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80 E n torno a Cuba, el tiempo parece desordenarse, dislocarse. Desde hace algunos lustros, quizás desde el momento mismo en que comenzó la restauración capitalista en los territorios que constituían la Unión Soviética y en los países que, bajo idénticos principios doctrinarios, se autodenominaban «socialistas», sobre Cuba hay la percepción de que algo está a punto de cambiar, de reformarse o desmoronarse, de transitar hacia otro sistema o hacia un modelo distinto de socialismo. Esa dilatada expectativa, las tensiones acumuladas, dentro y fuera de la Isla, respecto al futuro político del país, y los cambios que, inexorablemente, las nuevas condiciones de vida y los diferentes contextos internacionales han provocado en los ciudadanos de a pie, hacen que el pasado, el presente y el futuro aparezcan como dimensiones entremezcladas, sin fronteras precisas, como cápsulas expandidas o contraídas, incluso confundidas entre sí, según el caso. Almanaque. Cuba y el día después tituló Iván de la Nuez la colección de textos de doce ensayistas cubanos, convocados para «pensar el futuro del país» en el ya lejano año 2001. «Si algo saben estos escritores es que no basta con pensar el futuro. Es necesario situarse en Arturo Arango Cuba, los intelectuales ante un futuro que ya es presente él», explicaba De la Nuez en el prólogo a la antología, con lo cual entraba en esa máquina del tiempo en la que no hemos dejado de estar. Y continuaba poniendo en evidencia una paradoja: el Futuro, así con mayúsculas, ya ha sido habitado por ellos. ¿No nacieron y crecieron escuchando que «el futuro pertenece por entero al socialismo»? [...] Ahora, recién despertados del sueño futurista, recién llegados de ese porvenir, se ven conminados a imaginar y vivir un mundo diferente al prometido. Como si se balancearan en una cuerda floja entre el futuro perdido y el futuro posible. 1 A pesar de estar concebido una década después de la desaparición de la Unión Soviética y del inicio en Cuba de la crisis denominada bajo el eufemismo de Período especial, Cuba y el día después se sitúa en un contexto ya hoy superado: aquel que daba cuenta del desencanto por los valores frustrados y las promesas desaparecidas, del desconcierto ante los destinos inseguros, desconocidos, que nos aguardaban, y también de las nuevas tensiones o esperanzas despertadas por aquellas transformaciones que eliminaron el marco comercial y político en que la Isla se había inscrito progresivamente desde 1960 y, más definidamente, a partir de 1973. En 2001, aún Narrador y crítico. La Gaceta de Cuba. no. 64: 80-90, octubre-diciembre de 2010.

Arango, Arturo. Cuba. Los Intelectuales Ante Un Futuro Que Ya Es Presente

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Historia intelectual cubana. Período Especial

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Arturo Arango

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En torno a Cuba, el tiempo parece desordenarse, dislocarse. Desde hace algunos lustros, quizás desde

el momento mismo en que comenzó la restauración capitalista en los territorios que constituían la Unión Soviética y en los países que, bajo idénticos principios doctrinarios, se autodenominaban «socialistas», sobre Cuba hay la percepción de que algo está a punto de cambiar, de reformarse o desmoronarse, de transitar hacia otro sistema o hacia un modelo distinto de socialismo. Esa dilatada expectativa, las tensiones acumuladas, dentro y fuera de la Isla, respecto al futuro político del país, y los cambios que, inexorablemente, las nuevas condiciones de vida y los diferentes contextos internacionales han provocado en los ciudadanos de a pie, hacen que el pasado, el presente y el futuro aparezcan como dimensiones entremezcladas, sin fronteras precisas, como cápsulas expandidas o contraídas, incluso confundidas entre sí, según el caso.

Almanaque. Cuba y el día después tituló Iván de la Nuez la colección de textos de doce ensayistas cubanos, convocados para «pensar el futuro del país» en el ya lejano año 2001. «Si algo saben estos escritores es que no basta con pensar el futuro. Es necesario situarse en

Arturo Arango

Cuba, los intelectuales ante un futuro

que ya es presente

él», explicaba De la Nuez en el prólogo a la antología, con lo cual entraba en esa máquina del tiempo en la que no hemos dejado de estar. Y continuaba poniendo en evidencia una paradoja:

el Futuro, así con mayúsculas, ya ha sido habitado por ellos. ¿No nacieron y crecieron escuchando que «el futuro pertenece por entero al socialismo»? [...] Ahora, recién despertados del sueño futurista, recién llegados de ese porvenir, se ven conminados a imaginar y vivir un mundo diferente al prometido. Como si se balancearan en una cuerda floja entre el futuro perdido y el futuro posible.1

A pesar de estar concebido una década después de la desaparición de la Unión Soviética y del inicio en Cuba de la crisis denominada bajo el eufemismo de Período especial, Cuba y el día después se sitúa en un contexto ya hoy superado: aquel que daba cuenta del desencanto por los valores frustrados y las promesas desaparecidas, del desconcierto ante los destinos inseguros, desconocidos, que nos aguardaban, y también de las nuevas tensiones o esperanzas despertadas por aquellas transformaciones que eliminaron el marco comercial y político en que la Isla se había inscrito progresivamente desde 1960 y, más definidamente, a partir de 1973. En 2001, aún

Narrador y crítico. La Gaceta de Cuba.

no. 64: 80-90, octubre-diciembre de 2010.

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la densidad del «futuro perdido» era mayor que la visibilidad del «futuro posible», aunque las alternativas definidas por Iván de la Nuez no han variado de forma sustancial de entonces a la fecha:

Hijos de la Revolución, y al mismo tiempo hijos de la cultura de los libros, estos escritores habitarán en un futuro en el que una —la Revolución— y otra —la cultura de los libros— se perciben en una zona límite; en una frontera donde las apuestas más radicales hablan de sus respectivas desapariciones, mientras que las más balanceadas solo admiten su continuidad dentro de una transformación radical de lo que tales términos han significado hasta ahora.2

Seis años después, al iniciar el ciclo de conferencias «La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión», Desiderio Navarro dejaba claro el sentido último de la acción que convocaba a unas seiscientas personas en el salón Che Guevara de Casa de las Américas:

No se trata de Pavón y sus desmanes, sino de cuánto sobrevive aún —hasta inconsciente en muchas cabezas— de la visión del socialismo y la democracia que lo inspiró. En última instancia, no se trata del mustio color de un viejo quinquenio, sino del color de nuestro futuro.3

En enero de 2007, cuando la televisión cubana presentó a su audiencia el espectro de un Luis Pavón4 envejecido y con una blanqueada biografía política y cultural, ese futuro posible de Cuba estaba mucho más cerca, y no solo por razones de tiempo sino porque un nuevo acontecimiento, esta vez de orden natural, había incrementado desde julio de 2006 las perspectivas de cambios en la Isla: la enfermedad de Fidel Castro, y la designación, por el propio Fidel, de un gobierno provisional encabezado por Raúl Castro. La enorme movilización provocada por un programa televisivo de apenas cinco minutos estuvo más motivada por las tensiones que impulsaban al país hacia el futuro, que por las heridas mal curadas de un pasado sobre el que quedaban aún debates por cumplir y traumas por exorcizar. La inmensa mayoría de los intelectuales que intervinieron en aquella movilización que tomó la forma de una madeja de intercambios sobre la política cultural de la Revolución, tenía conciencia de que podría estarse abriendo una opción inédita, y también insólita, de participar en el diseño de ese futuro. La rueda del tiempo, antes ganada por la inercia, parecía cobrar impulso, velocidad, a la vez que pasado, presente y futuro se mezclaban otra vez de una manera casi corpórea. En la noche de aquel 30 de enero, mientras el público que escuchó los textos leídos por Navarro y Ambrosio Fornet estaba constituido, en lo fundamental, por las víctimas directas de las represiones ocurridas en el ámbito de la cultura durante la década de los 70, a las puertas de la institución algunas decenas de jóvenes permanecieron durante horas, ansiosos por participar en

un debate que para ellos no significaba la liquidación de las deudas del pasado, sino la actualización de aquellos viejos conflictos. El espectro televisivo de Pavón, como un viejo rey Hamlet equivocado, provocó también que jóvenes escritores, artistas, estudiantes de Artes y de Letras y de las especialidades de Periodismo y Comunicación social comenzaran a interesarse por ese pasado que antes yacía en el silencio, y se dedicaran a investigarlo.5

En su texto introductorio, Navarro caracterizaba cuatro posiciones sobre la sociedad y la cultura, «en lucha no solo a escala macrosocial, sino a menudo dentro de una misma cabeza». Lo interesante, a los efectos de estas irregularidades en el flujo del tiempo que estoy tratando de detectar, es que al plantearlas como «modelos» se las sitúa implícitamente en una proyección hacia el futuro. La lucha, a cualquier escala pero, sobre todo, entre personas o grupos y tendencias, no es por sostener alguno de esos modelos sino por implantarlo, por hacerlo hegemónico, o por lograr que dos o tres de ellos sobrevivan en una armonía más o menos perdurable o más o menos precaria.

Tales modelos en pugna son:1) lo que Marx llamó «comunismo de cuartel» (monismo artístico: exigencia de un arte apologético y acrítico; el artista solo como entretenedor, ornamentador o ilustrador de tesis);2) socialismo democrático (diálogo artístico, con inclusión y fomento de un arte crítico-social);3) capitalismo de Estado o «socialismo de mercado» (pluralismo artístico, con exclusión de un arte crítico-social, apertura a la globalización americanocéntrica y fomento de la cultura destinada al mercado transnacional y nacional);4) capitalismo neoliberal (sumisión del arte al mercado transnacional y nacional; neutralización y recuperación de un eventual arte crítico-social por el mercado).6

Su pulsión hacia el futuro es más obvia en el segundo de ellos: el socialismo democrático —de todos, el aún no realizado— es el que permanece como aspiración, acaso como utopía, y el que solo ha logrado, hasta el momento, pequeños, limitados espacios de realización dentro del campo cultural de la Isla.

En El estante vacío, Rafael Rojas también identifica al grupo que se adscribe a ese segundo modelo7 y reconoce, desde otra perspectiva, lo que he llamado pulsión hacia el futuro. Según Rojas, nuestro dilema radica en que «deseando imprimirle un contenido antiestalinista o postsoviético» al socialismo cubano, este, «institucionalmente, no ha dejado de ser totalitario», por tanto aspiramos a «una “organicidad” imposible o solo alcanzable después de un cambio de régimen, en un gobierno democrático de izquierda».8 Aprovecho para comentar las que me parecen dos equivocaciones en la percepción de Rojas, que se relacionan con la manera como unos y otros fijamos nuestras respectivas

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posiciones sobre el futuro de Cuba. El primero es dar por sentado que «el adjetivo [socialista] es asumido por el poder como una muestra de lealtad incondicional». En la historia política de la Isla de los últimos cincuenta años sobran ejemplos que desmienten esa univocidad: bastaría citar la clausura de la revista Pensamiento Crítico y la desintegración del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, en 1971, defensores ambos de un socialismo más heterogéneo en términos ideológicos, de un marxismo no adscrito a las doctrinas sovietizantes. El error de Rojas, a mi juicio, descansa sobre dos supuestos equivocados: el primero de ellos es considerar la palabra socialista en una sola dimensión, y que eso que él llama «el poder» tampoco percibe las diferentes maneras como unos y otros usamos ese adjetivo; o como «revolucionario», que puede adquirir valores semejantes. La ambigüedad de ambas palabras es, en última instancia, una evidencia del mismo espectro que Navarro agrupa en cuatro modelos, tres de los cuales podrían calificarse de socialistas o, incluso, de revolucionarios. El otro supuesto es considerar «el poder» como una sola tendencia inamovible y homogénea. Incluso esa centralidad que ha caracterizado al Estado cubano ha experimentado períodos de expansión o contracción. Sobre todo en este último caso, cuando el Estado ha tenido que replegarse (como ocurrió muy señaladamente a inicios de la década de los 90), ha sido más visible la diversidad de tendencias bajo el paraguas de la unidad.

El segundo error es suponer que la mayoría de los intelectuales que vivimos en la Isla pensamos que ya se produjo el «abandono de todo rastro de estalinismo» y que nos conformamos con «la “autocrítica” del quinquenio gris y la “reivindicación” de sus víctimas por parte del Estado».9 Por el contrario, en los años más recientes se ha renovado aquella noción del compromiso del intelectual, prevaleciente en los 60, que prefiero colocar ahora bajo la perspectiva de lo que Edward Said llama «el papel público de los escritores e intelectuales». En este sentido,

[p]arte de lo que hacemos como intelectuales es no solo definir la situación, sino también discernir las posibilidades para la intervención activa, sea que después las realicemos nosotros mismos o las reconozcamos en otros que nos han precedido o ya están trabajando: el intelectual como centinela.10

Tal reactivación de la actividad política en una zona importante de la intelectualidad cubana ha implicado, obviamente, la toma de posiciones y también la ocupación de espacios para emprender lo que Said llama «la intervención activa», y ello ha estado ocurriendo, de formas distintas, tanto dentro como fuera de la Isla.

Me detendré en algunas voces que, en uno y otro ámbito, sostienen ideas ilustrativas de estos posicionamientos, algunas de las cuales, además, han

tenido un notable protagonismo en estos debates. Desde Miami, Emilio Ichikawa, en un artículo reciente, a propósito de las declaraciones de Barak Obama sobre la necesidad de una nueva política de los Estados Unidos hacia Cuba, acude a una nueva lectura de la Enmienda Platt, el apéndice constitucional que el gobierno norteamericano impuso a la primera constitución cubana de 1902. Para Ichikawa, el texto del senador Platt fue «sencillo y suficiente» y significó

una regla de contención a los excesos y descarríos de un pueblo que, precisamente por iniciarse en las artes del gobierno propio a principios del siglo xx, no había mostrado aún que tuviera capacidad para lograrlo.11

En un lazo que vincula el inicio de la República con un futuro posrevolucionario, Ichikawa coloca al país en una nueva condición neocolonial: una necesidad que, a su juicio, tarde o temprano Cuba deberá aceptar.

Rafael Rojas, en El estante vacío, se ocupa también, intensamente, de estos desquiciamientos temporales que he venido detectando:

Al no reconocer que el reino del Mesías, con esa dualidad señalada por Agamben, llegó a su fin, pasado, presente y futuro no se constituyen como tales y los sujetos pierden orientación histórica. La temporalidad de la Isla comienza a funcionar de un modo sincrónico y no diacrónico, en una suerte de carnaval de lo simultáneo que dificulta la fundación de una nueva soberanía.12

El futuro, por tanto, necesitaría, para realizarse, de un corte histórico que fije, sin ambigüedades, los límites de un pasado en el que quedaría definitivamente superado el tiempo histórico de la Revolución cubana.

El 23 de febrero de 2009, en víspera de la elección de un nuevo presidente por parte de la Asamblea Nacional del Poder Popular, Iván de la Nuez publicó el artículo «Cuba regresa al presente». Para De la Nuez, terminaban las especulaciones sobre el futuro de la Isla. Las persistentes, inquietantes, inevitables preguntas sobre qué va a pasar en Cuba, finalmente parecían encontrar una respuesta. En su opinión, los especialistas en asuntos cubanos «han desatendido con frecuencia a los ciudadanos comunes de ese país, a las nuevas generaciones, a cualquier simple mortal que tuviera una solución que presentar», por lo que los nuevos agentes de cambio no estarían «en el Ejército, la disidencia, el exilio, o la Iglesia», sino que serán «unos ciudadanos no previstos, que han estado fuera del foco habitual y ahora exigen su momento».13 El oráculo que aventuró De la Nuez no se ha cumplido, al menos no de una manera evidente, pero ello no resta agudeza a su observación. Para Rojas, Cuba necesita de un corte histórico; para De la Nuez, los cambios estarían dictados por las necesidades de los habitantes comunes de la Isla: por las exigencias de su presente. Lo que celebra este artículo es la posibilidad de que esas tensiones que siempre han remitido a lo porvenir, a lo desconocido, a

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lo improbable, estén a punto de terminar y las vidas de los ciudadanos se realicen, al fin, en su tiempo natural, aquí y ahora.

La posición de Víctor Fowler en una entrevista titulada «Necesitamos fabricar escenarios de encuentro», parece próxima a la de Iván de la Nuez. Si apeláramos a caracterizaciones de cierto orden convencional, ambas podrían catalogarse como reformistas: sus propuestas de cambios, o sus vaticinios, quizás no idénticos, parten de transformaciones que no desconocen o liquidan el pasado o, incluso, el presente socialista cubano. Fowler declara:

Tratar de pensar sin odios para hacer un poco más habitable el presente y darle más espacio al futuro. No tengo la respuesta que pueda convencer a todo el que me rodea de si el socialismo como sistema merece salvarse y, en nuestro contexto, se trata de esto y no otra cosa. El socialismo se propone cosas hermosísimas, hace cosas hermosísimas y también genera situaciones, cosas terribles [...] No puedo decirles a las personas «este es el camino», pero sí, en cada una de las alternativas que tenga delante, exigirme un pensamiento sin odios, que trate de hacer más habitable el presente e impida, hasta donde pueda, la destrucción de los valores en los que creo. Hace poco alguien me decía que ya no tenía ninguna de las ilusiones de antes, pero que creía que todavía este sistema trataba de hacer algo por los desposeídos. Es una bonita manera de verlo, de rebajar la gritería ideológica y ponerla a un nivel normal.14

También percibo en Fowler el mismo agotamiento que reconoce De la Nuez: antes de «darle más espacio al futuro» es preciso «hacer un poco más habitable el presente».

Avanzaré ahora, en este arco ideológico que estoy trazando, hacia dos actitudes deliberadamente más comprometidas con la Revolución cubana y con la noción de socialismo: las de Desiderio Navarro, de quien ya he anticipado algunas ideas, y Fernando Martínez Heredia.

Navarro, en el texto antes citado, da un punto de vista sobre el papel de los intelectuales como parte de su idea de un socialismo democrático. Para él, «todos los problemas del país, no solo los culturales, son problemas nuestros doblemente, porque somos intelectuales y porque somos ciudadanos; triplemente, si añadimos la condición de revolucionarios».15 Tal concepción, vista desde la perspectiva de la inserción crítica de la intelectualidad, se presenta no como una opción más, sino como la vía necesaria para la sobrevivencia del sistema, e incluye, entre sus presupuestos, la capacidad de los revolucionarios

de tolerar y responder públicamente la crítica social que se les dirige desde otras posiciones ideológicas [...] no ya de tolerar, sino de propiciar la crítica social que de su propia gestión se hace desde el punto de vista de los mismos principios, ideales y valores que proclaman como

propios [y de] asegurar que el intelectual, para publicar la verdad, no tenga que apelar a […] esferas públicas diaspóricas y otros espacios culturales y mecenazgos extraterritoriales.16

Navarro reconoce que en el presente esta capacidad se ve dañada «por la acción de las fuerzas políticas locales hostiles a la crítica social», por lo que el intelectual

tendrá que dar muestra de las cinco virtudes brechtianas: el valor de expresar la verdad, la perspicacia de reconocerla, el arte de hacerla manejable como un arma, el criterio para escoger a aquellos en cuyas manos ella se haga eficaz, y la astucia para difundirla ampliamente.17

Para Fernando Martínez Heredia, «solo las personas que aprenden a ejercer la libertad y la justicia pueden cambiarse a sí mismos y a la sociedad. Sin sentimientos y pensamientos que sean superiores a las condiciones de existencia, no habrá socialismo».18 Es un principio medular que ha defendido, coherentemente, desde que fundara la revista Pensamiento Crítico. De acuerdo con esa noción, el socialismo necesita

acumular fuerzas culturales suficientes a su favor, eficaces y atractivas en la lucha contra el capitalismo, y sobre todo en el combate por la transformación de las personas, las relaciones interpersonales y sociales, y la naturaleza y las funciones de sus propias instituciones.19

Martínez Heredia, como Navarro y Rojas, reconoce que en Cuba «se libra una sorda lucha entre los valores del socialismo y los que solo encontrarían satisfacción en un regreso al capitalismo»,20 lucha que, en su opinión, tiene sus razones originales en las regresiones ocurridas como consecuencia de la crisis de los 90. Lo que aporta Martínez Heredia es la idea de que, para enfrentar tales regresiones y hacer viable el socialismo, es indispensable, ante todo, «la movilización de recursos humanos y materiales para acciones sistemáticas dirigidas contra las desigualdades que se crearon y a favor de aumentar las oportunidades de los grupos sociales más afectados».21

En tales circunstancias, las ciencias sociales están obligadas a ser muy superiores a las condiciones de existencia vigentes, y «no sirve de mucho si solo se “corresponden” con ellas». Asocia la idea de democracia a la improcedencia, en el socialismo, de «repetir la división entre las élites y la mayoría de la población en la producción y el consumo de los productos intelectuales y culturales valiosos», por lo que «el consumo de los productos que una sociedad cultísima elabora acerca de sí misma no puede ser dosificado u ocultado, como si las mayorías no fueran capaces de hacer buen uso de ellos». Lo contradictorio, para Martínez Heredia, es que «ni las condiciones en que las [ciencias sociales] trabajan hoy, ni ellas mismas, tienen suficiente desarrollo frente a los retos del presente y del futuro». En este punto, el

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autor de El ejercicio de pensar coincide con alguna de las tesis principales de El estante vacío:

tenemos un déficit notable en cuanto a formación teórica, urge superar el medio teórico existente y, sin embargo, carecemos de información al día al alcance de los interesados [...] y en muchos planteles se sigue enseñando a los adolescentes y jóvenes versiones inaceptables del marxismo.22

Julio César Guanche, nacido en 1974, defiende un socialismo muy cercano al de Martínez Heredia: «No es solo un método de distribución, sino un cambio cultural en la comprensión de la vida: una moralidad de la libertad, de la justicia y de la fraternidad humanas».23

No es extraño que, refiriéndose unos y otros al mismo objeto de estudio, las inconformidades, las críticas, las percepciones, tengan numerosos puntos de contacto, de tangencia, de intersección. De una manera muy esquemática, las líneas de este intenso debate que se libra en torno a Cuba se agrupan en un pequeño conjunto de temas que serían: para unos, democracia, libertades civiles, libertad de expresión, abandono de las formas socialistas de economía y del control económico por parte del Estado; para otros, reformas dentro del socialismo, satisfacción de las necesidades básicas de los más desposeídos, democratización del sistema, ampliación o reformulación de los espacios para la participación ciudadana.

Como es natural, el hecho de que una palabra como democracia aparezca en ambas líneas no garantiza en lo absoluto coincidencia de criterios, sino todo lo contrario. Para Rojas, por ejemplo, un «gobierno democrático de izquierda» es, a todas luces, socialdemócrata, ya que su idea de democracia está asociada a formas representativas, diversidad de partidos, elecciones periódicas, pluralidad total en el debate político, etc. Para Navarro, Martínez Heredia y Guanche, en cambio, el socialismo democrático significa igualdad de oportunidades económicas y culturales para todos los sectores sociales, privilegiando a los más desfavorecidos históricamente, y la adopción de formas de participación pública en las decisiones del Estado, además de la creación de un magma cultural heterogéneo, abierto, que reconozca la crítica social. Continuando en esa misma dirección, para Rafael Rojas la ausencia de pensamiento teórico contemporáneo dentro de la cultura de la Isla es resultado de la censura impuesta por el régimen totalitario, mientras que para Navarro, Martínez Heredia y Guanche se debe a las imposiciones dogmáticas de cierto tipo de socialismo, de tendencia estalinista, que ha significado una limitación importante para el desarrollo de ese otro socialismo que he venido llamando, con Navarro, democrático.

Se trata no solo de posiciones enfrentadas sino, en algunos casos, de una interesante, decisiva inversión de valores en relación con la polaridad centro-periferia,

dominador-dominado, como si cada una de las partes diera vueltas, como un guante, a la célebre frase de Rosa Luxemburgo: «La libertad siempre ha sido y es la libertad para aquellos que piensan diferente». Para unos, los reclamos se establecen sobre la base del Estado cubano (dominador) y los discursos de oposición (dominados), que se extienden, incluso, a los representantes de cualquier forma de pensamiento fuera de los moldes ideológicos establecidos por ese Estado. Para los otros, las relaciones que englobarían la «contradicción fundamental» serían las de Cuba socialista (amenazada, presionada) contra los Estados Unidos o incluso frente a otros países del llamado Primer mundo, en especial los que hoy forman la Unión Europea (dominantes). En lo esencial, ambos parten de reclamar el mismo derecho a la diversidad, a la libertad de criterios y electiva, pero las jerarquías son diametralmente opuestas. Lo que en ciertos círculos de las ciencias sociales cubanas se llama «el diferendo Cuba-Estados Unidos» ocupa un lugar crucial en estos posicionamientos. Como vimos antes, para Ichikawa la Isla debería reconocer y aceptar la posición de supremacía de los Estados Unidos, y plegarse a ella. Rojas, por su parte, suele minimizar o desconocer la presión que ese diferendo ha ejercido sobre las decisiones del gobierno cubano a lo largo de estas últimas cinco décadas. Para la mayoría de quienes defendemos, aun con contradicciones entre nosotros mismos, la idea del socialismo, ese diferendo ha marcado, y movido, las fronteras entre lo ideal y lo posible. En palabras del trovador Silvio Rodríguez, «Cuba no solo es lo que ha elegido, también lo que ha podido, con la enemistad de un poder exterior grande y cercano».24

Esta inversión de valores podría acercarse a la que Said cita de Pierre Bourdieu y sus colaboradores:

El neoliberalismo de Clinton y Blair, que se erigió sobre el desmantelamiento conservador de los grandes logros sociales (en la salud, la educación, el trabajo, la seguridad social) del Estado de bienestar durante el período de la Thatcher y Reagan, ha construido una doxa paradójica, una contrarrevolución simbólica.25

Tal doxa es conservadora, pero se presenta a sí misma como progresista; procura la restauración del orden pasado en algunos de sus aspectos más arcaicos (especialmente en lo que concierne a las relaciones económicas), pero pasa regresiones, inversiones, rendiciones, por reformas o revoluciones conducentes a toda una nueva era de abundancia y libertad (como ocurre con el lenguaje de la así llamada nueva economía y el discurso celebratorio en torno a las firmas de redes y la Internet).26

Navarro, Martínez Heredia, Guanche, Rafael Hernández, Fowler, y yo mismo, aspiramos, según Rojas, a una organicidad imposible. Luego, nuestros esfuerzos serán, a la postre, inútiles. Colocándonos

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en la orilla opuesta, para nosotros, quienes trabajan para una restauración capitalista en Cuba, aunque se presentan a sí mismos como libertarios, proponen formas que, aun en sus variantes menos agresivas, no harían sino hundir definitivamente en su condición de desfavorecidos económica y culturalmente, a aquellos cuya defensa y dignidad jerarquiza un modelo como el de Martínez Heredia.

Siguiendo la misma línea de pensamiento, en las actuales condiciones de globalización hegemónica, ignorar o subestimar las tensiones de dominación-emancipación que durante siglos han predominado en las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos es, cuanto menos, ingenuo. Hay que decir que esa doxa conservadora, que «se presenta a sí misma como progresista», es favorecida, tal vez a pesar de unos y de otros, por los factores autoritarios dentro de la Revolución cubana, que han reducido o incluso sustraído libertades que serían esenciales en modelos de socialismo como los que proponen Navarro, Martínez Heredia y Guanche. Es, de nuevo, la oscilación entre el pasado y el futuro, la compresión del tiempo histórico: el futuro prometido en los 60, que se esfumó en los 90, quiere ser sustituido por el pasado capitalista y neocolonial de los 50. El socialismo democrático, por su parte, sostenido por ideas esenciales en los 60, propone un futuro que una y otra vez es entorpecido por el presente.

Los temas esenciales que antes he sintetizado, y quizás simplificado, toman cuerpo en un conjunto de asuntos que adquieren un intenso valor simbólico y que son tratados con asiduidad en los espacios donde ocurre preferentemente el debate político intelectual cubano. Una rápida enumeración de tales espacios ofrecería la evidencia de la importancia que continúan teniendo las revistas dentro de una cultura como la cubana. Entre las que protagonizan el debate están Encuentro de la Cultura Cubana y su correspondiente versión digital, La Gaceta de Cuba, Temas, La Jiribilla, y numerosos blogs de muy diversas filiaciones culturales y políticas.27

Entre los cambios más notables ocurridos en el espacio mediático y cultural cubano de los últimos años, uno de los más importantes, sin duda alguna, ha sido el uso del correo electrónico. En un país que padece un férreo control de la información y de la prensa, y donde Internet con carácter doméstico es casi inexistente, el correo electrónico del que dispone, muchas veces en sus propias casas, un nutrido grupo de artistas, escritores, periodistas, profesionales de diversas ramas, burócratas, e incluso estudiantes universitarios, ha ido tejiendo una compleja y tupida red de información a la que casi nada escapa. Uno de los momentos en que demostró su eficacia fue en enero de 2007, cuando la mencionada «guerrita de los emails». A propósito de ese momento,

Desiderio Navarro afirmó que aquel hecho nos colocó ante dos evidencias:

la inactividad o inoperancia de los espacios de expresión o debate (tanto intrainstitucionales como públicos) ya existentes, y la inédita posibilidad de la constitución ad hoc e inmediata de una esfera pública supletoria.28

En el citado artículo, Iván de la Nuez opina:Las nuevas tecnologías, restringidas allí, han mostrado indicios originales. El mismo Fidel Castro, que empleó inicialmente la televisión como un medio de didáctica ideológica (no hay ningún régimen socialista que haya sido más televisivo) se retira para continuar como un blogger en su última ocupación. En un Estado cuyos mecanismos de control son predigitales, Youtube ha mostrado a unos estudiantes que acosan con sus críticas al presidente del Parlamento cubano. Frente a una cultura cuya prensa es precaria y ha quedado, en todas sus orillas, como un arma de combate, emergen centenares de blogs en Internet que se ocupan de airar o discutir cualquier asunto. En ese país tan abundante en el monopolio de la opinión y los comunicados oficiales, se ha acabado la impunidad para guardar las verdades.29

Esa red también cuenta con procedimientos de solidaridad que no puedo llamar de otra manera que «socialistas». Algunos intelectuales cubanos que radican fuera de la Isla, y otros que viven en ella y tienen fácil acceso a Internet, dedican parte de su tiempo a elaborar boletines digitales para cubrir las necesidades informativas de sus compatriotas de dentro, los que, a su vez, son diseminados hasta el infinito. De hecho, la totalidad de los materiales no publicados en Cuba que he citado antes los he recibido mediante tales redes solidarias.

Los asuntos que caracterizan estos debates se desplazan por distintas coordenadas espacio-temporales. Tal vez los dos más sensibles sean las valoraciones sobre la historia de la República (1902-1959) y la ciudad de La Habana, su pasado y su futuro. En cuanto al primero, durante largos años la historiografía generada por la Revolución cubana, y la historia divulgada en programas docentes y otras acciones de promoción, tendió a simplificar esa historia, a desconocerla o a demonizarla. Como escribí en el editorial (sin firma) del número monográfico que La Gaceta de Cuba dedicó al centenario de la República,

[s]e trata de un tema que se ha convertido, en años recientes, en espacio de una polémica a la que no podemos renunciar, y si bien es imprescindible mirarla, atenderla, estudiarla, para comprenderla mejor (para comprendernos mejor), ello ha de hacerse desde la perspectiva de un país que creció, y se transformó a sí mismo, en una revolución que, nacida de aquellas cinco décadas como de los siglos que la precedieron, puso fin al estatus neocolonial y al poder burgués que habían frustrado el sentido mismo de aquella República naciente.30

En relación con ese período, es revelador observar qué tipo de proceso o figura es recuperada, releída,

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recolocada, de uno y otro lado del espectro político, y cómo se suceden reapropiaciones contradictorias de algunas personalidades cimeras como José Lezama Lima, Jorge Mañach, Virgilio Piñera o Lino Novás Calvo, entre otros. En particular, Mañach ha sido una figura emblemática para aquellos que aspiran a un retorno a la democracia republicana, mientras que Julio Antonio Mella, Pablo de la Torriente Brau y Antonio Guiteras lo son para quienes buscamos una remodelación democrática del socialismo.

La visión opuesta a la que signó el acercamiento hecho desde La Gaceta de Cuba, tiende a idealizar ese período; sobre todo, la vida cultural y social de La Habana, su extraordinaria vitalidad y su auge constructivo.31 De acuerdo con esa perspectiva, la Revolución podría haber interrumpido aquel ímpetu económico y cultural, y el futuro de Cuba debería plantearse como continuidad de aquella era frustrada por la llegada del Ejército Rebelde a la ciudad que Guillermo Cabrera Infante tan bien recreó en Tres tristes tigres. El punto de máxima idealización de la República se ha establecido, en meses recientes, en torno a la figura de Fulgencio Batista, cuya biografía está siendo blanqueada, ennoblecida, por algunos escritores y periodistas, fundamentalmente asentados fuera de la Isla.32

Una de las estrategias para esa idealización de la historia republicana pasa, justamente, por La Habana. La visión de esa ciudad heterogénea, de intensa vida nocturna, de edificios que pretendían emular modelos de Nueva York, se levanta como una enorme muralla tras la cual se oculta el otro rostro del país: el interior empobrecido, miserable, desconocido. En el libro de Rafael Rojas es frecuente el uso de una sinécdoque mediante la cual La Habana ocupa el lugar del país.33 No es un giro retórico despojado de significados ideológicos e, incluso, políticos. Al insistir en el abandono y la destrucción de La Habana de hoy, se suele desconocer que, en las primeras décadas de la Revolución, ese abandono estuvo condicionado por la necesidad de atender las urgencias acumuladas en otras zonas secularmente empobrecidas.34 Cuando se piensa a Cuba solo desde La Habana actual, se borra un intenso y complejo entramado de posiciones que mucho tienen que ver con una diversidad que depende, en buena medida, de la ubicación geográfica desde la que se sitúa el sujeto.

Esta Habana que se ofrece como campo de batalla intelectual es también una suerte de Aleph donde se concentra o resume no solo el país, sino los países pasados, presentes y posibles. Ella expande su territorio y sustituye la totalidad de la Isla; se dilata en el tiempo; contiene, a la vez, el pasado, el presente y el futuro. Además de esa Habana de la sinécdoque de Rojas, está la que varios autores han identificado como la de

la nostalgia del pasado republicano, revivido en los 90 bajo los acordes de Buena Vista Social Club. Junto a ella, la ciudad del presente, «cada vez más distópica, con su topos dañado, incómodo y disfuncional en la medida en que se pierde el sentido del lugar», que identifica Mario Coyula, para quien «las ciudades deben saber envejecer con dignidad, sin recrearse en la nostalgia inútil por la juventud perdida».35 Coyula toma conciencia de estos desquiciamientos temporales en que estamos entrampados, y opta por el presente, casi a la manera de De la Nuez y Fowler:

Hacer funcionar la ciudad y mantener el control sobre ella requiere adelantarse al cambio, pero imaginar el futuro es siempre un ejercicio que puede pasar de lo divertido a lo aterrador. Quizás sea mejor concentrarnos en este momento, y responder a esta pregunta: ¿Estamos haciendo la clase de arquitectura que merece este país?36

Para quienes, desde el exilio, piensan la revista Encuentro..., el futuro alcanza otro valor. Desde los espacios exteriores a la nación, solo es posible pensar su porvenir, y el dossier en que esta revista estudia la ciudad (n. 50, 2008), tiene que desatender la propuesta de Coyula y referirse a «La Habana por hacer».

Inmersos en la atemporalidad, en la ucronía, en la simultaneidad, los cubanos participamos en un diálogo de sordos. Es como si cada quien hablara en un tiempo al que los demás no tienen acceso. Las visiones sobre la democracia, las libertades individuales, el diferendo Cuba-Estados Unidos, se organizan en dos grupos irreconciliables entre sí: el de quienes conciben el futuro del país como un tiempo posrevolucionario, y el de los que optan por la continuidad de un socialismo que necesita ser repensado, renovado.

Los cuatro modelos definidos por Navarro no agotan, obviamente, todas las opciones para pensar el porvenir de Cuba. Quisiera añadir una, a la que llamaré «nacionalismo amable». Me refiero a aquella que convoca a la reconciliación de todos los cubanos, llama al abandono de las hostilidades políticas, y se fundamenta en una especie de mesianismo nacional. En su primer editorial de 2009, Espacio Laical llama a la construcción de algo denominado «Casa Cuba», que define en dos sentidos:

El primero, Cuba como una sola y gran familia, donde sus miembros tienen diferencias, pero reconocen y aceptan un lazo que los une: el amor a lo propio que surge de una historia compartida. El segundo, Cuba como una casa, un hogar donde todos encuentran acogida y comprensión; un espacio donde todos sienten la tranquilidad de que sus sueños y realizaciones, sus alegrías y tristezas, son verdaderamente compartidos».37

El tono panglosiano de este llamamiento, y otros similares, choca con ese diálogo irreconciliable en que resulta, al parecer, imposible encontrar acuerdos. Desde mi punto de vista, unos y otros estarían dispuestos

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a aceptar la constitución de esa Casa Cuba a que convocan, entre otros, los laicos cubanos, siempre y cuando cada uno se sienta en posesión del poder, del control de un juego en el que no hay que olvidar los factores de injerencia externos. Pensando de nuevo con Rosa Luxemburgo, ¿bajo las órdenes de quién se construiría ese consenso?

Mientras tanto, a los cubanos nos resulta inevitable vivir el presente. Estamos, querámoslo o no, en ese «aquí y ahora» de Iván de la Nuez. Y junto a aquellos que hemos vivido la totalidad o la mayoría de los años de la Revolución, están los que necesariamente habitarán, gobernarán, decidirán el rostro del futuro, en cuyas visiones valdría la pena aventurarnos, ya sea brevemente.

Algunos años atrás, al leer dos antologías de poetas nacidos entre 1970 y 1985, escribí:

El abandono de la anécdota a favor de modos donde prevalecen la contemplación, la descripción o la introspección, ha arrastrado consigo que los contextos se instalen en un espacio mucho más personal, más íntimo, menos identificable en términos de historia, o incluso de geografías precisas. El ámbito con el que esta poesía dialoga, salvo excepciones […] es un aquí y ahora donde prevalece la esencialidad por encima de la circunstancialidad.38

Y más adelante:En este discurso que parecería no encontrar espacios, estar asfixiado entre el pasado y Dios, la familia y lo porvenir, el presente y las expectativas, hay, sin embargo, una fe en la existencia misma que daría la impresión de negar, de oponerse, a lo sombrío de todas las visiones que he venido citando. O, más que oponerse, se afirma, se alimenta de esas mismas visiones, de esos dolores.39

Porqueesta no es una poesía para ser usada, o quizás su uso principal, su utilidad, estaría en el exorcismo que se provoca al reconocer lo amargo, lo doloroso, o en el consuelo que ofrece el conocimiento de sí mismo, por terribles que sean las certezas que ese conocimiento revele. Toda mirada a la circunstancia, a la historia, al porvenir, están ubicadas desde la perspectiva del individuo.40

Regreso ahora a Edward Said y el papel de los intelectuales y escritores. A juicio del autor de Orientalismo,

en la aurora del siglo xxi el escritor ha asumido más y más atributos de adversario propios del intelectual en actividades como decirle la verdad al poder, dar testimonio de la persecución y el sufrimiento, y proporcionar una voz discrepante en los conflictos con la autoridad [...] y el especial papel simbólico del escritor como un intelectual que testifica la experiencia de un país o región, dándole así a esa experiencia una identidad pública inscrita para siempre en la agenda discursiva global.41

Dar testimonio, testificar, son acciones relacionadas con el presente. Y tengo la impresión de que los jóvenes artistas y escritores cubanos, en esa mirada más existencial, más introspectiva, exploran con dolor y agudeza su presente, y lo viven con igual intensidad, sin definir, al menos de manera explícita, esos futuros ideales o posibles que inquietan a otra parte de la intelectualidad cubana.

A tono con Said, al prologar la compilación de cuentos premiados en el concurso de La Gaceta de Cuba, Haydée Arango apuntaba que «la especificidad abrumadora de nuestra vida cotidiana a partir de los años 90 y la deficiente valoración crítica sobre la sociedad cubana en los medios de difusión masiva podrían explicar por qué la narrativa actual asume significativamente temas, situaciones, personajes y conflictos de la realidad más inmediata», en un procedimiento que la prologuista llama «necesidad testimonial». Y más adelante enfatiza: «En su mayoría, estas historias se distinguen por testimoniar las contingencias cotidianas y los conflictos generados por el espacio social».42

El pasado año fue publicada la selección Teatro cubano actual. Novísimos dramaturgos cubanos, integrada por textos de autores que en su mayoría (ocho de diez) nacieron en la década de los 80. En el prólogo, la joven teatróloga Yohayna Hernández afirma que «los novísimos centralizan el ser humano como sujeto biológico, sexual, moral, con la voluntad de incidir más desde lo estético que desde lo político o lo social». Es una voluntad que me parece común a estos jóvenes escritores y artistas, cuya acción se despliega, prioritariamente, desde la representación, mejor que desde el discurso. Continúa destacando una característica que coincide con la de los poetas coetáneos de estos dramaturgos: «Hay un énfasis en la autotematización, los textos registran sus

En el campo de la cultura, la mayoría de los jóvenes escritores y artistas cubanos se mantienen hoy en una tensa, permanente, negociación con los espacios institucionales, siempre bordeando los límites de la permisibilidad. Frente a las instituciones, ya los artistas no ocupan una posición subalterna, y con frecuencia son aquellas las que se ven obligadas a colocarse a la defensiva.

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búsquedas personales y desorientaciones, por lo que la realidad se interviene desde la visión individual sobre la social».43

Pero eso que Said llama «el papel de los escritores e intelectuales», y en cuyo ejercicio estarían borradas las antiguas fronteras entre los que hacen explícita su intervención social y quienes actúan, principalmente, desde dispositivos ficcionales, al menos en el caso de Cuba habría que ampliarla a las demás ramas del arte, sobre todo a las audiovisuales. Es un proceso iniciado en los 80, en torno a la célebre exposición Volumen I, y que tuvo un momento especialmente vital, renovador, a fines de esa década. La X Bienal de La Habana fue, de nuevo, el espacio donde esas acciones se manifestaron con particular fuerza, como lo demuestran los conflictos políticos suscitados por la obra de Tania Bruguera perteneciente a la serie El susurro de Tatlin y, en menor medida, por la exposición La Enmienda que hay en mí, de Carlos Garaicoa.44

Bruguera también organizó, durante seis años, la Cátedra de Arte de Conducta, insertada en el Instituto Superior de Arte de La Habana. Como resumen de las actividades de este singular espacio docente, también dentro de la X Bienal se presentó la exposición Estado de excepción, con obras de jóvenes artistas egresados de la Cátedra. La crítica y ensayista Maylín Machado, curadora, junto a Bruguera, de esta muestra, explica algunas de las acciones promovidas a partir de ese espacio:

Lo que comienza a consumirse no son objetos, sino conductas sociales. Esa fue la premisa teórica de la Cátedra apoyada en la estética relacional. De ahí se derivó, de manera casi instintiva y natural, al consumo de roles sociales. El artista se convirtió en un suplente creativo que, o bien reactivaba funciones debilitadas o ineficientes, o bien se apropiaba de empleos surgidos al calor de la inventiva popular, o generaba otros totalmente nuevos. Un arte de servicio de doble efectividad: simbólica y funcional.45

Por si quedaran dudas sobre la refuncionalización del papel de los artistas, escritores e intelectuales, Machado asegura que

el artista va más allá en el consumo de roles, ahora para reproducir los que le son arrogados al poder: la acción de visibilizar y, con esta, la que es más importante: acortar el abismo entre representación y realidad.46

Sobre ese abismo ha insistido, hasta la redundancia, el documental cubano más reciente. Hablo de obras no necesariamente hechas dentro de los marcos institucionales, aunque sí, luego de arduos procesos de negociación, acogidas por ellos. Son, casi siempre, realizadas en la independencia de los márgenes, o producidas por la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Pienso en

documentales como De buzos, leones y tanqueros, de Daniel Vera, Buscándote Havana, de Alina Rodríguez, Tacones cercanos, de Jessica Rodríguez, o Reconstruyendo al héroe, de Javier Castro, cuyos protagonistas se encuentran entre esos sectores desfavorecidos a que se refiere Martínez Heredia: desclasados de extraña, acaso inexplicable dignidad, que buscan sus precarias riquezas en los latones de basura de la ciudad; emigrantes que acuden a La Habana desde las regiones más pobres del país y prolongan una vida marginal, sin legalidad reconocida, en la que cierto discurso demagógico llama «la capital de todos los cubanos»; un travesti que ejerce la prostitución y tiene el rostro deformado por una agresión homofóbica; veintiséis madres de otros tantos delincuentes que llevan cicatrices sobre sus cuerpos, marcas que son comparadas con las veintiséis heridas en combate que recibió el héroe independentista cubano Antonio Maceo.

Los sujetos que protagonizan estos documentales pueden identificarse en obras de otras ramas debidas a jóvenes cubanos. La pieza «Almacén» (2001) y la serie Sucedió en La Habana (2001-2005), de Henric Eric Hernández, muestran la experiencia de una comunidad de vecinos albergados en viviendas colectivas y las declaraciones de prostitutas y proxenetas, respectivamente. Los personajes de la obra teatral Anestesia, de Agnieska Hernández,44 viven en la frontera de una Habana amenazada por una extraña epidemia: las personas que padecen la enfermedad estarán incapacitadas para experimentar dolor. La protagonista de La hijastra, de Rogelio Orizondo,45 es una mujer manca que acaba de perder a su madre y convive con un padre alcohólico. Por su parte, Armando Capó eligió para el documental Nos quedamos a un grupo de personas que reside en una casa de campo semiderruida por un ciclón, y que, para colmo, ha sido invadida por abejas. En ese singular sitio, Capó interroga a dos ciegos: ¿cómo ven el futuro?, les pregunta. Lo más significativo, en este caso, es que se trata de un capítulo de la serie Venimos o nos vamos que, bajo el lema «Cuba cambia», fue propuesta como ejercicio docente a estudiantes de tercer año, curso 2008-2009, de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños.

El catálogo podría extenderse y encontrar ejemplos en poemas, cuentos y filmes recientes. Lo importante, a mi juicio, es que en todos los casos estamos ante personas o personajes firmemente aferradas a su presente, cuyas memorias individuales apenas importan no solo a aquellos que recogen sus testimonios o recrean sus existencias, sino incluso a ellos mismos: viven en una actualidad donde la única palabra posible parece ser sobrevivencia.

Para Maylín Machado, «esa búsqueda del conocimiento, de la investigación», que implica, entre otros, al tipo de sujetos que he descrito,

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es la respuesta del arte a los vacíos ya no solo de representación social sino de funciones concretas que el contexto no logra generar. Pero también es el trazado de un nuevo mapa de identidad. Una reformulación de la cubanía. Pero de una cubanía que se manifiesta no por la reproducción de la imagen de una identidad nacional uniforme, sino desde la visión múltiple de una cultura que se nos devuelve ahora en su complejidad.46

En el campo de la cultura, la mayoría de los jóvenes escritores y artistas cubanos se mantienen hoy en una tensa, permanente, negociación con los espacios institucionales, siempre bordeando los límites de la permisibilidad. A diferencia de lo que sucedía algunos lustros atrás, ahora las nuevas tecnologías permiten que, aun aquellas obras que antes necesitaban el apoyo de la industria y el mecenazgo estatal, puedan realizarse de maneras precarias, pero independientes, y ello ha contribuido a que varíen los modos de las negociaciones. Frente a las instituciones, ya los artistas no ocupan una posición subalterna, y con frecuencia son aquellas las que se ven obligadas a colocarse a la defensiva.

En el campo de la política, agotados los espacios oficiales de participación que la propia Revolución creó décadas atrás, sometidos a un enojoso, asfixiante paternalismo estatal, no es extraño que estos jóvenes hayan dejado de ocuparse de ese futuro para el que nunca son convocados como sujetos participantes en su definición. Por ello, en sus obras, el porvenir aparece siempre sugerido, como agazapado. Acaso ahora lo más reconocible sean las estrategias desde las que ellos están intentando operar en la política, y que pasan por el rediseño de esa Cuba más inclusiva, más compleja, de fuertes contradicciones visibles.

Quiero terminar con la descripción de una obra: «Secuencia de uno», de Nancy Martínez, que fue parte de Estado de excepción. La pieza se basaba en uno de esos artefactos en que por un peso cubano convertible el usuario puede accionar unas manos mecánicas y, con mucha suerte, atrapar un muñeco de peluche. Pero en esta ocasión, dentro de la pequeña cabina las figuras de peluche fueron sustituidas por muñecos de trapo que reproducían imágenes de Fidel Castro. No un Fidel, sino cuatro. Cada uno de ellos fijaba una época, y el tiempo se acusaba por la delgadez o el tamaño, por las canas que comenzaban a invadir su barba. Los tres primeros vestían uniforme verde olivo. El último, el traje deportivo Adidas con que lo hemos visto siempre desde el 2006. Eran todas figuras amables, que expresaban cierta ternura. Pero, al mismo tiempo, ocurría una indudable inversión de roles, como en ese momento de nuestras vidas en que comenzamos a ser los padres de nuestros padres, o los hijos de nuestros hijos. Había allí una violentación del tiempo histórico: pasado y presente estaban confinados, sometidos, dentro de una pequeña cabina transparente.

Notas

1. Iván de la Nuez, «El hombre nuevo ante el otro futuro», en Iván de la Nuez, ed., Almanaque. Cuba y el día después. Doce ensayistas nacidos con la Revolución imaginan el futuro, Mondadori, Barcelona, 2001, pp. 9-10.

2. Ibídem, p. 9.

3. Desiderio Navarro, «¿Cuántos años, de qué color? Para una introducción al Ciclo», en La política cultural del período revolucionario. Memoria y reflexión, Centro Teórico-Cultural Criterios, La Habana, 2008, p. 24. En todas las citas de Navarro, el énfasis es suyo.

4. Luis Pavón Tamayo fue presidente del Consejo Nacional de Cultura de Cuba de 1971 a 1976. Véase La política cultural del período revolucionario..., ed. cit.

5. Entre muchas otras acciones, estarían, por ejemplo, las tesis de licenciatura (inéditas) «A la cultura, ida y vuelta. Una revista cultural en el sistema de comunicación institucional cubano del Período especial», de Daniel Salas González, 2007; «In media red: deb@te intelectual entre política y cultura. Acerca de los rasgos distintivos, en el espacio público cubano, del intercambio sobre política cultural promovido por intelectuales desde el 5 de enero de 2007», de Anneris Ivette Leyva García y Abel Somohano Fernández, 2008, y «El Quinquenio Gris… ¿La Gaceta Gris? (Un acercamiento a la revista cultural La Gaceta de Cuba durante en el período comprendido entre 1971 y 1976)», de Jennifer Enríquez Romero, 2008, todas de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. También, Sobre un vacío periodístico, obra de Jesús Hernández inscrita en su estrategia de simular reportajes periodísticos audiovisuales sobre sucesos que no han sido reseñados por la prensa local.

6. Desiderio Navarro, ob. cit.

7. Rafael Rojas, El estante vacío, Anagrama, Barcelona, 2009. En la página 144, Rojas menciona a «Desiderio Navarro, Víctor Fowler, Julio César Guanche, Arturo Arango, Rafael Hernández, Celia Hart…». En verdad, la lista es mucho más abarcadora y habría que comenzarla por los ensayistas e historiadores pertenecientes al desaparecido Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana y la revista Pensamiento Crítico. Me refiero, entre otros, a Fernando Martínez Heredia, Aurelio Alonso, Juan Valdés Paz, Eduardo Torres Cuevas, Oscar Zanetti, Pedro Pablo Rodríguez, Germán Sánchez... Al respecto, véase Fernando Martínez Heredia, «Pensamiento social y política de la Revolución», en La política cultural del período revolucionario..., ed. cit., pp. 139-62.

8. Rafael Rojas, ob. cit., p. 144.

9. Ibídem, p. 145.

10. Edward Said, «El papel público de los escritores y los intelectuales», Criterios, n. 34, La Habana, 2003, p. 178.

11. Emilio Ichikawa, «Obama y Cuba», El Nuevo Herald, Miami, 27 de abril de 2009.

12. Rafael Rojas, ob. cit., p. 137.

13. Iván de la Nuez, «Cuba regresa al presente», El Periódico de Catalunya, Barcelona, 23 de febrero de 2009.

14. Roberto Veiga González, «Necesitamos fabricar escenarios de encuentro» (entrevista a Víctor Fowler), Espacio Laical, a. 4, n. 3, La Habana, 2008, p. 36.

15. Desiderio Navarro, ob. cit., p. 20.

16. Ibídem, p. 23.

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17. Ídem.

18. Yailín Orta Rivera, «Fernando Martínez Heredia: no hay dueños de las ideas», Juventud Rebelde, La Habana, 29 de marzo de 2009.

19. Ídem.

20. Ídem.

21. Fernando Martínez Heredia, ob. cit., p. 159 y ss.

22. Ibídem, p. 160.

23. Julio César Guanche, «Debatir es participar, participar es intervenir», La Gaceta de Cuba, n. 4, La Habana, julio-agosto de 2008, p. 55.

24. Bruno Bimbi, «Cuba no solo es lo que ha elegido, también lo que ha podido», Crítica Digital, Buenos Aires, 17 de mayo de 2009, disponible en www.criticadigital.com.ar.

25. Pierre Bourdieu et al., La misère du monde, citado por Edward Said, ob. cit., p. 175.

26. Edward Said, ídem.

27. Me refiero solo a los que operan prioritariamente desde el campo de la cultura artística y literaria, y dejo a un lado aquellos que lo hacen exclusivamente desde la politología o, en general, las ciencias sociales, como Rebelión o Kaos en la Red, por solo citar dos muy activos desde modos de la izquierda. También la revista Espacio Laical ha publicado textos que tratan sobre aspectos altamente sensibles de la realidad política y social cubana, como el dossier «Cuba y sus relaciones internacionales».

28. Desiderio Navarro, ob. cit., p. 17.

29. Iván de la Nuez, ob. cit.

30. La Gaceta de Cuba, n. 3, La Habana, mayo-junio de 2002, p. 2.

31. Un ejemplo de la idealización de la vida cultural y social habanera puede leerse en el epígrafe «La Habana, años cincuenta: tramas urbanas y discursos cruzados», en Alberto Abreu Arcia, Los juegos de la escritura o la (re)escritura de la Historia, Casa de las Américas, La Habana, 2007.

32. Véase Alfredo Prieto, «Bleaching Batista», La Gaceta de Cuba, n. 1, La Habana, enero-febrero de 2009, pp. 50-3.

33. Por ejemplo, «Su lectura puede resultar útil a la hora de pensar La Habana» o «La Habana postsoviética es una ciudad donde se organizan prácticas y discursos que se saben posteriores al tiempo mesiánico del socialismo». Rafael Rojas, ob. cit., pp. 119 y 150, respectivamente.

34. Circunstancia que Antonio José Ponte reconoce en el editorial que precede el dossier «La Habana por hacer», Encuentro de la Cultura

Cubana, n. 50, Madrid, otoño de 2008, p. 86. Es curioso que cuando Ponte se pregunta cuán habitables han sido esas nuevas ciudades, responda con una caracterización, «ciudad dormitorio» que no correspondería a Bayamo, Santa Clara o Las Tunas, sino al barrio habanero de Alamar. Igualmente, cuando da un ejemplo positivo, es el de la Villa Panamericana, también perteneciente a La Habana.

35. Mario Coyula, «El Trinquenio amargo y la ciudad distópica», en La política cultural del período revolucionario..., ed. cit., p. 67.

36. Ibídem, p. 68.

37. Espacio Laical, n. 1, La Habana, 2009, p. 5. El énfasis es de la revista.

38. Arturo Arango, «Existir por más que no te lo permitan. Lectura de una poesía dispersa», La Gaceta de Cuba, n. 6, La Habana, noviembre-diciembre de 2003, p. 25.

39. Ídem.

40. Ídem.

41. Edward Said, ob. cit., pp. 167-68.

42. Haydée Arango, «Antologar un premio», prólogo a Maneras de narrar. Cuentos del Premio La Gaceta de Cuba (1993-2005), Ediciones Unión, La Habana, 2006, pp. 7 y 13.

43. Yohayna Hernández, «Prólogo», en Teatro cubano actual. Novísimos dramaturgos cubanos, Ediciones Alarcos, La Habana, 2008, p. 8.

44. Véase «Declaración del Comité Organizador de la Décima Bienal de La Habana» y Nirma Acosta, «Disidencias y coincidencias en la Bienal de La Habana», ambos en La Jiribilla, a. 7, n. 412, La Habana, marzo de 2009.

45. Maylín Machado, «El arte cubano: una isla en la red» [inédito].

46. Ídem.

47. Agnieska Hernández, «Anestesia», Tablas, n. 1, La Habana, enero-marzo de 2007.

48. Rogelio Orizondo, «La hijastra», en Teatro cubano actual..., ed. cit., pp. 277-316.

49. Maylín Machado, «Video cubano: documental, documento, documentación», [inédito].

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