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Los Cuadernos de Liter@ura AL MARGEN DE MIS CLASICOS* Fernando Ortiz A CESAR LO QUE ES DE CESAR E n los ya alejados años de la niñez, mi padre me llevaba a veces a la redac- ción del periódico donde trabajaba. En cuartillas de papel malo y barato escri- bí mis primeros versos y en ese mismo papel, recién impreso, abrí los ojos a esa ente de placer que nunca se agota y que se llama literatura. A la redacción llegaban todos los periódicos españoles de aquellos años y eduqué mí gusto en las críticas de cine de Azorín, en las divagaciones del Conde de Foxá, en las greguerías de Ramón Gómez de la Serna... Pero, sobre todo, en los artículos de Cé- s. César González Ruano nos habló por vez pri- mera de Baudelaíre y de las meres tales; de los encendedores Cartier y de la costa de Níza; del arte del soneto y del misterio de unos tacones de mujer. Jamás descompuso su elegante figura, hecha de nostalgia, ironía, tolerancia y mucho talento. El día antes de su muerte publicó «ABC» un impre- sionante artículo en el que aseguraba que «morir es perder la costumbre de seguir viviendo » . Lo pequeño y lo humilde tenía siempre cabida en sus artículos. En uno de ellos nos cuenta cómo, en sus principios de periodista, los directores le obligaban a glosar alguna noticia de actualidad. Más tarde, ya sin obligación alguna, siguió siendo fiel a esa costumbre. Algo así como el píe rzado que hace más admirable a un ya de por sí admira- ble soneto. (Esta comparación le hubiera gustado al maestro, que publicó algunos libros de poesía). Apenas unas líneas en el último rincón de la sec- ción de sucesos: «Estudiante norteamericano muere ahogado en París al arrojarse al Sena para salvar a una violetera. A título póstumo le es concedida la Cruz de la Legión de Honor. » Y al día siguiente el magnífico artículo de César, entre el escepticismo y la esperanza, entre la melancolía y un amable cinismo: ¿Pero todavía existen estu- diantes que se arrojan al Sena para salvar a una violetera? ¿Pero es que existen todavía violeteras? ¿Pero existe el honor? ¿Y París, existe París? Al llegar aquí César duda más que nunca. París era go anterior a la Gran Guerra o, en todo caso, algo perteneciente al período de entreguerras. César escribió sus artículos en los cas y escri- bió muchos artículos sobre los cafés. Describió sus tipos humanos y entonó magníficas elegías a aquéllos que iban desapareciendo en la tarde, pues con ellos sentía irse su vida, que nunca podría cabalgar más en el rojo elefante aterciopelado de sus divanes ni mirse en el azogue de sus espe- 108 jos. Cuando se haga en serio la historia de la literatura de los que se quedaron, de los que eli- gieron o tuvieron que elegir el azul en lugar del rojo, se verá que no es sólo cosa de seis novelones y cuatro comedias. Esa historia está en los perió- dicos en forma de crónicas, por la sencílla razón de que los periódicos pagaban al contado a los escritores, y las editoriales no pagaban. Y entre esos escritores, César era el César. Que nadie crea que mi estima por César Gonzá- lez Ruano procede de una lectura mitificada de la infancia. Uno de mis libros de cabecera es Mis cien mejores crónicas, y nunca me ha decepcio- nado su relectura. En este año de 1983 que se nos acaba de ir se cumplió el ochenta aniversario de tu nacimiento y casi nadie se ha acordado de tí. No, no sonrías con ese gesto de estar de vuelta de todo, y aún menos, maestro, te tolero que me digas que este recordatorio lo estoy terminando m, porque me he excedido en unas gotas de sentimentalismo. Eso también lo hiciste tú de cuando en cuando. Pienso ahora en ese epitafio que escribiste a la muerte de otro grande y olvidado, Rafael Cansi- nos Asséns: «Efectivamente: unos diarios dan cuatro líneas sobre la muerte de Cansinos, y otros ni esto. Parece que mi artículo publicado hoy será el único. No sabemos ayudar la vida de los escri- tores, pero ni siquiera hemos aprendido a enterrar- los. » QUE POCO SABEMOS SOBRE ESTE MUCHACHO Me lo contaron algunos amigos de Luis Cernuda y, prácticamente, me limito a transcribir lo que me dijeron. Aunque, eso sí, tuve en mis manos algu- nas viejas tos y varías cartas y papeles ya amari- llentos con los que pude comprobar la veracidad de estos datos. La segunda vez que Cernuda estuvo en Málaga e invitado a su casa por Bernabé Fernández-Ca- nivell. La estancia malagueña de Cernuda es data- ble porque, con su· puño y letra, chó algunas tografías: finales de agosto de 1933 y comienzos de setiembre del mismo año. Cuatro son estas togrías. En una de ellas, está Cernuda recos- tado sobre unas rocas, vestido de blanco, y mi- rando sonriente a la cámara (l.º de agosto de 1933). Las otras tres están fechadas en 2 de se- tiembre de 1933. Hay, por último, una to de grupo, irreproducible por su mala calidad, en donde se le ve con Bernabé Fernández-Canivell y los hermanos Carmona, riendo todos en el agua, en alegre camaradería. Los Carmona eran hijos de un oficial de regulares desaparecido en Mruecos y de una señora cubana. Vivían en el barrio de El Limonar, en Málaga. Gerardo fue íntimo de Cer- nuda. Me ha sido descrito como «guapo, de ojos verdes, de pelo castaño y siempre con la piel tostada, pues empezaban a estar de moda los ba- ños de sol » . Pero pronto se interrumpió esta amis- tad porque Gerardo, que había contraído una en-

AL MARGEN DE MIS CLASICOS*€¦ · Albornoz (hija del entonces ministro de la Repú blica Alvaro de Albornoz y gran amiga del poeta) le pedía con frecuencia que le arreglase el pelo

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Los Cuadernos de Literatura

AL MARGEN DE MIS

CLASICOS*

Fernando Ortiz

A CESAR LO QUE ES DE CESAR

En los ya alejados años de la niñez, mi padre me llevaba a veces a la redac­ción del periódico donde trabajaba. En cuartillas de papel malo y barato escri­

bí mis primeros versos y en ese mismo papel, recién impreso, abrí los ojos a esa fuente de placer que nunca se agota y que se llama literatura. A la redacción llegaban todos los periódicos españoles de aquellos años y eduqué mí gusto en las críticas de cine de Azorín, en las divagaciones del Conde de Foxá, en las greguerías de Ramón Gómez de la Serna ... Pero, sobre todo, en los artículos de Cé­sar.

César González Ruano nos habló por vez pri­mera de Baudelaíre y de las mujeres fatales; de los encendedores Cartier y de la costa de Níza; del arte del soneto y del misterio de unos tacones de mujer.

Jamás descompuso su elegante figura, hecha de nostalgia, ironía, tolerancia y mucho talento. El día antes de su muerte publicó «ABC» un impre­sionante artículo en el que aseguraba que «morir es perder la costumbre de seguir viviendo» .

Lo pequeño y lo humilde tenía siempre cabida en sus artículos. En uno de ellos nos cuenta cómo, en sus principios de periodista, los directores le obligaban a glosar alguna noticia de actualidad. Más tarde, ya sin obligación alguna, siguió siendo fiel a esa costumbre. Algo así como el píe forzado que hace más admirable a un ya de por sí admira­ble soneto. (Esta comparación le hubiera gustado al maestro, que publicó algunos libros de poesía). Apenas unas líneas en el último rincón de la sec­ción de sucesos: «Estudiante norteamericano muere ahogado en París al arrojarse al Sena para salvar a una violetera. A título póstumo le es concedida la Cruz de la Legión de Honor.» Y al día siguiente el magnífico artículo de César, entre el escepticismo y la esperanza, entre la melancolía y un amable cinismo: ¿Pero todavía existen estu­diantes que se arrojan al Sena para salvar a una violetera? ¿Pero es que existen todavía violeteras? ¿Pero existe el honor? ¿ Y París, existe París? Al llegar aquí César duda más que nunca. París era algo anterior a la Gran Guerra o, en todo caso, algo perteneciente al período de entreguerras.

César escribió sus artículos en los cafés y escri­bió muchos artículos sobre los cafés. Describió sus tipos humanos y entonó magníficas elegías a aquéllos que iban desapareciendo en la tarde, pues con ellos sentía irse su vida, que nunca podría cabalgar más en el rojo elefante aterciopelado de sus divanes ni mirarse en el azogue de sus espe-

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jos. Cuando se haga en serio la historia de la literatura de los que se quedaron, de los que eli­gieron o tuvieron que elegir el azul en lugar del rojo, se verá que no es sólo cosa de seis novelones y cuatro comedias. Esa historia está en los perió­dicos en forma de crónicas, por la sencílla razón de que los periódicos pagaban al contado a los escritores, y las editoriales no pagaban. Y entre esos escritores, César era el César.

Que nadie crea que mi estima por César Gonzá­lez Ruano procede de una lectura mitificada de la infancia. Uno de mis libros de cabecera es Mis cien mejores crónicas, y nunca me ha decepcio­nado su relectura.

En este año de 1983 que se nos acaba de ir se cumplió el ochenta aniversario de tu nacimiento y casi nadie se ha acordado de tí. No, no sonrías con ese gesto de estar de vuelta de todo, y aún menos, maestro, te tolero que me digas que este recordatorio lo estoy terminando mal, porque me he excedido en unas gotas de sentimentalismo. Eso también lo hiciste tú de cuando en cuando.

Pienso ahora en ese epitafio que escribiste a la muerte de otro grande y olvidado, Rafael Cansi­nos Asséns: «Efectivamente: unos diarios dan cuatro líneas sobre la muerte de Cansinos, y otros ni esto. Parece que mi artículo publicado hoy será el único. No sabemos ayudar la vida de los escri­tores, pero ni siquiera hemos aprendido a enterrar­los.»

QUE POCO SABEMOS SOBRE ESTE MUCHACHO

Me lo contaron algunos amigos de Luis Cernuda y, prácticamente, me limito a transcribir lo que me dijeron. Aunque, eso sí, tuve en mis manos algu­nas viejas fotos y varías cartas y papeles ya amari­llentos con los que pude comprobar la veracidad de estos datos.

La segunda vez que Cernuda estuvo en Málaga fue invitado a su casa por Bernabé Fernández-Ca­nivell. La estancia malagueña de Cernuda es data­ble porque, con su· puño y letra, fechó algunas fotografías: finales de agosto de 1933 y comienzos de setiembre del mismo año. Cuatro son estas fotografías. En una de ellas, está Cernuda recos­tado sobre unas rocas, vestido de blanco, y mi­rando sonriente a la cámara (l.º de agosto de 1933). Las otras tres están fechadas en 2 de se­tiembre de 1933. Hay, por último, una foto de grupo, irreproducible por su mala calidad, en donde se le ve con Bernabé Fernández-Canivell y los hermanos Carmona, riendo todos en el agua, en alegre camaradería. Los Carmona eran hijos de un oficial de regulares desaparecido en Marruecos y de una señora cubana. Vivían en el barrio de El Limonar, en Málaga. Gerardo fue íntimo de Cer­nuda. Me ha sido descrito como «guapo, de ojos verdes, de pelo castaño y siempre con la piel tostada, pues empezaban a estar de moda los ba­ños de sol» . Pero pronto se interrumpió esta amis­tad porque Gerardo, que había contraído una en-

Los Cuadernos de Literatura

César González Ruano.

fermedad del pecho, hubo de marchar a un sana­torio de la sierra de Guadarrama para reponerse.

A pesar de su carácter tímido e introvertido Cernuda era feliz a su manera en casa de Fernán� dez-Canivell. Este recuerda cómo le gustaba es­cuchar, una y otra vez, en la pianola que había en la casa, melodías como «El val de las olas» y «Torna a Sorrento». Su timidez, sin embargo, le hacía pasar malos ratos. Se ponía literalmente rojo con suma facilidad.

Fernández-Canivell y Cernuda eran amigos ha­cía ya algunos meses. Se conocieron en Madrid, en casa de los Altolaguirre. Cernuda siempre tuvo más simpatías por Concha Méndez que por el mismo Altolaguirre. Varias personas me han he­cho el mismo comentario: Se trataba de afinidad. Concha y Luis en el fondo eran dos moralistas. Manolito, siendo una excelente persona, era más «viva la virgen».

Gerardo Carmona y Luis Cernuda.

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Ya entonces Cernuda usaba siempre zapatos in­gleses, se afeitaba dos veces al día y se cortaba él mismo el cabello, porque le era desagradable que lo tocara el peluquero. Hay que tener en cuenta que las peluquerías madrileñas de los años 30 dis­taban mucho, en cuanto a higiene, de las de hoy. Así es que el mismo Cernuda, con ayuda de un tríptico de espejos y de una maquinilla de afeitar, se arreglaba el cabello. La operación había que realizarla al menos una vez por semana, y para ello tenía que mantener el pelo pegado con gomina a: la cabeza. Por eso, es muy difícil ver en una fotografía de esta época a Cernuda despeinado. Y no debía ser mal peluquero cuando Concha de Albornoz (hija del entonces ministro de la Repú­blica Alvaro de Albornoz y gran amiga del poeta) le pedía con frecuencia que le arreglase el pelo. Naturalmente, si alguien hubiera hecho al joven Luis alusión sobre esta habilidad suya, se habría puesto como una amapola.

La tercera y última visita a Málaga la realizó Cernuda acompañado por el pintor Miguel Prieto, como individuo del llamado «Museo del Pueblo» perteneciente a las Misiones Pedagógicas. Iban la� Misiones Pedagógicas por los pueblos más aparta­dos de España con copias -realizadas algunas por Ramón Gaya- de nuestros grandes pintores clási­cos. A Cernuda le c·ompetía explicar a las gentes del lugar la importancia y significación de aquellas obras.

Años más tarde, ya en plena guerra civil, Cer­nuda consigue salir de España gracias a su amigo de Málaga, Bernabé Fernández-Canivell. Este te­nía un primo, José Vila Miratvilles, que era jefe del Negociado de Cultura de la Generalitat y puso a disposición de los dos amigos un coche oficial que les llevó hasta Port-Bou, en la frontera fran­cesa. La fecha de salida podemos saberla con exactitud por el pasaporte de Fernández-Canivell: el 14 de febrero de 1938 pasan la aduana de Port­Bou. Los dos amigos marchan juntos hasta París en ferrocarril. Cernuda iba con lo puesto y fue Fernández-Canivell quien le dejó el dinero que necesitaba para sus necesidades más urgentes. Con su escrupulosidad habitual, Cernuda le ex­tendió un recibo de esos gastos a lápiz. En París se despiden. Cernuda marcha a Londres. Conside­raba que ya nada tenía que l;i.acer en España, por­que la guerra estaba perdida. Puede colegirse su estado anímico poda dedicator�a qÚ·e·estampó, ya en París, en el ejemplar de La invitación a lapoesía de su amigo: «A Bernabé, en vísperas devolverme más loco que nunca, pero con el afecto de siempre. París, 1938, Luis».

BORGES, EL ETERNO NOBEL

Le dieron los socialistas la Cruz de Alfonso X el Sabio, quién sabe si para reparar en lo posible ese premio Miguel de Cervantes compartido con Ge­rardo Diego. «¡Borges, soy Gerardo, soy Diego!», dicen que dijo nuestro eximio poeta del 27, gana-

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dor de tantas flores naturales, en el «hall» del aeropuertD cuando entraba el maestro argentino. Y éste contestó imperturbable: «Pero bueno, en qué quedamos, vos sos Diego o sos Gerardo». Siempre hizo profesión de inteligente y orgullosa humildad. Cuando todos éramos injustos con Ma­nuel Machado, y parecía que un manto de negro terciopelo silencioso hubiera caído definitiva­mente sobre su memoria, Borges tenía a gala re­cordar su deuda con el poeta de Adelfas, que fue con Juan Ramón y Rubén Darío la Santa Trinidad de la que salió la generación del 27. Así que un periodista español, en plena época de la poesía social le preguntó a Borges por Machado, y la respuesta no se hizo esperar: «Mi poesía le debe mucho a Manuel Machado». ¿ Y qué piensa usted de Antonio? Silencio por parte de Borges y nueva insistencia del periodista: «Sí. Don Antonio Ma-chado ... el hermano de Manuel». «Ah, che ... En-tonces resulta que Manuel tenía un hermano ... ».

A Borges se le puede aplicar una frase por él dedicada a Quevedo: «Es menos un hombre que una dilatada y compleja literatura». Cómo le van a dar los suecos el Nobel al mejor escritor vivo de este siglo, que tanta influencia está ejerciendo en los narradores norteamericanos de las· últimas ge­neraciones y que admira y encanta a la intelectua­lidad francesa (Cahiers de L'Herme le dedicó un memorable número monográfico). Cómo se lo van a dar, si es un hispanoamericano que escribe en español, pero que conoce mejor que algunos miembros de la Academia Sueca el Sajón y las primitivas literaturas germánicas, y pronunciaría en impecable inglés o en un francés de «homme de lettres» su discurso de recepción al Premio. Y a eso no están dispuestos los suecos. Para cultos y cosmopolitas, los anglosajones o los franceses. El Nobel, cuando se da a un hispanoparlante, es una concesión a un piernas tercermundista que tiene que justificarse echándole mucha sonrisa y color local por delante. Allí que recibieron al cuarterón de García Márquez, que iba de cándida Edelmira con el traje nacional de Cartajena de Indias. Si se lo hubiesen dado a Pemán, seguro que a estos suecos les hubiera gustado verlo vestido de to­rero, o por lo menos de lagarterana. ¿Se imaginan ustedes a don José María en el trance? Pero como don Artur Lundkvist, secretario de la Academia Sueca, lee y habla el castellano y visita de cuando en cuando nuestro país, se conoce que ha corrido la voz entre los otros académicos de que Borges es muy capaz -porque él sabe cómo se las gastan estos compadritos- de presentarse a recoger el premio sin el poncho. Y rematar la faena no con el verbo tronitonante de don José de Echegaray, ni con el sensitivo rugido dulzarrón de hembra en celo de doña Merdellona Mistral -esta hermosa aliteración es, de Cernuda-, ni siquiera hablando con la palabra elemental y telúrica de don N eruda, sino discurseando como un académico sueco, pero en mejor.

Así están las cosas. Que no es que la Academia Sueca no desee darle el Nobel a Borges, sino que

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Borges le gusta ponerle a la Academia Sueca la cuestión más difícil de lo que la tiene ya de por sí. Les ha dicho Lundkvist a los otros académicos que eso es porque, a pesar de la edad que tiene el viejo, no acaba de ser un escritor serio, y se toma todo a chacota, el Nobel incluido, sobre el que ha hecho declaraciones de lo más impertinente a la Prensa: «A mi edad, comprendan que soy una persona que encuentra la dicha en el exacto cum­plimiento de ciertos hábitos. Anualmente, por las mismas fechas, los periodistas rodean mi casa para obtener declaraciones de quien suponen el próximo No bel de Literatura. Si me diesen el premio, tendría que prescindir de este rito, y eso me haría desgraciado».

Así que si Borges es tan poco serio que no se toma en serio ni a sí mismo -dicen que dijo muy serio don Artur Lundkvist-, cómo vamos a darle nosotros el Premio.

SEMBLANZA DE UN CLASICO

Estábamos en casa de un amigo común y Gil­Albert se encontraba cansado. Habían sido unos días agitados para él: viajes, dos largas conferen­cias, una lectura ... Le recuerdo vestido con un elegante y discreto traje gris, sentado en un sofá de cuero negro y dejando vagar su mirada distraí­damente por la sala. ¿Abrió aquel diario para -de una manera civilizada- huir unos instantes de quienes le acompañábamos y restaurar así parte de sus fuerzas? Es posible. Gil-Albert es un hom­bre extraordinariamente receptivo a cualquier es­tímulo exterior, pero encuentra siempre su fuerza en sí mismo. El cansancio, la desorientación, la tristeza y la angustia pueden herirle muy viva­mente, aunque por poco tiempo. El estrictamente necesario para que él logre instalarse en su centro.

Creo ·que debo aclarar la expresión «instalarse en su centro». Así escrita, puede tener una conno­tación estática, algo que sería justamente lo con­trario de lo que intento decir. Ese centro de Gil­Albert consiste en el concierto y armonía de fuer­zas diferentes: pasión razonadora, anarquía vital, un constante asombro y agradecimiento ante la vida que manifiesta con generosidad infantil, una humildad franciscana, una vanidad tan ingenua que desarma, un juguetón y malicioso sentido del humor e incluso una cierta socarronería campe­sina.

Entre los rasgos de Gil-Albert, uno que sobre­sale: el respeto profundo por el otro. Cierta ma­ñana, el cartero le entrega con la correspondencia un abultado sobre de remitente desconocido. Eran versos de un joven inédito que, además, le pedía opinión y consejo. El maestro, tantos años igno­rado por la sociedad literaria (hasta el punto de que en plena madurez hubo de editarse sus pro­pios libros), deja con la mayor naturalidad de me­canografiar el texto que le ha sido solicitado -¡ al fin!- por una de las más prestigiosas firmas edito­riales españolas, y se dedica a leer al joven poeta. Luego, le escribe la primera de una serie de her-

Los Cuadernos de Literatura

César González-Ruano.

masas cartas, animándole a perseverar en su vo­cación. Estoy en condiciones de certificar la vera­cidad de este hecho, porque aquel poeta eñtonces inédito era Fernando Ortiz. Pero podría contar numerosas y similares anécdotas que ilustran de qué manera Gil-Albert dilapida su juventud.

Pensé escribir aquí algunas palabras sobre su obra. Qué ingenuidad desmesurada la mía: meca­nografiar algunas palabras sobre quién es hoy uno de los últimos humanistas europeos. Les aseguro que prefiero que crean -lo que, por otra parte, es rigurosamente cierto- que soy un adicto incondi­cional a la obra de Gil-Albert, antes que un aven­turero que intenta la incierta hazaña de diseccio­nar su lenguaje o temática. Mis alforjas críticas no dan para tanto. Sin embargo, añadiré por mi cuenta y riesgo: desde el año 39, el suceso más importante de la historia de nuestra lírica ha con-

Luis Cemuda.

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sistido en el rescate de la obra de Gil-Albert, una de las más trágicamente serenas y bellas de la literatura contemporánea. Imprimir serenidad y belleza a lo inevitable trágico es algo que sólo puede hacer un clásico. Muy pocos lo han hecho en lengua castellana en nuestro siglo: Machado, Borges, Cernuda, Gil-Albert... Pero, irremedia­blemente, los clásicos han sido pocos en cualquier época.

CON ESTE NO PUEDE NI EL

GOBIERNO

Don Jaime Gil de Biedma y Alba es secretario general de la Compañía de Tabacos de Filipinas y nieto de un eximio político de la Restauración, don Santiago Alba. Amplió estudios en Oxford y se trata de un personaje al que le gusta vivir bien, y disfrutar la vida que vive. Su postura cívica durante la Dictadura fue la de «compañero de viaje» -y no precisamente del franquismo-, y en años sombríos publicó algunos artículos entre los que se deslizaban frases memorables. Así, su de­finición del llorado ministro de Información de

· Franco, señor Arias Salgado: «Si de la unión deun mono y una monja pudiese nacer un muloconocería el munctb ·,una apropiada réplica del la­mentado ex ministro». Sus ensayos, recogidos enel volumen El pie· de la letra, nos revelan a un«homme de lettres», excelente.gustador dé"la lite­ratura europea, especialmente de la francesa einglesa, y algo más rar.9 todavía: Un español querazona, por emplear la frase con la que él tituló unensayo sobre Juan Gil-Albert. Irónico y de con­versación brillante, le molesta en extremo si al­guien le sorprende con la guardia baja. Quizá poreso es autor de expresiones particularmente inge­niosas y afortunadas, que le sirven para preca­verse contra esas preguntas de peón caminero conlas que acostumbran a sorprendernos algunos asis­tentes a las lecturas poéticas. -«¿Cómo siendousted rico tiene cara para escribir poesía social?».-«Hombre, es que soy de izquierdas pero noejerzo». Aunque su bondad no es inferior a suingenio, éste le ha enseñado a disimular aquéllacon una actitud blase y un si no es algo cínica.Hay en esto un algo de pudor y, desde luego, unmucho de conocimiento del terreno que se pisa.

Si mal no recuerdo, Fernando Díaz-Plaja en El español y los 7 pecados capitales dice -a mi juicio con mucha razón- que nuestro vicio nacional es la envidia. Ser un burgués culto y bien educado se trata de cosa relativamente frecuente -aunque menos de lo deseable- y por ello no suscita dema­siado comentario. Pero si este burgués resulta además uno de los mejores poetas en castellano de lo que va de siglo, la cosa varía. El cabreo es general, sobre todo en la grey lírica, que suele andar más sobrada de lengua que de recursos. -«No comprendo la admiración que tienen los jó­venes por Jaime Gil, será porque es rico».- Estome decía hace unos meses un poeta de su mismageneración que naturalmente no es rico y, si me

Los Cuadernos de Literatura

apuran mucho, tampoco poeta. Le contesté que no son precisamente los jóvenes quienes más ad­miran en un poeta sus bienes de fortuna. Quise recordarle que en una época en la que era común escribir mal y en un lenguaje seudopoético y es­clerosado, Jaime Gil supo imprimir a sus poemas -extraordinariamente bien construidos- un tonoinconfundible, coloquial e irónico. El rigor deToulet, la ironía de Manuel Machado -que es la deCorbiere y la del joven Eliot- y un sentido de larealidad, de las personas y de las cosas, de la queno anda muy sobrada la poesía española. Apeléincluso a su sentido del oficio, indicándole lamaestría de Gil de Biedma en el uso de la rimaasonante y de los finales de verso en aguda. Sequedó un momento pensándoselo, y al fin me res­pondió: «Sí. Lo que me dices de Manuel Machadoes cierto, y no había reparado en ello. Pero con­vendrás conmigo en que Manuel Machado es unpoeta menor». ¿Qué contestar a esto? Me callé,porque comprendí que había topado con la serie­dad del asno. Por cierto que el poeta de marras mealababa mucho a otro vate, este paisano de Prisci­liano y avecindado en Ginebra. Me di cuentaluego que lo hacía no por la bondad que pudierahaber en la poesía del gallego, sino por la solemneseriedad que encontraba en ésta.

Ahora parece que todo se confabula contra Jaime Gil, pues es el poeta más citado en los suplementos dominicales. Pero la calidad de su poesía es capaz de aguantar hasta el elogio de una figura que goza tradicionalmente de tan poca cre­dibilidad en nuestro país como es la del Vicepresi­dente del Gobierno.

EL CURIOSO IMPERTINENTE

La figura de Aquilino Duque me trae a veces a la memoria la de otro sevillano ilustre, Gabriel García Tassara, el poeta romántico que fue, ade­más, embajador de España en varios países. Los dos poetas hispalenses tuvieron el don de lenguas, vocación europeísta y actitud conservadora. Por si fuera poco, ambos tradujeron Os Lusiadas al cas­tellano.

Raro es el año en el que Aquilino no le da una vuelta a Europa y, a veces, al mundo. Desde los lugares más inesperados recibo con frecuencia unas líneas suyas, que siempre dan noticia de su carácter abierto e independiente, de su ironía y de su agudo sentido crítico, carente de acrimonia. El pasado verano recibí carta suya desde México, donde me comentaba en los siguientes términos su entrevista con Octavio Paz: «Para mí hablar con él es tan importante como para él fue en su día hablar con Ortega. Si no me deja discrepar con él en dos o tres cosas, me voy a ver convertido en su Julián Marías. La cuestión, como ves, no tiene nada de baladí, que diría el maestro común, pues se trata nada menos que de poner a prueba su concepto de la otredad. Esto es difícil, pues cuando él termina una frase diciendo: «¿No le parece a usted?», no hay más que decir amén. Yo

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en vez de decir amén le he dicho que mi lema es la soleá gnómica aquella de Antonio Machado: «¿ TU VERDAD? No, la Verdad, /- y ven conmigo a buscarla. /-La tuya, guárdatela».

Extraordinario poeta, novelista, ensayista ... ¿ Cuándo será reconocido Aquilino Duque como lo que de verdad es, como uno de los contados inte­lectuales críticos y excepcionalmente agudos que hay en España? La cosa no tendría mayor impor­tancia si se limitase a los telespectadores que ad­quieren el último premio literario promocionado. Pero ... ¿Y los intelectuales? ¡Ah! Sobre ellos ha publicado Duque un libro que no tiene desperdicio -ni tuvo, naturalmente, resonancia-, y que lleva elsugerente título de La idiotez de la inteligencia.Dos cosas que, si bien se mira, no tienen por quéir necesariamente unidas.

PALABRAS EN LA OSCURIDAD

«¿Es que, acaso, estimáis que por creer /-en la inmortalidad, /-os tendrá que ser dada? /-Es obra de la fe, del egoísmo /- o la desolación. /- Y si existe, no importa no haber creído en ella: /- res­puestas ignorantes son todas las humanas /-si a la muerte interroga». Un Drugstore. Madrid. 4 de la madrugada. Y o era muy joven, me sentía absolu­tamente solo y estaba absolutamente borracho. No sé por qué compré aquel libro de versos en aquel lugar y en tal estado. Lo hojeé. Me intere­saba tanto que busqué asiento para leerlo. Re­cuerdo que esa noche llovía. Era una lluvia dulce y suave. Pisando la dudosa luz del día dejé atrás una no menos dudosa fauna y subí por la calle de Fuencarral despacio, leyendo uno tras otro los poemas. Ya no estaba solo. Aquellas palabras me acompañaban y, pese a su aparente dureza y deso­lación, me daban aliento para seguir caminando. Allí estaba escrito: «El automóvil rueda por un exacto laberinto. /- Y dentro un hombre va des­nudo, sólo, /-más frío cada vez, condenado /-a no cerrar los ojos hasta el alba, /-persiguiendo en la noche y en las noches /-la soledad final». En uno, en cualquiera de los coches que pasaban veloz­mente a mi lado, podría ir su autor, conduciendo, adentrándose cada vez más en la noche, como sus palabras que penetraban cada vez más en lo más hondo, en lo más oscuro de mí mismo. En cual­quiera de los miles de ventanas que miraban mi paso con sus ojos ciegos, podía estar su autor. Y entonces yo no estaría solo: «Poned atención: /-un corazón solitario / · no es un corazón». Allí esta­ban de nuevo, asumidas, las palabras de Antonio Machado, si se quiere con mayor lucidez y escep­ticismo, pero igualmente cordiales. El autor se llamaba Francisco Brines y el libro Aún no.

Un olor de naranjos, un paisaje de olivos, las rosas luces de la tarde, todo eso me traía Aún no, porque era el paisaje natal del poeta, tan parecido al mío propio. Volvía, sin darme cuenta, a una casa blanca, en sol envuelta, que aspira el aire del jardín. ¿Sin darme cuenta? No. Precisamente en­tonces empecé a darme cuenta de la fuga irrepara-

Los Cuadernos de Literatura

César González-Ruano.

ble del tiempo, o al menos aquellas páginas me ayudaron a darme cuenta. Un anciano que es ciego, y es sordo, y tampoco es moral las recorre velozmente. Está en todas y cada una de ellas y, asimismo, habita en la casa de nuestra infancia. Ese anciano es el tiempo.

Después de aquella noche he conversado a me­nudo con Francisco Brines. A veces, una sombra se sitúa entre nosotros dos. Es una sombra amiga que no me impide verle sino que, al contrario, hace que me fije en su verdadera dimensión y significado. Esa sombra tiene, en ciertos mom�n­tos, la irónica y cansada sonrisa de Constatmo Cavafis. Otras, la elegancia latina de Fernández Andrada. En ocasiones el viril quejido de Que­vedo. El dejo de sensualidad o el restallante im­properio de Luis Cernuda. «Misterioso y silen­cioso / iba una y otra vez. / Su mirada era tan

Luis Cernuda con Gerardo y Daría Carmona. Málaga, 1933.

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profunda /. que apenas se podía ver»: es la mirada de Francisco Brines. Estoy viendo tu mirada tran­quila, mientras hablas, paseando entre los n�ran­jos de Sevilla. ¿O era aquella tarde, con Gil-Al­bert, sentados junto al mar, en la Malvarrosa?

LO QUE DUO CERNUDA

Aguilar de la Frontera es un pueblo de la pro­vincia de Córdoba. En su hermosa Plaza Ocha­vada me recibió Vicente la primera vez que nos vimos. Allí oficiaba de anfitrión y de histrión. Pocas personas tan auténticamente teatrales he conocido en mi vida. «¿Yo? La poesía. no la quiero ni bendita». Después pasó a hablar de Béc­quer, a quien por entonces releía: «Del salón en el ángulo oscuro /. por su dueño tal vez olvidada ... » «¿ Os dais cuenta -nos preguntaba- de los elemen­tos con los que Bécquer hace su poesía? Un salón, unos cortinajes, raso ... Escenografía ya caduca en su tiempo. Y he aquí que se produce el misterio de la poesía. ¿Por qué ese misterio?» Mientras ha­blaba con todo el cuerpo; con los dedos que alar­deaban la « baguette»; con los ojos, cada vez más expresivos a medida que iba avanzando la conver­sación, Vicente nos prepara para la respuesta a la pregunta que él mismo ha formulado: «El hipérba­ton. ¿No veis cómo lo usa Bécquer? En un ángulo oscuro del salón... eso... Está claro lo que es. Pero, ¿del salón en el ángulo oscuro? ... Eso ... No sabemos bien qué es, y se llama poesía. Y de la poesía a la gloria... ¡ La gloria!, ¡ Gloria Swan-son ! ».

Y con este quiebro irónico y trágico, con esta tragedia de opereta vivida, asombraba y divertía ·a Juan Gil-Albert, a Pablo García Baena, a Aquilino Duque, a mí mismo, a todos los amigos que ha­bíamos ido a Aguilar para estar con el poeta que admirábamos y que vive retirado en un ose.uro empleo de bibliotecario en su pueblo natal, des-· pués de haber pasado en ciudades bulliciosas su adolescencia y su juventud. Hubo un oscuro pro­fesor de francés en el Instituto de Soria que se llamaba Antonio Machado. Hubo un oscuro em-

. pleado en la Oficina de Riegos de Alejandría que se llamaba Constantino Cavafis. Pero los pueblos de la Andalucía interior son, además de oscuros, bellos y terribles. Quien en ellos se resigna a vivir comienza también a morir ante una tapia de cal. Escucha a diario las campanadas premonitorias. Así, lo que Vicente nos ofrecía era más que inge­nio, más que sabiduría vital y poética, era más que la memoria del amor y el aprendizaje de la desola­ción, más que el viejo desván romántico, más que la tristeza y el deseo transmutados en ironía por su inteligencia para ser gentil, para ofrecer algo a quienes habíamos ido a visitarle. Era el conjunto de todo eso. Algo que en poesía se llama monó­logo dramático, la forma poética más objetiva del romanticismo inglés y que Luis Cernuda supo adaptar a la poesía española. Pero en el monólogo de Vicente habita no sólo la fresca sombra ada­mantina del gran lírico sevillano, sino también la

Los Cuadernos de Literatura

lapidaria concisión de la poesía latina, el dramá­tico «fatum» de Larca, el amor y la sensualidad ante la naturaleza de Ricardo Malina, el suntuoso escepticismo de Pablo García Baena ... Y a veces, sobre todo en este su último libro, Ocaso en Po­ley, el inefable misterio de Bécquer.

Ahora le han concedido a Vicente el Premio de la Crítica. No voy a decir que «ya es hora» , por­que el reloj de este país va demasiado retrasado para eso. Si en las décadas de los 40 y 50 (tus colaboraciones en «Insula» , «Cántico» y «Cara­cola») eras el único crítico español que habías conseguido interesar al desdeñoso Luis Cernuda («Sus páginas -le escribió Cernuda- me han inte­resado y sorprendido en extremo; me han intere­sado y sorprendido más que nada de lo que sobre mí se haya escrito» ). Si de tu Elegía escribió el mismo Cernuda: «Me gustaría enviársela copiada por mi mano (como hizo alguna vez Rilke con algún poema de un amigo), para que usted se viera, como en un espejo, con la gracia melancó­lica que tienen sus versos para mí, reflejado por mi mano.» Si dijo con toda justicia eso Cernuda, qué voy a añadir yo aquí.

He de dejar a Vicente porque ha llegado el momento de despedirnos. Quizá ahora, en su Aguilar nativo, ,«inicia una sonrisa, abre un libro, toma una copa pálida, cuelga un dije en la vitrina, escribe nerviosamente una breve carta. Arriba, en las altas azoteas escalonadas de su casa, la celinda dulce, doméstica, nubla de abejas la hora del ca­lor».

LIBROS

Aquel joven, siendo casi niño, quedó seducido por el agradable tintineo de las palabras: el sonoro chasquido de Quevedo, el dulce lamentar de Gar­cilaso, la salada claridad de El Puerto entrando en la penumbra de su alcoba con los versos de Al­berti... Antes, las aventuras de Don Quijote y Sancho, leídas bajo un olívo a la caída de la tarde, le hicieron sentirse de tal modo en compañía del Hidalgo y su Escudero que merendó invariable­mente pan con queso mientras duraron sus pági­nas. Una mañana supo de los socráticos diálogos de Antonio Machado, y reconoció. la agridulce sonrisa cervantina en los labios de Juan de Mai­rena, y también que éste le pasaba el brazo por los hombros mientras le invitaba a dialogar consigo mismo. Hubo muchos libros en su infancia, y en­tre los compañeros más reales de aquella época recuerda al travieso Guillermo Brown, al enigmá­tico Capitán Nema, Robinsón bajo el verde loro balanceante de los bambúes, el índigo Caribe y las islas del Viento ... Después, con el paso de los años leyó otros libros -siempre los libros- y supo la infeliz aventura humana de sus más admirados héroes de c;:;trne y hueso: Luis Cernudá, inmacu­lada la camisa única, por todp. alimento un plato de;"lentejas al mediodía; Constantino Cavafis, os­curo empleado en una triste oficina del Estado; el estertor de Trotsky y su gemido de jabalí, la ca-

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beza ya hendida por la pica de hierro ... Se pre­guntó a sí mismo si todas aquellas palabras, in­cluso la voz de plata y luna de Virgilio y el ronco estrépito de Homero, no habían sido sino el pre­sagio de la soledad y el presentimiento de la des­gracia. Desde el póster que presidía su habitación sintió la ciega e iluminada mirada de Borges, y oyó que éste le susurraba una respuesta: «He co­metido el peor de los pecados /- que un hombre puede cometer. No he sido /-feliz. Que los glacia­res del olvido /-me arrastren y me pierdan, despia­dados. /· Mis padres me engendraron para el juego· arriesgado y hermoso de la vida, /-para la tierra, el agua, el aire, el fuego. /-Los defraudé. No fui feliz. Cumplida/· no fue su joven voluntad. Mi mente /· se aplicó a las simétricas porfías /. del arte, que entreteje naderías. /· Me legaron valor. No fui va­liente. /· No me abandona. Siempre está a mi lado/· la sombra de haber sido un desdichado.»

¿ Tiene razón el viejo Borges? Me impide pensar en ello una niña, que abre la puerta de mi gabinete y me pregunta qué son las purgas. «¿Estás estu­diando la Revolución Rusa?» Contesta afirmati­vamente con la cabeza. Le explico en un par de frases el origen fisiológico de la palabra y cómo Stalin eliminó a los disidentes. Vuelvo a retomar el hilo de mis pensamientos. Pero en el tocadiscos suena una sonata de Mozart, y mientras la oigo me distraigo en hojear el catálogo de una librería anticuaria. Los catálogos son como la música. Todo lo que no hemos leído, todo lo que no hemos sido, está minuciosamente descrito en las notas bibliográficas, como en las notas del pentagrama está la nostalgia de la desdicha y la nostalgia de la felicidad: aquéllo que nos falta y que, por tanto, nos atrae. Mas, ¿qué otra cosa es el arte, qué otra cosa es la vida sino eso? Un reconocimiento de nuestra imposibilidad para alcanzar lo absoluto. Danzamos, combinamos colores, palabras, ideas ... ¿Por qué? Porque nos hemos resignado a no saber, pero no nos· resignamos a dejar de ser. Nuestra manera de ser consiste en ir tejiendo en el tapiz del tiempo suspiros y risas, colores y notas. Un filósofo dijo que los datos· sensibles nos remi­ten a la pura subjetividad. ¿ Y bien? Aferrémonos a esa subjetividad que nos afirma y nos hace sen­tirnos vivos. Ha entrado Teresa en mi gabinete, que está con la puerta abierta de par en par, y me pregunta si puedo ayudarla. «Luego» -contesto-, «ahora estoy escribiendo» . -¿Sobre qué? -«Sobre nada. Es ... una prosa poética». He aquí la inutili­dad de mi trabajo. Pronto, Mozart volverá a la sombra. El último trémolo de la sonata ha dejado de oírse hace unos minutos. Me levanto para apa­gar el tocadiscos. Junto a él, en los estantes, están alineados los libros: Virgilio, Borges, Machado ... De ellos se ha nutrido algo de lo mejor de emis versos. De ellos se ha nutrido algo de lo mejor de mi vida.

* Este texto corresponde al libro de próxima publicacióntitulado «El elefante en la cristalería».