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Armónica para desnudar el sueño o las virtudes de los riesgos 1 Pedro Cabrera Once años separan y unen los dos libros que ha publicado Gildardo Montoya Castro: El ladrón que sobornó a la luna (UACh, 1993) y Armónica para desnudar el sueño (Molino de Letras/Instituto Mexiquense de Cultura, 2004). Once años, dos números idénticos que suman dos, que conjugan un lapso de tiempo y vida, de dudas y reafirmaciones; un periodo más que suficiente para afinar la escritura, corroborar constancias, recibir nuevas influencias, encontrar otros temas, explorar posibilidades creativas, adentrarse en aventuras imprevistas, trabajar con desesperación y producir poco, pero con el alma. Frente a frente, los dos libros son testimonios de su tiempo: el primero, publicado por la institución donde labora el autor; el segundo, por el esfuerzo de una pequeña editorial asentada en Texcoco, como una muestra de la insuficiencia de los espacios oficiales para dar cauce a las inquietudes de los creadores; como una afirmación del proceso vivido por la sociedad mexicana de los últimos años del siglo XX y principios del XXI con el surgimiento de organizaciones de la sociedad civil, y como evidencia del tesón, la constancia y el empuje de su principal animador: Moisés Zurita Zafra. 1 Texto leído en la presentación del libro Armónica para desnudar el sueño, de Gildardo Montoya, y publicado posteriormente en la revista Molino de Letras. 1

Armónica para desnudar el sueño o las virtudes de los riesgos

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Se trata de una reseña crítica del libro Armónica para desnudar el sueño, de Gildardo Montoya Castro, escritor sonorense que vive en Texcoco.

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Armónica para desnudar el sueño o las virtudes de los riesgos1

Pedro Cabrera

Once años separan y unen los dos libros que ha publicado Gildardo Montoya Castro: El

ladrón que sobornó a la luna (UACh, 1993) y Armónica para desnudar el sueño (Molino

de Letras/Instituto Mexiquense de Cultura, 2004). Once años, dos números idénticos

que suman dos, que conjugan un lapso de tiempo y vida, de dudas y reafirmaciones; un

periodo más que suficiente para afinar la escritura, corroborar constancias, recibir

nuevas influencias, encontrar otros temas, explorar posibilidades creativas, adentrarse

en aventuras imprevistas, trabajar con desesperación y producir poco, pero con el alma.

Frente a frente, los dos libros son testimonios de su tiempo: el primero, publicado

por la institución donde labora el autor; el segundo, por el esfuerzo de una pequeña

editorial asentada en Texcoco, como una muestra de la insuficiencia de los espacios

oficiales para dar cauce a las inquietudes de los creadores; como una afirmación del

proceso vivido por la sociedad mexicana de los últimos años del siglo XX y principios

del XXI con el surgimiento de organizaciones de la sociedad civil, y como evidencia del

tesón, la constancia y el empuje de su principal animador: Moisés Zurita Zafra.

Similitudes y diferenciasDos libros, una misma apuesta: mostrar el mundo interior, las vivencias, dolores, goces

y preocupaciones de un personaje. Ambos comparten el mismo espíritu: hacer literatura

de la vida personal, con sus riesgos y potencialidades. Porque escribir sobre uno mismo

siempre implica riesgos, sobre todo en los momentos en que la desnudez se vuelve

amarga. Y en los libros de Gildardo Montoya esos riesgos se asumen con todas sus

consecuencias. Muestran fragmentos de su biografía, algunos dolorosos, matizados por

un peculiar sentido del humor. Pero no se trata de la fabricación de una autobiografía,

sino de la exposición de un mundo personal, en el que las palabras se alejan del autor y

llegan al lector, ese desconocido, como especie de confesiones traducidas en literatura.

Esta preocupación se remarca con abundantes referencias a autores y

1 Texto leído en la presentación del libro Armónica para desnudar el sueño, de Gildardo Montoya, y publicado posteriormente en la revista Molino de Letras.

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personajes: Cyrano de Bergerac, Herman Melville y su Bartleby, Antonio Machado,

Hamlet, José Revueltas, Mozart, Lennon, María Zambrano y varios más, una galería de

influencias, citas, caminos y posibilidades en cuya amplitud se desenvuelve la mirada

libresca del autor.

Frente a frente, los dos libros presentan, si no una evolución, sí transformaciones

a veces sutiles y en ocasiones radicales en la enunciación o en el uso de recursos

literarios, aunque se mantenga la constancia y reiteración de algunos temas: el amor no

correspondido, el metro y sus personajes e historias, las relaciones familiares, la

infancia como espacio doloroso. Ambos son una muestra de laboriosidad, de paciencia,

de una vocación de orfebre: sus frases buscan la palabra precisa, a la manera de

Flaubert, el encuentro feliz con la expresión feliz, pero también el giro inesperado.

Una diferencia notable entre los dos libros es la decantación de la voz. Más

pulida, acaso renovada, quizá en plena madurez se muestra la voz en Armónica para

desnudar el sueño. Hay mayores logros y hallazgos, pero también más riesgos y una

composición depurada. Si en el primer volumen los textos de mayor intensidad

corresponden a la prosa poética, en el segundo Gildardo Montoya alcanza grandes

momentos en los poemas, sin desdeñar los logros que confirma en la prosa. Una

necesidad sintética lo lleva a eliminar artículos y alterar la sintaxis; a comprimir la

amplitud de una experiencia, una anécdota, una descripción; a dibujar los matices de

las sensaciones. El resultado no deja de ser notable en muchos casos: el texto se

potencia; más que decir, las palabras sugieren y dan cuerpo a lo impreciso; lo

innombrable adquiere el grado de sensación. Su magia, el poder de seducción de

algunos poemas, radica en su economía, en los silencios autoimpuestos. Tal es el caso

de “Disonancia” o “Intemperie”.

Los acordes de la armónicaDesde el título, el libro muestra sus aspiraciones musicales y visuales, sobre todo, pero

también táctiles y olfativas, que encontrarán en los textos su materialización en mayor o

menor grado. También se vislumbra un juego de significaciones, en las cuales las

dualidades desempeñan un papel importante: por ejemplo, la búsqueda de la armonía a

la que lleva el uso de la palabra “armónica”, un instrumento musical de valor también

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sentimental: el que tocaba el padre. Así, este objeto se vuelve un elemento de

definición de la propia obra, a la vez que un medio de exorcizar y de cuestionar los

silencios de la figura paterna. Estas significaciones de doble sentido se despliegan a lo

largo del libro en textos como “¿Qué edad soy?”, en el que, con el alejamiento de la

tercera persona, responde un número de años, cuarenta y cuatro, precisamente el lugar

que ocupa dicho texto dentro del volumen, aunque no lleva el número, o en expresiones

como “cruda sed sin paraíso”, que describe los efectos del consumo del alcohol y define

de una forma novedosa una temporada del año: la canícula.

También es permanente la voluntad de eliminar fronteras: entre la prosa y el

verso, entre los géneros, entre las confesiones descarnadas y la ficción literaria. Por

eso la abstracción de los títulos de los apartados y de los poemas, su aparente lejanía,

establecida para borrar límites o para acentuarlos. Tal vez por eso hay en los textos

algunos cambios de persona que resultan inquietantes, pues no se sabe si son erratas

o formas deliberadas de confundir al lector: del usted al tú sin transición en algunos

textos, por señalar un ejemplo. Por eso la indiferencia ante los géneros literarios y su

mezcla: ¿cuántos poemas hay, cuántas prosas poéticas, cuántos cuentos se cuentan

en los 57 textos que componen el libro? ¿Cuántas historias reales y cuántas producto

del deseo? Uno se pregunta si las cartas son un documento autobiográfico u otro

recurso de la imaginación. Tienen destinatarios que podemos suponer reales, con

fechas precisas y con secuencia a veces. Pero ¿son reales o inventados? ¿Por qué los

haikús y el corte de líneas como si fueran versos en textos ambiguamente prosaicos? A

final de cuentas tal vez los límites no importen, sino la aventura de la trasgresión, la

posibilidad de inventar el pasado y el presente, de poner algunos puntos de

acercamiento al futuro.

Esa misma ambigüedad toca la estructura del libro. Hay una estructura interna

que da unidad a los textos y que, en un movimiento, los sitúa en diversas estaciones:

del pueblo a la ciudad, de la infancia a la madurez, del pasado al presente. Además,

hay ciertas orientaciones: esa disposición casi por pares de algunos poemas, cuya

correspondencia no siempre es evidente en el entramado estructural del libro, pero

presente en una especie de conjunción de guiños al lector: tras un epígrafe de Clarice

Lispector, un haikú abre el volumen y otro lo cierra, como si se tratara de una envoltura

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que intenta definir al conjunto: sus títulos, “Vivir” y “Sin alas”, pueden ser

complementarios y, como tales, plantean una actitud, la del individuo que existe

apegado a la tierra. Con el contenido se precisa, pero también se amplía, el carácter de

ambas expresiones: el verbo en infinitivo constante dirige la mirada hacia atrás y hacia

el presente, en un movimiento pendular; el otro resume el deseo de lo inalcanzable, las

estrellas, vistas por los ojos de un niño. Tal dualidad también se manifiesta en “Cada

vez que recibo sus cartas” y “Venga su voz”, ambos de género espistolar, escritos en

bares.

En algunos textos las correspondencias van más allá de la forma: “El tiempo

heredado” tiene relaciones de distinta naturaleza con varios otros escritos: con “La

marca” establece un parentesco escatológico y con “Detenida en los ojos” comparte el

personaje de la niña “delatora”, vista en este último como un amor imposible; con

“Nuestra invisible claridad” conjuga la preocupación por el padre y el abandono de la

armónica.

No obstante, una estructura que podría llamarse externa se superpone y ofrece

cuatro divisiones cuyos límites temáticos resulta difícil precisar, entre las idas y

regresos, los entrecruzamientos temporales, la imprecisión de algunos lugares y el uso

como títulos de frases afortunadas de dos textos no reunidos en el apartado que

nombran. ¿Qué une a los 14 escritos agrupados en “Adentro del Viento”? ¿A los 10 que

se concentran en “Ilusión del blanco”? ¿Cómo se relacionan entre sí los 14 que están

bajo el título “Cruda sed sin paraíso”? ¿O los 19 de “La caricia de los ojos que

vendrán”? ¿Son los temas, las formas, los tiempos, las etapas? Más que pistas para

orientar al lector, resultan una especie de descanso, un respiro que arma un

conglomerado hecho de diversos materiales, congruente con la visión completa del

volumen. Si la vida no tiene cortes definidos con exactiutud y agrupamos por

comodidad los grandes momentos en infancia, adolescencia, madurez y vejez, ¿por

qué imponerle tal racionalidad al libro? ¿Acaso sabemos en qué día y a qué hora

precisas concluye la niñez o empieza el deterioro de la senectud?

Ante la posibilidad de ordenar cronológicamente un material hecho de nostalgias,

recuerdos, vivencias, anécdotas y personajes entrañables, con textos de diversas

formas, entrelazados por diversos vasos comunicantes, el autor optó por una lógica

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más apegada a la dispersión que caracteriza a la vida, pero con algunos puntos fijos de

arranque o de llegada. Esto resulta arriesgado, porque puede conducir a equívocos si

se intenta aprisionar el conjunto en los delgados hilos de la lógica formal. Sin embargo,

esos puntos constituyen orientaciones, espacios de encuentro, lugar de ecos y de

resonancias para mostrar el mundo en que se desenvuelve un individuo.

Dos son, pues, los riesgos principales que se plantea Gildardo Montoya: apelar a

la vida personal para hacer literatura y presentarla en una estructura que toma sus

caminos del laberinto, sus movimientos del péndulo, su armazón del conglomerado y el

desconcierto de la vida. De ambos sale airoso, convirtiendo el riesgo en una virtud.

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