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Alexia, una «santidad» que maduró con prisas MARÍA VICTORIA MOLÍNs (Barcelona) ERA CASI UNA NIÑA Santidad y juventud ¿y cuándo la juventud está sólo apuntando, pero no ha llegado a su sazón? ¿Podemos hablar también de niños «santos»? Alexia fue uno de estos casos en los que la Gracia obra con prisas, como robando horas al proceso que suele ser tan lento en los demás humanos. Sólo catorce años son muy pocos. Y más pocos aún en estos tiempos en que la madurez se retarda en algunos ambientes, cuan- do la vida se les envasa a nuestros niños y no tienen más que leer el prospecto, usar su contenido y tirar el envase. Quiero decir que hoy día es difícil hablar de juventud cuando se está acabando la EGB. y ese fue el caso de Alexia. Una niña en la que apuntaban apenas los signos de la pubertad y en la que los cuidados de unos padres, hermanos y maestros parecían haberle hecho la vida tan fácil que la cruz no podía encontrar en su alma el terreno apropiado. Algunos hubieran podido pensar eso cuando vieran a aquella niña de ojos castaños y sonrisa fácil salir de «un buen colegio», de un club donde se aprende y se comparte, de un estudio en donde REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 52 (1993), 515-532

Alexia, una «santidad» que maduró con prisas

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Alexia, una «santidad» que maduró con prisas

MARÍA VICTORIA MOLÍNs

(Barcelona)

ERA CASI UNA NIÑA

Santidad y juventud

¿ y cuándo la juventud está sólo apuntando, pero no ha llegado a su sazón?

¿Podemos hablar también de niños «santos»? Alexia fue uno de estos casos en los que la Gracia obra con

prisas, como robando horas al proceso que suele ser tan lento en los demás humanos.

Sólo catorce años son muy pocos. Y más pocos aún en estos tiempos en que la madurez se retarda en algunos ambientes, cuan­do la vida se les envasa a nuestros niños y no tienen más que leer el prospecto, usar su contenido y tirar el envase. Quiero decir que hoy día es difícil hablar de juventud cuando se está acabando la EGB.

y ese fue el caso de Alexia. Una niña en la que apuntaban apenas los signos de la pubertad y en la que los cuidados de unos padres, hermanos y maestros parecían haberle hecho la vida tan fácil que la cruz no podía encontrar en su alma el terreno apropiado.

Algunos hubieran podido pensar eso cuando vieran a aquella niña de ojos castaños y sonrisa fácil salir de «un buen colegio», de un club donde se aprende y se comparte, de un estudio en donde

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se dan clases de baile ... y entrar en un piso acomodado de una calle amplia y bien situada de Madrid.

Se habrían equivocado. Os lo aseguro. Porque, como tantas otras veces ocurre, ignorarían muchas cosas. Por ejemplo, que entre todo lo que podía hacer fácil aquella vida El se colaba de rondón. Aquel que es, con su sola presencia, «signo de contradic­ción» va preparando a su modo el terreno para aquello que quiere edificar en cada persona. Aunque sea muy joven, casi niña, tenga ojos castaños, sonrisa fácil y un natural tan sano que parece vivir siempre en domingo en medio de los quehaceres de cada día.

CÓMO EMPEZÓ su HISTORIA ...

Cuando aquel 14 de abril de este año, 1993, una serie de autoridades eclesiásticas presidían el acto de apertura del proceso de canonización de Alexia yo imaginaba y... recordaba.

Imaginaba lo que hubiera pensado Alexia -antes de que la cruz invadiera su ser cambiando de perspectiva todo lo que le rodeaba- si alguien le hubiera hablado de que sólo nueve o diez años después iba a tener lugar aquello que yo estaba presenciando. Se hablaba de virtudes heroicas sometidas a análisis, de fama de santidad en sus horas de lucha entre la vida y la muerte ... Opina­ban obispos, sacerdotes y laicos, adultos, jóvenes y niños. Cartas del mundo entero hablaban de ella.

y yo la imaginaba con sus ojos castaños, su mirada tranquila, sin llamar la atención por casi nada, en una clase de EGB del colegio de Jesús Maestro, de Madrid. No lo hubiera creído, por supuesto. Ni lo hubiera soñado.

Eso es lo que yo imaginaba. ¿ y lo que recordaba? Aquella niña de apenas siete años que, mediada la década de

los setenta, llegaba cada día acompañada de su madre o de la «tata» Celes hasta la puerta del colegio. Muchas veces -cuando tenía aún tiempo- entraba en la capilla; por el pasillo central se acercaba hasta el presbiterio. Se arrodillaba, como muchas peque­ñas, para ver a su Amigo Jesús y allí estaba unos minutos. Es

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verdad que algo tenía en su mirada cuando la sostenía fija en el Sagrario.

y allí empezó su historia. La de Jesús, claro. Porque no hay historia de santidad en donde no sea El el protagonista. Cuando queremos ser nosotros ya lo hemos estropeado. Será historia de éxitos humanos; tal vez de logros personales, de fama; pero no de santidad, que ésa ya tiene «marca registrada».

LAS MEDIACIONES

Dios tiene la exclusiva. De esto no cabe duda. pero mediacio nes no le suelen faltar. Y Alexia las tuvo desde sus primeros años. Muchas. Me limitaré a hablar de tres: la madre, el colegio y el ambiente.

La madre le enseñó a rezar, como tantas madres cristianas. Bueno, la deseó primero, cuando estaba en su vientre, con ese gozo entero de una mujer que espera el fruto del amor y hace sus planes, siempre pendiente de los planes de Dios.

Venía con seis hermanos delante. Dos ya se habían marchado al cielo y ella, Moncha, los lloró como llora una madre ...

La deseó primero. Y la recibió gozosa a su llegada, ofrecién­dola a Dios. Es sabido que la consideró como un regalo. Como vino con mucha diferencia de edad y tenía un carácter precioso, les alegraba la vida. Un día la famosa «tata» Celes, que la quería con locura, le dijo: «Señorita, esta niña es un premio». Y Moncha contestó: «No, Celes, es un regalo. Los premios se merecen, pero nosotros no nos merecemos tener a Alexia. Es un regalo que Dios nos ha hecho. Un regalo del cielo». Lo que no imaginaba entonces es que, precisamente por ser un «regalo del cielo», se iría muy pronto a él...

Cuidó sus primeros pasos y sondeó sus primeras inclinaciones. Le enseñó el camino que ella vivía desde su infancia y le propuso metas. No la dejó crecer como la hierba sin saber hacia dónde se inclina o quienes van a pasar junto a ella ... La fue modelando.

Un día le enseñó que la vida no siempre es agradable. que si no era capaz de «sufrir un poquito por amor de Dios sin que lo

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sepan todos», no se iba a hacer a la medida de los deseos de Dios. Lo había aprendido de la gran Teresa que educó sus primeros pasos en Tarragona en un colegio de la Compañía de Santa Teresa.

También le decía que «estar con Jesús es, seguramente, toparse con su cruz». Lo había aprendido, ya mayor, del fundador del Opus Dei, el Beato José María Escrivá. Todo son mediaciones. El protagonista nunca puede ser otro que Dios.

Pero esa mediación de una madre al lado fue decisiva en el momento cumbre de la existencia santificada de Alexia. Lo vere­mos en seguida.

Junto a la madre, el colegio. Un colegio con idearios propios que va encauzando poco a poco, curso tras curso, y un día detrás de otro, las cualidades de los niños, procurando cortar los brotes del desvío.

En su colegio había algo que modeló los primeros años -los únicos- de su vida, como había modelado los de su madre: el espíritu de oración que Teresa había dejado en sus hijas de la Compañía. Y cada día, durante diez años, Alexia llegaba por la mañana a su colegio, hacia la visita -«la cita»- al Amigo Jesús y, con sus compañeras, dedicaba el primer cuarto de hora del día a la oración. Era una consigna de San Enrique de Ossó y jamás se ha dejado. Alexia gozaría de aquellos ratitos en los que se le hablaba de Jesús y se le introducía en el diálogo con El y con el Padre. Sus compañeras la recuerdan recogida y feliz en esos co­mienzos orantes de cada día.

La tercera mediación es el ambiente. Los padres lo cuidaron hasta el extremo. Le dieron a su hija, claro está, lo que ellos vivían. Y era el ambiente sano de unas amistades buenas y unas diversiones que no sacan de sí a la persona apenas apunta la juventud y tiende a desmadrarse lo que empieza a despertar sin control. Pertenecían al Opus Dei y por sus encuentros, retiros y lugares se movió Alexia, y allí tuvo sus experiencias y sus viven­cias. Fue su ambiente.

Allí creció también una amistad curiosa y muy sincera: la que tuvo con su ángel custodio. Rugo lo llamó ella. Y el caso es que fue solamente ella la que ideó este nombre algo insólito, no sabe­mos por qué. Le habían enseñado a vivir cerca de su ángel de la

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guarda, a pedirle ayuda, Y ella se lo tomó tan en serio que no sólo le «bautizó», sino que fue su compañero inseparable en las horas de gozo de su vida y en las del más terrible dolor y desamparo,

y me detengo aquí. En lo que he llamado mediaciones, Creo que para que brote lo que estamos llamando «santidad

joven» es necesario, al menos, una de estas tres mediaciones, Claro que deberían darse las tres, Pero me contento con exigir una. Me refiero a ese campo de la familia, en el que el Sembrador va echando la simiente y espera un tanto por ciento de cosecha que se acerque el cien. No podemos hablar de santidad joven -a no ser que medie el milagro, que ése siempre está a tiempo de darse­si no ponemos en el entorno en el que crecen los niños, adolescen­tes y jóvenes, al menos, digo, una de esas tres mediaciones: la de la familia.

Me acerco con frecuencia a dos tipos de juventud que contras­tan fuertemente. Una juventud que ha tenido la suerte de la que hablaba un santo recientemente canonizado. San Enrique de Osso: «Me ha tocado en suerte un lote hermoso: padres buenos, madre piadosa, abuelo santo».

y ese «lote hermoso», cuando toca en suerte, prepara el terreno para la obra de la Gracia.

Los educadores y maestos palpamos muchas veces las conse­cuencias de esos «lotes hermosos». Sencillamente, se percibe un entorno familiar que -si no evita las naturales inclinaciones de los niños- al menos las controla, las detecta, les sale al paso. Hay una mezcla de serenidad y alegría espontánea en muchos de esos niños en los que aquello que aprenden en el colegio, la catequesis, el grupo apostólico o parroquial, está en consonancia con lo que viven en sus hogares. Hacen referencia sin dificultad a que «siempre me lo dice mi madre» o a que «se comentó en casa el otro día». Cuando nos acercamos a esos niños -sin idealizar, por supuesto- sabemos que pisamos un terreno en donde no se entra en continua contradic­ción interior, la gran tragedia de otros muchos niños educados en colegios religiosos por motivos ajenos al ideario.

Pero también me acerco a otros muchos jóvenes -casi me atrevería a decir que la mayoría- en donde falta ese elemento

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enriquecedor desde la más tierna infancia. Unos, porque su mar­ginación les ha colocado -lógicamente- al margen de todo, y entre otras cosas de la educación. Es imposible pedirla en un hogar en donde el subsistir se convierte en único móvil; y los medios son, por necesidad ambiental y por situación de injusticia radical, la mayoría de las veces, terriblemente depravantes: robo, prostitu­ción, droga, mentira... En donde la pasividad estoica se une al arrebato indiscriminado con los pequeños que son víctimas de la más increíble desestructura.

No es difícil entender que, en este ambiente, la santidad joven sería un puro milagro.

Pero también se degrada el ambiente familiar que vive un joven por la situación antagónica: la de poseerlo todo y centrarlo todo en el confort. Ya hay un dios en esos hogares, o muchos, y el Dios de Nuestro Señor Jesucristo no tiene cabida. Porque Este, el que nos reveló en su Evangelio, tiene unas exigencias paradóji­camente liberadoras que no encaja en el mundo de los que están «arriba», no al «margen».

La inmediatez con la que se vive en este tipo de familias hace de la existencia humana una especie de tómbola (sí, aunque fuera Marisol la que la llamara así hace muchos años), en la que aquello que se va haciendo o dejando de hacer es más bien pura caram­bola, que se toma o se deja. pero no se opta: «me gusta, me lo quedo; no me gusta, lo rechazo». Y esto con innumerables excusas que enmascaran esta realidad un tanto precaria.

El niño si no lo percibe, al menos lo vive. Y se le contagia. Niños y jóvenes que hacen del «pasatiempo» -en el más puro

sentido de la palabra- el móvil de muchos momentos de su exis­tencia. Niños y jóvenes que no tienen ideales porque la reali­dad siempre satisfecha y por tanto insatisfecha, es su único hori­zonte.

Niños y jóvenes que ven a diario mediocridad encubierta con normas huecas o convencionales, pero jamás criterios sólidos.

Niños y jóvenes que son consentidos y poseídos, pero no amados; que son reñidos, pero no educados; que son obsequiados, pero no escuchados.

Niños y jóvenes, en fin, que viven siempre en el temor de una

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ruptura, en el dolor de la misma o en las consecuencias que de ella se derivan.

y me he referido, especialmente, a esa mediación, primando sobre las otras dos, porque si se da ésta -la de un hogar que siembre santidad-, las otras quedan más o menos dirigidas. Si un niño no puede ir a un colegio con ideario evangélico -cosa que sería una pena-, siempre podrán suplirlo los padres. La situación contraria es mucho más problemática y crea una mayor contradic­ción. Porque el niño es y se debe a una familia.

y respecto al ambiente, hay una serie de condicionantes de los que jamás ni la familia ni el colegio podrán librarle. Tampoco sería bueno tenerlo al margen como en otro tiempo al famoso «Conde Lucanor» del cuento.

Pero ahí estará la familia para contrarrestar, comentar, sacar consecuencias de los eslóganes o espots publicitarios, advertir de los peligros y comparar situaciones.

También para crear su propio ambiente y evitar la inmersión desmedida y sin control de aquello que criticamos, pero asumimos consciente o insconscientemente. Ya podemos hacer a nuestros jóvenes la crítica de la injusticia o la corrupción de la sociedad o de los gobiernos; no servirá de nada si no se crea en el propio hogar un ambiente justo y solidario.

Este largo paréntesis me parece imprescindible para entender la «santidad» de Alexia.

Muchos de los lectores de mi libro Alexia, experiencia de amor y dolor vivida por una adolescente, desde el primer momento me dijeron lo mismo: «Bueno, no se sabe a quién admirar más si a la niña o a la madre». «Claro -deCÍan otros-, con unos padres y unos hermanos aSÍ, no es extraño». Y algunos: «Si Alexia no hubiera tenido una madre así a su lado no hubiera llegado a donde llegó».

No quiero hacer panegíricos ni suposiciones, pero creo que hay en todas estas frases algo absolutamente cierto: a un niño se le ayuda, se le acompaña, se le motiva y se le señala el camino. Y, sobre todo, a un niño se le contagia un Amor sobre todo otro amor;

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el de Dios que nace como don -porque «El nos amó primero»- y se comunica por «envío». El amor entrañable que Alexia manifestó por Jesús en los últimos meses de su vida es un don, no cabe duda. Pero fue también el fruto de un contagio. Tuvo a su lado, como Andrés o como Pedro o como Felipe, alquien que le dijo: «Ven y lo verás». Y ese alguien fue nada menos que su propia madre.

CUANDO DIOS TIENE PRISA, NOS SORPRENDE

El dolor siempre nos pilla de sorprea. Nunca se le espera m llega a tiempo. Sobre todo cuando es desmesurado.

Así apareció en la vida de Alexia. De repente, a sus trece años, con una vida -como la que he descrito- llena de alegría y cuidados, un dolorcillo que se convierte en insufrible y que acaba en trágico aviso de una dolencia fatal.

Es verdad que a los trece años el futuro cargado de temores no pesa tanto como en un adulto. Pero el presente es más lacerante, si cabe, porque no parece propio de la edad.

A Alexia le sorprendió en el sentido más simple de la palabra. Ella no podía imaginar que «aquello» fuera tan malo. Lo fue sabiendo día a día, mes tras mes. Y conforme se aceleraba el mal lo percibió con mayor claridad, dolor y ... paz.

Hablo de «sorpresa» porque el joven no se suele encontrar preparado para el dolor. Como es lógico, su naturaleza está llena de vida y, por tanto, de deseos, de curiosidad, de gusto por lo nuevo. Pero siempre que esa novedad le produzca un contenta­miento. Cuando le contraría, lo rechaza instintivamente y se rebe­la: «¡No hay derecho!», «¡qué cara!», «¡ya está bien!». Y no lo hace por inconformidad, sino sencillamente porque no se lo espera.

Los años nos van acercando experimentalmente al dolor -¡ha llegado ya tantas veces a nuestra vida!- y, aunque sea inesperado, se le reconoce por repetido y molesto. Podrá acogerse con valentía o con desesperación, pero la edad ha ido capacitando para que sea menos sorprendente. Las expresiones de los adultos lo demuestran -a veces con su carga de estoicismo-: «la vida tiene tantas penas», «ya se sabe que el dolor siempre nos acompaña ... ».

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El niño y el joven lo ven llegar y se sorprenden sin más. Cuando este niño o este joven tienen la capacidad de asociar

los acontecimientos de la vida a lo único que le da sentido y, en definitiva, a Dios, la cosa puede cambiar. Y esa «sorpresa» se convierte en el instrumento maravilloso empleado por el amor y la ternura del Señor para labrar la santidad de aquella vida reciente.

Esto es lo que le ocurrió a Alexia. Vio llegar el dolor -de momento, una operación y sus terribles pruebas-, y sin pensar en lo que le esperaba, aceptó la sorpresa de un visitante tan desagra­dable como es la enfermedad, porque «Dios lo permitía».

y vuelvo a insistir en lo gratuito de la santidad, en el don, la gracia de un DIOS-AMOR, actuando en nuestra debilidad. Yo creo que el dolor de los niños, asumido y sublimado por la Gracia, es una confirmación del texto paulina de II Corintios: «Cuando fla­queo, soy fuerte». Es en nuestras debilidades y en nuestra incapa­cidad donde más resplandece la acción de Dios. Y el niño tiene precisamente ese requisito con mucha nitidez: es débil, necesita ayuda y lo sabe, y la pide. Y hasta la reclama. Esa será muchas veces la oración de Alexia en sus momentos más dolorosos. Casi con una filial exigencia de ayuda al que «siempre ha amado».

Emociona oírle recitar en voz alta oraciones espontáneas como ésta:

-«Jesús, ¿por qué no me ayudas? ¡Por favor, sácame este dolor de cabeza! Sólo un ratito, aunque no sea más que un rato. ¡De verdad que no puedo más! ¿Por qué me haces esto? Yo te he querido desde pequeña ... »

Sí, Dios a menudo nos sorprende. Pero cuando la sorpresa del dolor llega a un niño o a un joven, que ya ha tenido algún «en­cuentro» con el Señor, la sorpresa, repito, es el instrumento divino que va labrando su santidad.

Veamos cómo llegó este momento a la pequeña Alexia. Fue en febrero de 1985. Un primer diagnóstico -después de

varios meses de dolor en la espalda y unos días de fuertes dolores en el cuello- se habló de aplastamiento de vértebras cervicales. Se admiraron de que hubiera aguantado tanto. Y decidieron que había que operar rápidamente.

Como es lógico, la reacción, aunque con una serenidad sor-

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prendente para su edad, fue de miedo. Pero no lo manifestó en seguida. Sólo cuando ya estuvo sola con su madre y un hermano en la habitación, dijo:

-«Mamita, ¿no me dejarás ni un momento, verdad? Tengo miedo».

Esa reacción tan humana y natural, casi diría enternecedora, es en seguida superada por la capacidad de sublimar el sufrimiento mediante la aceptación. Fue su madre, como siempre, la que la ayudó. Le dijo que, por supuesto, estaría siempre, siempre con ella. Que eso era un pacto que por nada del mundo rompería. Como así fue en efecto. Pero en seguida la ayudó a dar sentido a su dolor.

-«y ahora, hija --le dijo- vamos a ofrecérselo todo al SeflOL Tenemos un tesoro en las manos. Tú la primera. Pero papá, los hermanos y yo, también. No vamos a desperdiciarlo, ¿verdad?».

Aquellas palabras cayeron en buena tierra. y en seguida reac­cionó:

-«No, mamá, claro que no». No fueron sólo palabras. Sus reacciones confirmaron aquella

actitud de aceptación, a pesar de la «sorpresa» y el miedo ...

y empieza su calvario doloroso, muy doloroso, de pruebas, de nuevos diagnóstios cada vez más alarmantes. Alexia lo va reci­biendo todo, día a día, sin pensar en lo que vendrá después. «Bás­tale a cada día su fatiga».

y llegó, cada vez más lacerante, la disminución física. Fue la parálisis y todo lo que trajo aquella inmovilidad obligada uno de sus grandes sufrimientos. Algunas mañanas, al despertarse, su madre la oía llorar bajito. Y al preguntarle qué tenía, le contestaba únicamente:

-«Mamá, soñé que andaba». Tal vez en este aspecto de la aceptación de lo inesperado,

como es el dolor y la enfermedad, hay una cosa que me admira profundamente de Alexia: la conciencia de que Dios actuaba en ella y que sin El todo aquel valor que demostraba y que a su alrededor veían y hasta llegaban a decírselo con peligro de que se pudiera atribuir méritos, hubiera sido imposible. Estaba convenci­da de ello. Basten dos ejemplos:

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En cierta ocasión, cuando estaba saturada de sufrimientos físi­cos, llegó el médico a la UCI -una de las varias veces que le tocó visitar ese lugar tan temido-, y le preguntó cómo estaba. Ella, sonriendo, contestó:

-«Muy bien». Como era tan evidente que no lo estaba, una religiosa le dijo: -«Que valiente eres, Alexia». Pero la pequeña contestó rápidamente: -«No, Sor Patro, sencillamente es que Dios me ayuda». En la admirable carta que escribió, desde la Clínica Universi­

taria de Pamplona, en noviembre, les explica todos los incidentes, detalles de un proceso que impresiona a cualquiera. Ella le va añadiendo notas de optimismo y humor. Y al explicar uno de los diagnósticos que le dio en cierta ocasión un médico, les dice:

-«Yo me llevé un gran disgusto, pero aunque no lo creáis, Dios da las fuerzas necesarias y todavía te dan ganas de reír un poquito».

Esto me confirma en la idea de que la santidad de los niños y de los jóvenes es una de las filigranas de Dios, cuando tiene prisa por hacer su obra en un ser humano.

LAS FACETAS DE UN PROCESO RÁPIDO

El proceso personal, se entiende. Ese que jamás seremos capa­ces los hombres de medir ni controlar porque es obra de Dios en nosotros.

Me detendré en algunos de los aspectos, no todos, por supues­to. Algunos de los que más llamaron la atención de las personas que convivieron con ella los últimos meses y se daban cuenta de que cada vez se transparentaba más en su vida la acción del Señor.

Conformidad con la voluntad de Dios

Sabemos que es el punto de partida de su caminar hacia la santidad. Aquella petición que le hizo al Señor tantos y tantos días

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durante su primera infancia había de dar como resultado una su­misión a la voluntad de Dios impropia de su edad.

Fue una verdadera agonía que le asemejó a Jesús en Getsemaní la que nos hizo conocer más de cerca sus sentimientos y su acep­tación.

Trece años solamente. Aún no había cumplido la edad en la que murió, catorce. El primer diagnóstico de la gravedad, el que le llevó, con la consiguiente alarma, a la segunda operación. Alexia no era tonta. Percibió la angustia de los que le rodeaban por más que quisieran ocultarle los temores. Intuyó que aquello no era otra «simple operación» que iba a acabar con unos síntomas tan alarmantes como la inmovilidad de sus miembros. Los que estaban con ella oyeron perfectamente aquellas palabras pronunciadas a media voz con cierta angustia reprimida como la de Jesús en Getsemaní:

-«Que no se haga mi voluntad, sino la tuya, Señor». y así estuvo durante media hora. Pero a su alrededor nadie

dormía. Su madre velaba continuamente repitiendo en su interior las mismas palabras. La oración espontánea de Alexia iba desgra­nando actos de aceptación y de súplica ... Sus últimas palabras, después de aquella media hora, fueron el resumen de aquella ple­garia. Su madre las transcribió y es uno de los muchos tesoros que conservamos de ella:

-«Jesús, yo quiero ponerme buena, quiero curarme, pero si Tú no quieres, yo quiero lo que Tú quieras».

Dicen que, acabada la oración, como si «un ángel le hubiera también confortado», se volvió con la mayor serenidad a su madre y le comentó con la mayor naturalidad:

-«Mamá, ¿sabes?, yo siempre tuve la impresión de que me operarían otra vez».

y como su madre, extrañada, le preguntó el motivo de esa afirmación, dijo:

-«Pues, ¿sabes una cosa?, tengo el presentimiento de que aún me operarán más veces».

Su terrible historial médico, que ahora conocemos, hace más admirable las respuestas. Tal vez junto a la serenidad de una aceptación heroica, había recibido en la oración alguna otra luz.

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Las cosas de Dios con sus amigos son tan misteriosas como mis­teriosa es nuestra propia vida humana.

Lo humano transformado

Alexia era una niña corriente. No nos cansaremos de decirlo todos los que la conocimos. No llamaba la atención. Alegre, sim­pática, más bien reservada cuando no tenía mucha confianza, ca­riñosa con los suyos y vital hasta el punto de disfrutar con cual­quier cosa. Le gustaba, como a todas las niñas cuando despiertan a la autoafinnación de su persona, presumir, gustar, vestir bien y ..

divertirse, claro está. La enfermedad tronchó muchas, demasiadas, ilusiones. Ella lo

vio como algo que se iba avalanzando sobre ella, arrancando cada día una ilusión más y añadiendo un desengaño nuevo. Pero, salvo algunos momentos en que, como es lógico, le invadía la tristeza, no se dejó ganar por el enemigo: el desánimo.

Tal vez es una de las cosas que hoy llama más la atención. Cuando muchos de nuestros jóvenes se sienten «frustrados» y con «depre» a la primera contrariedad, cuando un kilo más de su peso o un centímetro menos en su estatura ya les producen «traumas» insuperables, nos encontramos con la admirable serenidad de una niña que transforma en riqueza para su espíritu lo que sólo pare­ce llevar a la destrucción personal. Basten algunos momentos para detectar esto que digo. Y para demostrar, una vez más, que cuando Dios tiene prisa en hacer su obra en una persona se las arregla como puede. Porque nadie negará que la capacidad de relativizar las cosas y de llegar a vivir el «Absoluto» es cuestión de madurez. A no ser que se trate del Hijo de Dios, que a los doce años ya fue capaz de hacer aquella opción radical en la que abso­lutizaba únicamente a su Padre, sabiendo que había de estar «en sus cosas».

La situación de nuestra enferma se estaba complicando por momentos. Aumentaban los dolores, las molestias y las discapaci­dades. Y, en uno de esos muchos ratos de conversación íntima que tuvieron madre e hija, Alexia le dijo:

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-«Me alegro de que me haya ocurrido esto. Me estaba vol­viendo muy presumida. Me encantaba estar delante del espejo arreglándome el pelo y cepillándomelo».

Su madre le dijo que era natural a su edad, que todas las mujeres pasan por ese momento de autocomplacencia, etc. No quedó muy conforme con esas excusas nuestra pequeña Alexia:

-«Sí, pero a lo mejor acababa convirtiéndome en una frívola. De ahora en adelante estoy segura de que voy a valorar mucho todo y no dar importancia a tonterías. ¿Sabes, mamá? Antes, cuan­do no querías hacerme un vestido o comprarme algo que me ape­tecía, me enfadaba por dentro ... ».

La finura y la delicadeza de la que ya no se va a consentir ni «por dentro» reacciones y actitudes que no relativicen las cosas ...

Sí, no cabe duda, las prisas de Dios en Alexia iban teniendo su cumplimiento.

La alegría a toda prueba

Había sido una de sus características. Y, como dije al princi­pio, uno podía llegar a la conclusión, observando su vida, de que esta alegría era el resultado de una serie de facilidades que rodea­ron su infancia. Lo que se llama haber tenido suerte. Los que hubieran jurado así se hubieran vuelto a engañar y no habrían creído en la capacidad de la acción divina. Que en este caso actuó, por supuesto, en una naturaleza sana y capacitada para el humor.

Alguna otra anécdota nos confirmará lo que digo. Eran los comienzos de la quimioterapia en su enfermedad. Le

han ido a visitar algunas compañeras de colegio. Están un poco «cortadas», sin saber bien qué decirle. Propio de esa edad. La ven con su turbante y adivinan que debajo hay una cabeza completa­mente calva. Recuerdan aquella hermosa melena que ella lucía tan a gusto. Lo han comentado en varias ocasiones y les angustia lo que pueda sentir Alexia. Pero no dicen nada. Es ella la que, con la mayor naturalidad, les dice:

-«Si no os importa me vaya quitar esto (se refiere al turban­te). Es que me da mucho calor. ¿Nunca habéis sentido la curiosi-

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dad de saber el aspecto que tendríais si fuérais calvas? Pues, a pesar de todo, yo hasta tengo la suerte de saberlo».

Rodeando su cabeza, como una corona de espinas, tenía un apa­rato que servía para sostener su columna vertebral. Cuatro grandes tornillos ajustaban el halo metálico al cráneo. Alexia se sometió una v~z más a esa prueba y comentó en varias ocasiones, riendo:

-«La verdad, es que con este aparato parezco Frankestein». ¿ Quién puede dejar de admirar la entereza de una niña de trece

años capaz de asumir con humor el deterioro de su físico? Sólo una fuerza que venga del Omnipotente y un amor que

tenga su origen en el Amor pueden hacer el milagro de la alegría y el gozo auténticos, que son fruto del Espíritu Consolador.

Amando a los hermanos ...

Naturalmente era cariñosa. Sabía querer y se sentía querida. Pero algo hubo en los últimos meses de su existencia en la tierra que quedó grabado en los que la vieron y trataron.

La primera nota de su gran amor fue el agradecimiento. Segu­ramente todos hemos visto en los hospitales niños y adolescentes caprichosos. Y los comprendemos. La enfermedad aumenta sus mimos y su incapacidad para soportar tantas y tantas incomodida­des. Pero su trato se hace a veces difícil. Recuerdo una niña que estaba en la misma situación que Alexia -sólo un año más que ella- y por la que recé mucho ... No se le podía sacar una palabra agradable. ¡Lo que sufriría la pobre! Dios haría, sin duda, su obra de otro modo ...

Pero esas experiencias me han ayudado a admirar más aún la actitud de nuestra pequeña. Siempre con la sonrisa en los labios, con la palabra amable, con inmensa gratitud por todo lo que se le hacía.

y otra vez los detalles sencillos, humanos ... Elena es una enfermera que la quiere y a la que Alexia le ha

demostrado también mucho cariño. Es uno de sus últimos días. Está aletargada. Cuando abre los ojos la encuentra a su lado y, sonriendo, le dice:

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-«Elena, te quiero mucho; dame un beso». Elena, como es lógico, se conmueve. Le pone reparos. Está

acatarrada y ella no tiene defensas ... -«No importa. Dame un beso, Elena, por favor. El último». y Elena no lo olvidaría jamás ... y al médico, con la confianza que tantos meses de trato le

había permitido alcanzar: -«Aurelio, te quiero mucho y rezo por ti ... Pero no te creas

que mi cariño es interesado. Cuando me ponga buena te seguiré queriendo».

y ya «buena del todo», en el cielo nuevo y la tierra nueva, le querrá por toda una eternidad con aquella misma ternura y agra­decimiento.

En mi libro Alexia, experiencia de amor y dolor vivida por una adolescente comento que estuvo siempre rodeada de cariño. Cariño de los suyos, de sus amistades, de las enfermeras y los médicos.

Bueno ... siempre, siempre, no. Sabemos que Dios permite si­tuaciones difíciles con nuestras deficiencias. Y Alexia, en uno de los hospitales en los que estuvo, lo pasó fracamente mal. Pero lo aceptó también con amor. Hay momentos en los que amar se hace más evangélico: cuando no se trata sólo de amigos, que eso «tam­bién lo hacen los paganos» dirá Jesús.

Está en la VCI, después de una de aquellas terribles operacio­nes. No dejan que entre ni su madre. Y ella se siente muy sola. Los padres y hermanos viven una ansiedad indescriptible durante aque­llas horas. Al fin les dicen que está en la VCI y que hacia las nueve ya la subirían a la habitación. Que estuvieran tranquilos, que se les avisaría.

Pasaron las nueve y las nueve y media. Al fin, el camillero la subió. Sin demasiado tino, les dijo a los familiares al llegar: «Qué, ¿se habían olvidado de la niña?» ¡Con lo eterna que se les había hecho aquella media hora!

Alexia calló, pero cuando ya estuvo sola con los suyos, dijo con alegría y como quitando importancia al asunto:

-«Sí, me dijeron que os habíais olvidado de mÍ. Yo sabía que no era verdad. Por eso les dije: ¿seguro que han avisado?».

A esto se le llama optimismo, seguridad y ... serenidad.

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y Jesús siempre al lado

Es lo que más se admira de aquella muerte. Ambiente «de cielo» dicen todos los que estuvieron con ella que es lo que se respiraba en aquella habitación de la Clínica Universitaria de Navarra.

Morir en plena contemplación de Jesús humanado es un verda­dero privilegio. Los últimos días de Alexia transcurrieron así. Era Adviento y ella lo sabía y lo tenía presente de continuo. Su madre la ayudaba extraordinariamente. Ya Alexia no veía, sus dolores de cabeza eran muy fuertes, su consciencia, aunque clara, menguada de vez en cuando por los calmantes y la agonía que se acercaba. Pero Moncha, aquella madre que un día la recibió como un «regalo de Dios», ahora quería devolvérsela a su Señor completamente identificada con El. Y juntas fueron siguiendo, con ese método ignaciano de «como si presente me hallara», los acontecimientos de Belén que en el año litúrgico se acercaban.

Alexia no puede apenas hablar. Pero el oído lo conserva per­fecto. Y la atención ... Si su madre se olvida un detalle, lo añade hablando con dificultad; si se detiene un momento en aquella larga «contemplación» de Belén, ella le dice en seguida:

-«Más ... ». Con ese encanto de los niños cundo les gusta un juego de los

mayores, y son incansables ... Pero ahora Alexia no quiere que se repita un juego, sino una contemplación del Amor...

Faltan unas horas para su tránsito. Creen que duerme plácida­mente. Pero Alexia oye los pasos de su madre que sube del ora­torio. La llama y le hace la última petición:

-«Mamá, ¡dile a Jesús que le quiero!». A partir de ese momento sólo dos palabras repetirá varias

veces: «más» y «sí». Más era la insistencia ante una necesidad: sentirse muy cerca de Jesús en aquellos momentos difíciles; y las oraciones y comentarios de su madre la ayudaban. El sí era la cumbre de la más radical aceptación de una obra que Dios había comenzado hacía catorce años en aquella niña y ahora terminaba «con prisas».

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¿Santidad joven?

y yo vuelvo a preguntarme: ¿y cuándo la juventud no ha llegado aún a su sazón? Bien, pues entonces ... tal vez estas páginas puedan decirnos algo de la manera de actuar de Dios. Porque nadie podrá negar que su obra es palpable en esta pequeña historia de «dolor y amor».

Demos gracias a Dios. Sí, hay santidad joven y jóvenes capa­ces de dejarse santificar por Dios.