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texto de miguel
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Aliviar el dolor: la otra epopeya de la guerra salvadoreña
Miguel Huezo Mixco
Fue una noche de espanto. Nuestra larga columna caminó a ciegas sufriendo todo tipo de
golpes y deslizamientos. Pasada la medianoche, la vanguardia se topó con una avanzadilla
enemiga y hubo un breve intercambio de disparos. Tuvimos que dar un largo rodeo para
llegar, cuando ya clareaba, al pequeño y abandonado caserío Portillo del Norte, al oriente
de Chalatenango. Mientras descansábamos, pasó al lado nuestro una pequeña unidad de
hombres exhaustos, bañados en sudor, cargando a un herido en una hamaca.
El hombre había resultado herido en la balacera. Lo llevaron hasta la iglesia del lugar. Fui
a verlo. Estaba acostado, boca abajo, quejándose, puesto entre los escombros de la
sacristía. Una jovencita le arrancaba a tijerazos el pantalón ennegrecido por la sangre, y
dos extranjeros, un médico italiano y un enfermero norteamericano, a quienes no había
visto antes, improvisaban una lección. En un español aceptable, rodeados de un grupo de
paramédicos, la mayoría mujeres, explicaban que el tiro mostraba un orificio de salida a
unos pocos milímetros del ano pero que, por suerte, no había comprometido ningún
órgano vital. Supervisaron la curación y la inyección del anestésico. Cuando procedieron
a coser la herida con una aguja curva, como una lesna, el hombre comenzó a dar unos
terribles gritos. El enfermero miró mi rostro horrorizado y me tranquilizó explicándome
que sus gritos eran solo un acto reflejo, que el paciente en realidad no sentía nada.
Los nombres del médico y el enfermero aparecen citados en este libro, junto al de muchas
otras personas, principalmente mujeres, que formaron parte del sistema de sanidad de la
guerrilla en el norte de El Salvador. Sus integrantes provenían sobre todo de sectores
campesinos, que contaron con la dirección de médicos provenientes de México, Chile,
España, Italia, Alemania, Estados Unidos y, desde luego, El Salvador. Ellos y ellas gozan
de mucho respeto en el mundo de los veteranos de la guerra civil salvadoreña. Sin
embargo, su trabajo todavía no tiene todo el reconocimiento que se merece. Una parte del
valor de este libro “La otra cara de la guerra: salvar vidas. Experiencias de la sanidad
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guerrillera en Chalatenango y Cinquera, El Salvador”, consiste en situar en el mapa a un
contingente de hombres y mujeres que participaron en aquella conflagración con
algodones, agujas y escalpelos. Todos y todas, en momentos dramáticos de nuestras
vidas, pasamos por sus improvisados consultorios, y nos pusimos en sus manos con la
certeza de que iban a hacer todo lo posible por aliviarnos y salvarnos. Como es fácil
imaginarse, en el cumplimiento de sus deberes, “con inocencia y pureza”, como reza el
Juramento hipocrático, no pocos perdieron la vida. Aunque nunca podremos expresarles
toda nuestra gratitud, este libro les hace justicia.
La otra parte de su importancia radica en la puesta en limpio de un “sistema sanitario”
creado en medio de una guerra de guerrillas. Esta reconstrucción de los hechos, con dosis
de historia política, rescate de la memoria y recuperación de un conocimiento y una
práctica únicos, nos permite descubrir la lógica que tuvo, los factores que intervinieron en
aquel proceso y por qué las cosas se hicieron de esa manera.
A pesar de que la ferocidad de la historia militar y los enmarañados juegos políticos
suelen despertar más atención y curiosidad, un libro como este ayuda a entender esa
dimensión, refundida con demasiada frecuencia en las memorias personales, que
denominamos como el “lado humano” de la batalla. Cuando aludo a esa parte humana no
intento reivindicar una idea candorosa de un conflicto que coloca en el centro la
aniquilación y desmoralización del antagonista. Por el contrario, creo que este documento
nos pone frente al doble espejo del heroísmo y la brutalidad más atroz, mostrando los
triunfos de la misericordia y el bien.
Asimismo, en el orden estrictamente técnico, ofrece una visión bastante justa del sistema
sanitario insurgente, y que con el paso de los años se constituyó en un aparato complejo,
que incorporó a médicas, médicos, paramédicos y un numeroso personal de apoyo. Esta
organización también prestó atención de primeros auxilios y realizó incontables
procedimientos médicos para salvar la vida de los combatientes heridos, incluidos los del
bando enemigo. En los últimos años de la guerra, además, amplió sus actividades para
procurar bienestar a una población civil que por siglos había estado excluida de servicios
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médicos básicos.
El origen de ese aparato integrado por personas que dieron enormes muestras de
creatividad y generosidad, está ligado al surgimiento de los núcleos guerrilleros urbanos
que comenzaron a operar en los años 70, principalmente en San Salvador. Aquel primer
sistema sanitario estuvo destinado a atender a personas heridas durante las protestas
populares, y también a los guerrilleros y milicianos heridos en acción. Fue, como se
describe en el libro, una estructura clandestina, que recurría a médicos y estudiantes de
medicina, que tuvo asiento en casas y clínicas privadas, y que fue apoyada en una
extensa red de familias opuestas a los regímenes autoritarios de la época.
Su mayor desafió comenzó después de 1981 cuando las acciones se trasladaron a las
zonas rurales. Fue allí donde jugaron un papel clave profesionales de la medicina venidos
de los cuatro puntos cardinales: los “internacionalistas”, como se les llamaba. Ellos no
solo desplegaron y aplicaron conocimientos médicos más desarrollados, sino también
hicieron una labor educativa y formativa, y crearon protocolos médicos adaptados a las
condiciones propias de una guerra irregular. Acostumbrados a intervenir pacientes en
quirófanos modernos, desplegaron una enorme capacidad innovadora no solo para montar
salas de operaciones y hospitales móviles, improvisando curaciones sobre la marcha,
como en el caso que arriba he referido, sino también organizando puestos médicos que
acompañaban a las unidades de combate.
Jóvenes campesinos, mujeres la inmensa mayoría, a menudo semianalfabetas, asimilaron
conocimientos sobre anatomía humana, los sistemas digestivo, nervioso y circulatorio, e
incluso sobre odontología y farmacología. Pero esto no es todo. A estos médicos y
paramédicos también les tocaba el duro papel de consolar a heridos y moribundos que no
contaban con el apoyo de sus familias desplazadas por causa de las operaciones de guerra.
Fueron curadores y sanadores; hermanos y hermanas; y también padres y madres. Desde
donde se lo vea, el suyo no fue un trabajo fácil. Encima de todo, como también lo relata
este libro, las iniciativas de los médicos topó a menudo con la estrechez de miras del
pequeño “Olimpo”, como uno de los médicos entrevistados llama a las jefaturas que
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tenían a su cargo las acciones militares y, por ende, las decisiones sobre casi todo lo que
ocurría en las zonas controladas por la guerrilla.
Detrás de los reflectores que iluminan a las figuras más visibles de aquel conflicto está la
oscura poesía de la guerra, que tuvo uno de sus escenarios en aquellos parajes habitados
por los sufrientes. En medio de las operaciones que montaba el ejército para ingresar a las
zonas guerrilleras las unidades hospitalarias se desplazaban trabajosamente, con heridos,
equipo médico y muy poco personal, como es de imaginarse, pues los brazos más fuertes
estaban destinados a la línea de fuego. Iluminados por la luna o las bengalas, aquel
cortejo de seres lastimados, rotos, enfermos, constituía una visión conmovedora solo
superada en intensidad por las retiradas en masa de la población civil. No es posible
evocar unas y otras sin volver a sentir congoja y admiración.
Este libro es una historia de esa experiencia poblada de ángeles y demonios, contada con
las voces de un grupo de hombres y mujeres cuyo trabajo fue hacernos más soportable la
guerra. Esa lección de ternura es el mejor alegato a favor de la razón y la no violencia, y
la prueba viva de que aun caminando en los desfiladeros del infierno podemos dar lo
mejor de nosotros mismos.
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