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Monocromo
Alejandra Treviño Tavasci
© 2011 Alejandra Treviño Tavasci
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización
escrita de los titulares del copyright, bajo las
sanciones establecidas en las leyes, la reproducción
total o parcial de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, comprendidas la reprografía y el
tratamiento informático y la distribución de
ejemplares de ella, mediante alquiler o préstamo
público.
Este libro, claramente, no es para ti. Nada nunca
lo fue y nada nunca lo será. Espero que jamás
leas esto, pero gracias por el dinero.
Monocromo
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Uno
Salió rápidamente de la casa y comenzó
a caminar. Sabía que iba tarde. Las hojas
arrugadas de sus revistas salían por entre
las orillas de su maletín desgastado. No
que le importara. Las suelas de sus
zapatos comenzaban a despegarse. No que
le importara. Lo único que le molestaba
era llegar tarde: si llegaba tarde perdería el
camión.
No era que fuera a ningún lado. Ni que
hubiera alguien esperándolo. Sólo era que
si no tomaba ese camión, tendría que
esperar una hora al siguiente. Odiaba
esperar. El pueblo estaba solo. Él estaba
solo; pero no lo había notado. Caminaba
de prisa, levantando el polvo bajo sus pies.
Cuando por fin llegó a la carretera, el
botón de su maletín ya se había roto; y su
cabello se había secado. Su barba había
crecido. Intentó encontrar su reloj debajo
de la manga de su saco azul, pero las
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bolsas que cargaba en la muñeca le
dificultaban hacerlo. Dejó todo en el piso.
Volteó a su alrededor. Nada. Comenzó a
doblar la manga derecha de su saco para
encontrar que no había reloj, lo debió
haber olvidado. Volteó a su alrededor.
Nada. Se agachó para recoger sus bolsas,
pero ya no estaban ahí. Tampoco lo estaba
su maletín. Ni siquiera llevaba zapatos. No
tenía más que su saco, que ya ni era azul;
era gris y tres tallas más grande.
Sacudió su cabello, que ya le llegaba a
los hombros. Era blanco, aunque bien
podía ser sólo el polvo, o cenizas. Decidió
sentarse en esa piedra gris que había sido
su casa por ya más de dos meses, a la
orilla de la carretera.
El camión nunca se había tardado
tanto. Comenzaba a preocuparle. Después
de todo, tenía que vender dulces, y sólo la
gente de afuera los compraba. Pero la
carretera estaba sola, y él tenía sueño.
Decidió caminar, seguiría las líneas
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desgastadas de la carretera. Así
encontraría al camión.
Comenzó a caminar, pero esta vez ya no
iba tarde. Las piedras se enterraban en las
plantas de sus pies y el olor a viejo de su
saco, ya no más gris, sino verde mohoso,
se difuminaba con el aire. No llegó muy
lejos; los párpados le pesaban y el cabello
se le caía. El sonido de un golpe lo detuvo,
para voltear y encontrar a su preciada
piedra partida en dos. Intentó correr hacia
ella, pero su cuerpo no podía. No había
comido en semanas y su único hogar
acababa de ser destruido. “Han de haber
sido esos idiotas pandilleros”, pensó; “No
tienen respeto por nada, ni por los
vagabundos”. Se tiró al suelo.
El camión no pasaba y el pueblo detrás
de él había envejecido. No le quedaba más
que irse. Abrazó a su piedra, que ahora
eran dos. Les agradeció por todos esos
días, y se fue. Recorrió toda la carretera,
hasta que ésta ya no existió. Comenzó a
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caminar por el pasto verde. Todo era nuevo
para él. Llegó por fin. Nunca supo a dónde,
pero llegó.
No había nadie, y no había nada. El
pobre vendedor caminó hasta llegar a la
orilla de una carretera, donde sólo había
un piedra lisa, ideal para sentarse. Pensó
en conseguir algunos productos de
limpieza y en poner, quizá, una barda. No
fuera a ser que unos pandilleros osaran
venir a ensuciar su nueva casa. Se quitó
su saco, ahora rojo, y lo dejó sobre su
piedra-casa; y se acostó a dormir.
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Dos: verde
El color verde, para mí, siempre
significó la vida. Naturaleza verde: árboles
verdes, manzanas verdes, calabazas verdes
y, a veces, sandías verdes, aguacates
verdes, y todo lo demás verde. No podría ni
explicar mi afán por el verde. En total,
tenía cuatro pantalones verdes, ocho
blusas verdes, tres suéteres verdes y 16
calcetines verdes, en diferentes
tonalidades, claro. Entonces, decidí pintar
mi casa verde: un verde olivo para mi
cuarto y uno lima para la cocina. La
fachada sería verde militar, con algunos
decorativos en un tono más claro. Mi carro
(verde, por supuesto), resaltaba en las
calles sobre todos los demás carros azules
y rojos, que, a mi parecer, no eran tan
buenos como el verde.
Tal era mi devoción que quise tener
una semana verde. Es decir, que dedicaría
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cinco días enteros de mi vida a celebrar a
este maravilloso color. Así fue entonces. El
primer día, lunes, salí al parque: caminé
por el pasto verde y dormí debajo del árbol
más verde que pude encontrar. El martes,
me vestí de verde: una blusa verde, una
falda verde oscuro, chanclas color verde
militar y calzones verde limón. El
miércoles, fui verde, como en la
publicidad. Recolecté cartón, hojas, latas.
Intenté que fueran verdes, y luego las llevé
al centro de reciclaje; uno con paredes
verdes, por cierto. Recibí entonces una
calcomanía verde que representaba lo
verde que soy.
Todo había ido de maravilla. Quien
hubiera dicho, entonces, que al cuarto día,
mi idea del verde cambiaría para siempre.
Empezó siendo un jueves muy verde.
El río en frente de mi casa se veía
especialmente verde ese día. Los árboles
parecían haber crecido más fuertes y
verdes. Y yo, moría de hambre. Entonces,
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tuve la mejor idea de mi vida. Decidí tener
la comida más verde de todas. Pero viendo
mi refrigerador (color verde, por cierto),
totalmente vacío, no tuve otra opción que
ir al supermercado. Caminé por los
pasillos, tomando cuanta cosa verde pude
encontrar. Llegué entonces a la sección de
verduras. Me emocioné tanto, que empecé
a aventar las cosas a mi carrito, sin
siquiera pesarlas. Otra vez, manzanas
verdes, calabacitas verdes, cilantro, tomate
verde, lechuga, acelgas y brócoli. Tenía
tanta hambre. Llegué a la fila de la caja, y
era larguísima. Orgullosa de mi carrito
verde, me formé en la fila y esperé. Tenía
tanta hambre. Decidí comer algo. Como lo
último que había echado en mi carro era el
brócoli y era lo más cercano a mí,
arranqué uno pequeño y me lo eché en la
boca. Comencé a saborear. Sabía tan
verde.
Pero entonces sucedió algo. Mi
garganta se comenzó a cerrar. Respirar se
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volvía más difícil. Mis piernas se sentían
débiles. La gente me miraba, lo sentía.
Entonces caí.
Siempre me gustó el color verde. Es
un color tan vivo. Aunque, nunca imaginé
que ese día, para mí, sería la muerte.
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Tres: negro
Si no se hubiera levantado temprano ese
día, nunca lo habría visto. Aquél lo miraba
a través de la ventana desde ese árbol
torcido en el patio. Inmóvil, el pájaro negro
sólo observaba. ¿Que qué es lo que
observaba? Nadie lo sabe. Pero sus ojos
negros consumían rápidamente todo a su
alrededor.
Cuando lo vio por primera vez a través
de la ventana, no le hizo mucho caso.
Creyó que sólo era eso, un pájaro
horripilante. Qué mal estaba. Lo miró por
un minuto, y luego por cinco más. El
pájaro le devolvía la mirada. Tuvo suerte:
la lluvia rompió el hechizo, y el hombre se
levantó dos horas tarde.
Pasaron cinco días, y el pájaro crecía.
Su nariz se encorvaba, sus ojos tomaban
color. Blanco por la madrugada, azul por
la mañana, amarillo por el mediodía, rojo
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por la tarde, café por la noche, negro en la
medianoche. El hombre se sentía envuelto
en un arcoíris; no podría jamás perderse
tal maravilla.
“No es que tenga un problema”, pensó el
hombre, “es sólo que no tengo razón para
levantarme hoy”. No era cierto.
Hipnotizado por aquella criatura, el
hombre pasaba días enteros en cama.
Cuando la noche cubría al pájaro, el
hombre se levantaba. Había perdido peso,
había perdido estatura, su nariz se había
encorvado, sus ojos habían perdido brillo y
su cabello, extrañamente, había
recuperado su color negro, como el pájaro.
Al pasar los días, el pájaro sólo
observaba; pero el hombre cambiaba.
Ahora dejaba la luz del patio encendida.
Poco a poco dejó de dormir sólo para poder
contemplar la belleza de aquella criatura.
A pesar de sus plumas sucias y caídas; a
pesar de su nariz curva. El hombre se
había enamorado.
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Decidió atraparlo. Sería sólo para él.
Con dificultad, dejó la casa y compró una
jaula y comida para pájaros. Pero al
regresar, estaba tan cansado. Dejar de
observar la magnificencia del pájaro le
había hecho perder fuerzas. Abrió sus
cortinas y se sentó en la cama. El reloj dio
las doce y el hombre cayó.
Afuera hacía frio. Adentro todo era
cálido. Era difícil acoplar las plumas a la
cama, o tomar la cobija con las alas. El
pájaro decidió dormir. Y desde afuera, un
hombre lo observaba.
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Cuatro: rojo
No fue mi intención. Lo juro. No hubo
forma de saberlo. Tú, siempre corriendo.
Yo, siempre retrasada. Debo admitir que
de todas maneras fue el mejor viaje de mi
vida, tú sabes, hasta que pasó eso.
Pormenores, supongo.
Siempre te tuve algo de envidia. ¿Algo?
Bueno, ya sería suficiente si no lo digo
ahora. Siempre morí de envidia por ti. Por
haber sacado mejores calificaciones. Por
haber hecho más amigos. Por haber
encontrado novio primero. Por haberte
graduado antes que yo. Por tener un
trabajo bien pagado. Por haberte casado
con mi mejor amigo. Por haberme
rechazado. Y a pesar de todo esto, siempre
me la pasaba mejor contigo que con nadie
más. Pero tú jamás te diste cuenta.
Esto no significa que no sienta nada
ahora que te fuiste. Pero debo admitir que
por un momento me sentí aliviada. Quizá
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ahora es mi momento, quizá ahora seré yo
la que tenga novios, que tenga amigos y un
buen trabajo. Quizá ahora yo me case.
Quizá ahora.
Obviamente, tu funeral ha sido el más
hermoso al que he ido. Todos te lloraban,
pero todos agradecían haberte conocido.
Aunque la verdad es que ellos no te
conocían como yo. Ni te vieron morir como
yo. Y a ellos no les atormentarás como a
mí. Pero no me importa. Es mejor tenerte
así que no tenerte. Aunque sea sólo por las
noches, entre mis sueños y mi realidad.
Nunca podría dejarte ir del todo.
Especialmente por la forma en que todos
me miran ahora. Bien pudo haber habido
una cámara escondida y aun así todos me
seguirían culpando. Pero tú y yo lo
sabemos.
Me pregunto si dentro de ese ataúd tus
labios son igual de rojos que en mis
recuerdos.
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Cinco: gris
Las rayas grises de su lomo peludo se
alcanzaban a ver por encima del borde de
la cama. Se había despertado. Ya podía
sentir sus patitas sobre mi espalda,
masajeando. Ya podía escuchar su
maullido matutino pidiendo de comer. Pero
no fue así. En vez de eso, el silencio, la
calma.
Decidí aprovechar el momento y dormir.
Nunca se sabe cuánto van a durar
oportunidades como éstas. Cuando volví a
abrir los ojos, estaba junto a mí; esa bolita
de rayas grises ronroneando en mi cama.
Levanté mi mano hacia ella. Miau. Me
preguntaba si podía contar las rayas en su
lomo. Uno, dos, tres, cuatro… ocho, doce,
catorce. Me miraba. Sus ojos también
tenían rayas grises. Uno, dos, parpadeo,
tres, cuatro, parpadeo, cinco, seis. El
teléfono sonó y me levanté.
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Ella siempre ha estado ahí para mí.
Ronroneando y pandeándose por la casa.
Recibiéndome a altas horas de la noche
con sus ojos acosadores preguntándome
que cómo había sido que la había dejado
sola tanto tiempo. Ella sabía cuando yo
estaba enferma, cuando yo estaba triste y
cuando necesitaba un tiempo a solas. Los
sábados le gustaba salir a la terraza,
explorar un poco. Ocasionalmente
regresaba con un pájaro muerto, algunos
con plumas grises. Pero en la mañana, ella
estaba ahí, en el cuarto, a la espera del sol
para poder despertarme.
Cuando volví al cuarto, estaba en la silla
de mi escritorio. Nuevamente, la ternura
en una bolita peluda. Quince, dieciséis. Me
miraba fijamente. Pero no se movía.
Diecisiete, dieciocho. Entré al baño y abrí
la regadera. Esperaba que se asomara por
la puerta entreabierta, curiosa. Pero no lo
hizo. Cuando salí del baño, estaba debajo
del sillón. Diecinueve, veinte. Las rayas
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grises de sus ojos comenzaban a invadir ya
su pupila. Parpadeo, siete, ocho…
diecisiete, parpadeo.
Pudo haber estado enferma, pero al
acercarme sólo recibí un miau. Bajé a la
cocina y prendí la cafetera. Al voltear, ella
estaba ahí, en la mesa de la cocina. El gris
había consumido sus ojos. Miau.
Decidí llevarla al veterinario. Saqué su
jaula, pero ella se escondió por toda la
casa, miau. Pero nada. La cafetera hacía
ruidos y yo no te podía encontrar. Me serví
el café y prendí las noticias. Balaceras
aquí, muertos allá, un concierto de rock.
Al subir al cuarto te encontré, en el sillón.
Pero ya era tarde, el gris de tus rayas te
había consumido por completo. Gris
piedra. Gris petrificada. Mi madre nunca
recordó que yo hubiera tenido un gato.
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Seis: morado
Me encontraron a las siete de la
mañana. Y sólo porque un pobre pescador
tuvo la mala suerte de elegir un anzuelo lo
suficientemente grande como para pescar
una de las heridas de mi cuerpo por donde
podías ver mi interior, mis huesos, mis
nervios destruidos.
Espero realmente no haberlo asustado
tanto. No era mi intención, pero ya sabes
cómo es cuando se está muerto. La gente
no suele reaccionar bien. La policía sigue
investigando mi identidad. Espero que en
cuanto la descubran me la digan, porque
en mis veintisiete años de vida yo nunca
pude averiguarla.
No recuerdo bien cómo fue que llegué
hasta acá. Lo único que recuerdo es que
anoche saqué a pasear a mi perro. Lo sé,
no fue lo más inteligente; sacar al perro en
la noche en las circunstancias de
seguridad de una ciudad tan poblada
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como ésta. Pero el pobre no había salido
en días y yo temía que me fuera a morder
mientras dormía. Caminábamos por el
parque. Comenzaba a llover. Y… y… Hasta
ahí, no recuerdo más.
La verdad es que siempre tuve mala
memoria. O bueno, no exactamente eso,
porque puedo recordar muchas cosas. Sólo
no las importantes. Podía recordar, por
ejemplo, que hay 104 escalones en mi
recorrido desde mi salón de Literatura al
mi salón de Ética, y dos de ellos tienen un
azulejo roto. Podía recordar el nombre de
los 150 Pokémon originales, y claramente
esto no asombraba a ninguna chica. Las
chicas, por otro lado… jamás podía
recordar sus nombres.
Pude escuchar decir a los doctores que
jamás habían visto un cuerpo así. Tan
morado. Supongo que no está mal porque
el morado siempre ha sido uno de mis
colores favoritos. Desearía que hubieran
puesto un espejo encima de esa mesa fría
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de metal para poder verme. Después de
mucho pensarlo y de intentar varios
métodos para recordar cosas –sí, como
aquéllos que salen en la tele a media
noche-, concluí que jamás podría resolver
este misterio. ¿Cómo es que una persona
tan… amarilla pudo llegar a ser tan
morada en una sola noche?
Los doctores no iban mejor que yo.
Apenas si pudieron saber mi nombre y mi
dirección. Supe que iban a ir a mi casa.
Qué pena, ni me dieron tiempo de limpiar.
Me pregunto si habrán encontrado esas
revistas debajo de mi cama, o el cajón
escondido de la cómoda de mi cuarto.
Espero que no. Aunque, no es como si mi
reputación pudiera bajar más.
Total. Llevaba dos días en esa mesa fría
y nadie podía descifrar por qué. El color
morado se intensificaba y yo no podía
dormir. Una semana después, algo pasó.
Comenzaron a mover mi mesa. Lo sabía
porque mi vista fija hacia el techo del lugar
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estaba cambiando. Oí decir a los doctores
que el caso era idéntico al mío. Moría de
curiosidad. Cuando terminaron de
moverme, quedé justo arriba de la lámpara
del lugar. La luz me encandilaba, pero yo
muerto, no podía cerrar los ojos.
Pasó el día y ya nadie me hacía caso.
Todos veían a esa novedad desconocida
para mí. Pasé horas esperando a que
alguien me recordara, pero nadie lo hizo.
Decidí ejercitar un poco mi memoria:
Pikachú, Charmander, Bulbasaur. Podía
seguir y seguir.
La noche llegó y por fin apagaron las
luces. Metapod, Butterfree. Contemplé la
lámpara por fin apagada. Ya se pueden
imaginar mi sorpresa al ver que la lámina
servía como espejo. Era hermoso. Bueno,
estaba algo hinchado, pero el morado era
excepcional.
Fue en ese momento cuando la vi.
Olvidé los nombres de todos los 150
Pokémon. Ella. Tan morada como yo.
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Acostada en la cama junto a mí. Mis ojos
sin brillo se encontraron con sus ojos
muertos. Fue el destino. Fue tan morado.
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Siete
Como todas las mañanas, se levantó.
Como todas las mañanas, desayunó. Como
todas las mañanas, un pan tostado con
mermelada. Como todas las mañanas, se
fue.
Pero esa otra mañana, se levantó. Algo
había diferente en el aire. Tostó el pan, le
untó mermelada. Lo comió. Le supo azul.
Creyó que la mermelada estaba rancia. Es
decir, era de fresa; uno esperaría mínimo
que supiera rojo o rosa. Pero no azul.
Probó comer la mermelada sola, morado.
Probó comer el pan solo, amarillo. El vaso
de leche, rosa. Olvidó que tenía que ir al
trabajo.
Después de vaciar su alacena. Amarillo,
verde, rojo, azul marino, celeste, naranja,
café. Decidió ir al supermercado. Sintió el
aire fresco de afuera, turquesa. Sonrío: el
turquesa era su color favorito. El
supermercado olía a blanco. Conjunto de
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colores. Eligió distintos cereales, verduras,
frutas, carnes, pescados, pollo. Llegó a la
sección de dulces.
Definitivamente está de más decir que
adoraba el chocolate. Por lo que decidió
dejarlo para el final. Probó todos los
sabores. Incluso tuvo que inventar unos
cuantos.
Cuando por fin llegó a ese esperado
final. Decidió sentarse. El chocolate, debía
ser el mejor color de todos. Abrió la
envoltura. Olió el chocolate. Se lo llevó a la
boca. Justo cuando tocó su lengua, sus
ojos perdieron el brillo. Sus pulmones
soltaron todo el aire. Gris.
La chica soltó el chocolate, y se fue.
Alejandra Treviño Tavasci
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Ocho: blanco
Esta semana me tocaba mi consulta
mensual. Me había estado portando bien.
Apagaba mis luces a las diez, desayunaba
mi cereal a pesar de parecer cartón,
tomaba mis pastillas. Ni siquiera me
quejaba cuando el enfermero me ataba
para ponerme mis inyecciones. Todo iba
bien. O eso creía.
El psicólogo me preguntó que cómo
estaba. Pero yo me quedé en blanco. Había
practicado la respuesta por días. Pero
nada. Supuse que sería mejor contestar
algo, lo primero que se me viniera a la
cabeza. “Blanco”. Pude ver la cara del
doctor. “¿Cómo lo supiste?”. No supe qué
decirle. “Blanco”, dije otra vez.
El pobre se echó a llorar. Me tomó de la
mano y me llevó hacia fuera. Caminamos
por entre los pasillos hasta llegar a la
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recepción. Me miraba con cara triste. Se
acercó a la puerta principal, y la abrió.
Blanco. Así era todo. El piso, el cielo, los
carros, las mariposas, las aves. Blancas,
perdidas en el infinito blanco. No supe qué
decir. Claramente, yo vestía una bata
naranja, del instituto. Por lo que comencé
a atraer la atención de todos. No
comprendí el peligro. Me sentía tan
especial.
Mi médico seguía llorando e intentó que
regresara adentro. Pero yo no lo haría.
Comencé a correr. No intentó detenerme.
Atravesé algunas calles y parques y llegué
a la playa. Blanca. Pude sentir la arena en
mis pantuflas. Me las quité. Error: mis
pies se volvieron blancos.
Retrocedí. Quise regresar, pero ya era
demasiado tarde. El blanco me
deslumbraba y me confundía. No
encontraba nada, ni mis pies. Quise
voltear a ver mi bata naranja, para no
Alejandra Treviño Tavasci
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perder toda la razón, pero ya no existía. El
blanco, como una plaga, invadía mi bata.
Corrí hacia lo blanco, desde lo blanco,
por lo blanco, con lo blanco. Nunca pude
regresar.
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Nueve: café
Quería café. ¿Era mucho pedir? Un
pobre pájaro chilero pidiendo café en las
esquinas, en los parques, en las avenidas,
en los tejados. Solo quería una taza de café
con leche. Moría por una taza de café con
leche. Moría.
Regresó a su nido. Con un tic en un ojo
y su corbata al revés. Su madre lo vio. Era
una vergüenza. La madre comenzó a
regañarlo. Le dijo que jamás debió de
haber ido a esa escuela. Era su culpa.
Volando de mesa en mesa, de laptop en
laptop, robando sorbos de las tazas de
café.
Ahora no hacía más que volar,
buscando, pidiendo café. Hacía frío. No
podía esperar más al próximo ciclo escolar.
Necesitaba café, ahora.
¿Puedo invitarte un café? Lo siento, es
que te vi desde el otro lado del parque y lo
supe. Tú también necesitas café, ¿no? El
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pájaro sabía que no debía hacerle caso,
pero su olor a café era claro. Aquél
bigotón, pandeándose, se acercó al pájaro.
Vamos. Yo también odio las vacaciones.
La gente, de la nada, prefiere tomar café en
sus casas, a horas decentes y en
cantidades limitadas. Es horrible. Pero
ven, no te detengas. El pájaro lo siguió
hasta un callejón. El gato señaló un bote
de basura y sonrió. El pájaro se hundió en
ese hermoso olor mientras el gato saltaba.
Su sangre roja se mezclaba con el café
con leche. El pájaro sonreía.
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Diez: turquesa
Mis ojos. Sabes bien que su color te
hipnotiza. Ven. Ven. No lo dudes, te estoy
seduciendo. ¿Te gusta mi vestido? Sabes
bien que lo puedes cambiar. ¿Mi cabello
castaño? Sabes bien que lo puedes pintar.
Pero mis ojos, sabes que no te puedes
resistir a ellos.
Turquesa. Te miran desde el otro lado de
la tienda. Te buscan, y tú a ellos. Te
acercas al estante, dudoso. La tomas entre
tus brazos. Sonríes. Caminas
discretamente con ella contigo. Llegas a la
fila y sabes que no hay vuelta atrás. Ahora
es tuya.
Alejandra Treviño Tavasci
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Once: Azul marino
Lo planeamos durante meses. Tú, yo, el
mar. No importaba nada más.
Empacaríamos ligero, porque los trajes de
baño no ocupan mucho espacio. Era
necesario, después de tanto estrés,
después de tanto trabajo. Era necesario.
Llegamos. Todo era azul. Azul claro, azul
oscuro, azul medio, azul verdoso, azul
amarillo, azul. Azul marino. No es
necesario decir que nunca había tenido
mejores vacaciones. Que amaba el mar.
Que te amaba a ti.
Días después regresamos. Los dos
sabíamos que tenía que ser así. Nos
separamos, te fuiste con tu familia, y yo
con la mía. De ahí en adelante, muchas
cosas fueron azules. Azules medios, azules
verdosos, azules oscuros. Pero jamás, azul
marino.
ÍNDICE
Uno 4
Dos: verde 8
Tres: negro 12
Cuatro: rojo 15
Cinco: gris 17
Seis: morado 20
Siete 25
Ocho: blanco 27
Nueve: café 30
Diez: turquesa 32
Once: azul marino 33
Monocromo, de Alejandra Treviño Tavasci, se
terminó de imprimir el 24 de noviembre de 2011 en
Imagebox.
Monterrey, Nuevo León