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Filosofía republicana de José María Luis Mora

Antología de José María Luis Mora

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Filosofía republicana. Antología de José María Luis Mora.

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Filosofía republicanade José María Luis Mora

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Filosofía republicana Antología

José María Luis Mora

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Raúl BeRea Núñez - edición.

FeRNaNdo RoBles oteRo - producción.

Ciudad de México, 2008

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Semblanza

José María Luis Mora nació el 12 de octubre de 1794, en San Miguel Chamacuero (hoy Comonfort) Guanajuato. Estudió en Querétaro y luego en el colegio de San Ildefonso, en la Ciudad de México, donde algunos años después se desempeñó como maestro y fundó la cátedra de economía política.

En 1821 se unió al Plan de Iguala y participó en la redac-ción de El Seminario Político y Literario. Como diputado del Con-greso del estado de México, intervino en la redacción de la pri-mera constitución local y a través de esa tribuna se opuso tajan-temente a la implantación del imperio de Iturbide.

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En 1827, obtuvo su título de abogado y se involucró con el grupo masón de los Yorkinos con quienes redactó El Observador. Desde 1828, como consejero de Valentín Gómez Farías, intervino en la redacción y la promulgación de leyes entre las que desta-can las de restricción a los fueros eclesiásticos, de secularización de la enseñanza y para crear la Biblioteca Nacional de México.

En 1829 se ordenó de sacerdote, pero no dejó de participar en política. Con otros políticos moderados, integró la logia de los novenarios que publicó el periódico El Observador de la Repúbli-ca Mexicana.

Entre 1833 y 1834, se hizo cargo de la dirección de El Indi-cador de la Federación Mexicana. Tras ocurrir el golpe de estado de Santa Anna, salió del país para establecerse en Francia, donde se desempeñó como agregado de la embajada mexicana y luego fue nombrado Ministro Plenipotenciario de México ante la Gran Bretaña. Murió en París en 1850.

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Ensayo filosófico sobre nuestra revolución

constitucional

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El Observador, 3 de marzo de 1830. Obras sueltas, 1837. Versión revisa-

da por José Luis Gómez-Martínez y distribuida con fines educativos en

http://ensayistas.org/antologia/XIXA/mora/.

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Cunctas notiones et urbes, populus aut priores, aut singulis regunt. Delecta ex his, et constituta reipublicae forma, laudari facilius quam evenire.

tácito, Ann., lib. IV.

El arreglo de los poderes públicos y la combinación de éstos en una constitución más o menos detallada ha sido en todos tiem-pos el asunto más importante que ha fatigado el ingenio de los hombres. Hace más de dieciocho siglos que Tácito se ocupaba de esta materia, y ya en su tiempo se sospechaba que la forma más perfecta de gobierno sería aquella que reuniese la unidad, la po-pularidad y la aristocracia; aunque entonces se tenía casi por im-

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posible este feliz resultado. La observación que con paso segu-ro aunque lento todo lo alcanza; la constancia que todo lo vence y el tiempo a quien nadie resiste, hicieron conocer a los hom-bres que esta feliz combinación, lejos de ser una quimera que deba relegarse a los países imaginarios, es una cosa muy posible y realizable, y que aquél famoso político de la antigüedad no se había engañado cuando presumió sería el invento más feliz que hubiese podido producir el ingenio de los hombres.

En efecto, el sistema representativo debido a una serie casi infinita de casualidades imprevistas, apareció ya casi en toda su perfección en las islas británicas a fines del siglo diecisiete, y desde entonces ha desterrado de mucha y aun acaso de la mayor parte del mundo civilizado, las antiguas clasificaciones y formas de gobierno, fundiéndolas todas, por decirlo así, en una tercera, que libre de los inconvenientes a que estaba sujeta cada una de ellas, reunió todas sus ventajas. Cuando estas ideas se hicieron populares en el continente de Europa por la revolución francesa, las voces de aristocracia, democracia y monarquía perdieron toda

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su fuerza; nadie se fatigó en sostenerlas ni atacarlas; los gobier-nos se clasificaron en absolutos y representativos, y sólo se peleó ya por erigir los segundos sobre las ruinas de los primeros. Que el mundo haya adelantado hasta un grado que no parece con-cebible con esta clase de gobiernos, sólo podrá dudarlo quien se halle muy poco versado en la historia de los tiempos que prece-dieron a su establecimiento. Esta es ya una verdad que ha pasado a ser axioma entre los filósofos y políticos, y no entra en nuestro plan el demostrarla. Baste decir que, si las naciones que han pre-tendido adoptar este sistema no han reportado desde luego to-dos los saludables efectos que eran de esperarse, esto no ha de-pendido del sistema mismo, sino de las alteraciones sustanciales que en él se han hecho por el prurito de mejorarlo.

Francia fue la primera que dio este paso indiscreto, y los resultados fueron lo que deberían temerse: el trastorno de todo el orden social y la más furibunda y sanguinaria anarquía. Los desengaños que esto produjo la hicieron retroceder sucesiva y gradualmente hasta fijarse en las verdaderas bases del sistema y

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ahora camina a pasos agigantados, avanzándose rápidamente en la carrera hasta hoy indefinida de la grandeza y prosperidad so-cial. España, que jamás ha hecho otra cosa que imitar en todo a Francia, a pesar de los desengaños que la revolución debía pro-ducir en ella, adoptó todos sus principios antisociales, copian-do casi a la letra la Constitución de la Asamblea Constituyente y empeorándola en todo aquello que las Cortes pusieron de suyo. Sucedió lo que debía suceder y estaba en la naturaleza de las cosas; en las dos distintas épocas que se ha intentado hacer ley fundamental este código imperfectísimo, la anarquía más des-enfrenada ha hostigado de tal manera a los pueblos, que se han arrojado como por un impulso maquinal en los brazos del más absoluto despotismo.

Por desgracia de las antiguas colonias de América, su re-volución de Independencia coincidió con el reinado de la Cons-titución en la metrópoli y, como era consiguiente, imitaron los errores de sus padres por más que detestasen su dominio. Diez años han pasado en las que menos y veinte en las que más, que

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se hallan en revolución constitucional todas las nuevas Repúbli-cas de América. Ninguna ha podido establecer un gobierno só-lido; hacen hoy una Constitución para que muera mañana y sea reemplazada por otra tercera, y ésta desaparece como un fantas-ma que apenas se ha dejado ver; se han reconocido y ensayado todas las combinaciones conocidas de los poderes públicos; se han imaginado y procurado realizar muchas nuevas, exóticas y extravagantes; todas han dado el mismo resultado, despotismo y anarquía. ¿En qué pues consiste esto? ¿Y cuál es el origen de la inestabilidad e insubsistencia de los gobiernos creados y sis-temas recientemente establecidos en las nuevas repúblicas? La respuesta es demasiado fácil: en que no han adoptado del siste-ma representativo otra cosa que sus formas y su aparato exterior; en que han pretendido combinar y unir estrechamente las leyes y hábitos despóticos y mezquinos del viejo absolutismo con los principios de un sistema que todo debe ser libertad y franque-za; en una palabra, consiste en que abandonando los principios acreditados por la razón y la experiencia, han querido ser inven-

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tores, amalgamar cosas que dicen entre sí una mutua oposición y son por su naturaleza discordantes.

No es de nuestro propósito el tejer la historia de los des-aciertos en que han incurrido los pueblos de la lengua castella-na que han pretendido constituirse republicanamente en Amé-rica; nuestras reflexiones serán contraídas a México, de cuya re-volución constitucional tenemos algún conocimiento, por haber tenido en ella una parte muy activa y haber estado en muchos de sus secretos. En honor de la verdad, es preciso confesar que México ha marchado con más regularidad y constancia en la ca-rrera constitucional que una vez emprendió; y desde luego ha tenido la imponderable ventaja de que jamás se ha pensado se-riamente en un cambio de sistema de gobierno. Decimos seria-mente, para no excluir algunos proyectos de patriotas exaltados, bisoños y poco reflexivos, que con el mayor candor se persua-den ser esto cosa muy fácil y aun lo anuncian por escrito; pero el proyecto es tan irrealizable que no merece la pena de ocuparnos. México, pues, que ha contado con la estabilidad de sus institu-

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ciones, ha adoptado muy pocos principios del sistema represen-tativo y aun en ellos no ha sido siempre constante.

Los autores políticos de más crédito y las instituciones pú-blicas de los pueblos regidos por el sistema representativo, abra-zan bajo este nombre la limitación del poder público y su dis-tribución en los tres principales ramos, las elecciones periódicas y populares, la libertad de opiniones, la de la imprenta y la de la industria, la inviolabilidad de las propiedades, el derecho de acordar las contribuciones por los representantes de la Nación y la responsabilidad de los funcionarios públicos. Ahora bien, ¿se podrá asegurar que en nuestra República se han adoptado estos principios y garantizado su efectivo cumplimiento por leyes que estén en consonancia con ellos? ¿O serán acaso entre nosotros sólo nombres vanos destituidos de sentido con que se ha pre-tendido alucinar al público? En lo general no podemos dejar de reconocer que así ha sido y pasamos a demostrarlo.

Desde luego se advierte entre nuestros conciudadanos un error bien común e igualmente perjudicial sobre la naturaleza y

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extensión de la soberanía. La idea que hasta aquí se ha tenido del poder supremo, es la del absolutismo, es decir el derecho de ha-cer todo lo que se quisiere; y nosotros, al variar de gobierno y ha-cernos independientes, no hemos hecho otra cosa que trasladar este poder formidable de uno a muchos, o lo que es lo mismo, del rey a los Congresos. Desde el año de 1823 se está ejerciendo este despotismo, así en el Gobierno general como en el de los Estados con el nombre de facultades extraordinarias, de un modo más o menos duro, según el carácter de las revoluciones que se han su-cedido y el temple de los que las regenteaban. A pesar de haberse reprobado repetidas veces en el Congreso general constituyente el artículo que la comisión proponía para que se pudiese por fa-cultad del Congreso el concederlas extraordinarias al Gobierno, a pesar de haberse tenido presente para desecharlo que esto sería entronizar el absolutismo y destruir con una mano la Constitu-ción que con la otra se edificaba, este mismo Congreso al cerrar sus sesiones invistió al Gobierno de aquellas mismas facultades ex-traordinarias bajo cuyo yugo había estado la Nación por dos años

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y apenas habían cesado por la reciente publicación de la ley fun-damental. Desde entonces el Gobierno las ha reclamado constan-temente como una prenda de seguridad, y aunque se ha logrado arrancarlas algunas veces de sus manos, ha sido para volver a ellas dentro de muy poco tiempo.

En las más de las Constituciones de los Estados se ha pues-to por facultad de los Congresos el concederlas extraordinarias al Gobierno, y a ejemplo de los poderes supremos se han conce-dido de facto con muchísima frecuencia. Lo que ha resultado de esto bien claro y patente ha sido a la Nación toda; basta volver los ojos a los últimos meses que precedieron al pronunciamiento del Ejército de Reserva, para convencerse de los inmensos desór-denes que se cometieron por el Gobierno general y los de los Es-tados; se puede asegurar que no hubo propiedad ni persona se-gura y que los derechos más sagrados sufrieron frecuentemente los golpes más terribles de este absolutismo espantoso.

Que en todo nuestro período constitucional no haya exis-tido entre nosotros la división de poderes es igualmente una

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verdad demostrada. Si en las Constituciones se halla escrita, los Congresos se creen con facultades superiores a las propias Constituciones; unas veces dictan leyes de proscripción, e im-ponen penas muy graves por sí y ante sí, en usurpación de las funciones judiciales; y otras por decretos contrarios al tenor y le-tra de la misma Constitución, autorizan las comisiones milita-res. De lo primero son ejemplo los decretos de extrañamiento y proscripción de los generales Iturbide, Bravo y Santa Ana, y los de extrañamiento de españoles; por ellos se han impuesto y lle-vado a efecto penas durísimas sin forma ni aparato de proceso y sin audiencia de los interesados en contravención de la ley fun-damental, y avocándose el Cuerpo Legislativo las funciones ju-diciales; lo segundo está acreditado por ese bárbaro decreto de 27 de septiembre de 1823 contra ladrones y conspiradores, que para eterna ignominia de la República existe aún entre nosotros. Ésta fue la poderosa arma que creada por un partido se convirtió contra él mismo, cuando se apoderó de ella su enemigo; de ella se valió el ministerio Pedraza para proscribir en el año de 1827 a

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una multitud de inocentes, envolviéndolos en la causa seguida a los revolucionarios; y ella finalmente amenaza todavía a las li-bertades públicas mientras no quede derogada.

Si del absolutismo, que como hemos probado no ha podi-do salir todavía de nuestros hábitos e ideas, ni mucho menos del Gobierno, pasamos a las elecciones populares, ramo tan impor-tante en el sistema representativo, hallaremos que, en lo gene-ral, ni éstas han sido conformes a las leyes que las sisteman, ni las leyes de la materia son las que convienen a la libertad públi-ca. Nuestras elecciones desde sus primeros pasos han estado vi-ciadas con notorias nulidades que han ido en progreso hasta ha-cerse muy notables, y llamar la atención del público de un modo que ya ha sido necesario reclamarlas. Por sentado que jamás se ha verificado en ellas el número de los votos ni el nombre y cir-cunstancias de las personas que los emitían, y de aquí ha resul-tado que votasen muchos excluidos por la ley y que lo hiciesen no una sino muchas veces; así han aparecido mayorías que en la realidad no existían y han entrado a funcionar a virtud de es-

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tas maniobras muchos que con nada menos contaban que con la voluntad de los pueblos. Al principio se hacían estas cosas con algún disimulo; más poco a poco se fue perdiendo el respeto al público y a las leyes, hasta venir a parar en fraudes no disimula-dos y manifiestas usurpaciones.

Que estos excesos hayan dependido de las leyes mismas, es una cosa muy clara; ellas han prodigado el derecho de ciu-dadanía con una profusión escandalosa, haciéndolo descender contra lo que han enseñado la razón y la experiencia, hasta las clases más ínfimas de la sociedad; así a fuerza de consultar a lo que se llama libertad, se ha venido a colocar el derecho más pre-cioso y delicado en personas que por su pobreza, ignorancia y falta de independencia, ni conocen ni saben apreciar su impor-tancia, convirtiéndose con suma facilidad en instrumentos cie-gos de los que pretenden seducirlos y tienen intereses en abusar de su candor.

Además, no se ha tomado precaución alguna para que los colegios electorales no se sobrepongan a las leyes, ni sigan ejer-

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ciendo la autoridad omnipotente de que se han apoderado; le-jos de eso se han sancionado todos sus procedimientos y éste ha sido un nuevo motivo para que los continúen. De esta ma-nera las juntas electorales han venido a convertirse en reunio-nes de facciosos, que han dado por el pie al sistema represen-tativo, llevando violentamente al santuario de las leyes hombres sin misión, y cuyo menor defecto era el ser verdaderamente in-trusos. Así ha pasado entre nosotros, desde el año de 1826, espe-cialmente en casi todas las elecciones de ayuntamiento, Cuerpos Legislativos de los Estados, Gobernadores de éstos, Cámaras de la Unión, Juntas Preparatorias, y hasta en la última elección de Presidente, se han violado, se han hollado y despreciado todas las leyes. Cada autoridad cuando le ha tocado obrar lo ha hecho sin sujeción a regla alguna y aun contraviniendo a las que limita-ban su acción; en una palabra, ha sido despótica en su esfera.

Otro principio capital del sistema representativo es la liber-tad absoluta de pensar y escribir. ¿Se puede asegurar que esta libertad bien garantizada basta por sí misma para hacer libre el

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sistema más despótico, y que sin ella todas las demás son y serán siempre ilusorias? Y entre nosotros, ¿han tenido alguna garantía el pensamiento y la imprenta que es un modo de manifestarlo? Nada menos; siempre se han hallado oprimidos por las leyes, las preocupaciones y los partidos: no queremos ya hablar de la in-tolerancia religiosa que se ha procurado asegurar por las precau-ciones más calculadas y nos fijaremos por ahora en la política.

Entre nosotros han habido doctrinas a las cuales no ha sido lícito tocar; por mucho tiempo se ha repetido y aun se ha es-tado en el concepto de que era un crimen atacar lo que se lla-man bases del sistema, manifestando los convenientes verdade-ros o supuestos a que están sujetas; es verdad que jamás ha sido esto terminantemente prohibido por ley alguna, pero se ha he-cho un delito de los ataques indirectos, y bajo este nombre han sido comprendidas las simples e inocentes impugnaciones; dí-ganlo si no esos fallos del jurado que tantas veces han declarado subversivo y sedicioso un escrito, sólo porque no era conforme a las ideas de los que eran llamados a fallar.

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Las facciones y partidos han atacado también diversas ve-ces y con el mayor furor la libertad del pensamiento; ellos han formado su símbolo político y han trazado un círculo alrededor de sus artículos, declarando guerra a muerte al que ha tenido la osadía de traspasarlo. Como entre nosotros han alternado los triunfos de los partidos sucediéndose sin intermisión, el vence-dor ha impuesto casi siempre al vencido la obligación de respe-tar sus principios; muchas veces se ha hallado medio de hacer ilusorios estos preceptos, pero siempre se han corrido grandes riesgos y esto, si no ha destruido del todo la libertad del pensa-miento, ha entorpecido su marcha.

Los resultados de semejantes violencias han sido los más funestos: jamás se ha podido formar la opinión pública, ni las le-yes han sido efecto de esta opinión. Cuando la discusión no es enteramente libre, nadie se interesa en ella, ni existe un espíri-tu público verdadero; la propensión de presentar un proyecto útil se apaga del todo cuando se teme fundadamente que se coloque en el número de los crímenes una proposición inocente y tal vez

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verdaderamente laudable, y ¿qué opinión puede ser aquella que se pretende formar sin tener a la vista el pro y contra de la mate-ria que se discute? Pero nuestros partidos lo que han intentado siempre es sacar como por sorpresa las leyes que les acomoda, sin cuidarse para nada de la opinión del público, y llamar después sedicioso a cualquiera que se atreve a hacer reparos sobre ellas.

En todas las naciones en que es conocido el sistema repre-sentativo, el Cuerpo Legislativo y el Gobierno siguen muy de le-jos a la opinión; es decir, no sancionan sino lo que se ha discuti-do primero por la imprenta y de palabra, y adoptan la medida o el concepto que se ha fijado en el público; de aquí proviene que sus leyes sean entendidas por todos y tengan una base solidísi-ma, pues cuentan tantos apoyos cuantos son los que se hallan convencidos de la necesidad de dictarlas. Si un proyecto es des-echado en un año, se repite en el siguiente, y si es de una utili-dad real, va continuamente ganando votos hasta llegar a ser ley.

La libertad de los negros, la emancipación de los católicos y la destrucción del sistema prohibitivo en Inglaterra han sido

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todos triunfos de la opinión en este siglo y desechados no una sino muchas veces cuando estaban en clase de proyectos. Pero nosotros, que tenemos tino para errarlo todo, hemos procedi-do constantemente de un modo inverso; si se desecha por pri-mera vez un proyecto en las Cámaras, todos los dan por perdi-do para siempre y nadie vuelve a acordarse de él; lejos de pre-sentarlo al público para que se discuta libremente, lo esconde-mos de sus miradas, no se procura convencer de su oportunidad, conveniencia o justicia sino a los que han de votarlo, y si esto no se consigue, se procura intimidarlos o comprometerlos para que lo hagan. De esta manera aunque las leyes sean justas, cosa que no siempre sucede, jamás son efecto de la opinión; los legisla-dores nunca la conocen y están siempre llenos de temores para adoptar ciertas medidas por el riesgo de contrariarla. Trátense las materias con la debida libertad y anticipación en los escritos y discusiones públicas, y entonces ni se perpetuarán los errores a pretexto de que se les teme ni se harán leyes inoportunas y que choquen peligrosamente con las preocupaciones populares.

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No nos han perjudicado menos ni son menos contrarias a los principios de una constitución verdaderamente libre, las ideas mezquinas que hemos recibido de nuestros padres sobre economía pública; hablamos del sistema prohibitivo, o lo que es lo mismo, de las trabas puestas a la industria de los particulares, bajo el pretexto de fomentar la prosperidad nacional. Sin la li-bertad de la industria, la creación de capitales es muy lenta y tar-día, las facultades activas del hombre carecen de estímulo, y esto lejos de fomentar atrasa considerablemente a una Nación. Ade-más, toda prohibición de comprar, vender o producir es un ata-que formal al derecho de propiedad, es un privilegio exclusivo a favor de los productores, que siempre son los menos, y contra los consumidores, que son los más. Estos ataques no son menos in-justos y destructores por ser más paliados, ni Nación alguna ha progresado sino a proporción que se han disminuido las trabas que encadenaban la producción en sus tres ramos de agricultu-ra, manufacturas y comercio. Nosotros, sin embargo, nos hemos empeñado en que hemos de adelantar a fuerza de prohibiciones,

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y en este punto hemos retrogradado muchísimo; no hay año en que no se promueva sobre las ya existentes una nueva prohibi-ción, y de esta manera, sin conseguir llevarla a efecto, porque la razón y la experiencia han acreditado ser imposible, se destru-yen algunos medios de subsistir, se desmoraliza la Nación por el tráfico fraudulento y clandestino, y se aumentan las bancarrotas de los ciudadanos honrados, que por haber satisfecho fielmen-te derechos subidísimos, los artículos de su comercio no se ha-llan en estado de competir con los de su misma clase introduci-dos por alto.

Si de los ataques indirectos a la propiedad pasamos a los directos, no podremos menos de asombrarnos al ver que en la última mitad del año próximamente anterior, después de un pe-ríodo tan dilatado de Constitución, se volviese a los préstamos forzosos, se amenazase con penas muy graves a los ciudadanos que se negaban a franquear las cantidades pedidas y se proce-diese como en tiempo de los últimos virreyes. México y la Re-pública entera han visto los inmensos atentados que sobre este

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punto ha habido, cometidos impunemente por el Ministerio, y más que todo por los gobernadores de los Estados investidos de facultades extraordinarias: las personas en éstos han sido atrope-lladas de mil maneras, sus bienes secuestrados y hasta los aperos de labranza han sido ocupados y vendidos en subasta pública, sin respetar las autoridades constitucionales lo que siempre fue respetado por el gobierno absoluto de los virreyes.

Pero el origen más fecundo de nuestros males en todo el pe-ríodo que ha transcurrido de la Independencia acá, ha consistido en la administración de la hacienda pública, especialmente en el Gobierno general. Este punto importantísimo merece ocuparnos más detenidamente y por ahora sólo haremos mérito de algunos vicios muy notables que sobre esto advertimos. El primero y prin-cipal objeto de sistema representativo es acordar las contribucio-nes por medio de los representantes de la Nación, y tomar cuenta de la inversión de los caudales públicos. “Todo pueblo conserva-rá su libertad mientras tenga en su poder los cordones de su bol-sa”. Esta expresión del célebre autor de las Cartas de un Colono de

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Pensilvania, se ha hecho un axioma de legislación constitucional en todos los pueblos libres. Nosotros, sin embargo, hemos visto este punto cardinal con el mayor abandono. Por las leyes vigentes y por la naturaleza misma del sistema se debe presentar el pre-supuesto anual que abrace todos los gastos nacionales y rendir la cuenta de inversión de caudales públicos en el año anterior. ¿Y se ha practicado así? Nada menos, ni era posible que se hiciese en el desorden sumo en que han estado las cosas; un solo año que fue el de 1827, se acordó el presupuesto y se presentó un fárrago que se llamaba cuenta, contrario a lo establecido por las leyes en la sustancia y en el modo. Ni cómo se ha de presentar una cuen-ta, cuando no existe tesorería general sino en el nombre, pues la que se llama tal, ni se carga ni se data todos los productos de las rentas públicas.

De esto ha resultado que ni las Cámaras ni el público han podido jamás enterarse del estado de la hacienda, que ésta se ha vuelto presa del que de ella ha querido apoderarse, que jamás se ha podido saber a punto fijo los medios de cubrir los empe-

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ños pecuniarios y que el agiotaje haya hecho tantos progresos en perjuicio de los intereses del erario.

Por otra parte, las Cámaras están acordando gastos todo el año, sin tomar una vez y en grande, en consideración el nego-ciado de hacienda, y caminando siempre a ciegas en unas cosas, que siendo ya por sí mismas muy difíciles, se hacen más en un estado de desorden y confusión de muchos años atrás. De se-mejante estado se aprovechan, y con mucha ventaja, todos los que especulan sobre las rentas públicas; los que se malversan en ellas para efectuar y ocultar sus dilapidaciones y fraudes, condu-ciendo al erario más rico a la más grande miseria, desacreditan-do en sumo grado y reduciendo al estado más abatido la reputa-ción de una República tan bien sentada hace tres anos.

Uno de los pocos y eficaces medios que podrían haber evi-tado este desorden, es la responsabilidad llevada a debido efec-to. ¿Mas ha existido entre nosotros aquella tenacidad y valentía tan necesaria en el caso? ¿Se ha procedido en este punto con la imparcialidad que es debida para no hacer sospechosa la acusa-

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ción? Es necesario confesar que ha sido todo lo contrario; que la responsabilidad ha sido entre nosotros las más veces negocio de partido y de consiguiente ineficaz. El común de los hombres procura evitar el convertirse en instrumento de facciones, y así es que están prevenidos contra todo lo que aparece marcado con el sello odioso de la parcialidad. Aunque los Ministros hayan sido las más veces muy culpables, como no se les ha acusado porque lo son, sino por las ofensas hechas a la facción o al partido, la responsabilidad se ha hecho ilusoria y ha continuado la impuni-dad. Mas cualquiera que hay sido el motivo, es cierto que no la ha habido entre nosotros, y que el general Pedraza ha infringido impunemente las leyes protectoras de la seguridad individual, y don José Ignacio Esteva y don Lorenzo Zavala han abusado de los caudales públicos convirtiéndolos en provecho propio.

Éstas son, a nuestro juicio, las principales causas de los males de la República, enteramente extrañas al sistema federa-tivo. Hemos procurado fijarlas con la mayor precisión y exacti-tud, para que acertando con el origen del mal, no se aplique por

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remedio lo que tal vez podrá agravarlo. Tener el aparato y formas exteriores de un Gobierno libre y constitucional sin la realidad de sus principios y garantías, es lo que nos ha perdido. Todavía no hemos hecho ensayo ninguno, ni de la federación, ni del sis-tema representativo, porque no hemos tenido lo uno ni lo otro; ¿cómo pues podremos asegurar que no nos conviene? ¡Mexica-nos! El juicio y la cordura son lo que más importa en momentos de efervescencia; vosotros los habéis mostrado muy grandes en los últimos sucesos; mostradlos igualmente en las reformas sa-ludables que deben preparar en los siglos venideros la felicidad de la Patria.

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Discurso sobre la libertad de pensar, hablar y escribir

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El Observador, 13 de junio de 1827. Obras sueltas, 1837. Versión revisa-

da por José Luis Gómez-Martínez y distribuida con fines educativos en

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Época extraordinariamente feliz en que es lícito pensar como se quiera, y decir lo que se piensa.

tácito, Hist., lib. 1.

Si en los tiempos de Tácito era una felicidad rara la facultad de pensar como se quería y hablar como se pensaba, en los nuestros sería una desgracia suma, y un indicio poco favorable a nuestra Nación e instituciones, si se tratase de poner límites a la libertad de pensar, hablar y escribir. Aquel escritor y sus conciudadanos se hallaban al fin bajo el régimen de un señor, cuando nosotros estamos bajo la dirección de un gobierno, que debe su existen-cia a semejante libertad, que no podrá conservarse sino por ella,

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y cuyas leyes e instituciones la han dado todo el ensanche y lati-tud de que es susceptible, no perdonando medio para garantizar al ciudadano este precioso e inestimable derecho.

Tanto cuanto hemos procurado persuadir antes la impor-tancia y necesidad de la escrupulosa, fiel y puntual observancia de las leyes, nos esforzaremos ahora para zanjar la libertad en-tera y absoluta en las opiniones; así como aquéllas deben cum-plirse hasta sus últimos ápices, éstas deben estar libres de toda censura que preceda o siga a su publicación, pues no se puede exigir con justicia que las leyes sean fielmente observadas si la libertad de manifestar sus inconvenientes no se halla perfecta y totalmente garantizada.

No es posible poner límites a la facultad de pensar; no es asequible, justo ni conveniente impedir se exprese de palabra o por escrito lo que se piensa.

Precisamente porque los actos del entendimiento son ne-cesarios en el orden metafísico, deben ser libres de toda violen-cia y coacción en el orden político. El entendimiento humano es

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una potencia tan necesaria como la vista, no tiene realmente fa-cultad para determinarse por esta o por la otra doctrina, para de-jar de deducir consecuencias legítimas o erradas, ni para adoptar principios ciertos o falsos. Podrá enhorabuena aplicarse a exami-nar los objetos con detención y madurez, o con ligereza y descui-do; a profundizar las cuestiones más o menos, y a considerarlas en todos o solamente bajo alguno de sus aspectos; pero el resul-tado de todos estos preliminares siempre será un acto tan nece-sario como lo es el de ver clara y confusamente, o con más o me-nos perfección, el objeto que tenemos a distancia proporcionada. En efecto, el análisis de la palabra conocer, y el de la idea comple-ja que designa, no puede menos de darnos este resultado.

El conocimiento en el alma es lo que la vista en el cuerpo, y así como cada individuo de la especie humana tiene, según la diversa construcción de sus órganos visuales, un modo necesa-rio de ver las cosas, y lo hace sin elección; de la misma mane-ra, según la diversidad de sus facultades intelectuales lo tiene de conocerlas. Es verdad que ambas potencias son susceptibles de

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perfección y de aumento; es verdad que se pueden corregir o precaver sus extravíos, ensanchar la esfera dentro de que obran y dar más actividad o intención a los actos que les son propios; no es uno, sino muchos e infinitamente variados los medios de con-seguirlo. Uno, muchos o todos se podrán poner en acción, darán a su vez resultados perfectos, medianos y acaso ningunos, pero siempre será cierto que la elección no ha tenido parte alguna en ellos, ni debe contarse en el orden de los medios de obtenerlos.

Los hombres serían muy felices, o a lo menos no tan des-graciados, si los actos de su entendimiento fuesen parte de una elección libre; entonces los recuerdos amargos y dolorosos de lo pasado no vendrían a renovar males que dejaron de existir y no salen de la nada sino para atormentarnos; entonces la previsión de lo futuro no nos anticiparía mil pesares, presentándonos an-tes de tiempo personas, hechos y circunstancias que, o no lle-garán a existir, o si así fuere, dan anticipadamente una exten-sión indefinida a nuestros padecimientos; entonces, finalmente, no pensaríamos ni profundizaríamos por medio de la reflexión

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las causas y circunstancias del mal presente, ni agravaríamos con ella su peso intolerable. No hay ciertamente un solo hombre que no desee alejar de sí todo aquello que pueda causarle disgusto y hacerlo desgraciado; y al mismo tiempo no hay, ha habido ni ha-brá alguno que no haya padecido mucho por semejantes consi-deraciones. ¿Y esto qué prueba? Que no le es posible poner lí-mites a sus pensamientos, que necesaria e irresistiblemente es conducido al conocimiento de los objetos, bien o mal, perfecta o defectuosamente aprendidos; que la elección propia o ajena no tiene parte ninguna en los actos de las facultades mentales, y que de consiguiente el entendimiento no es libre considerado en el orden metafísico.

¿Cómo, pues, imponer preceptos a una facultad que no es susceptible de ellos? ¿Cómo intentar se cause un cambio en lo más independiente del hombre, valiéndose de la violencia y la coacción? ¿Cómo, finalmente, colocar en la clase de los crímenes y asignar penas a un acto que por su esencia es incapaz de bon-dad y de malicia? El hombre podrá no conformar sus acciones y

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discursos con sus opiniones; podrá desmentir sus pensamientos con su conducta o lenguaje, pero le será imposible prescindir ni deshacerse de ellos por la violencia exterior. Este medio es des-proporcionado y al mismo tiempo tiránico e ilegal.

Siempre que se pretenda conseguir un fin, sea de la clase que fuere, la prudencia y la razón natural dictan que los medios de que se hace uso para obtenerlo le sean naturalmente propor-cionados; de lo contrario, se frustrará el designio pudiendo más la naturaleza de las cosas que el capricho del agente. Tal sería la insensatez del que pretendiese atacar las armas de fuego con agua, e impedir el paso de un foso llenándolo de metralla. Cuan-do se trata, pues, de cambiar nuestras ideas y pensamientos, o de inspirarnos otras nuevas, y para esto se hace uso de precep-tos, prohibiciones y penas, el efecto natural es que los que su-fren semejante violencia, se adhieran más tenazmente a su opi-nión y nieguen a su opresor la satisfacción que pudiera caberle en la victoria. La persecución hace tomar un carácter funesto a las opiniones sin conseguir extinguirlas, porque esto no es posi-

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ble. El entendimiento humano es tan noble en sí mismo, como miserable por la facilidad con que es ofuscado por toda clase de pasiones. Los primeros principios innegables para todos son po-cos en número, pero las consecuencias que de ellos se derivan son tan diversas como multiplicadas, porque es infinitamente variado el modo con que se aprenden sus relaciones. Los hábitos y las costumbres que nos ha inspirado la educación, el género de vida que hemos adoptado, los objetos que nos rodean y sobre todo las personas con quienes tratamos contribuyen, sin que ni aun podamos percibirlo, a la formación de nuestros juicios, mo-dificando de mil modos la percepción de los objetos, y haciendo que aparezcan revestidos tal vez de mil formas, menos de la na-tural y genuina. Así vemos que para éste es evidente y sencillo lo que para otro es oscuro y complicado; que no todos los hombres pueden adquirir o dedicarse a la misma clase de conocimientos, ni sobresalir en ellos; que unos son aptos para las ciencias, otros para la erudición, muchos para las humanidades, y algunos para nada; que una misma persona con la edad varía de opinión, has-

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ta tener por absurdo lo que antes reputaba demostrado; y que nadie mientras vive es firme e invariable en sus opiniones, ni en el concepto que ha formado de las cosas. Como la facultad inte-lectual del hombre no tiene una medida precisa y exacta del vi-gor con que desempeña sus operaciones, tampoco la hay de la cantidad de luz que necesita para ejercerlas. Pretender, pues, que los demás se convenzan por el juicio de otro, aun cuando éste sea el de la autoridad, es empeñarse, dice el célebre Spedalieri, en que vean y oigan por ojos y oídos ajenos; es obligarlos a que se dejen llevar a ciegas y sin más razón que la fuerza a que no pueden resistir; es, para decirlo en pocas palabras, secar todas las fuentes de la ilustración pública y destruir anticipada y radical-mente las mejores que pudieran hacerse en lo sucesivo.

En efecto; ¿qué sería de nosotros y de todo el género hu-mano, si se hubieran cumplido los votos de los que han queri-do atar el entendimiento y poner límites a la libertad de pensar? ¿Cuáles habrían sido los adelantos de las artes y las ciencias, las mejoras de los gobiernos, y de la condición de los hombres en

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el estado social? ¿Cuál sería en particular la suerte de nuestra Nación? Merced, no a los esfuerzos de los genios extraordina-rios que en todo tiempo han sabido sacudir las cadenas que se han querido imponer al pensamiento, las sociedades, aunque sin haber llegado al último grado de perfección, han tenido adelan-tos considerables. Los gobiernos, sin exceptuar sino muy pocos entre los que se llaman libres, siempre han estado alerta contra todo lo que es disminuir sus facultades y hacer patentes sus ex-cesos. De aquí es que no pierden medio para encadenar el pen-samiento, erigiendo en crímenes las opiniones que no acomo-dan, y llamando delincuentes a los que las profesan. ¿Mas han tenido derecho para tanto? ¿Han procedido con legalidad cuan-do se han valido de estos medios? O más bien ¿han atropellado los derechos sagrados del hombre arrogándose facultades que nadie les quiso dar ni ellos pudieron recibir? Este es el punto que vamos a examinar.

Los gobiernos han sido establecidos precisamente para conservar el orden público, asegurando a cada uno de los par-

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ticulares el ejercicio de sus derechos y la posesión de sus bienes, en el modo y forma que les ha sido prescrito por las leyes, y no de otra manera. Sus facultades están necesariamente determina-das en los pactos o convenios que llamamos cartas constitucio-nales, y son el resultado de la voluntad nacional. Los que las for-maron y sus comitentes no pudieron consignar en ellas dispo-siciones que por la naturaleza de las cosas estaban fuera de sus poderes, tales como la condenación de un inocente, el erigir en crímenes acciones verdaderamente laudables como el amor pa-ternal, ni mucho menos sujetar a las leyes acciones por su natu-raleza incapaces de moralidad, como la circulación de la sangre, el movimiento de los pulmones, etcétera. De aquí es que para que una providencia legislativa, ejecutiva o judicial sea justa, le-gal y equitativa, no basta que sea dictada por la autoridad com-petente, sino que es también necesario que ella sea posible en sí misma e indispensable para conservar el orden público. Veamos, pues, si son de esta clase las que se han dictado o pretendan dic-tarse contra la libertad del pensamiento.

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Que las opiniones no sean libres y de consiguiente incapa-ces de moralidad, lo hemos demostrado hasta aquí; réstanos sólo hacer ver que jamás pueden trastornar el orden público, y mucho menos en el sistema representativo, En efecto, el orden público se mantiene por la puntual y fiel observancia de las leyes, y ésta es muy compatible con la libertad total y absoluta de las opinio-nes. No hay cosa más frecuente que ver hombres a quienes des-agradan las leyes y cuyas ideas les son contrarias, pero que al mismo tiempo no sólo las observan religiosamente sino que es-tán íntimamente convencidos de la necesidad de hacerlo. Decir “esta ley es mala”, “tiene estos y los otros inconvenientes”, no es decir, “no se obedezca ni se cumpla”; la primera es una opinión, la segunda es una acción; aquélla es independiente de todo po-der humano, ésta debe sujetarse a la autoridad competente. Los hombres tienen derecho para hacer leyes o, lo que es lo mismo, para mandar que se obre de este o del otro modo, pero no para erigir las doctrinas en dogmas ni obligar a los demás a su creen-cia. Este absurdo derecho supondría o la necesidad de un símbo-

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lo o cuerpo de doctrina comprensivo de todas las verdades, o la existencia de una autoridad infalible a cuyas decisiones debería estarse. Nada hay, sin embargo, más ajeno de fundamento que semejantes suposiciones.

Mas ¿cómo podría haberse formado el primero, ni quién sería tan presuntuoso y audaz que se atreviese a arrogarse lo se-gundo? “Un cuerpo de doctrina”, dice el célebre Daunou, “supo-ne que el entendimiento humano ha hecho todos los progresos posibles, le prohíbe todos los que le restan, traza un círculo alre-dedor de todos los conocimientos adquiridos, encierra inevita-blemente muchos errores, se opone al desarrollo de las ciencias, de las artes y de todo género de industria”. Ni ¿quién sería ca-paz de haberlo formado? Aun cuando para tan inasequible pro-yecto se hubiesen reunido los hombres más célebres del univer-so, nada se habría conseguido; regístrense si no sus escritos, y se hallarán llenos de errores a vuelta de algunas verdades con que han contribuido a la ilustración pública. La mejora diaria y progresiva que se advierte en todas las obras humanas es una

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prueba demostrativa de que la perfectibilidad de sus potencias no tiene término, y de lo mucho que se habría perdido en dete-ner su marcha, si esto hubiera sido posible.

Estamos persuadidos que ninguno de los gobiernos actua-les hará alarde de su incapacidad de errar. Ellos y los pueblos confiados a su dirección están demasiado ilustrados para que puedan pretenderse y acordarse semejantes prerrogativas. Mas si los gobiernos están compuestos de hombres tan falibles como los otros, ¿por qué principio de justicia, o con qué título legal se adelantan a prescribir o prohibir doctrinas? ¿Cómo se atreven a señalarnos las opiniones que debemos seguir, y las que no nos es permitido profesar? ¿No es este un acto de agresión de efecto inasequible y que nada puede justificarlo? Sin duda. Él, sin em-bargo, es común, y así siempre sirve de pretexto para clasificar los ciudadanos y perseguirlos en seguida. Se les hace cargo de las opiniones que tienen o se les suponen; y éstas se convierten en un motivo de odio y detestación. De este modo se perpetúan las facciones, puesto que el dogma triunfante algún día llega a

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ser derrocado y entonces pasa a ser crimen el profesarlo. Así es como se desmoralizan las naciones y se establece un comercio forzado de mentiras que obliga a los débiles a disimular su con-ceptos, y a los que tienen alma fuerte los hace el blanco de los ti-ros de la persecución.

Pues qué, ¿será lícito manifestar todas las opiniones? ¿No tiene la autoridad derecho para prohibir la enunciación de algu-nas? ¿Muchas de ellas que necesariamente deben ser erradas no serán perjudiciales? Sí, lo decimos resueltamente, las opiniones sobre doctrinas deben ser del todo libres. Nadie duda que el me-dio más seguro, o por mejor decir el único, para llegar al conoci-miento de la verdad, es el examen que produce una discusión li-bre; entonces se tienen presentes no sólo las propias reflexiones sino también las ajenas, y mil veces ha sucedido que del reparo y tal vez del error u observación impertinente de alguno, ha pen-dido la suerte de una Nación. No hay entendimiento por vasto y universal que se suponga, que pueda abrazarlo todo ni agotar materia alguna; de aquí es que todos y en todas materias, espe-

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cialmente las que versan sobre gobierno, necesitan del auxilio de los demás, que no obtendrán ciertamente, si no se asegura la libertad de hablar y escribir, poniendo las opiniones y sus auto-res a cubierto de toda agresión que pueda intentarse contra ellos por los que no las profesan. El gobierno, pues, no debe proscribir ni dispensar protección a ninguna doctrina; esto es ajeno de su instituto, él solamente está puesto para observar y hacer que sus súbditos observen las leyes.

Es verdad que entre las opiniones hay y debe haber mu-chas erróneas, lo es igualmente que todo error en cualquiera lí-nea y bajo cualquier aspecto que se le considere es perniciosísi-mo; pero no lo es menos que las prohibiciones no son medios de remediarlo; la libre circulación de ideas y el contraste que resulta de la oposición, es lo único que puede rectificar las opiniones. Si a alguna autoridad se concediese la facultad de reglamentarlas, ésta abusaría bien pronto de semejante poder; ¿Y a quién se en-cargaría el prohibirnos el error? ¿Al que está exento de él? Mas los gobiernos no se hallan en esta categoría. Muy al contrario,

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cuando se buscan las causas que más lo han propagado y contri-buido a perpetuarlo, se encuentran siempre en las instituciones prohibitivas. Por otra parte, si los gobiernos estuviesen autoriza-dos para prohibir todos los errores y castigar a los necios, bien pronto faltaría del mundo una gran parte de los hombres, que-dando reducidos los demás a eterno silencio. Se nos dirá que no todas las opiniones deben estar bajo la inspección de la autori-dad; pero si una se sujeta, las demás no están seguras; las leyes no pueden hacer clasificación precisa ni enumeración exacta de todas ellas. Así es que semejante poder es necesariamente arbi-trario y se convertirá las más veces en un motivo de persecución. Estas no son sospechas infundadas; vuélvanse los ojos a los si-glos bárbaros y se verá a las universidades, a los parlamentos, a las cancillerías y a los reyes empeñados en proscribir a los sa-bios que hacían algunos descubrimientos físicos, y atacaban las doctrinas de Aristóteles. Pedro Ramos Tritemío, Galilei y otros infinitos padecieron lo que no sería creíble a no constarnos de un modo indudable. ¿Y cuál fue el fruto de semejantes procedi-

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mientos? ¿Consiguieron los gobiernos lo que intentaban? Nada menos. Los prosélitos se aumentaban de día en día, acaso por la misma persecución.

En efecto, si se quiere dar crédito a una doctrina, no se ne-cesita otra cosa que proscribirla. Los hombres desde luego supo-nen, y en esto no se engañan, que no se puede combatirla por el raciocinio, cuando es atacada por la fuerza. Como el espíritu de novedad, y el hacerse objeto de la expectación pública, llamando la atención de todos, es una pasión tan viva, los genios fuertes y las almas de buen temple se adhieren a las doctrinas proscritas más por vanidad que por convicción, y en último resultado un despropósito, que tal vez habría quedado sumido en el rincón de una casa, por la importancia que le da la persecución, declina en secta que hace tal vez vacilar las columnas del edificio social.

¿Pero el descrédito de las leyes no las hace despreciables, y anima a los hombres a infringirlas, privándolas de su prestigio? ¿Y no es éste el resultado de la crítica libre que se hace de ellas? Cuando las leyes se han dictado con calma y detención, cuando

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son el efecto de una discusión libre y cuando el espíritu de parti-do y los temores que él infunde en los legisladores no han con-tribuido a su confección, haciendo se pospongan los intereses generales a los privados por motivos que les son extrínsecos, es muy remoto el temor de semejantes resultados; mas para preca-verlo los gobiernos deben estar muy alerta y no perder de vista la opinión pública, secundándola en todo. Ésta no se forma sino por una discusión libre, que no puede sostenerse cuando el go-bierno o alguna facción se apoderan de la imprenta y condenan sin ningún género de pudor a todos los que impugnan los dog-mas de la secta, o ponen en claro sus excesos y atentados. Por el contrario, cuando se procede sin prevención y de buena fe, cuando se escucha con atención e imparcialidad, todo lo que se dice o escribe a favor o en contra de las leyes, se está ciertamen-te en el camino de acertar. Jamás nos cansaremos de repetirlo: la libertad de opiniones sobre la doctrina nunca ha sido funesta a ningún pueblo; pero todos los sucesos de la historia moderna acreditan hasta la última evidencia los peligros y riesgos que han

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corrido las naciones, cuando alguna facción ha llegado a apode-rarse de la imprenta, ha dominado el gobierno y, valiéndose de él, ha hecho callar por el terror a los que podían ilustrarlo.

Pero los gobiernos no escarmientan a pesar de tan repe-tidos ejemplos. Siempre fijos en el momento presente descui-dan del porvenir. Su principal error consiste en creer que todo lo pueden, y que basta insinuar su voluntad para que sea pronta y fielmente obedecida. Tal vez vuelvan sobre sí cuando no hay re-medio, cuando se han desconceptuado y precipitado a la Nación en un abismo de males.

Concluimos pues nuestras reflexiones recomendando a los depositarios del poder se persuadan que cuando erigen las opi-niones en crímenes, se exponen a castigar los talentos y virtudes, a perder el concepto y a hacer ilustre la memoria de sus víctimas.

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Discurso sobre los perniciosos efectos

de la empleomanía

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El Observador, México, 21 de septiembre de 1827. Obras sueltas. París, 1837.

Versión revisada por José Luis Gómez-Martínez y distribuida con fines

educativos en http://ensayistas.org/antologia/XIXA/mora/mora2.htm/.

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Administradores, hacendados, políticos, togados, cortesanos, militares, todos pretenden satisfacer el lujo por empleos lucrativos. Todos quieren dominar y servir al público, según dicen, y nadie quiere ser de este público. Los abusos crecen y todo se empeora.

D’Argenson, Mem.

La mala inteligencia que se ha dado al principio de la igualdad legal ha sido casi siempre el origen de innumerables disgustos y de pésimos resultados en los pueblos que han adoptado el sis-tema representativo. El título de hombre se ha querido que sea suficiente para ocupar todos los puestos públicos; se ha preten-

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dido pasar el nivel por todos los individuos de la especie huma-na, y a la igualdad de derechos se ha sustituido la de condicio-nes, sosteniendo que la virtud debe descender al nivel del vicio, la ignorancia ocupar lugar al lado de la ciencia, y la miseria te-ner el mismo ascendiente que la riqueza. Partiendo de tan erra-do y perjudicial principio, se ha creído debían multiplicarse to-dos los empleos hasta el grado que fuera posible, para contentar la ambición de todos los que quisieron pretenderlos, y satisfacer con su posesión el derecho quimérico de la igualdad absoluta. La propensión insaciable del hombre a mandarlo todo y a vivir a costa ajena con el menor trabajo posible, auxiliada de estas ab-surdas y antisociales doctrinas, lejos de disminuirse con el au-mento progresivo de los puestos públicos y la creación de nue-vos empleos a que aspirar, ha adquirido nuevas fuerzas, y ha he-cho de la administración un campo abierto al favor, a las intrigas y a los más viles manejos, introduciendo un tráfico escandaloso e inmoral entre los dispensadores de las gracias y los más viles cortesanos.

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Una Nación que ha llegado a este grado de corrupción, no sólo está muy próxima a ser el teatro de las más grandes malda-des, sino que compromete también las libertades públicas, que no pueden sostenerse sino por las ideas de independencia per-sonal y libertad del ciudadano, por el amor al trabajo personal y al lucro que proporciona la industria, y por las virtudes que pro-duce el desprendimiento de los focos de la intriga y la amorti-guación de las propensiones ambiciosas.

La verdadera libertad no consiste en mandarlo todo y vivir a expensas del tesoro público, sino en estar remoto de la acción del poder y lo menos sometido que sea posible a la autoridad. El hombre ensancha su libertad, no cuando domina más, sino cuando es menos dominado, cuando sus facultades tienen me-nos trabas y cuando ha logrado remover un número mayor de los obstáculos que se oponían al goce y la posesión del fruto de su trabajo y de su industria. Hacer consistir la libertad en el ejer-cicio del poder y en la participación de la autoridad es una cosa tan perniciosa como impracticable; cada uno en esta suposición

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obraría sobre los demás en razón de su actividad, es decir, muy poco, y a su vez tendría que sufrir la acción de todos los otros: así es que no pudiendo ser el hombre sino una fracción pequeñísi-ma de la sociedad, obraría poco y padecería mucho, o por mejor decir, sus goces no tendrían comparación con sus sufrimientos.

Un gobierno es tanto más liberal cuanto menos influye en la persona del ciudadano, y ésta es tanto más libre, cuanta me-nos relación tiene con los agentes del poder. Hacer pues a los ciudadanos dependientes del gobierno más de lo que debe ser y aumentar considerablemente el influjo ministerial es socavar las bases del sistema, y éste es el resultado necesario de esa tenden-cia a vivir de empleos cuando se hace general en una Nación. La empleomanía, por la creación de los empleos, pone a disposi-ción del poder, siempre enemigo de la libertad, una gran masa de fuerza con que oprimirla, y al mismo tiempo degrada a los ciudadanos, los envilece y desmoraliza. Así es cómo el vigor de la autoridad por una parte y la debilidad del súbdito por otra, ha-cen venir a tierra los sistemas de gobierno más bien calculados y

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que a primera vista parecían sólidamente construidos sobre ba-ses incontrastables.

Que todo gobierno, cualquiera que sea su clase, por su esencia y naturaleza tienda a la destrucción de la libertad de los pueblos, es una verdad tan patente que nadie pone en duda; el amor del poder y el deseo de su acrecentamiento no pueden ser estacionarios, obtenido un grado de fuerza y autoridad se pien-sa en adquirir otro nuevo; así pues si no se encuentra una tenaz y positiva resistencia que oponga un dique a la acción siempre progresiva del poder, los ciudadanos quedarán en todo depen-dientes de él y sujetos a la voluntad de sus depositarios. Todo lo que sea aumentar la influencia del que manda, más allá de lo que exige el orden y la tranquilidad para el sostén de la socie-dad, es poner en gravísimo peligro los intereses y derechos de los pueblos.

¿Y quién puede dudar que la propensión de los ciudada-nos a ocupar los puestos públicos y multiplicarlos sin término haya de dar necesariamente ese resultado? Lo que la masa de

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una Nación quiere, bueno o malo, útil o perjudicial, es necesario que sea. Podrá enhorabuena la voluntad pública no ser confor-me con las reglas del orden, de la justicia y de la prosperidad pú-blica, y esto es lo que sucede cuando la perversidad ha logrado extraviarla; pero no por esto es menos cierta y segura su efica-cia. Así pues, si el espíritu y las ideas populares que dominan en una Nación son las de vivir y buscar la subsistencia y considera-ción en los empleos, éstos se multiplicarán de un modo prodi-gioso sin arbitrio ninguno para evitarlo. Los cuerpos legislativos decretarán su creación, los ciudadanos influirán a todas horas y por todos los medios imaginables en los representantes para conseguirlo, y los agentes del gobierno aplaudirán una conducta que les proporciona ascensos y colocaciones. Cada uno verá en la creación de un nuevo puesto ensanchada la esfera de su espe-ranza y no omitirá diligencia para darle más amplitud. De este modo al mismo tiempo que se excita la ambición, se procurarán los medios de satisfacerla, y éstos pondrán en manos del poder una gran masa de fuerza con que oprimir las libertades públicas.

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En efecto, de los medios de influjo que se conocen entre los hombres, los más poderosos son los de la gratitud y obligaciones que producen las gracias, favores y beneficios. El que puede dar mucho está seguro de mandar, pues sus criaturas y dependien-tes que le son naturalmente adictos, por el orden natural de las cosas y por los principios de acción que todos conocen en el co-razón humano, jamás podrán separarse de su voluntad. Ella será la regla y norma que tendrá siempre a la vista para obrar. La es-peranza de obtener nuevos adelantos en su fortuna o de mante-nerse en el puesto y el temor de ser separado de él o castigado de otra manera por su señor, serán otros tantos motivos que uni-dos a los de gratitud estrecharán de un modo indisoluble a és-tos con aquél, identificando absolutamente sus opiniones e in-tereses.

Este mal que en los particulares de grande fortuna se halla neutralizado por la acción de la autoridad pública, no puede te-ner en ésta correctivo cuando el coloso de la administración ha sentado el pie en todos los puntos del territorio, y se halla con-

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solidado y robustecido con una serie de dependientes, ligados todos entre sí por ideas comunes e intereses recíprocos y estre-chamente adheridos al poder que reconocen por centro y único exclusivo.

Desde que el gobierno puede extender su influencia a las elecciones populares y hacer que obtengan en ellas sus adictos y partidarios, las libertades públicas perecieron o están en ries-go muy próximo a terminar. Si los jueces natos de la autoridad, si los que han de castigar sus excesos y enfrenar sus arbitrarie-dades se eligen y escogen entre sus amigos, es tan claro como la luz del mediodía que, sea cual fuere la forma de gobierno, el despotismo quedará entronizado y la libertad destruida. Ahora bien, este mal es infinitamente temible con la multiplicidad de empleos repartidos por todas partes y con el aspirantismo cuan-do éste ha penetrado en la masa de la Nación; los primeros con halagos o amenazas, y tal vez con abiertas y positivas violencias, obligan a un pueblo tímido e incauto a sufragar por los suyos, es decir, por aquellos de quienes nada puede temer la autoridad.

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Esta seducción tiene un efecto más seguro cuando el derecho de sufragio se concede a las clases más infelices, cuyos hábitos han sido de la obediencia más servil, a los que despliegan más auda-cia y atrevimiento; entonces es seguro el triunfo de los agentes del poder, así como la impunidad de sus atentados y crímenes, por haberse hecho ilusorios los medios de contener aquéllos y castigar éstos.

Mas no sólo los que ocupan sus puestos, sino también los que aspiran a ellos y tienen esperanza de obtenerlos, se venden al gobierno, ocultan sus dilapidaciones, y se prestan a sus mi-ras. Mil veces ha sucedido, especialmente entre las naciones que no exigen la propiedad como condición indispensable para el ejercicio de los derechos políticos, que los representantes de los pueblos, haciendo traición a sus deberes por optar un destino al concluir su comisión, se prostituyesen cobardemente a proyec-tos de ambición ajena y vendiesen con la mayor y más repren-sible vileza los intereses nacionales. Este ejemplo y sus funestos resultados repetidos con demasiada frecuencia, demuestran del

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modo más claro y evidente lo temible que se hace el gobierno cuando la empleomanía por constituir el espíritu público de una Nación le presta armas tan poderosas. Se empieza por halagar las pasiones y procurar la comodidad de algunos, y se acaba por destruir la libertad de todos.

¿Pero es probable, se nos dirá, esa propensión en casi todos los hombres para multiplicar los empleos y para obtener uno de ellos que proporcione el brillo y la subsistencia? En ciertas cir-cunstancias no solamente es verosímil sino enteramente segura. Cuando un pueblo ha sacudido el yugo de la opresión y de los privilegios que estancaban la administración pública en pocas y determinadas manos; cuando los puestos de influjo y de poder han dejado de ser el patrimonio de algunas familias o clases; úl-timamente cuando se ha abierto la carrera a la virtud y al méri-to admitiendo a todos los que sean aptos, sea cual fuere su cla-se y condición, al ejercicio de la autoridad, entonces es cuando más se corre ese riesgo. Las naciones no por mudar de gobierno cambian inmediatamente de ideas; las que se recibieron del ré-

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gimen opresor subsisten por mucho tiempo; así es que, como en éste el único medio de hacer fortuna y adquirir consideración, era la ocupación de los puestos que estaban reservados a las cla-ses privilegiadas, en la variación de sistema no se procura adqui-rir importancia, sino apoderándose de ellos, y como los que an-tes existían, aunque pocos en número, bastaban a satisfacer la ambición de los que los pretendían, por ser éstos la clase menos numerosa de la sociedad, no era necesario multiplicarlos sin tér-mino; mas cuando ha podido aspirar a ellos la multitud, y cada cual se cree no sólo con facultad sino también con derecho de obtenerlos, para contentar a todos es indispensablemente pre-cisa la creación de nuevos destinos, sin necesidad ninguna de la administración y con positivo perjuicio del Estado.

La falta de moralidad en los hombres es la ruina de las na-ciones; cuando los vicios destruyen la fuerza y el temple de una alma varonil ocupando el lugar de las virtudes, la libertad no puede sostenerse mucho tiempo. ¿Y qué virtudes pueden espe-rarse de un pretendiente que en su alma abatida abriga todos los

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vicios? Él es eterno y constante adulador de aquel de quien es-pera su colocación; jamás tiene opinión propia, pues acostum-brado a mentirse a sí mismo y a los demás, y a tener en perpe-tua contradicción sus ideas con sus palabras, calcula lo que le conviene manifestar, y cambia de opiniones y de conducta con la misma facilidad que el camaleón de colores; ingrato por prin-cipio se olvida de los servicios que se le han hecho cuando llega a entender que su benefactor no puede serle ya útil, o teme que sus relaciones con él contraídas puedan disminuir el afecto de aquel a quien consagra de nuevo sus adulaciones y bajezas, y de quien recibirá con la más constante resignación toda clase de ve-jaciones y desprecios mientras pueda necesitarlo. Enemigo por necesidad de todos los que le hacen sombra, está siempre poseí-do del odio y de la aversión, no omitiendo diligencias para des-acreditar a sus contrincantes, procurando hacerlos odiosos a los dispensadores de las gracias, fomentando chismes y enredos, al-terando por mil caminos la buena armonía que debe reinar entre los ciudadanos, y perturbando el reposo y orden de las familias.

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Este bosquejo imperfecto de lo que es un aspirante, pues el en-tendimiento humano es incapaz de seguirlo por todas sus sen-das tortuosas, ni contar el número indefinido de sus extravíos, intrigas y maldades; este bosquejo, repetimos, podrá en algu-na manera conducir al conocimiento de lo que será una Nación compuesta de una muchedumbre de ellos. ¿Qué clase de insti-tuciones ni sistemas podrá plantearse con hombres inmorales? ¿Ni cómo podrá aspirar ningún pueblo a los gloriosos días de Roma en que las virtudes de Camilo, de los Escipiones, de Quin-to Fabio, Cincinato y Catón sostuvieron la libertad, cuando se halla encorvado bajo el dominio de hombres poseídos de todos los vicios, que forman el carácter distintivo de los eunucos en los tiempos más bajos del imperio? La libertad es una planta que no puede germinar sino en terreno vigoroso; el fango y la inmundi-cia son incapaces de nutrirla.

El trabajo, la industria y la riqueza son las que hacen a los hombres verdadera y sólidamente virtuosos, ellas poniéndolos en absoluta independencia de los demás, forman aquella firme-

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za y noble valor de los caracteres, que resiste al opresor y hace ilusorios todos los conatos de la seducción. El que está acostum-brado a vivir y sostenerse sin necesidad de abatirse ante el po-der, ni mendigar de él su subsistencia, es seguro que jamás se prestará a secundar miras torcidas, ni proyectos de desorganiza-ción o tiranía. Ahora bien, estas tres fuentes de la independencia personal y de las virtudes sociales son necesariamente obstrui-das por el aspirantismo y empleomanía.

No hay ciertamente cosa más opuesta a la laboriosidad del hombre, que el deseo o la ocupación de los puestos; todos ellos se consideran y son efectivamente un medio de subsistir sin afa-nes y pasar como vulgarmente se dice, una vida descansada. El empleado, aun el más cargado de ocupaciones, trabaja infinita-mente menos que el artesano o labrador más descansado; como al fin del mes o año se le ha de acudir con su asignación, haya hecho mucho, poco o nada, y como ésta es fija, sin aumento ni disminución, carece del verdadero estímulo que impele al hom-bre a trabajar, a saber el adelanto progresivo de su fortuna y el

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aumento de sus goces. Todas las miras de un empleado se redu-cen a procurarse algún ascenso o jubilación que deje vacante el puesto para otro que lo pretende, y a él lo exima de las comodí-simas obligaciones que debe desempeñar. Si no obtiene lo uno ni lo otro, se desata en quejas amargas, en críticas infundadas y en murmuraciones descomedidas; el favor que se le ha hecho en ocuparlo y proporcionarle los medios de subsistir con un des-canso que no le habría sido fácil procurarse en otra parte, lo con-sidera como un mérito extraordinario que debe ser premiado; fi-nalmente, las ideas que tiene de sí mismo son tan erradas y tan perniciosos los hábitos que contrae, que ellos solos bastan para arruinar una Nación, si esta clase llega a ser la preponderante.

Es verdad que no faltan, especialmente entre los magistra-dos, hombres laboriosos muy dignos de toda consideración por sus notorios y constantes servicios, por la pureza de su manejo y que en razón de la independencia en que se hallan de la au-toridad, jamás pueden amenazar a las libertades públicas, que por el contrario apoyan y sostienen; no son ciertamente estos los

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empleados de que hablamos, sino de esa turba despreciable que en todos tiempos y ocasiones no ha tenido otra ocupación que oprimir y vejar a los pueblos sosteniendo todas las iniquidades de sus amos, formando partidos exagerados y causando sedicio-nes y alborotos en los lugares que sin ellos permanecerían pací-ficos y tranquilos. Estos son ciertamente no sólo enemigos del trabajo, sino también destructores de la industria.

En efecto, la observación más constante manifiesta que cuanto más fuerte es el espíritu de ambición, tanto más débil debe ser el de la industria. Una misma población no puede es-tar al mismo tiempo animada de propensiones tan contrarias, y el deseo de los empleos excluye las cualidades necesarias a la industria. Es digno de notarse hasta qué punto la costumbre de vivir de sueldos destruye la capacidad de invención y de perfec-tibilidad. Se ve con mucha frecuencia entre hombres de talento y de excelente disposición aspirar a conseguir un puesto y sentir profundamente la pérdida de un empleo, que estaba muy lejos de darles lo que hubieran podido adquirir fácilmente por el ejer-

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cicio de una profesión independiente. La posibilidad de adquirir un caudal por el uso y ejercicio activo de sus facultades, no equi-vale en concepto de éstos, al sueldo corto, pero fijo y seguro que han perdido; no sufren la idea de tener que deber a sí mismos su existencia, de hallarse compelidos a hacer esfuerzos para asegu-rarla, y con facultades reales y poderosas no saben cómo obrar para socorrer sus necesidades, semejantes a las aves criadas en el cautiverio, que si llegan a adquirir su libertad no saben buscar el alimento ni proveer a sus necesidades, y perecen en medio de las mieses.

El gusto pues de los empleos altera profundamente las fa-cultades activas de un pueblo, destruye el carácter inventivo y emprendedor, apaga la emulación, el valor, la paciencia y todo lo que constituye el espíritu de industria. Mas no son éstos los úni-cos golpes que ella recibe; innumerables brazos ocupados inne-cesariamente, unos en la administración pública y otros en aspi-rar a tener parte en ella, y que podrían darle impulso por la crea-ción y multiplicidad de efectos que aumenten la masa de la ri-

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queza pública, se constituyen en la más perniciosa y permanente inacción, y además perjudican al progreso de los capitales, pues no bastando los empleos necesarios a contentar tanta ambición, se crearán otros inútiles y gravosos que entorpezcan los movi-mientos de la sociedad, turben sus trabajos y retarden el adelan-to de las riquezas.

En efecto, todo lo que sea retirar capitales de la circulación y destinarlos al consumo, es secar en su origen las fuentes de la riqueza nacional y derrocar las bases de la prosperidad pública. La creación de empleos innecesarios exige dotaciones cuantio-sas, éstas no pueden hacerse efectivas sin el aumento de con-tribuciones que causa la destrucción de los capitales. Desde que una cantidad cualquiera de riqueza se destina a un uso impro-ductivo, se debe tener por destruida y lo es efectivamente. Aho-ra, pues, no hay cosa que menos produzca que los empleados in-necesarios, ni hay cosa que más aumente su creación que el as-pirantismo y empleomanía. Que la prosperidad pública no pue-de sostenerse sin la existencia de los capitales, es una cosa bien

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clara. Cuando faltan los medios de pagar los gastos públicos y de dar ocupación al jornalero, no puede haber administración que contenga los crímenes que necesariamente deben multiplicarse. La razón es sencillísima: la necesidad imperiosa de la subsisten-cia diaria es absolutamente indeclinable, superior a cuantas pue-den imaginarse y la primera de todas. Aquél o aquéllos, pues, que no alcancen a satisfacerla por los medios legales, necesaria-mente se han de valer de los ilícitos, y convertirse en malhecho-res que en tiempos revueltos formarán cuadrillas y tomarán un carácter político.

Véase pues, hasta dónde pueden llegar los efectos de la empleomanía y cuánto tiene que temer una Nación sus perni-ciosos resultados. Los pueblos deben convencerse de que así como todo lo pueden y nada es capaz de resistir a su voluntad, es también cierto que ésta no es siempre justa y acertada. Si se quiere contrariar la naturaleza de las cosas, si se intenta que to-dos sirvan y gobiernen a un pueblo y nadie pertenezca a él, si se pretende establecer la libertad y el orden por los medios que la

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destruyen, éstos se pondrán en acción sin que nadie pueda im-pedirlo; pero sus efectos serán contrarios a lo que se pretende obtener, pues las leyes invariables del autor de todo lo creado, podrán siempre más que el capricho del agente.

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Discurso sobre la libertad civil del ciudadano

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El observador de la República mexicana. 25 de julio de 1827. Versión revi-

sada por José Luis Gómez-Martínez y distribuida con fines educativos

en http://ensayistas.org/antologia/XIXA/mora/mora5.htm/.

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La libertad política consiste en la seguridad, o por lo menos en la opinión de la propia segu-ridad […] cuando no está segura la inocencia de los ciudadanos, tampoco lo está la libertad. Montesquieu,

Espíritu de las leyes, 1. 12, c. 4.

En una sociedad bien constituida y en la que se intenta destruir todos los abusos que han perpetuado la existencia de un régi-men arbitrario, es necesario acostumbrar a los miembros que la componen a no pagarse de voces insignificantes y sí a ocuparse de la realidad de las cosas. El abuso de las voces indefinidas, es-

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pecialmente en materias políticas, ha sido desde la extinción del feudalismo el origen de todos los males de los pueblos, que no salieron del dominio de los señores sino para hacerse esclavos de los gobiernos. La palabra libertad que tanto ha servido para la destrucción de su sentido mismo, ha sido el pretexto ordinario de todas las revoluciones políticas del globo; los pueblos se han conmovido con sólo oírla pronunciar y han extendido las manos para abrazar este genio tutelar de las sociedades, que sus con-ductores han hecho desaparecer como un fantasma en el mo-mento mismo que dejó de ser necesario para la consecución y feliz éxito de sus miras ambiciosas. En vano los filósofos aman-tes de la humanidad han levantado la voz contra semejante con-ducta; los pueblos han sido y serán frecuentemente engañados si se pagan de formas de gobierno y descuidan de asegurar el punto más importante de todo gobierno libre, la libertad civil del ciudadano, o lo que es lo mismo, la facultad de hacer sin temor de ser reconvenido ni castigado todo lo que la ley no prohíbe expresamente .

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El precioso derecho de hacer lo que a otro no perjudica, por desgracia no puede hacerse efectivo en el estado de natura-leza en que reducido el hombre a sus fuerzas individuales, sería necesariamente déspota o esclavo, según que éstas fuesen bas-tantes para oprimir a los demás, o insuficientes para resistir sus agresiones. Los hombres se han visto pues precisados a crear las sociedades y a organizar una fuerza pública que siendo superior a la de cada particular, pudiese reprimirlo y contener los aten-tados del crimen prepotente contra la inocencia desvalida. Pero muy en breve los gobiernos y la fuerza que se puso a su dispo-sición, desconociendo su origen y desentendiéndose del objeto y fines con que habían sido instituidos, cometieron por sí mis-mos aquellos crímenes que debían evitar o reprimir en los par-ticulares. Entonces fue necesario poner límites a su poder, pedir y buscar seguridades de que éstos no se traspasarían jamás y de que la autoridad se ejerciera solamente en ciertos y determina-dos casos y bajo de reglas o condiciones fijas, que cuando se han observado bien y religiosamente, han formado en los hombres

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aquella confianza de que pueden obrar como gusten dentro de los términos legales sin temor de ser ofendidos ni molestados, y que conocemos bajo el nombre de seguridad individual. Por des-gracia esta conducta franca y honrada en los agentes del poder ha sido muy rara, y su falta ha dado lugar a mil disturbios por la lucha que depende de los diversos intereses que animan a los unos y a los otros, y son el móvil de sus diversos y opuestos mo-dos de obrar.

Está en la naturaleza de los que dominan, cualquiera que sea su número y el nombre que se les dé, procurar que el ejerci-cio del poder les sea lo más útil posible; y está igualmente en la naturaleza de los que se ven sometidos, hacer que la dominación llegue a ser una carga pesada para los que la ejercen y lo más li-gera que ser pueda para los que la sufren. Cualquiera que sea el nombre de los que gobiernan, la cuestión es para ellos siempre la misma; que se les llame presidentes, directores, emperadores o reyes; que sean cinco o que sean tres, que haya dos o que exis-ta solamente uno; que sean electivos o hereditarios, usurpadores

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o legítimos, su interés siempre es el mismo; disponer del modo más absoluto de las personas, no hallar ningún obstáculo al ejer-cicio de su autoridad y sacudir la sujeción a toda responsabili-dad o censura. Por el contrario, los que están sometidos al poder, cualquiera que sea su forma y denominación, se hallan interesa-dos en ponerse a cubierto de toda arbitrariedad y que ninguno pueda disponer sin regla ni medida de sus personas; son igual-mente interesados en llegar a ser libres y permanecer tales en todo lo que no ofenda el derecho y la seguridad ajena. De estas dos propensiones opuestas resulta un conflicto que debe tener por último término el establecimiento del despotismo, sea cual fuere la forma de gobierno, o la destrucción de todo poder arbi-trario. No habrá reposo entre los pueblos sino cuando alguno de estos resultados haya llegado a ser de tal modo preciso e inalte-rable, que se haya extinguido en el corazón de los hombres toda esperanza de alteración o mudanza.

No hay duda, los pueblos serán libres bajo cualquiera for-ma de gobierno, si los que los mandan, aunque se llamen reyes y

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sean perpetuos, se hallan en verdadera impotencia de disponer a su antojo y sin sujeción a regla alguna de la persona del ciudada-no; y nada servirán las formas republicanas, que el jefe de la Na-ción se llame presidente o dure por cierto tiempo, si la suerte del ciudadano pende de su voluntad omnipotente.

El sabio Montesquieu, que analizó los poderes políticos y haciendo patentes sus principios motores y conservadores, sen-tó la primera piedra del edificio consagrado a la libertad civil, no vacila en asegurar que si bien la forma de gobierno influye algo en su existencia, ella no es su verdadero y esencial constitutivo. A juicio de este grande hombre, la libertad del ciudadano con-siste única y exclusivamente en la seguridad individual y en la quietud, reposo y tranquilidad que la convicción de su existen-cia produce en cada uno de los asociados. En efecto, estas pocas palabras abrazan todo lo que puede desear y pedir de la socie-dad un hombre pacífico y exento de ambición; y cuando se obra de buena fe y con ánimo de acertar, es demasiado fácil y sencillo acordar semejantes seguridades.

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¿De qué dependen pues las quejas continuas y amargas que se oyen con tanta frecuencia contra los agentes del poder? ¿Por qué se aplican con tanta frecuencia las voces de apatía, indolencia, arbitrariedad, despotismo y tiranía a los actos que emanan de los depositarios de la autoridad? ¿Cómo es que son acusados por los mismos que tienen un interés vivísimo en la represión de los crí-menes que se cometen o pueden cometerse contra la seguridad individual y pública? Para resolver con acierto estas cuestiones, es necesario advertir que todos los depositarios de la autoridad en cualquiera de los poderes políticos, tiene la obligación más estre-cha de evitar las agresiones injustas de los particulares y de abs-tenerse ellos mismos de cometerlas. Siempre que el ciudadano padezca o sufra alguna violencia exterior sin haber infringido ley alguna, o, lo que es lo mismo, siendo inocente, el Gobierno debe ser responsable y está en el caso de dar una satisfacción pública, pues no siendo otra cosa que un mandatario de la Nación, esta-blecido precisamente con el solo y único objeto de asegurar el ejercicio de los derechos públicos y privados, faltar por agresión u

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omisión a tan sagrados como importantes deberes, es hacerle reo de lesa-nación. Así pues, cuando los salteadores y asesinos ha-llan un apoyo en la autoridad, o a lo menos un disimulo culpable; cuando los libelistas despedazan impunemente la reputación del honrado ciudadano y faltan al decoro debido a la moral pública, alimentando y dando pábulo a la detracción maligna por la pu-blicación de defectos privados, verdaderos o supuestos, sin que la autoridad use de medio alguno represivo; finalmente, cuando se permite o tolera que sean ultrajados impunemente hombres que no tienen otro delito que su nacimiento o las opiniones que pro-fesan, es evidente que no existe la seguridad individual y que un gobierno apático o coludido, con semejantes agresores, es a buen librar una carga inútil para la Nación que lo creó y gravosa para el pueblo que lo mantiene, sin que de nada pueda servirle. En efec-to, desde el momento en que uno o algunos miembros de la so-ciedad tienen motivos justos y fundados para temer que no pue-den contar con la protección del Gobierno y éste se escuda para no impartirla, con su falta de vigor o con el pretexto ridículo de

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que la opinión pública es contraria a los perseguidos y no es pru-dencia arrostrarla, desde este punto, repetimos, acabó la seguri-dad individual y quedaron socavadas las bases de la autoridad.

Esta inercia indolente, o esta conducta parcial, no es perni-ciosa solamente a los infelices que la sufren; lo es a los mismos perseguidores y sobre todo al Gobierno. Los que hoy atacan im-punemente los derechos ajenos, atropellando con la reputación y personas de sus contrarios, fundados en que la autoridad, por su complicidad o el temor que le han inspirado, no puede o no quie-re reprimir sus excesos, mañana que les sea la fortuna adversa y su desgracia los constituya en blanco de la persecución, tampo-co deberán esperar nada que los favorezca con seguridad y fijeza de parte de los agentes del poder. Por los mismos principios que ha sido frío espectador de los atentados cometidos por una frac-ción, lo será a la vez de todos los de las otras y a su sombra le irá formando el imperio de la fuerza y de la anarquía, que más tarde o más temprano dará en tierra con el edificio social, envolviendo en sus ruinas a los depositarios de la autoridad. La Francia, en su

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revolución, nos ministra comprobantes decisivos de esta verdad; desde la instalación de los Estados Generales, se desató el espíritu perseguidor, que no acabó ni aun con la Restauración. En aque-lla Nación la destrucción de un partido antes vencedor, arrastra-ba consigo constantemente al Gobierno. Los constitucionalistas proscribieron a los realistas, los republicanos a los constituciona-les, los Girondinos lo fueron por las comisiones de salud pública y seguridad general, los que componían estos cuerpos fueron su-cesivamente al cadalso por las órdenes de Dantón y Robespierre; estos famosos antropófagos cayeron al golpe de los termidoria-nos y en todas estas convulsiones la Francia se inundó en sangre, la anarquía lo taló todo, y el Gobierno, que no supo o no quiso hacer efectivas las garantías tutelares de la seguridad personal, fue siempre víctima del torrente de las facciones.

Estos han sido hasta aquí y serán siempre los resultados de-plorables de la criminal indiferencia y abandono con que ven los ataques a la seguridad individual los que están encargados de re-primirlos. Un Gobierno que merezca el nombre de tal debe sacu-

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dir el temor y no permitir que se proscriba, debe permanecer firme e impasible en medio de los partidos. Abandonar los principios de justicia por buscar el apoyo en la facción dominante, es per-derse, es cometer un crimen sobre atroz, ineficaz e inconducente al fin que se pretende alcanzar. En efecto, cuando el Gobierno no piensa en gobernar, sino en existir por condescendencias crimi-nales, se concilia indefectiblemente el odio de los que padecen y el desprecio de los que persigue; los primeros no pueden dejar de irritarse sobremanera, especialmente al ver que son sacrificados a la existencia de una autoridad que crearon para buscar en ella un apoyo a su seguridad; los segundos, íntimamente convencidos de que las condescendencias que con ellos se tienen no son debi-das sino a la fuerza real o aparente de su facción y que mañana se tendrán iguales con otra que al mismo tiempo que los reempla-ce los oprima, ven con desprecio desdeñoso a un poder tan de-gradado que pierde el mérito de una justa severidad, sin evitar lo odioso de una condescendencia criminal. ¡Infeliz pueblo confia-do a tal Gobierno! Los intereses públicos serán mezquinamente

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sacrificados a los de los agentes del poder, los ciudadanos pacífi-cos no tendrán un momento de tranquilidad ni reposo, viéndose obligados a buscar en sí mismos y por precauciones debidas a sus fuerzas individuales, la seguridad que no puede o no quiere acor-darles una autoridad que no piensa en ellos, sino para entregar-los indefensos a la voracidad de sus enemigos. En vano invocarán los principios de justicia, los sentimientos de compasión natural para sí y para sus familias, o la justa retribución debida a sus ser-vicios. No les queda otro recurso que apurar el sufrimiento y re-doblar sus esfuerzos para colocar a su tiempo el depósito sagrado de las libertades públicas en manos más fieles, y confiar las rien-das del gobierno a personas expertas y de probidad conocida.

Otro mal mucho mayor tienen que temer los pueblos de los gobiernos y es, que saliendo éstos de su apatía, entren en tal actividad que cometan por sí mismos los crímenes que debían evitar; más claro, que conviertiéndose de tutelares en agresores, ataquen la seguridad individual y vuelvan contra los ciudadanos las mismas armas que recibieron para su defensa. Este abuso es

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tanto más temible, cuanto que la naturaleza misma de los po-deres políticos da lugar a equivocaciones frecuentes en materia tan delicada. La autoridad del Gobierno, dice el sabio Bentham, no es otra cosa que la excepción de la regla general que deben observar los particulares. No matarás, no privarás a nadie de su li-bertad: he aquí la obligación de un particular. El juez condenará a muerte al asesino; prenderá al delincuente; el Gobierno hará ejecu-tar su sentencia: he aquí las facultades de la autoridad. Aunque el primer beneficio de la sociedad es procurarnos la seguridad individual reprimiendo las agresiones de los demás, es eviden-te que esto no es posible obtenerlo sino cuando la persona de cada súbdito queda sometida a la acción de la autoridad públi-ca en el caso de atentar a la seguridad ajena. En esta sumisión es puntualmente donde se corre el riesgo, pues aquí es donde el Gobierno finge obrar como tutelar cuando realmente se convier-te en agresor; y como la línea divisoria entre estas dos especies de actos es tan delicada, como poco perceptible al común de los ciudadanos, no es extraño que se consiga alucinarlos. Nosotros

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pues nos esforzaremos a poner en claro materia tan importante por sus efectos y resultados.

Desde el momento en que el poder está facultado para dis-poner de la suerte de los súbditos sin sujeción a regla alguna, to-dos ellos son sus esclavos. El estado de súbdito es el de goberna-do, el de esclavo de poseído y es inmensa la distancia que separa tan opuestas condiciones. ¿Qué es pues ser poseído? Es estar en-tera y absolutamente a disposición de otro y dependiente de su voluntad. ¿Y qué es ser gobernado? Es ser protegido contra todo género de agresiones, reprimido uno mismo cuando las comete y obligado a concurrir a los medios de evitarlas. Cualquier otro sa-crificio que se exija de parte del ciudadano y cualquier otro influjo que pretenda tener el Gobierno sobre su persona, es un acto de opresión y tiranía. Un súbdito, pues, no tiene motivo para que-jarse cuando su arresto lo ha provocado un hecho cometido por él, declarado criminal por una ley anterior que le asigna pena de-terminada y cuando a la detención sigue inmediatamente el jui-cio. Estas medidas de ninguna manera pueden llamarse atentato-

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rias a la seguridad individual; ellas, por el contrario, contribuyen a mantener este precioso derecho y son indispensablemente ne-cesarias para afianzarlo. Procedimiento semejante no causa alar-ma ni desconfianza sino a los malhechores y esto, lejos de ser un mal digno de precaverse, es para la sociedad un bien que siempre debe intentar el legislador.

No son de esta clase los actos de la autoridad de que se quejan los súbditos y que con tanta justicia llaman opresores y tiránicos. Son los que derraman el luto y consternación en la fa-milia del pacífico ciudadano, cuya inocencia se afecta descono-cer; son las persecuciones judiciales sin juicios regulares, cuando el poder público arresta y aprisiona a quien le acomoda, prolonga indefinidamente las detenciones, destierra y, en fin, dispone de las personas según su arbitrio, obra como señor sobre esclavos que posee y no como un jefe sobre súbditos que gobierna; son fi-nalmente aquellos por los cuales la autoridad misma atenta a la seguridad que ha prometido y estaba obligada a mantener, y por los cuales comete los desórdenes que debía reprimir .

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La autoridad pública en una Nación que por primera vez ha cambiado de instituciones, pasando del absolutismo a la li-bertad, es constantemente retrógrada, no tiene otra idea de go-bierno que la que pudo recibir del régimen anterior, ni se per-suade ser fácil reprimir los crímenes y precaver la ruina del Es-tado por otros medios que los que se aprendieron en la escue-la del despotismo; como los principios de éste están en oposi-ción abierta con las nuevas instituciones, los reclamos no sólo son frecuentes y repetidos, sino justos, fundados e incontesta-bles. No hallando pues los agentes del poder camino por donde evadirse de ellos, apelan a la conservación de la República, a este dios tutelar de los tiranos y de los opresores, para lo cual procu-ran persuadir el riesgo que corre el gobierno, si no se atropella con la seguridad individual.

Es cierto que la primera necesidad de un pueblo es la exis-tencia de su Gobierno; pero no lo es igualmente que ésta sea in-compatible con el sostén de tan sagrado derecho, como el de la seguridad individual.

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No son los intereses de la autoridad, sino los de los fun-cionarios los que se trata de poner en salvo; porque ¿qué es lo que entienden por interés del Gobierno? Las cosas que no son susceptibles de sentimiento no pueden tener interés en nada. Es pues claro que cuando se usa esta expresión no se quiere dar a entender otra cosa que la impotencia en que se hallan los agentes del poder para desfogar pasiones viles y rateras, oprimiendo a los que les hacen sombra o ponen de manifiesto sus maldades. Cier-tamente sería tan raro como difícil el persuadir a los que ni ocu-pan puestos públicos, ni pueden sacar utilidad de ellos, que pre-cisamente en su provecho ha sido establecido el régimen arbitra-rio, para disponer de sus personas sin sujeción a regla alguna. La verdad es que agrada mucho a los que mandan, digan lo que qui-sieren ciertas gentes, el constituirse en señores del pueblo que ha sido confiado a su dirección y el poder disponer de los miembros que lo componen, sin obligación de dar cuenta a nadie, ni temor de responder a ninguno. Todo el mal de que se quejan está pues reducido a que algunos no mandan todo lo que quisieran; pero

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este mal que lo es para ellos, es un gran beneficio para el resto de los ciudadanos que componen la sociedad.

Confesemos pues francamente que las prisiones ilegales y arbitrarias sumen al hombre en la esclavitud, y al mismo tiem-po preparan una serie interminable de desventuras a un pue-blo que por estos actos se constituye en un estado de revolución permanente .

La historia de todos los tiempos, así antiguos como moder-nos, demuestra hasta la evidencia que los atentados del poder ar-bitrario terminan por necesidad en turbaciones públicas. Inútil será buscar en estas oscilaciones políticas el restablecimiento de la seguridad individual; ellas la habrán tenido por objeto, mas no se conseguirá mientras duren. Unas veces la ambición, otras el odio y la venganza y siempre las más violentas pasiones, se ense-ñorean y apoderan de semejantes movimientos y en este violento torbellino son envueltos y sofocados y caen sucesivamente ven-cedores y vencidos. Entonces se abandonan los principios y se erige un trono al imperio de las circunstancias. Estas se hacen el

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pretexto común para destruir las leyes regulares que podrían ha-cerlas cesar y de este modo se renuevan periódicamente la injus-ticia y el desorden, que serán constantemente reclamados, como una prenda de seguridad pública. Ved aquí, dice un célebre escri-tor, cómo las generaciones contemporáneas a estas catástrofes no recogen jamás sino frutos amargos y cómo es raro que las gene-raciones siguientes los hereden más felices. Buscar la seguridad en el centro de las convulsiones, es el más grosero de los errores; pero un pueblo activo y sensible es invenciblemente impelido a él, cuando la opresión ha apurado su paciencia. Todo sistema po-lítico que permite arrestar y desterrar sin proceso, lleva en sí mis-mo el germen de las turbaciones, que tarde o temprano estallarán con estrépito.

Se engañan pues y engañan a los demás los Gobiernos cuando intentan persuadir que el medio de contenerlas es atro-pellar con las fórmulas tutelares de la seguridad individual. La in-dignación pública, que es el precursor de todas ellas, se excita de un modo tan positivo, que a nadie puede ocultarse. En un pueblo

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medianamente culto, desde que se sospecha que un inocente pa-dece, se toma el interés más vivo por esta víctima de la arbitrarie-dad y las iniquidades particulares del poder son pública y enérgi-camente censuradas. Cuando esto pasa, el descontento y alarma se difunden rápidamente por todos los miembros de la sociedad, que desde este momento se pone en guerra abierta con el Go-bierno; guerra justísima, pero al mismo tiempo la más peligrosa y perjudicial que puede emprenderse, pues por ella quedan del todo destruidos los vínculos sociales y los hombres en el estado bárbaro de la naturaleza.

Nosotros jamás aconsejaríamos a los pueblos que tomasen un partido semejante, pero ellos se mueven a adoptarlo como por instinto y sin deliberación, cuando los atentados del poder se han multiplicado hasta tal punto, que han destruido toda esperanza de remedio en el corazón de los hombres. Entonces el odio y la venganza, impelidos fuertemente por el furor que causa la opre-sión, alientan a los más cobardes y colocan el puñal aun en las manos más débiles. La ira irresistible de un pueblo amotinado

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causa los más horrendos estragos; ella se explica en el santuario de las leyes, arrojando de él tan violenta como ignominiosamen-te, así a los que han usurpado la facultad más augusta y a los pér-fidos mandatarios que, haciendo traición a sus deberes, en nada menos han pensado que en sostener las libertades públicas vil-mente sacrificadas a los intereses de un despreciable y criminal favorito; como a los hombres honrados, sus fieles representan-tes, que han sabido sacrificarlo todo y hasta su existencia y repu-tación política, a la utilidad pública, a la utilidad nacional. El so-lio del rey y el sillón del presidente que no quisieron o pudieron sostener la libertad civil del ciudadano, o que atacaron su segu-ridad individual, se ven desplomarse salpicados por todas partes de la sangre vertida por el odio y venganza nacional. Los asesi-nos que se erigieron en tribunales contra la expresa voluntad de la ley constitutiva, convirtiéndose en instrumentos de la tiranía y opresores de la inocencia desvalida, exhalan el último suspiro en manos del furor y sus cadáveres horrorosos cubiertos de sangre y heridas son paseados por las calles y colocados en las plazas pú-

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blicas, sin que, para evitar catástrofe tan funesta como horrorosa, hayan sido poderosas las promesas y seguridades que sus seño-res dieron a estos viles y despreciables esclavos. Mas si sólo pa-decieran los criminales que han provocado tantos excesos, pero los inocentes y aun los beneméritos ciudadanos son en lances tan apurados víctimas desgraciadas del poder de la anarquía.

Escarmentad pues, oh vosotros los que presidís a los des-tinos de los pueblos. Hay un momento en que, apurado el sufri-miento de éstos los hace romper como un torrente, que despeda-za, destruye y arrastra tras sí todo lo que antes contenía su fuerza y refrenaba su espíritu. Si vosotros abrís algún portillo en las ba-rreras legales, por él se precipitará esa masa inmensa, que no se-réis bastantes a resistirla. La revolución francesa es un ejemplo práctico y reciente que no debéis perder de vista; ella os enseña que jamás la autoridad pública ha atentado impunemente a los dere-chos del hombre libre y que el primer paso que se da contra la seguri-dad individual, es el precursor indefectible de la ruina de la Nación y del gobierno.

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Discurso sobre la necesidad de fijar el derecho

de ciudadanía en la República y hacerlo esencialmente

afecto a la propiedad

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El observador de la República mexicana. 14 de abril de 1830.

Versión revisada por José Luis Gómez-Martínez y distribuida con fines

educativos en http://ensayistas.org/antologia/XIXA/mora/mora6.htm/.

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Entre la democracia arreglada y la que no lo está, hay la diferencia de que en la primera son todos iguales sólo como miembros de la sociedad; y en la segunda lo son también como magistrados, como senadores, como jueces, como padres, como maridos, como amos. MoNtesquieu

Espíritu de las Leyes, lib. 8, cap. 2.

La igualdad mal entendida ha sido siempre uno de los tropiezos más peligrosos para los pueblos inexpertos que por primera vez han adoptado los principios de un sistema libre y representativo.

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Alucinados con esta idea seductora y halagüeña, se han persua-dido que para serlo todo, bastaba el título de hombre, sin otras disposiciones que las precisas para pertenecer a la especie hu-mana; de esto ha resultado que todos y cada uno de los miem-bros del cuerpo social, cuando en él se han puesto en boga estas ideas, han aspirado a ocupar todos los puestos públicos, preten-diendo que se les hace un agravio en excluirlos por su falta de disposiciones y que éste no es más que un pretexto para crear una aristocracia ofensiva de la igualdad.

Con sólo volver los ojos y echar una ojeada rápida sobre los sucesos y períodos más notables de nuestra revolución, nos con-venceremos de que esta decantada igualdad, entendida en todo el rigor de la letra, ha sido entre nosotros un semillero de erro-res y un manantial fecundísimo de desgracias. Por la igualdad, se han confundido el sabio con el ignorante, el juicioso y mo-derado con el inquieto y bullicioso, el honrado y virtuoso ciu-dadano con el díscolo y perverso; por la igualdad, han ocupado todos los puestos públicos una multitud de hombres sin educa-

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ción ni principios, y cuyo menor defecto ha sido carecer de las disposiciones necesarias para desempeñarlos; últimamente, por la igualdad, se ha perdido el respeto a todas las autoridades, aun cuando funcionan de tales, haciéndose cada uno la obligación, no sólo de despreciarlas, sino también de hacerles insultos posi-tivos ajenos hasta de la urbanidad y moderación.

El mayor de los males que en nuestra República ha causa-do esta peligrosa y funesta palabra, ha consistido en la escanda-losa profusión con que se han prodigado los derechos políticos, haciéndolos extensivos y comunes hasta las últimas clases de la sociedad. Si se examina atentamente el origen de nuestras des-gracias, se verá que todas ellas han dependido inmediatamente de la mala administración, y que ésta no ha tenido otro principio que las fatales elecciones en que han disfrutado de la voz activa y pasiva, o lo que es lo mismo, de los derechos políticos, perso-nas que debían estar alejadas de ellos por su notoria incapaci-dad para desempeñar con acierto y pureza las funciones anexas a ellos. El Congreso general se descuidó en fijar las bases gene-

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rales para ejercer en toda la República el precioso derecho de ciudadanía y los Estados, por conservar la igualdad, no acertaron con las que deberían ser; la falta de experiencia les hizo presu-mir bien de la multitud, y este favorable concepto nos perdió a todos. Para reedificar pues el edificio social, es necesario precaver los descuidos que entonces hubo y zanjar los cimientos que en-tonces faltaron; en una palabra, es necesario que el Congreso gene-ral fije las condiciones para ejercer el derecho de ciudadanía en toda la República y que por ellas queden excluidos de su ejercicio todos los que no pueden inspirar confianza ninguna, es decir, los no propietarios.

Que deba existir un derecho de ciudadanía de la Repúbli-ca distinto del de los Estados, es una cosa muy clara; la ciuda-danía, en general, no es otra cosa que el derecho de voz activa y pasiva y así como a cada Estado le toca designar las condiciones necesarias para que sus miembros hayan de disfrutar de ella, de la misma manera corresponde a la federación hacer se exijan las que se reputen convenientes para la ocupación de sus puestos y la elección de sus poderes. Para ser presidente o vicepresiden-

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te, diputado o senador al Congreso general, ministro de la Cor-te Suprema de Justicia, etc., etc., se exige por condición necesaria ser ciudadano en el ejercicio de los derechos de tal; ahora bien, ¿que ciudadanía es ésta, la de un Estado o de la República? No-toriamente la segunda, pues la de un Estado, por la naturale-za de la cosa, no puede tener efecto sino respecto de él y den-tro del mismo; cualquier Estado, en cuanto a las disposiciones de su Gobierno interior, se tiene respecto de la República como una Nación extranjera, entendiendo por estas disposiciones las que no se hayan reservado, o en lo sucesivo se reservaron por las reformas de Constitución los poderes generales. Ahora bien, así como la República no debe dejar a una Nación extranjera fije las bases de su derecho de ciudadanía, de la misma manera tam-poco lo debe dejar, ni hasta ahora ha querido dejarlo al cuidado de los Estados. Ni se diga que éstos, por la Constitución federal, deben fijar las condiciones de los electores y de consiguiente las de los ciudadanos de la República; la disposición constitucional es muy compatible con lo que proponemos, pues muy bien pue-

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de ser que las condiciones del derecho de ciudadano sean fija-das por los poderes generales y las de los electores por los de los Estados; la palabra elector y la palabra ciudadano no explican un mismo concepto ni significan lo mismo; así bien puede ser que se fijen distintas bases y que partan de diversas autoridades para el arreglo de cosas que tanto difieren entre sí.

Queda pues demostrado que los poderes de la federación pueden desde ahora arreglar el derecho de ciudadanía por una ley para toda la República, en todo aquello que diga relación a sus elecciones y al desempeño de los puestos y empleos que les son propios.

Con esto, sin embargo, se habría adelantado muy poco; este precioso derecho de cuyo arreglo depende la estabilidad de las instituciones libres de los pueblos, no puede ni debe quedar confiado, a lo menos en su totalidad, a las condiciones que para su ejercicio quieran exigir los Estados. Enhorabuena que estos exijan lo que estimen necesario para que los habitantes de su te-rritorio sean y puedan llamarse ciudadanos de su Estado y pue-

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dan disfrutar en él de la voz activa y pasiva, pero nadie deberá ser ciudadano de ningún Estado sin serio previamente de la Re-pública; más claro, los habitantes de un Estado, para ser ciuda-danos del mismo, deberán tener las condiciones que se hayan fi-jado para serlo de la República y además las que los poderes del Estado respectivo hayan exigido para los suyos.

Nuestra federación se ha hecho de un modo inverso a la de los Estados Unidos del Norte de nuestro continente; aque-lla partió de la circunferencia al centro; la nuestra del centro a la circunferencia; en aquella los Estados crearon al gobierno fede-ral; en la nuestra el gobierno federal dio existencia política a los Estados; en el Norte, muchos Estados independientes se cons-tituyeron en una sola Nación; en México, una Nación indivisa y única, se dividió en Estados independientes hasta cierto pun-to. Supuestos estos principios, ¿quién podrá dudar, que si en el Norte los Estados dieron la ley al Gobierno federal, en México el Gobierno federal debe dársela a los Estados? Ahora bien, ¿qué cosa más justa, oportuna y conveniente para la aplicación de este

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principio que los derechos de ciudadanía? Los miembros actua-les de esta sociedad que se llama República Mexicana, primero han sido miembros de la Nación y pertenecido antes a ésta que a los Estados; ¿su ser político depende pues más bien de ésta que de aquéllos? ¿Y cuál es el ser político de un miembro del cuer-po social sino el derecho de ciudadanía? Luego es fuera de duda, que éste lo deben recibir, primero, del cuerpo entero de la so-ciedad, que de las fracciones erigidas posteriormente en Estados independientes. Luego si los Estados pueden exigir condiciones para que sus respectivos habitantes disfruten en su territorio de la voz activa y pasiva, éstas han de ser, supuestas ya las que los poderes supremos hayan fijado para el ejercicio del derecho de ciudadanía en toda la República, o, lo que es lo mismo, que el derecho de éstos debe presuponer al de aquélla y lejos de con-trariarlo, debe subordinarse a él.

Pero se nos podrá decir: todos estos principios serían muy buenos cuando se estableció entre nosotros la federación, para que se hubiesen tomado estas medidas, mas no ahora que se

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han acordado las contrarias. ¿Y dónde están esos acuerdos con-trarios a los principios enunciados? ¿qué artículo de la Constitu-ción prohíbe a los poderes generales fijar las bases del derecho de ciudadanía en toda la República? Desafiamos a cualquiera a que nos lo enseñe bien seguros de que no lo encontrará; todo lo contrario, por el artículo 31 de esta ley fundamental, el Congre-so de la Unión puede dictar todas las leyes y decretos que estime conducentes a mantener el orden público en lo interior de la fe-deración; y ¿cuál es más necesaria al efecto, que la que arreglan-do de un golpe las elecciones va a cortar para siempre todos los motivos de disturbios y asonadas que periódicamente han des-garrado el seno de la República?

En efecto, la época de las elecciones ha sido siempre una calamidad pública para la Nación por el ningún arreglo del im-portante derecho de ciudadanía; si éste pues llega a conseguir-se por una ley general, se habrá ocurrido a todo y dado cumpli-miento al artículo citado. Ni se nos diga que en ese mismo artí-culo se previene que las leyes que a virtud del mismo se dicten,

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no sean entrometiéndose en la administración interior de los Es-tados, pues ya hemos probado no se halla en este caso el proyec-to que proponemos; puesto que no hay disposición ninguna que designe esta facultad a los Estados y existen muchas que autori-zan para ello a los poderes generales.

Sentados estos principios, debemos examinar qué otras condiciones sobre las ya fijadas por las leyes deberán exigirse para el ejercicio del derecho de ciudadanía y sin vacilar asegura-mos desde luego que la propiedad; ésta sola suple los defectos de las demás que pudieran exigirse y la falta de ésta no puede ser compensada por ninguna de las otras. Para proceder con acier-to y evitar cuestiones inútiles que provienen siempre de palabras indefinidas, debemos fijar lo que entendemos por esta palabra; propiedad a nuestro juicio no es otra cosa que la posesión de los bienes capaces de constituir por sí mismos una subsistencia des-ahogada e independiente; al que tiene estos medios de subsistir le llamamos propietario y de él decimos que debe ejercer exclu-sivamente los derechos políticos. Como los medios de subsistir

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pueden depender del dominio o usufructo de fincas o capitales, lo mismo que de la industria de cada uno, se ve bien claro que no tratamos de fijar exclusivamente en los dueños de tierras el derecho de ciudadanía, sino que antes al contrario, lo extende-mos a todas las profesiones, puesto que en todas ellas sus pro-ductos pueden ser tales que lleguen a constituir una suerte inde-pendiente y una subsistencia cómoda y desahogada.

Desde luego es una presunción muy fundada en favor de la propiedad, que todas las naciones que la han puesto por base del derecho de ciudadanía hayan caminado pacífica y tranquila-mente por la senda constitucional, cuando las que no la han exi-gido no les ha sido posible fijar una marcha regularizada, estable ni duradera. Para conocer la justicia de esta observación, basta volver la vista a todas las naciones de Europa y aun de Améri-ca, Francia, Inglaterra, Polonia, Suecia, los ducados de Alemania Holanda, la Confederación Suiza y la de los Estados Unidos del norte de nuestro continente, que han hecho esencialmente afec-to a la propiedad el derecho de ciudadanía, en lo general han ca-

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minado, desde que se dio este importante paso, sin trastornos ni vaivenes y sin grandes ni fuertes sacudimientos, por la senda constitucional, llegando a consolidar el sistema representativo de un modo sólido y duradero; cuando España, Portugal, Nápo-les y todas las repúblicas nuevas de América, que adoptando los principios de la Constitución española extendiendo a los no pro-pietarios el ejercicio de los derechos políticos, han caminado sin interrupción de una revolución en otra sin acertar a fijarse en nada, no obstante haber ensayado todas las combinaciones co-nocidas de los poderes públicos y haber procurado realizar mu-chas desconocidas, exóticas y sin ejemplo.

Pero entremos ya a examinar la cuestión en sí misma. A la Nación le conviene sobre todo, que los que la gobiernen e influ-yan en los negocios públicos, sean personas virtuosas, prudentes y de carácter pacífico y que sean excluidos de tan augustas fun-ciones los ligeros, inquietos y revoltosos. ¿Cómo pues se evitará lo segundo y se conseguirá lo primero? Haciendo que sólo los propietarios disfruten de voz activa y pasiva; por el orden común

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sólo éstos tienen verdaderas virtudes cívicas; la beneficencia, el decoro en las personas y modales y el amor del bien público, son virtudes casi exclusivas de los propietarios. ¿Cómo ha de pensar en socorrer a sus semejantes ni en fomentar la ilustración y pie-dad pública, aquel a quien apenas basta el día para pensar en el modo de ocurrir a las necesidades más urgentes? ¿Ni qué amor al bien público ni al orden establecido será el de aquel que como el asno de Fedro nada tiene que sufrir porque éste sea perturba-do? Seamos francos; la miseria y las escaseces fomentan y son una tentación muy fuerte para todos los vicios antisociales, tales como el robo, la falta de fe en las estipulaciones y promesas y so-bre todo la propensión a alterar el orden público.

En los sistemas despóticos que comprimen todas las cla-ses de la sociedad, no son temibles los que se hallan en estado tan infeliz; pero en los representativos, si las ínfimas clases dis-frutan de la voz activa, tienen una arma muy poderosa para tur-bar la tranquilidad pública, en razón de sus escaseces están muy expuestos a consentir en la tentación de vender sus votos por

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puestos o dinero; pueden ser fácilmente engañados por su igno-rancia y seducidos por su ninguna práctica en la táctica de elec-ciones. Otro riesgo mayor se corre con ellos y es el de que elijan personas ineptas para la administración, cosa por cierta muy fac-tible; a esta clase de hombres es muy fácil hacerlos entrar en ce-los de los que, por la superioridad de sus luces o talentos, se han hecho notables en el público y acreedores a todas las considera-ciones sociales. Una vez que esto haya sucedido, es evidente que las elecciones recaerán en personas de poco mérito, que por su ignorancia dictarán leyes absurdas y perjudiciales al bien públi-co, al mismo tiempo que por su ningún interés en conservar el orden no se detendrán en acordar reformas precipitadas ponien-do en peligro y haciendo odioso al sistema por la masa conside-rable de descontentos, que sus imprudencias han creado. Todo esto es en la suposición de que sus intenciones sean rectas, pues en la contraria, que no dejará de ser frecuente, los resultados se-rán infinitamente peores.

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¿Y podrá temerse esto de los propietarios? Nada menos, el interés y el orden público están íntimamente enlazados con el suyo personal, así es que evitarán todo aquello que pueda tur-barlo; lejos de alejar de la administración pública por celos y riva-lidades ridículas a las personas capaces de encargarse de ella, se harán una obligación de colocarlas en estos puestos, a fin de que puedan dirigir con tino y acierto los negocios del Estado; como que las contribuciones han de recaer inmediatamente sobre ellos, no perdonarán diligencia para ahorrar gastos, tomar cuenta y sis-temar la administración de la hacienda, evitando por precaucio-nes y retrayendo por castigos, el absoluto abandono y las escan-dalosas dilapidaciones que entre nosotros ha habido; el cargo de representante de la Nación dejará de ser un objeto de especula-ción y de lucro, pues componiéndose de propietarios la represen-tación nacional, deberán cesar las dietas, con lo que no sólo se ahorrará un ramo muy considerable de gastos, sino que también este cargo perderá el atractivo que tiene para los más, cesando o disminuyendo muy considerablemente los conatos y con ellos las

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intrigas y violencias que ahora se ponen en juego para obtener-lo; habiendo menos aspirantes a estos puestos cesará también la difamación pública tan contraria a la moral y a la decencia y con la que se procura alejar a los que son o se suponen competidores, consultándose de esta manera a la paz que debe reinar entre las familias y las personas que componen una misma sociedad; úl-timamente, así los que eligen como aquellos en quienes recaiga la elección, serán personas respetables por su condición y rango social, por una educación esmerada, o regular, que sólo se puede recibir en el seno de la abundancia, o de una suerte desahogada y por el concepto a que se hayan hecho acreedores en el público. Ni se nos diga que de esta manera quedan excluidas de influir en la administración pública personas de mucho mérito, cuando se llama a otras que han dado repetidas pruebas de su mala conduc-ta e ineptitud, unos y otros serán excepciones de la regla general y las leyes se han de establecer no por las excepciones sino por la regla misma; habrá si se quiere propietarios ineptos y perversos, pero nadie se atreverá a decir que esto sea propio de la mayoría

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de su clase; lo mismo decimos de los proletarios, no faltarán al-gunos tal vez que tengan la capacidad necesaria para desempe-ñar los puestos públicos y sufragar para ellos; pero la generalidad siempre carecerá de estas prendas y las leyes no deben atenerse a lo que sucede por un fenómeno o caso raro, sino a lo que, siendo común y frecuente, está en la naturaleza de las cosas.

¿Mas cuál será la cuota de la propiedad que debe exigir-se? ¿Ante quién y por qué medios deberá hacerse la prueba? ¿A quién deberá correrle? Estas son otras tantas cuestiones que de-bemos resolver. Como lo que se debe pretender es que los que influyan en la cosa pública tengan una subsistencia indepen-diente y desahogada, y los medios de constituirse en este estado son comunes a todas las profesiones, ninguna de ellas debe ser excluida de nuestro proyecto, supuesto que como es claro todas pueden rendir los productos necesarios al efecto. Así pues, los dueños o usufructuarios de capitales o fincas, los empleados, los profesores de las artes o ciencias, los que tengan cualquier géne-ro de industria permitido por las leyes; si de su ocupación repor-

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tan la cuota de utilidades que se estime bastante, pueden y de-ben disfrutar del derecho de ciudadanía

La cuota debe ser diversa según sea de diversa naturaleza la propiedad que se disfruta; en la propiedad raíz se debe aten-der al capital, en lo demás a la renta. La razón de esta diferencia está en la naturaleza de las cosas; las fincas tienen un valor más fijo, al mismo tiempo que sus productos son más constantes y menos sujetos a las alteraciones considerables de valor que son tan frecuentes en los de la industria; por otra parte, la propiedad territorial así por la naturaleza de sus trabajos creadores de há-bitos pacíficos, como por la dificultad de deshacerse de ella con ventaja, adhiere al dueño a su Patria con más fuerza y tenacidad y excluye la facilidad que tienen los que subsisten de la indus-tria para salir de su país llevando su caudal en una cartera. Por estas consideraciones nos parece que a los propietarios territo-riales bastará exigirles una finca del valor de seis mil pesos, aten-diendo lo que es tan frecuente entre nosotros, de hacer que en la escritura de venta aparezca el valor mucho menos de lo que es,

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para el ahorro de la alcabala que debe regularse por el precio; así pues, una finca que suena vendida en seis mil pesos ha de valer por lo menos otro tanto y siendo así es ya bastante para el ejerci-cio del derecho de ciudadanía.

En cuanto a la renta, comprendiendo bajo este nombre los productos de la industria, profesión o capitales, nos parece que nadie puede tener un verdadero desahogo, y de consiguiente la necesaria independencia, si la que disfruta no llega por lo menos a mil pesos; tiéndase la vista por los habitantes de las grandes poblaciones y dígasenos francamente si se puede vivir en ellas disfrutando de algunas comodidades con menos de mil pesos anuales; nosotros estamos persuadidos que semejante cuota es la más moderada que se puede exigir en el estado actual de las cosas a los habitantes de las grandes poblaciones, en que las ne-cesidades sociales son más que el duplo de las de los habitantes de la campaña; y esta misma razón nos obliga a proponer se exi-ja de éstos una mitad menos de lo que para aquéllos se ha pedi-do en la propiedad territorial y en la renta.

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Nada se habría conseguido con exigir la propiedad como condición indispensable para el derecho de ciudadanía, si no se procura alguna prueba que acredite respecto de los que deban ejercer este precioso derecho, hallarse en el caso de la ley; nues-tros legisladores han conocido hace algún tiempo la necesidad de que ciertas funciones y cargos recaigan precisamente en pro-pietarios y así lo han exigido para ser jurado y miembro de la Mi-licia cívica; mas como no se ha reglamentado el modo de hacer constar esta condición, a lo menos de una manera que si no pre-cave del todo aleje mucho los fraudes, no se han reportado to-dos los buenos resultados que deberían esperarse de tan sabias disposiciones.

A nuestro juicio, no es el Gobierno el que debe tener la obligación de inquirir cuáles son los propietarios, sino éstos los que deben probarlo ante la autoridad que se tenga por conve-niente; semejante obligación es muy gravosa respecto de aquél y muy sencilla con relación a éstos, aquél con todos sus esfuerzos siempre la desempeñaría mal, éstos a muy poca costa pueden

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llenarla cumplidamente. Si al Gobierno o a cualquier funcionario se le invistiese con una autoridad semejante, se le daría un moti-vo o pretexto para que se ingiriese en el sagrado de las fortunas de los ciudadanos y les causase mil vejaciones, cosa que debe evitarse en toda sociedad, especialmente si se ha adoptado un sistema libre. Estas consideraciones nos persuaden deben impo-nerse a los particulares la obligación de probar.

Esta prueba debe calificarla el juez de distrito de la federa-ción, recibiéndola los alcaldes de las municipalidades respectivas; la formación de instrumentos que acrediten tal o cual hecho, es un acto por su naturaleza judicial; mas como no hay jueces que puedan desempeñar el de que tratamos por ser casi simultáneo en todos los pueblos de la República y los alcaldes estén en pose-sión de formarlos, parece muy conforme a razón valerse de ellos para esto, aunque sujetándolos a la calificación del juez de dis-trito, quien, como funcionario de la federación, debe encargarse de un acto por el cual deben constar los que son sus ciudadanos, formar las listas que resultan de semejantes instrumentos, remi-

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tirlas al Gobierno general y al de los Estados y oír en primera ins-tancia las demandas que sobre esto puedan entablarse.

Estas informaciones de prueba y estas listas, deben darse y formarse a lo menos cada dos años en los meses de marzo y abril, pues este período, además de ser el constitucional para la renovación de las Cámaras, es más que bastante para que mu-chos hayan perdido y otros adquirido de nuevo las condiciones a que está legalmente afecto el derecho de ciudadanía, todo lo cual se conseguirá extendiéndose y calificándose la información en marzo y abril; así habrá tiempo para oír en mayo y junio las demandas que estos instrumentos provoquen y formar, remitir y publicar las listas en julio, para que de esta manera en agosto se halle todo concluido, en términos de que pueda procederse a las elecciones.

En cuanto a los medios de prueba, ellos deben ser los co-munes y ordinarios, excluyendo sólo la de testigos; si ésta se ad-mitiera, estamos seguros de que aparecerían propietarios que nada tienen y, de este modo, nada se habría conseguido; las co-

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sas permanecerían en el estado de desorden en que por desgra-cia se hallan y se trata de precaver. Excluido pues este medio de prueba por su inconducencia, debemos indicar los otros, aunque sea muy ligeramente. Las escrituras de venta y las de imposición de los capitales, con la certificación de hallarse los réditos en co-rriente y disfrutarlos el interesado, serán bastantes a acreditar la propiedad raíz o el usufructo de los capitales impuestos; la cuo-ta de sueldos podrá hacerse constar por los certificados de las te-sorerías, oficinas o personas que verifican los respectivos pagos; todo esto es llano y sencillo y no ofrece dificultad; mas no suce-de así con los productos de la industria: los comerciantes podrán acreditarlos con los libros de asiento que deben llevar conforme a la ordenanza de Bilbao; éstos son bastante constancia de sus pér-didas y utilidades; pero, para las otras profesiones, es necesario apelar a los gastos públicos y conocidos que tienen los que per-tenecen a ellas, a fin de deducir por sus rentas; sin duda que este medio es algo falible y no deja de estar sujeto a inconvenientes; mas en absoluta falta de otros, es necesario hacer uso de él.

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Entre los gastos públicos que puede hacer una persona, ninguno está más a la vista, ni es más seguro, constante y cono-cido que el de la casa que habita. Según el cálculo más aproxi-mado, el gasto de la casa es sobre poco más o menos la octava parte del total de los de una persona; con multiplicar pues por ocho el valor del arrendamiento, se sabrá con bastante aproxi-mación lo que consume anualmente y de consiguiente lo que gana, y una vez obtenido este resultado, es fácil conocer si los productos de su industria constituyen la renta anual exigida. Un fraude puede caber en esto y es que al tiempo de darse la infor-mación se tome para pocos días una casa que sirva para el inten-to; mas se podrá fácilmente evitar si se previene que la finca de-berá haberse ocupado a lo menos por un año, pues sólo de este modo podrá probar la renta anual.

Contra las indicaciones que hemos hecho, sólo se puede proponer una objeción, que tiene más de especiosa que de sóli-da; a saber, que una ley acordada conforme a los puntos indica-dos, sería una verdadera adición a la Constitución general, pues

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exige para ser Diputado o Senador calidades que no están pres-critas en ella. A esto se pueden contestar varias cosas: la mis-ma Constitución exige, para el desempeño de semejantes cargos, el ser ciudadano en el ejercicio de sus derechos y no prohíbe a los poderes generales el fijar las condiciones de este derecho por una ley secundaria, como lo es la que ahora promovemos. Ade-más, para que una medida legislativa se estime adición consti-tucional, no basta que se extiendan y expliquen los puntos que se han fijado en esta ley fundamental; de lo contrario no podría haber leyes secundarias que reglamentaran los principios de la Constitución; lo que se requiere, pues, es que se incluya en el texto de este Código y se le dé el mismo carácter de estabilidad que al resto de sus artículos; esto es lo que caracteriza las adicio-nes constitucionales; los demás acuerdos que no contrarían su letra, aunque induzcan nuevas obligaciones y fijen nuevos con-ceptos sobre los cuales no ha recaído resolución y quedaron in-decisos, no merecen otro nombre que el de leyes secundarias, que puede acordar el Congreso general en todo tiempo.

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Como ciudadanos amantes de la Patria e interesados en sus progresos, presentamos al público, a la consideración de las Cá-maras y de los Estados, nuestras reflexiones sobre tan importan-te materia; ellas son el fruto de muchos años de reflexión y de las lecciones amargas pero saludables de la experiencia; estamos per-suadidos de que la opinión y deseos públicos se han explicado ya bastante sobre la necesidad del importante arreglo del derecho de ciudadanía, haciéndolo esencialmente afecto a la propiedad; léan-se con atención los periódicos que merecen el nombre de tales, de todos los partidos, y se verá desde el año próximo pasado con mucha anticipación al pronunciamiento de Jalapa, el clamor uni-forme para que así se haga y el íntimo convencimiento de no po-derse obtener por otros medios el arreglo de las elecciones.

Hemos creído de nuestro deber presentar las dificulta-des que podrían pulsarse, e indicar el modo de salvarlas; nos li-sonjeamos de que nuestras reflexiones, aunque imperfectas, no dejarán de esparcir luces sobre materia tan obscura y llamar la atención del público, que, fijando su discusión sobre ella, per-

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feccionará y adelantará nuestros trabajos. Para mayor claridad, y presentar bajo un solo golpe de vista todas las ideas expuestas, será muy del caso reducirlas a sencillas proposiciones, que se-gregadas de las razones en que se apoyan, den lugar al análisis en el siguiente proyecto de ley.1° La voz activa y pasiva pertenece exclusivamente a los ciuda-

danos.2° Ninguno podrá ser ciudadano de los Estados sin serlo pre-

viamente de la República.3° Es ciudadano de la República el nacido o naturalizado en

ella, mayor de veinticinco años, que tiene una de las condi-ciones siguientes: Propiedad raíz, cuyo valor no baje de seis mil pesos. Renta corriente que llegue a mil.

Las cuotas que se exigen en el artículo anterior deberán reducir-se a la mitad, respecto de los habitantes de la campaña y de las poblaciones que tengan menos de diez mil almas.4° Bajo el nombre general de renta, se comprenden los frutos

de la industria, profesión o capitales.

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5° Sólo se entiende que tienen todas o alguna de estas condi-ciones, los que lo hayan acreditado en los períodos y ante la autoridad que esta ley prescribe.

6° La propiedad raíz se acreditará por la escritura de venta, la mueble por información de testigos, la renta proveniente de capitales, por exhibir las escrituras de reconocimiento y cer-tificación de estar los réditos en corriente, la de los empleos y profesiones por certificaciones de las tesorerías en que son pagados, la de industria por los libros de caja y, en su defec-to, por la casa que se ocupa, entendiéndose que sólo podrá probar la cuota de renta que se exige en el artículo 3, si el va-lor de su arrendamiento pagado por un año fuere la octava parte de dicha cuota.

7° Los jueces del distrito, en el lugar de su residencia, recibirán cada dos años en los meses de abril y mayo, las informaciones que acrediten la ciudadanía de las personas existentes en él.

Los alcaldes de los pueblos que no sean de la residencia del juez, recibirán la prueba y la remitirán al juez para su calificación.

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8° En el mes de mayo se publicarán las listas de los que resulta-ren ciudadanos.

9° Hay acción popular, para reclamar la inclusión en las listas, de los que se hayan omitido, o la exclusión de los puestos in-debidamente.

10° Esta acción fenecerá en todo el mes de junio siguiente.11° Los jueces de distrito remitirán en todo julio listas de los ciu-

dadanos de su territorio al supremo Gobierno y a los gober-nadores de los Estados.

12° Ninguno que no esté incluido en estas listas, podrá votar ni ser votado para nada en toda la República, so pena de nulidad.

13° No será obstáculo para que continúen en sus puestos, por el tiempo que las leyes previenen, los que antes de esta ley ha-yan entrado a funcionar en ellos.

14° Las bases de esta ley se elevarán al rango de constitucionales a su tiempo y en la forma que previene la Constitución.

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Contenido

Ensayo filosófico sobre nuestra revolución constitucional 9

Discurso sobre la libertad de pensar, hablar y escribir 35

Discurso sobre los perniciosos efectosde la empleomanía 57

Discurso sobre la libertad civil del ciudadano 79

Discurso sobre la necesidad de fijar el derecho de ciudadanía en la Repúblicay hacerlo esencialmente afecto a la propiedad 103

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Filosofía republicana. Antología se terminó de imprimir en la Ciudad de México en marzo de 2008.

En su composición se usaron tipos de la familia Palatino.