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Antología Segundo Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria Hotel “Flor de Lino”. Texto: Saurio. Imagen: César Da Col. De cómo el ex caballero Nicomedes comenzó a contar sus aventuras y desventuras y de lo que entonces sucedió. Texto: Gabriel Sáez. Imagen: Juan Lima. Marco Coco y las nubes del olvido. Texto: Gabriel Sáez. Imagen: Alexiev Gandman. La mejor familia del mundo. Texto: Susana López Rubio. Imagen: Rodrigo Folgueira. Como un deseo dándole vueltas. Texto: Juan Fernando Cardona Fernández. Imagen: Claudia Degliuomini. El pájaro cantor. Texto: Carla Dulfano. Imagen: Omar Panosetti. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed: http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

Antologia: Segundo concurso (Educared Imaginaria)

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Antología (Segundo concurso de cuentos Imaginaria). Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos.

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Antología

Segundo Concurso de Cuentos de

EducaRed e Imaginaria

Hotel “Flor de Lino”. Texto: Saurio. Imagen: César Da Col.

De cómo el ex caballero Nicomedes comenzó a contar sus aventuras y desventuras y de lo que entonces sucedió.

Texto: Gabriel Sáez. Imagen: Juan Lima.

Marco Coco y las nubes del olvido. Texto: Gabriel Sáez. Imagen: Alexiev Gandman.

La mejor familia del mundo. Texto: Susana López Rubio. Imagen: Rodrigo Folgueira.

Como un deseo dándole vueltas. Texto: Juan Fernando Cardona Fernández. Imagen: Claudia Degliuomini.

El pájaro cantor. Texto: Carla Dulfano. Imagen: Omar Panosetti.

Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:

http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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Un día, en el baño de mi casa apareció un pingüino.Traía una valija verde y estaba vestido con un saco rojo con muchos bolsi-

llos y un gorro de plástico amarillo.—¡Buenas tardes! —me dijo el pingüino, a pesar de que era la mañana bien

temprano—. Quisiera una habitación con vista al lago y que el desayuno me lo traigan a la cama.

—Perdón, señor Pingüino —le contesté—, pero esto no es un hotel, no hay ningún lago cerca y yo no sé qué desayunan los pingüinos.

—Pescaditos con mermelada, muchas gracias. Ah, y un café con mucha leche.—¡Pero esto no es un hotel! ¿Me entiende, señor Pingüino? ¡Esto no

es un hotel!

Saurio

Hotel “Flor de Lino”Primer premio en el 2° Concurso Internacional de Cuentos

para Niños de Imaginaria y EducaRedIlustrado por César Da Col

Texto © 2005 Saurio. Dibujo © 2005 César Da Col. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito del autor. Prohibida

la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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El pingüino me miró fijo, sin comprender. Se sacó el gorro y se rascó la cabeza.

—¿Esto no es el hotel “Flor de Lino”?—No, no lo es.—¿Y el lago Azulado no se ve por la ventana?—No, ya le dije, no hay ningún lago cerca.—¿Pero no estoy en Colonia Gutiérrez?—No. Usted está en Santa Gregoria de los Cardales.Se sorprendió aun más. De un bolsillo sacó un mapa y lo miró. Mucho lo

miró, de cerca, de lejos, patas para arriba, de costado, de adelante, de atrás, con una lupa y con un telescopio. Lo miró y lo remiró.

—¡Claro! —exclamó al rato—. ¡Si seré tonto! ¡Ayer me olvidé de darle cuerda al mapa y por eso no me funciona!

¿Un mapa a cuerda? Esto sí que es más raro que un pingüino turista... No, no, un pingüino turista es más raro que un mapa a cuerda... No, no, las dos cosas son igual de raras... Creo.

El pingüino se puso a buscar en todos sus bolsillos, hasta que encontró una llavecita dorada con la que le dio cuerda al mapa. Después volvió a mirarlo. Por su cara me di cuenta de que algo malo pasaba.

—¡No puede ser! —empezó a gritar—. ¡No puede ser que la ciudad de Traslasierra no esté detrás de ninguna sierra sino en el medio del mar! ¡Este mapa no funciona! ¡Este mapa no funciona!

Me miró entonces y dijo:—¡Rápido, botones, tráigame un terbucador integralizado!—¿Quééé? ¡Yo no soy botones!—Bueno, conserje, botones, gerente, licenciado, lo que sea... igual yo nece-

sito que me traiga un terbucador integralizado.—¡Es que no sé que es un terbucador integralizado!—Y así pretende dirigir un hotel... ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!—¡Es que esto no es un hotel! —grité.—¿Ah, no es un hotel? ¿Y entonces qué es? —dijo una voz muy grave a mis

espaldas. Me di vuelta y vi a un enorme lobo marino con bermudas, camisa

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hawaiana y anteojos de sol. Detrás de él estaba una loba marina con un ves-tido floreado y un lobito en shorts y ojotas.

—Esto es el baño de mi casa —le dije.—¿Un baño? ¿Usted quiere decir que acá la gente viene a hacer pis y caca?—Bueno, no toda la gente, sólo mi familia y mis amigos, pero sí, este es un

baño donde uno hace pis y caca, se baña, se lava la cara y los dientes, se peina y hace todas las cosas que uno hace en los baños.

—¿Entonces por qué afuera hay un cartel diciendo que esto es un hotel?Salí, miré la puerta del baño y no vi ningún cartel.—Señor Lobo de Mar, acá afuera no hay ningún cartel.—Hmmm... Muy mal hecho, amigo mío. Así no va a conseguir que vengan

turistas a su hotel.—¡Es que esto no es un hotel!—Pero parece un hotel —dijo el lobo de mar.—Sí —comentó el pingüino—, aunque el servicio es pésimo. Yo hace una

hora que pedí unos pescaditos con mermelada y un café con leche y todavía no me trajeron nada.

—¡Pá! ¡Yo quiero un alfajor de dulce de leche! —chilló el lobito.—Yo quisiera un jugo de naranja —dijo la loba—. Mozo, un jugo de

naranja y un yogur, por favor.—¡Y un alfajor!Esto sí que cada vez se ponía más raro. Y se iba a poner aún peor, porque

desde adentro del inodoro asomó la cabeza una ballena.—Perdón —me dijo—. ¿Este es el Ministerio de Asuntos Poco Importantes?—No —contestó el pingüino por mí—. Este es el hotel “Flor de Lino”.

Siga tres cuadras derecho, doble tres a la izquierda, tres a la derecha, otras tres a la izquierda y va a llegar a una plaza con muchos árboles y una estatua de un señor pelado parado arriba de una silla. En la cabeza del pelado tiene el nido un hornero que se llama Roberto, dígale que va de parte mía y él le va a informar dónde está el Ministerio de Asuntos Poco Importantes.

La ballena se zambulló nuevamente en el inodoro y se fue. Casi inmedia-tamente reapareció.

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—Pregunta Roberto cuándo le piensa devolver el compact de Polera de Banlon que le prestó el año pasado.

—¡Ufa! ¡Ya le dije mil veces a ese hornero que yo ya se lo devolví y que él después se lo prestó a la hámster que trabaja con él!

De nuevo la ballena se zambulló y otra vez volvió a aparecer casi inmediatamente.

—Dice Roberto que es verdad, que lo disculpe.—No es nada, no es nada. Aunque bien le vendría tomar un tónico para

la memoria...—Hablando de tomar... —dijo la loba de mar—, yo hace rato que pedí un

jugo de naranja y un yogur...—¡Y un alfajor! —interrumpió el lobito.—... y todavía nadie me trajo nada.—¿Qué le dije, señora? ¡El servicio de este hotel es pésimo!—¡Pero bien caras que cobran las habitaciones! —aulló el lobo—. ¿Sabe

cuánto estoy pagando por una para nosotros tres? ¿Sabe? ¡Trescientos treinta y tres millones trescientos treinta y tres mil! ¿A usted le parece? ¡Ni que fueran de oro las camas!

—¡Y el olor! —agregó un armadillo al que no había visto hasta ahora—. ¡Apesta!

—¡Es que este es mi baño y no un hotel! —grité, ya cansado—. Además, yo siempre tiro desodorante de ambientes...

—Sí, claro —se burló el armadillo—, y yo soy alto, rubio y de ojos celestes.— Eso no es nada —comentó el pingüino—. El otro día voy a tomar sol a

la bañera y qué me encuentro: al señor todo desnudo y con la ducha abierta. ¡No, si hay gente que no tiene ni una pizca de vergüenza!

—¡Qué barbaridad! —exclamó el resto de los animales (incluso la ballena y el hornero Roberto, que habían vuelto a aparecer por el inodoro).

—¡Este hotel es una porquería! ¡No sé para qué vinimos! —gritó el lobo de mar.

—Eso, ¿para qué vinieron? ¿Por qué no se van a otro hotel y listo? —pre-gunté fastidiado.

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—¡Claro, búrlese! ¡Si su hotel es el único junto al lago Azulado! Diga que los paisajes de este lugar paradisíaco compensan la mala atención, que si no ni siquiera asomaríamos la nariz por este hotelucho.

Ni bien terminó de decir esto, todos los animales abrieron la puerta y se marcharon en fila, con cara de ofendidos. Salí detrás de ellos pero en el pasillo no había nadie. Tampoco había nadie en las habitaciones ni en el living ni en la cocina ni en el lavadero ni en el balcón ni en ningún otro lado de la casa.

Desde ese día nunca más se me aparecieron animales, pero cada tanto en el baño encuentro vasos usados, pelotas inflables, pomos vacíos de bronceador, envoltorios de alfajores, envases de yogur y restos de pescaditos con merme-lada. Por suerte, los animales también pagan por las habitaciones, que si no yo ya hubiera cerrado el hotel hace rato.

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“Y contaba a los ombronenses nuevas historias que de verdaderas, contándolas, se volvían inventadas, y de inventadas, verdaderas.”

Italo Calvino

TOM-TOM comenzó a escucharse desde el fondo del camino. TOM-TAM-TOM. La gente de la aldea creyó al principio que eran truenos que anunciaban las tormentas de enero. TOM-TOM. Hasta que un hombre, con voz temblorosa, dijo: “Es Nicomedes.” TOM-TAM-TOM. Y efectivamente, era Nicomedes, ex caballero andante de aventuras y desventuras, anunciando

Gabriel SáezDe cómo el ex caballero

Nicomedes comenzó a contar sus aventuras y desventuras y de lo que

entonces sucedióSegundo premio en el 2° Concurso Internacional de Cuentos

para Niños de Imaginaria y EducaRedIlustrado por Juan Lima

Texto © 2005 Gabriel Sáez. Dibujo © 2005 Juan Lima. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito del autor.

Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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su llegada con su tambor. TOM-TOM. Entonces la gente se fue a sus casas corriendo, cerraron ventanas, adelantaron siestas, anticiparon recados que debían llevar a la próxima aldea: cualquier motivo era válido para escapar a la presencia de Nicomedes. TOM-TAM-TOM y dejó de sonar. Ahí, en la plaza de la aldea, su escenario habitual, estaba Nicomedes, quien comenzó con los versos de siempre:

Aquí llegó el otrora caballero andantepara cantarles sus historias rimbombantes...

Y entonces Nicomedes miró a su público, que era muy poco, y sus dedos tocaron una cuerda de laúd con fuerza: era el dolor suyo, que se transformaba en un acorde.

Mientras Nicomedes continuaba con sus versos, sintió un Tum-Tim. Pero no era su tambor. Tum-Tim. Venía de adentro suyo. Tum-Tim. “Tal vez” pensó Nicomedes, “son los sonidos del corazón cuando el corazón se pone triste”.

Y si Nicomedes estaba triste, es porque no siempre había sido así.

* * *

No siempre había sido así. Desde antes, desde siempre, todo el mundo lo sabía, no con datos exactos, pero todo el mundo sabía que Nicomedes en su época de caballero andante había vivido las más emocionantes aventuras y desventuras. Aunque no con datos exactos, se sabía que él había debido enfrentar a dragones con fuegos congelantes, a hechiceros malvados que con sus ojos eran capaces de paralizar nubes. No con datos exactos, pero todo el mundo sabía que Nicomedes había combatido, a veces con memorables vic-torias y otras con aceptables derrotas, a brujas que indigestaban con sus pas-teles de manzana, a monstruos marinos que empapaban con sus estornudos cósmicos... Todo el mundo lo sabía. Ahora bien, si los aldeanos debían relatar los acontecimientos con exactitud, en los datos, no podían.

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Por eso, cuando a Nicomedes le llegaron los años y el cansancio (los 62 no es edad para escapar de sirenas que atacan mortalmente con sus cosquillas), a nadie le sorprendió que él se dedicara al oficio de trovador. Desde ese día saca-ría a relucir otra de sus dotes. Porque Nicomedes no solamente era un exce-lente espadachín y cocinero de postres dulces, no solamente era un eximio navegante de aguas turbias e inigualable constructor de escobas (por donde pasaba él, el camino quedaba sin una piedrita): Nicomedes era, además —y se sabía—, un notable ejecutor de cuerdas y un prolífico creador de versos.

Y así empezó la que resultaría la parte más misteriosa de la vida de Nicome-des: Nicomedes trovador, recorriendo con su tambor y su laúd las aldeas del reino, para cantar contando y contar cantando todas sus pasadas aventuras y desventuras, y esta vez con datos exactos.

La primera gira por el reino fue más que exitosa: en las plazas de cada aldea apenas entraba una cabeza de alfiler. Es que todo el mundo deseaba por fin escuchar y saber con información fidedigna las aventuras y desventuras de aquel inigualable caballero de aventuras y desventuras.

La segunda gira fue aceptable: en las plazas de cada aldea apenas quedaban algunos rincones vacíos.

Pero ya para la tercera, las plazas comenzaron a mostrar más árboles que personas, y tómese en cuenta que en cada plaza de aldea no había más de veinte árboles.

Los aldeanos ya no querían escucharlo. Y no es que Nicomedes hasta ahí se repitiera con la narración de sus aventuras y desventuras: ni siquiera había terminado de contar una.

Es que el modo de cantar contando y de contar cantando de Nicomedes era francamente muy especial. Y decir muy especial es decir poco...

* * *

El principio del fin de la carrera de trovador de Nicomedes empezó desde el principio. Es decir, cuando se encerró en su cabaña, que quedaba sobre un monte alejado y solitario. Allí se puso a componer el primero de sus relatos,

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en el cual contaría cantando y cantaría contando la temeraria aventura (o desventura, depende cómo se la viera) que había tenido aquella vez en que enfrentó a un gigante con feroces dientes de ratón.

“Primero me conviene empezar por lo primero”, se dijo Nicomedes con su pluma de ganso irlandés en la mano. Y lo primero que anotó fue esa frase: le parecía una buena enseñanza para las generaciones futuras de trovadores.

Ahora bien, ¿qué era lo primero? Lo primero era su primer encuentro con el gigante... No, lo primero era antes, cuando iba en camino por una de las rutas del reino a encontrarse con el gigante, con su cepillo de hierro en mano (su objetivo era domarlo limpiándole sus feroces dientes)... Pero no, lo primero era antes que eso, cuando había recibido las primeras noticias del gigante con dientes de ratón, que si mal no recordaba (y, lamentablemente, Nicomedes recordaba todo demasiado bien) había sido durante una primavera, descan-sando a orillas del Río Crepitoso, y por labios de un titiritero andante.

“Eso es lo primero –se dijo Nicomedes–, el titiritero andante”. Y comenzó cuatro versos para ser cantados:

Fue en una primavera calurosaa las orillas del río Crepitosoen cuyas aguas no hacía otra cosaque descansar de mi andar venturoso.

Pero en este punto Nicomedes se detuvo. Era necesario hablar más del río Crepitoso, que no era un río como cualquier otro. Además él, lamentable-mente, recordaba ese río perfectamente bien, aun en sus detalles más míni-mos y exactos. Nicomedes rescribió:

Fue en una primavera calurosaa las orillas del río Crepitosocuyo caudal de despreciar no es cosapues se calcula que a modo grossosus aguas riegan con agua gozosa

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y con un color cristalinosoa todas las villas que tengan un pozo...

Nicomedes se entusiasmó. Nicomedes continuó:

Es sabido por todas las cocinerasque cerca de este río hay plantas doradasa las cuales no hay mujer lavanderaque no haya usado para ricas ensaladaspreparadas de cien maneras deseadas.

A continuación, Nicomedes, entusiasmado como en una de sus antiguas aventuras, continuó escribiendo más y más versos en los que detallaba cada una de esas cien maneras de preparar las ensaladas hechas con las plantas que crecían cerca del Río Crepitoso.

Casi había vaciado la mitad de su tintero para el primer día, y apenas había llegado a la parte en que se encontraba con el titiritero, pero con el titiritero estando lejos e irreconocible en un punto distante del camino.

La tarea de terminar de componer su primer relato para contar cantando y cantar contando le llevó ocho días. El primer día trató sobre el ya nombrado Río Crepitoso: no solamente su caudal, las plantas que habitaban su lecho y las recetas de ensalada que con ellas se podían hacer; también la velocidad de sus aguas, su fauna ictícola, los diferentes colores que adquiría el agua según los diferentes momentos del día, etcétera, etcétera, etcétera.

El segundo día lo dedicó de sol a sol a describir al titiritero andante: su ves-timenta, una selección de sus mejores anécdotas, sus títeres, el resumen nada esquemático de sus mejores obras teatrales y, como un añadido que a Nico-medes le parecía totalmente pertinente, una breve historia de los orígenes del arte del tititerismo, que se remontaba a los asirios y los caldeos.

Y así, los días restantes hasta llegar a ser ocho, los dedicó a componer versos ingeniosos que, siguiendo el mismo y exasperante estilo de exactitud en los datos, trató sobre caminos y su distribución geométrica a lo largo del reino,

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diferencias de temperatura entre una región y otra, etcétera, etcétera, etcétera hasta llegar a la conclusión de la aventura (o desventura, según se viera) con el gigante con dientes de ratón.

A esta altura, resulta presumible saber en qué habría de radicar la notable impopularidad que tendrían las giras del ex caballero andante y actual trova-dor Nicomedes...

* * *

TOM-TOM comenzó a escucharse desde el fondo del camino. TOM-TAM-TOM y Nicomedes dejó de tocar su tambor. Sacó su laúd frente a una asistencia que nuevamente se había multipli-cado, porque hacía tiempo que Nicomedes no regresaba por las aldeas y la esperanza de buenos relatos era lo último que perdían los habitantes de aquel reino. Y siendo apenas el mediodía, Nico-medes comenzó:

Aquí llegó el otrora caballero andantepara cantarles sus historias rimbombantes...

Y Nicomedes siguió. Y siguió y siguió y siguió. Y siguió más. Nicomedes entonces descubrió lo que era a todas luces inevi-

table: no podría concluir una de sus aventuras. Las estrellas ya se habían plantado arriba de la plaza, y él recién cantaba y contaba la parte que decía:

Aquel titiritero tenía un saco marrónque hacía juego con su camisa,que si mal no recuerda mi razónera blanca como una blanca tizay salpicada por un solo y enorme botón,cuya superficie si bien parecía lisa

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una ranura del color de un malvónlo atravesaba al botón que superficie lisase puede decir que no tenía con razón.

Y la gente bostezaba y ya venía bostezando. Es que el gigante con dientes de ratón les parecía tan lejano, tan remoto: los oyentes sentían que no llegaría nunca, que la vestimenta del titiritero aún prometía detalles tan novedosos como cruelmente exactos.

Entonces Nicomedes, ya sea por notar el cansancio de su auditorio, ya por no poder más con su propio cansancio, improvisó siete versos:

Se suspende acá esta historia pero para nada se termina.Consérvenla en vuestra memoria,que este trovador que las aldeas caminapromete concluir con gran euforiasu aventura increíble y de valentía finacon el gigante con dientes como zanahorias.

Guardó su laúd y los aldeanos que todavía se hallaban despiertos aplaudie-ron tanto y tan fuerte que despertaron a los que se habían quedado dormidos, quienes, al principio, creyeron que se habían perdido la mejor parte.

* * *

Terminar aquella aventura vivida con el gigante, a Nicomedes le demandó doce giras. El público, como ya se dijo, comenzó a mermar a partir de la ter-cera gira, que fue en enero, justo cuando comienza nuestra historia.

Para la octava gira, las plazas no llegaban a tener una decena de asistentes. Pero es cierto que en la novena hubo un aumento en el público. Es que se empezó a correr el rumor de que por fin el relato de Nicomedes había llegado al punto en que se encontraba con el temible gigante con dientes de ratón.

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Pero apenas fue una ilusión que duró muy poco, porque llegado a ese ansiado momento de la historia que Nicomedes contaba cantando y can-taba contando, el ex caballero andante de aventuras y desventuras se dedicó a seguir su pasión exhaustiva por los detalles exactos. Y Nicomedes cantaba, y Nicomedes contaba:

Si mal no me engaña mi memoria cortésaquellos dientes del gigante medían de largosesenta y dos centímetros que lo mismo esa decir, con otro criterio igual de válido sin embargo,seiscientos veinte milímetros de larguez.

Y Nicomedes sobre el mismo asunto contaba, y Nicomedes cantaba, y Nicomedes insistía:

Aquellos dientes, a mi venturoso entender,carecían por completo del calcio suficiente,que como el sabio de dientes ha de saber,necesario es para comer los alimentos calientes.

De más está decir que Nicomedes, para cuando concluyó la historia, es decir en su duodécima gira, en las plazas llegó a tener más árboles que oyentes.

Pero Nicomedes era testarudo, y tomó aquel supuesto fracaso en los ini-cios de su carrera trovadoresca como una prueba que debía superar. ¿Cómo? No desviándose de su camino. Si su auditorio aún no era capaz de apreciar su arte de contar cantando y de cantar contando era porque a su entender todo lo que es nuevo y bueno tardaba en ser aceptado. Entonces Nicomedes recordaba sus primeras aventuras, que en rigor fueron más bien desventuras con dragones que lo echaron de cuevas a coletazos inolvidables, con brujas que lo hicieron perderse por días en laberintos imaginarios de diez metros cuadrados... Y Nicomedes recordaba que él nunca había desistido frente tan memorables fracasos. No lo iba a hacer ahora.

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Por eso, el ex caballero andante se encerró nuevamente en su solitaria cabaña arriba del monte. Empezó a componer aquella notable aventura (o desventura, depende cómo se viera) que había tenido al enfrentarse contra el Hechicero del Tiempo. Pero fue en el trigésimo quinto verso, justo cuando escribió con su pluma de ganso irlandés la palabra tiempo, que se detuvo. Tiempo, pensó Nicomedes. Tiempo, volvió a pensar.

Para contar todas sus aventuras y desventuras necesitaría mucho tiempo, pero sus aventuras eran más que muchas. Entonces Nicomedes, que era muy metódico para realizar todas sus tareas, comenzó a anotar los títulos de cada una de sus andanzas: De cómo me hallé con el hada del resfrío y de cómo no me resfrié, De las tierras de los caracoles rencorosos y de las complicaciones que allí tuve, De la vez que afronté las sirenas desafinadoras y de las lecciones de solfeo que bien supe darles y bien supieron recibir... Y los títulos de aventu-ras y desventuras continuaron y continuaron más hasta llegar a la asombrosa cifra de novecientos veintisiete.

Para entonces la pluma de ganso irlandés de Nicomedes estaba rota de tanto escribir, y la pobre mente de nuestro ex caballero andante estaba rota de pesadumbre frente a una conclusión que se le presentaba como inevitable: jamás, en el tiempo que le restaba de vida, podría terminar de componer cada una de aquellas andanzas en versos para ser cantados, y muchísimo menos podría hacerlas conocer en giras trovadorescas.

Entonces Nicomedes pensó que estaba frente a su más peligroso entuerto a resolver: de lo que se trataba era de vencer nada más y nada menos que al tiempo que, según todos decían, no hay quien lo venza. “Pero yo no soy quien –se dijo Nicomedes–, yo soy Nicomedes”. Y se puso manos a la obra para vencerlo.

Le llevó tres días con sus soles y sus estrellas idear la primera solución. Pri-mero llegó a una conclusión irrefutable: lo que atentaba contra la posibilidad de poder llegar a relatar todas sus historias vividas era su afán exhaustivo por la exactitud en los datos. No era un mal diagnóstico. Pero para superar aquel mal, quizá —como se verá a continuación— eligió un mal peor...

* * *

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TOM-TOM comenzó a escucharse desde el fondo del camino. TOM-TAM-TOM y Nicomedes dejó de tocar de su tambor. Sacó su laúd frente a una asistencia que otra vez había vuelto a ser numerosa. Es que hacía un tiempo que Nicomedes no regresaba por las aldeas y la esperanza de buenos relatos era lo último que perdían los habitantes de aquel reino. Y Nicome-des comenzó:

Aquí llegó el otrora caballero andantepara cantarles sus historias rimbombantes...

Y Nicomedes continuó:

Aquella vez que me encontrécon el hechicero de horrible atuendoque dominaba el tiempo al revéslo vencí rápido como el viento.Y aquí esta historia terminapero empieza la del hada Carminaque a todo el mundo resfríapero mediante mi ingenioso actuarla puse en su justo lugar.Y acá esta aventura finaliza pero empieza esta que causará risa,la de los caracoles rencorososque en su tierra me metieronen entuertos horrorososque mis destrezas resolvieron.Y a su fin llegó esta andanza memorable para comenzar con otra inimaginable...

Sus versos eran de una síntesis feroz: cuatro versos, a lo sumo cinco, y los asistentes ya estaban frente a otra nueva aventura que más bien parecía apenas

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el título de una aventura y a otra cosa o, mejor dicho, a otra aventura (o des-ventura, depende cómo se viera).

A la media hora los asistentes terminaban mareados. Se les mezclaban per-sonajes, complicaciones y peligros que no eran para nada claros: ¿En qué con-sistía dominar el tiempo al revés? ¿En qué consistía el rencor de los caracoles, en qué los entuertos horrorosos que había vivido Nicomedes?

Concluida aquella alocada gira, Nicomedes regresó a su cabaña arriba del monte para realizar un balance. Ya había liquidado varias de sus aventuras en versos. Las restó a las que le quedaban, y por resultado dio que todavía había muchas, muchísimas. Y el tiempo le seguía corriendo en su contra. No llegaría a terminarlas aun aplicando ese estilo desbocadamente resumido. Fue entonces que Nicomedes buscó una nueva solución, que fue la definitiva y que en rigor no sería la solución (o bien lo sería, según como se viera).

* * *

Lo que se planteó esta vez el ex caballero andante fue una estrategia audaz: las historias eran muchas y, ya se había demostrado, resultaba imposible con-tarlas una por una; por lo tanto, había que contar varias a la vez. Porque Nicomedes descubrió (o le pareció descubrir) que muchas de sus aventuras y desventuras eran bastante parecidas. “Todas las historias tienen un principio, todas tienen una mitad y todas tienen un final”, pensó Nicomedes, y ense-guida anotó aquella frase que seguramente resultaría más que útil para las futuras generaciones de trovadores.

Entonces de lo que se trataba (o bien lo que trató Nicomedes) era de juntar varias andanzas que había vivido en su época de ex caballero y transformarlas en una sola.

Y así, con su fiel pluma de ganso irlandés, comenzó a componer versos en donde se mezclaban personajes que, al pertenecer a distintas aventuras y des-venturas, nunca se habían conocido. Pero la mezcolanza era tal que no sólo se mezclaban los personajes: también se mezclaban los lugares, se mezclaban los rasgos físicos de un personaje con otro, se mezclaban los peligros y se mezcla-

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ban los desenlaces. El único personaje que resultaba claro en aquella ensalada de versos que componía Nicomedes era el propio Nicomedes.

Por ejemplo, en la primera de sus composiciones incluyó las siguientes aventuras: De aquella vez que me interné en el Bosque del Olvido y de cómo le devolví la memoria a leñador que allí habitaba, De la vez que incursioné en el Reino Oscuro y vencí al Ladrón de Sombras, De cómo enseñé a domesticar espejos a la Bruja Invisible, Del encuentro que tuve en el Castillo Anacros con el cruel Atrasador del Tiempo, De mi desventura con final feliz en el País del Hielo, De cómo caí atrapado en las Cuevas que Respiran y de cómo logré escapar de las mismas...

Cuatro días le demandó escribirla. Y para Nicomedes aquella había sido una verdadera aventura de las letras que había llegado a un final feliz. Pero el verdadero final se vería en las plazas de las aldeas.

* * *

TOM-TOM comenzó a escucharse desde el fondo del camino. TOM-TAM-TOM y Nicomedes dejó de tocar de su tambor. Sacó su laúd frente a una asistencia respetable: es que había empezado a correr el rumor de que el trovador y ex caballero de aventuras y desventuras venía con novedades.

Y Nicomedes no comenzó como las otras veces, sino que sacó un manojo de hojas. Después anunció el título de la obra que interpretaría, un título que puso más que inquieto a todo el auditorio: De aquella vez que me interné en el Bosque del Olvido (semejante en más de un término con el Reino Oscuro y el Castillo Anacros), de los peligros que atravesé (semejantes a los vividos aquella otra vez en las tierras de la Bruja Invisible) y del modo en que salí vivo y salvo de todas esas aventuras (modo comparable en varios términos al que tuve aquella otra vez cuando resolví el temible Acertijo de los Hielos y en aquella otra en que escapé victorioso de las Cuevas que Respiran).

Apenas terminó de anunciar ese título infinito, más de un aldeano amagó con retirarse disimuladamente. Pero Nicomedes no dio tiempo a nada y comenzó a cantar contando y a contar cantando:

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Un día me llevó de caminollegar al Bosque del Olvido.Era este un bosque tenebrosocuyo horror me paralizóporque era como un enorme fosoen donde la luz nunca jamás llegó...

Era un buen comienzo. La gente comenzó a temblar con aquella descrip-ción del bosque que no era cruelmente exacta. En todo caso era una descrip-ción que hacía que el bosque resultara inquietantemente cruel.

Pero entonces ocurrió. Nicomedes, que lo que quería era contar varias aventuras en una sola, con su canto que contaba y con su cuento que cantaba hizo que el Bosque del Olvido se convirtiera de repente en el Castillo Ana-cros, que los pasadizos del Castillo Anacros se transformaran de repente en las calles amenazantes del Reino Oscuro.

Y la gente siguió temblando con la descripción de aquel lugar. Una des-cripción que no era para nada exacta, al contrario, resultaba un poco con-fusa. Pero el lugar que contaba cantando y cantaba contando Nicomedes, continuaba atrapándolos: que la descripción fuera confusa, hacía que el lugar resultara más amenazante.

Y Nicomedes contaba. Y siendo a veces fiel a los versos que había com-puesto, y muchas otras más veces improvisando porque se le ocurría sobre la marcha juntar aquellas aventuras mezcladas en una sola con otra aventura posterior o anterior por él vivida, Nicomedes relataba sobre personajes malig-nos que de repente robaban sombras, de repente eran invisibles, de repente atrasaban el tiempo.

Nicomedes relataba un peligro a enfrentar que de simple pasaba a ser mucho más difícil y más sorpresivo porque en realidad había comenzado a compararlo con otros peligros semejantes que había vivido en otras aventuras y desventuras: un laberinto se convertía en un palacio de espejos, en el palacio de espejos súbitamente comenzaba a correr un río de aguas congeladas y sobre él surgía una cueva con diez mil veintitrés pasadizos que respiraban, y luego

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cada pasadizo tosía hasta convertirse en la rama de un árbol alfombrado de serpientes de fuego...

Nicomedes mezclaba escenarios, a varios personajes los convertía en uno solo, de tal modo que los oyentes nunca podían salir de su asombro. Porque cuando creían estar un poco tranquilos porque creían conocer los personajes y conocer los escenarios en donde se movían esos personajes, todo se compli-caba más: los enemigos tenían más poderes malignos de los que ellos jamás podrían haber sospechado, los lugares nunca terminaban de presentar nuevos recovecos, nuevas sorpresas a cada paso, a cada verso.

Digamos que el relato de Nicomedes tampoco esta vez carecía de datos exactos, pero eran datos que, de tan mezclados, terminaban siendo oscuros y luminosos a la vez. Oscuros porque ningún hecho, entre tanta confusión, quedaba absolutamente claro. Luminosos porque cada hecho podía cobrar claridad si era iluminado por la interpretación que de él hacía cada aldeano de la plaza.

Nicomedes terminó de cantar aquella composición de título infinito. Entonces Nicomedes se asustó: sintió un estruendo. Creyó que era uno de los truenos que anunciaban las tormentas de enero. Creyó mal: eran los aplausos entusiasmados de todos los presentes en la plaza. Aplausos que se repitieron en cada plaza que le siguió a aquella gira. Aplausos que le siguieron a todas las giras que de allí en más realizara Nicomedes, ex caballero andante de aventu-ras y desventuras.

Y es que Nicomedes había logrado tal vez una de sus mejores hazañas que, como suele suceder con las hazañas mejores, fue lograda accidentalmente y sin intenciones. Los aldeanos estaban encantados con sus relatos porque eran todas aventuras y desventuras que, si bien les parecían conocidas, les resulta-ban al final totalmente nuevas. Y además, cada una de esas historias, siendo una se volvían tantas como tantos asistentes hubiera en cada plaza: es que para cada aldeano aquel relato significaba una cosa y no otra, para cada aldeano había significado otra cosa y no la misma.

De Nicomedes, antes de que tomara las artes de trovador, sabían sus aven-turas (o desventuras, dependen cómo se vieran), aunque no las sabían con

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datos exactos. Ahora no es que las supieran con mayor exactitud. Las sabían del mismo modo vago e inexacto que antes. Pero qué importaba, ahora sabían otras aventuras.

* * *

TOM-TOM siempre se escuchaba desde el fondo del camino. TOM-TAM-TOM. Y la gente de la aldea deseaba que aquello no terminaran siendo truenos que anunciaban una atrasada o adelantada tormenta de enero. TOM-TOM. Y era siempre Nicomedes, ex caballero andante de aventuras y desven-turas y definitivo trovador. TOM-TAM-TOM. Entonces la gente se ponía sus mejores trajes, suspendía siestas, postergaba recados que debía llevar a la próxima aldea. TOM-TOM y Nicomedes dejaba de tocar de su tambor, sacaba su laúd y comenzaba siempre con los mismos versos:

Aquí llegó el otrora caballero andantepara cantarles sus historias rimbombantes...

Y entonces Nicomedes miraba a su público, que era muy numeroso, y sus dedos siempre tocaban una cuerda de laúd con mucha suavidad: era una ale-gría andante, que se transformaba en un acorde.

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En muchos de sus viajes a lo largo de las galaxias, el capitán Marco Coco, a bordo de su submarino espacial, debió enfrentarse a pequeñas y grandes pruebas. La de las Nubes Estelares fue una de ellas.

Aquella vez se encontró con la ruta 27HXY totalmente congestionada. Suspendidos y detenidos en el espacio, había amontonados colectivos galác-ticos de larga distancia, naves con turistas venusinos que no sabían a qué sacarle fotos, varios cohetes camioneros y hasta once carrozas de un circo neptuniano.

Tantos eran los vehículos espaciales que se agolpaban en ese punto de la galaxia, que Marco Coco tuvo que levantar el periscopio de su submarino para observar mejor el panorama.

—Extraño fenómeno —dijo Marco Coco al contemplar de qué se trataba.

Gabriel Sáez

Marco Coco y lasnubes del olvido

Segundo premio en el 2° Concurso Internacional de Cuentospara Niños de Imaginaria y EducaRed

Ilustrado por Alexiev Gandman

Texto © 2005 Gabriel Sáez. Dibujo © 2005 Alexiev Gandman. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito del

autor. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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Consistía en una gran nube compuesta por millones de puntitos celestes y grises. Por el extraño color gris que poseían, o bien por un poder misterioso que desplegaban esos puntitos, o más bien por una combinación de esas dos características, Marco Coco sintió la misma tristeza que tuvo cuando durante su infancia perdió un balero cibernético. Detrás de esta nube, había otra casi idéntica, y las dos juntas obstaculizaban toda la ruta 27HXY.

Marco Coco salió de su submarino y averiguó más datos. Eran las famosas Nubes Estelares del Olvido.

—Si uno se interna en una de ellas —le explicó un domador de leones verdes—, acaba olvidando todo: quién es, adónde va, de dónde venía.

—Están los famosos errantes galácticos —agregó un pálido turista venusino—. Son aquellos desdichados viajeros que atravesaron estas nubes y que aún siguen vagando sin saber de dónde salieron ni a dónde tienen que llegar.

Luego Marco Coco volvió a su submarino y estudió la situación. Observó seis veces desde su periscopio las dos nubes estelares. La séptima vez se le ocu-rrió un plan. Elevó su submarino por sobre el resto de las otras naves. Avanzó y quedó justo enfrente de las dos nubes estelares.

—Les comunicaré mi plan por teléfono cósmico recién al otro lado de las nubes —les dijo a los viajeros que tenía más próximos—. Si no reciben noti-cias mías, es porque he pasado a formar parte de los errantes galácticos.

Entonces Marco Coco subió a su submarino. Programó un recorrido, que iba justo hasta la primera nube estelar, y desde ahí directo hasta la segunda. Luego encendió el piloto automático. Por fin, Marco Coco comenzó a avan-zar. Lenta pero decididamente se internó en la primera nube. Cuando salió de ella Marco Coco ya no sabía quién era, de dónde venía ni a dónde iba. Fue el peor momento. Sintió una tristeza extraña, parecida a la de haber perdido un balero que sin embargo estaba seguro de nunca haber tenido. Había olvidado todo. Pero cuando ingresó a la segunda nube, todo lo que había olvidado lo olvidó. De ese modo recordó. Y así Marco Coco recobró su pasado y por lo tanto su presente.

Ya al otro lado de las nubes, detuvo su submarino, y por el teléfono cós-mico les comunicó a los otros en qué consistía el plan. Todos fueron atrave-

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sando las Nubes Estelares del Olvido, y olvidando primero, olvidándose del olvido después, retomaron el camino sin pérdida alguna de recuerdos.

—Excelente —lo felicitó el domador de leones verdes—, ¿cómo se le ocu-rrió el plan?

—Sencilla lógica —respondió con modestia Marco Coco. Inmediatamente se metió dentro de su submarino y reinició el camino.

Había superado una difícil prueba, eso lo ponía casi feliz. Casi, porque ahora sentía una tristeza chiquita y extraña, parecida a la que tuvo por haber per-dido durante su infancia un juguete... ¿pero de cuál juguete se trataba?

Marco Coco lo había olvidado.

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Una bonita mañana de mayo, Carlota estaba jugando en el jardín del orfa-nato cuando la directora la llamó a su despacho.

—Te ha adoptado una familia, Carlota. Vendrán a por ti mañana —dijo.Por supuesto, los otros niños no tardaron en enterarse de la buena nueva.—¡Qué suerte!—¡Que envidia!—¡Felicidades, Carlota!—¿Cómo crees que será tu nueva familia?Carlota cruzó los dedos y pidió un deseo: “Espero que sea la mejor familia del

mundo.” Esa noche, Carlota no podía dormir de los nervios y pensó en cómo sería la familia perfecta. Imaginó que la adoptaba… ¡una familia de pasteleros!

Si la adoptaba una familia de pasteleros, viviría en una pastelería. Podría pasar el día entre tartas, torteles, bollos y bombones. Escribir mensajes de

Susana López Rubio

La mejor familiadel mundo

Segundo premio en el 2° Concurso Internacional de Cuentospara Niños de Imaginaria y EducaRed

Ilustrado por Rodrigo Folgueira

Texto © 2005 Susana López Rubio. Dibujo © 2005 Rodrigo Folgueira. Permitida la reproducción no comer-cial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito

del autor. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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azúcar en las tartas y sorber el merengue de los pasteles de merengue. Tendría palmeras de chocolate para desayunar, comer, merendar y cenar. Sin duda, ¡una familia de pasteleros sería la mejor familia del mundo!

Aunque pensándolo mejor… Como seguía sin poder dormir, Carlota volvió a pensar en cómo sería la familia perfecta. Imaginó que la adoptaba… ¡una familia de piratas!

Si la adoptaba una familia de piratas, viviría en un barco pirata. Podría navegar por los siete mares. Pintar banderas de calaveras y huesos y buscar tesoros de doblones de oro. Luciría un mono en el hombro derecho, un loro en el izquierdo, un parche en el ojo y una pata de palo. Sin duda, ¡una familia de piratas sería la mejor familia del mundo!

Aunque pensándolo mejor… Como aún no podía dormir, Carlota volvió a pensar en cómo sería la familia perfecta. Imaginó que la adoptaba… ¡una familia de domadores de tigres!

Si la adoptaba una familia de domadores, viviría en un circo. Podría pasar el día jugando con los tigres. Rizar los bigotes de los cachorros y contar las rayas de su pelaje. Llevaría un tigre de bengala al colegio para ser la más popular del recreo. Sin duda, ¡una familia de domadores sería la mejor familia del mundo!

Aunque pensándolo mejor… Como todavía no conciliaba el sueño, Car-lota volvió a pensar en cómo sería la familia perfecta. Imaginó que la adop-taba… ¡una familia de astronautas!

Si la adoptaba una familia de astronautas, viviría en una nave espacial. Podría visitar todos los planetas. Beber batidos en la Vía Láctea y bailar el hula hop con el anillo de Saturno. Contaría estrellas para dormirse por las noches. Sin duda, ¡una familia de astronautas sería la mejor familia del mundo!

Aunque pensándolo mejor… Con sorpresa, Carlota miró la ventana y des-cubrió que ya se había hecho de día. ¡Había pasado la noche entera sin dormir y su nueva familia ya había llegado a buscarla!

Los Pérez. Leonor, la nueva madre de Carlota, es funcionaria de correos. No es pas-

telera pero, todas las tardes al volver del cole, nunca se olvida de comprarle a Carlota una enorme palmera de chocolate para merendar.

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Roberto, el nuevo padre de Carlota, es agente de seguros. No es un pirata, pero le encanta jugar con Carlota a buscar tesoros escondidos en el descam-pado del barrio.

Elvira, la nueva abuela de Carlota, está jubilada. No es domadora de tigres, pero tiene dos gatos, Bigotes y Bruno, que se pasan el día dormitando en su regazo y les encantan las sardinas.

Pedro, el nuevo hermano de Carlota, estudia en el mismo colegio que ella. No es astronauta, pero ha decorado el techo del dormitorio con estrellas que brillan en la oscuridad para que él y Carlota puedan contarlas por la noche antes de dormir.

Y así, bajo el cielo estrellado de su habitación, Carlota Pérez por fin pudo dormir y no tuvo que imaginar más.

Había conseguido la mejor familia del mundo.

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reció de la nada un fraile, sembró una rama de un árbol que fue creciendo en forma de cruz, creció tanto y tanto y tanto que decidieron construir una iglesia en ese lugar, por si las moscas un milagro. No vendría mal uno en estas épocas de desencantos.

Juan Fernando Cardona Fernández

Como un deseodándole vueltas

Segundo premio en el 2° Concurso Internacional de Cuentospara Niños de Imaginaria y EducaRed

Ilustrado por Claudia Degliuomini

Ese domingo no tenía previsión de ser para guardar en la memoria pero sucedió conmigo eso de entrar en los secretos vecinos sin haberlo buscado. Estoy convencido que los secretos se las inge-nian cada vez que pueden para asomar la nariz y que los otros se les queden. Sen-tado en la única tabla de la banca que tenía tres cuando era nueva, había estirado mi brazo noventa y seis veces. Desde hace un tiempo pienso que puedo tocar las nubes. Estaba frente a la iglesia de la Santa Cruz, dicen que se llama así porque un día de hace muchísimos años apa-

Texto © 2005 Juan Fernando Cardona Fernández. Dibujo © 2005 Claudia Degliuomini. Permitida la repro-ducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito del autor. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria

y EducaRed: http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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—¿Quieres quedarte con mi gatico? Era Mariano, mi vecino del primer piso. Asunto de gatos no es conmigo. Estuve enamorado hasta los huesos

de la mujer del vestido verde, eso fue en las primeras páginas del libro que leí a escondidas detrás del árbol donde florecían las orquídeas, y me desenamoré en la página veintidós cuando descubrí que había sido contagiada de lepra por el pelo de un gato siamés. Acá entre nos, muchos años después supe que esto no es científicamente compro-bado, sin embargo, cuando veo uno de esos silenciosos y peludos de cuatro patas no puedo olvidar que vi, juro que vi, una piel de manzana cayendo a pedacitos.

Desde entonces prometí que los gatos no entran en mi vida igualito que no entran en el cielo de los budistas.

—No puedo Mariano. No me gustan los gatos —le dije.Me dijo:—No me dejan quedarme con él.Casi lloraba contándome.—Esta mañana lo encontré y lo llevé junto con el pan a mi casa. Cuando mi

papá lo vio, no quiero animales aquí, se devuelve por donde vino con ese gato.Y Mariano torcía la boca como haciendo igual que su papá. Inconformado

con tener que abandonarlo, Mariano me lanzaba su mejor mirada de “Ayú-dame por favor”, esa mirada que tenemos guardada para las emergencias, esa que te deja con ganitas de decirle que sí, pero que no, que tienes que dar una de duro porque cuando haces promesas haciendo los dedos en cruz no las quiebras ni de marras. Y de nuevo:

—Que no Mariano, que no puedo.Mariano ensayó la táctica de la carrera en fuga. Fueron veintinueve inten-

tos de dejarlo y salía corriendo pero el gato lo seguía las mismas veces. Des-consolado sentó la mitad de sus nalgas en la banca y de pronto abrió sus ojos hasta donde pudo.

—¡Vinicius! Y se quedó como pensando.

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—¡Claro! ¡Él puede quedarse con el gato, él puede hacerlo! Mi papá sólo lo dejará sí adivina en Vinicius una señal de quererlo.

En ese momento supe que un secreto se deslizaba sin remedio por entre los labios de Mariano.

—Una señal y mi papá acepta, porque mi hermano es autista desde hace seis años —decía Mariano—, él nació mirando siempre para dentro, no se emociona ni para arriba ni para abajo. Mi papá no dice pero puedo adivinar que se cansó de esperanzar, inventó que Vinicius se antoja de cosas, que tiene ideas, yo digo que sólo tiene una dándole vueltas, una nada más, como esas corridas de la Formula 1 que adora asistir por la televisión, no pierde ni una sola, ni le importa quién gana ni quién se choca, sólo parece que contara las vueltas que dan los carros. Se queda balanceando hacia adelante y hacia atrás como llevando la cuenta, por eso pienso que él sólo tiene una idea fija que se pasea por su cuerpo y en cada parada se le convierte en un deseo. Nunca habla. Él grita. Yo lo abrazo siempre por si quiere abracitos y parece que son-riera. Se agarra a mis piernas que son más flaquitas que las suyas, lo hace rapi-dito, como colocando su oído en ellas por si le traen otras ideas para juntarlas con la suya o tal vez un sonido de tambores.

—Déjame explicarte —decía Mariano—. Es como si quisiera hacer cami-nar el único deseo que esconde en alguna parte, y cuando se da cuenta que no puede, entonces, grita. Mi papá pasa poco tiempo en casa.

Pronto, se vino otro secreto. —Mi papá trabaja en otra ciudad, siempre ha sido así —me explicaba—.

Va y vuelve, con nosotros a veces, pero él se va un poquito mas allá, viene de quince en quince días, dice que no lo hace mas seguido porque tiene mucho trabajo, pero yo creo que no aguantaría de lunes a domingo a mi hermano balanceándose tanto. Un día le escuché decirles a sus amigos que hace hijos incompletos, todos se rieron mucho, a mí me parece que no porque mi her-mano y yo tenemos dos ojos, una nariz, dos piernas. Debe ser que se desespera con el silencio de mi hermano y con la bulla mía. Y mi mamá.

Yo la conocía, la había visto alguna vez por entre los corredores del edificio.

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—Mi mamá le cuenta a todo el mundo que Vinicius es autista, yo no entiendo por qué lo hace. Las personas la escuchan y le devuelven una sonrisa indecisa.

Acá entre nosotros, y pegándose de mi oreja como para que nadie más lo escuchara, me dice:

—Pienso que mi mamá tiene un miedo escondido porque siempre le coloca medias rojas a Vinicius y dice que si un día él se perdiera sólo tendría que agacharse y buscar entre todas las piernas dos que tengan medias rojas. Yo quisiera decirle que descubrí su miedo y que no se preocupe, que mi hermano tiene un ángel que lo guarda.

Mariano hablaba a borbotones. Era como si la oportunidad se la hubieran pintado en verde agua para contar sus secretos. Pero su asunto principal era resolver lo de quedarse con el gato.

—Vinicius puede hacerle pensar a mi papá que quiere a Casimio —decía —, igual él va querer creer cualquier cosa para que no grite y lo deje leer el folleto de la hidroeléctrica. Pero… ¿y si el gato sale por la ventana con los cojines, el florero, las uvas y mis cordones? ¡Él lanza todo por la ventana! ¡Y si yo fuera autista también! Claro que no sería como Vinicius, quiero decir, no tiraría nada para la calle y menos a Casimio, mi gato, pero… necesito unos seis años para aprender a balancearme para adelante y para atrás, para adelante y para atrás, para adelante y…

Su preocupación ya le llegaba a las rodillas. En su afán de quedarse con Casimio no encontraba una fórmula mágica en su cabecita de siete años y mi perezosa adolescencia no hacía una sugerencia siquiera. Tampoco pasaba por ahí una bruja buena regalando sortilegios para ayudarlo.

Estaba entrando en la zona del desespero cuando oyó a su mamá gritar para volver a casa sin gato y en los próximos tres minutos. Le dije que lo dejara en la puerta de la iglesia que con seguridad alguien iba a aparecer para cuidarlo, que yo le contaba después.

Se fue caminando despacito, como pidiendo permiso, contando los pasos, uno, uno y un cuarto, uno y medio, uno y tres cuartos. Volteando cada cinco segundos. La última vez que lo hizo no vio más a Casimio y yo, que me balan-ceaba para adelante y para atrás, tampoco.

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Siempre encuentro a Mariano, con medias y sin zapatos, subiendo y bajando las escaleras, prendiendo las luces de los corredores. Tiene miedo del ascensor, de quedarse solo y de estar a oscuras. Tiene miedo de salamandras. Yo le digo que no se asuste, que su susto puede asustar a las salamandras.

Cuando nos encontramos, sonreímos. Somos cómplices de un secreto: los dos sabemos que va a hacerse otro milagro en la puerta de la iglesia de la Santa Cruz.

Hoy ya intenté ciento diecisiete veces tocar el cielo. Siempre me ha pare-cido que en esta ciudad hecha encima de las montañas sólo necesito estirar el brazo… ciento dieciocho, ciento diecinueve, ciento veinte…

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El pájaro Juancho era capaz de entonar las óperas más difíciles. Podía cantar hasta diez voces distintas al mismo tiempo. Venían de todas partes a escucharlo.

Pero había un problema: sólo cantaba si nadie se lo pedía. No le gustaba que lo obligaran.

La gente esperaba meses sentada en la butaca, hasta que el pájaro tuviera ganas de cantar. Traían galletitas y bebidas como para un año.

Juancho tenía muy buen oído: Si un oyente decía en secreto: “Me gustaría que entonara el coral 23 0pus 16 de Tarantini”, dejaba de cantarlo para siem-pre. Así se perdieron obras completas, que no se volvieron a escuchar.

Carla Dulfano

El pájaro cantorSegundo premio en el 2° Concurso Internacional de Cuentos

para Niños de Imaginaria y EducaRedIlustrado por Omar Panosetti

Texto © 2005 Carla Dulfano. Dibujo © 2005 Omar Panosetti. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito del

autor. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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Su representante Ralf Von Apetit, estaba preocupado. Si no vendían boletos durante tantos meses, no tendrían qué comer. Por eso entrevistaba al público en su oficina, antes de cada función. Les advertía que no debían pedir can-ciones ni gritar “Otra, otra”. Ni siquiera “Que empiece, que empiece”. Pero cuando llegaba el momento, la gente se entusiasmaba, y olvidaba lo pactado. Entonces Juancho dejaba de cantar por tres meses.

Ralf Von Apetit quedó en bancarrota y puso un aviso en el diario: “Busco un domador que haga cantar a un pájaro sin pedírselo ni obligarlo”.

Lo intentaron todos los domadores del mundo, pero no tuvieron éxito. Uno trató de convencerlo con miguitas de pan. El pájaro pidió mayonesa y se las comió pero no cantó ni una nota. Otro le rogó llorando. El pájaro Juancho le ofreció un pañuelo, pero se mantuvo en silencio.

Un día llegó un domador desconocido. Ralf Von Apetit dudó, pero al fin y al cabo no tenía nada que perder y lo contrató.

Llegó la noche de la función. Las entradas estaban agotadas, se vendió hasta la butaca del acomodador. La gente terminó de toser y se abrió el telón. Todos estaban expectantes. ¿Cómo haría el domador para convencer al pájaro de que cantara, sin pedírselo? ¿Tendrían que esperar tres meses a que tuviera ganas?

El domador dijo:—Pájaro Juancho, te ordeno que no cantes nada esta noche.El pájaro empezó a cantar.El domador dijo:—¡Ahora no cantes la opera Don Giovanni! El pájaro cantó la opera entera. El nuevo domador había encontrado la solución: ordenarle lo contrario. Ralf Von Apetit ofreció una función por noche. Todo iba de maravillas

hasta que Juancho huyó con una pajarita que le dijo:—No te cases conmigo. Entonces él se casó, y tuvieron muchos hijos. No se supo más nada de

Juancho. Algunos dicen que lo vieron discutir con sus pichones. Les decía:—¡No vayan a la escuela! No ayuden a mamá en casa. No se laven los

dientes, no...