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ADVIENTO Itinerario de Esperanza

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Reflexiones sobre el Tiempo del Adviento

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P. Carlos Pabón Cárdenas, cjm.

ADVIENTO Itinerario de Esperanza

Reflexiones sobre el Tiempo de Adviento

Pasto

2012

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INTRODUCCIÓN

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ntramos en un tiempo especial, con el cual se inaugura un nuevo año litúrgico: es el tiempo del Adviento para la Navidad. El Adviento es un tiempo de esperanza que dispone el corazón

para acoger en la vida al Señor que viene. Es un tiempo de preparación, es también un tiempo de creatividad. Queremos prepararnos de la mejor manera, estar dispuestos, hacer un camino que nos conduzca hasta el encuentro con el Señor que viene, que está viniendo para hacerse «Dios con nosotros».

Por eso tenemos una súplica que vamos a repetir a lo largo de todo

este tiempo de Adviento para la Navidad: «Ven Divino Mesías, ven Señor Jesús». El Adviento que empezamos es un grito, es una oración, es una esperanza. Sin embargo no faltan los «mesías» en nuestros días. Nos preguntamos: «¿Hay que esperar a otro que triunfe donde han sido tantas las esperanzas frustradas, donde han sido tantas las desilusiones?».

Mesianismos políticos, sociales, económicos, incluso religiosos,

siempre se presentan como otras tantas fuerzas, como poderes atractivos, como la solución al marasmo de los hombres. Todos esos mesianismos reclaman para sí una obediencia total, una obediencia ciega, una obediencia sin condiciones. Y uno tras otro se van derrumbando, asfixiados todos por el totalitarismo que los caracteriza, que los distingue. Los poderes humanos es posible que tomen las riendas por un tiempo más o menos largo, pero al final se acaban, al final terminan y hacen que terminen también las ilusiones.

Así sucumbió en otro tiempo, la soberbia Jerusalén y sucumbió y

fracasó bajo el peso de su prestancia, en el mismo lugar donde los sacerdotes veían llegar la inmensa multitud que procedía de todos los pueblos. Entonces ¿vale la pena esperar? ¿Vale la pena entusiasmarse? ¿Vale la pena soñar?

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Es que el mesianismo cristiano no se apoya en una fuerza humana. El mesianismo cristiano no se apoya en seguridades humanas. Tiene sus raíces en la palabra comprometida y comprometedora de los profetas, de los pregoneros de la venida del Señor que salva.

Esos profetas fueron repitiendo incansablemente: «Conviértanse,

vuelvan a su Dios» (cfr. Jr. 3, 12-14). De esa manera reclamaban una rectificación de la vida una toma de conciencia, hacer un alto en el camino para saber qué estamos haciendo o cómo estamos haciendo el proyecto de Dios.

El Mesías, el autor de la Salvación, el Ungido que nosotros

esperamos y al que invocamos no es un caudillo que va a ejercer su misión con poderío, con armas, con ejércitos, imponiéndose sobre los demás y aplastándolos. El Mesías al que nosotros invocamos es el de los pobres, es el Mesías de la paz. El Mesías para el hombre que ha experimentado la vanidad de su orgullo, la vanidad de su suficiencia y que por eso rectifica su vida, cambia de mentalidad y quiere entrar en una manera nueva de ser, en una manera nueva de vivir.

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ADVIENTO,

TIEMPO DE ESPERANZA Y CREATIVIDAD

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l Mesías que estamos esperando, el Mesías que necesitamos, el Mesías que invocamos, es el Mesías que recorre nuestros caminos, que viene a nosotros, que se mete en nuestra historia,

que viene a salvar lo que estaba perdido (cfr. Mt. 9, 13; Mc. 2, 17). Y lo esperamos con anhelo, depositando la confianza en El, pero con

humildad, reconociendo que no somos dignos: «Señor no soy digno pero basta una palabra tuya» (Mt. 8, 8). Son características de este tiempo que estamos comenzando. Estar dispuestos, querer ser salvados, sentir la necesidad de ser salvados y buscar ser salvados. Ponernos en el camino hacia el encuentro.

Siempre hay en el mesianismo una parte de lo que se puede llamar

utopía, de ilusión, de sueño, de futuro. De nosotros depende que esa utopía se haga realidad; que no sea una vana ilusión que no sea un espejismo.

¿Tendremos humildad suficiente para considerarnos pobres, sin

derecho, sin poder? De ser así, si tenemos esa característica, si estamos en esa disposición, ese día «no alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra», nos dicen los anuncios de los profetas.

El pregón del Adviento es el anuncio de la esperanza del Salvador,

provocación de la esperanza, disposición para la esperanza. Dime tú ¿cuál es tu esperanza? La fe que Dios prefiere es la esperanza, pero una esperanza que es todo lo opuesto a la resignación. Esa es la esperanza de este tiempo. Adviento es, ante todo, tiempo de esperanza.

Hemos comenzado una peregrinación de fe, un itinerario especial

litúrgico en la experiencia de nuestra vida cristiana, como personas y, sobre todo, como Iglesia. Es la peregrinación del Adviento para la Navidad.

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En estos tiempos litúrgicos especiales, Adviento y Navidad, la liturgia

propone leer grandes páginas de la Escritura. Sobresalen las lecturas de Isaías, los Evangelios de la Infancia que son los primeros capítulos de Mateo y de Lucas (Mt. 1-2 y Lc. 1-2), la primera Carta de San Juan, sólo por citar algunos escritos de la Biblia cuyos mensajes se proclaman en este tiempo de Adviento para la Navidad.

Nos proponemos en estas reflexiones, en esta peregrinación litúrgica

de Adviento para la Navidad, disponernos, prepararnos, estar atentos a ese Señor que viene, estar atentos para aprovechar su presencia, para que este tiempo sea oportunidad de revisar la vida, de revisar la marcha, en comunidad, sobre todo en familia, como Iglesia.

Para que cuando lleguemos al encuentro del «Dios con nosotros», la

celebración de ese encuentro sea el momento culminante de toda una vida de espera confiada, que sea realmente llegar al cumplimiento de una promesa, de una esperanza. La Palabra de Dios que se proclama en la liturgia del Adviento y en la Liturgia de la Navidad, invita a la comunidad creyente a una reflexión profunda sobre el sentido de lo que es la fe, la fe en Jesucristo, Hijo de Dios, verdadero Hombre; sobre el sentido de lo que es la esperanza y sobre el sentido de la Caridad, del Amor, del Ágape, que ocupa el corazón del mensaje teológico del Apóstol San Juan. El Adviento para la Navidad, es tiempo de Fe, tiempo de Esperanza, tiempo de Caridad.

La Esperanza hace vivir. Así se perfila desde ya para nosotros la

riqueza de este tiempo de Adviento. Este tiempo va mucho más allá de cierta atmósfera sentimental, folclórica, en la que se quedan, muchas veces, la preparación y la celebración de la Navidad.

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Queremos rescatar el sentido verdadero de esta fiesta de la fe, de este acontecimiento de fe, de esta experiencia del «Dios con nosotros», del Dios que entra en nuestra historia para permitirnos a nosotros protagonizar un proyecto de vida, que nos saca del anonimato, que nos lanza hacia el futuro, que nos hace aspirar a lo que sí vale la pena.

Queremos dedicar estas reflexiones a la preparación de Adviento,

queremos invitar a todas las personas de buena voluntad para que se unan a nosotros en este itinerario de Adviento, en este itinerario de la venida, del advenimiento, un itinerario que es como una obra de paciencia. Eso caracteriza al Adviento como tiempo de esperanza. No es resignación, porque la esperanza del Adviento, la esperanza de la venida del Señor, «Dios con nosotros», es una esperanza que compromete, es una esperanza que nos impulsa a actuar, a trabajar, que nos saca del marasmo de la pereza, no es resignación.

Es una obra de paciencia, en la que el ser humano tiene que

descender a profundidades cada vez mayores. ¿Para qué descender a profundidades cada vez mayores? Para descubrir la semilla escondida que tantos frutos ha producido ya en el terreno que es el ser humano, el corazón de cada hombre, el corazón de cada pueblo; ésa es la tierra en la que la semilla produce frutos.

Desde Jerusalén en ruinas hasta el humilde nacimiento en Belén (cfr.

Am. 9, 11-15; Mt. 2, 6), desde el desierto de los desterrados hasta el desierto del Bautismo (cfr. Is. 31, 1-4; Mc. 1, 9-11.12-13), todo nos está incitando, todo nos está provocando a ir más allá. Queremos que así sea esta experiencia de Adviento, queremos que la disposición que nos caracterice en este tiempo sea una disposición hacia una vida mejor, de más compromiso con el mundo, de más compromiso con la construcción de una sociedad de justicia, de una sociedad de valores, donde la vida sea respetada, donde la honestidad sea la característica y la fidelidad el distintivo, el compromiso sea serio.

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En este itinerario, que es el Adviento como preparación a la Navidad, se van perfilando unas etapas; queremos recorrerlas, nos queremos dejar guiar por la Palabra de Dios en la Liturgia de la Iglesia para sentir que estamos haciendo el camino del Adviento, para meternos en ese camino de la preparación para recibir al «Emmanuel» que viene.

Es un tiempo «por – venir» el que nos está atrayendo. El Adviento es

camino hacia ese tiempo «por-venir», en el cual la voz del profeta Isaías estará incesantemente proclamando la llamada de Dios que se acuerda de su promesa, que no se olvida de su compromiso (cfr. Sal. 105(104), 8).

Este itinerario será también el tiempo del Precursor, tiempo en el cual

el profeta nos convocará al desierto para señalarnos al Esposo, al Dios de la Alianza: ése es el papel del Precursor, «la voz que clama en el desierto» (Mc. 1, 3) y que tiene como misión prepararle al Señor un pueblo bien dispuesto (Lc. 1, 17b), prepararnos para las bodas que Dios quiere celebrar con la humanidad, la Alianza, prepararnos por lo tanto para la llegada de la salvación, la alegría de que viene el Esposo.

Es el tiempo de los alumbramientos, porque toda esta espera termina

en los nacimientos, en los que el Espíritu envuelve a la Virgen y a la estéril. ¿Para que? Para alumbrar el manantial que estaba prometido a nuestra esperanza. Contra toda esperanza, contra todo obstáculo, este tiempo del Adviento termina en la explosión de vida porque termina en los nacimientos: primero, del Precursor y, luego, del Salvador. Es el tiempo que reproduce la historia de Israel, esa historia de Israel que se prepara para la llegada del Mesías.

Entremos en el tiempo Adviento, preparémonos, tengamos el anhelo

del Señor que viene para que sea «Dios con nosotros».

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EL ADVIENTO EN EL AÑO LITÚRGICO

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l hablar de «tiempo de Adviento», etapa de Adviento, nos preguntamos: ¿Esa etapa se une con otras etapas? ¿Forma parte de algo o de un conjunto más amplio? ¿Por qué se llama

«tiempo de Adviento»? ¿Hay otro tiempo que no sea Adviento? Nos parece oportuno que, al inicio de catequesis de Adviento, digamos algo sobre lo que es el «Año Litúrgico» y, así, ubicaremos de la mejor manera, dentro de ese gran contexto del Año Litúrgico, este tiempo especial que se llama el «tiempo del Adviento».

De todas maneras, se trata de «celebrar». Y ¿qué es lo que

celebramos nosotros, los cristianos, en la Iglesia? Celebramos la Vida de Jesús, porque la fe cristiana es la adhesión al misterio de Jesucristo, Dios y Hombre, el Hijo de Dios, el Salvador del Mundo.

Digamos, entonces, algo sobre la «celebración cristiana» y allí

ubicaremos este tiempo especial para seguir reflexionando sobre él. Miremos primero nuestra experiencia cotidiana, miremos la vida

común y corriente, la de todos los días, la vida humana. ¿Qué fiestas celebramos nosotros en nuestras familias? Tratemos de recordar: cumpleaños, el día de la Madre, el día del Padre, el día de la Primera Comunión, el día del Matrimonio, los Aniversarios, el grado en el Colegio y tantas otras oportunidades, ocasiones de celebración que tenemos en familia. Cada uno haga la lista, recuerde que fiestas celebra en su familia.

En cada una de esas celebraciones, en cada una de esas fiestas,

¿qué recordamos? En efecto, cuando llegamos a celebrar, recordamos algo. Un aniversario, por ejemplo, ¿es recuerdo de qué? Puede ser recuerdo del matrimonio: aniversario de Bodas; puede ser recuerdo del día en que se recibió el título universitario: aniversario de profesión; puede ser el recuerdo del día de la ordenación sacerdotal, el recuerdo del día de la profesión religiosa; el cumpleaños: el recuerdo del día del nacimiento. Siempre es un «recuerdo». Con lenguaje bíblico, ese recuerdo se llama

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«memorial». ¿Qué recordamos en cada una de las fiestas que celebramos?

¿Qué más nos podemos preguntar en la vida real? En la vida común y

corriente, cómo celebramos las fiestas? Tratemos de reconstruir lo que hacemos cuando en la casa hay fiesta: hay preparativos, pensamos en una lista de personas que quisiéramos que nos acompañen y deseamos que haya una reunión y en la reunión nos ponemos a conversar y se sirve algo. Un momento muy importante de una reunión de fiesta es el momento de la comida. No necesariamente lujosa y abundante, sino significativa.

¿Qué fiestas del Señor Jesús celebramos nosotros a lo largo del año?

Primero nos hemos preguntado, que fiestas celebramos en la vida, en la familia, ahora nos preguntamos en la Iglesia, a lo largo del año, ¿qué fiestas del Señor Jesús celebramos?

Bueno, haciendo el recuento nos hemos podido acordar de las fiestas

que celebramos en familia. También la gran familia de Dios, los católicos, celebramos la vida de nuestro Hermano Mayor, Jesucristo y la celebramos a lo largo de un año, que es la unidad normal de nuestra medida del tiempo. Veamos, entonces cómo a lo largo de un año, celebramos la Vida de Cristo el Señor.

Los cristianos celebramos la vida del Señor Jesús. Según el libro de

los Hechos de los Apóstoles, inmediatamente después del acontecimiento de Pentecostés, la Sagrada Escritura nos da el testimonio de que los primeros cristianos, se reunían para celebrar la presencia de Jesús en la comunidad.

Los primeros Cristianos sentían la certeza de la presencia del Señor

Jesús y se reunían para celebrar esa presencia de El en medio de ellos: «Acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la convivencia,

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a la fracción del Pan y a las oraciones» (Hch. 2, 42). El texto bíblico dice: «asiduamente», no era de vez en cuando, sino con frecuencia, es decir que formaba parte de su vida. No podían entender su vida sin esas reuniones para ser formados en la fe (la «enseñanza de los Apóstoles»), para ejercitar el compartir («se reunían») lo del Señor Jesús («la fracción del pan).

Los Primeros Cristianos no se reunían simplemente porque a ellos se

les ocurría; se reunían para conmemorar. No olvidemos que el Señor Jesús les había dicho en la Ultima Cena: «Hagan esto en conmemoración mía» (Lc. 22, 19).

Desde entonces, es decir desde el origen, la Iglesia nunca ha dejado

de reunirse para celebrar la Muerte y la Resurrección de Jesús, o sea el Misterio Pascual. Por lo tanto la gran fiesta de los cristianos es la fiesta de la Pascua del Señor Jesús, el Misterio Pascual. Así nace la Iglesia.

Alrededor de ese acontecimiento, Pascua, se hace la Iglesia, se

construye la Iglesia, vive la Iglesia. El Papa Juan Pablo II nos recordó, en una enseñanza sobre la Eucaristía, que de allí, del Misterio de la Pascua, que se hace presente permanentemente en la Eucaristía, nace la Iglesia.

Más tarde se empezó a celebrar también el que Jesús haya venido al

mundo para todos los hombres, es decir su Nacimiento. Así, poco a poco, se formaron los grandes grupos de fiestas. Porque,

poco a poco, la Iglesia se va desarrollando, va adquiriendo forma, se va estabilizando en sus instituciones, va madurando, se va identificando, va creciendo, se va haciendo.

Primer grupo de fiestas En primer lugar, está la celebración de la Pascua del Señor. Pero no

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era cualquier celebración; era el corazón de la fe de la Iglesia y el corazón de la Liturgia de la Iglesia. Esa celebración Pascual tenía una preparación de 40 días, que se llama la «Cuaresma».

La fiesta de Pascua, que corona todo ese caminar de la Cuaresma,

tiene tres aspectos: Muerte y Resurrección (Jesús tiene una Vida Nueva para siempre), Ascensión (Jesús está glorificado con su Padre) y Pentecostés (el Padre y el Hijo nos envían el Espíritu Santo).

La celebración de la Pascua del Señor, como acontecimiento central y

cumbre de la existencia cristiana, se prepara en la Cuaresma, se realiza en la Muerte y Resurrección y se prolonga en la Ascensión y Pentecostés.

Todo eso Muerte y Resurrección, Ascensión, Pentecostés, es el

Misterio de la Pascua, y dentro del Año Litúrgico constituye lo que se llama el «Tiempo Pascual». El centro es la Pascua, pero se ha preparado durante todo el «Tiempo de la Cuaresma»: ahí esta el primer grupo de fiestas.

Segundo grupo de fiestas El segundo grupo de fiestas se centra en la celebración de la

manifestación del Señor, que tiene tres momentos: la preparación de esa manifestación: El Adviento (prepara a la venida del Señor en la Navidad), la realización de esa manifestación (Nacimiento de Jesús = Navidad) y se prolonga en la manifestación de Jesús Salvador a todos los pueblos (Epifanía: Jesús se da a conocer a toda la humanidad, representada en los Magos que vienen de Oriente). De este modo, tenemos los «Tiempos Litúrgicos» de «Adviento», «Navidad» y «Epifanía».

Ya habíamos hablado de Cuaresma y Pascua, luego hablamos de

Adviento, Navidad, Epifanía. Vamos hablando de las etapas y ese conjunto va formando lo que se llama el «Año litúrgico». Es decir la

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Iglesia, a lo largo de un año, teniendo en cuenta la unidad del tiempo, que nos sirve para ir midiendo la unidad de la historia (por «años» contamos nosotros la historia), la Iglesia celebra desarrollo del misterio de Cristo, Nuestro Salvador, en el curso de la historia humana.

Lo que celebramos es el Misterio de Jesucristo, nuestro Salvador. El

tiempo en que celebramos ese Misterio es lo que se llama «Año Litúrgico», que empieza en Adviento (que siempre, es más o menos, a fines de Noviembre, el último domingo de Noviembre o principios de Diciembre) y termina con la fiesta de Cristo Rey. El «Año Litúrgico» siempre comienza en Adviento y siempre termina en la fiesta de Cristo Rey.

En el centro de la historia y, por lo tanto de la Liturgia, está Cristo

muerto y resucitado. Ese Misterio Pascual es el centro de la celebración cristiana en la Iglesia. Para descubrir ese misterio, para asimilarlo, para incorporarnos a él, necesitamos tiempo. Por ello el Año Litúrgico se divide en tiempos y esos tiempos nos permiten vivir y participar en toda la riqueza de los distintos aspectos del misterio de Cristo. Al celebrar durante el año, estamos diciendo que, paso a paso, nos vamos metiendo en el Misterio de Cristo. Y, por otra parte, estamos diciendo que la Salvación de Dios en Cristo acontece en el curso de la historia humana, que va caminando, año tras año, hacia la plenitud.

Finalmente, tenemos el «Tiempo Ordinario», que comprende los días

entre Epifanía y Cuaresma, y entre Pentecostés y Adviento. El «Tiempo Ordinario» celebra el Misterio de Cristo que sigue aconteciendo en lo común y corriente de la vida y de la historia humanas, aunque hayan pasado los días o tiempos especiales de fiesta.

En su conjunto, si lo unimos todos esos «tiempos», Adviento,

Navidad, Epifanía, Cuaresma, Pascua y Tiempo Ordinario, todo eso junto se llama «Año Litúrgico». Dentro de ese caminar de un año, estamos en

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la etapa del Adviento, preparando la Navidad. Adviento, es el tiempo de preparación a la venida de Jesús.

En el Adviento recordamos la espera, la preparación del pueblo de

Israel durante largos siglos. ¿Para qué se preparó el Pueblo de Israel? Para la venida del Salvador.

El Adviento nos permite recordar, ahora en nuestro tiempo, toda esa

larga preparación del tiempo de Israel, del tiempo de la espera. Sólo que todos esos 20 siglos de la historia de Israel, contando desde la historia patriarcal hasta la venida del Mesías, nosotros los celebramos en cuatro semanas, porque no se trata de recordar detalle por detalle sino de conmemorar la experiencia de Israel en actitud de espera, reproduciendo la actitud de disponibilidad, de esperanza, de expectativa, de deseo de que llegue el Salvador.

Conversión, preparación, disponibilidad, aceptación, acogida, buena

voluntad: todas estas actitudes resumen el espíritu del Adviento. La actitud propia de este tiempo es la esperanza, el deseo sincero de

preparar el corazón para acoger, como María, a Cristo que está queriendo venir continuamente a nosotros. Al mismo tiempo, nos vamos preparando con la Iglesia a la venida definitiva de Cristo al fin de los tiempos.

La esperanza, fundada en la certeza de que El ya vino, nos anima

para que estemos dispuestos a que El vuelva de nuevo en la plenitud de su gloria. ¿Quién? El mismo que vino ya en la debilidad de la carne, en la Encarnación, en su venida histórica que conmemoramos, esperamos que venga también en la plenitud de su gloria. Para que El consuma todo, lleve a su plenitud todo, para que El sea todo en todos, para que pueda entregarle a Dios su Padre, todo el Reino que El que encomendó que instaurara. Para que nos lleve con El a vivir la plenitud de la vida en el Padre (cfr. Ef. 1, 3-10.18-23; Col. 1,15-20).

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Nosotros celebramos el hecho de que Jesucristo Salvador ya vino en

la Encarnación y celebramos la certeza de que vendrá en la consumación final. Adviento es toda esta dinámica; nos pide esperanza, nos pide decisión, nos pide anhelo. Por eso toda la oración de Adviento, todas las reflexiones de Adviento están apuntando en esa dirección, en ese sentido.

Somos un pueblo que anhela, que busca, que desea, somos un

pueblo que quiere recibir, que se siente provocado por una invitación de Dios. Este tiempo de preparación nos conduce a la Navidad y en la Navidad, celebramos la Encarnación y el Nacimiento de Jesús.

En Jesucristo, Verbo Encarnado, Dios deja, aparentemente su ser de

Dios: «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp. 2, 6-8), se hace uno de nosotros, vive nuestra vida, nuestros problemas, luchas, alegrías, penas, porque se solidariza con nosotros, porque El nos toma en serio.

San Lucas nos dice: «Les anuncio una gran alegría, les ha nacido un

Salvador» (Lc. 2, 11). La actitud propia del tiempo de la Navidad es la Alegría. Alegría por la Salvación, alegría de compartir con los demás lo que somos, lo que tenemos, con humildad, con generosidad, como lo hizo Dios, al hacerse hombre por estar cerca de nosotros.

En la Epifanía el Señor se da a conocer, no sólo al pueblo de Israel

sino a todo el mundo, representado en esos Magos de Oriente de los cuales nos habla San Mateo en su Evangelio (cfr. Mt. 2, 1-12). Es que Jesús viene para todos, sin distinción de razas, sin distinción de lugar. Dios quiere que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad».

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La actitud de la fiesta de la Epifanía es de un sentido misionero

universal. Así, pues, estamos invitados a tener una triple actitud: esperanza, alegría, y actitud misionera. Estas tres actitudes corresponden a estos tres tiempos del Año litúrgico: Adviento, Navidad, Epifanía. El verdadero seguidor de Jesús no descansa mientras en algún lugar del mundo no se viva el Reino de Dios.

Luego seguirá Cuaresma, y ya tendremos tiempo al llegar a ese

periodo de educarnos y de formarnos en la Cuaresma hacia la Pascua y vendrá la Pascua y vendrá todo el tiempo de Pentecostés, el Tiempo Ordinario hasta que termine nuevamente en Cristo Rey, el Año Litúrgico. De esta manera estaremos siempre celebrando la experiencia de Dios en el curso completo de nuestra historia humana de todos los días.

Hemos hecho un repaso del Año Litúrgico, para ubicar bien nuestro

tiempo del Adviento para la Navidad.

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LA «CORONA DEL ADVIENTO»

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eguimos caminando por este tiempo del Adviento, preparándonos. Seguimos con esperanza, pero viviendo una esperanza que se orienta hacia un futuro que es mejor. Pero a

un futuro que no esta solamente «más allá», sino que nos compromete desde el «más acá». Tenemos que ir haciendo realidad ese futuro, si aprovechamos esta gracia del Señor que viene y que nos quiere comprometer en esta construcción de una sociedad distinta, que nos quiere hacer distintos, que nos quiere hacer mejores.

Todo en el Adviento nos habla de esa dignidad a la cual somos

llamados. Todo nos habla de querer aspirar a esa nobleza, a esa realeza que el Señor quiere que tengamos. Todo nos habla de un futuro que vale la pena, que atrae, que es provocativo, que es fascinante. Pero debemos ponernos en el camino, meternos en el camino, hacer camino. El Adviento es camino.

Son muchos los símbolos que van apareciendo durante este tiempo,

especialmente en la Liturgia. Los símbolos van despertando en nosotros unos sentimientos. Los símbolos no producen nada por sí mismos; simplemente tienen un significado.

Por ejemplo, la «corona de Adviento». ¿Para qué sirve una corona?

Colocada sobre la cabeza de una persona, está indicando dignidad, está indicando majestad. La corona ennoblece a la persona cuando la lleva sobre su cabeza; es símbolo de realeza, de soberanía.

Su forma redonda, recuerda el significado del círculo; la corona de

Aviento es redonda. ¿Cuál es el significado del círculo? Significa perfección y participación. El círculo reúne. Cuando nos ponemos en círculo estamos diciendo que queremos estar juntos, que queremos reunirnos. La experiencia del Adviento no se hace con gestos individuales; se trata de una preparación comunitaria, la preparación de un pueblo, la preparación de una comunidad.

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Es la Iglesia la que está en un proceso de renovación, es la Iglesia la que busca responder a las exigencias de la Nueva Evangelización. La Iglesia en todos sus estamentos, en todos sus sectores, en todas sus células. La Iglesia, el Pueblo de Dios, es el que busca renovarse, el que busca estar atento a la Palabra que lo convoca, el que busca comprometerse con esta misión de impregnar el mundo, la cultura, de Evangelio. Es el Pueblo de Dios el llamado por el tiempo del Adviento; y, por supuesto, que dentro del Pueblo de Dios cada uno de quienes pertenecemos a ese Pueblo de Dios.

La corona es circular: está indicando perfección y participación. Está

diciendo que es una tarea que tiene un objetivo: llegar a ser perfectos. Acaso ¿no era eso lo que decía el Sermón de la Montaña?: «Ustedes sean perfectos como mi Padre Celestial es Perfecto» (Mt. 5, 48).

El material de qué esta hecha la corona del Adviento, de vegetal o de

mineral, simboliza la consagración. Por tanto, con la corona se está expresando la elevación, la consagración, el poder, la dignidad, la soberanía, la realeza; por consiguiente es atributo de reyes. El sacramento del Bautismo nos hace reyes, «Pueblo de reyes» (1Pe. 2,9); pero no con una realeza efímera, con una realeza que se expresa en poder que aplasta o que domina, sino con la participación en la realeza de Jesucristo, el Rey de Justicia, de paz, Rey de vida, de comunión, Rey de Amor.

La Corona de Adviento, expresa, además, la esperanza, la

expectación del tiempo previo a la Navidad. Se construye con ramas, ordinariamente de pino, en las que se incrustan cuatro velas rojas. El color verde de las ramas significa «esperanza»: el tiempo del Adviento precisamente, se caracteriza porque es el tiempo de la esperanza. Las luces que se encienden, que se prenden, las velas, están recordando que Jesucristo es la Luz del Mundo (Jn. 8, 12) y que la esperanza, es esperanza de la iluminación, es esperanza de que amanezca un día

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nuevo, que aclare la situación nuestra. Por eso el Adviento tiene una dimensión pascual, porque es un paso de la oscuridad a la luz.

La forma redonda de la corona significa la eternidad, la plenitud, la

totalidad. Estamos llamados a una perfecta plenitud, pero Jesucristo tiene que ser el que la concede. estamos llamados a una vida absolutamente clara; pero la luz no aclara si no es la Cristo. Es el triunfo de la vida sobre la muerte, el triunfo de la vida sobre las tinieblas porque la vida es luz: «Quien me sigue no andará en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida» (Jn. 8, 12).

Todo esto significa la corona del Adviento. No es simplemente un gesto externo; lleva significado. Si utilizamos ese símbolo, tiene que ser por el significado que tiene. Y como el Adviento es un proceso, como es un camino de cuatro semanas que preparan la Navidad, se va encendiendo en cada uno de los domingos de Adviento una de las velas, para indicar que la iluminación es un proceso: comienza poco a poco y después, llega a la esplendorosa noche de la Navidad, cuando aparece la Luz verdadera que es Cristo.

La costumbre de colgar del techo de las casas y de los templos, la corona de Adviento, es típica de los países escandinavos y germanos en Europa, pero recientemente ha llegado esta costumbre hasta nosotros y la practicamos ya y es bueno; es bueno imitar todo eso que ayude a tener más claridad, que ayude a comprender mejor. Si los signos nos ayudan a tener mejor entendimiento de los acontecimientos que celebramos, ¡bienvenidos!

Las cuatro velas se encienden, una a una, en los sucesivos domingos

de Adviento: de esa manera estamos diciendo que esperamos una llegada, un Adviento, un advenimiento y por eso la Iglesia se alegra; y se alegra por el Dios de la esperanza, se alegra ante la llegada de Jesucristo, como Luz verdadera para iluminar a los que viven en tinieblas (cfr. Lc. 1, 78-79).

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Hacemos una corona con ramas, la adornamos con velas. Ante la preparación de la Navidad le pedimos al Señor que nos ilumine con la claridad de su Hijo, que es la Luz del mundo y que vive eternamente y que es el Señor Poderoso y que es el Salvador. El es la Luz y si nosotros nos dejamos iluminar por esa luz no caminamos en tinieblas. Tendremos la luz de la vida.

Por eso todo en el Adviento nos anima, todo es aliento de esperanza:

la corona de Adviento, los villancicos, el pesebre que nos dice que estamos dispuestos, que estamos haciendo el escenario y ojalá sea la representación externa del verdadero pesebre que es el corazón para recibirlo en la vida personal, en la vida familiar. El sabor a la Navidad le da al Adviento todo su sentido pero porque el Adviento nos prepara para ese acontecimiento. No es un simple folclor, no algo solamente celebración externa, sino un acontecimiento que estáz llamado a cambiar nuestra vida si aprovechamos la presencia de la Navidad.

La preparación del Adviento nos está reuniendo para que, como

comunidad, como Iglesia viva, como familias que se fundan en la fe, nos preparemos de la mejor manera para el advenimiento, la venida del Hijo de Dios que quiere salvar y que nos quiere a nosotros, ahora en nuestro tiempo, abrir a la esperanza para la venida definitiva, al final de los tiempos. Eso es el acontecimiento central que acapara la atención. Por eso el Adviento es tiempo oportuno y, al mismo tiempo, es un tiempo privilegiado para proclamar el anuncio de la liberación de los pueblos y de la liberación de las personas.

En el Adviento se percibe una invitación. Estamos invitados ¿a qué? A

dirigir el animo hacia un porvenir, hacia un futuro. Un futuro que es un tiempo para descubrir que nuestra vida pende de unas promesas de libertad, de justicia, de fraternidad que todavía no se han cumplido y que tenemos que caminar hacia el cumplimiento de esas promesas.

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El Adviento es tiempo de vivir la fe como esperanza, de vivir la fe como expectación. Tiempo de sentir a Dios como futuro absoluto del ser humano, como la meta hacia la cual nos encaminamos. ¿Sí lo sentimos a Dios así? ¿Dios es nuestro futuro, nuestra meta, es el final al cual queremos llegar? ¿Dios es nuestro destino? El Adviento es eso: es vivir la fe como esperanza de llegar a ese encuentro.

Que hermosas son las palabras y las decisiones de los profetas que

anuncian la paz, que traen buenas noticias, que pregonan la reconciliación y que le dicen al Pueblo: «Dios es nuestro Señor» (cfr. Is. 52,7). Escuchemos a los que gritan en nombre del pueblo y defienden los derechos de los oprimidos: viven las exigencias de Dios. Mantengámonos unidos en el trabajo, unidos en la fiesta, porque Dios quiere que hagamos de los desechos humanos personas nuevas, del dolor consuelo, de la opresión libertad. Que cambie nuestra situación porque a eso viene. La salvación es sacarnos de eso negativo, de lo inhumano, del odio, de la muerte, de la destrucción, de la oscuridad, a la vida, a la luz, al amor, a la justicia.

Ante la mirada de todo el pueblo, el Señor nos ha dejado su Espíritu

para que no haya fronteras injustas, sino fraternidad, igualdad, constantemente queridas por Dios. El Adviento nos motiva para esto, para el cambio, para la transformación. Pero la transformación desde dentro, la transformación interior, la transformación personal de cada vida, para que con esa transformación personal de cada vida podamos nosotros contribuir y aportar a la transformación de la sociedad, comenzando por la transformación de la familia.

Entonces tenemos que pedirle a Dios que nos conceda la conversión de nuestros corazones Que Dios nos conceda la transformación de nuestra sociedad, porque así vamos a obtener la reconciliación, así se va a acrecentar nuestro deseo del advenimiento de Dios.

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Jesús llamó «Bienaventurados» a los pobres, a los que frecuentemente humillamos (cfr. Mt. 5, 3-12): por despreciar nosotros a los hermanos pedimos perdón. Siendo rico se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos El con su pobreza, mientras que nosotros estamos ansiosos de tener dinero: por eso le pedimos a Dios perdón. El dio de comer a los hambrientos, dio de beber a los sedientos: por no hacer nosotros eso pedimos perdón.

Le decimos a El que nos siga revelando a nosotros los secretos del

Reino si tenemos corazón de pobre, corazón humilde (cfr. Mt. 11, 25-27). Que avive en nosotros, en el Adviento, el deseo de salir al encuentro suyo, acompañados con el compromiso de caridad.

Adviento es muy especialmente, tiempo de esperanza. La esperanza

es un constitutivo esencial del ser humano. Es lo último que se pierde. Por eso podemos afirmar que vivir es esperar. Lo que pasa es que no todos esperan de la misma forma y esperan igual. Los ricos y los poderosos, viven pendientes del advenimiento del dinero, del advenimiento del poder y esperan tener más, esperan más poder, más comodidad, más dinero, más placer. Los pobres de Dios esperan una sociedad nueva, esperan un reparto de bienes y de oportunidades, esperan un Reino de Dios con libertad y con justicia.

Podemos, por tanto, hablar de muchos niveles de espera y ¿de qué dependen esos niveles de espera? Dependen de las necesidades y de los deseos. Por ejemplo, la espera pasiva de los que no se comprometen, la espera interesada de la burguesía, la espera creadora de los activos a favor del pueblo.

¿Cuál de esas esperas es la nuestra? ¿Cómo es nuestra esperanza? ¿De qué manera se expresa nuestra esperanza? ¿Qué esperamos? Así como en el Evangelio nos pregunta el Señor: «Ustedes qué buscan?» (Jn. 1, 38a), en el Adviento nos pregunta: «Ustedes, ¿qué esperan? ¿A quién esperan?». Qué y cómo le vamos a responder?

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La espera cristiana es expectación de futuro, es confianza en las promesas de Dios, es punto de arranque para transformar el mundo. La Vida cristiana es una vida en esperanza.

En el Tiempo del Adviento, nosotros revivimos la admirable espera del

Mesías vivida por Israel, anticipamos el final de los tiempos que todavía esta pendiente y está por venir. Y en el tiempo del Adviento con la esperanza cristiana incrustamos en esa línea histórica nuestro presente como Encarnación y como compromiso. Porque no es resignación, no es pasividad, no es quedarnos sentados con los brazos cruzados, esperando que llegue el momento. Es comprometiéndonos en el camino para llegar a ese momento. Sólo el que camina tiene esperanza.

De la mano de los grandes profetas, de la mano de los grandes

precursores y ante todo de la mano de Jesús nos echamos al camino porque queremos acelerar la llegada de una humanidad adulta, de una humanidad animada por el Espíritu, reconciliada con el mundo transformado con Tierra Nueva. Esperamos la llegada de una humanidad que construya paz, que construya solidaridad, que construya tolerancia para procurar la concordia. Queremos una Patria en paz, queremos construirla en paz, por eso esperamos al Príncipe de la Paz.

En este camino de Adviento, animados por la esperanza le damos

gracias al Padre porque de El proceden todas las cosas. Le suplicamos que no nos de pobreza ni riqueza sino que nos haga justos, que nos haga amables, que nos haga serviciales, que nunca olvidemos los sufrimientos ajenos, que siempre comprobemos que «hay más dicha en dar que en recibir» (Hch. 20, 35). De este modo esperaremos mejor, la venida del Reino de Dios.

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LA VIRGEN DEL ADVIENTO, SIGNO DE BENDICIÓN

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Estamos en el tiempo del Adviento, caminando en una peregrinación que nos

va haciendo descubrir cómo se prepara ese advenimiento de Dios, cómo se prepara, sobre todo, el corazón para recibir a Dios que viene.

Hay unas figuras bíblicas que sobresalen en este tiempo del Adviento. Está el Profeta Isaías, que nos dice «No teman. Miren a su Dios; El mismo viene a vivir con ustedes y los salvará» (Is. 24, 4). La otra figura de las sobresalientes en el Adviento, es la figura de Juan el Bautista, el testigo, el Precursor, el hombre leal, sencillo, honesto: «Preparen el camino del Señor, enderecen sus sendas» (Lc. 3,4).

Otra figura que sobresale por su actitud, por su disponibilidad, porque es modelo de quien espera de verdad la Salvación de Dios, es la figura de María. Ella es modelo, ella es compañía especial en esta espera, desde que dio su consentimiento a la Encarnación del Hijo de Dios: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mi, según tu Palabra» (Lc. 1, 38).

Dentro del tiempo del Adviento celebramos también memorias de María, como la fiesta de la Inmaculada Concepción, la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe. Momentos especiales para poder evocar la figura de la primera creyente del Nuevo Testamento.

En este tiempo del Adviento, que es un tiempo de especial favor de Dios, de especial benevolencia de Dios, que nos prepara para recibirlo, queremos descubrir a María como signo de bendición. De esta manera, ella es figura del Adviento. También por su fe, por supuesto, pero queremos descubrirla como signo de bendición, con todo lo que esto significa.

Porque con ocasión de la memoria que hacemos cuando celebramos a la Inmaculada Concepción, fiesta que cae siempre dentro del Tiempo del Adviento, escuchamos una página de la Sagrada Escritura que esta tomada del Libro del Génesis, que es impresionante porque impacta. Es el texto que se ha llamado el «proto-evangelio»: Gn. 3, 15.

¿Por qué nos impacta esta página de la Escritura? Porque en ella, por primera vez en la Biblia se encuentra la palabra de maldición: «Maldita la serpiente, más que todas la bestias salvajes» (Gn, 3, 14). Es impactante esta palabra: la maldición de la serpiente, es símbolo de todas aquellas cosas que arruinan al ser humano. Hay muchas cosas que arruinan al ser humano.

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El Concilio Vaticano II afirma que el pecado «niega al hombre, impidiéndole lograr

su propia plenitud». El pecado arruina al ser humano. Debemos afirmarlo porque hace muchísima falta tener entre nosotros, en nuestro mundo, conciencia de pecado. No somos conscientes de esa raíz del mal y por eso nos parece que las graves faltas que cometemos, que arruinan la vida, que hacen tanto mal, son sólo simples equivocaciones que se deben a la fragilidad humana. ¡Es mucho más que eso!

Nos impacta esta página de la Sagrada Escritura, porque pensamos en cuántas veces más la palabra maldición se ha repetido desde ese momento. En cuántas otras veces se han lanzado en el mundo, maldiciones unos contra otros. En cuántas veces hemos llegado a maldecirnos a nosotros mismos e incluso a maldecir a Dios. Nos impacta y es necesario pensar en esto.

¿Por qué y cómo nos vamos a preparar para recibir a Dios, para distinguir, para captar lo que significa que El llegué a la vida, si no somos conscientes de tanta falta que nos hace, si no somos conscientes de tanto que hemos arruinado la vida? Llegaremos a vivir la experiencia del resplandor de la luz, cuando tengamos consciencia de lo fea, horrible, que es la oscuridad.

Por eso, en este tiempo del Adviento, tiempo de bendición, nos atrevemos a hacer

esta meditación, a reflexionar en esta palabra, con la que nos encontramos con ocasión de la celebración de una fiesta mariana en el contexto del Adviento.

No importa si este momento de reflexión esta coincidiendo con la fiesta mariana de la Inmaculada Concepción. Sí importa que la fiesta de María es siempre dentro del Adviento y por eso nos esta sirviendo para continuar nuestra preparación, nuestro itinerario hacia ele encuentro salvador con la Navidad.

A partir de la narración que la Escritura nos presenta, el signo doloroso del pecado, y de la tristeza entró en el mundo (Ro. 5, 12) y, por decirlo de alguna manera, nos persigue. Por un ejercicio equivocado de la libertad humana, que nos encierra en nosotros mismos y que nos hace romper nuestra relación vital con Dios, entra en el mundo la realidad triste y fea del pecado y, de alguna manera, desde ese entonces, nos persigue.

Tal vez, no siempre iremos a pronunciar esa palabra pero hay tantas cosas en nosotros, hay tantas cosas alrededor nuestro, en la sociedad que no funcionan, que nosotros no queremos. Hay tantas cosas que originan en nosotros un sentimiento de rebelión porque no estamos de acuerdo, porque no nos satisfacen, porque nos entristecen, porque nos arruinan.

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El pecado es la verdadera causa de todos los descontentos, el pecado es la causa verdadera de todas las tristezas, de todas las guerras, de todas aquellas cosas que son en realidad la maldición del hombre.

En la raíz la maldición está el pecado y el ser humano se ha dejado invadir por él

porque con su libertad le da la espalda a Dios. Nos rebelamos contra nosotros mismos. ¿Por que? Porque no somos siempre lo que quisiéramos ser; nos rebelamos contra los demás que consideramos la causa de que las cosas no vayan bien; nos rebelamos también contra Dios, porque no sabemos comprender cuanto nos ama Dios.

El Evangelio de San Lucas nos trae el recuerdo de la palabra contraria a la

maldición: «Bendita tu, bendita entre las mujeres» (Lc. 1, 42). ¡Cómo suena de distinto esta palabra! Pero no somos nosotros los que cambiamos esta situación de tristeza por una situación de alegría; es Dios el que, interviniendo en nuestra historia, cambia el rumbo de la misma; es Dios el que nos permite recuperar la identidad. Es el que nos hace mirar la vida y la historia con ojos nuevos.

«Bendita tu, bendita entre todas las mujeres» (Lc. 1, 42). Esta palabra dirigida a

María es símbolo de lo mejor de nosotros mismos. Es que el pecado no puede tener última palabra. La última palabra no puede ser pérdida, la última palabra no puede ser maldición. La última y definitiva palabra tiene que ser vida, tiene que ser bendición, tiene que ser Dios.

Estamos llamados a no maldecirnos a nosotros mismos ni a los demás. En

realidad, estamos llamados a bendecir a Dios, estamos llamados a bendecir la vida, estamos llamados a bendecir el futuro. La Virgen es el símbolo de todo aquello que nosotros quisiéramos ser.

La Virgen María, Nuestra Señora del Adviento, es símbolo de lo que quisiéramos

que el mundo fuera, de lo que quisiéramos que los demás fueran, de lo que quisiéramos que fuera la sociedad. María, «bendita entre todas las mujeres», es el símbolo de la vida que quisiéramos tener, es el símbolo de la esperanza.

Orando hoy a la Virgen, en este Adviento, hagámoslo con lo mejor de nosotros

mismos, con todo lo bueno que hay en nosotros; oremos para que todo este bien se extienda; oremos para que lo que en nosotros es tal vez, un espacio de luz, se haga más amplio y resplandeciente; oremos para que aumente lo que en nosotros es tan sólo un respiradero de serenidad; oremos para que nosotros difundamos esperanza, para que se ilumine la vida y desde nosotros se ilumine la historia, se ilumine la sociedad, se recupere la esperanza.

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¡Bendición!... Esa es la palabra que tiene que resonar de ahora en adelante, pero no por arte de magia, no automáticamente, sino comprometiendo nuestra libertad, abierta al don de Dios, para hacer el acto de la fe, para que le digamos a Dios que si, para que recuperemos la plenitud a la cual somos llamados, para que la vida nuestra tenga sentido. Para que tenga sentido la vida, necesitamos ya no seguir viviendo en el absurdo, en la desesperanza, en la angustia, necesitamos convencernos de que la luz tiene más derecho que las tinieblas.

Podemos desear que la Virgen entre en nuestra vida con su bendición, de modo

que nosotros podamos decir con toda verdad: «Bendita eres María, entre todas las mujeres» (Lc. 1, 42). Que, en la oración a Dios, por la intercesión de María, cada uno de nosotros pueda decirle a ella: «Hazme participe de tu bendición, haz que yo sienta cuanto hay en mi, que puede llegar a ser parte de tu bendición». Pero necesitamos creer como María, confiar como María, disponernos como María, aceptar a Dios como María, que se cumpla en nosotros la Palabra como se cumplió en María (Lc..1, 38).

. Cuando leemos la Palabra de Dios, en los textos de la Sagrada Escritura

encontramos descrita la situación negativa y oscura de la existencia humana, en la que Dios interviene.

¿Cómo interviene Dios en la existencia humana? Llevándole la luz de la Salvación,

que disipa la oscuridad, que disipa las tinieblas. Las tinieblas, la oscuridad, describen la situación de mal en el mundo, la situación de ruina en la que ha situado y dejado el pecado al ser humano.

En el Génesis, después de describir la respuesta negativa dada por el ser humano

a la propuesta de Dios (cfr. Gn. 3, 1-8), se dice que Adán tuvo «miedo» (Gn. 3, 10). Es la primera vez que en la historia de la humanidad se habla de miedo. Este miedo del ser humano, raíz de todos los temores que vendrán después, no viene de una amenaza externa, no viene de un enemigo, de una insidia de la naturaleza, sino de dentro del mismo hombre.

El hombre tiene vergüenza de sí mismo y su conciencia inquieta quisiera que Dios

no existiera, porque le tiene miedo. Nos encontramos ante una de las raíces inconscientes del ateísmo, el deseo de esconderse, el derrotismo respecto de la vida.

A este miedo contesta la carta a los Efesios que nos hace contemplar el aspecto

luminoso, el aspecto positivo de la existencia humana. San Pablo en la carta a los Efesios, nos dice: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en los cielos nos bendijo en Cristo con toda suerte de bendiciones espirituales, por cuanto

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nos eligió en él antes del comienzo del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante El por el amor» (Ef. 1, 3-4).

Hemos sido escogidos, El nos eligió. Los que Dios ha elegido somos nosotros,

nosotros los que primero hemos esperado en Cristo y Pablo refiere el pronombre «nosotros» ante todo a sí mismo, y a sus hermanos Hebreos, hijos de la Promesa, elegidos por Dios desde siempre. Y la Iglesia lo refiere en particular a la Hija de la Promesa por excelencia, a la «Hija de Sión», a María, la primera de los que han creído, la primera de los que han esperado plenamente la promesa de Dios en Cristo. Para María, para la Madre de Jesús, valen antes que para cualquier otra persona, estas palabras de la Escritura: María predestinada a ser hija adoptiva, a ser santa e inmaculada ante la presencia de Dios.

Aquí está la luz en la que todo el mundo se refleja, la luz en la que cada uno de

nosotros se siente hombre verdadero, se siente persona, se siente elevado, se siente transformado, porque participa de la vida, de la existencia de una creatura así, que es la Virgen, la Madre de Jesús, nuestra Madre, santa e inmaculada.

Aún cuando, al reconocer el pecado en nosotros y en el mundo, lleguemos a este sentido de desolación y de amargura, siempre podemos alegrarnos, porque está ella, María, nuestra hermana, que salva nuestro deseo de contemplar una creatura transparente, que le ha dado una respuesta a Dios con humildad, con sinceridad, la respuesta de una verdadera sierva del Señor.

Quedémonos con las palabras finales el relato de la anunciación: «Aquí esta la sierva del Señor, Hágase en mí según tu Palabra» (Lc. 1, 38). Esas palabras de María expresan una conciencia de relación: quien se define como siervo, define la relación con otro, porque si es «siervo» es siervo de alguien.

Si reflexionamos el contexto espiritual y bíblico de donde emerge esa palabra, comprendemos que no indica esclavitud, sino algo mucho más tierno, al mismo tiempo más profundo. Las palabras de María, la primera creyente, son la respuesta a la expresión que leemos en Isaías: «He aquí mi Siervo a quien protejo, mi Elegido en quien mi alma se complace» (Is. 42, 1).

La Virgen ciertamente se alimentaba con la lectura del profeta Isaías, era una persona miembro del Pueblo de Dios y conocía las Escrituras, y ese versículo resuena en cada fibra de las palabras de María. Hay una armonía entre las palabras de María y las palabras del profeta: «He aquí la sierva del Señor» (Lc. 1, 38) y «He aquí mi siervo» (Is. 42, 1). Y hay armonía con las otras palabras del profeta: «has hallado gracia ante

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Dios» (Lc. 1, 30b) y «mi siervo, a quien yo prefiero» (Is. 42, 1). María halló gracia, María aceptó esa gracia de Dios, María se comprometió con esa gracia.

María es la primera creyente del Nuevo Testamento y por eso ella es modelo del

Adviento, por eso anima nuestra esperanza, por eso nos contagia con su entusiasmo, por eso nos enseña a decir «amén», por eso nos acompaña en esta peregrinación que nos lleva hacia el Dios con nosotros.

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MARÍA, DISCÍPULA PERFECTA

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n María, la obra de Cristo es perfecta. Esto lo queremos descubrir en el Adviento para hacer con ella la peregrinación, para prepararnos adecuadamente con ella y como ella. .

Qué ocasión más propicia que este tiempo del Adviento para que

centremos nuestra atención en María, para que subrayemos las razones por las cuales ella ocupa en la experiencia de la fe cristiana católica un puesto imprescindible. Estamos reconociendo la obra de Dios en ella.

Hay una persona en la que todo lo que la humanidad, espera y desea

se ha realizado ya perfectamente: es la Virgen Madre del Señor. Entonces en este tiempo especialísimo de preparación para el encuentro con el Dios que viene a salvar, el «Dios con nosotros», todos podemos mirarla, todos podemos decirle: «Aquí esta la obra perfecta de Cristo, aquí esta el lugar de la verdadera alegría, de la verdadera paz, aquí es donde resplandece la obra de Dios para la humanidad». Lo que en ella se realiza a la perfección total es lo que también, si queremos como ella confiar en Dios y creer en Dios, se va a realizar en nosotros. Porque ella es la primera redimida, la primera que participa de ese misterio de Dios, porque creyó, porque acogió, porque se dispuso, porque aceptó: «Aquí está la sierva del Señor» (Lc. 1, 38).

Y ya que María es el principio de la Iglesia, es la Madre de la Iglesia,

todos los que en la Iglesia la veneramos, la respetamos, todos los que se configuran con ella, los que imitan su perfecta fe, su perfecta aceptación a Dios, su perfecta adhesión a Dios, todos los que así hacen, viven en sí mismos, según su correspondencia, el esplendor de los dones de Dios, como ella vivió, el esplendor de la gracia que la habitó, porque ella aceptó el favor, porque ella aceptó que se cumpla en ella la Palabra de Dios. Que se cumpla en mí, lo que Tu dices, que se cumpla en mí la Palabra (cfr. Lc. 1, 38).

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¿Qué quiere decir imitar la adhesión de María a Dios y expresarla en

la propia vida? ¿Qué es tener fe como María? ¿Qué es ser creyente como fue María? No olvidemos que según la Palabra, según el Evangelio, si miramos como se presenta a María, cada vez que se habla de ella, tenemos que sacar como conclusión que la raíz, la razón, la base, el origen, el fundamento, la grandeza de María es su fe: «Dichosa Tu porque has creído» (Lc. 1, 45). Ella misma es consciente de que, por haber aceptado a Dios, la llamarán bienaventurada, todas las generaciones (Lc. 1, 48).

Cuando alguien de la muchedumbre quiso felicitar a la madre,

«Dichoso el vientre que te engendró» (Lc. 11, 27), contestó Jesús: «Dichosos más bien los que escuchan la Palabra y la cumplen» (Lc. 11, 28). Jesús está diciendo que María es dichosa porque escuchó la Palabra, porque acogió la Palabra y la cumplió. Y la Palabra es el Plan de Dios.

La Palabra que escuchó María y que acogió en su corazón y en su

vida es el Proyecto de Dios. Porque fue ese proyecto de Dios lo que el mensajero divino puso frente a ella y ella dijo que sí, «Hágase en mí según tu Palabra» (Lc. 1, 28). Para nosotros, imitar esa disposición, imitar esa adhesión de ella a Dios, al Misterio de Dios, al proyecto de Salvación, ¿qué significa? Quiere decir simplemente, tres cosas, que quisiéramos comentar brevemente en esta preparación para el Adviento, fijándonos en la figura de María: Escuchar la Palabra, decirle si a Dios, servir. Eso es lo que descubrimos en la Santísima Virgen María: escuchó la Palabra, le dijo sí a Dios y comenzó a servir a los demás.

- Escuchar la Palabra: Recordemos el evangelio de la Anunciación,

cuando el Mensajero divino pone delante de ella el proyecto de Dios, sobre ella y a través de ella, sobre el mundo, sobre el pueblo, sobre los que quieran aceptar esa propuesta divina. María escuchó, aceptó, le dio lugar a la Palabra en su vida. Escuchar, no es sólo con los oídos, oírla.

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Escuchar la Palabra es hacer silencio, para que esa Palabra entre en el corazón y allá dentro, en el corazón, nos comunique lo que Dios quiere.

Escuchar la Palabra es darle un lugar a esa Palabra en la Vida. Y eso

significa estar dispuestos, eso significa disponerse para la Revelación de Dios. María dejó resonar dentro de sí misma esa Palabra, desde el primer anuncio del ángel hasta las últimas palabras de Jesús, desde lo alto de la cruz. No olvidemos que a María la encontramos en la Anunciación (Lc. 1, 26-38) y en el Calvario (Jn. 19, 25-27).

En la Anunciación recibió el primer anuncio del ángel y ella creyó en

esa Palabra, la recibió, la acogió. Y guardaba todo lo que se relacionaba con ella, todos los acontecimientos, todos los comentarios, todas sus experiencias en su corazón (Lc. 2, 19). Y estuvo en esa misma disposición y actitud, cuando desde lo alto de la Cruz, Jesús, también le dijo una palabra, le encomendó el cuidado de la Iglesia y la encomendó a ella al cuidado de la Iglesia: se la entregó al discípulo como Madre pero a Ella le entregó el discípulo como hijo y ella escuchó la Palabra y ella dijo que sí a esa Palabra (Jn. 19, 25-27).

Primero escuchó la Palabra, hizo silencio para escuchar. ¡Cuanto nos

cuesta a nosotros hacer silencio!, dejar que Dios hable. Es necesario aprender a hacer silencio largo tiempo, porque nos permite repasar la vida que llevamos, lo que hay por dentro, conocernos para poder sacar adelante todo lo que en nosotros hay de gracia pero también retirar todo lo que hay de equivocación, de sombras, disiparlas. Hay que hacer silencio para saber escuchar, pues sólo en el silencio se escucha verdaderamente.

María hizo silencio, reflexionó, meditó en su corazón todo lo que Dios

iba realizando en ella y alrededor de ella. Es interesante que nos demos cuenta de que a eso, a lo que Dios va realizando en ella y alrededor de ella, a eso, el Evangelio lo llama «palabra». Dice el texto: «María

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guardaba y meditaba todas estas cosas en su corazón» (Lc. 2, 19). Y cuando dice «estas cosas», emplea el término «palabra» (en el texto griego aparece el término ta. r`h,mata = ta rémata, que significa, literalmente, «las palabras»); el mismo término que emplea cuando dice cual fue la respuesta de María al ángel: «Hágase en mí, según tu Palabra» (to. r`h/ma, sou, to rema su). De este modo, Lucas llama «palabra» a esas «cosas», es decir, a los acontecimientos, que María meditaba en su corazón.

Entonces, la palabra no es solamente un sonido, la palabra no es

solamente un vocablo; la palabra es un acontecimiento. Y eso en su corazón lo reflexionaba, lo meditaba, para asimilarlo en su vida. Todo eso es escuchar la Palabra.

Hacer silencio no es quedarse mudo, sino contemplar, reflexionar,

meditar sin distracción. Es dejar que resuene la Palabra, para que en lo más hondo del corazón se escuche a Dios. Después, sólo después, le diremos todo lo que como resonancia produce esa Palabra.

- Decirle «sí» a Dios: María hizo silencio y de ese silencio

contemplativo de María nace la segunda característica que debemos destacar: la capacidad de decirle «sí» a Dios, es decir, la capacidad de ponerse a disposición de la llamada de Dios. La carta a los Romanos dice: «A los que predestinó, a esos también llamó. Y a los que llamó, a esos también justificó; y a los que justificó, a esos también glorificó» (Ro. 8, 30). Estas palabras, en el lenguaje un poco oscuro de San Pablo, quieren decir que no tenemos nada que temer cuando decimos sí a Dios en nuestra vida. Debemos estar seguros cuando decimos sí a Dios en nuestra vida.

Porque este proyecto no se origina en nosotros. Si se originara en

nosotros, si naciera en nosotros, tendría la fragilidad de los proyectos humanos, la inseguridad de nuestras limitaciones. Pero este proyecto se

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funda en la seguridad de Dios, por eso tiene la solidez de lo divino. Es El quien nos guía; es su fidelidad la que está en juego. Por eso al decirle a Dios que sí hay en nosotros seguridad.

Por otra parte, la Madre de Jesús demostró esa adhesión a Dios, esa

disposición, esa obediencia. Dejó que se manifestase en ella, el Reino de Dios. ¿Cómo? Con el humilde servicio de esclava, pero por amor. No de sirvienta, porque le tocaba y a la fuerza, sino servidora por amor, desde la Encarnación (Lc. 1, 26-38) hasta la Cruz (Jn. 19, 25-27). Después también en la primera comunidad cristiana, sirviendo a los demás (cfr. Hch.1, 14).

- Servir: es la tercera característica de la fe de María, de su

aceptación del misterio de Dios en su vida. María no acaparó para ella misma el don de Dios. Primero, escuchó a Dios, luego le dice a Dios que si y finalmente se puso en camino para servir: es el evangelio de la visitación (Lc. 1, 39.45) ). María sirve a una persona necesitada que ni siquiera le pidió el favor. Ella se enteró y fue sensible a las necesidades de los demás y no esperó que le pidieran el favor para ir a hacer compañía.

María estuvo, desde el inicio, disponible para el servicio. De la

disponibilidad al servicio, nació la Iglesia; del generoso, del desinteresado servicio de todos los bautizados; del servicio de los obispos, de los sacerdotes, de los laicos comprometidos, cada uno en su puesto, cada uno según su responsabilidad, se sostiene, se promueve continuamente la Iglesia.

Esas características de la actitud de María ante el misterio de Dios

son también para nosotros: escuchar la Palabra, decirle a Dios que sí y servir. Y este espíritu de servicio es el que sostiene también a la sociedad civil. Por eso María esta mostrando que lo que Dios obró en ella es perfecto. Por eso la obra de Cristo es perfecta en María.

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En el contexto del tiempo del Adviento se celebra siempre en memoria de la Santísima Virgen María, el recuerdo de su Inmaculada Concepción y también en nuestro ambiente la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe. Esas dos fiestas marianas, suceden dentro del tiempo del Adviento; por lo tanto nos inspiran esta espiritualidad del Adviento, al hacernos memoria de esa mujer, María Santísima, que en su Inmaculada Concepción, en la vocación para la cual Dios la llama, nos representa y representa para nosotros, el caso perfecto ejemplar de la dignidad de la vida recibida desde el comienzo como un don, como una gracia y expresada en su existencia como obediencia.

Es perfecto el ejemplo de María. Nos enseña actitudes propias de

este tiempo, como la obediencia como disponibilidad para que Dios actúe y nos permita que nuestros proyectos personales y comunitarios se inserten, se incorporen al proyecto suyo que es el proyecto de Salvación. La dignidad de la vida es fruto de la gracia, es decir es fruto del amor de Dios.

Como dice el Evangelio, María es «Llena de Gracia» (Lc. 1, 28). Esta

palabra en el texto original griego esta en pasivo, por tanto expresa algo que se recibe. Podríamos interpretarlo así: María es desde tanto tiempo inmensamente amada: eso es lo que significa «llena de gracia». «Llena» es plenitud, «gracia» es favor y el favor de Dios es «amor». María, inmensamente amada, es decir, ella recibe gracia en plenitud.

Y entonces, de allí, de esa acción de Dios, que la elige, que la ama,

nace la dignidad de María. Ella desde tanto tiempo, desde siempre, inmensamente amada, porque Dios la amó, la consagró, la escogió, está con ella.

Por esto, durante este tiempo del Adviento, preparándonos para

celebrar de la mejor manera el encuentro salvador con el Dios que viene, contemplando a María, con la ayuda de la Carta de san Pablo a los

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Efesios, que nos habla del designio eterno de Dios (cfr. Ef. 1, 3-14), contemplamos la dignidad de todos los seres humanos, cada uno de nosotros, de cada niño que nace, de cada ser concebido, porque la Palabra vale para todos como para María.

Somos desde tanto tiempo inmensamente amados, desde siempre

presentes en el amor y en el designio de Dios. Porque san Pablo nos dice a todos los cristianos: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado» (Ef. 1, 3-6).

Hablando de la dignidad de los cristianos, San Pablo emplea en esta

carta a los Efesios el mismo término que el anuncio del Angel, en el Evangelio de San Lucas, emplea para hablar de la dignidad de María: «llena de gracia», «favorecida» (kecaritwme,nh = kejaritomene: Lc. 1, 28). Lo mismo dice Pablo de los cristianos: «nos agració» (evcari,twsen h`ma/j = ejaritosen emas: Ef. 1, 6), es decir, nos favoreció con su gracia en el Amado.

Entonces lo que aconteció en María Santísima es el anticipo y el

ejemplo perfecto de lo que Dios quiere que acontezca en todos los que Dios quiere que nos incorporemos a su proyecto de salvación, con las mismas actitudes de María: escuchando la Palabra, diciéndole a Dios que sí y poniéndonos en disponibilidad para el servicio de los demás.

La dignidad de la persona humana, vista en su íntimo misterio es

gracia, es don, es ser amados y por ser amados, la dignidad de la persona es también dejarse amar. Es por tanto obediencia, es escucha de

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la Palabra de Dios, es aceptar sinceramente, amorosamente, esa Palabra. Esa Palabra que desde siempre nos ha tomado en serio, que desde siempre ha dicho nuestro nombre y que desde siempre nos ama. Se expresa de modo perfecto en la palabra de María, cuando ella contestó al Ángel: «hágase en mi, según tu Palabra» (Lc. 1, 38).

Entonces la dignidad de la persona humana es una dignidad recibida

que se expresa en la obediencia. María es modelo perfecto de ser amada y de amar. Así, ella nos va acompañando más y más en esta peregrinación por el Adviento.

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MARÍA, COMPAÑERA HACIA BELÉN

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igamos caminando en este tiempo del Adviento, disponiéndonos para que realmente sea una experiencia de Dios, cuando celebremos la Navidad. Una experiencia de encuentro con el

Señor que viene y con los hermanos con quienes esperamos a ese Señor que viene.

Sigamos con María. Vale la pena que sigamos dedicándole un tiempo

de reflexión, de meditación para valorar lo que ella significa, la compañera de nuestro caminar en Adviento, hacia el Pesebre, hacia Belén, hacia el encuentro con el Dios con nosotros. Aquella que merece ser llamada, «la Hija de Sión».

En la perspectiva de los profetas, la «Hija de Sión» que es síntesis del

pueblo de Dios, es la gran figura representativa del Pueblo de Dios (cfr. Zac. 9,9; Is, 62,11). María es la «Hija de Sión» que acoge la Palabra del Señor, que la escucha atenta y dócilmente y que recibe la comunicación de Dios y la acoge.

María es el Arca de la Alianza que guarda celosamente el tesoro de la

Palabra de Dios que hay en su santuario más íntimo, que es su corazón, porque así decía el texto de San Lucas: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc. 2, 19). El tesoro de la Palabra resuena en la intimidad de la vida de María.

María es la Hija de Sión, el Arca de la Alianza, la pobre de Yahvé que

todo lo espera de su Dios, de ese Dios en quien siempre ella pensaba y a quien siempre amaba. Con términos de la Sagrada Escritura, nosotros hacemos memoria de María; de esa manera valoramos lo que es Ella. Es decir, recibimos la valoración que Dios mismo hace de Ella, porque no somos nosotros los que le damos esos títulos a María; es la Palabra la que nos permite descubrir que en ella se cumple el significado y el contenido de lo que son esas expresiones bíblicas: «Hija de Sión», «Arca de la Alianza», «Pobre de Yahvé».

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¿A quién llamaban, los profetas sobre todo, «Hija de Sión? Lo hacían cuando anunciaban especialmente una palabra de restauración, de esperanza para el Pueblo de Dios: «Alégrate, Hija de Sión porque ha llegado tu Rey» (Zac. 9, 9). ¿A quién le decían eso? A Jerusalén. Pero no a Jerusalén simplemente como ciudad, sino a Jerusalén como el resumen más representativo de lo que es el pueblo de la Alianza, es decir, a Jerusalén en cuanto representa al Pueblo de Israel, al pueblo de la Alianza. En otras palabras el mensaje de los profetas, mensaje de invitación a la alegría para la Hija de Sión, se dirigía a la comunidad del Pueblo de Dios. Ese Pueblo, esa Comunidad de la Alianza es la Hija de Sión.

En el Nuevo Testamento, cuando en el Evangelio nos presenta la

experiencia inicial de María con el anuncio del Ángel, nos trae dirigidas a ella, las palabras que los profetas dirigían a la Hija de Sión: «Alégrate, Hija de Sión porque viene tu Rey» (Zac. 9, 9cfr. is. 62, 11). Es lo que le dice el Angel a María en la anunciación: «Alégrate, llena de gracia, porque el Señor esta contigo» (Lc. 1, 28).

Esto quiere decir que la misma palabra en el Nuevo Testamento, que

lee a plenitud todo el mensaje del Antiguo, nos permite afirmar que la verdadera Hija de Sión es María, la gran representante del Pueblo de Dios, la primera que hace el acto total de la fe. Esa que acoge la Palabra y escucha esa Palabra con atención y con docilidad.

¿Qué era y qué representaba el Arca de la Alianza? Era el lugar

visible de la presencia de Dios en medio de su pueblo que peregrina. En el Arca se guardaban las tablas de la ley, expresión de la voluntad de Dios, del camino que Dios señala para que su pueblo siga. Entonces cuando llamamos a María, «Arca de la Alianza», no lo hacemos porque al Papa se le ocurrió decir así, sino porque la Palabra de Dios nos autoriza para llamarla así, cuando dice: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc. 1, 35). Esa es la

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respuesta que el Ángel le dio a María para explicarle el anuncio que le estaba comunicando.

¿Qué recordamos con esta experiencia? Recordamos la

peregrinación del pueblo de Israel, que veía cómo sobre el Arca, signo visible de la presencia de Dios, descansaba la columna de la nube, porque Dios invadía con su gloria ese lugar de su presencia (Ex. 13, 21-22; 25, 21-22; 33, 7-10; 1Re. 8, 10-11). Y entonces, si el poder del Altísimo cubre a María con su sombra y si el Espíritu Santo va a venir sobre Ella es porque en Ella esta la nueva morada de Dios en medio de su Pueblo, el Arca de la Alianza. No son palabras inventadas, son lectura que hacemos de la Palabra de Dios Es Dios mismo El que señala esta significación de María.

Cuando fracasaron todas las instituciones humanas en las que el

pueblo había hecho descansar su seguridad, cuando fracasó fundamentalmente, la monarquía, y el Pueblo llegó a la experiencia de la perdida en el destierro, los profetas querían levantar de nuevo la esperanza: entonces, decían que un «resto» iba a resurgir. Ese «resto» ,lo forman quienes estén dispuestos a recibir a Dios sin pretensiones, los que estén dispuestos a esperar todo de Dios, a confiar plenamente en Dios y no en sus capacidades ni seguridades humanas. Los que estén dispuestos realmente a vaciarse de sí mismos para ser llenados por Dios. María es modelo de esas personas, absolutamente dispuestas para Dios.

Son poderosas entonces, las razones que tenemos para detenernos en la meditación, en la mirada a esta mujer extraordinaria. María es la mujer de la que nació el Mesías en la plenitud de los tiempos: «al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Gál. 4,4). A Ella la involucra Dios en ese cumplimiento de las Escrituras, en esa experiencia de la plenitud de los tiempos.

Algún significado debe tener esta mujer, porque no es la devoción

popular sino la Palabra de Dios la que nos está permitiendo descubrir todo

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este alcance, todo este contenido, toda esta significación de María, Madre de los creyentes. La estamos contemplando de esta forma, a ella, Virgen del Adviento, Nuestra Señora de esta peregrinación hacia la Navidad.

Y esa mujer es la Madre de Dios, que alimentó siempre su corazón con esa

presencia de Dios, que dejó que la amara Dios, que dejó que la inundara Dios, que fue realmente Morada de Dios para los hombres.

María es la Mujer que supo engendrar la Palabra de Dios en su mente por

la fe y que lo recibió como don de Dios en su maternidad. En Ella encontramos

esa seguridad, esa ternura, esa confianza, esa compañía, esa comprensión, que buscamos siempre en la madre.

Es la mujer que echó raíces en su pueblo, que supo estar siempre en

el lugar asignado a su excepcional persona, en los planes, en los proyectos del Padre Dios. Ella estuvo siempre atenta, siempre disponible, como silenciosa e infatigable oyente de la Palabra de Dios. Hemos insistido en esto, porque esto es clave. María es, primero que todo, oyente de la Palabra, con una actitud profunda de silencio.

María es madre de todos los que se consagran al Evangelio de su Hijo

Jesús para vivirlo y para proclamarlo por el mundo a fin de engendrar la Palabra en otras personas. María es ejemplar de fe, ejemplar de misión, Madre de la Iglesia Universal, de las Iglesias Particulares, que son las diócesis, y de todas las pequeñas Iglesias, que son las comunidades que se congregan alrededor del Evangelio.

María, es figura que sobresale en el Adviento como ejemplar de la

preparación adecuada para recibir a Dios que viene. Es la Virgen fiel, que estuvo siempre liberada de todo para dedicarse sólo a los planes del Padre junto a su Hijo, totalmente disponible. Caminante en la fe, María es, fundamentalmente, ¡creyente!: allí esta la razón de ser, allí esta el fundamento, la base de la grandeza de María. De allí se desprende todo el significado, toda la trascendencia, toda la resonancia que tiene la

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experiencia de María en el proyecto de Dios. María es una mujer de fe y caminó en la fe.

María es caminante, peregrina de la fe, que acompaña desde el inicio

a la Iglesia en su perseverante peregrinación. Ella está en el inicio de la Iglesia, cuando con los Apóstoles espera la efusión de los dones del Espíritu (cfr. Hch. 1, 14). Ella es la mujer que oyó el saludo y el anuncio más insólitos que puede esperar una creatura humana: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo... No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande, se le llamará Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (cfr. Lc. 1, 28.30-33) y respondió al saludo en coherencia con su actitud permanente de fe y de acogida: «Hágase en mi, según tu Palabra» (Lc. 1, 38).

Por tanto, Ella puede escuchar esta bendición: «Dichosa tu, que has

creído» (Lc. 1,45), que es lo que le dice Isabel, cuando ella llega a visitarla. Cuando Jesús proclamaba la Buena Noticia una mujer del pueblo gritó: «Dichoso el vientre que te engendró» (Lc. 11, 27) y María debió escuchar la respuesta de Jesús a esa exclamación de la mujer: «Más dichosos los que escuchan la Palabra y la cumplen» (Lc. 11, 28). Es la bienaventuranza de la fe, que Isabel se la dijo a María directamente. : «Dichosa tú, bienaventurada tu porque creíste» (Lc . 1, 45).

Así, pues, Ella, siempre estuvo presente, siempre ahí, siempre

contemplando y participando. Ella estuvo junto al Nuevo Adán en los momentos definitivos de la Salvación, que son la Muerte y la Resurrección, ahí, de pie, cuando todos vacilaban. Ella es la Virgen de la fidelidad. Por eso es la Virgen del Adviento, porque Ella nos enseña las actitudes que nos permiten llegar de verdad al encuentro del «Dios con nosotros».

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En esta peregrinación del Adviento, María es nuestra hermana en la fe y en el seguimiento, es nuestra hermana en la esperanza y en el amor que el Padre infunde por el Espíritu Santo en nuestros corazones (cfr. Ro. 5, 5). Madre de Jesús, Ella está con los apóstoles en el último de los acontecimientos definitivos, el descenso en plenitud del Espíritu Santo en Pentecostés (Hch. 1,14): ahí nació la Iglesia pascual, ahí comenzó su larga peregrinación el Pueblo de Dios y María estaba acompañando desde el inicio a esa Iglesia peregrina.

Pero la Madre de Dios ha echado raíces también y principalmente en

el Pueblo de Dios, en la comunidad de los que creen en Jesús. Si es cierto que somos seguidores de Jesús, en esa experiencia cristiana tiene que ocupar un puesto esta Mujer, esta creyente ejemplar a quien Dios Padre en su designio de salvación la llama a desempeñar una tarea, a protagonizar un papel importantísimo. Entonces, no es posible concebir el seguimiento de Jesús, prescindiendo de la presencia de María. El discípulo amado es «el que recibe a María en su casa» (Jn. 19, 17).

Aquí queda entonces para nosotros, María, la Madre de la fe, quien

vivió de fe como nosotros, recorrió un camino, desde la anunciación hasta la glorificación pero en ese camino tuvo que pasar por la cruz. La vida de María es una marcha, desde la anunciación y desde el Magnificat de la visitación, desde cántico admirable, que trae Lucas (Lc. 1, 46-55).

Ese «proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc. 1, 46), ese

«Magnificat» es el comentario hecho por María de su vocación inicial, original, de su experiencia única. Ese cántico es comentario hecho por ella a esa misión que le infunde ánimo, a esa palabra, ese mensaje que le informaba exactamente sobre el papel que el Padre le pedía que desempeñara, ser Madre del Mesías y ser la Madre del Pueblo del Mesías: ése es el contenido de la Anunciación.

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En efecto, cuando el Ángel habló de esa maternidad mesiánica, se refería, sobre todo, a la profecía de Isaías. Para comprender el Evangelio de la Anunciación debemos tener abierta la Biblia en los textos de Isaías, sobre todo en 7,14, en 9, 5- 6. El profeta habla del Mesías y de la Madre del Mesías. Es bueno que cada uno de nosotros, con la Biblia abierta, comparemos Lc. 1,30 -32 con Is. 7, 14 y 9, 5 -6.

En Is. 7, 14, en la «profecía del Emmanuel», el profeta habla de la

madre del Rey; y el Rey es el signo y representante y figura del Mesías. Se habla de la gran señora, la que tiene un estatuto especial, la que introduce a la gente cerca del Rey, que es su hijo.

En su cántico de alabanza, «Magnificat», María descubre que el

anuncio del Ángel, lo que va a acontecer en Ella, no es solamente para ella, no se agota en ella, sino que es, a través de Ella, para todo el Pueblo. En ese canto del Magnificat no se habla casi más que del Pueblo de Dios, ese pueblo de creyentes, compuesto de herederos de Abraham, compuesto de pobres, de los que están abiertos a Dios, sin esa rigidez orgullosa fruto de la riqueza y fruto del ejercicio del poder.

María sabía esto, pero lo sabía siendo una joven, más o menos de

diecisiete años, y ella ha debido madurarlo durante toda su vida y precisamente en esta experiencia es donde el Espíritu inunda a María. Los evangelios de Lucas y de Juan nos permiten ver cómo, poco a poco, María concede más importancia al aspecto comunitario de su vocación y cómo, más y más, hasta la Cruz, Ella descubre lo que es ser Madre del Pueblo de Dios, su Madre espiritual, cuando recibe el encargo de cuidar al discípulo como hijo y el discípulo recibe el encargo de que la cuide a Ella como Madre (cfr. Jn. 19, 25-27).

. Y Ella, poco a poco, hasta el final, pasando por toda esa peregrinación

junto a su Hijo, ha ido madurando, porque el sufrimiento juega un gran papel en el descubrimiento de la vocación. De Cristo nos dice la Carta a

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los Hebreos, «aprendió sufriendo a obedecer» (Hbr. 5, 8). Esto es María, ejemplar de la fe, la Virgen del Adviento.

La vida ejemplar de María es «Palabra de Dios» para nosotros, pues

Dios nos habla a través de ella. El Evangelio habla poco de María, y Ella habla menos aún. Pero con lo poco que Ella dice esta abriendo su corazón. Con lo poco que dice lo esta diciendo todo.

Éstas son las palabras de María que encontramos en el Evangelio: - Primera palabra: búsqueda y disponibilidad para la acción de Dios,

para el proyecto de Dios sobre su vida. «¿Cómo será esto?...», pregunta Ella al Ángel (Lc. 1, 34).

- Segunda palabra: acogida a la fe y aceptación generosa de esa

misión que, desde la fe, Dios le propone: «He aquí la sierva del Señor. Hágase en mí, según tu Palabra» (Lc. 1,38).

- Tercera palabra: la Visitación. Una palabra que se convirtió en tres

meses de servicio para llevar a Dios a los demás y alegrar con su presencia la vida de los demás y compartir la Salvación. Ese es el Evangelio de la Visitación (Lc . 1, 39-45).

- Cuarta palabra: gratitud y reconocimiento de que todo es don. Lo

expresa en el Magnificat (Lc. 1, 46-55). - Quinta palabra: presenta a Dios todos los problemas de los

hombres, intercede, en las bodas de Caná: «No tienen vino» (Jn. 2, 3). - La sexta palabra contagia confianza y esperanza hacia Dios y los

demás. Les da seguridad. El que obra es Dios pero Ella desempeña un papel: «Hagan lo que El les diga» (Jn. 2, 5).

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- Y finalmente, la séptima palabra, la experiencia de la prueba, la noche de la fe. «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» (Lc. 2, 48), le pregunta al Niño cuando se perdió en esa peregrinación a Jerusalén y después lo encontró discutiendo con los doctores de la Ley.

Esta es la manera como María nos dice que significa comprometerse.

Por eso Ella es nuestra compañera hacia Belén.

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ADVIENTO, CAMINO DE CONVERSIÓN

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l Adviento es un tiempo de actividad, es un tiempo dinámico, porque no es una esperanza pasiva, es una esperanza comprometida y comprometedora. Adviento, quiere decir

«advenimiento», pero con el sentido de camino hacia la venida. «Ad – viento» quiere decir «hacia la venida»: nos encaminados, estamos en camino, hacemos el camino y por eso, haciendo el camino nos preparamos, estamos activos.

Al principio del cristianismo, este término Adviento se refería a la

última venida del Señor al final de los tiempos, en el juicio final, en la consumación final de la historia, como Rey para juzgar a vivos y muertos. Es la venida de Cristo a tomar la decisión final sobre la historia. Esa venida en un término técnico se llama la «Parusía».

Pero al fijar la Iglesia, las fiestas de Navidad y la Epifanía se

relacionó esta palabra «adviento» también con la venida de Jesús en la humildad de la carne por la Encarnación en la Navidad.

Entonces estamos ante dos venidas de Cristo: esta venida en la

Encarnación, en la Navidad, su nacimiento en nuestra historia terrena y la venida definitiva al final de los tiempos. Estas dos venidas, la de Belén y la última venida hacia la cual nos encaminamos en el final de los tiempos, se consideran como una única, desdoblada en dos etapas. Esta doble dimensión de espera, caracteriza todo el Adviento y con el Adviento comienza el Año Litúrgico.

El pueblo de Israel esperó durante toda su historia, la venida del Emmanuel, Dios con nosotros. Y llegado el momento culminante, «Dios envió a su Hijo, nacido de Mujer» (Gál. 4, 4). Es el nacimiento del Hijo de Dios en nuestra historia terrenal.

Pero, al final, El vendrá con gloria y majestad. La venida de Cristo es anunciada por lo profetas, señalada por el Bautista, que es el Precursor y realizada por la Virgen. Son res son las figuras que sobresalen en esta

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etapa de preparación de la venida del señor en la navidad: Isaías, Juan Bautista y María.

Isaías se destaca con su anuncio, animando la esperanza de ese

pueblo que ansía, que anhela, que busca, porque necesita la Salvación de Dios, que se cumpla la Promesa. Isaías es el profeta del Emmanuel. Juan Bautista se destaca porque resume toda la voz profética del Antiguo Testamento y se convierte en el que señala al mundo al Mesías (cfr. Jn. 1, 36). Y sobresale, sobre todo, María, en quien se realiza el misterio insondable de la Encarnación.

Durante el Adviento, tiempo de esperanza, tiempo de preparación,

tiempo de conversión, tiempo de vigilancia, se lee mucha palabra de Isaías. Los domingos, por ejemplo, segundo y tercero de Adviento, se centran en la persona del Bautista y al final se centra en la persona de María.

Isaías, el profeta del Emmanuel, anuncia que cambiará la situación

cuando nazca ese descendiente de David. Esa situación de tinieblas, de angustia, de oscuridad, de tinieblas, de miseria, de muerte, la cambiará ese Niño que nace, cambiará, transformará la historia: «El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amanecido» (Mt. 4, 16; cfr. Is. 11,1-9; 60, 1-7). Pero no por arte de magia, por supuesto. La transformación se dará siempre y cuando ese pueblo se vuelva, se convierta y reconozca. Para eso tiene que estar preparado, tiene que vigilar.

Juan Bautista aparecerá en el segundo y el tercer domingo de

Adviento y aparece para anunciarnos en donde esta el Mesías y quien es. El precursor exigirá conversión para poder acceder a la transformación que trae el salvador: «Y todos verán la salvación de Dios. Decía, pues, a la gente que acudía para que les bautizara: "Raza de víboras, ¿quién les ha enseñado a huir de la ira inminente? Den, pues, frutos dignos de

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conversión y no anden diciendo en su interior: "Tenemos por padre a Abrahán"; porque les digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abrahán. Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego". La gente le preguntaba: "Pues ¿qué debemos hacer?" Y él les respondía: "El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo". Vinieron también publicanos a bautizarse, que le dijeron: "Maestro, ¿qué debemos hacer?" El les dijo: "No exijan más de lo que les está fijado". Preguntáronle también unos soldados: "Y nosotros ¿qué debemos hacer?" Él les dijo: "No hagan extorsión a nadie, no hagan denuncias falsas y conténtense con su sueldo"» (cfr. Lc. 2, 6-14).

Y, al final del Adviento, con María Santísima, la primera creyente del

Nuevo Testamento, se hace la acogida del Hijo de Dios. El final del Adviento desemboca en la Navidad y María vivió intensamente, durante los nueve meses de gestación de Jesús, ese misterio insondable de «Dios con nosotros». Nosotros nos preparamos para celebrar esa misma experiencia. Y esta preparación nos pide estar dispuestos, esta preparación nos pide tener en cuenta las actitudes que disponen el corazón, que disponen la mente, que nos disponen a nosotros como personas. Y que disponen a la comunidad para llegar realmente a celebrar el acontecimiento del Dios con nosotros.

Hemos insistido mucho, desde el principio de esta preparación

catequética sobre el Adviento, para que lleguemos bien convencidos, para que lleguemos a esta experiencia de fe que vamos a celebrar en la Navidad. Queremos que lo que tradicionalmente hacemos, cuando exteriormente expresamos la característica especial de este tiempo (alegría, luces, adornos) tenga sentido en la medida en que con eso se quiere expresar que estamos convencidos de lo que produce en la vida esa venida del Hijo de Dios.

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El tiempo del Adviento tiene un doble carácter: Es el tiempo de preparación a las solemnidades de Navidad en las que se renueva la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, pero al mismo tiempo, el Adviento es el tiempo en el cual, mediante ese memorial de la Navidad, mediante ese recuerdo de esa primera venida del Señor, las mentes se dirigen a esa expectativa de la segunda venida de Cristo, al final de los tiempos. El que vino, volverá.

Mientras tanto, nos corresponde a nosotros realizar una tarea. El se fue como el dueño de la Viña que se fue de viaje y encomendó su viña a unos labradores (cfr. Mt. 21, 33-45). ¿Qué hacen los labradores con esa viña? De eso tienen que darle cuenta los labradores al dueño cuando El vuelva. Nosotros estamos esperando y mientras tanto vivimos y en este lapso, desde esta espera del presente hasta esa venida definitiva, allí se coloca el compromiso de nuestra vida. Y allí es donde se verifica la autenticidad de nuestra fe y allí es donde nos decimos de qué manera nos preparamos y si vale o no vale la pena esta experiencia que estamos viviendo.

La llegada del Señor, nos pide unas actitudes, quiere encontrarnos dispuestos en un ambiente de acogida para que suceda en nosotros ese misterio de «Dios con nosotros». El Adviento es un tiempo de conversión. Por eso, en esta preparación que estamos haciendo de Adviento para la Navidad, nos sentimos llamados a convertirnos y el primer paso es reconocer que somos pecadores, que fallamos, que nos equivocamos, que hemos hecho daño, que estamos provocando angustia.

Pero eso lo reconocemos si examinamos nuestra vida. A nuestro alrededor no todo es luz; hay muchas sombras. Sombras en nosotros mismos, sombras a nuestro alrededor, como personas, como familia, como comunidad. No podemos estar satisfechos del todo de lo que hacemos porque hay muchas cosas que es necesario suspender, dejar de hacer, cambiarlas porque no están derechas. Necesitamos conversión. Adviento es tiempo de conversión.

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Jesús a quien esperamos no nos da una doctrina sobre Dios, sencillamente porque El no es ni un filósofo ni un teólogo, ni vino a eso. Es Profeta, Anunciador y en cuanto tal se sitúa en la tradición profética y los profetas son ante todo testigos del Dios vivo, son los formadores de la conciencia del pueblo de Dios para que entren en esos caminos de Dios. Al profeta le preocupa el cambio del ser humano, el cambio de la sociedad humana, pero cambio ¿para qué? Para que reine la justicia, para que se implante el reinado de Dios. Esa es la preocupación del profeta: que cambie el ser humano, que cambie por dentro, que cambie el corazón, para que cambiando ayude al cambio del ambiente, al cambio del escenario de la sociedad.

Necesitamos cambiar de vida para que acontezca, para que suceda el

Reino de Dios. Por eso Jesús dice como primera palabra al iniciar su ministerio profético salvador: «Conviértanse y crean la Buena Noticia. Eestá cerca el Reino de Dios» (Mc. 1,15). Esa es la apremiante invitación de Jesús. El es, ante todo, anunciador del Reino de Dios, portador de la presencia de ese Reino, y El nos dice que ese Reino es un don para nosotros que nos favorece, pero que necesita que haya un cambio y que ese cambio sea en dirección a ese Reino y ese cambio sea la expresión de la fe: «Conviértanse y crean». hay íntima relación entre conversión y fe.

La Fe se expresa a través de la conversión. La fe que Dios quiere en

este Adviento es la Conversión. ¿De qué nos vamos a convertir? Examinémonos para que, entrando en diálogo con nuestra propia consciencia y poniéndonos delante de ese proyecto de Dios, descubramos que debemos reconocer con humildad, con sinceridad qué es lo que tenemos que cambiar.

El Dios revelado por Jesucristo es el Dios del Reino y El quiere, es su

propósito, es su proyecto, instaurar su Reino, que es justicia, que es fraternidad, que es verdad, que es vida, que es paz. El es Bueno, El es

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Misericordioso, cercano a los pobres, cercano a las exigencias de la justicia. El que quiera entrar en ese Reino tiene que apostarle a esas actitudes, de lo contrario no se puede. No es compatible con el Reino de Dios una vida de superficialidad, o de injusticias, o de resentimientos, o de guerra o de violencia.

Dios se manifiesta de manera especialísima en la acción de Jesús, en

la persona de Jesús. Hay una consecuencia obvia en la que debemos pensar si realmente queremos meternos en el tiempo del Adviento, en el camino del Adviento. Dios nos pide un cambio, está cerca y Jesús nos acerca a ese Dios que quiere salvarnos. Entonces, necesitamos convertirnos, romper un pasado o un presente de injusticia para dirigirnos, para volvernos hacia Dios o hacia el Reino de la justicia.

Entonces a Dios se lo conoce o se cree en El, cuando el ser humano

se convierte, es decir cuando el ser humano se compromete con la justicia al modo como se comprometió Jesús. Creer en Dios es implicarlo en el proceso transformador del ser humano y de la sociedad.

Hablamos de cambio, buscamos cambios por todas partes, buscamos

reformar las instituciones, las estructuras del andamiaje social. ¿Cuáles son los criterios para esos cambios? ¿En qué basamos el éxito que esperamos como resultado de esos cambios? ¿En ideologías, en técnicas humanas, en la vigencia de uno u otro partido político? ¿En qué basamos nosotros la eficacia que esperamos de los cambios que nos preocupan y que queremos hacer a cada rato? ¿Dios ocupa un lugar en ese proceso de cambio, en ese proceso de transformación?

El Adviento es tiempo de Conversión. Por consiguiente, si queremos

entrar en este proceso vamos optando por el cambio, por el cambio no de estructuras, no de sistemas sino de mentalidad; se trata del cambio de comportamiento, del cambio de actitud.

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En el Adviento, tiempo de conversión, escuchamos el llamamiento de los profetas, especialmente de Isaías a buscar al Señor: «Busquen a Yahvé mientras se deja encontrar, llaménlo mientras está cercano. Deje el malo su camino, el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Yahvé, que tendrá compasión de él, a nuestro Dios, que será grande en perdonar.

Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros

caminos son mis caminos - oráculo de Yahvé -. Porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros. Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié» (Is. 55, 6-11).

Palabra de Dios es eficaz, actúa, pero no de manera automática, ni

por arte de magia; actúa si encuentra el ambiente, el escenario, como una semilla que encuentra un terreno bien dispuesto y entonces produce un fruto y un fruto abundante.

¿Qué significa conversión? Significa «cambio de vida». Es un cambio

de conducta, no tanto un cambio de ideas. Es transito de una situación vieja a una situación nueva. Convertirse no es simplemente arrepentirse de los pecados; ése es un paso, ése es el comienzo. Convertirse es transformar la vida en su totalidad, pero transformarla a partir del Evangelio. Por eso la confrontación es con el Evangelio. El criterio para examinar la vida y saber qué es lo que tiene que cambiar es el Evangelio. ¿Qué es lo que quiere Dios de mi? ¿Qué es lo quiere de mi familia? ¿Qué es lo quiere de mi sector? ¿Qué es lo que Dios está buscando de nuestra Iglesia Particular, de nuestra parroquia, de la Iglesia Universal? ¿Qué espera Dios de la sociedad, de nuestra Patria? ¿Qué quiere de mí para

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esa Patria, para esa Iglesia a las cuales pertenezco? Conversión es el acto de fe total, sencillamente, el acto de fe mediante

el cual una persona reconoce a Jesucristo como Señor de su vida o acoge el Reino de Dios como respuesta. Por tanto, la Conversión es un paso de la no-fe a la fe que incluye el salto de la no-justicia a la justicia. Por medio de la conversión, el pecador se vuelve a Dios, el increyente alcanza la fe, la Iglesia intenta transformar el mundo en Reino de Dios.

Terminemos diciendo que la conversión es, al mismo tiempo, un don

del Espíritu y una tarea humana. Entremos en este tiempo de conversión y con toda seguridad aprovecharemos la gracia hacia la cual nos conduce el Adviento.

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ADVIENTO NOS PREPARA A RECIBIR AL EMMANUEL

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l anuncio de Adviento convoca a la esperanza, pero es a la esperanza de Alguien que quiere hacerse presente, que quiere venir a estar aquí con nosotros. Es la esperanza del Emmanuel,

«Dios con nosotros». Por eso el Adviento es preparación para recibir, preparación para acoger. Entonces es una preparación que sale desde adentro, es preparación de la persona y de la comunidad.

Y luego esa preparación se expresa a través de detalles, signos de que tenemos esa disposición de querer recibir, de querer acoger porque necesitamos esa presencia del «Dios con nosotros».

La esperanza conduce, la esperanza motiva, la esperanza anima.

Adviento es experiencia de esperanza. Este tiempo que nos convoca a tomar conciencia de nuestro ser creyente, a tomar conciencia que nuestra adhesión es al «Dios con nosotros», al Salvador que vino, que está viniendo y que vendrá. Por eso es actitud permanente de esperanza, pero una esperanza que nos compromete a trabajar, a revisar qué es lo que estamos haciendo y cómo lo estamos haciendo.

El Adviento es una peregrinación, es un itinerario, es camino que no

se hace de manera individual, sino en comunidad: tenemos que caminar juntos. A Belén nadie llega sólo, se llega en comunidad.

Nosotros que estamos caminando en esta experiencia del Adviento,

iremos hasta el lugar de cita de los pastores: ése es el objetivo, ése es el deseo, ésa es la meta. Queremos que así sea, queremos vivirlo de esta manera, con esta dinámica, con estas intenciones, por eso queremos proclamar el pregón de Adviento, queremos llegar a cada corazón, a cada familia, a cada sector, a la comunidad toda, para formular desde la Iglesia la invitación a preparar la venida del Señor que viene y que pasa y que quiere que nosotros también pasemos. Siempre es el Dios del Éxodo, el que pasa y al pasar salva y quiere que pasemos de una situación de opresión, de angustia, de oscuridad, de tristeza, a una situación de vida, a una situación de fraternidad, a una situación de solidaridad.

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Isaías, cuyo mensaje se proclama en abundancia durante el tiempo del Adviento, había anunciado: «La virgen da a luz un hijo, Y se llamará Emmanuel» (Is. 7, 14): ése era el anuncio. «¡La virgen da a luz!», como que hay incompatibilidad entre virginidad y fecundidad. ¡La virgen da a luz!: ése es el anuncio central de Isaías y el cumplimiento de ese anuncio es lo que celebramos en Navidad. El Adviento nos encamina hacia el cumplimiento inaudito de ese hecho sorprendente, extraordinario, divino: por eso ese hecho es objeto de fe.

Ese nombre Emmanuel, que significa «Dios con nosotros», canta

dentro de nosotros, y canta como una esperanza especialísima que Dios está con nosotros, con rostro de Niño, pues los niños son los únicos que saben lo que quiere Dios. Es lo que afirmó Jesús en el evangelio: «Yo te alabo Padre, porque revelaste estos misterios del Reino a los niños, a los pequeños, a los sencillos» (Mt. 11, 25). Dios está en medio de nosotros presente, habita en medio de nosotros con rostro de niño. ¡Misterio insondable!, ¡misterio inaudito!, pero ése es el misterio fundamental de nuestra fe cristiana: el misterio de la autodonación de Dios a nosotros en Jesucristo.

«La justicia y la paz se besan» (Sal. 85, 11), dice el mensaje del

Adviento en la Sagrada Escritura, describiendo la situación nueva que produce ese Emmanuel. La llegada de ese Niño Salvador trastorna completamente al mundo, lo re- crea, recupera la creación original cuando todo era bueno, porque Dios lo hizo bueno, «muy bueno» (Gn. 1, 31; cfr. Gn. 1, 10.18.21.25).

El mensaje del Adviento, hablando de la obra del Emmanuel, nos dice

que «el lobo y el cordero se llevan bien» (Is. 11, 6). Por eso estamos hablando de una esperanza «loca», de una esperanza inaudita: ¡el lobo y el cordero se llevan bien! Eso no es posible si alguien no cambia radicalmente la situación porque lo normal es que el lobo ataque al cordero; sin embargo, el lobo y el cordero se hacen amigos. Eso es

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fundamental para que captemos que el Adviento es tiempo de transformación de nuestra manera de vivir, el Adviento nos compromete con un cambio: se diría que es un juego de niños, que «el lobo y el cordero se lleven bien» (Is. 11, 6; cfr. Is. 11, 6-9). Eso nos suena como a una historieta para niños en las tiras cómicas. Eso no es posible, decimos nosotros, pero, acaso, la esperanza ¿no consiste en vivir lo imposible?. Además no deberíamos impedir a los niños jugar (cfr. Is. 11, 8).

¿No será que si dejamos a los niños jugar y los vemos jugar se nos

olvida, entonces, combatir, se nos olvida luchar unos con otros, se nos olvida la guerra? Hagamos el intento y dejemos que los niños jueguen y mirémonos a nosotros como espectadores del juego de los niños y nos olvidamos de que ellos tengan que mirarnos a nosotros, loa adultos, en el campo de batalla peleando unos con otros.

Los niños que están viendo cómo nos destruimos. ¿Por qué no

cambiamos los papeles?: que los niños jueguen y nosotros aprendemos a jugar con ellos, porque de eso se trata: de que vivamos de otra manera, de que haya otra forma de existir. Que «la justicia y la paz se besen» (Sla. 85, 11) y que el lobo y el cordero se lleven bien (Is. 11, 6).

El llanto acabará, claro que sí. Esa es la esperanza, eso no es un

sueño imposible. Es el anhelo más profundo de cada persona y de cada familia, de nuestra sociedad, en Colombia y en el mundo. Hemos visto florecer en nuestros desiertos las flores de la ternura, hemos visto brillar en el universo el alba de una paz nueva. Eso es lo que nos dicen los niños. Mientras nosotros combatimos, luchamos en guerra, en violencia, ellos juegan. Aprendamos de los niños una actitud que puede ser como un propósito en Adviento, para que los niños sueñen cuando, sean grandes, adultos, no ser combatientes sino constructores.

De nosotros depende: seamos espectadores del juego de los niños,

para que acabemos con lo contrario que esta sucediendo, que ellos, los

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niños, son los espectadores de nuestra guerra. «El lobo y el cordero se llevan bien.... La justicia y la paz se besan» (Is. 11, 6; Sal. 85, 11). Los niños traducen espontáneamente esta poesía enraizada en la Biblia y cuando se les pregunta dónde han visto tal cosa, citan a las gentes buenas, a las gentes sencillas, a las gentes, a las personas en las que «la justicia y la paz se besan».

¿Serán los niños los últimos supervivientes del Reino? Si queremos

vivir de verdad el Adviento, empecemos a reconocer nuestro desierto. Ya sabemos, por toda la experiencia que encontramos en la Sagrada Escritura, que el desierto es una experiencia de un tiempo, de un escenario de encuentro muy especial con Dios. El desierto es parte integrante, elemento integrante del Éxodo.

Vamos reconociendo, vamos viviendo nuestro desierto, desde

nuestros barrios marginados, que viven en el diario sufrimiento de la miseria, de la falta de las condiciones para una vida mínimamente humana, hasta los hospitales psiquiátricos.

La tierra es árida, la gente enloquece, las rodillas se doblan, la muerte

impera como reina y como señora. Y ¿nos quedamos nosotros sin hacer nada? ¿Por qué es el desierto el lugar de la cita preferida por Dios? Porque El viene siempre como un manantial de vida y de renovación. El desierto es una experiencia de Salvación, porque Dios viene en el desierto como roca de la cual brota el agua viva, de la cual brota la salvación.

Además es preciso que el hombre reconozca que necesita ser

salvado: de eso si tiene que estar consciente, convencido. Miremos a nuestro alrededor. Primero miremos nuestra propia realidad personal por dentro: descubrimos y reconocemos que necesitamos ser salvados, que necesitamos sacar de nuestra mentalidad y de nuestro corazón muchas cosas que estorban el crecimiento de la vida. Necesitamos abrir la puerta

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de muchas prisiones que nos impiden vivir. Después miremos a nuestro alrededor, en la familia, en el colegio, en el lugar del trabajo, en la sociedad, en la diócesis, en las parroquias, en los sectores, en la Iglesia entera, en la Patria, en todo lo que es el escenario de nuestra vida.

¿Qué descubrimos, en esta mirada hacia dentro de nosotros mismos

y a nuestro alrededor? Descubrimos que necesitamos ser salvados. El pecado ha convertido el mundo en un desierto, abandonado a demasiadas ferocidades, a demasiadas maldades. Reconozcamos eso, no busquemos las razones de nuestro desequilibrio personal y del desequilibrio social o familiar en otras causas. La causa fundamental es una, somos pecadores, le damos las espaldas a Dios, nos encerramos en nosotros mismos, cortamos esa relación vital fundamental y entonces se cortan todas las demás relaciones. Necesitamos que la justicia y la paz se besen, necesitamos que el lobo y el cordero se lleven bien.

El rostro del «Dios con nosotros», a quien esperamos en el Adviento,

es un manantial de vida para los pobres que El ama. El desierto puede florecer tan pronto como el hombre mire a su semejante con amor. Al final, la justicia y la paz va a abrazarse para alegría de todos los pobres. El pregón del Adviento es el anuncio de esa promesa de Dios, preparémonos para que se haga realidad en nuestra vida.

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9 ADVIENTO,

LA EXPERIENCIA DEL CONSUELO DE DIOS

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as exhortaciones que la Palabra de Dios nos hace durante todo el tiempo del Adviento, de la preparación de la Navidad, están encaminadas a que sintamos que la situación nuestra puede

cambiar, tiene que cambiar porque Dios quiere que seamos felices, nos quiere constructores, no quiere que nos destruyamos. El quiere que vivamos bien.

«Consuelen a mi pueblo», dice Dios (Is. 40, 1): ese mensaje se va a

repetir con frecuencia en la Sagrada Escritura, durante este tiempo. El consuelo de Dios llega, como solamente El puede darlo. Adviento es esa experiencia. Pero esa experiencia no obra ni automáticamente, ni por arte de magia; se necesita nuestro compromiso, como personas y como comunidades; que queramos entrar en esta experiencia de transformación y de cambio.

Dios nos consuela, nos anima. Es que El sí nos toma en serio, El nos

conoce y sabe quiénes somos, pero nos respeta en nuestra libertad. El podría de otra manera obrar la Salvación y manejarnos a su antojo; al fin y al cabo, El es el Señor, El es el Dueño; pero nos hizo libres y respeta profundamente nuestra libertad.

¿Nos hemos detenido nosotros a pensar en la ternura de Dios, en la

delicadeza de Dios? El No quiere que se pierda ninguno, ni siquiera el más pequeño (cfr. Mt. 18, 14). Todos somos importantes para El. Como un pastor apacienta su rebaño, El cuida de todas, de todos, de cada uno, de cada una (cfr. Is. 40, 11). El quiere la felicidad, quiere la vida, nos quiere reunidos, no dispersos, nos quiere viviendo, no matándonos.

Nunca dejó de expresar la Escritura lo inexpresable, la ternura de

Dios, maravillosamente unida al poder de Dios (cfr. Is. 40, 10-11). Es extraordinario que de una manera tan sin igual, única, exclusiva, se unan la ternura y el poder, cuando la experiencia entre nosotros nos indica que el poder nos aleja de los demás, que el poder nos hace aplastar a los

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demás, porque como que no entendemos otra manera de ejercer poder sino haciendo sentir que somos más, golpeando y aplastando. En cambio, en Dios la ternura y el poder van juntos. ¡Que maravillosa experiencia! La Escritura nos afirma de muchas maneras. El Dios Todopoderoso, el Dios Señor del Universo quiere consuelo para su pueblo. Nos toma en serio, nos comprende, nos entiende y siempre tiene una palabra de esperanza para cada uno de nosotros como personas y para todo su pueblo.

Ese es el Señor, el Dios de nuestra fe, el que quiere venir, el que

quiere poner su morada entre nosotros y nos esta invitando a que le preparemos un ambiente bien dispuesto. El viene y El es el que alza su brazo poderoso porque es el Señor del Universo (Is. 40, 10). Es también el Pastor, que lleva en sus brazos a los corderos y cuida de las ovejas (Is. 40, 11).

Cuando el destierro de Babilonia había arrebatado al pueblo el último

resto de valor, el pueblo quedó desesperado, angustiado, con la sensación del fracaso total. En esas circunstancias, era necesario que Dios lo consolara, que se pusiera al frente del gran cortejo que iba a atravesar el desierto para regresar al país. De nuevo el desierto, para un nuevo éxodo: el éxodo de regreso a la tierra después de la experiencia del destierro.

En esa experiencia del desierto de la recuperación hay que levantar valles, abajar montes, hay que prepararle al Señor un pueblo bien dispuesto (Is. 40, 3-5; Mlq. 3, 1; Mt. 3, 3; Mc. 1, 2-3; Lc. 3, 5; Jn. 1, 23). Es necesario enderezar los caminos torcidos, arreglar los caminos tortuosos, y eso es trabajo, eso es energía, no faltan los trabajos. El Adviento es un tiempo de trabajo, pero con esperanza activa. Ya hemos dicho que el Adviento es un tiempo de esperanza de un futuro mejor; vendrán días mejores, y eso nos consuela.

Pero debemos subrayar que no se trata de resignación, sino que la esperanza nos compromete, no nos permite quedarnos con los brazos

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cruzado; la esperanza nos compromete a trabajar. Son trabajos duros, porque son trabajos de reconstrucción. Y todos sabemos que reconstruir es más difícil que construir. Porque para reconstruir hay que remover escombros.

Dios prometía a su pueblo que El mismo se ponía al frente de la caravana, que El caminaría a su paso. En nuestros días, en nuestra situación quedan muchas murallas que derribar, muchos obstáculos que es necesario superar, para que el pueblo de Dios, la Iglesia, pueda vivir tranquilamente en su casa, en medio de un mundo pacífico, en medio de un mundo fraterno. Un mundo en el que los más pequeños sean los más queridos, un mundo en el que las relaciones humanas pasen por el corazón más que por las armas. ¿Será imposible ? Esa es la propuesta de Dios. ?Cuál es nuestra respuesta ?

El Adviento es todo esto, nos prepara para esto que es muy serio.

Después vendrán las expresiones externas, sencillas, espontáneas, con adornos, con signos. Pero si no hay esta búsqueda de Dios, los adornos y los símbolos se quedan vacíos.

Muchas veces la tarea parece imposible, vivimos como desterrados, lejos de un Evangelio que ha perdido su sabor a Buena Noticia. Tenemos que recuperar la Buena Noticia. «Consuelen a mi pueblo» (Is. 40, 1. Ante todo, necesitamos descubrir de nuevo, la ternura de Dios, el amor de Dios, su paciencia, su dulzura, dejar que nos tome en sus brazos, reconocernos todos heridos por un mundo desviado, somos pecadores, necesitamos ser salvados. El nos está ofreciendo la salvación. Dios viene cambiar nuestra tierra. Dichosos los que lo acojan con corazón sencillo, con corazón bueno. Ellos serán con Dios los artífices de la nueva paz.

Lo que Dios quiere es venir para que con El vivamos entre nosotros

una nueva realidad. Nos quiere consolar, nos quiere animar, nos quiere hacer creer de nuevo en nosotros mismos y creer por supuesto de nuevo en los demás.

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Cuando le preguntaron a Jesús si era El el que había de venir o si era necesario esperar a otro (Mt. 11, 3; Lc. 7, 18-20), la respuesta que dio era mostrar cómo va creciendo la vida allí donde no la había: ciegos, inválidos, leprosos, sordos y muertos dejan de ser eso, resucitan, ven, caminan (Mt. 11, 4-6; Lc. 7, 21-23). Ha cambiado la situación, se transforma la realidad humana, vence la vida sobre la muerte, aparece la luz, disipa las tinieblas. El es el que esperábamos porque con El se realiza esa transformación.

Nosotros mismos, si examinamos en lo hondo de nuestro corazón,

comprobamos que el Dios de Jesús responde a nuestras expectativas. Seguramente, hay otras propuestas de felicidad, de progreso, de bienestar personal y colectivo, que nos están llamando la atención y nos dicen que por tal camino nosotros podemos ser felices, que acumulemos riquezas, que nos hagamos famosos, que nos convirtamos en ídolos de la canción o del deporte. Jesús nos propone su camino. Comparemos a ver si todas las otras propuestas de éxito, de progreso, colman realmente las expectativas hondas del corazón humano.

Los historiadores nos dicen que en tiempos de Jesús había una gran

expectación mesiánica. Toda la historia de Israel, era una historia de anhelo, de esperanza; y en ciertos momentos se avivaba de una manera especial esa Esperanza.

¿En que consistía esa expectación mesiánica? Se esperaba a alguien

que, como lo anunciaban los profetas, venía a salvar la situación. En eso consistía la esperanza mesiánica: era, prácticamente, la esperanza de un salvador de la situación. Por eso se formula a Jesús en el Evangelio la pregunta «¿eres Tu, El que ha de venir o tenemos que esperar a otro? (Mt. 11, 3; Lc. 7, 18-20).

Esa pregunta era lógica en ese contexto, porque estaban esperando,

vivían esa expectativa. Sin embargo, hoy parece que no se espera a

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nadie. El futuro que preocupa es muy inmediato, queremos ya, aquí, ahora, en este momento, que se nos cambie la situación, en este día.

No nos preocupa el futuro y las salvaciones que se pretenden son

muy concretas. ¿no valdrá la pena revisar qué es lo que esperamos,? Ya que estamos diciendo que el Adviento es tiempo de esperanza, es muy bueno que nos preguntemos: ¿esperanza de qué? Cada uno tiene una respuesta de qué es lo que espera. Tú ¿qué esperas?; tu familia ¿qué espera?; tu grupo, tu colegio, tu universidad, tu sector, tu ambiente de trabajo, tus compañeros, tus amigos, tus parientes ¿que esperan?

Ya que decimos que estamos esperando, debemos respondernos a

nosotros mismos esa pregunta: ¿qué esperamos? No es que haya muerto toda esperanza, pero parece que la expresión de la esperanza carece de las formas adecuadas para nuestro tiempo. Por eso es bueno que, ya que volvemos a celebrar el Adviento, no sea simplemente porque así se acostumbra: como hace un año estábamos en este tiempo del Adviento, ahora volvemos a repetir, sin más, este mismo tiempo.

No celebramos de memoria: hace un año, ¿éramos lo mismo que

somos ahora?; a nuestro alrededor ¿la situación era la misma?; entonces, ¿valió la pena caminar?; ¿no somos distintos, no hemos crecido? Un año más de edad, ¿no significa un año más de vida y experiencia y ojalá de madurez?

Desde luego el Evangelio se ha de aceptar desde la libertad, porque

es una propuesta en libertad; creer es una opción y, por lo tanto, el Evangelio puede ser rechazado por muchos, pero nosotros, los creyentes, hemos dicho que lo que prometió el Dios de Jesús es imposible no desearlo, porque prometió la realización del ser humano como persona, como comunidad, la realización de sus esperanzas, la realización de sus anhelos.

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¿Cómo no va a ser eso objeto de nuestra esperanza? ¿Cómo no vamos a desear todos ser felices? Lo que pasa es que tenemos que revisar de qué manera estamos invitados e invitando a los demás a la felicidad.

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ADVIENTO, ANHELO DE JUSTICIA Y PAZ

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stamos en Adviento, caminamos en el Adviento y queremos aprovechar de la mejor manera este itinerario. De nosotros depende que la gracia del Señor que viene nos aproveche, para

que cambiemos de mentalidad, cambiemos de vida, para que nos sintamos distintos, sobre todo para que seamos mejores.

El Adviento es anuncio de la esperanza que se funda en Dios y en su

promesa, de la esperanza que tiene la seguridad, la solidez de lo divino. Una «loca» esperanza se apodera de nosotros, porque abundan los anuncios para motivarla. «He aquí que vienen días de justicia, días de paz». Y sí que los necesitamos, sí que anhelamos que eso se haga en nuestra historia, que se haga en la historia de nuestra sociedad, en nuestra Patria: la justicia y la paz.

¿Qué es lo que va a cambiar con este Adviento? «Dichosos los ojos

que ven lo que ustedes ven» ( )... pero ¿qué es lo que vemos? Hoy, el clima de crisis hace que las personas retornen, como de modo espontáneo, a un vocabulario profético; es necesario posibilitar el porvenir, abrirle paso al porvenir. Necesitamos urgentemente preparar un mundo nuevo.

Vamos a escuchar, durante el tiempo de Adviento, de una manera

muy especial, las palabras proféticas de esos grandes anunciadores de que el Señor tiene una promesa y la cumple, los profetas, los que conducen la vida del pueblo en la esperanza. Y los textos, los grandes textos de los profetas, están cargados de un compromiso político pero en el sentido verdadero de la palabra. Tenemos que decirlo porque estamos evangelizando, estamos impregnado de Evangelio nuestra cultura, nuestra mentalidad, queremos llegar con el Evangelio a transformar nuestra estructura personal de pensamiento y a transformar las estructuras que rigen nuestra sociedad para que realmente sean provocadoras de vida, de justicia, de paz.

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Los grandes textos de los profetas que se proclaman de una manera especialísima en este tiempo del Adviento están cargados de un compromiso político. Tal vez, podríamos afirmar también, son los únicos que formulan el sentido de una política que no queda atascada, atrancada en las arenas de la desesperación porque nos hablan de un mundo según Dios, no nos hablan de proyectos humanos, no nos hablan de ideologías, de maneras parciales de ver, de interpretar la realidad.

Los textos de los profetas nos hablan de un mundo según Dios, de un

proyecto que tienen la solidez y la seguridad de Dios. No nos hablan de una propuesta de un partido, no nos hablan de propuestas de ciertas tendencias parcializadas, reducidoras de la vida a un solo aspecto de ella; Nos hablan del proyecto de Dios.

Si escucháramos con atención los mensajes que se van a proclamar

en abundancia en este tiempo de Adviento, o si leyéramos a Isaías, manteniéndonos ajenos a la miseria, ajenos a la injusticia y a la tortura que asolan el mundo de hoy y a tantos hermanos nuestros, nuestro Adviento quedaría reducido a una oración inútil, a un acto de piedad que se hace de memoria cada año pero no una experiencia que introduce novedad para la vida.

La esperanza sólo es digna de fe cuando recoge el clamor de los

desgraciados: éste es el pregón del Adviento, éste es el mensaje del Adviento. El Adviento es oportunidad de poner a prueba la fe, es oportunidad de verificar la autenticidad de nuestra fe. Es oportunidad de actualizar la fe y tomar las riendas de la fe para que ella introduzca novedad en nuestra cultura, en nuestras costumbres.

Queremos renovar la Iglesia, mejor, renovarnos como Iglesia,

queremos que la Iglesia sea «Casa y Escuela de comunión» (Juan Pablo II). Por eso mismo, si realmente nos interesa la comunión, debemos celebrar este tiempo propicio de búsqueda de la comunión, convencidos

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de que la comunión no se busca con egoísmo, la comunión no se busca si somos ajenos a los sufrimientos de tanta gente y ajenos a tanta injusticia.

No es posible celebrar la fiesta del «Dios con nosotros» si no hay una

lucha frontal contra la corrupción y contra la injusticia. Por eso es importante que nos metamos en el tiempo del Adviento. Es importante que rectifiquemos las sendas, porque el anuncio del gran profeta con el que termina el Antiguo Testamento, el Bautista, es «enderezad los caminos del Señor, enderezad las sendas» (Mt. 3,3; Mc. 1,3; Lc. 3,4). Adviento es un tiempo de corregir, es un tiempo de rectificar. Todo eso es la esperanza.

Decíamos que hay cierta utopía al final de la esperanza, pero una

utopía que no es ilusión, que no es soñar despiertos. La utopía es vivir en paz, vivir la felicidad de que se realicen nuestros sueños, nuestros anhelos, que nos sintamos bien como personas, que nos sintamos bien como comunidad.

La esperanza que nosotros celebramos es la esperanza de un

pueblo, pues la liturgia nunca es un acto individual. Que esto se nos quede grabado pero no simplemente para aprenderlo en la memoria y saberlo en teoría, sino para practicarlo. Que el Adviento sea oportunidad para empezar a ser Asamblea, a ser reunión de Iglesia, a acercarnos los unos a los otros para formar una Asamblea de gente reunida, de gente que se acerca al hermano, no cada uno en un puesto alejado de los demás. Porque la esperanza que se anuncia en el Adviento es la esperanza de una comunidad, es la esperanza de un pueblo, porque la liturgia, repetimos, nunca es un acto individual ( ).

El bautista anuncia la llegada de nuestro Dios en la persona de Jesús.

A Juan Bautista le preguntaron quién era él: «¿Quién eres tú? Tenemos que llevar una respuesta a quienes nos enviaron; ¿qué dices de tí?» (Jn. 1, 19-22). Un interrogante serio, un interrogante dramático, marcado por el

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temor de comprometerse con un Mesías cuya ternura parece carecer de armas eficaces para derrotar al adversario. Porque ellos esperaban derrotar al adversario y las armas con las cuales se supone que ese Mesías va a acabar con el enemigo no se ven, no son armamentos pesados, al contrario se vale de la figura frágil, primero de un Precursor y después de un Hombre como nosotros, pero que es personalmente Dios.

Pero esperamos las muestras o las señales externas de un poderío en

el cual se pueda confiar, porque se trata de derrotar a los enemigos. Entonces parece que este hombre frágil, este hombre austero, este hombre del desierto que es Juan el Bautista como que no tiene la característica y no tiene la figura externa de un caudillo, entonces, ¿será él el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? (cfr. Lc. 7,19-20; Mt.11,3). Juan no es el que ha de venir. Juan es para nosotros, el dedo que señala al Cordero de Dios (cfr. Jn. 1, 29). El no pretende engañar a nadie. Juan Bautista es un hombre austero, sencillo, frágil, que vive en el desierto, pero es un hombre leal, un hombre honesto, consciente de su misión (cfr. Mt. 11, 7-11; Lc. 7, 24-28).

Juan Bautista es figura del que prepara, figura del seguidor fiel, figura

del que hace el espacio, del que crea el ambiente para que acontezca ese advenimiento (cfr. Jn. 1, 23-27). Nuestro itinerario, en la medida que va marchando tendrá que irse estrechando, tendrá que ir convergiendo hacia unas viviendas humildes, hacia unas mujeres que están esperando hijos, hacia unas personas desplazadas, a quienes las encontraremos en la Navidad.

El Adviento nos va preparando para vivir esos acontecimientos y en esos acontecimientos descubrir, acoger, recibir, valorar el compromiso de Dios con nosotros, que quiere ser Dios para nosotros, quiere ser Emmanuel. Para ese encuentro nos preparamos en este itinerario del Adviento.

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ADVIENTO ES NECESIDAD Y BÚSQUEDA DE SALVACIÓN

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n el tiempo de Adviento la Palabra insistentemente nos invita a la conversión y a la vigilancia porque es la manera como nos preparamos para recibir a Dios que viene. Queremos llegar al

encuentro con Dios, hay en nosotros una actitud de querer acoger porque partimos del reconocimiento de una necesidad y por eso estamos en búsqueda. Necesitamos ser salvados.

Eso es fundamental: que reconozcamos, como personas, como

comunidad, como sociedad, que necesitamos salvación. Miremos a nuestro alrededor, miremos la realidad: necesitamos ser salvados.

No estamos satisfechos con lo que estamos viviendo a nivel personal,

hacia dentro de nosotros mismos; a nivel social, hacia fuera de nosotros mismos. Desequilibrados, deprimidos, tristes, sin motivaciones, con resentimientos, en guerra, con desigualdades, en injusticias... Por todo esto, necesitamos ser salvados. Desde esa necesidad de ser salvados, nos ponemos en búsqueda. Buscamos ser salvados.

Hay una propuesta que se nos hace: Dios quiere salvarnos pero nos

invita a estar dispuestos diciéndonos por medio de su Hijo: «Conviértanse, acojan el Evangelio porque el Reino de Dios esta cerca» (Mc. 1, 15). desde el Antiguo Testamento, el profeta Joel nos había dicho: «Conviértanse al Señor Dios suyo que es compasivo y clemente, paciente y misericordioso» (Jl. 2, 13).

Queremos aprovechar esta invitación y oportunidad, y para eso es el

tiempo del Adviento. Queremos beneficiarnos de esas características, de esos comportamientos del Dios de la Alianza, que es paciente, misericordioso, condescendiente, clemente, fuente de amor. El quiere compartir con nosotros ese amor. Y para eso nos propone un pacto. El pacto pide conversión y ya hemos dicho que la conversión es un paso de la no-fe a la fe.

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La Conversión es obra del Espíritu en nosotros pero con la colaboración de nosotros, porque se trata de un trabajo en equipo. Colaboración de la libertad humana a la iniciativa de Dios. Y esa conversión es un proceso, es un itinerario continuo, un camino. Sabemos que en todo camino hay altibajos, hay partes planes, hay cuestas muy empinadas y hay bajadas muy peligrosas. Todo el camino no está parejo y asfaltado; hay huecos, muchos huecos. Hay peligros, cansancio... Es verdad: ¡un camino cansa!

Lo ordinario de la conversión es que sea un proceso, un itinerario, con altibajos, con avances y con retrocesos. No vamos a esperar que, una vez convertidos, ya nos volvemos impecables. Nadie vaya a decirse «Ya encontré al Señor y por fin ya mi vida cambió para siempre», pues, de pronto mañana ya volvemos a las mismas andanzas de antes, de pronto nos desanimamos. El cansancio nos impide avanzar, pero no importa, sigue siendo posible.

El Señor conoce nuestra debilidad, El sale a nuestro encuentro, siempre dándonos la oportunidad, siempre posibilitándonos que nosotros nos mantengamos en el camino, con la mano siempre ofrecida por El, siempre tendida. Ojalá de parte nuestra haya la disposición de estar recibiendo siempre la ayuda de esa mano.

Proceso, itinerario, es el modo normal de la conversión. La existencia cristiana es un camino. La conversión tiene momentos más intensos u oportunos: el Tiempo del Adviento es uno de esos momentos especiales, pero no significa que éste es el tiempo de conversión y pasado el Adviento ya estamos convertidos. Permanentemente, a lo largo de toda la existencia cristiana, de todo el trayecto de todo el año, no solamente de esta época, estamos llamados a la conversión.

Claro que hay momentos de especial intensidad y uno de esos momentos de especial intensidad en el llamado a la conversión es el tiempo del Adviento. La conversión es retorno radical a Dios; de esta forma la conversión es sinónimo de fe y constituye el núcleo central de la

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predicación de Juan Bautista, de la predicación de Jesús y era núcleo central en la predicación de los profetas del Antiguo Testamento (cfr. Mt. 3, 7-12; 4, 17).

La Alianza con Dios reclama estar permanentemente volviendo a

Dios, retornando a Dios. El Evangelio nos invita a convertirnos al futuro, mirar hacia adelante, porque el futuro se despliega en el Reino de Dios. Entonces el Adviento nos invita a mirar hacia adelante. No se trata de mirar atrás; la meta de la llamada de la conversión es hacia el futuro y el futuro es Dios y su Reino. Esa es la meta; estamos en camino hacia esa meta, siempre creciendo, nunca desanimados porque somos siempre perdonados.

La Conversión comienza con el sentimiento de la falta, con el

remordimiento que invita a una decisión. ¿A cuál decisión? Retornar, volver a empezar. Miremos la Parábola del hijo perdido y recuperado, comúnmente conocida como la Parábola del hijo pródigo que es la Parábola del Padre Misericordioso (Lc. 15, 11-32).

¿Cuándo comenzó a transformarse para bien la historia de ese joven?

Cuando reconoció y cuando se decidió a partir de ese reconocimiento: tuvo que decirse a sí mismo «yo no estoy bien, estoy perdido, no soy nada, después de haber sido todo».

Era el hijo y se convirtió en un sirviente, sin identidad, en un país

extraño donde él era anónimo. Perdió la identidad, perdió el ser. Cuando él reconoció y se comparó con los que, sin ser los hijos, pero al menos estaban viviendo en la casa del Padre como jornaleros y dijo: «No es posible que yo siga viviendo así. Voy a levantarme, a reanudar la marcha» (cfr. Lc.15, 17-19.21). Se puso en camino, actúo, se decidió. Entonces, la conversión comienza con el reconocimiento de la falta, con el reconocimiento del error, de la equivocación. Sencillamente, con el reconocimiento del pecado.

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Confesémonos pecadores; es que somos pecadores. En el mundo moderno no nos gusta hablar del pecado; lo disfrazamos con otros términos que, de pronto, nos parece que dicen más en nuestro lenguaje; pero es mejor que nos decidamos a llamarlo con el nombre propio. No se trata de cualquier equivocación, no se trata de cualquier error, no se trata de cualquier fragilidad.

¡El pecado es el mal! y el mal se expresa en los males que hacemos.

Tanta injusticia, tanta falta de respeto a la dignidad humana, tanta infidelidad en el amor, tanta cobardía para defender los principios, tanto tomar la vida como un juego, tanto pisotear la dignidad de la persona humana, tanta injusticia contra los derechos de los demás, tanta inmoralidad, tanto vicio: ¡todo eso es pecado!, todo eso es destrucción, todo eso es inhumano. Porque eso produce daño, porque eso produce destrucción, porque eso anula a la persona impidiéndole lograr su propia plenitud y eso se llama «pecado».

Lo que está en la base del engaño, en la base del mal, en la base de una vida sin sentido, absurda que produce tanto daño, que produce tanto asco, es el pecado, la negación de Dios y de los hermanos, la ruptura de la Alianza. Digámosle el nombre propio a ese mal y asumamos la responsabilidad que nos compete: ¡somos pecadores! Desde ese reconocimiento comienza una tarea: la tarea de recuperarnos, la tarea de volver a empezar, retornar a la ruta de la vida. La conversión es una decisión: «Me levantaré... iré a mi padre... le pediré perdón» (Lc. 15, 18).

El retorno a Dios es retorno a los hermanos. ¿Por qué nos tratamos mal? ¿Por qué nos ignoramos? ¿Por qué hay tanta desigualdad? ¿Por qué pisoteamos tanto los derechos humanos? ¿Por qué causamos tanto daño? ¿Por qué llevamos el luto a tantas familias? ¿Por qué ofendemos tanto la dignidad humana? ¿Por qué negamos tanto los derechos de los demás? La respuesta, aunque parezca simple, es muy sencilla: porque a Dios le hemos cerrado las puertas de la vida y entonces se las cerramos también a los hermanos.

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En cambio, el retorno a Dios es retorno a los hermanos. La acogida que Dios hace es acogida de los otros en la Iglesia, la comunidad de fe. La tradición doctrinal de la Iglesia sobre la penitencia ha insistido siempre en la denominada penitencia interior que es conversión, contrición, que me duela a mí haber hecho tanto daño, que me duela haber engañado. Porque si no se me da nada, si todo eso lo atribuyo a que «somos humanos» y «todo el mundo lo hace», entonces no me provoca cambiar. Porque como soy humano y sigo siendo humano sigue teniendo justificación mi falta y los demás que aguanten... Caer en la cuenta de nuestro pecado nos exige hoy reconocer la solidaridad en la falta y reconocer cómo con nuestra falta producimos daño, causamos tristeza a los demás.

En Belén se dio el amor. Pero, para llegar al amor, a vivirlo y a

favorecernos con él, a ser agraciados con ese amor, tenemos que evitar causar tanto dolor. Para la conversión necesitamos estar despiertos, necesitamos estar en vigilia. Por eso, el tiempo del Adviento es también tiempo de vigilancia, muy unida con la conversión.

Ya que estamos diciendo que Adviento es un tiempo de vigilancia,

¿qué significa velar? En el sentido propio, es no dormir, es renunciar al sueño de la noche. ¿Para qué? Para prolongar un trabajo, o para no ser sorprendido por el enemigo o por la muerte. Eso significa lo propio de velar: no dormir. Y en sentido figurado, velar equivale a estar preparado o «en vigilia» para combatir la negligencia o el egoísmo. ¿Con qué objetivo? Para recibir al Señor que llega con su Reinado. Estar preparados, estar atentos, eso significa estar vigilantes. En definitiva vigilar, equivale a velar sobre algo o sobre alguien con atención, con cuidado durante un tiempo, hasta que se alcance el fin que se desea. Eso exige tener los ojos abiertos, exige cuidar con responsabilidad.

La «vigilia» nació como tiempo de vela que precede a una fiesta y que

le sirve de preparación y tiene siempre un sentido escatológico de

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esperanza. ¿Qué significa que tiene un sentido «escatológico»? El término griego «esjaton» significa «final»: lo escatológico es lo que se refiere al final, a la consumación, a la plenitud total.

La vigilancia tiene un sentido relacionado con esa plenitud: es estar

atentos para esa plenitud, estar ansiándola, estar preparados. Pero ¿qué es lo que tenemos que vigilar? ¿Sobre qué tenemos qué velar? En la palabra de Dios encontramos las respuestas.

Amós nos dice: «¡Ay de los que se sienten seguros en Sión y de los que confían en la montaña de Samaría, los notables de la capital de las naciones, a quienes acude la casa de Israel! Pasen a Calnó y miren, pasen de allí a Jamat la grande, bajen luego a Gat de los filisteos. ¿Son acaso mejores que estos reinos? ; ¿Es su territorio más extenso que el suyo? ¡(Ustedes son) los que tratan de alejar el día funesto y acercan un estado de violencia!, los que se acuestan en camas de marfil, arrellanados en sus lechos, los que comen corderos del rebaño y becerros del establo, los que canturrean al son del arpa y se inventan, como David, instrumentos de música, los que beben vino en anchas copas y se ungen con los mejores aceites, pero no se afligen por el desastre de José. Por eso, ahora irán al destierro a la cabeza de los cautivos y cesará la orgía de los sibaritas» (Am. 6, 1-7).

Esta no es la palabra de cualquier discurso demagógico de cualquier líder, de cualquier partido político. Esta es una palabra con poder, la palabra de un profeta de Dios, que en un ambiente en el que Israel se había dejado llevar por la inmoralidad, en un ambiente de tantas desigualdades sociales, anuncia esas exigencias de la Alianza e invita a estar vigilantes, a no perder el rumbo. El Adviento es tiempo serio porque es tiempo de vigilancia. Vigilar la vida, la vigilancia ante la llegada de Dios, equivale a estar despiertos, en disposición de servicio con una actitud atenta hacia el futuro sin evadirnos del presente, a pesar de la indiferencia de este mundo. Pensar en el futuro, prepararlo, pero tomando muy en serio nuestro presente.

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Dios viene a salvar a esta humanidad nuestra, a la humanidad herida de injusticia, a la humanidad herida de muerte. Y viene a salvar, pero a partir de la opción por la justicia, a partir de la opción por los pobres y marginados, porque Dios quiere implantar el Reino de la Justicia entre nosotros. El Adviento es vigilancia para eso. El Adviento es cosa seria, el Adviento nos prepara más allá de los adornos para disponer el corazón, la mente, para estar reconociendo cómo vivimos.

Eso nos exige una actitud vigilante de estar atentos, con los ojos

despiertos. Es una actitud que no es pasiva. Consiste en discernir los signos de los tiempos, qué es lo que esta pasando a nuestro alrededor. ¿Para qué discernir los signos de los tiempos? Para darnos cuenta de qué nos quiere decir Dios con esto que estamos viviendo. Descubrir la presencia de Dios, la presencia de su Reino, en los acontecimientos y actuar en consecuencia.

¿Qué oportunidad nos está dando Dios aquí y ahora en nuestro

mundo, a través de todo lo que está pasando en nuestro mundo? ¿No será que nos quiere sacudir para que tomemos conciencia y no permitamos que se siga desbaratando nuestro mundo en nuestras manos?

La confianza en los privilegios adquiridos, la confianza en los logros,

en las conquistas obtenidas, puede inducir a los creyentes a dormirse, a bajar la guardia. Tal vez llegamos a pensar que, como ya «caminamos por los caminos de Dios», ya estamos salvados, y de pronto nos descuidamos. Vienen bien aquí las palabras de San Pablo a los Corintios: «Así pues, el que crea estar en pie, mire no caiga» (1Co. 10, 12).

Es necesario vigilar atentamente, vigilar constantemente. El Adviento

es tiempo de eso, de vigilancia; pero la vigilancia no es negativa, es positiva. La vigilancia es espera: sin saber el día ni la hora, esperamos a Cristo el Señor, el Esposo (cfr. Mt. 25, 6).

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La hora del dolor es, al mismo tiempo, la hora de la alegría; pero la alegría que viene de Dios, la alegría que sólo se encuentra en El y la alegría que nos compromete a trabajar por un mundo más justo, más fraterno. Para eso es la vigilancia, para eso es la conversión. Para eso es el Adviento, tiempo de vigilancia, tiempo de conversión.

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ADVIENTO ES UNA NECESIDAD VITAL

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l Adviento nos invita a celebrar la venida del Señor a nuestro mundo. ¿Será que podemos decir que el Adviento es una necesidad vital? De eso estamos convencidos, sobre eso

queremos reflexionar. El Adviento es una necesidad vital, pues necesitamos el Adviento por

una sencilla razón: porque no podemos vivir sin sentido, porque no podemos caminar sin rumbo, porque no podemos caminar desesperados, sin ilusiones.

«Alégrate porque viene tu Rey», fue el anuncio de los profetas para la

comunidad de Israel, Hija de Sión (Zac. 9, 9). «Alégrate, llena de gracia, el Señor esta contigo» (Lc. 1, 28), fue el saludo del Ángel a María. El Adviento ya es una realidad, estamos en el Adviento. Dios ha entrado en nuestra historia, Dios ha entrado en nuestra vida; la historia y la vida ya tienen un sentido, queremos descubrirlo, necesitamos descubrirlo. No podemos vivir sin sentido.

Por eso decimos que el Adviento es una necesidad vital, queremos

sentirlo así y de acuerdo con esto queremos prepararnos viviendo el Adviento de la mejor manera. Es una necesidad para nosotros, es una necesidad para los demás. Miremos a nuestro alrededor: encontramos tantos motivos de desaliento, de desconcierto, de desánimo y vamos perdiendo las ilusiones, vamos perdiendo las motivaciones. Y eso es grave, porque si perdemos las motivaciones, las ilusiones, entonces ¿para qué luchamos y vivimos?

Necesitamos el Adviento porque no podemos ir atolondrados por la

vida, no podemos vivir desesperados, sin saber por qué vivimos o por qué actuamos. No podemos vivir sin sentido. Necesitamos del Adviento como un horizonte luminoso, porque somos peregrinos, estamos de paso. Somos transeúntes que con frecuencia vamos cojeando por el camino, nos cansamos, porque el cansancio forma parte del camino, es elemento

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integrante del camino. Y el cansancio nos hace dar pasos con dificultad. Y a veces vamos totalmente perdidos en la noche, sin saber la dirección, sin saber dónde estamos, sin saber para dónde orientamos los pasos.

Porque somos peregrinos, transeúntes, pasajeros, necesitamos

pararnos al pie de la montaña con humildad para mirar hacia la cima. Pero el Adviento no sólo se nos muestra como necesidad, sino que también define el carácter de nuestra vida, el carácter de la Iglesia, el carácter del mundo.

La experiencia nos dice, y la Biblia lo confirma, que el Adviento no

significa un camino triunfal, fácil, siempre de éxitos. Por el contrario, así como le pasó al pueblo de Israel, hacemos la travesía de noche, y la hacemos perseguidos por los poderes hostiles. Y hacemos la travesía, adentrándonos en el desierto; no olvidemos la experiencia fundamental del éxodo y cómo un elemento constitutivo de esa experiencia liberadora del éxodo es el Desierto. Caminamos de noche, pero ese caminar en noche no debe extrañarnos ni debe inquietarnos; es un lenguaje que se precisa escuchar y analizar.

¿Qué significa que caminamos en la noche? La noche puede ser

expresión de ceguera, puede ser expresión de miedo, puede ser expresión de superficialidad, pero puede ser también tiempo de salvación, como es la Noche de Navidad.

El desierto no es expresión de fracaso; el desierto bien hecho por

Israel y bien asimilado fue el camino de la liberación. Caminar por el desierto no significa que caminamos llenos de miedo, de espantos, de angustias, resignados a que salga lo que salga en el camino, sino que vamos conquistando la libertad.

Hemos dicho con frecuencia que esta experiencia liberadora es don

de Dios, por supuesto, pero, al mismo tiempo, es esfuerzo humano. Es

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trabajo en equipo: Gracia de Dios y actividad humana, libertad humana abierta a esa acción de Dios. Es experiencia de liberación.

Entonces no nos inquietemos si nos toca caminar por el desierto en la

noche, porque si llegamos a vivir bien esa experiencia y a asimilarla, se hace camino de liberación, conquista de la libertad y así es como encontramos sentido a la vida. Por eso el Adviento es necesidad vital, porque necesitamos vivir con sentido.

El Dios revelado por los profetas de Adviento, sobre todo por Isaías, y

sobre todo el Dios dado a conocer por Jesús de Nazaret, es decir el Dios Padre, que tiene un proyecto de salvación, que tiene a su Hijo, que nos ama, que nos busca para hacer con nosotros una Alianza, ese Dios es un Dios que nos invita a mirar hacia el futuro. Apoyados, no en nuestros cálculos ni en nuestras técnicas ni en nuestras seguridades, sino en su Promesa, hacemos esa experiencia liberadora.

Ese Dios misericordioso que nos concede vivir la experiencia del

Adviento no quiere que nos domine la desesperación rebelde. El no quiere que nos domine la desesperanza resignada. No. El nos anima, El nos consuela, El nos da fuerza pero, a la vez, nos manda que nos levantemos de los escombros de la crisis, nos manda que comencemos de nuevo.

San Agustín decía: «Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Dios

es Padre, es misericordioso, tiende la mano, nos consuela, nos comprende, nos tolera, nos da fuerza, pero nos manda que nos levantemos por encima de los obstáculos, que comencemos de nuevo, nunca desanimados porque somos siempre redimidos, nunca desanimados porque somos siempre perdonados.

Necesitamos el Adviento, asimilar el Adviento, aceptarlo,

comprometernos con el Adviento. Dios no nos autoriza de ninguna manera, jamás, a cruzarnos de brazos. No nos permite decir: «Esto se

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acabó», porque no es cierto que todo esté acabado. Debemos confiar que el Amor de Dios sabe transformar la oscuridad en una luz de liberación e, incluso, sabe transformar el desastre en un acontecimiento que puede cambiar radicalmente la vida.

Somos peregrinos, estamos en camino, no hemos llegado todavía,

somos un pueblo nómada pero Dios se ha hecho peregrino con nosotros. No estamos solos caminando sin rumbo; hay Alguien que encabeza la marcha, abre camino, señala la orientación.

Podemos ir a su encuentro, porque El antes nos ha buscado, ha

venido El antes a nuestro encuentro. Volvamos a recordar la historia de Israel: ese pueblo caminaba por el desierto hacia la Tierra Prometida. ¿Por qué ese camino? Porque Dios lo buscó y porque Dios caminaba con ese pueblo. El pueblo debía vivir esta presencia, el pueblo debía caminar con él.

El Adviento es un tiempo de preparación. ¿Qué preparamos?

Preparamos la celebración de la venida del Señor en carne a nuestro mundo. Estamos ya a las puertas de la Navidad, cada vez más, porque vamos acercándonos a la recta final que desembocará en Belén, en el Pesebre.

Pero estamos tan entretenidos con las compras, andamos tan llenos

de cosas, que parece que ya no sabemos alegrarnos de la cercanía de Dios, por eso seguimos insistiendo: hagamos la pausa, al pie de la montaña, para mirar hacia la cumbre, hacia la cima.

Posiblemente, muchos prepararan el Belén, el Pesebre en sus casas

o el Árbol de Navidad; tal vez, muchos harán eso sin que nada grande haya renacido en sus vidas. Sóo puede celebrar la Navidad quien se atreve a creer que Dios puede nacer entre nosotros, en nuestra vida ordinaria.

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¡Felices los que en medio del bullicio, en medio del ruido de las

fiestas, en medio del ruido del comercio sepan acoger con corazón humilde, con corazón agradecido, el Regalo que Dios nos quiere dar! El Regalo de un Dios- Niño, Vida Nueva: «Les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor» (Lc. 2, 10-11). Para ellos es la Navidad. Preparémonos entonces para recibir de Dios lo que El quiere hacer por nosotros pero no lo quiere hacer sin nosotros.

Necesitamos el Adviento porque necesitamos que la vida nuestra

tenga sentido, necesitamos caminar con rumbo, tener ilusiones, necesitamos recuperar la capacidad de soñar. Pero soñar no es quedarnos dormidos, es tener ilusiones, que se realicen nuestros sueños, que valga la pena trabajar, que valga la pena la familia, que valgan la pena los amigos. Que tenga sentido la vida, que tenga sentido nuestro caminar.

Por eso debemos permanecer en humilde y en constante búsqueda,

atentos a las inquietudes y a las objeciones, abiertos a la vida concreta de los hombres, vida de laicos que están sumergidos en la ambigüedad del mundo, de lo diario, de sus condicionamientos. Vida familiar, vida profesional, vida escolar, con las relaciones concretas que constituyen la vida humana, abiertos a la realidad humana de todos los días, siempre en búsqueda.

El anuncio de Adviento nos lleva a discernir, a distinguir el aspecto

concreto que toma para nosotros el Reino de Dios. Para que en nuestra actividad diaria, en nuestro caminar diario, descubramos cual es el proyecto de Dios sobre nuestra vida e integremos nuestros proyectos en ese Proyecto de Dios.

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No se trata simplemente de que vivamos, de que simplemente actuemos, porque podemos actuar mucho, hacer muchas cosas pero sin alma. Necesitamos asimilar lo que hacemos. No simplemente cumplir con el deber, cumplir con un horario, llenarnos de actividad, sino asimilar lo que hacemos, sentir lo que hacemos, apasionarnos por la vida. Necesitamos tener pasión por la vida.

Cristo no es un pasado remoto. Cristo es un Resucitado que esta vivo.

Es el Resucitado vivo que está presente en medio de nosotros. El Reino de Dios ya está aquí, en la realidad viva de la Iglesia, en la realidad viva de los sacramentos para nosotros. Nosotros estamos comprometidos en la edificación del Cuerpo de Cristo y esperamos su venida gloriosa.

Mientras tanto, mientras llega esa venida gloriosa, nos

comprometemos con este caminar a transformar nuestro mundo. La tradición que anima la vida de la Iglesia no es estática, es dinámica. Está integrada a la Iglesia que camina, a la Iglesia en marcha, como cualquiera que lleve consigo su experiencia pasada. Todos, en nuestro camino, traemos y llevamos con nosotros la experiencia pasada. La Iglesia no puede dejar de lado la experiencia de 20 siglos, pasando por generaciones, por culturas, por razas, por momentos de gloria y por momentos de sufrimientos.

Cada uno debe sentir que está invitado a entrar en una grande historia

en camino, en donde cada uno, si lo quiere, puede trabajar para llevar esa historia adelante, según el programa de Cristo junto con su Espíritu, junto con todos sus hermanos. Dios no es un Dios de muertos sino el Dios de los vivos.

Necesitamos el Adviento porque necesitamos que tenga sentido

nuestra vida. Por eso el Adviento es una necesidad vital.

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ADVIENTO, TIEMPO Y OCASIÓN DE TESTIMONIO

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stamos caminando en el Adviento tiempo de esperanza, de compromiso, de conversión, de vigilancia, de fe. Pero todo esto hay que testimoniarlo, hay que expresarlo, hay que dar cuenta

de la fe, hay que dar cuenta de la conversión. Somos pregoneros de esta experiencia de Dios, testigos: «Den culto al Señor, Cristo, en sus corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida razón de su esperanza» (1Pe. 3, 15).

El Adviento es tiempo y es ocasión de testimonio. La acción de testimoniar consiste, reside en reportar lo que se ha visto y se ha oído. Y ¿cómo? Relatándolo, contándolo. El testigo relata, el testigo cuenta, narra y así reporta lo que ha visto y ha oído. Por consiguiente, el testigo debe ser veraz, no mentiroso; de lo contrario, no sirve su testimonio. Además el testimonio es una declaración a favor o en contra, de cara a una absolución o a una condena. El testimonio es cosa seria, no es un juego.

El Adviento no es juego, no es superficialidad. El Adviento es un

tiempo muy especial. Es un tiempo especialísimo de compromiso, porque es un tiempo en el que se revive y se reaviva nuestra alianza, ésa que adquirimos en el Sacramento del Bautismo.

Recordemos que cuando se entrega la luz, en el caso de nuestro Bautismo, cuando niños, a los Padres y Padrinos, se les dice: «Ustedes tiene que mantener la llama de esta luz, porque tiene que brillar por su conducta, y dar testimonio de esta nueva vida».

Entonces el testigo, no es un mero espectador; el testigo es un

ayudante de la justicia. Finalmente, el testigo queda implicado en su testimonio, es decir, testimonia en conciencia. Por eso cualquiera no puede ser testigo. Yo no puedo prestarme a ser testigo por el simple hecho de que hace falta alguien que «sierva» de testigo, como si tratara de buscar «extras» para una película. Porque «nadie da lo que no tiene»: si no he visto, si no he oído, ¿cómo y de qué voy a testimoniar? ¿Qué es lo que voy a relatar? ¿Qué voy a narrar?

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El testigo se identifica con una causa y se compromete hasta el final, con riesgo, a veces, de su propia vida. Por eso hay testigos verdaderos y hay testigos falsos.

Según la Biblia, el profeta es el testigo de Dios que relata, que narra ante los seres humanos lo que escucha. El profeta anunbci9a el mensaje, da testimonio de la Palabra de Dios, para que haya conversión de personas, para que haya transformación de estructuras, aún a costa de no ser entendido o de ser sacrificado.

Nunca fue cómodo ser profeta, ser verdadero profeta; es que también hay falsos profetas, aduladores de los reyes, como hay falsos testigos: «Guárdense de los falsos profetas, que vienen a ustedes con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, pero el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos» (cfr. Mt. 7, 15-18). Ser testigos es un honor, es una dignidad, es un compromiso porque el testigo queda implicado en su testimonio.

El Adviento nos está educando, nos está dando pautas, nos está orientando. Somos un pueblo que avanza buscando, pero con una seguridad bien fundamentada. Así, pues, ya que estamos esperando la venida de Cristo, en este tiempo del Adviento reconozcamos que estamos necesitados de la misericordia del Padre para poder rechazar la maldad del pecado y para testimoniar una vida nueva. Pues para eso queremos el encuentro con Dios, para pregonarlo, para anunciarlo, para relatarlo, para contarlo, para poder decirles a los demás: «Hemos encontrado...» (Jn. 1, 41.45).

En efecto, ésa era la gran experiencia que compartían los que eran llamados. «Ustedes que buscan?» (Jn. 1, 38a) les dijo a los discípulos. A la pregunta «Maestro, ¿dónde vives?» (Jn. 1, 38b), El les respondió: «Vengan y Vean» (Jn. 1, 39) y les permitió encontrarlo. Y luego, cuando ellos se encontraban en su camino a otros, les decían «Hemos encontrado. . .» (Jn. 1, 41.45). Es decir, se hacían testigos.

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Con humildad y sinceridad reconocemos que, a veces, nuestro comportamiento no es coherente, porque, llamándonos cristianos, actuamos en nuestra vida diaria como si fuéramos paganos, de espaldas al Evangelio. Es decir nos falta testimonio. Somos insolidarios con los marginados, con los enfermos, con las personas que nos necesitan, indolentes, pasamos como extranjeros al dolor de los demás. Es decir, nos falta testimonio.

Por nuestra dejadez para revisar nuestro compromiso, por nuestro

comportamiento no evangélico, siempre dando disculpas, siempre justificándonos, sin convertirnos de verdad, no damos testimonio, no somos testigos. En estas circunstancias, no estamos en Adviento porque no podemos llegar a la experiencia del encuentro si no estamos en el camino de la búsqueda.

El Adviento, para que podamos llegar al testimonio, es un tiempo de

conversión y es un tiempo de revisar la vida. Hemos querido, desde que iniciamos este camino del Adviento, ir señalando las rutas desde la Palabra de Dios para que aprovechemos este tiempo de gracia, porque el favor de Dios, su presencia, su oferta, siempre es una oportunidad. A nosotros nos corresponde decirle que sí o decirle que no. Esperamos que Dios, el Padre, que es rico en misericordia, no permita que la falta de esperanza paralice nuestra vida de fe y nuestro compromiso de caridad. Que nos guíe al encuentro con su Hijo Jesucristo para que nosotros de nuevo podamos participar en las tareas de su Reino.

Jesucristo es la piedra angular; en El hay seguridad. No podemos

nosotros temer si la edificación de nuestro proyecto de vida, de nuestro proyecto de familia, de nuestro proyecto de sociedad, la hacemos sobre esa piedra, porque en Jesucristo hay seguridad. En nosotros, hay angustia, hay desconfianza, hay miedos, hay muchos miedos, pero en El hay seguridad: «Todo lo puedo en Aquél que me conforta» (Flp. 4, 13).

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Esta piedra ha sido modelada por el viento y por el agua a lo largo del tiempo, pero en esencia permanece inconmovible porque «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre». Cristo es la piedra verdadera. Cristo es la piedra angular, la única que es y permanece inalterable. Por eso en El hay seguridad y en El, el testimonio es sólo, es cierto, es seguro.

Sobre esta piedra nosotros queremos construir una fe sólida, una fe

fuerte y que sea tan sólida y que sea tan fuerte que fundamente, que cimente nuestra vida cristiana. Y queremos sobre esa pedra construir una comunidad que se distinga más por sus hechos que por sus palabras. Los hechos verifican la autenticidad de las palabras. Los hechos están transmitiendo la certeza de la fe.

Seremos testigos de los hechos pero sólo si construimos sobre la

piedra angular: allí hay veracidad, allí hay verdad, allí hay seguridad, allí hay firmeza. En esta Piedra, símbolo de Cristo, ponemos nuestros anhelos, queremos que perdure nuestra fe a lo largo de los años.

Nosotros queremos que nuestra vida se modele, se construya en el

amor y en la justicia, que no tropecemos en ella por nuestras ansías de poder o de riquezas, que un día se haga realidad en sus cimientos el Reino de Dios. Por eso tenemos seguridad si ponemos en el Señor nuestra esperanza. Para que el mundo pueda sonreír, tener esperanza, vivir alegre, necesitamos testimonio. El testimonio de la presencia de Dios, el testimonio de la verdad y la justicia. Necesitamos testigos.

El Adviento es tiempo de testimonio y uno que da testimonio con la

vida es Juan Bautista. Por eso es una de las figuras que sobresalen en el tiempo del Adviento, entre las figuras que preparan el Advenimiento del Señor. La liturgia del tiempo del Adviento nos presenta con insistencia, la figura del precursor. Leamos un pasaje del Evangelio según san Mateo: «Jesús dijo: Sí, Elías tenía que venir a restaurarlo todo pero les digo, que Elías ha venido ya, y no lo han reconocido sino que han hecho con él lo

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que han querido. Del mismo modo van a hacer padecer al Hijo del Hombre. Entonces entendieron los discípulos que se refería a Juan Bautista» (Mt. 17, 12-13).

En este pasaje la misión de Juan Bautista se ilumina con una

comparación con Elías y con su regreso, que en la vida de Israel se esperaba como una manifestación del cumplimiento de las promesas de Dios, porque Elías desempeñó un papel trascendental, tanto que llegó a ser como una de las figuras síntesis del profetismo. Elías llegó a ser una figura tan destacada, que se esperaba que el Mesías de Dios, el Ungido, vendría como un nuevo Elías. Aquí, hablando del Bautista, se lo compara con Elías, gran testigo.

Jesús acoge en cierto modo, la idea popular que se tenía en ese

tiempo sobre el regreso de Elías. Idea que se basa en los textos del profeta Malaquías o del libro del Eclesiástico. Jesús acoge esa idea popular haciendo dos aclaraciones: Ante todo, Jesús dice que Elías ya ha regresado y esta creencia popular se realiza en el Bautista. En segundo lugar, Jesús ve en el modo como murió el Bautista, cuyo martirio es una prefiguración de lo que el Hijo del Hombre tendrá que sufrir. Por eso les dice: «Elías ha venido ya y no lo han reconocido sino que han hecho con El cuanto han querido, así también, el Hijo del Hombre ha de padecer por parte de ellos» (Mt. 17, 12).

De este pasaje del Evangelio, nosotros podemos concluir que la

misión del Bautista, la misión del precursor, no es solamente un anuncio hecho con palabras sino también testimonio encarnado en la vida. Por eso decimos que alguien que da testimonio con su vida es Juan el Bautista. Es imitación de Jesús y es preparación a su destino de sufrimiento: hasta en eso fue precursor. Precursor también. no sólo del nacimiento de Jesús sino también de su muerte. Testigo que selló con su sangre la veracidad y la fidelidad de su palabra. Por eso sobresale esta figura en el Adviento, una figura extraordinaria pero, al mismo tiempo, sencilla, porque es el

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hombre modesto, el hombre austero pero es el hombre fiel. Y esa fidelidad será indudablemente recompensada, porque nadie ha recibido nunca jamás un elogio como el que recibió Juan el Bautista. Jesús les dijo un día las gentes: «Yo les aseguró que no hay entre los nacidos de mujer, nadie mayor que Juan Bautista» (Mt. 11, 11).

¿Que más elogio podemos imaginar nosotros, si ese elogio a Juan

Bautista lo está haciendo Jesús?. No es cualquier personaje, por importante que sea, de la muchedumbre, el que felicita de esa manera al Bautista; es Jesús el que se expresa con esas palabras de Juan Bautista. En el bautista encontramos la experiencia de la fidelidad premiada, recompensada. El, figura en el Adviento, es un testigo fiel, testigo veraz.

Nosotros, aquí y ahora, somos llamados a preparar el camino del

Señor que viene. Cada uno debe inspirarse en este testimonio con las palabras, con los hechos, con la vida. La vida empleada en la caridad, a partir de la Eucaristía que celebramos, nos hace verdaderamente precursores de Cristo. Nos hace capaces, en cierto modo, de preparar su venida en el corazón de los hombres y en las diversas expresiones de la vida social. Aún en las expresiones de más sufrimiento y de más dificultad podemos preparar, anunciar la venida del Señor. Pero con una vida comprometida, con una vida encarnada, con un testimonio. El testigo es el que anuncia, el que relata, el que cuenta lo que ha visto y ha oído: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de vida, pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y les anunciamos la Vida eterna, que estaba junto al Padre y que se nos manifestó - lo que hemos visto y oído, se lo anunciamos, para que también ustedes estén en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Les escribimos esto para que nuestro gozo sea completo» (1Jn. 1, 1-4).

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El Adviento es un tiempo muy propicio para que de nosotros salga esa proclamación, el testimonio de las maravillas que hace Dios en nuestra vida. Que nosotros podamos encontrarnos en familia, con nuestros hermanos, con nuestros seres queridos, en el vecindario, en la parroquia, en el sector, en el lugar de trabajo, en el centro de estudios y podamos decir: «Hemos encontrado . . .» (Jn. 1, 41.45). De esta manera, nuestra alegría «será completa» (cfr. 1Jn. 1, 4).

Esperamos que la gracia del Adviento nos permita comunicar la

Buena Noticia de ese encuentro a nuestro alrededor para que podemos provocar en otros también, al menos, el deseo de buscarlo. Dejemos un interrogante a nuestro alrededor por nuestro modo de vivir. Que el Adviento nos sirva para que dejemos inquietudes en nuestros hermanos, que nos vean vivir de tal manera que ellos nos puedan preguntar: «Ustedes cómo hacen para mantenerse en paz y alegres en medio de las dificultades comunes, humanas, de los problemas, de las crisis?... Sin ser de otro planeta, ¿ustedes cómo hacen para tener esperanza, para mirar al futuro?». Demos testimonio. La acción de Dios en nosotros nos está capacitando para vivir de esta manera y para «dar razón de nuestra esperanza» (1Pe. 3, 15).

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ADVIENTO: EL TESTIMONIO EXIGE COHERENCIA

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ecimos que el Adviento nos invita a dar testimonio, nos invita a ser consecuentes en nuestra vida para que haya coherencia entre lo que proclamamos, lo que anunciamos y lo que vivimos.

Porque los hechos, la conducta, el comportamiento son los que verifican la autenticidad de nuestra fe.

El Señor les advertía a las gentes que escuchen lo que les enseñan

en las Sinagogas los Maestros de la Ley pero que no hagan como ellos, porque ellos no hacen lo que dicen: «En aquel tiempo Jesús habló a la gente y a sus discípulos diciendo: En la cátedra de Moisés se han sentado los letrados y fariseos: Hagan y cumplan lo que les digan pero no hagan lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen» (Mt. 23, 2-3; cfr. 23, 1-39).

Meditemos un poquito estas palabras, dentro de esta preparación

para el Adviento como tiempo de testimonio, como exigencia de testimonio. Nosotros, cristianos, tenemos una gran responsabilidad en nuestro mundo, en nuestros sectores, en nuestras parroquias, en nuestra Iglesia, en nuestros ambientes de trabajo en donde se realiza nuestra vida, nuestra existencia diaria cristiana. Somos fermento, tenemos una misión, somos testigos (cfr. Mt. 5, 13-16).

Que estas palabras del Señor nos ayuden a reflexionar porque nos

están ayudando a prepararnos para que el Adviento sea realmente una experiencia de gracia, para que el Adviento nos prepare realmente al encuentro salvador.

¿Qué suscitan en nosotros esas palabras que encontramos en el

evangelio de san mateo? Reconozcamos que es muy difícil «hacer» y, en cambio, es tan sencillo «decir». La coherencia entre el decir y el obrar, entre el pensar y el realizar, es condición básica para ser discípulo de Jesús. Porque Jesús hizo y dijo, no como los letrados y fariseos, que «dicen y no hacen».

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El testimonio exige coherencia entre decir y hacer, pensar y obrar. No pensemos una cosa y hagamos otra, no proclamemos una certeza si en la práctica vivimos lo contrario, porque si no hay coherencia, no es Adviento, no preparamos el advenimiento.

Continúa el Señor dirigiéndose a los dirigentes del Pueblo, a los

maestros de la Ley para reclamarles que imponen cargas sobre los demás y ellos no se esfuerzan ni en lo más mínimo: «Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a las gentes en los hombros, pero no están dispuestos a mover un dedo para empujar» (Mt. 23, 4). Estas mismas palabras son para nosotros hoy, para mí, para ti, para todos. Es que somos, a menudo, inconsecuentes, incoherentes. El Adviento es tiempo de reconocer con humildad que nos hace falta sr coherentes, testigos veraces.

Exigimos a otros lo que nosotros no hacemos. Pensemos en esa

comparación que emplea el Señor: la alegoría de la «carga pesada», el «fardo pesado», evoca al esclavo con las espaldas doloridas, encorvado, porque tiene que cargar un bulto pesado. Esa comparación evoca al pobre amenazado por la muerte, al desempleado en búsqueda angustiosa de trabajo.

Esta palabra tiene actualidad: pensemos en todos esos hermanos

nuestros que andan doblegados por los problemas de la miseria en la vida, de la falta de oportunidades, de la injusticia, de la opresión, de la explotación. Cargas pesadas que doblan sus espaldas y tienen que caminar casi que arrodillados. «No empujar ni con un dedo», significa no hacer nada en la sociedad, esperando que sean otros los que resuelvan los problemas.

Reconozcamos que hay muchas maneras de llamar la atención, de

querer sobresalir, de hacerse notar, como lo está denunciando el Señor Jesús cuando cuestiona a los maestros de la Ley: «Todas sus obras las

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hacen para ser vistos por los hombres; ensanchan las filacterias y alargan las orlas del manto; quieren el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les llame "Rabbí"» (Mt. 23, 5-7). ¡Cómo nos duele cuando nadie se fija en nosotros! ¡Cómo nos duele cuando nos sentimos relegados! Las cintas de las cuales habla el Evangelio, las borlas, los adornos, son ráfagas de vanidad. Los primeros puestos, los asientos de honor en la Sinagogas, significan instalación, significan dominio de bienes y ejercicio de poder y eso nos gusta.

A todo el mundo le gusta aparecer, ostentar, ser visto, elogiado y

admirado... luchamos y nos esforzamos y estamos dispuestos aún a perder la dignidad por conseguir esas dignidades. Nos gusta que nos llamen «maestro» (cfr. Mt. 23, 7): la palabra «maestro» viene del latín «magister» o «magis», que equivale a «grande», «más que otros», «señor de esclavos»... En cambio, «ministerio» viene de «minus», que significa «menor», «cosa pequeña». Como, infortunadamente, nos domina una estructura de «poder» y fácilmente nos domi9na una ambición de poder, entendemos los ministerios, servicios, en términos de «poderes». En este contexto, nos gusta que nos digan «maestros»... ¿Sí somos maestros? No seremos, más bien, menores? ¿No seremos más bien pequeños?

Pero nos gusta aparentar, nos gusta reclamar títulos y nos gusta que,

aunque no los tengamos, nos den los títulos. El Señor nos dice que no llamemos la atención de esa manera aparente; que seamos verdaderos, que teniendo la verdad no tenemos que hacer bulla, teniendo la verdad no debemos inventarnos títulos porque la verdad se impone.

La luz aparece, la luz no tiene que hacer nada especial para hacerse

notar; si es luz, aparece. Continúa la lección del Evangelio: «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar "Rabbí", porque uno solo es su Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llamen a nadie "Padre" suyo en la tierra, porque uno solo es su Padre: el del cielo. Ni tampoco se dejen llamar

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"Instructores", porque uno solo es vuestro Instructor: el Cristo» (Mt. 23. 8-10).

Preguntémonos entonces, a la luz de esta Palabra, si somos en

realidad hermanos, nosotros los creyentes en Jesús. ¿Somos miembros de la comunidad de fieles, de la comunidad fraterna? No olvidemos que ser «hermano» es más que ser «compañero de grupo», más que ser «condiscípulo», más que ser «vecino». Ser Hermano es reconocer únicamente como Padre a Dios, el mismo Padre de Jesús. Sin embargo, ¿cómo nos gusta ser jefes, líderes, guías, cómo nos gusta hacer sentir que «aquí mando yo»!

Este mensaje del evangelio de San mateo nos tiene que preparar para

abrirnos a la acción transformadora del Señor que viene. El que manda es el Señor; sólo El es el Señor. Es terrible suplantar a Dios y creernos maestros, padres, responsables, dueños, jefes. No podemos suplantar a Dios. «El primero entre ustedes sea su Servidor, el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido» (Mt. 23. 11-12).

Toda persona, especialmente quien tiene alguna responsabilidad en la

comunidad hacia los otros, todo responsable en la Iglesia, no sólo debe ser hermano, sino que deberá mostrar con hechos las disposiciones del servidor, es decir, las disposiciones del «Siervo de Yahvé». La Iglesia del Señor, logra ser verdaderamente «Iglesia» si quienes la forman son hermanos, es decir prójimos del desvalido, servidores entregados, hijos atentos del Padre, discípulos de Jesús. ¿Somos eso? ¿Somos discípulos de Jesús, hermanos de los hombres, hijos de Dios? ¡Solamente así seremos Iglesia!

Todo esto que nos motiva en el Adviento, los mensajes, los cantos,

especialmente la Palabra, nos dispone a que entremos en una manera nueva de pensar para una manera nueva de actuar. Y hagámonos presentes nosotros, fieles, para adorar al Dios vivo y verdadero y a su

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enviado, Jesucristo. Estamos convocados a hacernos presente, nosotros los fieles para venir a adorar.

Adviento, tiempo de testimonio. Preparación para el encuentro con el

Señor que quiere ser Dios con nosotros y con nosotros quiere realizar una Alianza, un pacto que salva, pero un pacto que compromete. Según el Nuevo Testamento, el prototipo de testigo es, por supuesto, Jesús de Nazareth. No es cualquier testigo, es Testigo veraz del Reino de Dios porque El testimonia la Vida o la Palabra de Vida. Es «Testigo fiel y veraz» (Ap. 3, 14).

Jesucristo es «Testigo fiel y veraz», en un juicio en el que El es

juzgado, a la vez que nos juzga a nosotros, porque el reo se convierte en juez. Toda la vida de Jesús en los evangelios se presenta como un «proceso judicial». No se dejó atrapar por lo partidismos, defendió a los pobre y pecadores, no estuvo al margen de los conflictos, fue coherente con su práctica. Se jugó la vida. Sencillamente por eso, El es «Testigo veraz» y es «Testigo fiel׃, es «Testigo conciente». En una palabra, Jesucristo es «Testigo total» y, por eso, es el Servidor sufriente, es el Justo perseguido, es el Profeta asesinado. La muerte de Jesús es un martirio o testimonio permanente y eficaz. Y esto es consecuencia del modo como El vivió.

¿En qué circunstancias de nuestra historia, aquí en nuestra realidad,

estamos preparándonos para el acontecimiento del Dios con nosotros? ¿En qué ambiente estamos haciendo la preparación del Adviento? Somos creyentes en un mundo dominado por anti-valores, en una sociedad que se desmorona porque pierde los principios, tambalea porque esta perdiendo las bases: corrupción rampante por todas partes, enriquecimiento ilícito, violencia intrafamiliar, inseguridad miedosa en las ciudades y aldeas, desigualdades sociales cada vez más escandalosas, fanatismo religioso que también causa violencia, terrorismo, desprecio por la vida, atropello a los derechos humanos, miseria inhumana en grandes

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mayorías de nuestros hermanos, ausencia del compromiso ético en la política, etc. Ese es el ambiente que espera el testimonio veraz de los cristianos.

Somos creyentes, testigos del Evangelio de la vida, en una sociedad

que desprecia la vida, de muchas formas. Somos testigos en un mundo de increencias, en una sociedad cargada de injusticias. «La Iglesia y los cristianos -nos dice la Constitución del Vaticano II sobre la Iglesia- deben dar testimonio de aquella esperanza que está en ellos» (ccvr. Vaticano II, Const. LG. 10).

Ya les había dicho a los primeros cristianos y desde allí a todos

nosotros, San Pedro: «El cristiano tiene el deber de dar razón de su esperanza» (1Pe. 3, 15).

El Papa Pablo VI decía que el porvenir de la humanidad, está en

manos de quienes sean capaces de darles a las nuevas generaciones «razones para vivir y razones para esperar».

Necesitamos en un mundo de absurdo, en un mundo desilusionado,

en un mundo que perdió la capacidad de soñar, de tener aspiraciones e ilusiones, necesitamos un profetismo de esperanza para combatir el absurdo de tantas ideologías de muerte, de tantas ideologías de fracaso, de tantas ideologías que acaban con toda ilusión. Necesitamos ser profetas de la Esperanza, puesto que la totalidad de la vida cristiana es un compromiso de testimonio.

El Adviento es tiempo de testimonio: testimoniemos la esperanza,

mostremos que tenemos seguridad. Esto no significa que se hacen fáciles nuestras horas. El Señor Jesús también tuvo momentos muy difíciles. El no suprimió los momentos difíciles, tampoco los hizo fáciles, sino que los convirtió en gracia.

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En este tiempo santo de Adviento tenemos que orar mucho, elevar nuestras súplicas a Dios Padre para que despierte el corazón de los fieles, para que nos prepare a todos a la venida gozosa del Señor. Orar muchísimo para que la venida del Príncipe de la Paz apague los odios y las violencias, para que ponga fin a la injusticia y establezca su Reino en medio de los seres humanos.

Aquí, en nuestra Patria, en nuestra sociedad, en nuestros sectores, en

nuestras ciudades, en nuestras familias, necesitamos la paz, establecer la armonía, la concordia, para que el Señor reconforte a los oprimidos, proporcione a los pueblos el desarrollo necesario, para que vele con su Providencia por los pobres y los marginados. Para que la venida del Señor sea para todos fuente de paz. Por eso tenemos que orar mucho.

Pero también darle gracias al Señor y Dios nuestro porque creó el

Universo, todas las creaturas y a la mujer y al hombre a su imagen y semejanza. Es cierto que todavía hay mucho por hacer. Nos queda mucho trabajo para conseguir un mundo más humano, pero también aquí y allá hay signos de esperanza. Queremos cooperar en los procesos de pacificación, conseguir que reine la justicia sobre el racismo, sobre la intolerancia. Que todo se edifique sobre la Piedra Angular, que es Jesucristo el Señor. Sigamos preparándonos pero estemos bien dispuestos, con buena voluntad.

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EL ADVIENTO DESEMBOCA EN LA NAVIDAD

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l final del Adviento entramos en el inicio de la «Novena de Navidad», y de la última preparación para que el nacimiento del Salvador sea un encuentro de Fe, un encuentro de Esperanza,

para que este caminar en la fe haya servido para reencontrarnos con nosotros mismos, para reencontrarnos con la comunidad y para llegar juntos a vivir la experiencia de Cristo Salvador. Con el comienzo de la Novena de Navidad iniciaos ya el último tramo de la peregrinación de Fe hacia el pesebre.

Entramos en el ambiente de la Navidad hacia el cual nos condujo el

Adviento. Al terminar el Adviento queremos entrar en el ambiente del anuncio de la Navidad. La Navidad, fiesta popular. Es la fiesta que se centra en el Niño Jesús y, alrededor de El, en el pesebre, en el árbol, en los villancicos. Pero es también una fiesta familiar que reúne a todos los miembros de la familia para vivir la experiencia de lo que significa la vida de hogar. Y, además, es una fiesta fraternal: es la oportunidad para que los amigos intercambien buenos deseos, intercambien detalles, obsequios, regalos.

Pero la Navidad también ha adquirido un sentido comercial, porque en

estos días tiene relieve lo que hace con la navidad la sociedad de consumo: se decoran las casas, se iluminan las calles, los locales. Incluso la Navidad sirve de ocasión, de oportunidad, para los discursos de los mandatarios de turno. No se puede abarcar con una sola palabra toda la resonancia de lo que es la Navidad. En medio de esta múltiple diversidad de orientaciones, de significados, de sentidos, es necesario que nos preguntemos por el sentido cristiano de la Navidad.

Y precisamente este es el objetivo del pregón de la Navidad que

seguirá al pregón del Adviento. Este es el objetivo de esta palabra final que queremos hacer llegar y compartir. Navidad es el acontecimiento que da un rumbo distinto a la Historia. Debemos llegar a celebrarlo bien, a

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celebrarlo con ganas, a celebrarlo preparados. Es fundamental que descubramos este sentido cristiano de la Navidad.

En la Navidad, conmemoramos el Nacimiento histórico de Jesús, es

decir, celebramos el Misterio de Dios hecho Hombre, la manifestación del Señor en la Historia. El Verbo, la Segunda Persona de la Trinidad adquiere la experiencia humana, asume la condición humana. Nos asume en serio porque se hace verdaderamente hombre. La Encarnación de Jesús es abajamiento que terminara en la muerte (cfr. Flp. 2, 6-11).

Con la muerte y la resurrección de Jesús se inicia el retorno al Padre,

pero ese retorno se realiza después de haber venido a compartir lo nuestro, después de haber entrado en nuestra historia, después de haberse hecho Dios con Nosotros. La Navidad conmemora esa primera venida del Hijo de Dios en la Encarnación y su Nacimiento para darle sentido nuevo, para recuperar la historia, para recuperar la vida, para recuperar la persona humana.

La Navidad, para la cual nos ha preparado el Adviento y nos sigue

preparando todavía en este último tramo de la peregrinación, a través de la novena, nos descubre quién es Jesús, cuál es la Buena Noticia de Jesús, nos muestra la pobreza en la que se encarna Dios y nos invita a celebrarla en paz, con alegría, con sobriedad. Manifiesta que Dios se ha hecho «en todo semejante a nosotros en todo menos en el pecado».

La navidad da a conocer la benignidad, el amor, la ternura de Dios

con nosotros. La Navidad es la fiesta de la ternura de Dios, de su condescendencia, de su cercanía absoluta, de su amor, que es misericordia, que es tomarnos en serio, es invitarnos a compartir su vida.

Ante la grandeza del Misterio de Dios encarnado, la actitud de la

Iglesia y de los cristianos es de admiración, de alabanza, de

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contemplación, de agradecimiento. Esas son las actitudes con las que queremos entrar nosotros en la Navidad, como fruto del Adviento.

El Adviento nos enseñó a esperar, a tener paciencia, a rectificar los

senderos, a prepararnos para la acogida. Entonces entramos de una manera muy especial en el ambiente de la Navidad. Entramos de una manera muy especial en el ambiente de este encuentro salvador que nos tiene que cambiar, que nos está proponiendo hacer una civilización distinta, construir la «civilización del amor», construir familias que se fundamenten en el amor, en el respeto mutuo, en la tolerancia, en la práctica de la virtudes, en la experiencia de la Fe. Alegrémonos en este Señor que viene. Que el gozo de nuestros corazones nos disponga a celebrar dentro de pocos días la Navidad, la memoria de la Encarnación de Jesús, el Hijo de Dios, la aparición de su amor en nuestra historia. Celebrar el Misterio nos permite recuperar la esperanza.

Que la alegría nos una, que la paz llegué al mundo entero. Que nos

preparemos para decir de todo corazón: ¡Feliz Navidad! a quienes nos rodean. Si los hemos engañado, si hemos fallado, si hemos pecado, recuperemos, en esta oportunidad que el Señor nos brinda, la paz, la tranquilidad. Es que la Navidad es la cima más alta de la entrega del compromiso de Dios para con nosotros y de nuestro compromiso con nuestros hermanos. Porque «tanto amó Dios al mundo - nos dice la Sagrada Escritura- que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn. 3, 16). Por eso la Navidad es fiesta de la vida, es fiesta de la vida de la familia humana, es fiesta de la vida del Universo, es reconciliación con la vida.

Los compromisos de Dios se llevan a cabo de la manera más plena

en la Encarnación. Ahora sabemos lo que encierra esa extraordinaria promesa de fecundidad que Dios le hizo a Abraham (Gn. 12, 2), la promesa de la descendencia que Dios le hizo a David (2Sm. 7, 12-14). de esa Alianza que Dios propone por pura iniciativa de Amor (Ex. 19, 4-6).

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Ahora comprendemos lo que eso significa en la vida del Dios hecho Niño, en la Vida de Dios que nos toma en serio, en la vida de Dios que se hace «Dios con nosotros» Ahí comprendemos el alcance de toda esa promesa que animó el Adviento, que animó la esperanza del Pueblo que deseaba que llegará el Salvador.

Del árbol frondoso de generaciones y generaciones que se

mantuvieron con Dios, viviendo de la esperanza, de allí va a brotar el retoño de David (Is. 11, 1-8), el retoño que es el Mesías, el retoño que es Jesús, el Hijo de Dios vivo. Primogénito de una humanidad nueva, cabeza de una humanidad recreada.

A ese anuncio los Pastores, los Magos respondieron con fe y por supuesto María respondió con fe (cfr. Lc. 2, 8-18; 1, 26-38; Mt. 2, 1-12). También nosotros estamos respondiendo con fe. Tenemos que reconocer en el Niño al Hijo de Dios, El que nos trae la Salvación y llegamos a adorarlo, llegamos a proclamar que somos creyentes, llegamos a celebrar la fiesta de la fe. El es el Cristo, el Hijo de Dios vivo. A El lo esperamos; por eso le damos gracias, por eso nos disponemos de la mejor manera para que toda la preparación para la Navidad sea una experiencia de gracia, una experiencia de una fe que quiere madurar más, una fe que quiere crecer, una fe que quiere comprometerse más.

Todas las Navidades son iguales, sin embargo, cada Navidad es

única. No pudo ser la misma Navidad, la de tus tres años, cuando apenas descubriste, traveseando, el pesebre. Ni tampoco la de tus años de escuela cuando empezabas a descubrir el Misterio de Jesús, a través de la formación cristiana. Para cada persona, cada Navidad trae una gracia única e irrepetible. Si dejamos perder esa gacia, ya no volverá nunca.

La Novena de Navidad es una preparación para nuestro encuentro

con Jesús. Las reflexiones que presentaremos en la Novena de Navidad, son una orientación encaminada a ayudarnos a crear el ambiente

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propicio, personal, familiar y comunitario, de acogida para esperar y recibir a Dios que viene.

Y ¿cómo esperamos a Dios que viene hacia nosotros? Yendo hacia

El. Por eso estamos invitando a que a nos reunamos, en la etapa final del Adviento, en torno al Pesebre para orar, para crear el ambiente, para disponernos, para tratar de llegar a Dios. «Ir donde El» (Mc. 3, 13b) es la manera de esperarlo porque viene hacia nosotros.

La Navidad, exige preparación. La Navidad nos pide estar dispuestos,

nos pide querer que El venga. Navidad es una fiesta realmente hermosa del calendario cristiano. Es una fiesta que estremece tan profundamente el corazón humano, hasta llegar a ser el único tiempo del año en que hay treguas en los campos de batalla, en que los adultos olvidan sus problemas y disfrutan ingenuamente como si fueran niños.

A la palabra Navidad, esta ligado todo un universo de símbolos: la

estrella, las velas, la bombas resplandecientes, el pino, el pesebre, el buey y el asno, los pastores y, sobre todo, José, la Virgen, el Niño que reposa sobre pajas. Ellos constituyen el eco del mayor acontecimiento de la historia, la Encarnación de Dios.

Esos símbolos nacieron de la fe y hablan al corazón. Hoy sin

embargo, estos símbolos han sido recuperados por el comercio y son una llamada a nuestro bolsillo. A pesar de todo la Navidad guarda aún su sacralidad inviolable. Toda vida es sagrada y nos remite a un misterio sacrosanto. Por eso todo atentando contra la vida es una agresión a Dios mismo. En el Niño de Belén, la fe celebra la manifestación de la vida y la comunicación del Misterio. La intuición de esta profundidad no se ha perdido de nuestra sociedad a pesar de la secularización, a pesar de que se han perdido muchos valores, a pesar del materialismo, porque, gracias a Dios, todavía sigue habiendo disponibilidad para la fe.

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Navidad es más que todos sus símbolos, sobre todo más que todos sus símbolos manipulados. Navidad es una fiesta más rica que todos los mecanismos de consumo. Digamos una palabra sobre cada uno de esos Símbolos que constituyen el Universo de la Navidad.

- El Pesebre: con él revivimos la escena del nacimiento del Niño Dios.

San Francisco de Asís fue el primero que armó un pesebre, en 1223, para mostrar a los campesinos cómo había sido el nacimiento de Jesús. Lo mismo queremos mostrar nosotros ahora. Y, sobre todo, al hacerlo en el hogar, queremos expresar que en la familia hay un sitio para Dios. Por eso seguimos teniendo esperanza.

- El Arbolito de Navidad, esta es una bella costumbre que nació en

Europa pero que hoy esta generalizada en América Latina. El pino es el árbol comúnmente usado en Navidad porque permanece verde, a pesar del rigor del invierno europeo. Es el árbol que en cualquier estación del año conserva su follaje verde de primavera. Así, lo tomamos como símbolo de esperanza, a pesar de las dificultades y en todo tiempo, especialmente en los momentos de prueba. Queremos esperar en Dios y esperar a Dios. Queremos esperar en la convicción de que, a pesar de la situación difícil por la que atraviesa Colombia, si Dios encuentra un ambiente en nuestras familias y en el corazón de cada uno, la paz será posible porque Dios es Esperanza.

- ¿Por qué regalos en Navidad? Es la forma de agradecer a Dios, el

habernos enviado a su Único Hijo para salvarnos. Ese es el Regalo por excelencia, ese es el Don. La Navidad es la celebración del Don de Dios. Por eso el ambiente de la Navidad es ambiente de regalo, de gracia. Con los regalos también damos gracias por todos los beneficios recibidos durante el año; es la forma de compartir con los demás. El Niño Dios quiere que en esta Navidad llevemos regalos a los niños de escasos recursos para que se sientan alegres y contentos, que seamos capaces de alegrar la vida de los demás, especialmente de los que sufren los

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rigores de la pobreza, del desplazamiento, del abandono. Que la Navidad nos enseñe a compartir en el nombre de Dios por el bien de los demás. Busquemos ser fraternos, ser solidarios, ser generosos y entonces estaremos con gozo celebrando la Navidad. Porque la Navidad es el comienzo de un Amor que debe perpetuarse.

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BENDICIÓN DEL PESEBRE NAVIDEÑO

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ara ambientar la Novena de Navidad que celebramos en la etapa final del Adviento, a partir del 16 de Diciembre, vamos a hacer la bendición del Pesebre Navideño. Unámonos todos

alrededor del Pesebre que esta señalando y que esta expresando el ambiente que nosotros le queremos hacer al Dios que llega. El Pesebre es un símbolo: con él estamos expresando que queremos que llegue, que llegue a la familia, que llegue a cada hogar a la ciudad, a Colombia y al mundo entero.

Que ese pedazo de nuestra casa, que ocupa hoy el Pesebre, sea

bendecido por Dios y desde allí irradie El la bendición a todos los miembros de la familia.

- En el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Alabemos y demos gracias a Dios Padre que tanto amó al mundo que

le entregó a su Hijo. En este momento de reunión de toda la familia para iniciar las fiestas

de Navidad, dirijamos nuestra oración a Cristo, Hijo de Dios vivo, que quiso ser también Hijo de una familia humana, y digámosle:

R/. Por tu Nacimiento Señor, protege a esta familia. - Oh Cristo por el Misterio de tu sumisión a María y a José, enséñanos el respeto y la obediencia a quienes dirigen esta familia. R/. Por tu Nacimiento Señor, protege a esta familia. - Tú que amaste y fuiste amado por tus padres, afianza a nuestra familia en el Amor y la Concordia. R/. Por tu Nacimiento Señor, protege a esta familia. - Tu que estuviste siempre atento a las cosas de tu Padre,

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haz que en nuestra familia Dios sea aceptado, creído y adorado y reciba el homenaje de nuestra actitud filial. R/. Por tu Nacimiento Señor, protege a esta familia. - Tú que has dado parte de tu gloria a María y a José, admite en tu Familia Eterna a nuestros familiares que ya no están celebrando con nosotros la Navidad porque Dios Padre los ha llamado a su presencia. R/. Por tu Nacimiento Señor, protege a esta familia. - Señor, Dios Padre nuestro, que tanto amaste al mundo que nos entregaste a tu Único Hijo, nacido de María la Virgen, dígnate bendecir () este Pesebre y a la comunidad cristiana aquí presente, para que las imágenes de este Belén ayuden a los adultos y a los niños a profundizar en la fe. Te lo pedimos por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo Amado, que vive y reina Contigo en la Unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los Siglos. R/. Amén.

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CONTENIDO Introducción 7 1. Adviento, tiempo de esperanza y creatividad 11 2. El Adviento en el Año Litúrgico 17 3. La «Corona del Adviento» 27 4. La Virgen del Adviento, signo de bendición 37 5. María, discípula perfecta 45 6. María, compañera hacia Belén 55 7. Adviento es camino de conversión 67 8. El Adviento nos prepara para recibir al Emmanuel 77 9. Adviento, experiencia del consuelo de Dios 85 10. Adviento es anhelo de justicia y paz 93 11. Adviento es necesidad y búsqueda de Salvación 99 12. Adviento es una necesidad vital 109 13. Adviento, tiempo y ocasión de testimonio 117 14. Adviento: el testimonio exige coherencia 127 15. El Adviento desemboca en la Navidad 137 Bendición del Pesebre navideño 147 Contenido 151

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