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DÍA del domingo BDDDDaDaDDDDDDDDDDDDDDDDDDnaDDDDDDJDDDaDDODDDDDnDDDODDDDDaDDaDDDDaOODDDDDDDaDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDaO E N su obra «Santa Cruz vis- to por los grandes escrito- res», don Leoncio Rodrí- guez —el inolvidable e inolvida- do periodista que fundó «La Prensa», periódico antecesor de EL DÍA— bien escribió que las impresiones, magníficamente re- cogidas y engarzadas en aquellas páginas, constituían todo un es- pléndido homenaje a la belleza de nuestra tierra, y con motivo de grata recordación para los in- signes panegiristas, cuyos nom- bres, en la posteridad, quedarán espiritualmente ligados a la his- toria de Tenerife, como lo están en nuestra gratitud y nuestro afecto. Así era la ciudad que tenía y mantenía bondad activa e infati- gable. Era ciudad que, en las afueras, tenía tierra sonora, en- vuelta en sombra y aroma. Con la imagen volvemos a la más an- tigua edad de nuestra vida, a cuando Santa Cruz —ciudad quieta, casi adormecida en el cerco de las montañas de Anaga— estaba poblada de cria- turas llanas y a la buena de Dios, de criaturas contentas, amables y cordiales, que todas se cono- cían y querían. Años y años han pasado des- de entonces y, con la evocación de la sencilla y magistral prosa de don Leoncio, retornamos a la ciudad que fue, que es y siem- pre será, a la vista de la antigua y buena estampa que, realmen- te, es casi todo un pasado re- ciente. En la imagen, las lecheras que, en el primer tranvía, casi al rom- per el día llegaban desde el inte- rior de la Isla, pero en especial desde La Esperanza trabajadora, siempre envuelta en actividad constante y ejemplar. Por la an- tigua carretera de San Andrés llegaban al viejo y siempre nue- vo Toscal las lecheras del valle de Tahcdio. Estas lo hacían en mansos y rebuznantes burros que, hasta la Marina, unos su- bían la empinada cuesta arriba, desde la confluencia de las calles de la Marina y San Francisco, realizar la venta de la leche y ha- cer sus compras diarias. Otras, desde el antiguo fielato subían la Cuesta de Los Melones —tam- bién llamada de los Camellos— para, a la entrada de El Blanco, establecer su sencillo y buen co- mercio. Por allí, la antigua pa- nadería y las ventas de don Paco, don Lázaro y doña Peregrina y, más abajo, en la esquina de la ca- lle del Saludo con Santiago, la de don Juan y doña Clara. Por entonces, la calle de San Francisco estaba empedrada con callaos de playa —todos con co- lor y calor del océano— y, el fi- nal de la de la Marina, por la «placita» y hasta el fuerte de Al- meida, aún era de tierra. Ambas lucían hierba alta y verde, todo un frescor extendido que, por la calle del Saludo —y por la de San Isidro— seguían hasta las de la Rosa y Santiago. ¿Qué nos queda de aquellos años? De la confluencia de las calles de la Marina y del Saludo hace mucho que desapareció el cañón —muy viejo cañón de campaña— que, justo a las 12 de la mañana, señalaba a todos el mediodía. Con él se fueron las dos piezas artilleras —que luego Las lecheras que, al romper el día, recorrían las calles de Santa Cruz. Con ellas llegaban las pescadoras desde las playas que ya no son en el litoral Antiguas estampas de la ciudad pasaron al interior de Almeida— que hacían y contestaban las tra- dicionales salvas de ordenanzas a los buques de guerra extranje- ros que por Santa Cruz recala- ban. Las lecheras de la imagen se nos fueron para siempre y, con ellas, los viejos tranvías que, con las «jardineras» y furgones de carga pintados de gris, iban y ve- nían desde Tacoronte y La Lagu- na. En ellos, las casi olvidadas gangocheras, personas que con su trabajo humilde y ejemplar —al igual que las lecheras y pes- cadoras— daban vida al antiguo mercado que se alzaba casi a la sombra del Teatro Guimerá. La antigua estampa nos lleva a la prosa de José María Salave- rría cuando escribió que «al re- gresar a Santa Cruz de Tenerife, la carretera está transitada por esas mujeres hermosas, fuertes, erguidas y ágiles que forman uno de los buenos atractivos del ar- chipiélago canario. Con su típi- co sombrerito y su gallardo ca- minar, llevando cargas increíbles sobre la cabeza, ellas animan el paisaje con su exuberante femi- nidad y parece que lo contempla- sen y lo hicieran más dulce y a la vez más firme». Con las lecheras, las ya desa- perecidas pescadoras —si bien Trino Garriga captó reciente- mente la imagen entrañable de una por la calle del Pilar— que, por la marquesina o las antiguas playas, recogían para su venta las capturas que llegaban con todo el latir y vivir de sus entrañas a las playas —Ruiz, La Peñita, San Antonio, Los Melones, Paso Alto, Valleseco, Bufadero, etc.— que han pasado a la historia de Santa Cruz. Con el cantar metálico de las cántaras de la leche, el humano de las pescadoras que anuncia- ban la frescura de los chicharros, sardinas y caballas, que acaba- Cruz Roja Española Asamblea Provincial ¿TE PREOCUPA EL SIDA? Te ofrecemos: * Servicio de Análisis gratuito y confidencial. * Información. * Apoyo Psicológico. Horario: 9 a 13, de lunes a viernes C/. San Lucas, 6O, Teléfono 282924 Santa Cruz de Tenerife ban de llegar a las playas con la- tir de olas sobre los callaos. Con ellos, las viejas, cabrillas y sar- gos, toda la buena pesca de los hombres ejemplares del litoral santacrucero, todos los pescado- res de la mar profunda. CANTO Y ENCANTO Para Santiago Rusiñol, Santa Cruz de Tenerife era «un mon- tón de casas que parece que ba- jan de la montaña y se paran al pie del mar. Es una villa comple- tamente rosada; las casas, con to- nos de pergamino; las azoteas, de encuademación; los muros de áncora oxidada. Por entre las ca- sas se ven platanares, y entre los plantonares, las ventanas, todas pintadas de tonos de sol: verde, azul claro, azul marino, rosa de piel de grana, pero si como es- tos colores hubieran estado pol- voreados con oro. Un pueblo con aquellos tintes que sólo los tie- nen las Islas». Así era la ciudad —nuestra an- tigua y buena ciudad— que tenía casas con patios amplios que, con verde extenso e intenso, eran verdaderos corazones del sol. En las azoteas, los gallos inventaban amaneceres de campo para, lue- go, dar paso al sonar y resonar de las ruedas aceradas de los ca- rros de muías sobre los grises ca- llaos. Así era la ciudad con casas an- tiguas y cargadas de recuerdos. Todas tenían su historia y su pe- queña anécdota y eran nobles ca- serones con fachadas adornadas con la gracia insuperable —ver- daderamente insuperada— del balcón canario, historiado alero y ancha y guarnecida portalada. Eran casas que, en lo alto, tenían gárgolas como gatos petrifica- dos, rojez de tejas canarias y, desde luego, toda una sensación de vida plácida, de paz antigua, serena y dormida. Por los barrios que crecían, casas terreras entre las que, de cuando en cuando, se alzaba una que, con sus dos pisos, trataba de mirar a la mar alta y libre, a las aguas remansadas que —pintadas de vapores y veleros— se encon- traban al redoso del Muelle Sur que crecía y crecía merced a la vieja «Titán», la grúa de vapor que murió en el Muelle Norte y, allá por los años 30, fue sustitui- da por la que recientemente fue desguazada en Los Llanos. En la imagen, evocación de ca- lle tranquila, de calle hecha para el paso moroso y sensitivo de pa- seante y, en toda ella —con la imagen de las lecheras que ya no son— todo un espíritu pleno de sonrisas y piedades. Sobre los muros llenos de si- glos y de soles, todo el cielo azul que daba a las plazas y jardines su gracia y elegancia. Y, en toda la ciudad tranquila, campana de la Concepción y San Francisco que repicaban alborozadas de gloria. Entonces —eran años de niñez y pequenez— la mirada iba hacia los montes y los surcos, hacia los amaneceres de siem- bras y plataneras, hacia las no- ches de bosques altos, allá por donde nace el barranco de Taho- dio. Hoy, a la vista de las imáge- nes que ilustran estas líneas, bien comprendemos que no se puede vivir sino muriendo, que no se puede ser sino dejando de ser. Ahora evocamos aquellos paisa- jes temblorosos de prados y atar- jeas, el agua cantora y clara, el mar verde de las plataneras por Ventoso y, arriba —muy arriba— caseríos pegados a la cordillera, acurrucados en los azules flan- cos, alejados del aliento salino de la mar; abajo —después de los muros morados de buganvillas que domaban Las Mimosas—, la ciudad tendida como un vuelo blanco de gaviotas a la vera del Atlántico en siesta. Así era la ciudad que don An- tonio Marti reflejó en su obra «70 años de la vida de un hombre y de un pueblo». El bueno de don Antonio mucho y bien escribió de la ciudad que fue, es y será; en su prosa plasmó recuerdos inolvidables y citó personajes —Manuel «Pajarito», Luis «El francés», etc.— que llenaron con su sencillez toda una época de la ciudad. Con ellos y otros mu- chos, el inolvidable «Samburgo». De él, don Antonio escribió: «Nunca se supo en Santa Cruz nada concreto ni preciso de Do- mingo «Samburgo». Ni cómo ha- bía venido ni de dónde. Un día apareció en las calles de Santa Cruz. Era un domingo. Se le pre- guntó de dónde venía y contestó algo que sonaba a «Samburgo». Y Domingo «Samburgo» se que- dó. Sin embargo, no procedía de Hamburgo. No era alemán. Ha- blaba muy poco, pero las pala- bras que pronunciaba parecían italianas». Y, añadía don Anto- nio, que «Samburgo» nunca pe- día dinero. Si le daban algo lo aceptaba y muchas veces lo com- partía con otros pobres. Tenía una mirada mansa y buena, era silencioso y no molestaba a na- die. Como un gran perrazo va- gabundo andaba por las calles de Santa Cruz y, por lo que a mí respecta, lo recuerdo con su tra- dicional tranquilidad por la an- tigua carretera de San Andrés —a la altura de los varaderos de Hamilton y casi a la sombra de Almeida— en horas de la maña- na. Un joven se le acercó y le pi- dió limosna y, con su voz sere- na, «Samburgo»le contestó que volviese más tarde, pues aún no le habían dado nada. «Como un gran perrazo vaga- bundo —escribió don Antonio Marti— andaba por las calles de la ciudad. Y como un perro va- gabundo murió en ellas, desapa- reciendo como mismo había lle- gado, un día cualquiera». En la citada obra de don Leon- cio Rodríguez, bien se recoge y refleja una crónica de Eduardo Zamacois relacionada con «Sam- burgo»: «Una tarde, a la hora en- volvente del anochecer, la ocio- sidad y el dilecto placer de an- dar solo, me habían llevado a la carretera que conduce a Taga- nana. El sol, moribundo, se desha- cía en sangre magníficamente; sobre la superficie, teñida de vio- leta, del mar, oscilaban numero- sos buques anclados: cruceros de guerra, vapores mercantes, vele- ros de ambiciosa arboladura, fa- lúas de lujo y regateo, gabarras carboneras... Cerca de mí, sen- tado entre peñascos, comía un mendigo. Era viejo, y su cola- ción, adquirida quizás a la puerta del vecino Cuartel de Ingenieros, probablemente estaba fría. Yo contemplaba el paisaje; y emocionado tal vez ante la belle- za con que moría la tarde, dije algo en alta voz... Lo cierto es que el pordiosero no me quitaba ojo. Estábamos solos, absoluta- mente solos, como dos especta- dores, del augusto teatro de la Naturaleza, y el sol, semejante a un divino comediante al final del drama de su vida diaria, pa- recía morir para nosotros solos y ofrendarnos la maravilla de su agonía. De pronto, el mendigo, olvida- do de su miseria, exclamó: —Es hermosa la tarde, ¿ver- dad? —Muy hermosa —le respondí. Hubo un breve silencio; las olas iban y venían, como me- ciendo a la tierra. —¿Es usted forastero? —pro- siguió el desheredado. —Forastero soy —contesté— y de muchas y lejanas tierras vengo... Y a estas palabras, que acaso fueran dichas con acento triste, con voz de desengaño, el «sin pan» replicó compasivo, mos- trándome su plato de comida: —¿Quiere usted acompa- ñarme?. .. Su ofrecimiento me llegó al alma; y de pena, de agradeci- miento, se mojaron mis ojos. Aquel hombre que me ofrecía lo que de caridad recogió en los ca- minos, era el símbolo, el verbo del pueblo en que yo estaba; y su gesto, dictado por veinte si- glos de Evangelio, tenía la gran- deza y la serenidad de la tarde. ¡Santa Cruz de Tenerife! dejas en el corazón de los erran- tes la dulce melancolía de mirar hacia atrás y de volver a ti...». Donde el Eterno puso playas, olas ardientes de blancura, mon- tes altos y lejanía, nació y cre- ció —crece y más lo hará— la ciudad de Santa Cruz de Teneri- fe. Es ciudad que siempre ha de- jado hambre de recuerdos en el corazón de los hombres y, así, estas antiguas estampas nos to- can el alma con toda su luz pro- funda, con toda su dolorosa dul- zura. Juan A. Padrón Albornoz En años idos, por la Marina y Almeida todo el barrio del Toscal se asomaba a la mar a través de las ventanas que —pintadas de tonos de sol— describió Santiago Rusiñol

ANTIGUAS ESTAMPAS DE LA CIUDAD

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Artículo de Juan Antonio Padrón Albornoz, periódico El Día, sección "Santa Cruz de ayer y hoy", 1989/11/19

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Page 1: ANTIGUAS ESTAMPAS DE LA CIUDAD

DÍA del domingo

BDDDDaDaDDDDDDDDDDDDDDDDDDnaDDDDDDJDDDaDDODDDDDnDDDODDDDDaDDaDDDDaOODDDDDDDaDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDaO

EN su obra «Santa Cruz vis-to por los grandes escrito-res», don Leoncio Rodrí-

guez —el inolvidable e inolvida-do periodista que fundó «LaPrensa», periódico antecesor deEL DÍA— bien escribió que lasimpresiones, magníficamente re-cogidas y engarzadas en aquellaspáginas, constituían todo un es-pléndido homenaje a la bellezade nuestra tierra, y con motivode grata recordación para los in-signes panegiristas, cuyos nom-bres, en la posteridad, quedaránespiritualmente ligados a la his-toria de Tenerife, como lo estánen nuestra gratitud y nuestroafecto.

Así era la ciudad que tenía ymantenía bondad activa e infati-gable. Era ciudad que, en lasafueras, tenía tierra sonora, en-vuelta en sombra y aroma. Conla imagen volvemos a la más an-tigua edad de nuestra vida, acuando Santa Cruz —ciudadquieta, casi adormecida en elcerco de las montañas deAnaga— estaba poblada de cria-turas llanas y a la buena de Dios,de criaturas contentas, amablesy cordiales, que todas se cono-cían y querían.

Años y años han pasado des-de entonces y, con la evocaciónde la sencilla y magistral prosade don Leoncio, retornamos a laciudad que fue, que es y siem-pre será, a la vista de la antiguay buena estampa que, realmen-te, es casi todo un pasado re-ciente.

En la imagen, las lecheras que,en el primer tranvía, casi al rom-per el día llegaban desde el inte-rior de la Isla, pero en especialdesde La Esperanza trabajadora,siempre envuelta en actividadconstante y ejemplar. Por la an-tigua carretera de San Andrésllegaban al viejo y siempre nue-vo Toscal las lecheras del vallede Tahcdio. Estas lo hacían enmansos y rebuznantes burrosque, hasta la Marina, unos su-bían la empinada cuesta arriba,desde la confluencia de las callesde la Marina y San Francisco,realizar la venta de la leche y ha-cer sus compras diarias. Otras,desde el antiguo fielato subían laCuesta de Los Melones —tam-bién llamada de los Camellos—para, a la entrada de El Blanco,establecer su sencillo y buen co-mercio. Por allí, la antigua pa-nadería y las ventas de don Paco,don Lázaro y doña Peregrina y,más abajo, en la esquina de la ca-lle del Saludo con Santiago, la dedon Juan y doña Clara.

Por entonces, la calle de SanFrancisco estaba empedrada concallaos de playa —todos con co-lor y calor del océano— y, el fi-nal de la de la Marina, por la«placita» y hasta el fuerte de Al-meida, aún era de tierra. Ambaslucían hierba alta y verde, todoun frescor extendido que, por lacalle del Saludo —y por la deSan Isidro— seguían hasta las dela Rosa y Santiago.

¿Qué nos queda de aquellosaños? De la confluencia de lascalles de la Marina y del Saludohace mucho que desapareció elcañón —muy viejo cañón decampaña— que, justo a las 12 dela mañana, señalaba a todos elmediodía. Con él se fueron lasdos piezas artilleras —que luego

Las lecheras que, al romper el día, recorrían las calles de Santa Cruz. Con ellas llegaban las pescadoras desde las playas queya no son en el litoral

Antiguas estampas de la ciudadpasaron al interior de Almeida—que hacían y contestaban las tra-dicionales salvas de ordenanzasa los buques de guerra extranje-ros que por Santa Cruz recala-ban.

Las lecheras de la imagen senos fueron para siempre y, conellas, los viejos tranvías que, conlas «jardineras» y furgones decarga pintados de gris, iban y ve-nían desde Tacoronte y La Lagu-na. En ellos, las casi olvidadasgangocheras, personas que consu trabajo humilde y ejemplar—al igual que las lecheras y pes-cadoras— daban vida al antiguomercado que se alzaba casi a lasombra del Teatro Guimerá.

La antigua estampa nos llevaa la prosa de José María Salave-rría cuando escribió que «al re-gresar a Santa Cruz de Tenerife,la carretera está transitada poresas mujeres hermosas, fuertes,erguidas y ágiles que forman unode los buenos atractivos del ar-chipiélago canario. Con su típi-co sombrerito y su gallardo ca-minar, llevando cargas increíblessobre la cabeza, ellas animan elpaisaje con su exuberante femi-nidad y parece que lo contempla-sen y lo hicieran más dulce y ala vez más firme».

Con las lecheras, las ya desa-perecidas pescadoras —si bienTrino Garriga captó reciente-mente la imagen entrañable deuna por la calle del Pilar— que,por la marquesina o las antiguasplayas, recogían para su venta lascapturas que llegaban con todoel latir y vivir de sus entrañas alas playas —Ruiz, La Peñita, SanAntonio, Los Melones, PasoAlto, Valleseco, Bufadero, etc.—que han pasado a la historia deSanta Cruz.

Con el cantar metálico de lascántaras de la leche, el humanode las pescadoras que anuncia-ban la frescura de los chicharros,sardinas y caballas, que acaba-

Cruz Roja EspañolaAsamblea Provincial

¿TE PREOCUPA EL SIDA?Te ofrecemos:* Servicio de Análisis gratuito y confidencial.* Información.* Apoyo Psicológico.

Horario: 9 a 13, de lunes a viernesC/. San Lucas, 6O, Teléfono 282924

Santa Cruz de Tenerife

ban de llegar a las playas con la-tir de olas sobre los callaos. Conellos, las viejas, cabrillas y sar-gos, toda la buena pesca de loshombres ejemplares del litoralsantacrucero, todos los pescado-res de la mar profunda.

CANTO Y ENCANTO

Para Santiago Rusiñol, SantaCruz de Tenerife era «un mon-tón de casas que parece que ba-jan de la montaña y se paran alpie del mar. Es una villa comple-tamente rosada; las casas, con to-nos de pergamino; las azoteas,de encuademación; los muros deáncora oxidada. Por entre las ca-sas se ven platanares, y entre losplantonares, las ventanas, todaspintadas de tonos de sol: verde,azul claro, azul marino, rosa depiel de grana, pero si como es-tos colores hubieran estado pol-voreados con oro. Un pueblo conaquellos tintes que sólo los tie-nen las Islas».

Así era la ciudad —nuestra an-tigua y buena ciudad— que teníacasas con patios amplios que,con verde extenso e intenso, eranverdaderos corazones del sol. Enlas azoteas, los gallos inventabanamaneceres de campo para, lue-go, dar paso al sonar y resonarde las ruedas aceradas de los ca-rros de muías sobre los grises ca-llaos.

Así era la ciudad con casas an-tiguas y cargadas de recuerdos.Todas tenían su historia y su pe-queña anécdota y eran nobles ca-serones con fachadas adornadascon la gracia insuperable —ver-daderamente insuperada— delbalcón canario, historiado aleroy ancha y guarnecida portalada.Eran casas que, en lo alto, teníangárgolas como gatos petrifica-dos, rojez de tejas canarias y,desde luego, toda una sensaciónde vida plácida, de paz antigua,serena y dormida.

Por los barrios que crecían,casas terreras entre las que, decuando en cuando, se alzaba unaque, con sus dos pisos, trataba demirar a la mar alta y libre, a lasaguas remansadas que —pintadasde vapores y veleros— se encon-traban al redoso del Muelle Surque crecía y crecía merced a lavieja «Titán», la grúa de vaporque murió en el Muelle Norte y,allá por los años 30, fue sustitui-da por la que recientemente fuedesguazada en Los Llanos.

En la imagen, evocación de ca-lle tranquila, de calle hecha parael paso moroso y sensitivo de pa-seante y, en toda ella —con laimagen de las lecheras que ya noson— todo un espíritu pleno desonrisas y piedades.

Sobre los muros llenos de si-glos y de soles, todo el cielo azulque daba a las plazas y jardinessu gracia y elegancia. Y, en todala ciudad tranquila, campana dela Concepción y San Franciscoque repicaban alborozadas degloria. Entonces —eran años deniñez y pequenez— la mirada ibahacia los montes y los surcos,hacia los amaneceres de siem-bras y plataneras, hacia las no-ches de bosques altos, allá pordonde nace el barranco de Taho-dio.

Hoy, a la vista de las imáge-nes que ilustran estas líneas, biencomprendemos que no se puedevivir sino muriendo, que no sepuede ser sino dejando de ser.Ahora evocamos aquellos paisa-jes temblorosos de prados y atar-jeas, el agua cantora y clara, elmar verde de las plataneras porVentoso y, arriba —muy arriba—caseríos pegados a la cordillera,acurrucados en los azules flan-cos, alejados del aliento salino dela mar; abajo —después de losmuros morados de buganvillasque domaban Las Mimosas—, laciudad tendida como un vueloblanco de gaviotas a la vera delAtlántico en siesta.

Así era la ciudad que don An-tonio Marti reflejó en su obra «70años de la vida de un hombre yde un pueblo». El bueno de donAntonio mucho y bien escribióde la ciudad que fue, es y será;en su prosa plasmó recuerdosinolvidables y citó personajes—Manuel «Pajarito», Luis «Elfrancés», etc.— que llenaron consu sencillez toda una época de laciudad. Con ellos y otros mu-

chos, el inolvidable «Samburgo».De él, don Antonio escribió:«Nunca se supo en Santa Cruznada concreto ni preciso de Do-mingo «Samburgo». Ni cómo ha-bía venido ni de dónde. Un díaapareció en las calles de SantaCruz. Era un domingo. Se le pre-guntó de dónde venía y contestóalgo que sonaba a «Samburgo».Y Domingo «Samburgo» se que-dó. Sin embargo, no procedía deHamburgo. No era alemán. Ha-blaba muy poco, pero las pala-bras que pronunciaba parecíanitalianas». Y, añadía don Anto-nio, que «Samburgo» nunca pe-día dinero. Si le daban algo loaceptaba y muchas veces lo com-partía con otros pobres. Teníauna mirada mansa y buena, erasilencioso y no molestaba a na-die. Como un gran perrazo va-gabundo andaba por las calles deSanta Cruz y, por lo que a mírespecta, lo recuerdo con su tra-dicional tranquilidad por la an-tigua carretera de San Andrés—a la altura de los varaderos deHamilton y casi a la sombra deAlmeida— en horas de la maña-na. Un joven se le acercó y le pi-dió limosna y, con su voz sere-na, «Samburgo» le contestó quevolviese más tarde, pues aún nole habían dado nada.

«Como un gran perrazo vaga-bundo —escribió don AntonioMarti— andaba por las calles dela ciudad. Y como un perro va-gabundo murió en ellas, desapa-reciendo como mismo había lle-gado, un día cualquiera».

En la citada obra de don Leon-cio Rodríguez, bien se recoge yrefleja una crónica de Eduardo

Zamacois relacionada con «Sam-burgo»: «Una tarde, a la hora en-volvente del anochecer, la ocio-sidad y el dilecto placer de an-dar solo, me habían llevado a lacarretera que conduce a Taga-nana.

El sol, moribundo, se desha-cía en sangre magníficamente;sobre la superficie, teñida de vio-leta, del mar, oscilaban numero-sos buques anclados: cruceros deguerra, vapores mercantes, vele-ros de ambiciosa arboladura, fa-lúas de lujo y regateo, gabarrascarboneras... Cerca de mí, sen-tado entre peñascos, comía unmendigo. Era viejo, y su cola-ción, adquirida quizás a la puertadel vecino Cuartel de Ingenieros,probablemente estaba fría.

Yo contemplaba el paisaje; yemocionado tal vez ante la belle-za con que moría la tarde, dijealgo en alta voz... Lo cierto esque el pordiosero no me quitabaojo. Estábamos solos, absoluta-mente solos, como dos especta-dores, del augusto teatro de laNaturaleza, y el sol, semejantea un divino comediante al finaldel drama de su vida diaria, pa-recía morir para nosotros solosy ofrendarnos la maravilla de suagonía.

De pronto, el mendigo, olvida-do de su miseria, exclamó:

—Es hermosa la tarde, ¿ver-dad?

—Muy hermosa —le respondí.Hubo un breve silencio; las

olas iban y venían, como me-ciendo a la tierra.

—¿Es usted forastero? —pro-siguió el desheredado.

—Forastero soy —contesté— yde muchas y lejanas tierrasvengo...

Y a estas palabras, que acasofueran dichas con acento triste,con voz de desengaño, el «sinpan» replicó compasivo, mos-trándome su plato de comida:

—¿Quiere usted acompa-ñarme?. ..

Su ofrecimiento me llegó alalma; y de pena, de agradeci-miento, se mojaron mis ojos.Aquel hombre que me ofrecía loque de caridad recogió en los ca-minos, era el símbolo, el verbodel pueblo en que yo estaba; ysu gesto, dictado por veinte si-glos de Evangelio, tenía la gran-deza y la serenidad de la tarde.

¡Santa Cruz de Tenerife! Túdejas en el corazón de los erran-tes la dulce melancolía de mirarhacia atrás y de volver a ti...».

Donde el Eterno puso playas,olas ardientes de blancura, mon-tes altos y lejanía, nació y cre-ció —crece y más lo hará— laciudad de Santa Cruz de Teneri-fe. Es ciudad que siempre ha de-jado hambre de recuerdos en elcorazón de los hombres y, así,estas antiguas estampas nos to-can el alma con toda su luz pro-funda, con toda su dolorosa dul-zura.

Juan A. PadrónAlbornoz

En años idos, por la Marina y Almeida todo el barrio del Toscal se asomaba a la mar a travésde las ventanas que —pintadas de tonos de sol— describió Santiago Rusiñol