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Los Cuadernos de Antpología AMAZONAS DE AMECA (1) berto Cardín E n su atractivo libro Realidad y lenda de las amazonas (1), el maestro Carlos Alonso del Real dedica dos capítulos enteros a recoger y evaluar las noticias sobre las amazonas del Nuevo Continente, ba- sándose sobre todo en los testimonios recopila- dos por Oviedo, los recogidos sobre el terreno por Carvajal, con los que describe tres grupos de localizaciones noticiosas: «el grupo Orocomay, el grupo de Nueva Granada, camino de El Dora- do y el grupo de Ciguatlán» (2). Del Real propone incluso una doble hipótesis para explicar los tres grupos de noticias: por un lado, lo que viene en llamar el «error Cigua- tlán», es decir, el hecho de «llamar amazónico a un estilo matriarcal de vida, sumamente pacíü- co» (3), error que actaría ndamentalmente a la zona Mesoamericana. Por otro, lo que con gran pertinencia llama la «reacción del lnca- rio» en toda la zona extra-andina de América del Sur, es decir, probablemente la expansión por la zona guayanesa y amazónica-paraguaya de noti- cias distorsionadas sobre las ñustas incáicas: es- to, mezclado con la existencia en dichas zonas de sociedades matrilineales, y con la escasa finu- ra etnográfica del aile Carval y los aventure- ros de las jornadas de Omagua y Eldorado que inrmaron a Oviedo, habría dado lugar al per- sistente «complejo amazónico» de la América Meridional. El peculiar estructuralismo de Alonso .del Real, y su estilo libérrimamente ensayístico, ha- cen que no se interese demasiado por establecer las vías concretas de trasmisión de la «leyenda de las amazonas» americanas. Y, si bien da muy claro que, en el caso de las hembras gue- rreras de la ruta de Eldorado hay que distinguir entre «lo que el indio contó, lo que Carvajal vio y las reflexiones de éste» (4), no hay en él un criterio claro de evaluación del dato etnográfico, ni tampoco una teoría explícita -salvo la suge- rencia de que el aile hubiera revivido sus lec- turas clásicas sobre Hipólita y Pentesilea-, so- bre los posibles modos de reelaboración de ma- terial matrilineal o ginecocrático americano, a partir de determinadas preconcepciones, entre las que pudiera estar ciertamente la imagen clá- sica de las amazonas greco-escitas. Tales carencias, que podrían ser atribuidas a la conflictiva relación de los prehistoriadores con la categorización etnológica, sólo desde una perspectiva maximalista y sectariamente disci- plinar podrían ser subrayadas en el caso de Car- los Alonso del Real, uno de los pocos prehisto- riadores que se sirve con propiedad y finura de 88 los malhadados «paralelos etnográficos», sobre todo cuando se trata de emplearlos en temas de compartida pertinencia disciplinar, como pueda ser el aquí tratado, el de la barbarie, o el de la superstición (5). Más que corregir, pues, cuanto de las amazo- nas dice Del Real en su Realidad y lenda, reco- geré sus valiosos atisbos sobre la realidad de Cihuatlán y la reverberación amazónica del In- cario, para encarar las noticias sobre presuntos casos de amazonismo americano desde una perspectiva que yo llamaría «dialéctica», si la pa- labra no diera lugar a equívocos, y que quizás era más sencillo llamar interpretativa, a la ma- nera de Geertz (6). Se tratará, en definitiva, de evaluar, no tanto las anteojeras prejuiciales que permitieron a los españoles recién llegados a América proyectar el mito clásico de las amazonas, sobre indicios exóticos equívocos o mal comprendidos, cuanto el modo como, para la interpretación de deter- minadas noticias de apariencia extravagante- puros nombres de lugar en ocasiones-, conquis- tadores y misioneros hubieron de echar mano de los únicos elementos interpretativos de que disponían, generalmente extraído del material legendario coagulado en su cultura de origen. Paralelamente, y como mostración del intrinca- do camino que debe recorrer la hermenéutica intercultural, podrá verse que en no pocas oca- siones los citados indicios se hallaban ya prer- mados como material mítico en las culturas exó- ticas, por más que dicho material no tuviera en ellas el mismo valor rerencial que en las cultu- ras europeas, y que, para su traducción, hubie- ran de pasar por el intermedio de unos inr- mantes sometidos al síndrome de «Hans el listo» (7). MATININÓ, O EL ORIGEN La primera noticia rerida a lo que luego se denominará sin dudar «amazonas» la recoge el Almirante, durante su Primer Viaje, en su ano- tación del 6 de enero, y es ya un inrme recibi- do de los taínos de la Española: «también diz que supo el Almirante que allí, hazia Leste, ha- bía una isla adonde no había sino mugeres so- las» (8). Días más tarde, el 13 del mismo mes, es un caribe -o lo que él sospecha tal por ir tiznado y ser «muy disrme en el acatadura»- recién cap- turado quien le da el nombre de la isla y le con- firma la situación: «De la isla de Matinino dixo aquel indio que era toda poblada de mugeres sin hombres» (9). Tres días más tarde, y mientras al este de la Española busca la isla de donde cree que proce- den los «caniba», el retrato de Matininó aparece ya casi completo: «Dixéronle los indios que por aquella vía hallaría la isla de Matinino que diz que era poblada de mugeres sin hombres, lo cual el Almirante mucho quisiera por llevar diz

AMAZONAS DE AMERICA (1) · 2019-06-20 · rencia de que el fraile hubiera revivido sus lec turas clásicas sobre Hipólita y Pentesilea-, so bre los posibles modos de reelaboración

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Los Cuadernos de Antropología

AMAZONAS DE AMERICA (1)

Alberto Cardín

En su atractivo libro Realidad y leyenda de las amazonas (1), el maestro Carlos Alonso del Real dedica dos capítulos enteros a recoger y evaluar las noticias

sobre las amazonas del Nuevo Continente, ba­sándose sobre todo en los testimonios recopila­dos por Oviedo, los recogidos sobre el terreno por Carvajal, con los que describe tres grupos de localizaciones noticiosas: «el grupo Orocomay, el grupo de Nueva Granada, camino de El Dora­do y el grupo de Ciguatlán» (2).

Del Real propone incluso una doble hipótesis para explicar los tres grupos de noticias: por un lado, lo que viene en llamar el «error Cigua­tlán», es decir, el hecho de «llamar amazónico a un estilo matriarcal de vida, sumamente pacíü­co» (3), error que afectaría fundamentalmente a la zona Mesoamericana. Por otro, lo que con gran pertinencia llama la «refracción del lnca­rio» en toda la zona extra-andina de América del Sur, es decir, probablemente la expansión por la zona guayanesa y amazónica-paraguaya de noti­cias distorsionadas sobre las ñustas incáicas: es­to, mezclado con la existencia en dichas zonas de sociedades matrilineales, y con la escasa finu­ra etnográfica del fraile Carvajal y los aventure­ros de las jornadas de Omagua y Eldorado que informaron a Oviedo, habría dado lugar al per­sistente «complejo amazónico» de la América Meridional.

El peculiar estructuralismo de Alonso .del Real, y su estilo libérrimamente ensayístico, ha­cen que no se interese demasiado por establecer las vías concretas de trasmisión de la «leyenda de las amazonas» americanas. Y, si bien deja muy claro que, en el caso de las hembras gue­rreras de la ruta de Eldorado hay que distinguir entre «lo que el indio contó, lo que Carvajal vio y las reflexiones de éste» (4), no hay en él un criterio claro de evaluación del dato etnográfico, ni tampoco una teoría explícita -salvo la suge­rencia de que el fraile hubiera revivido sus lec­turas clásicas sobre Hipólita y Pentesilea-, so­bre los posibles modos de reelaboración de ma­terial matrilineal o ginecocrático americano, a partir de determinadas preconcepciones, entre las que pudiera estar ciertamente la imagen clá­sica de las amazonas greco-escitas.

Tales carencias, que podrían ser atribuidas a la conflictiva relación de los prehistoriadores con la categorización etnológica, sólo desde una perspectiva maximalista y sectariamente disci­plinar podrían ser subrayadas en el caso de Car­los Alonso del Real, uno de los pocos prehisto­riadores que se sirve con propiedad y finura de

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los malhadados «paralelos etnográficos», sobre todo cuando se trata de emplearlos en temas de compartida pertinencia disciplinar, como pueda ser el aquí tratado, el de la barbarie, o el de la superstición (5).

Más que corregir, pues, cuanto de las amazo­nas dice Del Real en su Realidad y leyenda, reco­geré sus valiosos atisbos sobre la realidad de Cihuatlán y la reverberación amazónica del In­cario, para encarar las noticias sobre presuntos casos de amazonismo americano desde una perspectiva que yo llamaría «dialéctica», si la pa­labra no diera lugar a equívocos, y que quizás fuera más sencillo llamar interpretativa, a la ma­nera de Geertz (6).

Se tratará, en definitiva, de evaluar, no tanto las anteojeras prejuiciales que permitieron a los españoles recién llegados a América proyectar el mito clásico de las amazonas, sobre indicios exóticos equívocos o mal comprendidos, cuanto el modo como, para la interpretación de deter­minadas noticias de apariencia extravagante­puros nombres de lugar en ocasiones-, conquis­tadores y misioneros hubieron de echar mano de los únicos elementos interpretativos de que disponían, generalmente extraído del material legendario coagulado en su cultura de origen. Paralelamente, y como mostración del intrinca­do camino que debe recorrer la hermenéutica intercultural, podrá verse que en no pocas oca­siones los citados indicios se hallaban ya prefor­mados como material mítico en las culturas exó­ticas, por más que dicho material no tuviera en ellas el mismo valor referencial que en las cultu­ras europeas, y que, para su traducción, hubie­ran de pasar por el intermedio de unos infor­mantes sometidos al síndrome de «Hans el listo» (7).

MATININÓ, O EL ORIGEN

La primera noticia referida a lo que luego se denominará sin dudar «amazonas» la recoge el Almirante, durante su Primer Viaje, en su ano­tación del 6 de enero, y es ya un informe recibi­do de los taínos de la Española: «también diz que supo el Almirante que allí, hazia Leste, ha­bía una isla adonde no había sino mugeres so­las» (8).

Días más tarde, el 13 del mismo mes, es un caribe -o lo que él sospecha tal por ir tiznado y ser «muy disforme en el acatadura»- recién cap­turado quien le da el nombre de la isla y le con­firma la situación: «De la isla de Matinino dixo aquel indio que era toda poblada de mugeres sin hombres» (9).

Tres días más tarde, y mientras al este de la Española busca la isla de donde cree que proce­den los «caniba», el retrato de Matininó aparece ya casi completo: «Dixéronle los indios que por aquella vía hallaría la isla de Matinino que diz que era poblada de mugeres sin hombres, lo cual el Almirante mucho quisiera por llevar diz

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Cristóbal Colón.

que a los Reyes cinco o seis d'ellas. Pero dudaba que los indios supiesen bien la derrota, y él no se podía detener por el peligro del agua que co­gían las caravelas, más diz que era cierto que las avía y que cierto tiempo del año venían los hombres a ellas de la dicha isla de Carib, que diz qu'estava d'ellas diez o doce legua, y si parían niño enbiávanlo a la isla de los hombres, y si ni­ña, dexávanla consigo» (10).

Lo que aquí vemos aparecer no son las ama­zonas greco-escitas de Herodoto y Homero, cuyas más directas herederas son las amazonas de Mandeville, situadas entre el Caspio y el Don (11), y enseñoreadas de una isla «rodeada de agua excepto por dos puntos, por donde hay dos accesos» (12). Matininó y Carib, como repetida­mente se ha señalado, parecen más bien la di­recta trasposición de aquellas dos islas «Máscu­la» y «Fémina» de Marco Polo, situadas a qui­nientas millas al Sur de la India y distantes entre sí treinta millas: «los hombres -dice el viajero veneciano- acuden a la isla donde están las mu­jeres y permanecen con ellas tres meses al año, marzo, abril y mayo, transcurridos los cuales vuelven a su isla ... La razón de que no estén con sus mujeres todo el año es porque no tienen de qué vivir; y los hijos están con sus madres hasta cumplidos los catorce años; luego los varones van a vivir con los padres y las hijas permanecen con las madres» (13).

Nada que ver, pues, con el mito clásico, salvo el aislamiento femenil y el matrimonio de visita. Pero tampoco la evidencia de una idea precon­cebida por parte de Colón, como pretende M: de las Nieves Olmedillas (14): hay más bien algo

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que Colón escucha de los nativos, y a lo que el Almirante aplica, hay que subrayarlo, el más so­brio de los modelos interpretativos que tiene a su disposición (15).

lPero qué es en verdad lo que escucha? Colón no se explaya mucho más de lo citado sobre el tema de las isleñas dé Matininó, aunque parece evidente que considera el relato indígena sobre la existencia de tal isla como un informe de ca­rácter geográfico-etnográfico. Su evaluación de las noticias indígenas, como vemos por sus pri­meras apreciaciones del caso de los caní­bales (16), o en el informe sobre el comporta­miento religioso de los taínos que dirige a los Reyes, y que su hijo Remando recoge en su Historia del Almirante (17), péndula siempre en­tre una interpretación racionalista de los hechos vistos, y una interpretación fideísta de las ubica­ciones geográficas no vistas (18).

Habrá que esperar al primer informe formal­mente etnográfico de la Conquista, el que por encargo del propio Colón realiza el jerónimo Fray Ramón Pané en el cacicazgo de Guarionex, entre 1495 y 1496, para oír hablar por primera vez de Matininó como un relato mítico, que for­ma parte del mito etiológico de los taínos. El re­lato, como el mismo Pané subraya, es confuso, pero su afán de fidelidad no deja de resultar en­comiable: «no saben contar bien tales fábulas, ni yo puedo escribirlas bien. Por lo cual creo que pongo primero lo que debiera ser último y lo úl­timo lo primero. Pero todo lo que escribo así lo narran ellos, como lo escribo, y así lo pongo co­mo lo he entendido del país» (19).

Y lo que «entendió» fue el mito de cómo el héroe cultural arawak o taíno, Guahayona, arre­bata todas las mujeres a sus maridos, y con una buena provisión de güeyo, esto es, un líquen em­briagante de efectos probablemente similares a la yopa de los yanomami, se las lleva a otro país: «Guahayona partió con todas las mujeres, y se fue en busca de otros países, y llegó a Matininó, donde enseguida dejó a las mujeres, y se fue a otra región, llamada Guanín» (20).

El nombre mismo de Matininó, desglosado por Juan José Arrom como Ma-iti-ni-no, esto es, «sin padres» (21), aparece semantizado en el sentido del relato mítico. Pero lo cierto es que el mito nativo no dice más de lo referido por Pané, mientras Colón lo adoba con rasgos tomados del Milione, y Pedro Mártir, en su relato del Segun­do Viaje empieza a travestirlo ya con rasgos de la Antigüedad Clásica: «En el primer viaje había llegado a oídos de los nuestros la fama de esta isla; se creyó que en determinadas épocas del año, los caníbales acudían a ellas no de otro mo­do que como la Antigüedad refirió que los tra­cios pasaban a las amazonas de Lesbos, y que de la misma manera enviaban con sus padres a sus hijos una vez criados, mientras retenían consigo a las hembras. Dicen que estas mujeres tienen grandes galerías subterráneas, en las que se re­fugian si alguien se acerca a ellas en otro tiempo

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Grabado representando a Cristóbal Colón, solo a bordo de su barco, entre los monstruos y los dioses.

que no sea el convenido; desde allí se protegen con flechas, que se afirma disparan con extrema puntería, si sus perseguidores se atreven a forzar la entrada con violencia y con artimañas. Esto dicen, ésto recibo. A esta isla no pudo llegarse por soplar de ella el Bóreas, pues seguían ya al Volturno» (22).

La isla, dice el autor de las Décadas, fue avis­tada al Septentrión, mientras navegaban hacia la Española, recién dejada Guadalupe (23), y es la última vez que Matininó, o Madanino, como la llama el de Anglería, aparece como lugar mítico­lejano no contactado.

Lo curioso del caso es que, siendo esta la pri­mera vez que las ginecócratas del Caribe apare­cen revestidas de caracteres guerreros, ni Angle­ría mismo, que a continuación nos refiere el en­cuentro con un grupo de caribes de ambos sexos en el que las mujeres son grandes flechadoras, ni Chanca o Coma, que relatan el mismo inci­dente, ocurrido frente a las costas de Santa Cruz, relacionan la belicosidad de las caribes con el amazonismo de Matininó.

De hecho, la isla mítica, que en Pedro Mártir hay que sospechar perfilada y acrecida por vir­tud de unos «lenguas» nativos ya maleados por el contacto con Europa (24), no aparece mencio­nada por ninguno de los tres principales cronis-

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tas de visu del Segundo Viaje: los dos ya citados, Chanca y Coma, y el italiano Miguel de Cúneo, tan atento siempre sin embargo al atractivo de las indígenas, hasta el punto de tener que force­jear violentamente con la arisca india que le re­galara el Almirante, para poder gozar de sus fa­vores (25).

Cuando las amazonas caribeñas vuelven a ha­cer su aparición, más de cuarenta años después, en la biografía del Almirante obra de su hijo Remando, Matininó sigue sirviendo de punto de referencia invisible, pero esta vez son las mismas caribes que se tiene a la vista las que presentan todos los rasgos del amazonismo. El lugar es Guadalupe, en el tornaviaje del Segun­do Periplo, y los hechos no aparecen recogidos por ninguno de los citados testigos presenciales: topan allí con unas mujeres armadas que les im­piden el desembarco, y que los remiten «a la parte Norte donde habitan sus maridos».

El segundón colombino describe su atuendo con todo lujo de detalles: «llevan las piernas fa­jadas, desde la pantorrilla hasta la rodilla, con al­godón hilado, para que parezcan más recias, a cuyo adorno llaman coiro; lo tienen por gran gentileza, y se aprietan con él de tal suerte que, si por algún motivo se les cae esta faja, aquella parte de la pierna resulta muy delgada» (26).

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Su belicosidad y entrenamiento guerrero es tanto que, a la cacica que capturan, un velocísi­mo canario de la tripulación apenas puede alcan­zarla, y cuando lo hace, «luchando a brazo parti­do, el canario no podía resistirla» (27). El resto del «retrato amazonil» queda completo con la historia que esta misma cacica les refiere: «decía que toda la isla era de mujeres, y que aquellas que no les habían dejado llegar con las barcas eran también mujeres, excepto cuatro hombres de otra isla que estaban allí de paso, pues cierto tiempo del año suelen venir a recrearse y estar con ellas» (28).

Más que la relación de un suceso exacto, tie­ne esta pintura de las amazonas de Guadalupe todos los visos de ser una reelaboración del mito de Matininó, hecha a la luz de los constantes encuentros con mujeres armadas que los espa­ñoles experimentaron por todo el área del Cari­be, sin que a ningún grupo de ellas pudiera per­chársele en rigor ni siquiera la legendificación mínima de la isla «Fémina» de Marco Polo. Es ésto algo que Gómara dirá sin el menor empa­cho años después, criticando las noticias traídas por Orellana de su aventura por el Marañón: «Entre los disparates que dijo fue afirmar que había en este río amazonas, con quien él y sus compañeros pelearan. Que las mujeres anden allí con armas y peleen no es mucho, pues en Paria, que no es muy lejos, y en otras muchas partes de Indias lo acostumbran» (29).

Seguramente el hijo del Almirante de la Mar Océana no tenía la misma visión escéptica de las cosas que el ex-capellán de Cortés. O tal vez su refundición de compromiso le pareciera la mejor forma de conservar a la vez la nunca confirmada noticia de una isla sólo de mujeres, engranándo­la con los datos fehacientes de hembras guerre­ras y cacicas mandamáses que la experiencia de los conquistadores iba recogiendo por doquier. Lo cierto es que, tras él, Matininó se hunde en las brumas del olvido, sin que pueda establecer­se que fueran su imagen y su nombre los desen­cadenantes de las posteriores y ubicuas reapari­ciones de mujeres belatoras o gobernantes por todo América, como pretende Arrom (30).

¿cJHUATLAN O SONORA?

El siguiente avatar cronológico de las «amazo­nas» americanas ocurre en México, bajo el nom­bre de un tal país de «Ciguatán» o «Ciguatlán», que Nuño de Guzmán, el mortal enemigo de Cortés, creyó haber hallado materialmente al Norte de su mal habida gobernación de la Nue­va Galicia, aunque de su realidad como verdade­ra patria de las amazonas mesoamericanas se desdijera luego, como veremos, ante Fernández de Oviedo.

Que el tal lugar de «Ciguatlán» no era sin más el desplazamiento hacia el Oeste de Matininó, siguiendo en esto el destino de las famosas «Sie­te Ciudades» (31), se demuestra negativamente por el hecho de que Cabeza de Vaca, que vino a

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parar a la gobernación de Guzmán procedente del Norte, y por cuyos informes sobre las «mu­chas turquesas muy buenas» que tenían las re­giones por él dejadas de lado hacia el Noroeste vino a revivirse en aquella zona la codicia de Ci­bola y Quivira, en modo alguno menciona ni a las amazonas, ni a las míticas y ginecocráticas indias que pudieron haber dado posteriormente nombre a la actual región de Sonora.

Desde un punto de vista positivo, en cambio, la confirmación de que entre Ciguatlán no exis­te continuidad podría rastrearse en el hecho de que en la primera aparición documental de las «amazonas» mexicanas de que tenemos noticia, la carta del Licenciado Zuazo al prior de Mejora­da, fechada en 1521, es decir, cuando aún la con­quista de Tenochtitlán aún no se había consu­mado, se nos habla de la región situada al otro lado de la Sierra Madre Occidental en los si­guientes términos: «Afirmase por ciertas conje­turas que, detrás de las dichas sierras está una gran casa a manera de monasterio de mujeres, donde está una dama principal que llaman los castellanos Señora de la Plata: dicen cosas acer­ca de esto que yo no las oso escribir a V. R. por­que son cosas increíbles: baste que diz que tiene esta Señora tanta plata, que diz que los pilares de su casa son hechos della, cuadrados, ochava­dos, torcidos, e todos macizos de plata» (32).

Más que un traslado de las imágenes de Mati­ninó, reinterpretadas a la luz de Marco Polo, lo que tenemos aquí es el esbozo de una nueva tra­dición interpretativa, inducida sin lugar a dudas por datos nuevos, y que busca su modelo expli­cativo en un relato exótico distinto: tal vez -y sigo en esto una sugerencia de Alonso del Real- aquellas «cristianas de fé griega», descen­dientes de las amazonas «que se acaecieron en Troya» y que González de Clavijo encuentra en los límites del imperio de Tamerlán (33). Que las tales «cristianas» centroasiáticas fueran ya en la mente de Clavijo monjas -nestorianas, dice del Real, lamaseístas, pienso yo más bien (34)­puede explicar el que en el informe de Zuazo aparezcan las de Ciguatlán metidas ya en un convento. De lo que no hay tan clara explica­ción es que su abadesa fuera precisamente de­nominada «Señora de la Plata», habida cuenta de que la plata de Zacatecas no se descubriría hasta años más tarde, y que las prospecciones que Cortés hasta entonces había mandado hacer eran fundamentalmente de oro (35): tal vez Zuazo, que tan curiosas impresiones sacó de los ritos aztecas (36) padeciera el mismo espejismo que aquel soldado de a caballo de quien Bernal Díaz cuenta que, al ver los templos de Cempoa­la de lejos y su brillante enlucido de cal, creyó «que relucía plata, y vuelve a rienda suelta a Cortés a decir cómo tienen las paredes de plata» (37).

Como quiera que fuera, y merced al más clási­co y caballeresco estilo de Cortés, las monjas del veedor Zuazo aparecen ya convertidas en ému-

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las de Pentesilea, en la instrucción que tres años después el Marqués del Valle da a su lugarte­niente en Colima, Francisco Cortés, a quien en­carga que compruebe si en cierta parte de la cos­ta Noroeste «hay una isleta poblada de mujeres, sin ningún varón, las cuales diz que tienen la ge­neración aquella manera que en las historias an­tiguas se escribe que tenían las amazonas» (38).

Nada encuentra, al parecer, Francisco Cortés, y habrá que esperar a la expedición de Nuño de Guzmán sobre Nueva Galicia, para ver de nuevo aparecer a las ginecócratas del Occidente mexi­cano, revestidas esta vez de atributos variados, según los cronistas. Oviedo, que recoge la que debía ser la versión más elaborada y fantasiosa, las pinta de la siguiente guisa: «e queriendo los españoles saber el modo de vivir de estas muje­res, súpose de ellas mismas que todos los man­cebos de aquella comarca vienen a aquella po­blación de mujeres cuatro meses al año a dormir con ellas, y se casan con ellos de prestado por aquel tiempo, e no más, sin se ocupar ellos más de las servir o contentar que en aquéllo que ellas les mandan que hagan de día en el pueblo o en el campo, y en cualquier género de servicioque ellas los quieren ocupar, de día o de noche,dándoles sus propias personas e camas. Y en es­te tiempo cultivan e labran e siembran la tierra elos maizales e legumbres, e los cogen e ponendentro de las casas donde han seído hospeda­dos; e cumplido aquel tiempo que es dicho, to­dos ellos se van e tornan a sus tierras donde sonnaturales. E si ellas quedan preñadas, despuésque han parido, envían los hijos a sus padres pa­ra que los críen e hagan dellos lo que les plugie­re, después que han dos o tres meses, o antes; esi paren hijas, retiénenlas consigo e críanlas paraaumentación de la república suya» (39).

Más que una versión de la Matininó final y ya muy perfeccionada de Hernando Colón, o del prístino mito clásico, parece esto la ampliación a escala de «república» del «hortelano de las mon­jas» de Boccacio, por lo que no es extraño que, tiempo después, interpelado en Madrid perso­nalmente Nuño de Guzmán por el muy minu­cioso Oviedo, respondiera «que es muy grand mentira decir que son amazonas ni que viven sin hombres, porque él estuvo allí, como es di­cho, e que a la vuelta las halló con sus mari­dos» (40).

Más sobrio que el fantasioso informante de Oviedo, García del Pilar, intérprete de Guzmán, expresa lo siguiente en su deposición de 1532 ante la Segunda audiencia: «e en este pueblo hallamos todo lo más mujeres, e no se pudo al­canzar si vivían solas o tenían maridos, por cau­sa de no tener lengua que las entendiese bien, salvo que había muy pocos hombres e todo mu­jeres» (41).

Cristóbal Flórez, a quien García Izcabaleta atribuye con cierta probabilidad la llamada Cuar­ta Relación Anónima de la Jornada de Nuño de Guzmán, va aún más allá en su duda de que

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aquellas fueran ni amazonas ni siquiera ginecó­cratas horticultoras: «Llegamos al pueblo de Ci­guatlán, que es cabecera de ciertos pueblos al derredor de él, don teníamos noticia y decían que eran las amazonas. En este pueblo y en otros que se corrieron al derredor no se halló si­no mujeres, y muy poco o casi ningún varón, y por éso se presumió más ser las mujeres de que se tenía noticia; y la causa porque no se hallaron varones entre ellas, era porque se andaban acab­dillando los varones para nos dar guerra en cier­to cabo» (42).

La duda que cabe, a la vista de ésto, es si el ci­tado lugar, compuesto, según reza la Tercera Re­lación Anónima por «ocho pueblos de los peque­ños y de los grandes» (43), y situado a mitad de camino entre Chametla y Culiacán, en el actual Estado de Sinaloa, llevaba siquiera el nombre de «Ciguatlán». Porque, es el caso que tal nombre -en su grafía más habitual de Cihuatlán- nosignifica otra cosa que «País de las mujeres», ensentido genérico, y en un sentido eurocéntrica­mente geográfico, algo que tendríamos que tra­ducir como «Oeste» u «Occidente». Lo que, sipor un lado aclara parte de cuanto llevamos di­cho, en el sentido de una preformación míticaindígena, similar a lo que Matininó supuso parael Caribe, por otro nos obliga a intentar desen­trañar mínimamente el sentido indígena de Ci­huatlán.

Y, para hacer esto de una manera breve y sen­cilla, no tendré más remedio que abrirme paso por entre las dos más recientes y atractivas teo­rías referentes a Cihuatlán, la de Ch. Duverger (44) y la de R. Van Zantwijk (45), para llegar auna conclusión casi lindante con Harris. Ambasteorías ponen a Cihuatlán en relación con losorígenes aztecas, pero mientras Van Zantwijk ·combina las diversas tradiciones sobre la migra­ción mexica para ajustarlas a un sistema simbó­lico último, que no haría sino proyectar hacia elpasado, diacrónica y disyectamente, la estructu­ra mental azteca tal como había logrado estabili­zarse en el momento de la Conquista, Duvergerelige un modelo más parecido al que Dumézilaplicara a la historificación de la ideología tri­funcional entre celtas y romanos (46): sistema ehistoria, por así decirlo, se aclaran mutuamente,tendiendo el relato mítico a historizarse, y el sis­tema mítico a reelaborar la genealogía tribal.

En este sentido, Van Zantwijk distribuye los elementos histórico-geográfico-cosmológicos formando un quincunce homólogo del signo na­hua ollin («movimiento»), y en el que Tamoan­chan, la «casa común» de origen, aparece mera­mente como la contraparte acuático-terrestre de Tlalocán -el cuadrante acuático-celeste del sis­tema simbólico-, lo que la convierte en lugar de transición, en el giro de ollin, entre Tonatiuh lchan -lugar del Sol Naciente-, y en directa trasposición simbólica de la misma Tenochti­tlán, mediadora entre el cielo y la tierra, en su posición acuática.

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Los Cuadernos de Antropología

«El Rey Dorado». Museo del Oro.

Frente a esta interpretación de carácter man­dálico, Duverger propone una serie de oposicio­nes binarias que sólo matricialmente consiguen formar sistema: estaría por un lado la oposición básica Tamoanchan/Tlalocán, de carácter sim­bólico, que históricamente se combinaría -no superpondría- con la oposición olmecas/tolte­cas, chichimecas/toltecas, y geográficamente con una oposición Oeste/Este, referencialmente inseparable de cada una de las oposiciones ante­riores.

Este sistema diferencial tiene la ventaja de re­coger sin pérdida el sistema simbólico, sin tener que reducirlo a la pura referencialidad geográfi­co-económica (lugares de origen y estadios de desarrollo), de modo que, según nuestro autor, Tamoanchan, la «casa común» cargada de con­notaciones femeninas, sede de las diosas de la cosecha, y situada del lado de Cihutlampa, u Oc­cidente, representaría la cultura del Altiplano frente a la cultura del Bajío (su occidentalidad sería pues relativa a la Costa del Golfo), por lo que aparece cargada de connotaciones húmedas pero frías, frente a la cálida pluviosidad y luju­riancia de Tlalocán.

Al propio tiempo, desde el punto de vista ge­nealógico-tribal, Tamoanchán aparece como una etapa en el descenso hacia el centro de la Meseta de las tribus de Aztlán, de las que los mexicas aparecen primero como conductores y luego como disidentes (47). De este modo, Teo­tlalli, la «Tierra divina» de donde son originarios los chichimecas -designación económico-cultu-

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ral, más que étnica de las tribus de Aztlán-, y su correlato subterráneo, Mictlán, quedan situados más bien del lado de Tamoanchán-Cihuatlampa, con lo que tendríamos una especie de continuo Noroccidental, cuya única dificultad para identi­ficarlo directamente con la ubicación en el Occi­dente geográfico real de la patria mítica del ma­triarcado civilizador, y tal vez la patria histórico­real, estaría en el acento que Duverger pone en establecer la occidentalidad de Tamoanchán de acuerdo con la relación Anahuac/Bajío.

Dos hechos, sin embargo, me llevan a sospe­char que la oposición Tamoanchan/Tlalocan pu­diera tratarse de un modo más «materialista-cul­tural», relacionando así a las supuestas amazo­nas de Cihuatlán con algún tipo de sociedad ma­trilineal agrícola preexistente en la zona de So­nora-Sinaloa, más que con un mero desplaza­miento del complejo agrícola del Anahuac, o de una difusión noticiosa de las culturas Pueblo ha­cia el Sur.

El primero de estos hechos es el nombre de «Valle de Señora», corrompido luego en Sono­ra, dado al territorio que «confina por el Norte con la Pimería Alta, sirviéndole de límite el Río Gila por el Sur con la de Sinaloa, dividiéndolos el Río Yaqui; por el E. con la Tarahumara, y por el O. con el Mar de California» (48), es decir, el territorio límite de las conquistas de Nuño de Guzmán, y prácticamente también de las de Co­ronado.

Alcedo, al cabo de dos siglos recoge aún el hecho de la corrupción del nombre (49); Váz­quez de Espinsa (50), casi un siglo después le da el nombre de Valle de Señora, con que aparece designada casi contemporáneamente a los he­chos de Cíbola y Quivira por Las Casas, en su Apologética Historia (51). Otro tanto hace, tam­bién por esas fechas Muñoz Camargo, en los úl­timos capítulos de su Historia de Tlaxcala (52). López de Velasco, en cambio, que escribe ape­nas dos décadas después de éstos, habla en su Geografía y descripción Universal de Indias de «Valle de Nuestra Señora», sin que dé lugar a equívocos con más meridionales bautizos de Nuño de Guzmán, dada la precisión con que lo ubica: «diez o doce leguas más al Norte del Va­lle de los Corazones, en el mismo camino de Ci­bola» (53).

Este Valle de los Corazones es el mismo mencionado por Cabeza de Vaca en el cap. XX­XII de sus Naufragios con el nombre de «Pueblo de los Corazones», por haber regalado allí los in­dios «más de seiscientos corazones de venado, abiertos, de que ellos tienen siempre mucha abundancia para su mantenimiento», a su com­pañero Dorantes (54). Lo curioso es que, ha­biendo tenido supuestamente que pasar por el «Valle de Señora» no lo mencione, lo que nos lleva a pensar que el bautizo del lugar se hizo desde el Sur. Ahora bien lse le impuso tal nom­bre como último y más norteño avatar del mito de Cihuatlán, de un desplazamiento hacia el Sur

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de las noticias sobre el «matriarcado» zuñi y ho­pi (55), o de una realidad nativa inscrita como nombre de lugar, y que los españoles no hicie­ron sino traducir, para olvidar luego su etimolo­gía, y finalmente corromperla?

Un poco de referencialismo etic, a lo Harris, puede no venirnos mal para aclarar el caso: la zona hoy ocupada por los nómadas seri, y que ya en la época de Cabeza de Vaca estaba habita­da por tribus que alternaban una agricultura ru­dimentaria con la caza y la recolección, consti­tuía hacia la época de la migración nahua-azteca el límite Sur de la cultura Hohokan, que en su fase final y en la zona Norte de Sonora dio lugar a las llamadas «casas grandes», de configuración similar a las aldeas Pueblo, pero situadas en lla­no y fortificadas con muros externos de adobe, en vez de atrincheradas sobre las clásicas «me­sas» (56). lEs posible que esta cultura, probable­mente matrilineal, que debió constituir para los chichimecas emigrados hacia el Anahuac el pri­mer ejemplo de alta cultura, permaneciera en su memoria mítica como el modelo original de una cultura agrícola, ligada en su caso a la actividad femenil, como no lo estaría la cultura agrícola de la que se apropiarían en la Meseta Central? La hipótesis, cuando menos, es atractiva, pero re­sulta, evidentemente, más comprometida (57) -incluso en el sentido más sartreano y

-�marxista de la palabra- que la avanzada • a por Duverger y Van Zentwijk. �

NOTAS

(1) Madrid, Espasa-Calpe, 1967.(2) !bid., p. 163. Esta tripartición aparece ya esbozada en

Oviedo, Historia General y Natural de Indias, T. V. B.A.E., vol. 121, Madrid, 1959, p. 241.

(3) Realidad y Leyenda, cit., p. 239.(4) !bid., p. 177.(5) Me refiero a los dos libros de Carlos Alonso del

Real, Esperando a los bárbaros y Superstición y supersticio­nes, de los que los antropólogos sociales y culturales espa­ñoles, tan ayunos de teoría, podrían aprender no pocas co­sas.

(6) se·•trataría, en efecto, no tanto de conseguir la, tandenostada por Harris, «competencia emic» de los cognitivis­tas, como de intentar comprender desde dentro la cultura exótica considerada, sabiendo que hay un límite de com­prensión para el observador procedente de otra cultura: el

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que marcan sus propios determinantes culturales. Este lími­te, no obstante, puede introducirse como parte integrante de la propia teoría, a la manera del «principio de comple­mentaridad» de Bohr (Cfr. Física atómica y conocimiento hu­mano, cap. IV, Madrid, Agui!ar, 1964), lo que daría una po­sición que yo prefiero llamar «dialéctica» en el sentido de la dialéctica subjetiva aristotélica y medieval, es decir, como un discurso sobre lo opinable que no pretende un acceso al «ser mismo de las cosas» (doxa, pues, más que episteme). Geertz asume esta posición dialéctica incluso a nivel etno-gráfico, cuando dice: «el etnógrafo 'inscribe' el discurso so­cial, lo pone por escrito. Y, al hacerlo, lo extrae de su carác­ter pasajero, del hecho de existir sólo en el momento de su ocurrencia, para convertirlo en dato de referencia, que exis­te como inscripción y puede volver a ser consultado» (The interpretation of Cultures, Londres, Basic Books, 1973, p. 19).

(7) Este síndrome, en el que el informante nativo, aligual que el famoso caballo de los anales de la etología, in­terpreta los deseos implícitos del etnógrafo aficionado (ge­neralmente conquistador o misionero) y se los devuelve, como diría Lacan, «invertidos» es mucho más fácil de sor­tear en la actual investigación de campo, donde el observa­dor puede contrastar los informes orales con su propia ob­servación de visu, perfeccionada por la familiaridad con el medio social. En la observación itinerante y casual, que era la más habitualmente practicada por los españoles en Amé­rica durante la penetración en territorios desconocidos, el indígena solía devolver al inquiridor extranjero sus propias preguntas en forma de convincentes aseveraciones, para quitárselo cuanto antes de encima: es lo que Del Real llama la «táctica defensiva digital del indio» (Realidad, cit., p. 169).

(8) Cristóbal Colón, Textos y documentos completos(Comp. de Consuelo Varela), Madrid, Alianza, 1982, p. 109.

(9) !bid., p. 115.(10) !bid., p. 119.(11) The Travels of Sir John Mandeville, Londres, Pen­

guin, 1983, p. 110. (12) !bid., p. 117.(13) Marco Polo, Viajes («JI Milione»), cap. CLXV, Bar­

celona, Iberia, 1957, p. 205. Claude Kappler, en su magnífi­c_o libro, Monstres, démons et merveilles a la.fin de la Moyen Age (Paris, Payot, 1980, p. 146) sitúa esta noticia, no sé por qué, en el cap. CLXXXIX.

(14) «La seguriad que Colón tenía, por los mapas me­dievales, -dice la autora- de que en las costas orientales de Asia habitaban mujeres que vivían 'como amazonas', hizo creer al Almirante que se encontraba en las tierras visitadas por Marco Polo», Pedro Mártir de Anglería y la mentalidad exoticista, Madrid, Gredos, 1974, p. 155. Ningún mapa me­dieval, que yo conozca, sitúa ninguna isla de las amazonas al Este de Taprobana. Creo que Olmedillas ha debido con­fundirse por la pareja de salvajes desnudos que aparecen di­bujados entre Cathayo y Taprobana en el portulano de Abraham Cresques conservado en la Bibliothéque Nationa­le de París.

(15) Kappler (cit., p. 57) sitúa a este respecto a Colónentre la actitud crónica de Polo y la totalmente escéptica de Pagafetta: «las relaciones entre la objetividad y Jo fabuloso alcanzan en él un raro grado de complejidad y sutileza».

(16) Su primera reacción ante las noticias que le dan losJucayos y taínos sobre la existencia de comedores de carne humana es netamente racionalista: «creía que avrían capti­vado algunos y que, porque no bolvían a sus tierras, dirían que los comían. Lo mismo creían de los cristianos y del Al­mirante, al principio que algunos los vieron», Colón, cit., p. 623.

(17) En dicho informe, Colón parece distinguir entre«idolatría u otra secta», es decir, el paganismo fanático, y lo que llama «algún color de idolatría, al menos en aquellos que no saben el secreto y engaño de su caciques», que pare­ce ser el uso político de la religión fundado en la impostura (Remando Colón, Historia del Almirante, Madrid, H.ª 16, 1984, pp. 203-04).

(18) En el creciente papel otorgado, en su teoría in pro­gress sobre el Nuevo Mundo, a lo captado per aurículas y sin verificación, frente a Jo comprobado de visu, más que en su mesianismo franciscanista (Cf. A. Milhou, Colón y su men

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talidad meswmca, Valladolid, Cuadernos Colombinos, 1982), radica el medievalismo que la actitud de conjunto del Almirante destila. Como bien subraya Le Goff en su ejem­plar artículo «El Occidente Medieval y el Océano Indico»: «al contrario que las gentes del Renacimiento, las de la E. M. no saben mirar, pero siempre están dispuestas a escu­char y a creer cuanto se les dice» (en Tiempo, Trabajo y cul­tura en el 0cc. Medieval, Madrid, Taurus, 1984, p. 267).

(19) Relación acerca de las antigüedades de los indios(Versión con notas y apéndices de J. J. Arrom), México, S. XXI 1974, p. 26.

(20) /bid., pp. 23-24.(21) /bid., p. 63.(22) Décadas, en Cartas de particulares a Colón y Rela­

ciones coetáneas, J. Gil y C. Varela (Eds.). Madrid, Alianza, 1984, p. 53.

(23) Los editores de las Cartas, no sé muy bien por qué,explican en nota a pie de página que «Matininó es la parte oriental de la isla de Guadalupe» (Ibid. nota 75), cuando el texto dice bien claro: «navegaba dejando atrás todos los días infinidad de islas a derecha e izquierda», cuando divisó por Septentrión a Matininó. Navegaba en dirección O-NO, siguiendo el rosario de las Antillas Menores, por lo que es más lógico pensar que tal isla fuera Anguila o Barbada, a las que dejaron a estribor sin tocar.

(24) Anglería afirma claramente que quienes afirmaronser Matininó la isla avistada por Septentrión eran «tanto los que había sido llevados en el primer viaje como los rescata­dos de los caníbales» ([bid.). De estos últimos en varios si­tios se nos refiere el interés que habían puesto en agradar a los españoles para que se los llevaran consigo. En cuanto a los primeros, estaban ya tan infeccionados del síndrome de «Hans el listo», como cualquier otro «lengua» en progresivo estado de aculturación.

(25) Después de propinar una soberana tunda a la nati­va, Cúneo refiere satisfecho: «por último, nos pusimos de acuerdo de tal manera que os puedo decir que parecía amaestrada en la escuela de rameras», en Cartas de particu­lares, cit., p. 242.

(26) Historia del Almirante, cit., p. 230.(27) /bid.(28) /bid.(29) H.ª General de indias, cap. LXXXVIII, en López de

Gómara, selec. y prólogo de Darío Fernández-Flórez, Ma­drid, 1945, Ed. Na!., t. I, p. 178.

(30) En Paré, Relación ... , cit., p. 63.(31) En la carta de Toscanelli al canónigo Martins, sus­

traídas al parecer por Colón con abuso de confianza, la isla de Antilia «que vosotros llamáis de siete Ciudades» aparece ubicada frente a las costas del Cathay (incluida en H.ª del Almirante, cit., p. 69). En la supuesta «Carta de Colón» con­servada en la Bibl. Nationale de Paris y que según el Servi­cio de Documentación del Centre Pompidou es la misma que el Almirante pasó a Martín Pinzón durante el Primer Viaje (Cartes et figures de la Terre, París, Centre Pompidou, 1984, p. 164), Antilla y las Siete Ciudades aparecen situadas en pleno Atlántico. De allí se trasladan al Suroeste de Nor­teamérica, primero con Nuño de Guzmán, y luego con Niza y Coronado.

(32) En J. García Izcabaleta, Colección de documentospara la historia de México, México, Porrúa, 1980, p. 363.

(33) Relación de la embajada de Enrique III al gran Ta­merlán (Ed. extractada de Francisco López Estrada), BB. AA., Espasa-Calpe, 1952, p. 198.

(34) Realidad y leyenda, cit., p. 239. Por el lugar dondeClavijo sitúa a las supuestas monjas, podría tratarse más bien de un convento de monjas budistas tibetanas, dada la decadencia en que cayó el nestorianismo en el Asia Central, tras la conversión de los mongoles al Islam a finales del S. XIII. La teoría de que el referente de las amazonas pu­diera ser alguna especie de comunidad monacal de mujeresya había sido avanzada en su día por Pedro Mártir, cosa queel gran estudioso italiano del Nuevo Mundo que es A. Ger­bi se toma bastante a broma (Cfr. La naturaleza de las In­dias Nuevas, México, FCE, 1978, p. 79).

(35) «Le rogué [a Moctezuma, a quien ya tiene preso]porque más enteramente pudiese hacer relación a vuestra Majestad de las cosas de esta tierra, que me mostrase las

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minas de donde sacaba el oro»: Hernán Cortés, Cartas de Relación de la Conquista de México, Carta 2.ª, Madrid, Espa­sa, 1979, p. 63.

(36) Sin saber cómo, Zuazo sacó la impresión, que tras­mite al prior Jerónimo, de que al ir a sacrificar los sacerdo­tes aztecas «toman cada uno sendos muchachos, de los más pequeños que hay de los que sirven en el templo, y hacen con ellos lo que en Sodoma quisieron hacer con los ánge­les». Este trozo aparece suprimido en la edición de Izcaba­leta, quien lo justifica diciendo: «el letrado no creyó ofensi­vas a la decencia cuantas expresiones estampó al final de su carta; pero no ha sido posible permitir que la imprenta las reproduzca» (Colección, cit., t. I, p. XVIII). G. Baudot ha restituido el trozo en su libro Utopía e historia en México, Madrid, Espasa-Calpe, 1983, p. 30.

(37) Historia verdadera de la conquista de la Nueva Espa­ña, México, Espasa, 1955, p. 94.

(38) Esta noticia la amplía y completa en su «CuartaCarta», donde afirma incluso que «muchos dellos han ido allá y la han visto», refiriéndose a la isla donde sitúa a Ci­huatlán (Cartas, cit., p. 203).

(39) H.ª General y Natural de Indias, B.A.E., Vol. 120,t. IV, p. 283.

(40) /bid., p. 284.(41) G. Izcabaleta, Colección, cit. T. II, p. 259.(42) /bid., p. 475.(43) /bid., p. 451.(44) L'Origine des Azteques, París, Seuil, 1983.(45) «Una nueva interpretación del mito de Aztlán-Col­

huacán-Chicomoztoc», en La antropología americana en la actualidad, Eds. Mexicanos reunidos, México, 1980, T. II, pp. 217-234.

( 46) La reelaboración del pasado mítico azteca en formahistórica, que los informantes de Sahagún atribuyen a Tla­caélel (Cfr. León Miguel-Portilla, La filosofía Nahuatl, Mé­xico, Ed. Un. Na!. Autónoma de México, 1979, p. 251) está quizás más próxima a la historificación del mito como epo­peya de invasiones sucesivas, que preside el pensamiento céltico: «la mitología se funde como epopeya, y se presenta como un fragmento relativamente reciente de la vida real del país ocupado por la colectividad nacional» (Dumézil, Mythe et Epopée /, Paris, Seuil,, 1968, p. 284).

(47) Duverger, L'Origine, cit., parte IV, cap. 2.(48) A. de Alcedo, Diccionario Geográfico de las Indias

Occidentales, Madrid, B.A.E., vol 207, t. III, p. 388. (49) /bid.(50) Compendio y descripción de las Indias Occidentales,

B.A.E. n.ª 231, Madrid, 1969, p. 136. (51) N.B.A.E., vol. XIII, Madrid, 1909, p. 139.(52) México, Ed. Innovación, 1978, p. 261 (Edición ano­

tada por Chavero). (53) B.A.E., vol. 248, Madrid, 1971, p. 141.(54) Naufragios y comentarios, Madrid, Taurus, 1968, p.

118. (55) Importa subrayar que el «matriarcado» de las cultu­

ras Pueblo resulta más evidente, desde el punto de vista oc­cidental, en la medida en que en dichas culturas matrilinaje y propiedad de la tierra aparecen generalmente ligados. En cambio, en lo que hace a las funciones rituales y de gobier­no, como subraya Lowie: «en las aldeas Pueblo, la situación de la mujer es claramente menos importante que entre los iroqueses» (R. Lowie, Traité de sociologie primitive, Paris, Payot, 1969, p. 184.

(56) Cfr. J. Michéa, «Les nord-amérindiens», en Ethno­graphie Régionale vol. II, París, La Pléiade, 1978, pp. 1.165-66; y O. Schneider, Geografía de América Latina, México, FCE, 1963, p. 159.

(57) Aún más comprometido, desde un punto de vista«materialista-cultural» sería afirmar que la ubicación occi­dental de Cihuatlán-Tamoanchán pudiera no ser más que una trasposición mítica de los orígenes de la domesticación del maíz en esta zona, y no en la Meseta Central. Suposi­ción que podría fundarse en la distribución actual del que Mangelsdorf suponía ser el antepasado silvestre del maíz, el teosintle. No todos los etnobotánicos aceptarían con facili­dad semejante hipótesis (Cfr. M. N. Cohen, La crisis ali­mentaria de la Prehistoria, Madrid, Alianza, 1981, páginas 220-21).