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Algunos apuntes sobre Marcel Duchamp
Por María Minera
Nos puede resultar difícil de imaginar, a estas alturas de la vida del mundo, que haya obras
de arte capaces de escandalizar. Escandalizar en serio: como antes, cuando un cuadro
(digamos, el Desayuno sobre la hierba, de Édouard Manet) podía ponerle los pelos de punta a
medio París1 o cuando el estreno de un ballet (La consagración de la primavera, de Stravinsky,
por ejemplo) terminaba con la platea al borde de una batalla campal2. Desde luego, todavía
hay algunas obras que pueden dar en el blanco de ciertas susceptibilidades. Una noche de
hace no tanto, unos jóvenes entraron al museo Sajarov3, en Moscú, y en un arranque,
bastante arcaico por cierto, de violencia iconoclasta, destruyeron las piezas que ahí se
exhibían, cubriéndolas de pintura roja, con la cual también pudieron anotar de prisa en una
pared: “blasfemia”. El título de la exposición era una clara provocación: ¡Cuidado: religión!, y
adentro, como era de esperarse, las obras cumplían: podía verse un Cristo retratado junto a
un cartel de Coca-Cola en el cual, además del famoso logo, estaba inscrita la leyenda: “Esta
es mi sangre”. Más allá: una escultura de una catedral hecha con botellas de vodka vacías o
un icono a escala humana listo para ser llenado por detrás, como en las ferias, con la propia
cabeza y las manos: “No tendrás dioses ajenos delante de mí”. Etcétera. Evidentemente,
cuando el arte es así de directo, le atina. (Y visto así, de lo único, entonces, de lo que no se
puede acusar a los asaltantes del museo Sajarov es de no tomarse en serio el arte.) El arte
moderno, sin embargo, era igualmente belicoso, a ratos, él mismo medio iconoclasta (tanto
como puede serlo el Cuadrado negro, de Malevich, de 1913 –o, si se prefiere, su Blanco sobre
blanco, de 1918), pero su ataque estaba dirigido, para empezar, al arte mismo, y para seguir,
al mundo entero, no a un grupo o a una creencia en particular. Pero que era provocador,
qué duda cabe. Así nació: de una radicalización de la idea de progreso artístico, para la cual
la tradición no sólo era perfectamente incapaz de llevar el arte hacia delante, sino que
representaba un verdadero estorbo en el camino de la avanzada. No es una casualidad que
el término vanguardia provenga de un contexto militar: había que combatir, con fuerza, al
arte antiguo para abrir hueco a las nuevas posibilidades. Un combate, entonces, que no era
1 De lo cual se mofaba Zola: “¡Dios mío! ¡Qué indecencia: una mujer sin el mejor abrigo entre dos hombres vestidos! Nunca se había visto algo así. Mentira: en el Louvre hay más de cincuenta pinturas donde personas vestidas y desnudas se mezclan tan tranquilas. Pero, claro, nadie va a Louvre a escandalizarse”. 2 En verdad, un pintoresco episodio en que “antiguos” y “modernos” pasaron, en sólo unos acordes, de los respectivos abucheos y chistidos a los golpes –hubo un par por ahí que incluso decidió batirse más tarde a duelo, después de que la esposa de uno le diera una cachetada a la del otro por escupirle en la cabeza–, lo cual, desde luego, devino en un histérico motín que ni la policía consiguió aplacar. 3 Dedicado al científico ruso Andrei Sajarov, célebre por sus actividades disidentes.
solamente estético sino que entroncaba con ideales políticos igualmente progresivos. Pero
¿contra qué o contra quién iba dirigido?
Vale la pena detenernos un momento a considerar el papel de la Academia de las
Bellas Artes, el máximo órgano rector de los destinos del arte, en el siglo XIX4. Hay que
pensar que, después de la Revolución, el mundo del arte se encontraba en completa
ebullición. Hay quien estima que había cerca de 12,000 artistas en activo (y, dicen, más o
menos 5,000 críticos). Y, sin embargo, las oportunidades para exhibir el trabajo eran
escasas (la mayoría de los artistas mostraban su trabajo en sus estudios), y realmente la
única ocasión en que los artistas podían poner su trabajo a la vista del gran público era
durante el importantísimo Salón anual de París, una suerte de exposición masiva (nunca lo
suficiente, cabe decir), controlada hasta el último detalle por la Academia, que, entre otras
cosas, nombraba al jurado que habría de someter el trabajo de los artistas a duro examen
cada vez. Es natural, entonces, que el arte que favorecía la Academia, que para el momento
de los primeros pasos del arte moderno, era el neoclasicismo5, fuera convertido en el
blanco de los jóvenes artistas, para quienes era muy claro que la Academia servía a los
intereses del engranaje político más conservador, privilegiando un gusto abiertamente
reaccionario y cancelando cualquier intento por llevar el arte hacia otros caminos. Así que
ya desde los tiempos de Jacques-Louis David, el pintor neoclásico por excelencia,
comenzaban los ánimos a revolverse: uno de sus discípulos más rebeldes, Maurice Quai,
declaró que el Louvre debía ser quemado para acabar con su gusto corruptor. Y, del otro
lado, lo mismo: los artistas con afán de cambio, empiezan a ser vistos como “revoltosos”.
Éugene Delacroix, el gran pintor romántico, es acusado por Anotine-Jean Gros de
“masacrar el arte” (haciendo, desde luego, referencia a su cuadro La masacre de Quíos). Y, sí,
como decíamos antes, había algo de cierto en eso. Los modernos ciertamente querían hacer
tabula rasa con el pasado, y no tan metafóricamente. Los realistas (con Gustav Courbet a la
cabeza), se deleitaban, por ejemplo, imaginando cómo podrían derribar la columna de la
Plaza Vendôme (monumento clave tanto de la era napoleónica como del estilo neoclásico,
“carente de todo valor artístico”, según Courbet). “El fuego es el artista esencial de nuestro
tiempo”, decía el escritor Joris-Karl Huysmans. Al final, los realistas prefirieron dar la
batalla en las telas, con bastante fortuna. Un cuadro de Courbet (y ya no digamos El origen
del mundo) podía resultar más demoledor que cualquier bomba. Y, una vez más, el pintor y
4 Haré en adelante sobre todo referencia al arte francés, ya que es ahí donde se gesta el arte moderno. 5 El neoclasicismo fue el arte nacido de la Revolución francesa, pero no necesariamente era el más revolucionario en términos estéticos; al contrario: su llamado a revivir las formas clásicas era, desde luego, una forma muy clara de tradicionalismo.
sus seguidores fueron, como antes Delacroix, tachados de vándalos6, como se ve en esta
sátira publicada en un periódico de la época: Toda flor sus toscas manos estropean, /
Insultan toda gracia, / Mancillan la virtud, / Devastan los altares / En que arden, sacras, las
llamas, / Esos iconoclastas del arte. La misma idea es expresada en una caricatura de
Thomas Couture, titulada, Un realista, en la que se ve a un pintor sentado sobre la cabeza de
una estatua clásica, mientras pinta la de un cerdo.
Los embates, a pinceladas, de Courbet y su escuela provocaron, desde luego, el
horror de los señores de la Academia, que castigaron sus licencias pictóricas negándoles el
derecho a participar en el esperado Salón de 1863. Las protestas no se hicieron esperar y,
seguramente más para frenar el alboroto de esos “hombres sin miedo”, como les decía la
prensa, que por otra cosa, Napoleón III, después de expresar su deseo de que fuera el
público el que juzgara “la legitimidad de tales reclamos”, decretó la apertura de un espacio
de exhibición paralelo (puerta con puerta, de hecho), al que, sin dar más vueltas, llamó
Salón de los Rechazados7. Ahí fueron a parar muchas de las obras que hoy nos parecen
más respetables, como la ya mencionada de Manet, Desayuno sobre la hierba, varias pinturas
de los futuros impresionistas8 y, desde luego, los más filosos Courbet9. Con todo y todo,
los ánimos se calmaron; e incluso los críticos más conservadores celebraron la moción:
después de todo, hasta “la honorable mediocridad” merecía un lugar en este mundo. A
partir de ese momento, además, a todo el mundo le quedó muy claro quiénes eran “los
unos” y “los otros”; y a ellos, los rechazados, los modernos, se les hizo evidente que el arte
nuevo, para serlo realmente, tendría que mantenerse así: “afuera”, del obtuso canon oficial,
de las anticuadas expectativas academicistas, de todo lo que, en fin, sonara a viejo. Por
tanto, era necesario –obligatorio, casi– desmarcarse, romper. Pero con la ruptura vino el
abismo: claramente, las obras empezaron a parecerle al público cada vez más agresivas, más
raras, y a despertar sentimientos de frustración y desprecio. Sin embargo, el repudio del
público y de la crítica llegó a verse, entre los círculos de la vanguardia, como un indicio de
que se andaba por buen camino –lejos de las maneras facilonas del arte tradicional.
Y es verdad que algunos se contentaron con eso: con épater le bourgeois10, como
dicen los franceses. (No Manet, desde luego; ni Courbet, ni Stravinsky, ni tantos otros
6 Palabra que tiene su origen en la tribu germánica del mismo nombre que saqueó Roma en 455, y por la cual el término cobró la acepción de vándalo como el “destructor de lo que es bello y venerable”. 7 En los periódicos de decían la “contraexposición”. 8 De hecho, se dice que el Salón de los Rechazados fue la cuna de este movimiento pictórico. 9 Como El regreso de la Conferencia, un óleo hoy desaparecido, que mostraba a un grupo de curas regresando borrachos de una asamblea. El cuadro fue incluso retirado del Salón de los Rechazados por inmoral. 10 Literalmente: “pasmar al burgués”.
admirables refusés.) Y es muy posible que de ahí provenga la idea, bastante extendida, por
cierto, de que los artistas modernos no son más que una bola de impostores que “tienen el
descaro de cobrar por arrojarle un bote de pintura en la cara a los espectadores”11. Y ese
también puede ser el origen de malentendidos como el que llevó a la cantante Lady Gaga
semanas atrás a “hacer arte” en forma de un célebre urinario blanco, sobre el que, girando
la tuerca con ganas, inscribió: “I’m not fucking Duchamp but I love pissing with you”12.
Es cierto, la señorita Gaga tiene el mismo derecho que Marcel Duchamp de exponer en
una galería un urinario si así lo decide, desde luego. Y puede, además, aprovechar que,
siendo infinitamente más famosa de lo que nunca fue, ni será, Duchamp, nadie va a
lamentar su falta de imaginación, ni habrá quien se tome la molestia de explicarle que lo
que era escandaloso en 1917, no necesariamente lo es todavía; o no de la misma manera.
Lo que es interesante del gesto de Lady Gaga, no obstante, es que nos recuerda lo
provocador que fue Duchamp, en su tiempo: infinitamente más que ella, desde luego, y
bastante más que los artistas de la exposición en Moscú (después de todo, un tanto pueriles
en su ataque). Desde luego, el urinario original, cuyo nombre oficial es Fuente, produce
ahora un efecto muy distinto del que causó en 1917, cuando por primera vez un urinario
tuvo la osadía de entrar a un espacio de exhibición artístico: ese acto fundador, y las
reacciones que generó, son ciertamente irrepetibles. En todos los urinarios que vendrían
después, incluidas las diversas reproducciones que hizo el propio artista del original y,
desde luego, el de Lady Gaga (y muchos otros artistas que no han resistido la tentación de
intentar sus propias versiones13) no sólo está ausente, naturalmente, el factor sorpresa, sino
que todos ellos han dejado de ser urinarios para convertirse en comentarios –cuando no
meras sombras– de la Fuente de Duchamp, y por tanto lo único que pueden provocar es
esta identificación. Tienen, entonces, un efecto destilador: de la pieza original queda en
ellos algo de la provocación original, pero muy a lo lejos, empalidecida, pero
suficientemente presente como para hacer parecer que la Fuente era sólo eso: una burda
ejemplo, hizo bastante ruido al final del siglo XVI; y se sabe también que los cambios
provocación14.
No está de más aquí preguntarlo: ¿se trataba de una mera provocación? ¿De qué
tipo? Porque escándalos y revoluciones ha habido siempre: el verismo de Caravaggio, por
11 Eso decía John Ruskin que hacía Whistler, sin duda un revolucionario para quien la pintura tenía que ser como la música: pura sensación. 12 Algo así como: “No (me) estoy jodiendo a Duchamp pero me encanta mear(los) a ustedes”. 13 Véase, por ejemplo, el Buddha de Sherrie Levine o el grafiti del artista que se firma “Duchomp”. 14 Lady Gaga, en todo caso, recuperó su valor de uso: al recordarnos que ese objeto, en efecto, sirve para “mear”.
introducidos en el reinado de Akenatón15, cambios que llevaron a una verdadera
revolución estética (de corte naturalista), tuvieron un efecto de choque bastante notable16,
y estamos hablando de hace 3,300 años. ¿Es realmente distinta la provocación de Duchamp
de estos episodios anteriores? En cierto sentido no. Se trata, en todos los casos, de una
ruptura con las convenciones heredadas17, lo suficientemente drástica, además, como para
ser, naturalmente, experimentada de un modo traumático por su propia época (por lo cual
se dice tantas veces de ciertos artistas que se adelantaron a su tiempo). Así que, en
principio, la revolución que provocó Duchamp no es tan distinta de la de Akenatón o la de
Caravaggio. Lo que ocurre, sin embargo, es que el de Duchamp no era simplemente un
problema de estilo. Mientras los otros dos objetaban un modo específico de hacer arte (el
modo antiguo), que consideraban inadecuado o insuficiente, Duchamp quería poner a
consideración algo un poco más amplio, más de fondo: el hecho de que lo que en un
momento dado podía parecer inamovible, esencial (por ejemplo, que una pintura debía
representar con decoro el cuerpo femenino –no como hiciera el bárbaro de Manet) no
fuera, en realidad, otra cosa que una convención y que, como tal, podía llegar a modificarse,
y mucho más radicalmente de lo que cabía entonces suponer. Esto es, como diría algunos
años más tarde Foucault, que “incluso nuestros saberes más exactos son transitorios y
mortales; y resultan de una disposición temporal del discurso”. Pero si lo que se busca es
eso: poner de relieve la precariedad de nuestras certezas, el resultado puede ser
tremendamente sustancial: las obras de Duchamp, romperían tan bruscamente con el
pasado, que terminarían por no parecerse en nada a las obras anteriores, y mucho, por
ejemplo, a los urinarios (o a los portabotellas o a las ventanas o a las fundas de máquinas de
escribir o a las perchas para colgar sombreros).
No es difícil imaginar la conmoción que provocó la llegada de la Fuente, una mañana
de abril de 1917, a la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York, donde se iba a
celebrar una gran exposición colectiva (“sin jurado ni premios” como se anunciaba) de
artistas de la vanguardia local y europea. Tan pasmados los habrá dejado que nadie se
acordó, o se atrevió, a informar al artista R. Mutt (el pseudónimo elegido por Duchamp
para la ocasión) que la “obra”, por razones obvias, no podría ser exhibida al lado de las
mejores muestras del cubismo, el fauvismo y el expresionismo –el avant-garde en pleno. A
15 Uno de los faraones del llamado Imperio Nuevo, de Egipto, y para mayor referencia, marido de Nefertiti y padre de Tutankamon. 16 Ver ejemplos. 17 Estrictamente codificadas, en el caso de Akenatón, y provenientes de un pasado que se remontaba a más de 1,500 años atrás; más recientes para Caravaggio: las del manierismo italiano, del cual Miguel Ángel fue figura esencial.
los pocos días apareció en la revista Blind Man un curioso editorial acerca del “Caso de
Richard Mutt”, que decía: “Dicen que cualquier artista puede pagar seis dólares para
exhibir. El señor Richard Mutt mandó una fuente. Sin discusión este artículo desapareció y
no llegó jamás a exhibirse. ¿Cuáles fueron las razones para rechazar la fuente? 1. Algunos
dijeron que era inmoral, vulgar. 2. Otros, que era plagio, una simple pieza de plomería.
Ahora, la fuente del señor Mutt no es inmoral, eso es absurdo, tanto como decir que una
tina es inmoral. Es un aparato que se ve todos los días en las vitrinas de los plomeros. Que
el señor Mutt haya hecho la fuente con sus manos o no, no tiene la menor importancia. Él
la ESCOGIÓ. Tomó un artículo de la vida cotidiana y lo puso de tal manera que su sentido
útil desapareció bajo un título y un punto de vista nuevos –creó un nuevo pensamiento
para ese objeto. Y en cuanto a la plomería, eso es absurdo. Las únicas obras de arte que ha
dado América son su plomería y sus puentes”. Así hizo su estruendosa entrada en la
historia del arte el urinario del señor R. Mutt.
En un sentido estricto, Duchamp pudo haber enviado cualquier otro objeto
(aunque, desde luego, los urinarios tienen más garra que, digamos, las tinas), porque, de
nuevo, su asunto no era tanto si una obra es de tal o cual modo como lo que hacía que una
obra, cualquiera, tuviera lugar del todo (“mi intención”, dijo en una entrevista, “era
centrarme en lo íntimo, más que en el aspecto externo”). Es decir, lo suyo eran las
condiciones mismas de posibilidad de la obra de arte en general. Cómo ponerlas a prueba
era la cuestión. Lo que hizo, entonces, fue tomar algunas de las convenciones más
aparentemente inapelables del arte y sacudirlas; por ejemplo, aquella, bastante primaria, que
dicta que las obras de arte deben ser fácilmente identificables como tales y no llamar a
confusión: porque están pintadas y enmarcadas y colgadas, dignamente, en la pared de una
galería, y no, por ejemplo, tiradas en el piso como si fueran cualquier cosa: un perchero,
por decir algo18. Así fue Duchamp sometiendo a duras pruebas de resistencia a algunas
otras de estas ideas preconcebidas: las modificó, las disfrazó, las ridiculizó, las echó,
incluso, por la borda. Y así consiguió, al ponerlas de tal modo de manifiesto, hacer evidente
que formaban parte de un pacto social relativo a una cultura y a una época determinadas.
Al igual que una pintura como El origen del mundo es simplemente impensable en el medievo,
los urinarios que se comportan como obras de arte no pertenecen a ninguna otra época que
a la de Duchamp; nadie antes que él podría haber dado un paso semejante, por la sencilla
18 He aquí el origen del readymade conocido como Trébuchet (trampa), que consistía en un perchero de tres picos dejado a su suerte en el suelo, lugar desde el cual podía convertirse en un verdadero “escándalo” (en el sentido etimológico de “estorbo” o “causa de ofensa”. En este caso, la convención atacada está claramente sobreentendida: las obras no deben obstaculizar el paso de los espectadores.
razón de que la posibilidad de darlo no existía. Ya se ha dicho: “no todo es posible en todo
momento”. Nos puede parecer obvio, pero antes de Duchamp las obras estaban a tal
punto identificadas con las convenciones que les daban origen, que era imposible distinguir
una cosa de otra: el arte era las ideas que de él se tenían. Y no es que Duchamp modificara
esta relación: las obras después de él siguieron funcionando así: un poco como
receptáculos. La diferencia es que una vez que se pensó que quizá después de extraer una a
una las convenciones del arte, como si fueran las capas de una cebolla, no necesariamente
quedaría algo de él que fuera evidente (una especie de esencia inmutable), las cosas
cambiaron radicalmente: si no era posible definir de una vez por todas el arte, entonces,
para no quedarnos de plano con las manos vacías, todas las definiciones cobrarían validez
en la práctica: todas las obras serían juzgadas en base a sus propias reglas. Y las de
Duchamp eran bastante precisas, aunque no lo parezca. Él, por ejemplo, inventó un
sistema métrico propio, para no tener que tomar ni eso prestado de las instituciones
francesas19. Este sistema o, quizá más exactamente, principio, conocido como Tres zurcidos
estándar (Trois stoppages étalons) fue el resultado de un experimento “científico”, que consistió
en dejar caer, desde un metro de alto, tres cordones de un metro de largo, detenidos
horizontalmente, sobre tres pedazos de lienzo, a los cuales fueron después adheridos con
barniz, tal y como habían caído. Duchamp consideraba los Tres zurcidos una de sus obras
clave: “Me abrió la puerta—la puerta para escapar de esos métodos tradicionales de
expresión largamente asociados al arte. En su momento, no me di cuenta de con qué me
había topado. Cuando chocas con algo, no siempre puedes reconocer el sonido. Eso viene
después. Para mí los Tres zurcidos estándar representan el primer gesto de liberación del
pasado”. Los que le permitieron, pues, comenzar a explorar su propia definición de arte.
En este sentido, lo que hizo al introducir en el espacio de exhibición un objeto tan
notoriamente ajeno al arte [alien, se diría en inglés: y tal cual, el urinario era una especie de
extraterrestre llegado a la tierra de los cuadros y las esculturas], fue de algún modo definir a
la obra de arte por negación: a partir de lo que ésta no es, pero que, ciertamente, podría
llegar a ser: un readymade, la gran invención de Duchamp. Según el Diccionario abreviado del
Surrealismo, readymade es “un objeto ordinario elevado a la dignidad de obra de arte por la
19 Recordemos que el metro es el hijo pródigo de la Revolución francesa. Para estandarizar las distintas medidas y pesos que se usaban por todo el país, la Asamblea Nacional decidió en 1791 introducir una unidad de medida uniforme, que sirviera a todos. Para darle mayor validez y universalidad, la Academia de Ciencias sugirió que la medida fuera tomada de la “naturaleza”, y así se instauró el metro como “la diezmillonésima parte de la distancia que separa el polo de la línea del ecuador terrestre”. Y para que todo el mundo conociera de primera mano la nueva medida, se instalaron una serie de étalons (patrones) en los edificios públicos de París más importantes (Ver ejemplo). Y, además, del metro se derivaron después las unidades básicas de peso (el litro y el gramo).
simple elección de un artista”. Lo primero que llama la atención de esta definición, que al
parecer firmó Duchamp, es el hecho de que el readymade, a diferencia de las obras
tradicionales, no necesita estar hecho por el artista: sólo necesita estar ya hecho; listo, pues,
para que el artista lo elija. Duchamp llevaba ya algunos años en búsqueda de un dispositivo
(un artefacto, sólo que sin el prefijo “arte”) que le permitiera responder, en la práctica, a la
pregunta acerca de si es posible “hacer obras que no sean de arte”, como dijo alguna vez.
Dicho de otro modo, quería encontrar una manera de hacer arte que no necesariamente
pasara por la obra como tal, sino, justamente, por cualquier elemento, instancia u objeto
que en cierto momento pudiera contenerlo. Por ejemplo, la pala de nieve del readymade
llamado En anticipación del brazo roto: no es una pintura, evidentemente, pero tampoco es una
escultura en sentido estricto y, lo que es peor, ha dejado incluso de ser una pala de nieve.
¿Qué es, entonces? O es arte o no es nada. Una cuestión de grados, en verdad. El
readymade es, pongámoslo así, un estado de la obra (como quien dice un estado de la
materia) que la reduce a sus condiciones necesarias y suficientes (es decir, a lo mínimo
indispensable para que todavía sea posible considerarla como tal, “reducir, reducir, reducir,
ése era mi propósito”, confesó alguna vez Duchamp); estamos hablando, entonces, de un
estado de la obra que la pone a un grado de desaparecer y de entrar a un limbo en el que ya
no es, exactamente, nada (porque la opción de seguir siendo lo que eran ya no está al
alcance, ya no puede volver a ser una pala común y corriente). Visto así, el readymade
implica al mismo tiempo una nueva condición de posibilidad para la obra de arte: que
ahora es sólo porque antes fue otra cosa: una no-obra de arte. Esto, desde luego, no apunta
a una definición extrema de readymade, que sería “todo lo que no es obra de arte” (el
mundo como readymade en potencia, digamos). Al contrario, readymade es sólo lo que
alcanza la dignidad (nótese que Duchamp usó este término particular, de corte jurídico, y
no, como podría esperarse, el más modesto “categoría”) de obra de arte en el momento en
que es elegido por un artista. Dicho de otro modo, el readymade es la expresión de una
decisión: la del artista de declarar un estado de excepción. Así, por ejemplo, Peine
(literalmente, un peine para perros20) es claramente una excepción: todos los peines sirven
para peinarse, menos éste que, al volverse obra de arte, “hace la norma”: el resto de los
peines seguirá siendo lo que siempre ha sido. Desde luego, está contemplada la obviedad: a
priori, no hay una diferencia tangible entre el readymade y un peine común que pueda
encontrarse en cualquier tienda. Lo que es distinto es que en uno el valor de uso ha sido
retirado; es más, ha quedado cancelado por el valor estético (el valor de objeto de
20 Al que añadió la enigmática inscripción: “3 o 4 gotas de altura no tienen nada que ver con la salvajería”.
“excepción”, que cobra cuando el artista lo elige). Y esa diferencia, inmaterial, entre uno y
otro es lo que celebra el readymade. Uno de los casos más paradigmáticos –por radical– es
en este sentido el de la Mona Lisa, a la que Duchamp dedicó dos episodios: el primero, y
más conocido, en que agregó barba y bigotes, en 1919, a una postal de la famosísima
Gioconda de Leonardo da Vinci21; y el segundo, de casi cincuenta años después, en que se
limitó a firmar otra postal del mismo personaje, intitulándola: “L.H.O.O.Q (rasurada)”.
Luego, es la obra exacta de Da Vinci pero firmada por Marcel Duchamp. Así, con un gesto
de singular economía, Duchamp logró llegar, finalmente, directo a las dos convenciones
más primarias, más elementales del arte: la primera, según la cual las obras deben ser
exhibidas para ser juzgadas como tales; no importa qué cara tengan, lo único es que deben
estar avaladas por su incursión en el museo o la galería. Una vez que la pala de nieve, el
peine o incluso la Mona Lisa de la dimensión paralela, entran al espacio de exposición, será
el espectador el que los juzgue o como arte o como nada. Pero en el momento en que
alguien comienza a verlos como posibles obras de arte, adquieren de golpe la etiqueta,
implícita, que dice: “en efecto, esto es arte”. Y, la segunda, que la obra de arte debe tener
un autor, una firma. De ahí que Duchamp decidiera atacar el problema de la autoría en un
readymade sin título (conocido como portabotellas o “erizo”, como lo llamaba Duchamp),
que “compró como una escultura ya hecha”, según le dijo a su hermana Suzanne en una
carta, en 1914, en la que, además de mencionar por primera vez la palabra readymade y de
darle algunos ejemplos (que le sugiere no trate de interpretar “en un sentido romántico,
impresionista o cubista”, le dijo, “no tienen nada que ver con eso”), propone la idea de un
readymade a distancia: “toma el portabotellas. Tendrás que escribir en su base, en letras
pequeñas pintadas en plata y blanco con un pincel para pintura al óleo, la inscripción que ya
te diré y lo firmaras con la misma letra así: (from) Marcel Duchamp”,
Muy bien, pero ¿por qué a alguien le interesaría poner a la obra de arte al borde de
la extinción? ¿Le haremos caso al reportero del New Yorker? El que en 1942 dijo que:
“todos los hermanos Duchamp tenían vocación de artistas, pero lo que Marcel vio, como
por un error enriquecedor de su visión creativa, fue siempre lo contrario de lo que era
visible para otros, lo cual le trajo el invaluable defecto de hacer descubrimientos en el arte
contemporáneo”. No sé si deberíamos atribuirle toda la revolución duchampiana (que es,
en el arte del siglo XX, la más radical y profunda de todas) a un simple error de visión, a
una suerte de dislexia de amplio espectro. Difícilmente. Lo que sí es indiscutible es que
Duchamp tenía una visión muy poco convencional de las cosas, y ese rasgo lo puso 21 A la que llamó L.H.O.O.Q (letras aparentemente sin sentido pero que leídas de corrido y en francés revelan que “ella tiene calor en el culo”).
constantemente en el lugar del refusé, como vimos en el episodio de la Fuente. Con diecisiete
años sufrió un humillante revés que pudo tener cierta influencia en la actitud escéptica que
siempre lo caracterizó. En 1905, recién llegado a París22, se presentó al examen de la
Escuela de Bellas Artes –la vía para ser automáticamente reconocido como artista– y lo
reprobó. Tuvo entonces que conformarse, por un lado, con las clases de la Academia
Julián, una escuela de arte privada cuyos métodos tradicionales de enseñanza eran
supervisados ni más ni menos que por William Bouguereau –la cima del arte académico. Y,
por otro, con su diploma de maestro artesano (ouvrier d’art, literalmente: trabajador del arte,
donde sólo estaban contemplados los técnicos cualificados en lo podríamos llamar las artes
aplicadas); diploma que sacó más para evitar los dos años de reclutamiento que otra cosa. Y
haberlo obtenido en el momento –quizá el único realmente– en que Duchamp más quería
ser visto como un serio pintor de caballete, tuvo que haberle pesado. En el París de los
primeros años del siglo XX, nada era más contrario al título de artista que ese diploma de
maestro artesano. Aún así, Duchamp decidió no sólo pintar, sino inventar su propio
camino, “en lugar de ser un mero intérprete de una teoría” (se refería a los seguidores de las
distintas escuelas entonces dominantes: el cubismo y el fauvismo). Abandonó sus estudios
en la Academia Julián y se puso, entonces, a explorar el terreno. Para 1910 estaba creando
pinturas con una influencia fauvista, con un ojo en Cézanne y el otro en Matisse, y dos
años más tarde, se había adentrado ya en algunos experimentos con la fragmentación
cubista del espacio y en ciertos ejercicios de figuras en movimiento. De ahí saldría su
pintura más conocida, Desnudo bajando una escalera, que estaría en el centro de su siguiente
fracaso.
Pensemos que cuando Duchamp decidió ser artista se encontró con un estado de
cosas que no era, de hecho, muy distinto del que tuvo que enfrentar Courbet, cincuenta
años antes. Prácticamente lo único que había cambiado era el nombre del Salón de los
Rechazados, que ahora era conocido como Salón de los Independientes. No era un cambio
menor, es cierto, pues traía consigo una transformación, en principio organizativa, pero
bastante de fondo, en realidad, que convirtió al salón, ya no en el de los artistas que no
aceptaba la Academia, sino en el de los artistas que no aceptaban a la Academia. Era un
salón voluntario (podía, en principio, participar todo el mundo), que en lugar de un jurado,
se regía por un principio de comunión estética: ahí exponían todos los que, aunque no
tuvieran un estilo en común, creían en lo mismo: en que el arte podía ser como cada uno
quisiera. Eso, idealmente, por supuesto. La exposición anual de los Independientes
22 Duchamp nació y creció en Blainville, al norte de Francia.
implicaba una serie de restricciones invisibles que Duchamp padeció en carne propia,
cuando presentó su Desnudo, recién pintado, para la muestra de 1912. Con la mala suerte
de que el salón había sido tomado por un grupo de pintores (conocidos como el grupo
Puteaux, del que formaban parte dos de sus hermanos, Jacques Villon y Raymond
Duchamp-Villon) que deseaban lanzar ese año su llamado “cubismo razonable”23 con el
mayor impacto posible. El cuadro de Duchamp, de un cubismo bastante más arriesgado
que el suyo, les pareció una abierta burla a la estética cubista que, para colmo, se acercaba
peligrosamente al futurismo –movimiento al que se oponían. Y temerosos de que la pintura
del pequeño de los Duchamp perjudicara su causa, decidieron dejarlo fuera. Jacques y
Raymond fueron los encargados de anunciar la noticia a su hermano. Así describe la escena
el biógrafo de Duchamp, Calvin Tomkins: “Con gran formalidad y de traje negro, como
para un funeral, se sentaron en su estudio y el día antes de la inauguración del salón y le
explicaron: ‘los cubistas opinan que se sale un poco de la línea. ¿No podrías cambiarle el
título, por lo menos?’” Como diría después el propio Duchamp: “Su pequeño templo
revolucionario ni siquiera podía comprender que un desnudo pudiera bajar unas escaleras”.
En ese momento, sin replicar, Duchamp tomó un taxi, recuperó el cuadro y se lo llevó.
Tratemos de imaginar lo que significó para él ser nuevamente rechazado, y esta vez por los
independientes mismos. En esa época seguía sin haber opciones: o estabas con Cézanne, es
decir, en el terreno de búsqueda de los modernos, o estabas con el maestro Bouguereau,
pintando temas mitológicos; no había de otra. Quedarse fuera hasta de la esfera de los
independientes sólo podía implicar el destierro más total. En una nota escrita por
Duchamp en esos días se lee: “Marcel, no más pintura. Búscate un trabajo”. Y lo hizo,
entró a trabajar en una biblioteca. Pero antes hizo un viaje a Múnich de dos meses, del que
no se sabe casi nada, pero del que volvió, claramente, transformado.
Acababa de terminar una obra maestra (en el viejo sentido de la palabra), el Desnudo
bajando una escalera, y qué podía hacer entonces. Odiaba repetirse (siempre dijo que el oficio
del pintor le parecía demasiado monótono: todos los días lo mismo; eso no era para él).
Dejar de pintar y salir de escena eran sus opciones más a la mano. “En 1912 me di cuenta
de que el artista tenía que estar solo”, diría más tarde, “cada cual consigo mismo, como en
un naufragio”. Y así, en su barquito a la deriva, se fue a pasar una temporada en Múnich,
donde, no podemos sino especular, es posible que tuviera un par de revelaciones
importantes: la primera, relacionada con la confrontación del pintor con una tradición
diferente a la suya, en la cual, por ejemplo, las artes aplicadas y decorativas gozaban de un
23 Cercano a lo que Apollinaire bautizó como orfismo: una suerte de cubismo más abstracto y colorido.
estatus enteramente distinto del que tenían en Francia. Recordemos que Alemania se
produjo el movimiento de la Bauhaus, ni más ni menos; es decir, que el arte era visto de
una manera, quizá más amplia, más total, si se quiere, que en Francia. Esta abierta
indistinción entre las bellas artes y lo que los franceses percibían como artes menores pudo
haber jugado un papel en la decisión de Duchamp de abandonar la pintura y acoger, en su
lugar, al readymade (que se inspira, finalmente, en los objetos del diseño industrial). La
segunda revelación, pudo tener que ver con la manera en que el entorno muniqués se
aproximaba a la historia del arte, que era muy distinta de la parisina. Los artistas nuevos no
sentían esa necesidad irrefrenable de romper drásticamente con el pasado; marcaban su
raya, se hacían a un lado, sí, pero también podían de pronto tomar alguna cosa prestada a
sus antecesores; y era incluso de lo más común que en una misma exposición se mezclara,
tranquilamente, la vanguardia con el arte académico. Hasta el nombre de su salón anual era
más discreto que el de rechazados o de los independientes, se llamaba simplemente
Secesión. Además, los últimos desarrollos del fauvismo y del cubismo no tenían mayor
peso en las consideraciones estéticas de los expresionistas alemanes (con Kandinsky a la
cabeza). Y para Duchamp tuvo que haber sido extremadamente liberador comprobar que
otra historia de la pintura era posible y que no todo partía, necesariamente, de Cézanne (el
padre del arte moderno para los franceses). Y bajo este espíritu fue que hizo su propia
secesión (más que romper, decidió escindirse), basada en la idea de que la pintura llevaba
demasiados años siendo exclusivamente “retiniana”, en el sentido de que apelaba
fundamentalmente a la mirada (al ojo “engañable”); él quería llevarla a otro territorio: que
comprometiera también, o sobre todo, a la mente. Y así, en 1913, dio con su primer
readymade: la famosísima Rueda de bicicleta. Después diría: “No es el aspecto visual del
readymade lo que nos interesa, sino el simple hecho de que existe. Lo visual ha dejado de
ser el asunto: el readymade ya no es, digamos, visible, retiniano. Y por ‘retiniano’ me refiero
a que el placer estético depende casi exclusivamente de la impresión en la retina, sin apelar
a ninguna interpretación auxiliar. Los jóvenes artistas del futuro se negarán a basar su obra
en una filosofía tan simplista como la del dilema entre representativo o no-representativo”.
Y, como podemos verlo con claridad ahora, no se equivocó.
Duchamp no era la única persona que despreciaba el aspecto retiniano de la
pintura. Todos los pintores de la vanguardia compartían, en alguna medida, el deseo de ser
reconocidos más por sus postulados pictóricos, por su pensamiento, que por su oficio. La
vanguardia dejó por completo las habilidades técnicas en manos de los maestros artesanos
(¡de los plomeros!, que inspiraron justamente la obra de R. Mutt) y de los pintores
académicos, y el prestigio demandaba que la pintura se desplazara hacia una actividad de
corte mucho más emocional y mental que manual. Pero Duchamp iría más lejos que todos.
Después de todo, era un maestro artesano, y podía declarar algo como esto: “Las cucharas
africanas no eran nada cuando fueron hechas, simplemente cumplían su función; después
se volvieron objetos preciados, ‘obras de arte’. La transformación de la artesanía en arte es
el trabajo de los espectadores. Y las cucharas africanas comparten esta transformación con
todas las obras creadas: incluso los objetos pensados como creaciones artísticas son
dramáticamente alterados por el público”. Duchamp pensaba que entre la intención del
artista y la percepción del espectador había un hueco, y que cerrar esa brecha dependía del
espectador: “esa es su contribución al acto creativo”, decía. Esa fue la conclusión radical a
la que llegó: que uno encuentra lo que está buscando. Si uno quiere ver arte, está ahí, a la
mano; cuando uno no quiere, no importa que le pongan enfrente las obras de arte más
hermosas, no las verá.
Duchamp hizo otras cosas además de los readymades; se inventó un alter ego,
Rrose Sélavy, con el que jugaba todo el tiempo, por ejemplo, a firmar una obra: “Copy
Right Rrose Sélavy”. Además, por supuesto están las dos grandes obras que ocuparon el
final de su vida (La novia puesta al desnudo por sus solteros, incluso, que realizó entre 1915 y 1923,
y Dados: 1. la cascada, 2. el gas del alumbrado, que comenzó en 1946 y terminó veinte años
después). Pero a la pregunta por la naturaleza de la revolución estética de Duchamp (la
revolución ascética, como la llamaba él) sólo hay una respuesta posible: el readymade.