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ARCHIVUM TOMO XIV ENERO - DICIEMBRE 1964 N.- I Y 2 SObre Unamuno o cOmo «no» debe interpretarse la obra literaria Se ha hablado y se ha escrito tanto sobre Unamuno; de Unamuno y hasta en pro y en contra de Unamuno, que volver a lo mismo parece o petulancia de descrubidor de mediterrá- neos o ingenuidad de coleccionista de opiniones ajenas. No obstante, sin presunción de pronunciar aquí la ŭltima palabra, nos atrevemos a enfocar otra vez este complejo fenómeno hu- mano que se llamó Unamuno, traído y llevado, ensalzado y censurado --en vida y en muerte— como ning ŭn otro es- critor de nuestras letras. Todavía el atrevimiento parece ma- yor cuando el título de estas notas puede hacer pensar en nuestra disconformidad con los críticos que le han estudiado: sobre Unamuno o cómo no debe interpretarse la obra literaria. No es así. No se busca aquí rebajar el mérito de ninguna de las interpretaciones formuladas, ni negar lo plausible de tal labor. Al contrario. Porque las consideraciones que siguen caen dentro de la misma tarea filológica: la de hacer entender el tex- to, como primera fase para enterarse de él, o sea integrar- se con él y revivirlo. Lo que queremos poner de manifiesto ante todo son dos postulados que nadie debería discutir: uno, que Unamuno fue escritor y su obra, obra literaria; otro, que el fin primordial y ŭltimo del crítico es el análisis y la estima- ción de los valores literarios. De donde este corolario impor- tante: que Unamuno nos interesa como creador de literátura y que todo análisis y toda estimación de valores extraartís-

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ARCHIVUMTOMO XIV ENERO - DICIEMBRE 1964 N.- I Y 2

SObre Unamuno o cOmo «no» debe

interpretarse la obra literaria

Se ha hablado y se ha escrito tanto sobre Unamuno; deUnamuno y hasta en pro y en contra de Unamuno, que volvera lo mismo parece o petulancia de descrubidor de mediterrá-neos o ingenuidad de coleccionista de opiniones ajenas. Noobstante, sin presunción de pronunciar aquí la ŭltima palabra,nos atrevemos a enfocar otra vez este complejo fenómeno hu-mano que se llamó Unamuno, traído y llevado, ensalzado ycensurado --en vida y en muerte— como ningŭn otro es-critor de nuestras letras. Todavía el atrevimiento parece ma-yor cuando el título de estas notas puede hacer pensar ennuestra disconformidad con los críticos que le han estudiado:sobre Unamuno o cómo no debe interpretarse la obra literaria.No es así. No se busca aquí rebajar el mérito de ninguna delas interpretaciones formuladas, ni negar lo plausible de tallabor. Al contrario. Porque las consideraciones que siguen caendentro de la misma tarea filológica: la de hacer entender el tex-to, como primera fase para enterarse de él, o sea integrar-se con él y revivirlo. Lo que queremos poner de manifiestoante todo son dos postulados que nadie debería discutir: uno,que Unamuno fue escritor y su obra, obra literaria; otro, queel fin primordial y ŭltimo del crítico es el análisis y la estima-ción de los valores literarios. De donde este corolario impor-tante: que Unamuno nos interesa como creador de literáturay que todo análisis y toda estimación de valores extraartís-

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ticos son meros medios accesorios del utillaje filológico, ne-cesarios a veces. , pero tan ajenos a lo esencial como los an-damios en la arquitectura.

Un primer desvío de ese fin primordial de la crítica —elanálisis e interpretación de la obra como criatura ŭnica dearte— consiste en desplazar la atención hacia el autor que lacreó. Sin duda toda obra es expresión de su autor; se com-prende que en aquélla se retrate, se refleje o se refracte éste.Intima relación que es a ŭn más transparente en una obra co-mo la de Unamuno, que, aunque escrita, es más de personaque habla que producto de escritura, obra consistente en li-bros «que hablan como hombres». No es extrario que nuestroautor, cuya presencia agobiante y explícita se observa en to-do pasaje de su obra, haya acaparado en exclusiva la atenciónde los críticos con olvido de las calidades propias de su crea-ción. En la innumerable bibliografía unamuniana, la mayoríade los títulos muestra sin equívoco que el primer plano loocupa el hombre y no la obra. Poseemos, así, abundantesinterpretaciones de la biografía de Unamuno, o de su pensa-miento, o de sus actitudes; pero de sus obras, sólo en cuantoéstas fueron autobiografía. Y como los problemas que le tocóvivir y con los que se debatió, todavía nos cogen muy de cer-ca, resulta muy fácil que el crítico, perdiendo perspectiva ydistancia, se encuentre envuelto también en los asuntos quetrata y tome, sin darse cuenta, partido. No discutimos- lo in-teresante de estas tareas biográficas, y más tratándose de unejemplar humano tan insólito y relevante como don Miguel.Pero casi es antropología y no crítica literaria lo que allí sehace. Se dice que para el conocimiento de la obra es impor-tante el conocimiento del autor. No lo dudamos, si bien po-dríamos formular esta pregunta: , son necesarios datos re-ferentes al autor ajenos a los aportados por la obra literariamisma para entender ésta y enterarse de ella? Si se respon-diera con la afirmativa, habría que concluir en la imposibi-lidad de gustar en su integridad tantas y tantas creacionesanónimas o de autor prácticamente reducido a etiqueta ono-mástica como hay en la literatura universal. Tal conclusiónparece excesiva. Porque sin saber nada de Homero —o quien

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fuere— la apelación de la Iliada nos alcanza hasta adentro,y desconociendo cómo fue en realidad Fernando de Rojassaboreamos —sea o no integramente suya— la «Tragicomediade Calisto y Melibea». No es, pues, requisito indispensableconocer bien a su autor para estimar correctamente una obraliteraria; el anonimato no impide la crítica literaria.

Bien es verdad qŭe a veces, en el análisis de una obra deautor desconocido, se lamentan los críticos de la escasez dedatos externos que permitirían desvelar ciertas sombras y fijarciertas ambigŭedades. Pero ocurre también que, en la prác-tica, la interpretación filológica de un texto resulta tan con-trovertible —y aŭn más— por la extrema abundancia de datosreferentes al autor, como por la absoluta carencia de ellos.Es nuestro caso: con tan copiosos materiales alusivos directae indirectamente al hombre don Miguel de Unamuno comolos que están a mano, la hermenéutica de su obra se presen-ta tan plurivalente y equívoca como, por ejemplo, la del «Li-bro de Buen Amor», de cuyo autor sólo sabemos en defini-tiva su nombre y menester: Juan Ruiz, arcipreste de Hita.«No tenemos datos», se quejan los críticos, «para afirmar loque aquí dijo o dejó de décir este autor». Pues bien, en elcaso de Unamuno, la queja podría ser inversa: «Tenemos de-masiados datos para decidir si aquí el autor afirmaba o ne-gaba, defendía o censuraba, hablaba en serio o de burlas».

, Por qué sucede esto? La crítica pocas veces se restringeal papel ancilar que le corresponde respecto de la creaciónliteraria: el de llarnar la atención del lector distraído y deabrirle portillos por donde entrar más adentro en el saboreode la obra, o el otro más científico del análisis literal del textoy a lo más el estudio de la obra de arte como una estructuraliteraria del lenguaje. En general los críticos no se resignana esa labor de observadores, que, aunque exija más sensibi-lidad, no debe ser distinta a la del geólogo que, partidasunas rocas, determina su composición; y no se contentan conexpresar literalmente lo que dijo el autor, sino que en el mejorde los casos quieren hacer literatura de la literatura y expo-ner comentarios exegéticos, simbólicos, apologéticos o lo que

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sea, y buscan testimonios propios o extrarios al autor paradecidir lo que en la obra éste quiso decir, no lo que dijo. Yno hablemos de los críticos que propenden a demostrar queel autor dijo lo que les gustaría a ellos que hubiese dicho,con lo cual tratan de apoyar sus propias ideas en manifes-taciones fugaces de la obra comentada. No es éste el fin de•la crítica literaria, aunque haya trabajos valiosos basados ental procedimiento. El crítico debe llegarse a la obra que ana-liza con cierta modestia y con cierta distancia, apartando elentusiasmo previo que haya sentido por ella. Así como elcreyente entiende y se integra en la Creación con humildad,el crítico debe posponer toda soberbia y contemplar humil-demente la creación literaria, sin pretensiones de identificaral autor consigo mismo. En la obra literaria no cabe distin-guir entre letra y espíritu: ambos son uno, ambos matan oambos vivifican, segŭn el nivel que alcance; el análisis dela letra nos dará su espíritu. No hay por qué —segŭn la frasecorriente— buscar tres pies al gato.

De ahí que en la crítica unamuniana sea tan perceptibleesta otra desviación del camino correcto: el malabarismo,en diferentes grados, de críticos que le hurgan a don Migueltodas las posibles intenciones —segundas, terceras o enési-mas— de sus palabras para detenerse en aquéllas que mejorconvengan a la idea más o menos apriorística que tuvieranaquéllos. Pocas veces se dejan de entreverar las personalespreocupaciones al estudiar la vida de Unamuno. En lugar desujetarse a una perspectiva literal y distanciada al analizarel fenómeno humano y literario de don Miguel, el críticosuele sondear sus propias vivencias de este fenómeno: críticasubjetiva. Y puede argiiirse que toda crítica lo es, que lapura objetividad no es humana. Pero siempre cabe reduciral mínimo el coeficiente personal de la presencia interesadadel crítico. Así, resulta que tenemos tantas interpretacionesde Unamuno —más que de su obra— como analistas se hanocupado de él. En consecuencia existen muchos Unamunos, yno todos se compadecen ni pueden armonizarse en unidadsuperior: el de J. Marías, el del P. Caminero, el de H. Benítez, .el de Ferrater, el de S. Barbudo, el de Zubizarreta, el de Blan-

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co Aguínaga, el de Guerrero, el de Gullón, etc. Cada uno aportasu verdad, verdad parcial, y no siempre en el buen sentido deesta palabra. Pues bien, lo importante son los Unamunos delpropio Unamuno: lo que él dijo sin sacarlo de su contexto;pues de nadie debemos afirmar más que lo que sus palabraso sus actos digan.

Mas ocurre a menudo que palabras y actos sean contra-dictorios, que hasta las palabras sean mudables y afirmenhoy blanco lo que ayer afirmaban negro. Cuanto más copio-sa es una obra, tanto más frecuentes serán estas con-tradicciones. No otra cosa ofrece la labor de Unamuno. Anuestra disposición tenemos todo lo que dijo al p ŭblico, biencomo acotaciones marginales, bien como comentario, bien ensus poesías; además —y no menos importante— lo que pusoen boca de sus .personajes. Y no se agotan ahí los materiales:disponemos también de lo que dijo a sus amigos y abun-dantes corresponsales por carta y lo que se dijo a sí mismopor escrito, y todavía lo que cuentan que dijo. No todas estasmanifestaciones son concordantes. Y la labor del crítico haconsistido en una jerarquización: cada uno ha tomado elaspecto que más le ha impresionado y con él ha hilado lahebra vertebral de su interpretación de Unamuno, dejando enla penumbra y explicando mejor o peor los otros aspectos:Unamuno creía, Unamuno no creía; Unamuno fue sincero,Unamuno fue un farsante; Unamuno en agonía, Unamunocontemplativo, etc., etc. Luego vienen las interpretacionesdualistas, que como más complejas se acercan más a la rea-lidad: Unamuno quería creer; la farsa de Unamuno es sincera,porque toda vida es comedia; agonía y contemplación se com-plementan etcétera.

De todos los puntos lo que más polvos ha removido ymás lodos ha posado, es la apasionada discusión del proble-ma religioso. No hay duda que la actitud religiosa es centralpara mucha gente. Pero para la obra literaria—en cuanto obrade arte, no en cuanto medio formativo del hombre—es cuestióntan aledaria —aunque no comparamos sus valores absolutos-como por ejemplo el problema de la manutención de ochohijos, asunto que, si bien poco atendido por la crítica, tam-

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bién preocupó mucho a Unamuno. La crítica literaria no de-be pronunciarse sobre si Unamuno fue creyente o no, sobresi su fe fue sólo voluntad de creer o de engariarse con lacreencia, sobre si su racionalismo estuvo toda la vida en lu-cha con la fe, o si, en fin, como parece más probable, Una-muno tuvo —para decirlo unamunescamente— una creenciade quiero y no puedo y un racionalismo de puedo y no quiero.Y menos, el crítico debe acalorarse en réalzar las afirmacio-nes de Unamuno que se acuesten a su propio parecer: ya seapara ensalzar o fulminar su incredulidad, justificando susmanifestaciones piadosas como recuerdos o recaídas. en lainfancia, ya sea para defender su evidente religiosidad yjustificar sus actitudes opuestas como producto del racio-nalismo de la época, del ambiente o del influjo de lecturasno bien digeridas y perniciosas. A la crítica literaria le bastacon saber que hay en la obra de Unamuno una constante preo-cupación religiosa. Pero juzgarle como teólogo sería lo mismoque estimar a Aristófanes dentro de la historia de la filosofíapor haber hablado de Sócrates. Unamuno escribió y habló detemas religiosos, mas no son éstos ni las opiniones que apor-ta lo que confiere categoría literaria a su obra. Desde el dog-ma católico está clasificado y definido: oficialmente es unheterodoxo y no hay que dar vueltas al asunto ni poner derelieve lo que de no católico haya en su pensamiento. Si elcrítico literario se ocupa de Unamuno no es por ser teólogo,sino a pesar de eso: porque fue escritor, porque se expresóen una obra valiosa artísticamente. Lo que al lector conmue• •

ve ante todo es el estar Unamuno en un problema de concien-cia, no el problema en sí ni los términos en que se plantea.El problema existió; su etiqueta no debe importar. Y lo mismopodríamos decir de sus actividades políticas. Dentro de unossiglos, si las gentes siguen a ŭn leyendo, los ataques, defensas,contraataques, las diatribas violentas de Unamuno contra susadversarios políticos dejarán a los lectores tan fríos como nosdejan las de Aristófanes o las de Quevedo. Por lo demás lalabor del crítico es la de comprender y no la de juzgar —a noser literariamente—. Declarado heterodoxo por la autoridadcompetente el pensamiento unamuniano, el crítico debe abs-tenerse, si es cristiano por simple caridad y si no por incom-

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petencia, de decidir ninguna opinión sobre el hombre Una-muno y su destino en el más allá Quién puede afirmar de unhombre que sea ateo o creyente? No es cosa demostrable, escosa de creencia, de creencia en lo que diga el interesado.Todo lo más que puede hacer el crítico que atienda a lacuestión religiosa en Unamuno es historiarla, sin sacar dequicio los textos ni pronunciarse. Ello será suficiente comolabor previa y apoyatura de la valoración literaria.

Vemos, pues, que el castro que pretende opugnar la crítica,o sea el nŭcleo unamunesco en que se estrella, es lo contra-dictorio de actitudes y palabras de don Miguel. Hay una esen-cial plurivalencia que nadie consigue unificar y eso es lodesconcertante. Seriala bien Aranguren que sobre todo hombrese instala la persona, la máscara del teatro del mundo, detal modo que ser y persona se funden hasta ser inseparables:el ser es lo que se es, la persona lo que se quiere ser y lo queva uno haciéndose, de manera que esa dualidad de esenciamás o menos incognoscible y de propósitos de existencia máso menos conscientes se da en todo hombre. Con mayor vi-rulencia en los de excepción. Así en Unamuno hay una ten-sión constante entre la persona y el ser, porque —a diferenciadel hombre sencillo— el que se autoanaliza con la intensidady agudeza con que lo hacía Unamuno llega a ser totalmenteconsciente de esos dos aspectos y de sus posibles contradic-ciones. No otro es el problema de la personalidad, que en-garzado con los demás, empapa la obra y la vida toda una-muniana. El hombre corriente no se pregunta si lo que obraproviene de su ser o de su persona, ni si el uno contradice ala otra. Unamuno ante cada acto realizado sentía la preocu-pación de si uno de sus aspectos estaba traicionando al otro,y ante cada decisión resuelta la incógnita de si la renunciano habría matado la esencial posibilidad de su ser. De ahíel ritmo pendular e interrogativo de todos sus escritos, y ladesconfianza inmediata tras cada afirmación tajante. Recuér-dese el frecuente procedimiento discursivo por antítesis ycombinación de contrarios que abunda en su obra y que encierto modo caricaturiza él mismo en ese personaje que conenfoque humorístico refleja tanto del propio don Miguel, el

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don Fulgencio de Amor y Pedagogía. Todo es, pues, inseguro,y el fondo, el hondón del fondo, incognoscible.

Esta multivocidad, tal borrosidad de los límites, no es pu-

ro juego verbal. Unamuno se plantea la sinceridad consigomismo; todos sus vaivenes, todas sus contradicciones son su-cesivas e inevitables dudas de haber alcanzado la radical sin-ceridad. Consciente de lo que quería ser, temía estar escapandode su oculta intimidad, de su verdadero ser. Actitud que ex-plica su metáfora, con tantas variaciones presente en su obra,de la comedia de la vida, del papel que se representa, y enconsecuencia la sospecha de que acaso lo que se quiere seres precisamente y sólo lo que se puede ser, y de que lo ver-dederamente libre son las «morcillas» que el actor humanointroduce en su papel: Y de inmediato, la duda de si quizátambién esas «morcillas» están impuestas y prefiguradas yforman parte del papel. Cabe, sí, admitir en la obra de Una-muno esa actitud de «farsa», que algunos creen que sele ha achacado; pero es una farsa sincera y conscien-te, no adoptada para engariarse a sí mismo ni para ilu-dir al prójimo, sino porque Unamuno juzgaba la farsainevitable y necesaria. Ni cabe sospechar que no fuese

sincero. El médico Areilza, uno de los coetáneos bil-bainos de la juventud de Unamuno, hombre agudo y queironizaba sobre las que creía veleidades trascendentes y esca-tológicas de don Miguel, escribiendo al com ŭn amigo Ilundáinen 1902, hacía una etopeya algo mordaz de nuestro escritory decía de él entre otras cosas: «No le creo insincero; al con-trario. Dice siempre lo que cree. Pero es que termina porcreer aquello que más le satisface». Nos parece que Areilza,con su positivismo de científico ajeno a lo irracional, calababien en ese nŭcleo central y contradictorio del hombre Una-muno. Y éste mismo se daba cuenta de. ser así: recuérdese sufrase de que tomaba siempre sus decisiones por sí sólo ynunca por unanimidad. Nunca por unanimidad, pero —pode-mos ariadir fulgencianamente— siempre por «unamunidad».Es decir, en intima contradicción, con constante sospecha deque lo otro, aquello a que renunciaba, fuese lo acertado, loverdadero. Pretendía ser sincero hasta tal extremo que en la

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bŭsqueda de la sinceridad siempre le amagaba la preocupaciónde que hubiera un nivel de sinceridad más profundo. Simpleconsecuencia, por lo demás, de su temor de no llegar al fondoy quedarse en lo aparente. Por eso (cuando su famosa crisisde 1897) se interpelaba insistentemente : «i Sencillez! senci-llez!»; ŭnico modo de que, pura y cristalina, surgiese la sin-ceridad, la que ni se piensa a sí misma como tal ni se analiza.A este respecto es interesante lo que escribía Unamuno aPedro Corominas, en 1900: la sinceridad, dice, «yo la creoimposible, o mejor dicho, creo que toda sinceridad es algoafectada y toda afectación tiene mucho de sincera. El arte esya en sí un principio de insinceridad; lo sincero es tumbarseen el campo a ver un paisaje y no describirlo. El principiodel arte es la exageración. No hay nada más natural y espon-táneo que el nirio, y el nirio no hace más que mentir». A laluz de estas palabras, se entiende bien que Unamuno, que-riendo ser sincero, estuviera resignado a la farsa, a represen-tar un papel. Todo es inseguro; todo es sinceridad y todoes afectación: se vive en la niebla que da título a su famosanivola.

La seguridad se encontraría en esa sencillez que reclamaba:la de tumbarse en el campo, hundirse y comulgar en el silen-cio y no tratar de describirlo ni analizarlo. Pero a la vez quela buscaba, Unamuno huía de esa sencillez, de ese silencio yesa • paz en que, acallados inquietudes, deseos, aspiraciones,deja uno de sentirse uno mismo: algo, para Unamuno, seme-jante a la nada. Entonces había que buscar la lucha, o seael abrazo con el contrario; allí, el propio esfuerzo y la resis-tencia externa creaban la realidad, daban consistencia al sue-rio de cada uno, justificaban y concedían razón de ser al papelde cada cual. En la rigurosa soledad del silencio, sin la com-pariía y la antagonía de los otros, sin la comedia, en fin, nohabía nada. La farsa, en el absoluto aislamiento, perdía todosu sentido. La farsa da vida; pero para la farsa hacen faltaotros personajes, y además pŭblico, que se otorgan consisten-cia mutuamente. Esto explica más que nada las peculiaresreacciones de don Miguel durante su exilio parisino. No logracomprenderse la ceguera insistente con que Unamuno tran-

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sitó por Paris. Tal insensibilidad es, no obstante, más dereacción de ojo por ojo que otra cosa. Alli se encontró preci-samente en la más terrible soledad. La farsa que entoncesestaba viviendo no importaba a nadie de los que tropezaba,o a lo más éstos asistian a ella sin intervenir, con la puracuriosidad del que contempla un ejemplar de fauna exótica.Su papel del momento, lo recitaba en el vacio: no habia p ŭ-blico, no podia haber farsa; no habia vida, se encontraba sinconsistencia, sin la solidez que le daba el pensar que quiense cruzaba con él en su Salamanca, se decia: «Ahi va Unamu-no». En Paris era simple hueco en una tumultuosa soledadcuajada de vacios. Los que alli vivian se pregun-taria don Miguel— recitaba cada uno papeles de farsasdistintas. 1\1(3 les interesaba la farsa que él, Unamuno, vivia?Pues en justa compensación, en represalia casi, él, Unamuno,se desinteresaba de las de ellos. Esto, y no el cansancio o eldesequilibrio u otras razones que se han querido aportar,nos parece el origen de la actitud de Unamuno por aquellasfechas, la que se refleja en su «Agonia del Cristianismo» yen su «Cómo se hace una novela».

Todo el mundo construye su vida sobre ciertas afirmacionesque se creen axiomas o ciertos postulados a los que se con-cede fe. La preocupación central de Unamuno fue el intentode buscar a unos y a otros demostración, como si se tratasede teoremas, queriendo penetrar a niveles más profundos yperseguir principios más radicales que justificasen los axio-mas. Entonces, con el fallo de la demostración, surge la des-confianza y la inseguridad respecto del instrumento de taldemostración. Si falla la demostración racional de la fe, éstase tambalea en efecto; y si se pierde la creencia, .por quéno se perderá también la creencia en la razón? Oscilaciónentre dos polos contradictorios que informa la obra y la vidade Unamuno.

Entonces, hay unidad, no hay continuidad en Unamuno?(1No fue nunca consecuente? Muchas veces comparó él mismosu razonar y su actuar al péndulo, aludiendo a su afición aafirmar contrarios, de cuyo choque o contraste surge la ver-

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dad. En el péndulo, sin embargo, hay unidad de propósitoy en la oscilación hay continuidad. De igual modo hay unidady continuidad en Unamuno y su obra. Y es vano tambiénsubdividirle en Unamunos sucesivos: el de antes de la crisis,el de la crisis, el de después de la crisis, por ejemplo; aunque—cómo no?— el mismo Unamuno se plantease el problemade su continuidad: así, cuando, a menudo, nos habla de susyos sucesivos («el que fuí a los tantos arios», «el que fuí cuan-do escribía este libro» etc.), e incluso de las sucesivas posibi-lidades de haber sido de esta o la otra manera a que renunció(recuérdense sus «ex-futuros» Unamunos).

Hay, pues, una serie de estadios diacrónicos de la perso-nalidad, igual que —lo veíamos antes— existe una convivenciade yos sincrónicos. Si bien actuando entre límites cronológicosmuchisimo más cercanos entre sí, la obra y la vida de unhombre puede compararse al proceso evolutivo de una lengua.En uno y otra es observable una sincronía y una diacronía.Hay unidad y continuidad a pesar de la evolución. Como Ila-mamos\ castellano a los versos del juglar del Cid y alas palabras que ahora escribimos, así es Unamuno el de «Entorno al casticismo» y el de «Cómo se hace una novela», elde sus meditaciones de la cr•sis de 1897 y el de «San ManuelBueno mártir.» Hay un yo diacrónico que, eso sí, va enrique-ciéndose, acumulando en cada estadio el recuerdo de los es-tadios pasados; y a la vez, como en los estadios sincrónicoslas lenguas tienen pluralidad de dialectos coexistentes, en Una-muno se puede serialar esa simultánea presencia de lo quepodríamos llamar yos dialectales. Dialectales, o si se quiere,dialécticos; que pueden entrechocarse, crear agonías, perotambién adaptarse, dando lugar a momentos de sosiego con-templativo. Po. dría, pues, trazarse, en ese sentido, tanto lahistoria como la dialectología de Unamuno. Seg ŭn ya adver-timos, la crítica, en esta labor previa a la interpretación de

O la obra literaria, ha escogido arbitrariamente — o por sucuenta y razón— un solo dialecto de Unamuno, elevándoloal Unamuno oficial o general. La objetividad debe forzar alcrítico a no desatender ninguno de los yos, o dialectos, pues-

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to que todos son aspectos parciales de la unidad constituídapor el yo diacrónico de Unamuno.

Llegamos al final de estas descosidas consideraciones. Enun poemilla de su Cancionero póstumo (n.° 1578), fechadoen diciembre de 1931, dice don Miguel:

Lo que yo quiera callarmedéjenmelo para mí;no me obliguen al desarmede honduras que no rendí.Que uno es el hombre de todosy otro el hombre de secreto,y hay que escaparse de modosde hacer a un sujeto objeto.

El deseo —o la esperanza— que expresó Unamuno en estosversos, vemos que no ha sido respetado — (Icómo había de

serlo?— por la crítica. Aquí tenemos a don Miguel hechoobjeto, y aquí estamos los comentaristas todos «infestandosu monólogo» —como él decía— con las «postillas», que nolas apostillas, de «nuestros afanes». Inevitable. Pero inevi-table también el cumplimiento del otro anhelo unamuniano:el de ser inclasificable. Cada crítico, sí, ha encontrado el nichomás a su gusto en que encasillarle. Mas don Miguel, oscilandocomo siempre, se escapa de una en otra casilla y no para enninguna. Segŭn indicábamos antes, la «unamunidad», cimen-tada en la ausencia de unanimidad intima del hombre donMiguel en vida, persiste perdurable en la agonía —o sea lu-cha— pendular entre sus comentadores. Hasta estas páginas,iniciadas con el propósito unamuniano de huir de las clasi-ficaciones, han terminado por ser también —paradójicamen-te— una «postilla» más, otra objetivación más del sujetoUnamuno. No hay más remedio. Pero no hemos pretendidollegar a ninguna conclusión. No vamos a afirmar solemne-mente: «en el fondo Unamuno era...», porque Unamuno —co-mo todo el mundo— era fondo y era forma, hondura y su-perficie. el mar sólo su profundidad abisal y casi inviable?

es más bien su iluminada y surcada sobrehaz? <;Son siem-

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SOBRE UNAMUNO 17

pre las raíces lo más apetecible? Podrá ser cierto esto tratán-dose de alguna solanácea, pero no en el caso del naranjo.Y los escritores son importantes por sus frutos, no por susraíces, aunque cumplan éstas un menester insustituíble. Seolvida, repetimos, con frecuencia que un escritor, en cuantoproduce literatura o arte mediante la palabra, sólo alcanzaconsideración y perdurabilidad gracias a las cristalizacionesliterarias que nos lega, y no por las sustancias químicas enellas incluídas. No es la materia, sino la forma — y la inten-ción— que configura la materia lo que cuenta. (En pintura,nadie lo discute). No es el pensamiento, o la profundidad, ola sensibilidad, o la originalidad del hombre Unamuno lo queconfiere a su obra consistencia literaria, sino el haber acer-tado a configurar, a conformar todo eso de un modo personal,expresivo, con fuerza comunicativa y poética—que es lo mismo.Así, cuando tras pacientes coféjos y lucubraciones, se llega aformular sentencia—«Unamuno en el fondo era así, o así»—,nos quedamos más o menos convencidos, pero como al princi-pio: sin saber por 'qué la obra de Unamuno es creación de valorliterario, o sabiendo que lo es a pesar de que su autor fuerade esta o la otra manera «en el fondo». Recordemos, en fin,que en el fondo, para Unamuno, como en su repetida imagende las cajitas de laca japonesas enchufadas unas en otras, nohabía nada, o silencio —tanto monta.

E. ALARCOS LLORACH