Andreu Jaume - A Favor de La Complejidad

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Documento sobre la complejidad, la ética y la creación literaria

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    El creciente descrdito de la cr-tica literaria invita a preguntarnos qu est ocurriendo en una socie-dad cada vez ms gobernada por un ilusionismo democrtico que en realidad esconde una tirana publicitaria. Denostar o sofocar

    la crtica supone en primer lugar prescindir de la inter-pretacin, un acto por otra parte indisociable de la pro-pia literatura, entendida como una disciplina que, en sus

    manifestaciones ms responsables, sale siempre a averiguar el mundo y con l todo lo que se ha dicho sobre la cuestin. Toda gran obra desde Homero hasta Joyce, por ponernos cannicos entraa un gesto crtico hacia su tiempo hist-rico que se ramifica hasta abrazar la cantidad de pasado que el autor decide sondear, delimitando su campo de accin. No hay, a este respecto, ninguna legislacin convenida ni frontera alguna ni siquiera el canon, que se ha constituido en virtud de su agonismo, tan solo la aceptacin y el est-mulo de ese gesto. Cuando se debate acerca de la misin de la crtica, sobre el sentido de su negatividad o su mera razn de ser, a menudo se obvia el detalle, por lo dems evidente, de que negar o domar la libertad de juicio equi-vale a desnaturalizar la creacin literaria, convirtindola en una fantasa inocua y complaciente o incluso perjudicial.

    Ya Walter Benjamin advirti que era ocioso quejarse de la decadencia de la crtica pues haba sido sustituida, desde haca mucho tiempo, por la publicidad. Por otra parte, como asuma el propio Benjamin, la crtica periodstica naci con la publicidad, como intento de defensa contra la mercanti-lizacin absoluta, por una necesidad de custodiar el fuego que ha ardido a lo largo de los siglos, ms all de la tcnica y de las diversas organizaciones econmicas. Desde Platn y Aristteles la literatura ha sido sometida a un juicio final que no ha hecho sino renovar sus responsabilidades. Otra

    ANDREU JAUME

    La crtica seria, profunda y rigurosa est amenazada. Pero es un elemento indispensable en la lectura y la creacin literaria, y tambin nos permite comprender los matices de nuestra propia experiencia.

    A favor de la complejidad

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    cosa es la toma de conciencia, en un determinado momento poltico, del estado en que se encuentra la esfera pblica, de la capacidad de supervivencia que la literatura, como acti-vidad del espritu, tiene todava ah, de su articulacin con el cuerpo civil, de si puede operar an en el mbito mer-cantil o bien si su voz, por contundente y mordaz que sea, simplemente ya no se oye y tendr que volver a circular por las catacumbas.

    Para tratar de prolongar, como mnimo, esas preguntas, se han publicado a lo largo de este ao tres libros muy ade-cuados para la discusin y cuya confluencia quiz no sea tan azarosa. Los Ensayos literarios de Samuel Johnson (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015; edicin de Gonzalo Torn) vienen a llenar un vaco en la bibliografa en espaol, brindando por fin la oportunidad de hacerse una idea muy cabal de la obra de un crtico tan citado y reverenciado como poco ledo. El caso del doctor Johnson es adems muy elocuen-te con respecto al problema que nos ocupa. Su nombre se asocia siempre a una idea de autoridad acadmica y huma-nstica que en realidad es equvoca. Johnson no ejerci una autoridad transmitida, sino que antes tuvo que procurrse-la. Por problemas econmicos, se vio obligado a abando-nar sus estudios en Oxford al ao de haberlos empezado y, gracias a eso, se march a Londres y malvivi durante toda su juventud de colaboraciones periodsticas, al tiempo que

    profundizaba en sus estudios. Solo cuando estaba a punto de imprimirse su Diccionario de la lengua inglesa (1755) tarea que increblemente emprendi a solas, con la ayuda de unos pocos amanuenses la universidad, persuadida de su pres-tigio, le concedi, laboris causa, el ttulo de artium magister, de modo que el doctorado que acompaa su posteridad no se lo gan en la provincia acadmica sino en las calles de la metrpolis, en un Londres donde comenzaba a ensayarse la sociedad literaria. Johnson lidi en una ciudad que empe-zaba a mostrar signos de creciente alfabetizacin, en plena expansin capitalista, con peridicos y revistas y un pode-roso gremio de libreros que entonces ejercan an de edi-tores. Antes que humanista y poeta, Johnson fue un crtico plenamente moderno, audaz y combativo, injusto y par-cial, arrogante y apasionado. En este sentido, la seccin ms reveladora de la edicin de Torn es la muestra de sus art-culos periodsticos, donde nos podemos topar con invecti-vas como esta:

    Resulta fcil concebir por qu cada moda se convierte en popular, qu inactividad la favorece y qu imbecilidad la asiste; pero seguramente ningn hombre de genio puede aplaudirse a s mismo por repetir un cuento que ya tiene cansado a su auditorio, y que no otorga ningn honor a nadie salvo a su inventor.

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    Est hablando de los imitadores de Spenser, pero casi nos da igual, pues lo importante, lo indito, es la salida de tono, la justa distancia que sabe tomar y que habra resultado impo-sible con el envaramiento de la ctedra, donde muy pro-bablemente se habra visto obligado a observar un decoro taxonmico que nunca le hizo falta. Lo mismo ocurre en las Vidas de los poetas ingleses (1779-1781), la ltima gran obra que emprendi y en la que se dispuso, de hecho, a examinar una propuesta editorial y publicitaria. La literatura ingle-sa estaba entonces empezando a organizarse en un cuerpo cannico y los libreros quisieron publicar una seleccin de los que a su juicio eran los mejores poetas en lengua ver-ncula. Para consagrar su operacin, solicitaron el ampa-ro de Johnson que, lejos de plegarse a la mera divulgacin y prestar su autoridad al comercio, escribi unas introduc-ciones excntricas, mezcla de biografa y exgesis y donde no le importa perderse en digresiones llenas de observa-ciones acerbas. En el ensayo dedicado a Abraham Cowley, por ejemplo, ataca a los metafsicos a la llamada escuela de John Donne con toda la crueldad de la que es capaz:

    Los poetas metafsicos fueron estudiosos, y centraron sus esfuerzos en plasmar sus estudios en rima, pero con tan poca fortuna que no escribieron poesa, sino solo versos que, con demasiada frecuencia, soportaban mejor el jui-cio de los dedos que el del odo, pues la modulacin era tan imperfecta que solo podan llamarse versos si se con-taban las slabas.

    A esta impugnacin formal le sigue luego una reprimen-da de orden moral con la que sin embargo Johnson acierta precisamente a definir y concretar la originalidad que con el tiempo la modernidad ha sabido reconocer en esa gene-racin. Sospecho que en ese punto radica la diferencia que T. S. Eliot mantuvo siempre con el doctor. Johnson acusa a los metafsicos de proponer una diccin inapropiada para un pensamiento novedoso pero inmoral. Y ah las gafas de su tiempo le impidieron reconocer que esa brusca alteracin en la expresin y en las emociones constitua en realidad una importante evolucin, mucho ms arriesgada que el neocla-sicismo que defenda.

    Por ello mismo resulta ms valiosa y sorprendente la apreciacin que hace Johnson de Shakespeare en el prefacio y las notas a su edicin de 1765, la ms rigurosa en su siglo desde el punto de vista filolgico y la ms personal y atrevi-da en su aportacin hermenutica. Como observa Gonzalo Torn en su prlogo, la brusquedad de Johnson adquiere para nosotros, inevitablemente saturados de lectura romn-tica, unos contornos alucinados. A diferencia de lo que le ocurri con los metafsicos, Johnson, en su enjuiciamiento de Shakespeare, no pudo ceirse a los lmites de su moral cristiana y, al mismo tiempo que seal sus defectos con gran desparpajo, supo reconocer y conceptualizar aquello que salva al dramaturgo del caos y la precariedad en los que trabaj. A pesar del miedo que le suscitaban algunas trage-dias, como El rey Lear, o de la impaciencia que le causaba la torpeza en el manejo de la trama, Johnson detect la capaci-dad de Shakespeare para dramatizar la totalidad de la vida y atravesar toda virtualidad humana, superando los lmites

    de su poca pero sin caer an en la bardolatra propia de las siguientes generaciones.

    Samuel Johnson consigui aunar en su servicio pblico habilidades que, sobre todo en Espaa, estamos acostum-brados a reconocer por separado. Fue simultneamente un excelente fillogo y clasicista, un crtico ambicioso y un te-rico ejemplar. Como terico, Johnson parece ejercer el senti-do comn que reclama Antoine Compagnon en su libro El demonio de la teora (Barcelona, Acantilado, 2015), un exhaus-tivo repaso a lo que ha sido la evolucin de la teora literaria desde la Potica de Aristteles hasta Gadamer. Considerado en fuga, el trayecto de la teora dibuja un lento proceso de desconfianza hacia la literatura, cada vez ms sospechosa a medida que se adentra en la ampliacin democrtica, como si, en el fondo, el terico no terminara de aceptar su secula-rizacin y tratara de volver a sublimarla mediante una inter-pretacin solipsista, liberada de la obra literaria, dispuesta solo a dialogar con otras teoras, a las que en ltima instan-cia tambin aspira a abolir. Quiz sea ese el gran asunto de la modernidad y el gran problema al que se enfrenta la crti-ca desde la Ilustracin, es decir, cmo ejercer una autoridad en un mundo donde se ha destruido toda ilusin de auto-ridad trascendente y a la que sin embargo se sigue apelan-do en todo hecho crtico y literario.

    Sobre este asunto se explaya tambin Marcel Reich-Ranicki en un libro recientemente traducido, Sobre la crtica literaria (Barcelona, Elba, 2014), con un eplogo de Ignacio Echevarra. Reich-Ranicki fue durante varias dcadas el crtico ms popular y temido de Alemania, capaz de encumbrar a autores desconocidos en su exitoso progra-ma de televisin o de sostener duras polmicas con autores consagrados como Martin Walser. Por su parte, Ignacio Echevarra ha sido el crtico espaol ms combativo de la democracia, dueo de un criterio intransigente y de un estilo vigoroso, dctil y bien entrenado para la especu-lacin hermenutica, algo inslito en nuestra tradicin, muy acostumbrada al impresionismo hueco e hiperbli-co. Tanto Reich-Ranicki como Echevarra han sido denos-tados (el segundo tuvo incluso que abandonar El Pas en una sonada polmica, hace ya ms de diez aos) por haber ejercido su libertad de juicio con severidad, en ocasiones incluso con saa. Ambos se interrogan aqu precisamen-te sobre la pertinencia de la negatividad en el oficio del crtico. O, mejor dicho, Echevarra, en un eplogo que en puridad es un ensayo complementario, ampla y compli-ca las reflexiones de Reich-Ranicki, que, entre otras cosas, denuncia el paradjico desprestigio que tiene la crtica en Alemania, un pas cuyo principal filsofo haba utilizado la palabra crtica en sus obras ms importantes. La alu-sin a Kant sirve a Echevarra para aventurar una teora segn la cual la resistencia a la crtica viene inducida por un malentendido:

    Puede que a este respecto haya un malentendido genera-lizado. Puede que el reconocimiento que la crtica haya alcanzado como institucin, por escaso que sea, perma-nezca supeditado a la vieja idea ilustrada de que el crti-co es, en efecto, un mero portavoz del pblico, regulador y abastecedor de un humanismo general.

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    En su libro, Compagnon hace tambin alusin a ese pro-blema, que es el de la tensin entre la subjetividad y la aspiracin universal: Kant, despus de haber estableci-do la subjetividad del juicio esttico, trata de escapar a la consecuencia ineluctable de la relatividad de ese juicio. Echevarra supone que la crtica moderna, surgida en tiem-pos de la Ilustracin, obviaba en su programa la negativi-dad que ha terminado por caracterizarla vulgarmente, una intuicin muy perspicaz pero demasiado sesgada y depen-diente de las consideraciones de Reich-Ranicki sobre la tra-dicin alemana, donde la teora del juicio, el gusto y lo bello de Kant en su tercera Crtica nos llevaran a disquisiciones sin salida. Baste decir que Samuel Johnson, al fin y al cabo un ilustrado, pudo ejercer esa negatividad sin ningn escr-pulo, tal vez por las particularidades biogrficas que hemos comentado. Lo importante, en cualquier caso, es advertir que la crtica moderna, desde el principio, debe convivir con un problema constitutivo e ineludible. Benjamin, en una reflexin que trae a colacin Echevarra, advirti que durante el romanticismo se pas a hablar de juez de arte a crtico de arte, lo que supone el trnsito difcil de una autoridad inapelable a otra relativa, discutible e incluso despreciable. Ocurre, sin embargo, que el crtico moder-no, cuando sabe trascender las tentaciones de la mera opi-nin, crea una ilusin de autoridad objetiva que opera en un mbito de conocimiento superior al gusto, puesto que est fundamentada en lo que Robert Musil llam el nivel alcanzado, una constelacin de obras y experiencias inte-lectuales de las que el crtico se erige en custodio para una determinada comunidad a la que pretende definir con su persuasin.

    Y ah nos encontramos con otro problema. Johnson escriba para una sociedad donde empezaba a consolidar-se una clase media y en la que se popularizaba la novela como nueva forma de entretenimiento y a la vez como cr-tica a esa democratizacin, atendiendo a la nueva anatoma social pero sin traicionar su propio nivel alcanzado. Tanto Reich-Ranicki como Echevarra, en cambio, desempearon su oficio con una cultura de masas plenamente extendida, algo que serva de altavoz a su criterio y a la vez condenaba su negatividad a una perpetua discordancia. Por ello, segu-ramente, Echevarra concluye:

    Si bien la tarea del crtico consiste en socializar la expe-riencia de la lectura, sabe que el destinatario de esa tarea no

    es de ningn modo el pblico en general, sino una comu-nidad siempre en construccin de individuos susceptibles de ser movilizados a partir de esa experiencia.

    No hay nada que objetar, pero desde dnde puede el crtico movilizar hoy en da a esa pequea comunidad? Echevarra cuenta que Lee Siegel, crtico de The New Yorker, anunci, en otoo de 2013, que nunca ms volvera a escribir crticas negativas, aduciendo que el ritmo de internet y su consumo rpido demandan compasin y generosidad. Tal vez se podra tomar esa claudicacin como el punto final de lo que han sido las tribulaciones de la crtica moderna, pues lo que propone Siegel constituye, simple y llanamen-te, la evangelizacin de la publicidad y la inhibicin del criterio. Siegel y con l todos los apologetas de la caridad intelectual obvia el problema de que no se puede pres-cindir de la crtica como si fuera un capricho o un fenme-no exgeno a la literatura. El ejercicio de la crtica negativa hizo posible el Quijote y todo Shakespeare. La novela de Proust surge de la complicacin de una oposicin crtica a Sainte-Beuve. La tierra balda, de Eliot, no es sino un gesto crtico ya no negativo sino devastador hecho canto. La regresin a esa alegra del gusto conduce inevitablemente a una literatura inofensiva y ornamental que por supuesto redunda en un empobrecimiento poltico. Es interesante, en este sentido, reparar en la reflexin ltima de Siegel en su entrada de blog:

    En mi actual manera de pensar, la mortalidad me pare-ce mayor enemigo que la mediocridad. Se puede ignorar la mediocridad. Pero se debe prestar atencin a las incon-tables maneras con que la gente se enfrenta a su mortali-dad. Dentro del vasto y variado esquema de cosas, de cara a experiencias frente a las cuales incluso las palabras ms poticas fracasan y enmudecen, escribir un libro incluso inferior puede ser una manera superior de vivir.

    Contra esa simplificacin de la experiencia y a favor de la complejidad de estar vivos contra la mediocridad en la asuncin de nuestra condicin de mortales escribieron Johnson y todos los crticos y tericos a los que Compagnon somete a juicio. Y mientras haya un solo autor que escri-ba an por esas mismas razones, no quedar ms remedio que seguir interpelndolo y reconocindolo, como sea y donde nos dejen. ~

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