechicerías; también aseguraban que ella hacía todo lo posible, con su mal de ojo, para procurarle trabajo a su cónyuge. Aquel infausto matrimonio había tenido tres hijos, pero ninguno había pasado de los siete años; todos habían muerto de alguna forma u otra. Uno fue encontrado en el fondo de un pozo, lívido y tumefacto; otro murió de unas fiebres a los cuatro años, y el tercero fue hallado en un pastizal con la garganta desgarrada, como si le hubiera atacado un animal salvaje. La gente del pueblo no asistió a ninguno de los tres entierros, y la re-pudiaron definitivamente cuando su marido, sin más, desapareció tres meses más tarde del último óbito. Tras la desaparición de su esposo había ido perdiendo la vista hasta quedarse ciega, y desde entonces moraba sola en aquella casa, lúgubre como las tumbas del añoso cementerio. Una prima lejana suya atendía sus necesidades, e incluso ella no era bien vista por los del pueblo. Pero la toleraban, pues era muy devota. O eso parecía…

Asechanzas no salía nunca de su casa. Mas su poder alcanzaba mucho más allá. Las muje-res del pueblo suspiraron de alivio cuando su figura cabizbaja envuelta en harapos dejó de fre-cuentar las calles y el mercado, pero pronto se dieron cuenta de su estupidez. Aún la sentían cer-ca. Cuando el ganado caía enfermo, o no daba leche, o cuando las cosechas se echaban a perder, sabían que era ella la responsable. Mi madre me dijo que si Asechanzas decía tu nombre y agitaba sus huesos de muerto en una noche oscura, al día siguiente sufrías una desgracia. Con una sola palabra podía marchitar la hierba, cortar la leche o provocar un aborto. No debe extrañar que las mujeres del pueblo miraran con miedo hacia la casa, odiándola como a la encarnación de su due-ña, como si estuviera hecha de su misma carne y sangre. No obstante, ninguna osó alzar un dedo contra ella, ni ellas ni sus maridos… ni siquiera el párroco, o el señor alcalde. Éstos negaban las habladurías, tildándolas de exageraciones, y decían que sólo era una vieja loca, ciega por añadidu-ra. Nadie se atrevió… salvo yo.

Los muchachos del pueblo nos reuníamos en bandadas, para jugar en los prados al es-condite o acribillarnos a pedradas con los tirachinas, o hacer cualquier otra travesura. A mí, espe-cialmente, me encantaba jugar con cometas. Sabía manejarlas con destreza. Los chavales jugába-mos con ellas, batallando en el aire entre risas mientras corríamos sujetando los cordeles, como si fueran las riendas de fantásticas y aladas bestias. Tenía una que era mi favorita, grande, de tela roja y cola de rizos blancos. Una oscura tarde de noviembre, cuando jugaba con ella junto a mi amigo Pedro poco antes del atardecer, una fuerte ráfaga de viento se levantó de improviso, rom-

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piendo el cordel de la cometa. Gemí de angustia y corrí tras ella, desesperado. Pedro me siguió a toda prisa. La cometa, zarandeada por el traicionero viento, fue a engancharse en la cornisa de la casa del otero… la casa de Asechanzas. Fue una casualidad maldita que me hizo patalear de furia.

—Ahora sí que la has perdido… —me dijo Pedro. Yo le miré, ceñudo, muy molesto. —¿Y por qué? Vayamos a pedirle a Asechanzas que nos deje recuperar la cometa. —¿Estás loco? Es una bruja. Su mirada hiela la sangre; si te atrapa, acabarás en su olla.

Mi madre me lo dijo. —No me lo creo. Es sólo una vieja loca. —¿No te lo crees? Pues entonces llama a su puerta. ¡Venga, a ver si te atreves…! Envalentonado, miré con desprecio a Pedro y le dije que me siguiera, mientras enfilaba

hacia la casa. Era la primera vez que la veía tan de cerca, y su fúnebre aspecto produjo una honda impresión en mi ánimo. Las paredes de tosca mampostería estaban cubiertas por la hiedra y el musgo, que se agarraban a la roca como sarro en las negruzcas encías de un anciano. Destacando como una roja llamarada, encontré mi cometa en el alero del tejado. Pasamos junto a un roble grande, de largas y tortuosas ramas, y llegamos frente a la puerta. El sendero hasta ella estaba invadido por las malas hierbas. Cuando observé el zaguán polvoriento y umbrío vacilé, pero Pe-dro seguía junto a mí y no quería quedar como un cobarde. Así que avancé apartando los espesos matojos. Pedro tironeó de mí para que no siguiera adelante, y yo, burlándome de su miedo, le aparté de un empujón, plantándome frente a la puerta. Poniéndome de puntillas, levanté la aldaba de bronce y la dejé caer. El golpe atronó en el interior de la casa, despertando ecos misteriosos. Volví a llamar tres veces más y cauto, aguardé tras retroceder un paso. Después de un largo rato, escuché un sonido débil que se acercaba a la puerta desde el interior, desagradable, rasposo, y supe que era la vieja Asechanzas arrastrando sus pies lentamente. El rumor de sus pasos se fue acercando y luego cesó. Sentí con un escalofrío que la vieja estaba tras la puerta. Y entonces su aguda voz llegó hasta mí.

—¿Eres tú, Sandra? —preguntó, titubeando. Retrocedí otro paso, sin atreverme a res-ponder. En eso, los cerrojos de la puerta comenzaron a chirriar. Enervado y sin aliento, me es-tremecí de pavor y, sin poder resistirlo, huí desbocado por el sendero. Pedro, que espiaba desde las matas, al escuchar cómo se abría la puerta y verme huir de allí, gritó, uniéndose a mí en aquella alocada carrera. No nos detuvimos hasta llegar a la plaza del pueblo.

Cuando recobramos el aliento, recostados en los frescos bancos de granito de la plaza, Pedro volvió a mofarse de mí.

—¡Cobardica! Te dije que no serías capaz. —¡Mentira! Dije que llamaría, y lo hice. Al menos no me he ocultado como tú entre las

matas —le increpé, molesto. —De acuerdo; llamaste. Pero no has recuperado la cometa. Y si me escondí era para

evitar que Asechanzas me viera —replicó, limpiándose el sudor con el dorso de la mano—. Lo mejor que puedes hacer es dar por perdida la cometa.

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—¡Ni hablar! La recuperaré. Y sé cómo: cuando pasamos junto al roble que está cerca de la casa, vi que una de sus ramas llegaba muy cerca de la cornisa. Puedo trepar hasta allí y co-gerla —Pedro torció el gesto, dispuesto de nuevo a burlarse de mí.

—Iré esta noche. ¿Vendrás? —añadí. Su mueca burlona desapareció de golpe. Arrugó el ceño.

—No hablas en serio. —Sí que lo hago. ¿Vienes, o no? Pedro me clavó sus ojos castaños, enfurruñado; sorbió por la nariz, retirándose un me-

chón adherido a la frente por el sudor, y asintió después con fuerza. —¡Iré! Pero no te atreverás. —Ya veremos. A medianoche. Aquí, en este banco, si logras escabullirte de tus padres.

¡Adiós! —y me alejé con prisas, pues mi madre serviría pronto la cena y se enfadaba mucho si no acudía a tiempo.

Después de cenar me fui pronto a la cama. Mi madre me miró extrañada, pues siempre insistía para quedarme hasta el último minuto viendo la tele, pero aduje que estaba muy cansado después de estar todo el día jugando, y pareció creerme. Me acosté lleno de nerviosismo. No debía que-darme dormido, aunque no me fue difícil: estaba azorado por una mezcla de agitación y miedo, como si fuera a embarcarme en una peligrosa hazaña. Aunque lo cierto es que aquella noche llevé acabo una empresa nada desdeñable. Esperé en silencio, espiando desde el borde de la sábana a mi hermano Luis, el cual se agitaba en sueños y me tenía en vilo. Escuché a madre recogiendo los platos de la cena, y el murmullo del televisor durante una eternidad, hasta que por fin mis padres se fueron a la cama. Pasado un tiempo prudencial me levanté y me vestí a tientas. El cuarto esta-ba casi a oscuras, salvo por algunos plateados hilos de luz de luna que atravesaban las persianas. Puse un par de cojines en la cama para sustituirme, como había visto hacer en las películas y dejé el cuarto, bajando la escalera de puntillas. Abrí una de las ventanas del trastero y escapé al exte-rior. El pueblo parecía distinto, casi irreal. Las sombras eran difusas, escurridizas; el silencio era casi absoluto, salvo las lejanas pendencias callejeras de los perros y los lastimeros maullidos de los gatos.

Llegué a hurtadillas a la plaza del pueblo. Los viejos bancos de piedra callaban secretos, melancólicos y adustos, desafiando el roer de los años. Pedro no estaba. «No me extraña» pensé. El reloj del ayuntamiento tocó la medianoche con doce solemnes dobles que se fueron disolvien-do en la quietud. Empecé a sentir frío y me arrebujé en mi abrigo de lana, acurrucándome en uno de los bancos. La noche era fría e inusualmente clara. Aguardé castañeando los dientes, mientras miraba el cielo salpicado de estrellas.

Harto de esperar a Pedro, pensé en irme. Sin embargo, la duda me atenazaba. ¿Iría solo a buscar mi cometa? ¿O me olvidaba del asunto y volvía a casa…? Entonces pensé que ir allí era una idea absurda y recordé lo acogedora que era mi cama, y la pereza se unió al desasosiego para

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hacerme desistir en mi empeño. «¡No!» me dije. «Me atreveré. Soy capaz de hacerlo». Y muy deci-dido, me levanté del banco, dirigiéndome hacia el otero. Justo cuando el reloj daba el primer cuarto de la medianoche, escuché unos pasos a mi espalda. Pedro venía hacia mí, muy abrigado y con una expresión asustada. Me quedé quieto, esperándole con una mirada de reproche que lo decía todo. Cuando me alcanzó, se detuvo, jadeante, dejando escapar blancas vaharadas al respi-rar. Se restregó la nariz, muy roja por el frío.

—Mis padres se acostaron más tarde de lo habitual… —dijo en susurros, disculpándose. —No importa. Has venido. Venga, démonos prisa. —¿De verdad ibas a ir al otero? ¿Sin mí? —dijo mientras se afanaba por seguirme. —Sí —contesté sin vacilar—. Esa cometa es mía —Pedro me contempló algo amedren-

tado, admirando mi valor. Nos deslizamos por las calles hasta el sendero flanqueado por las cercas de los cultivos.

Mi amigo miraba alrededor como si estuviera en mitad de un sueño. El otero apareció a lo lejos, perfilado por la luz fantasmal de la luna. Una bruma fina bajaba por el sendero, enredándose en las ramas de los viejos robles como vedijas de cabellos canos. A lo lejos pudimos ver la tapia ne-gra y enrejada del cementerio, con sus altos cipreses descollando como puntas de lanza. Cami-nando con premura, llegamos hasta la casa.

Era una forma negra, muerta, silenciosa, cuya débil sombra caía sobre nosotros como una advertencia. Pedro dudó en continuar, pero yo le tiré del brazo, obligándole a seguirme. Ro-deamos la casa y fuimos hasta el viejo y grueso roble. Sus largas, retorcidas e insidiosas ramas crujían siniestramente al mecerse en la brisa, como dedos de manos yertas. Vi cómo revoloteaba algo en el tejado y distinguí a mi cometa. Me acerqué al roble. La corteza oscura y nudosa estaba húmeda y resbaladiza, y resistió mis primeras tentativas de trepar. Llamé a Pedro, pidiéndole que me aupara. Subiéndome a sus hombros, tambaleándome, alcancé una rama y conseguí encara-marme a ella. Hábilmente icé el cuerpo y, de rama en rama, lentamente, fui acercándome a la que llegaba cerca de la cornisa. Algunos chasquidos me hicieron detenerme, pero seguí con más cau-tela aún, distribuyendo mi peso sobre manos y pies.

Alcancé la cornisa con un suspiro de alivio y miré a Pedro, sonriendo. Agarrándome a la pared, fui lentamente por la cornisa. Pasé al lado de una ventana de guillotina, con unos cristales tan sucios que apenas si podía verse a través de ellos, y llegué a la esquina, bajo donde la cometa se había enganchado en el alero. Aún estaba fuera de mi alcance, aunque tal vez podría asirla si me agarraba con una sola mano y tendía la otra. Sin embargo, no quise arriesgarme y volví hacia el roble, rompiendo una rama larga y fina para ayudarme con ella. Regresé a la esquina, me afian-cé bien con los pies y la mano zurda y extendí la rama con la derecha. Golpeé la cola de la come-ta, tratando de desprenderla, pero la brisa la hacía revoletear alocadamente.

Por fin pude enganchar la cola con la rama y tiré, entusiasmado. Mas, en el último mo-mento, perdí el equilibrio y solté bruscamente la rama para evitar caer. La cometa cedió a este último tirón y, libre, voló arrastrada por el viento. Sintiéndome desdichado y muy estúpido, vi cómo se alejaba y perdía en la oscuridad. Me dieron ganas de patalear y gritar de rabia, y de pron-to olvidé todo el temor que me infundía aquella casa y su dueña. La maldije en silencio una y mil

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veces, encolerizado; pues sabía que, sin duda, ella había tenido algo que ver con aquello. Furioso, retrocedí hasta la ventana. Quise golpear los cristales hasta romperlos, pero me contuve. Descu-brí algo increíble: la ventana estaba entreabierta un par de dedos. Por lo visto, no se cerraba del todo.

No podría decir, si me lo preguntan, porqué decidí entrar. Tal vez fue un rapto de teme-raria locura, o un arrebato de rabia. Poco importa eso ahora. Una malévola sonrisa se extendió por mis labios al empujar hacia arriba la ventana, que chirrió y, tras un rato de esforzarme con ahínco, se levantó otro par de dedos a duras penas, desprendiéndose de la jamba restos de pintura y suciedad. Sujetando la hoja me volví buscando a Pedro, y éste, al verme quieto junto a la venta-na, se extrañó mucho y me hizo señas para que bajara de una vez. Con un gesto le indiqué que se fuera, y olvidando su mirada de pasmo volví a la pesada tarea de alzar la hoja. Tras varios minutos más forcejeando con ella, entre secos chasquidos que me ponían los nervios de punta, la levanté lo suficiente como para poder introducirme por la ventana, aunque antes tuve la precaución de romper otra rama y disponerla en el quicio para que no se cerrase.

Hecho esto, me deslicé al interior de la casa, excitado. La sombra de las ramas del roble se proyectaba incierta sobre el suelo de tablas de la estancia, en cuyo aire enrarecido se veían sus-pendidas pálidas motas de polvo, retozando en la mortecina luz de la luna. Contra las paredes se recostaban grandes muebles, amortajados con sábanas amarillentas. Al fondo, en la penumbra, columbré una puerta entornada a mi izquierda y un armario enorme y oscuro a mi derecha. Ca-miné con cuidado, lentamente. El suelo crujía traicionero a cada paso que daba. El corazón bullía en mi pecho, latiendo agitadamente; mil ideas y temores se encendían como fuertes destellos en mi pensamiento. Entonces, alarmado, percibí unos pasos menudos y blandos que sobresaltaron fuertemente. Venían hacia el cuarto. Antes de que pudiera reaccionar, la puerta se abrió ligera-mente sin apenas ruido; no podía distinguir quién la había empujado. Retrocedí hasta el armario, mientras aquellos pasos suaves se fueron acercando. Aterrado, vi el fulgor gemelo de dos ojos estrechos y verdosos avanzando en la oscuridad, a menos de un palmo del suelo. Temblé, azota-do por el pánico; los ojos parpadearon, volvieron a refulgir por un instante y luego se desvanecie-ron. Escuché un susurro sordo y bajo, y suspiré con alivio… era un plácido ronroneo. El gato era agrisado, casi negro, y avanzaba parsimoniosamente hacia mí, curioso. Se acercó manso, dete-niéndose para lanzar un débil maullido y olisquearme durante un rato. Pareció aprobar mi pre-sencia, pues se restregó contra mi pierna. Me agaché hacia él, suspicaz, y le acaricié la cabeza. En ese momento recordé lo que se decía de las brujas… podían tomar la forma de animales, sobre todo gatos. Retiré la mano. El gato me lamió con su lengua áspera el dorso de la mano, pidién-dome más caricias. Me dije que aquel gato era tan sólo eso, un gato, y le palmeé el lomo.

Un fuerte resonar me asustó terriblemente. El gato dio un respingo y desapareció por la puerta en un parpadeo. La ventana había caído con un golpe brusco, quebrando la ramita. Col-mado de horror, escuché la voz de Asechanzas.

—Linda… ¿qué ha sido ese alboroto?

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Escuché con los ojos muy abiertos los movimientos de Asechanzas en el piso de abajo. Paralizado, oí su penosa y renqueante ascensión por unas escaleras. Me precipité hacia la ventana, tirando hacia arriba desesperadamente. La hoja no se movía. Estaba atrapado.

Los pasos subían las escaleras de la casa entre los gemidos de la madera. Golpeé exaspe-rado el marco de la ventana e incluso introduje las uñas bajo la hoja. Era inútil. Gemí en voz baja cuando el arrastrar de Asechanzas coronó la escalera y comenzó a acercarse por el pasillo hacia el cuarto. Preso del nerviosismo corrí hacia el armario, abriendo la puerta y acurrucándome entre las perchas llenas de ropa, que olían a encierro y alcanfor. Alargué una mano para cerrar el armario y aguardé conteniendo las náuseas, respirando lentamente, tembloroso. El vil reptar de la bruja llegó hasta la puerta y se detuvo. Escuché girar sobre sus goznes a la puerta, y, de nuevo, su voz.

—¡Linda! ¿Dónde estás? ¿Qué has roto esta vez? Condenada gata… Mientras decía esto con su voz aguda y chirriante comenzó a ir y venir por el cuarto. La

imaginé tanteando en la oscuridad, como una araña en una tela buscando a su presa. Cuando la oí tantear el armario no pude reprimir un leve jadeo de angustia.

—¿Quién anda ahí? —dijo con voz temblorosa. Aterrorizado, contuve el aliento y me encogí, como quien se prepara para recibir un golpe. Sentí una corriente de aire en mi cara cuan-do la puerta del armario se abrió de golpe, y entre la ropa vislumbré a Asechanzas, con un camisón blanco como el espectro de sus cabellos revueltos, que parecían flotar con vida propia. Unas ma-nos pálidas, casi traslúcidas, surcaron la oscuridad palpando a ciegas. Sentía su olor a vejez, su respiración entrecortada, quejumbrosa. Contemplé con infinita repugnancia aquellas manos de dedos largos y sarmentosos buscando ávidas en la lobreguez… los sentí cerca de mi mejilla, y apreté dientes y puños, a punto de enloquecer. Cuando uno de aquellos dedos se dirigió hacia mí no pude resistir y estallé, gritando con fuerza mientras me abalanzaba precipitadamente hacia delante. Asechanzas aulló sobresaltada, rabiosa, manoteando para atraparme. Me escabullí de su presa y pasé a su lado, lanzándome por el pasillo en tinieblas.

Asechanzas aulló de nuevo al oír cómo me escapaba, corriendo tras de mí. Crucé el pasi-llo tropezando con los muebles, encontré el pasamano de la escalera y bajé los escalones entre tropiezos, hasta que alcancé de un salto el pie de la escalera. Eché un rápido vistazo a mi alrede-dor, pero apenas pude ver nada con la suficiente claridad. Asechanzas llegaba en ese instante a la escalera, bajándola con calma premeditada. Sabía que no podía huir.

—¿Quién eres? ¿Un ladrón? ¿Has venido a robar a esta pobre anciana, ciega, además? —dijo en voz alta con un tono estremecedor. Entonces reparé en un apagado brillo al fondo de la estancia y me dirigí allí, esperanzado. Era una chimenea. Los rescoldos se vislumbraban aún entre las cenizas. Tomé un tizón largo y grueso como mi brazo, empuñándolo como arma. Mis ojos se estaban acostumbrando a la penumbra, y distinguí la forma espectral y blanquecina de la vieja bruja bajando escalón tras escalón, avanzando lenta pero certeramente en la oscuridad que era toda su existencia. Aferré el tizón con ambas manos; su fulgor rojizo y su peso me dieron ánimos para enfrentarme a la bruja y me acerqué a la escalera. Cuando ya estaba a la altura de mi hombro vi una de sus flacas pantorrillas bajo el camisón y la aferré, tirando hacia mí con todas mis energías. Asechanzas gritó, asustada; cayó rodando los últimos escalones entre golpes y agudos

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gritos. Se quedó postrada al final de la escalera, sollozante. Me vi tentado a socorrerla, guiado por la lástima.

Pero no me dejé engañar. No fui tan estúpido. Sus absurdas súplicas trataban de hechi-zarme. Mientras murmuraba y gemía, tratando de incorporarse, la hostigué con el tizón. Gritó de dolor al sentir la punzada ardiente del leño, pues le tenía pavor al fuego como todas las brujas. Entonces me fijé en sus ojos, muertos y repulsivos, y hundí el tizón en ellos. Se escuchó un horrendo siseo y un desgarrador aullido. Sin amedrentarme por sus gemidos volví a clavarle el tizón en su pecho reseco, en sus macilentas mejillas, en su boca mientras gemía, hasta que su vie-jo camisón comenzó a arder. El pelo cano de Asechanzas se prendió también con una súbita lla-marada. Fascinado, contemplé cómo se retorcía obscena y agónicamente. El hedor acre de su carne abrasada me revolvió el estómago, y lleno de asco, me aparté de ella. Asechanzas deambuló por la estancia envuelta en llamas, hasta que chocó contra una pared y se derrumbó entre esterto-res y horribles chillidos. Las llamas de su cuerpo lamieron unas polvorientas cortinas y éstas ar-dieron vivamente pasados unos instantes. Poco después, el fuego crepitaba iracundo, propagán-dose con increíble rapidez. Arrojé el leño y huí. No puedo recordar cómo encontré la salida, pero lo hice, y tras destrabar la puerta escapé de aquella maldita casa, corriendo tan rápido como jamás lo había hecho nunca. Cuando me sentí a salvo aflojé el paso y volví la vista hacia el otero. El fuego llegaba ya al segundo piso, devorando la casa como un pajar reseco. Regresé a casa por dónde me había escapado y subí a mi cuarto, desnudándome y metiéndome en la cama como si nada hubiera ocurrido. Febrilmente excitado como estaba me costó bastante conciliar el sueño, pero acabé cayendo en una inquieta duermevela.

A la mañana siguiente el incendio había cesado. Los del pueblo se levantaron y vieron el horrible aspecto de la casa, calcinada hasta los cimientos. Nadie había advertido el incendio durante la noche. Busqué a Pedro en la escuela y le miré fijamente a los ojos. Bajó la vista, y supe que no diría nada. Sé que nunca lo hará.

Asechanzas fue dada por muerta. Su ataúd se enterró vacío, pues no pudo encontrarse ningún resto reconocible de ella tras el incendio. Salvo su prima nadie acudió al entierro. Y, a partir de aquel día, la gente vivió mucho más tranquila. Dijeron que aquello tendría que haberse hecho mucho antes. Y cuando escuchaba tal comentario, sonreía con orgullo.

Todo ha ido bien desde entonces. Han pasado seis años. Sin embargo, hace apenas dos meses una familia compró la vieja casa de las afueras del pueblo. La gente ha comenzado a mur-murar de ellos. Son extraños, y nadie los quiere. Pero pronto dejarán de ser un problema. Yo mismo me ocuparé: alguien tiene que hacerlo.

© 15 de Enero de 2000, José María Bravo