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1 ARQUEOLOGÍA DEL ORIGEN DEL ESTADO: LAS TEORÍAS VICENTE LULL RAFAEL MICÓ A Cristina y Roberto

Arqueo Del Origen Del Estado[1]

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ARQUEOLOGÍA DEL ORIGEN DEL ESTADO:

LAS TEORÍAS

VICENTE LULL

RAFAEL MICÓ

A Cristina y Roberto

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Introducción. El objetivo de este trabajo es proponer una síntesis de las principales teorías sobre lo que en la actualidad definimos como “Estado”; una síntesis que pueda ser útil para quienes aborden una investigación de las sociedades que han desarrollado esta forma de organización política y, en especial, de aquéllas estudiadas convencionalmente por la arqueología. No es casual, en este sentido, que nuestra actividad docente en “Arqueología del origen del Estado” haya influido de forma importante a la hora de escribir este libro. La exposición no es, ni puede ser por nuestra parte, completa, un objetivo asumido por diferentes obras generales de ciencia y filosofía políticas1. Nuestro interés aquí reside en resumir aquellas contribuciones que, según nuestro criterio, más favorecieron a que el Estado se fraguara en las formas en que lo experimentamos y, sobre todo, entendemos hoy. Puede acusársenos de lesa intencionalidad en la selección de las distintas perspectivas que trataremos. Somos conscientes de ello. Se trata de una acusación certera y adecuada, diríamos que hasta lógica, por cuanto, para cualquier estudioso de la política, la elección del discurso constituye por definición lo político mismo. Un relato sobre el Estado no puede dejar de ser político, pues, si no lo fuera, nada lo sería. En las páginas siguientes, trazaremos en primer lugar un recorrido por las principales etapas del concepto que hoy nombramos como “Estado”, sin más ánimo que situarlas en palabras de sus autores y emplazar el tema desde una serie de definiciones y de reflexiones generales. Esta selección responde básicamente a la influencia que todavía ejercen en la investigación arqueológica e histórica en general, aunque a veces dicha influencia se halle formulada bajo otros ropajes terminológicos. La presentación de cada autor se realiza a partir de la exposición sucinta de alguna de sus obras más relevantes. Así pues, hemos evitado tratar a cada pensador como si de una totalidad se tratase, lo cual hubiera supuesto una tarea ciertamente fuera de nuestro alcance, y, en cambio, hemos preferido centrarnos en lo que hemos considerado sus aportaciones más valiosas o fecundas en relación con el tema 1 La lectura de algunas obras generales sobre teoría e historia de las ideas políticas también puede ser de ayuda y complemento para quien desee iniciarse en estas materias. Destacamos las siguientes por su accesibilidad a los lectores de habla castellana: Bobbio, N. (1987), La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político. Fondo de Cultura Económica, México (edición original de 1976). Sabine, G. H. (1996), Historia de la teoría política (Revisada por T. Landon). Fondo de Cultura Económica, México (primera edición de 1937). Thomson, D. (ed.) (1967), Las ideas políticas. Labor, Barcelona (original de 1965). Touchard, J. (1996), Historia de las ideas políticas. Tecnos, Madrid (primera edición de 1961). Vallespín, F. (ed.), (1990), Historia de la teoría política. Alianza, Madrid.

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que nos ocupa. Tan sólo Hegel y Marx han sido objeto de un tratamiento más detallado, especialmente detallado para reflejar la complejidad de sus propuestas (por cierto que contrapuestas) sobre la razón de ser del Estado. Vale decir también que hemos reducido al mínimo las citas, referencias o comentarios realizados por parte de estudiosos de las obras de los autores incluidos aquí. En este sentido, presentamos una elaboración lo más personal posible derivada de la lectura directa de las obras seleccionadas. En ciertos casos, además, no nos hemos resistido a la tentación de cuestionar la calidad o la orientación de los discursos políticos que avalan, pese a que nuestra intención original se limitaba a mostrar sus componentes más significativos. Se trata, en suma, de teorías que abarcan un amplio abanico cronológico y cultural, desde la antigua Grecia hasta la filosofía política contemporánea. Muchas de estas lecturas de la política han calado en el sentido común de nuestra época y caracterizan una tradición netamente occidental que tuvo su origen en la antigüedad griega. Podríamos caracterizar brevemente la concepción clásica, de la mano de Platón y Aristóteles, por su énfasis en el interés de una colectividad más allá de los intereses estrictamente individuales; la perspectiva cristiana, por el dominio de la percepción subjetiva individual del sálvese-quien-pueda frente al ideal clásico colectivizante; y las obras renacentistas, singularizadas en El Príncipe de Maquiavelo, por mostrar en su desnudez las estrategias del poder estatal y los intereses concretos, materiales, que éstas persiguen. El propio término “Estado” nace y comienza a generalizarse precisamente entonces. De los tres criterios de Estado recién enumerados surgirá la perspectiva ilustrada-liberal, moneda de curso legal en nuestro tiempo y en la que se aprecian diversas variantes. La primera versión enfatiza la noción de soberanía como clave para la solución a los males derivados de que “el hombre es un lobo para el hombre”. Parte de la convicción de que los individuos, en un estado natural prepolítico, luchaban permanentemente unos con otros, sobreviviendo en un ámbito donde sólo valía la fuerza (Hobbes). El miedo permanente a perder la vida, insoportable, sólo se superó estableciendo un pacto que instituyese el Imperio de la Ley. Todo Estado y toda sociedad se funda en este pacto forzado, ya que pacta quien no tiene otro remedio si quiere seguir viviendo. Cualquier constitución vigente debe ostentar toda la soberanía y merecer todo el apoyo, por más cruel que pueda llegarnos a parecer: todo, menos volver a la anarquía y el caos originarios. La segunda variante liberal hace referencia al iusnaturalismo empírico y, paradójicamente, abstracto, de Locke y Rousseau. Ambos fundan el Estado a

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partir de la asunción de unos derechos individuales innatos que, mediante pacto o contrato, son cedidos a una institución de gobierno que nace precisamente en ese momento. Vuelve a ser clave la noción de soberanía, aunque esta vez reside, directa (Rousseau) o indirectamente (Locke) en el “pueblo”, entendido como el conjunto de individuos con ciertos derechos inalienables. La tercera versión moderna sitúa al Estado en el pleno dominio de la Idea. Todo se pliega a la razón y la razón no ve cosa más racional que pertenecer a un Estado. El Estado es la razón hecha materia, razón objetivada. Se trata de una tendencia metafísica-racionalista (deber de Estado) que Hegel sitúa en el devenir de la autoconciencia del Espíritu. Fruto de la mixtura entre estas tres variantes y del desarrollo de las ciencias en el siglo XIX, se generaron concepciones del Estado de corte positivista y, más tarde, evolucionista, que han aportado matices diversos a un mismo espacio semántico. El Estado comenzó a entenderse como una forma histórica que podía ser analizada a partir del reconocimiento y estudio de formas de organización política pre-estatales. No se ponía en duda que era la mejor forma posible de sociedad pero, a diferencia de las anteriores propuestas, intentaba desterrar la idea del Estado como plasmación de una voluntad, ya sea compartida por individuos particulares (contrato) o general y metafísica (idea ética). Gracias a ello, la investigación histórica, antropológica y arqueológica vieron abierto ante así un amplio campo de indagación por el que todavía transitamos hoy. Desde el evolucionismo se considera que a lo largo de la mayor parte de su historia, el género humano ha vivido en el marco de sociedades “simples”, es decir, no estatales. Sin embargo, con creciente frecuencia a partir del Neolítico, las sociedades han tenido que hacer frente a condiciones medioambientales, demográficas y tecnológicas adversas que plantearon serios problemas para la propia supervivencia de los grupos humanos. Ello obligó a buscar nuevas formas de organización que permitiesen superar la crisis; es decir, forzó a cambiar para adaptarse y sobrevivir, como es ley en todas las especies ante el continuo filtro de la selección natural. La institución estatal sería, justamente, un mecanismo adaptativo complejo desarrollado por las sociedades humanas en respuesta a ciertas presiones ambientales. La política, extensión de la categoría más amplia de “cultura”, caracterizaría mejor que nada a la única especie que puede prescindir del azar de la mutación genética para perpetuarse con éxito en la biosfera. A partir del evolucionismo decimonónico, el Estado se define como aquella institución o conjunto de instituciones políticas propias de las sociedades

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civilizadas. Éstas constituyen un subconjunto dentro del universo de la variabilidad humana y tanto su aparición como su funcionamiento obedecen a factores que las nacientes ciencias sociales y humanas deberán encargarse de dilucidar. La filosofía se materializa y el conocimiento empírico se multiplica desde la antropología, la sociología, la historiografía y la arqueología. Los argumentos se apoyan en numerosos y variados datos hasta que aparece la figura del científico profesional. Éste, como trabajador al servicio del Estado, generalmente capitalista, tiende con mucha frecuencia a elaborar discursos de legitimación y a buscar los datos oportunos para sancionarlos. Asomándose tímidamente a la Academia occidental a partir del siglo XX, pero movilizador y revolucionario en la vida social de los cinco continentes, la concepción marxista del Estado constituye el principal contrapunto respecto a las propuestas anteriores. Así, mientras que éstas promueven discursos legitimadores del hecho estatal, el marxismo desvela la realidad socioeconómica explotadora y clasista a la que sirve el Estado; aquélla que alimenta la segregación y la competencia, la jerarquía y la desigualdad, la coerción y la explotación a manos de una clase dominante con licencia para matar. El Estado pasa a entenderse como una organización política enraizada en unas condiciones materiales históricamente determinadas. Niega, por tanto, que constituya una condición intrínseca de la vida social, una necesidad ineludible o una aspiración ética de la razón humana y, en cambio, lo sitúa en el punto de mira de unos objetivos revolucionarios que han de desembocar en su extinción tras construir una sociedad sin clases. La segunda parte del libro posee un contenido más específico, por cuanto se ocupa de exponer las aproximaciones más influyentes en la investigación sobre el surgimiento y la dinámica de los primeros Estados. Nos situaremos, como es de imaginar, dentro del campo de la arqueología, el ámbito que mejor define nuestra formación y nuestra profesión. Pese a que es preciso reconocer el trabajo acumulado por innumerables investigadores a lo largo de más de un siglo, no dejaremos de comentar críticamente las premisas y métodos que, a nuestro juicio, han conducido al estancamiento que hoy experimenta el estado de la cuestión. A dicho estancamiento contribuyen básicamente dos factores. El primero tiene que ver con la pervivencia de una tradición anticuarista y casi fetichista, estrechamente vinculada con la historia del arte, que obtiene de la arqueología de los primeros Estados una fuente aparentemente inagotable de motivos y recursos. Monumentos en ruinas, joyas y armas, redimensionados “espectacularmente” por los medios de comunicación de masas y por obra de la industria turística, alimentan discursos e imágenes que hoy, lo mismo que hace dos siglos, buscan impresionar a la audiencia, endosarle algún escueto

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mensaje casi siempre de corte reaccionario o, simplemente, tenerla entretenida durante un rato. El segundo factor de estancamiento deviene del propio rumbo que el grueso de la investigación académica, oficial, ha emprendido en las últimas décadas. Pese a los innegables avances en el análisis de las manifestaciones empíricas, las arqueologías procesuales y postprocesuales, dominantes en los países que dedican más recursos a la investigación sobre la formación de los primeros Estados, se mueven dentro de unos cauces excesivamente dependientes de otras ciencias sociales. Más que constituir una herramienta para producir conocimiento de primera mano sobre unos hechos cruciales en nuestro pasado común, la arqueología se ve así restringida a re-conocer en los restos materiales de los primeros Estados versiones, opiniones y planteamientos ajenos a la materialidad objeto de la investigación. Tal re-conocimiento se ha dotado de todas las disciplinas y formalidades propias de la Academia, de modo que muchos profesionales han adoptado unas maneras de hacer comunes, independientes del color de la interpretación de lo estatal que cada cual prefiera. Si bien estas maneras de hacer contribuyeron en su día a superar el anquilosamiento de las arqueologías más tradicionales, en la actualidad amenazan con convertirse en un peso muerto a cuya inercia obedezcamos sin más. Deslumbrada (aunque siempre legitimada) por el fetichismo del hallazgo y reglamentada por las servidumbres administrativas del oficio, la arqueología acostumbra a tener buenas excusas para aplazar la reflexión sobre qué hace y por qué. Tómese la modesta contribución que ofrece este trabajo como un paso de cara a construir y dar sentido a nuestro quehacer investigador. Agradecimientos. A Roberto Risch y Cristina Rihuete Herrada, a quienes va dedicado el libro. Aunque sólo sea por una vez, coincidimos con Aristóteles en reconocer a la amistad como el máximo valor social. Su apoyo constante y sus sugerencias y aportaciones, siempre valiosas, han alimentado una travesía no siempre libre de dudas. Obviamente, deseamos dejar claro que no son responsables de los errores u omisiones que el trabajo aquí presentado pueda contener. A Mª Eugenia Aubet, por su apoyo y resolución para que este trabajo viera la luz en las mejores condiciones, así como al personal de Ediciones Bellaterra encargado de la preparación y edición del texto. Tampoco olvidamos a Manuel Lull, quien derrochó paciencia en la complicada labor de revisión bibliográfica.

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Una parte sustancial de las reflexiones y propuestas plasmadas en este libro se generaron en el contexto de la investigación sobre el desarrollo de la primera sociedad estatal en la península Ibérica, el llamado Grupo Argárico. De ahí que reconozcamos el apoyo de los organismos que han financiado los diversos proyectos involucrados en dicha investigación: “Arqueología de los conjuntos funerarios del Grupo Argárico. Economía, política y parentesco en las comunidades prehistóricas del sudeste de España (2250-1500 antes de nuestra era)” (BHA2003-04546) y “Arqueología del Grupo Argárico. Producción y política en el sudeste de la península Ibérica (2250-1500 antes de nuestra era)” (HUM2006-04610/HIST), ambos al amparo del Ministerio de Educación y Ciencia, y Grup de Recerca d’Arqueoecologia Social Mediterrània, apoyado por la Direcció General de Recerca de la Generalitat de Catalunya (2001SGR 000156 y 2005SGR 01025).

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PRIMERA PARTE. TEORÍAS SOBRE EL ESTADO

CAPÍTULO 1 La concepción clásica

-Platón (428-347 antes de nuestra era) En el mundo griego, el “gobierno de la ciudad”, la noción que hoy traduciríamos como “Estado”, está determinada por dos posiciones ideológicas enfrentadas: como expresión de la Justicia y como instrumento de Poder. Pese a ello, ambas comparten las mismas premisas. La primera es que Estado y Sociedad se habían dado simultáneamente y, la segunda, que el Estado era a la vez orden y ordenación, fuera ésta deseada o impuesta. El ideal de la polis griega, en tanto lugar de armonía entre lo colectivo y lo individual, concedía primacía absoluta a lo social como requisito de identidad, con capacidad para otorgar autonomía a los individuos y grupos de individuos; el propio criterio de humanidad plena residía en dicha pertenencia. El individuo era en cuanto estaba adscrito a su comunidad cultural, económica, política y social. La polis, como nudo o lazo, en cualquier caso identidad autárquica, procuraba a atenienses, corintios o espartanos, algo a que atenerse, el lugar y el sostén específicos en aquel mundo que ahora denominamos griego. Los diferentes colectivos sociales y territoriales daban la plenitud al individuo. Entre tales colectivos, la pertenencia a la polis era el único criterio concreto y efectivo que equiparaba ser humano con ser ciudadano. La polis, como lugar de realización del ser humano, sólo era transitado con plenas garantías por una minoría de hombres y por alguna mujer, incluidos en las clases privilegiadas y de raíces ancestrales reconocidas. Por ello, la armonía de la polis se mantuvo a costa de vedar a las capas mayoritarias de la sociedad la participación en esta esfera. Para casi todas las escuelas filosóficas de la antigüedad clásica, el Estado era la organización social más justa. Se creía y se defendía que el Estado expresaba un orden inspirado por la Justicia y el Bien. Se podía debatir, no obstante, que algunos tipos de Estado eran más justos que otros pero, en cualquier caso, todos tendían hacia el mismo lugar. La Justicia se erigía en el fundamento articulador de las relaciones sociales; el Estado más anhelado sería aquel que aspirara a una mejor adecuación de las relaciones sociales en el

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seno de la polis. El nivel de Justicia logrado era, por tanto, aquéllo que concedía legitimidad a un Estado. Dicho nivel se medía por una ordenación prevista cuyo objetivo apuntaba al Bien social, pero ¿para quién? Frente a esta concepción mayoritaria se alzaban los sofistas. Éstos consideraban al Estado como la organización deseada por el más poderoso y, por tanto, la mejor adecuada para ejercer la injusticia, pues hacer el mal reportaba más beneficios y placeres, y era, con mucho, más fácil que ser virtuoso, mientras que hacer el Bien resultaba costoso y harto difícil2 . El diálogo entre Sócrates y Trasímaco presentado por Platón en La República3 es un texto importante para reflexionar sobre la naturaleza del poder y del Estado, sobre el vínculo entre la realidad y nuestras abstracciones y, todavía más aún, sobre la explotación de los demás bajo el supuesto de nuestra idea del Bien. La posición inicial de los sofistas de que la Justicia y la Ley, en tanto cumplimiento de la primera, dependían de quien ostentara la autoridad desembocaba en que la Justicia resultaba lo que era más provechoso al más fuerte:

“Trasímaco: El que gobierna en cada Estado, ¿no es el más fuerte? Sócrates: Seguramente. Trasímaco: ¿No hace leyes cada uno de ellos en ventaja suya, el pueblo leyes populares, el monarca leyes monárquicas y así los demás? Una vez hechas estas leyes, ¿no declaran que la justicia para los gobernados consiste en la observancia de las mismas? ¿No se castiga a los que las traspasan como culpables de una acción injusta? Aquí tienes mi pensamiento. En cada Estado la justicia no es más que la utilidad del que tiene la autoridad en sus manos y, por consiguiente, del más fuerte. De donde se sigue, para todo hombre que sabe discurrir, que la justicia y lo que es ventajoso al más fuerte en todas partes y siempre son la misma cosa”.4

Esta es una de las primeras formulaciones del Estado como representación de un ser social en conflicto, compuesto por intereses encontrados que sólo la

2 “Glaucón: (...) nada es más bello, ni al mismo tiempo más difícil y más penoso, que la templanza y la justicia; que, por el contrario, nada hay más dulce que la injusticia y el libertinaje, ni nada que cueste menos a la naturaleza; que estas cosas sólo son vergonzosas en la opinión de los hombres porque la ley lo ha querido así, pero que no es lo mismo en la práctica...” (Rep. 75). La versión que hemos utilizado aquí es la de Espasa-Calpe, Madrid (1973, 11ª edición). 3 Rep. 54 a 69. 4 Rep. 54-55.

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fuerza permite medir. Cualquier orden social se vale de la fuerza para imponer sus intereses en el campo de lo político5. En una cadena secuencial de abstracciones ascendentes, Platón estableció fórmulas dialécticas que tendrían gran fortuna posterior y en las que el Estado, desplegado desde el conocimiento del sabio y por encima de la realidad, comprende y discierne el Bien, y se muestra capacitado para establecer el papel de lo Justo. De manera inversa y en sentido descendente, el Estado se aplicaba a sí mismo como el camino más comprehensivo del hombre hacia el Bien y, a su vez, se constituía en el objetivo necesario para todos aquellos que desearan convivir en armonía. Platón se refiere a un Orden determinado por el Bien, un bien natural en tanto Cosmos. Todo Orden y Justicia proceden del Bien. Por ello, el Estado propiamente dicho debería ser aquel que evitara a toda costa la ignorancia y su pareja, la anarquía, y que tuviera como objetivo principal el Bien, concluyendo, en un bucle perfecto, universal y social, que acaba donde empezó, en los que deciden el Bien. Los estamentos sociales en “La República” de Platón. Resituado por un instante en el pragmatismo, Platón no duda en calificar que la misión del Estado es ostentar el poder, preocuparse del exterior y ocuparse en el interior de las cosas materiales, del trabajo, de la economía y del orden social. Para alcanzar este objetivo, la población para el Estado ideal de Platón debía quedar estructurada en tres segmentos o capas con misiones sociales e intelectivas claramente diferenciadas. La primera capa, de la que surgirían los Jefes del Estado, estaría formada por los magistrados, a su vez gobernantes y filósofos. La única solución para los males de cualquier Estado y del género humano es que los gobernantes sean los mejores, en otras palabras, filósofos-sabios dedicados a la contemplación de la verdad6 y la búsqueda del Bien. La idea del Bien es algo con lo que sólo los filósofos están familiarizados:

“Sócrates: Lo que da al alma la facultad de conocer, es la idea del bien, que es el principio de la ciencia y de la verdad (...). Por bellas que sean

5 Estaríamos en los orígenes de las posiciones nietzscheanas en lo político (luego transplantadas al conocimiento). Esta perspectiva compartiría con el marxismo la existencia de divergencias profundas de intereses en las sociedades de clases, pero difiere en las causas que mueven dichos intereses: para el marxismo radican en que los grupos ocupan posiciones disimétricas en la organización de la producción material (relaciones de producción), mientras que para Trasímaco y los otros sofistas los motivos se hallan en el ejercicio o no del poder político (el poder que veremos en elaboraciones liberales recientes al lado de conceptos como “estatus” y “prestigio”), un poder que se obtiene, se conserva o se pierde a raíz de factores éticos, morales, psicológicos, religiosos o puramente bélicos. 6 Rep. 174.

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la gracia y la verdad, puedes asegurar, sin temor de engañarte, que la idea del bien es distinta de ellas, y las supera en belleza.(...) en el mundo inteligible pueden considerarse la ciencia y la verdad como imágenes del bien, pero no habrá razón para tomar la una o la otra por el bien mismo, cuya naturaleza es de valor infinitamente más elevado>”7

Los sabios son aquéllos para quienes las cosas materiales no son objeto de codicia. Aquéllos que, como sabedores de la razón verdadera y conocedores de la dialéctica8, son los únicos que pueden guiar a la sociedad hacia el Bien9 mediante el establecimiento y salvaguarda de un Orden y una Justicia adecuadas para tal fin. El gobierno será “bueno” sólo cuando tenga como gobernante “a un hombre que una el conocimiento del bien al de lo bello y al de lo justo”10. Ante todo, los magistrados-filósofos deberán poseer el control de la gestión social. Resulta esclarecedora una de sus competencias, la de seleccionar en el nacimiento a qué estamento adscribir a los nuevos individuos. Decía la fábula que los dioses compusieron de oro a los destinados a gobernar, de plata a los defensores del Estado, los guerreros, y de hierro y bronce a los labradores y artesanos que debían procurar ropa, cobijo y sustento a toda la sociedad. Por ello, a los magistrados les correspondería averiguar con qué tipo de metal estaba compuesta el alma de cada niño, para así destinarlo a la función que más se ajustara a su naturaleza11. Resulta relevante que Platón considerara que las mujeres podían acceder a esta primera capa, desmarcándose un tanto de la pésima consideración de Aristóteles hacia el sexo femenino. En cualquier caso, Platón suscribe la inferioridad genérica de las mujeres12, de entre las cuales sólo destaca y acepta a aquéllas que posean a cualidades análogas a las de los hombres. La segunda capa está formada por guardianes-guerreros, destinados a vigilar y mantener la seguridad del Estado. Debía ser un grupo muy bien entrenado y escaso en número, que había de seguir un plan de educación muy estricto para

7 Rep. 203. 8 “Y así, el que se dedica a la dialéctica, renunciando en absoluto al uso de los sentidos, se eleva, sólo mediante la razón, hasta la esencia de las cosas; y si continúa sus indagaciones hasta que haya percibido mediante el pensamiento la esencia del bien, ha llegado al término de los conocimientos inteligibles, así como el que ve el sol ha llegado al término del conocimiento de las cosas visibles> (Rep. 222). 9 La búsqueda del bien se conecta con el tema de la epistemología idealista platónica y el mito de la caverna: para ello, véanse pp. 205-211, en especial la p. 208. 10 Rep. 200. 11 Rep. 121-122 12 <<Sócrates: Ya ves, mi querido amigo (Glaucón), que en un Estado no hay propiamente profesión que esté afecta al hombre o a la mujer por razón de su sexo, sino que, habiendo dotado la naturaleza de las mismas facultades a los dos sexos, todos los oficios pertenecen en común a ambos, sólo que en todos ellos la mujer es inferior al hombre. Glaucón: Es cierto.>> (Rep. 155).

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evitar que se convirtieran en tiranos o protectores de tiranos. El cuidado en su formación debía de ser muy meticuloso, porque en ocasiones algunos de ellos podían acceder a la capa de los magistrados. Platón nos instruye sobre las peculiaridades de su educación, que debía estar guiada y dirigida hacia las ideas de Bien y Verdad. Platón propone que escuchen fábulas y relatos que muestren a los dioses como seres que sólo hacen cosas buenas, rectas y veraces. Su instrucción ha de evitar la literatura sentimental y emotiva, y deben incluir un cierto tipo de gimnasia y de música. La exigencia de que las mismas tareas y entrenamiento se aplicasen a mujeres y hombres constituye un postulado revolucionario para su época13. El estamento de guerreros-guardianes está compuesto por hombres, mujeres y sus hijos e hijas, permitiéndose la cohabitación común entre hombres y una comunidad en la educación de los hijos14. Desde el Estado se reglamenta su reproducción15: “Las mujeres darán hijos al Estado desde los veinte a los cuarenta años, y los hombres desde que haya pasado el primer fuego de la juventud hasta los cincuenta y cinco años”16. Los hijos y las hijas serán comunes. Pasados entre siete y diez meses después de la unión, los guerreros considerarán hijos o hijas a todos quienes nazcan; éstos, entre sí serán hermanos o hermanas. Este es el estamento cuya caracterización resulta más detallada en La Republica de Platón, al constituir una categoría social, el ejército, susceptible de alterar el Estado y sembrar la injusticia. También se detalla el tipo de vida que han de seguir los guardianes para evitar que se conviertan de protectores en dueños y tiranos. Para asegurar dicho fin no les es permitido poseer más que una pequeña propiedad individual. Su casa y despensa no pueden estar cerradas a nadie. Además, el alimento que necesitan lo proporcionarán los ciudadanos en compensación por sus servicios, para que nada les sobre o les falte17 .

La tercera y última capa social es la formada por los campesinos, que deben proporcionar los medios de subsistencia, así como los artesanos y a aquéllos que reciben salario por su trabajo (“mercenarios”). Todos ellos se ocupan de

13 Se señala que es preciso formar a las mujeres para la guerra y tratarlas como a los hombres (Rep, 151, 165) y que la única diferencia entre los sexos es la de que “el varón engendra y la mujer pare” (Rep.154) 14 Rep.156-157. 15 Este ámbito está controlado secretamente por los magistrados, quienes procuran mediante mentiras y trucos que se apareen con mayor frecuencia los individuos más sobresalientes de ambos sexos. 16 Rep. 160. 17 Rep. 123, 165, 230.

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cubrir las necesidades sociales básicas a partir de una dedicación a tiempo completo en las tareas imprescindibles para reproducir materialmente la sociedad. Según el ordenamiento de Platón, resulta obvio que ninguno de ellos podrá dirigir el Estado, pues, recordemos, sólo los sabios-filósofos han accedido racionalmente al conocimiento del Bien y, por tanto, sólo ellos pueden garantizar un orden social justo que tienda hacia él. El resto de los ciudadanos, guerreros y productores, deben atesorar la virtud de la templanza que no es más que reconocer la autoridad de quien manda; y ello no por miedo, sino por el convencimiento de que quien gobierna es el más capacitado intelectualmente para hacerlo y que sus decisiones siempre estarán guiadas en pos del Bien común, nunca del beneficio particular. Contra el Orden, la Justicia y el Bien, sólo actúa el ignorante. El orden social ideado por Platón se configura mediante un reparto de tareas cuidadosamente planificado. Cada cual ocupa un lugar social en función de una combinación entre aptitudes innatas (composición del alma con oro, plata o bronce y hierro) y educación dirigida (selección de fábulas y de composiciones musicales acordes con las ideas de virtud, templanza,... que inspiran el Estado). Por tanto, la República no se basaría en el principio hereditario, según el cual el ejercicio de determinadas ocupaciones se transmitiría de padres a hijos. Sin embargo, se observa una cierta contradicción entre el respeto a preceptos propios de un sistema de castas (“los hijos de cada grupo aprenden desde pequeños”18), y una derivación de su concepto de Justicia, según la cual lo justo es que cada cual haga lo que por naturaleza está en condiciones de hacer mejor. Ello implica un reclutamiento no restringido a la hora de cubrir el número de individuos necesarios para tal o cual ocupación; es decir, que, en principio, todos los individuos serían potencialmente aptos para ocupar cualquier puesto en la sociedad. Ello sólo depende, según pone Platón en boca de Sócrates, de la composición de su alma, es decir, de sus aptitudes y habilidades innatas, no de consideraciones de riqueza hereditaria o de endogamia de casta. De ahí que lo que Sócrates plantea en el Libro Quinto de La República sea contrario a las reglamentaciones expuestas, puesto que lo que precisamente plantea ahí es una especie de endogamia de grupo. La ordenación social del Estado platónico constituye, de hecho, una jerarquía que concede un mayor valor a determinadas funciones. Siempre se supone que las normas de comportamiento propuestas por el reducido grupo de guardianes

18 Rep. 165-166.

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y magistrados serán acertadas y producirán beneficios extensibles al resto de la sociedad. Ello supone implícitamente conceder una mayor primacía a los sectores militares y gestores sobre campesinado y artesanado. Esto se señala explícitamente en pasajes breves, como por ejemplo, “¿No son los guerreros la mejor clase del Estado?”19, o cuando recomienda que a los guardianes que muestren cobardía o indignidad se les “degrade y relegue entre los artesanos y labradores”20 . De momento, sin embargo, el Estado no contempla la reglamentación de una desigualdad económica. No se niega la existencia de desigualdades en la riqueza (se habla en ocasiones de la existencia de ricos y pobres21), pero éstas no deben existir entre las clases o castas de los guardianes y los magistrados. Ambos constituirían una especie de funcionarios cuyas necesidades básicas mínimas serían satisfechas por el cuerpo social, y a quienes se prohíbe poseer fuentes de enriquecimiento privado. Así pues, la posibilidad de enriquecerse o empobrecerse parece quedar restringida al sector de los “mercenarios” (artesanos, labradores, comerciantes), aunque esta cuestión, como apenas nada de lo relativo a dicho sector, no merece la atención de Platón. Las formas de gobierno. Platón equipara formas de gobierno con Estado. Considera, además, que la mejor forma de gobierno, la más buena y, por tanto, la más justa, es el Estado aristocrático. El resto de las formas de gobierno acontece por degeneración de éste, como la Timocracia, la Oligarquía, la Democracia y la Tiranía. Es decir de mal en peor, pero, a pesar de ello, en el Estado nunca se debe justificar la rebelión porque es la única arma que puede acabar con él. En el capítulo VIII de La República se exponen las características de estas formas de Estado. Así, la Aristocracia es aquel Estado regido por los mejores. La Timocracia es el gobierno de los ambiciosos que se creen superiores por ser buenos cazadores, deportistas o soldados y que son, en suma, hombres de acción que ostentan propiedades y se enriquecen ocultamente. La Oligarquía representa el gobierno de un pequeño grupo de ricos que ostentan el poder. En la Democracia no hay criterio, ni ideal de orden y derecho, pues no se cree en la verdad en sí, sino en los propios apetitos subjetivos, con vistas a los cuales se gobierna la ciudad. Sólo en apariencia es la forma de gobierno ideal, sin que nadie mande, sin coerciones, donde lo igual se reparte por igual. La Tíranía es la degeneración de la democracia y surge cuando la libertad desemboca en el libertinaje y el pueblo necesita un Jefe para dirimir los conflictos internos

19 Rep. 156. 20 Rep. 167. 21 Rep. 164.

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provocados por los deseos y egoísmos particulares. Platón ejerció una gran influencia tanto en la filosofía como en la política posteriores. Sus propuestas políticas, las primeras reflexiones sistemáticas en su género, siguen en gran parte todavía vigentes. Platón es el primer defensor del Estado como única forma racional y real de vivir en sociedad. Aunque considere que no todos los Estados son buenos, la solución es transformarlos conforme a nuevas fórmulas producto de la razón. El Estado, en tanto orden racional orientado por la Idea de Bien, tenderá hacia él en un proceso dialéctico de conocimiento que permitirá alcanzar la felicidad social. No es extraño este anhelo en el contexto que le tocó vivir a Platón. La Grecia del siglo IV era un mundo convulso, sacudido por frecuentes conflictos entre ciudades y en el propio seno de las mismas. La polis tradicional se encontraba en crisis y a punto de ser engullida por entidades políticas de mayor envergadura. Los imperios de Filipo de Macedonia y Alejandro Magno realizarán esta transición. Conclusión. Platón propone una “revolución desde arriba”; es decir, realizada cuando el hijo de algún monarca o el gobernante de algún Estado sea “filósofo” y aplique desde su posición las normas que inspiran el Estado ideal delineado por Sócrates en su diálogo. A partir de ahí, se supone que las ventajas y el éxito que acompañarán la materialización de tales preceptos hará que el ejemplo se extienda22. La República expresa el consentimiento general ante una desigualdad basada en la sabiduría, y el reconocimiento de una autoridad que hay que acatar con templanza. El reparto de tareas y responsabilidades en el marco de la República platónica es el más justo y adecuado, ya que cada cual ocupa su lugar obedeciendo la planificación realizada por los más aptos (los filósofos), quienes obran valorando las cualidades innatas de las personas y afianzándolas mediante la educación correcta. De esta forma, el papel social asignado a cada cual constituye lo mejor para todos, pues garantiza la armonía dentro de un orden que persigue el Bien. Platón concierta la idea del Bien con lo establecido en la comunidad política, añadiéndole después el valor del conocimiento y la razón, de tal manera que el Bien no se muestre paradójico. Un Bien que actúa y se reconforta como ideología del Bien.

22 Rep. 196 y ss.

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Cuando cualquier idea es compartida por un grupo deviene ideología. La ideología constituye y define el lugar de las ideas compartidas. Se originan a partir de reflexiones sobre la práctica social concreta y están enraizadas en las condiciones materiales que posibilitan dicha práctica. Las ideologías buscan razones para legitimar esas raíces o para subvertirlas. Por ello, las ideologías implican necesariamente concepciones opuestas sobre el bien social. De ahí también que, por desgracia para el ideal platónico, el Bien para unos suele conllevar el Mal para otros. El Bien no es un absoluto que trascienda condiciones históricas ni situacionales. Las ideologías son formas de pensamiento que proceden del mundo y actúan en él gracias a unas condiciones que las sustentan. Por ello, las ideologías sólo cuentan si se llevan a la práctica y sólo se llevan a la práctica las que disponen de las condiciones apropiadas. Lo importante es qué se hace o se consigue con las ideologías, no la representación o la opinión de lo que es bueno o conveniente hacer. Platón ofertó con su República un modelo utópico de orden social que careció de implantación real porque materialmente no interesó a nadie como para llevarlo a la práctica. Los supuestos de los que partía Platón son cuestionables y, en algún caso, incluso paradójicos. En primer lugar, la consideración de que la reunión de muchos hombres originó lo que llamamos Estado para auxiliarse mutuamente iguala la noción de Estado a la noción de sociedad, confundiendo el gobierno con cualquier tipo de relación social. Este supuesto presupone a su vez otro más, la individualidad como punto de partida social: la impotencia de un solo hombre para ser autosuficiente respecto a lo que necesita para vivir le impulsó a vivir en sociedad23. Este punto de partida de conciencia subjetiva e individualista llega a asimilar el arte de gobernar al oficio de pastor o de timonel, arrastrando consigo el convencimiento de que todo gobernante no persigue su propio beneficio24, sino el de sus súbditos, o que el gobierno persigue siempre un interés general. La propia libertad tiene un nombre condicionado y unos adjetivos adecuados para gozar de ella. No somos libres para hacer lo que deseemos; nuestros márgenes están demarcados por las condiciones materiales. En la sociedad de Platón, lo mismo que en la nuestra, el espacio de “libertad” era el que los

23 Rep. 79-80. 24 <<-Sócrates: (...) todo hombre que gobierna, considerado como tal, y cualquiera que sea la naturaleza de su autoridad, jamás se propone, en lo que ordena, su interés personal, sino el de sus súbditos. A este punto es al que se dirige, y para procurarles lo que les es conveniente y ventajoso dice todo lo que dice y hace todo lo que hace>> (Rep. 58)

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propietarios de las condiciones materiales querían asignar para ampliar el suyo. En ambas, un pobre no puede decidir “libremente” dejar de serlo: si en la polis se le negaba la ciudadanía, ahora la libertad pregonada en las Constituciones no puede ni evitar ni esconder la reproducción de la miseria social. Si la riqueza del pobre y, con ella, su libertad real, suponen la pobreza del rico, éste lo impedirá con todo su arsenal de violencias. Platón es un auténtico miembro de la polis tardía, para él, la justicia “consiste en que cada uno haga lo que tiene la obligación de hacer”25 una obligación inequívoca para un colectivo que se sabe como tal y que quiere progresar en el orden de las exigencias sociales de una colectividad que conoce su lugar en el mundo. Los principios morales se instituyen así en preceptos sociales (templanza, justicia, virtud, etc.) y presagian el ámbito político que Hegel les otorgará después. Con ellos y la idea de Bien razonable como armas, Platón pretendía superar las formas de gobierno corruptas conocidas en su tiempo. -Aristóteles (384-322 a.n.e.). La Política26 de Aristóteles difiere en el método y en algunos objetivos de La República de Platón. Aristóteles analiza lo que es, en este caso las constituciones políticas de su tiempo, para sólo tangencialmente sugerir lo que debería ser. Así pues, su finalidad primera no es formular la receta de un mundo ideal, sino extraer enseñanzas prácticas a partir de la observación de lo existente. En el terreno de la política, lo primero que llama la atención son las diferencias entre los grupos que forman la comunidad. Aristóteles zanja la cuestión de manera clara y tajante recurriendo a una determinación natural: se es jefe si se es capaz de planificar, y súbdito cuando se es capaz de ejecutar con el cuerpo27. El varón goza de autoridad y de capacidad de dirección por ser superior a la mujer, mientras que ésta es regida y, aunque posea capacidad deliberativa, está desprovista de autoridad28. El niño también posee capacidad deliberativa, pero imperfecta. Por ello, el varón maduro es más apto que el joven e inmaduro. Se es esclavo cuando se es capaz de ser de otro, pues se carece de facultad deliberativa y, aunque participe de la razón (la reconoce),

25 Sentencia puesta en boca de Sócrates (Rep.136). La injusticia sería precisamente el desorden de funciones dentro del Estado. Cada cual debe mantenerse en los límites de su oficio, los “mercenarios” (labradores y artesanos), los guerreros y los magistrados) (Rep. 137 y 144). 26 La versión que hemos usado aquí es la de Julián Marías y María Araujo para el Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1970. 27 Pol. 2. 28 Pol. 8.

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no la posee (los animales no dan cuenta de la razón)29. En utilidad, animales y esclavos difieren poco (suministran lo necesario para el cuerpo). En lo que concierne a la Justicia, la templanza platónica es sometida de nuevo a la determinación de un ser naturalizado:

“ (...) parece que la justicia consiste en igualdad, y así es, pero no para todos, sino para los iguales; y la desigualdad parece ser justa, y lo es en efecto, pero no para todos, sino para los desiguales”30.

Así pues, el punto de partida queda fijado por lo que las cosas son “naturalmente”, la primera de las cuales es que el ser humano es por naturaleza un animal social, dado que “ningún individuo se basta a sí mismo”31. Sin embargo, esta noción de naturaleza original que debiera establecer una idea prístina de comunidad por encima de las intenciones o de la voluntad de los individuos tropieza con numerosos asertos que reposan en otra convicción opuesta que señala que la vida en común se elige. Para la vida social resulta necesaria la unión entre hombre y mujer y también la amistad, igualmente necesaria para la elección de la vida en común ya comentada. La unidad organizativa mínima de la sociedad es el oikos (la casa). Una reunión de casas conforma una aldea que prefigura, a su vez, la ciudad o comunidad perfecta, constituida a partir de la unión entre varias aldeas. El oikos perfecto se compone de esclavos y de individuos libres cuyas funciones son la del señorío (patriarcal y propietario), la conyugal y la procreadora y, por último, la crematística u obtención de bienes32. Casa y propiedad quedan estrechamente ligadas y se configuran como el fundamento material de todo ciudadano. Para Aristóteles, las revoluciones giran precisamente en torno a conflictos sobre la propiedad y sólo se pueden evitar por medio de la educación y las leyes.

“El principio de la reforma consistirá, más que en igualar las haciendas, en procurar que los ciudadanos naturalmente superiores no quieran poseer más, y que las clases bajas no puedan; es decir, que sean inferiores

29 Pol. 24-25. 30 Pol. 83 31 Pol. 5. 32 La principal actividad de la economía es la agricultura. Otras actividades productivas se consideran el pastoreo, la caza, la pesca, así como la piratería. Claramente diferenciada queda la crematística, especialmente la crematística comercial, definida como “adquisición ilimitada de dinero”. Dentro de la crematística figuran, además del comercio y la usura, el trabajo asalariado, así como la explotación de recursos naturales no subsistenciales como la madera o los minerales. Esta actividad es censurada por Aristóteles (“no es natural, sino a costa de otros”); se aborrece la usura, porque el dinero sólo procura más dinero y no aquéllo para lo que éste se inventó (Pol. 13-21).

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pero sin injusticia”33. Esta sentencia supone la defensa de un determinado status quo inmovilista y estable, y una sanción moral de los excesos que perturban el ideal de orden y dominio.

Para Aristóteles, el ciudadano es aquel “que tiene derecho a participar en la función deliberativa o judicial de la ciudad”34. Esta participación es la esencia de la política, “el mayor y más excelente bien”35, y de la Ley, que es “la razón sin apetito”36. Política y Razón sin intereses egoístas se unen a la Virtud como nociones fundamentales para impartir Justicia. El empleo de tales nociones descubre ecos platónicos, aunque no hay que llevarse a engaño sobre esta cuestión, ya que Aristóteles contextualiza los absolutos. Así, la Justicia consiste “en lo conveniente para la comunidad”37 y lo conveniente es todo aquello que aproxime la felicidad. Para Aristóteles, “si la vida feliz es la que se desarrolla de acuerdo con la virtud y la virtud es un término medio, la vida media será la mejor”38. Por ello, dado que en “la ciudad hay tres estamentos, los muy ricos, los muy pobres y los intermedios es preciso reforzar el papel de los ciudadanos de clase media”39. Felicidad y régimen armonioso constituyen sinónimos del mismo objetivo, el deseo de la ciudadanía. Esa aspiración de todo ciudadano en tanto buena para él y para su ciudad va acompañada de una intensa batería de preceptos y sentencias éticas y morales que intentan convencer políticamente sobre lo que resulta necesario para vivir en sociedad: “No se obtienen las virtudes mediante los bienes, sino al revés”40; “La vida feliz, ya consista en el placer, en la virtud o en ambos, es patrimonio de los hombres cuya superioridad está en su carácter y en su inteligencia”41; “La causa de los bienes exteriores es el azar y la suerte; en cambio, nadie es justo ni prudente por suerte ni mediante la suerte”42; “(...) es imposible que les vaya bien a los que no obran bien, y no hay obra buena ni del individuo ni de la ciudad fuera de la virtud y la

33 Pol. 46. 34 Aristóteles define ciudad como una muchedumbre de ciudadanos suficiente para vivir con autarquía (Pol. 69) y también como una comunidad de hombres libres (Pol. 80). 35 Pol. 90. 36 Pol. 104. 37 Pol. 90. 38 Pol. 186. 39 Pol. 186 y ss. 40 Pol. 110. 41 Pol. 110. 42 Pol. 111.

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prudencia”43. El posicionamiento idealista de Aristóteles no deja lugar a dudas: “La división más grande es quizá la que separa la virtud de la maldad, después la que separa la riqueza de la pobreza, y así otras más o menos graves...”44. Primero la idea, la noción, el sustantivo abstracto, lo real subjetivo, luego la materia, lo concreto, lo real objetivo. Ello no impide que las virtudes espirituales y las condiciones materiales deban de ir de la mano en el mejor de los casos “(...) la vida mejor, tanto para el individuo aislado como en común para las ciudades, es la que va acompañada de una virtud suficientemente dotada de recursos para participar en acciones virtuosas”45 (las cursivas son nuestras). El lector moderno puede asombrarse de la actualidad del pensamiento de Aristóteles o, con la misma intensidad, de que el nuestro esté tan viejo y caduco. Como la nuestra, la ciudadanía a la que se refiere Aristóteles está constituida de antemano, prefijada. Sólo unos pocos pueden ingresar en ella si disponen de un determinado nivel de recursos y respetan las condiciones establecidas por la ciudad. En este punto, Aristóteles no necesita los subterfugios de las políticas actuales, que proclaman derechos universales a sabiendas de que nunca podrán ser ejercidos con plenas garantías. En una ilustración sin precedentes y al desnudo de la política real nos comunica: “Los ciudadanos no deben llevar una vida de obrero ni mercader (...) ni tampoco deben ser labradores (…) Para las actividades políticas es indispensable el ocio”46. Así el gobierno será asumido por quienes estén en condiciones de llevar una vida ociosa y, entre ellos, quienes tiendan al justo medio: es natural que haya ricos y pobres; la cuestión es evitar que el desequilibrio entre ellos no alcance un nivel tal que ponga en peligro el gobierno de la ciudad. El tratamiento que Aristóteles concede a la educación de los jóvenes es muy relevante. En un principio, parece progresista y un adelantado a su tiempo cuando defiende que la educación debe ser una y la misma para todos los ciudadanos y, en consecuencia, regulada por ley y no privada47. Sin embargo, más adelante queda claro que la educación a la que se refiere sigue unas metas estrictas y exclusivas para un grupo reducido de los habitantes de la ciudad, los ciudadanos, a quienes dirige mensajes como el siguiente:

43 Pol. 111. 44 Pol. 211 45 Pol. 111. Las cursivas son nuestras. 46 Pol. 126. 47 Pol. 149.

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“(...) han de considerarse envilecedores todos los trabajos, oficios y aprendizajes que incapacitan el cuerpo, el alma o la mente de los hombres libres para la práctica y las actividades de la virtud. Por eso llamamos viles a todos los oficios que deforman el cuerpo, así como a los trabajos asalariados, porque privan de ocio a la mente y la degradan”48 .

El ocio vuelve a aparecer como base de la vida del ciudadano: aquéllo que, primero, le permite acceder a una educación selecta y, más adelante, llevar las riendas de la ciudad. El ocio es así “el principio de todas las cosas (...) es preferible al trabajo y fin de él”49. Sorprendentemente, no se valora de la misma manera las posibilidades de ocio en las clases bajas de sociedad, cuando se lamenta que “los más perezosos son los pastores, pues los animales domésticos les suministran el alimento sin que ellos se preocupen de trabajar”50. En definitiva, no es el tipo de actividad lo que determina las aptitudes de las personas, sino su “naturaleza”51. Formas de gobierno. Aristóteles prefiere algunas formas de gobierno, a las que denomina rectas, sobre otras que tilda de desviadas, aunque no reniegue de ellas. Las formas rectas de gobierno serían la Monarquía, o gobierno unipersonal que mira al interés común; la Aristocracia, gobierno de unos pocos que se propone lo mejor para la ciudad y sus habitantes, y la República o politeia, cuando quienes poseen las armas gobiernan en aras del interés común. Entre las formas desviadas, es decir, aquéllas que no buscan el provecho de la comunidad, distingue la Tiranía, una Monarquía orientada al interés del soberano; la Oligarquía, formada por unos pocos aristócratas que buscan el exclusivo interés de los ricos, y la Democracia, una desviación de la República que persigue el interés de los pobres. Los cambios políticos y la inestabilidad de los regímenes se producen debido a corrupciones propias de cada una de las formas de gobierno. Sin embargo, Aristóteles asume que el objetivo de todo Estado es mantenerse y, en este sentido, adelanta consejos útiles para lograrlo. De todas formas, expresa sus preferencias por una constitución basada en una clase media de ciudadanos responsables, autosuficientes económicamente y que respeten el principio 48 Pol. 150. 49 Pol. 151. 50 Pol. 13. 51 “El arte de la guerra [es] en cierto modo un arte adquisitivo, puesto que el arte de la caza es una de sus partes, y éste debe utilizarse frente a los animales salvajes y frente a los hombres que, habiendo nacido para ser regidos, no quieren serlo, porque esta clase de guerra es por naturaleza justa” (Pol. 14).

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básico que consiste en “velar porque el número de los que quieren el régimen sea superior al de los que no lo quieren”. Aun así, lo que parece una simbiosis entre el principio aristocrático (los puestos de rectores no están al alcance de cualquiera) y el democrático (la mayoría tiene su peso en el mantenimiento del orden político) pronto se esfuma, pues, para Aristóteles, la mejor forma de gobierno acaba siendo una monarquía ocupada por hombres de virtud excepcional52. A diferencia de la República de Platón, Aristóteles no se ocupa de trazar el plan detallado de un gobierno ideal que está por venir. Parte de lo conocido y lo analiza, sancionándolo en muchos casos por propio derecho de existencia, es decir, por “naturaleza”. Aristóteles aconseja pragmáticamente sobre la consecución de una ciudad feliz frente a la ciudad ideal de Platón. Destaca en él la preocupación por las cuestiones prácticas, aquéllas que conciernen a la ubicación geográfica de la ciudad, el clima, su tamaño, la arquitectura o la industria. Se ocupa también de las condiciones óptimas para la reproducción biológica, que ya Platón trató anteriormente, y no duda en entrar en todo tipo de detalles sobre la cuestión53. El legislador debe tener en cuenta cuestiones como que “las mujeres deben iniciar su vida conyugal hacia los dieciocho años, y los hombres hacia los treinta y siete; de este modo la unión tendrá lugar cuando los cuerpos estén en la plenitud de sus facultades, y coincidirá oportunamente el tiempo del cese de la procreación en ambos”54. Ordena que no se críe a ningún hijo defectuoso y prohíbe tener descendencia fuera de unos límites de edad precisos, que en el hombre fija en torno a los 55 años. Estipula también que la unión conyugal debe producirse en invierno y propone limitar el número de hijos, y hacer abortar si este número amenaza con ser superado. Condena el adulterio, incluso con la pérdida de los derechos cívicos55 . Los ciudadanos, un grupo de hombres con capacidad de deliberar (legislar, gestionar y decidir), administrar justicia, hacer la guerra y dirigir los cultos, no deben ser excesivamente ricos, pero sí lo suficiente como para permitirse el ocio, que es la base para una vida política virtuosa, es decir, para una vida que tienda al Bien y a la Felicidad de la ciudad. Obviamente, ello presupone una población de esclavos, artesanos, campesinos, mercaderes y mujeres que producen para garantizar el ocio de los ciudadanos. En suma, Aristóteles defiende el modelo de una polis gobernada por un grupo suficientemente amplio de propietarios terratenientes ociosos, los únicos con derecho a

52 Pol. 96-97. 53 Pol. 142 y ss. 54 Pol. 144. 55 Pol. 145.

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llamarse ciudadanos. En la medida en que este grupo consiga el equilibrio del término medio (en la riqueza de sus miembros, en la prudencia de sus decisiones) hallaremos la clave del éxito y de la perduración de la constitución política que compartieron. En cierto sentido, la Política de Aristóteles constituye un precedente de El Príncipe, ya que en sus últimos libros contiene una serie de instrucciones para la conservación de los regímenes políticos, tiranía incluida, aunque, como hemos señalado, él prefiera la monarquía liderada por hombres virtuosos. Por ello, no se trata únicamente de una obra con pretensiones exclusivamente teóricas o eruditas, sino que proporciona elementos de “tecnología política”, dirigidos a quienes podían acceder a su lectura. Éstos, de nuevo, no eran otros que los ciudadanos de las clases dominantes griegas y macedonias, en este caso lideradas por la monarquía expansionista de Filipo y de su hijo Alejandro. Conclusiones. Aristóteles no desarrolló una teoría para explicar la diversidad de las constituciones políticas, sino que se centró en clasificar las formas conocidas de convivencia civilizada, definiendo tipos y subtipos e ilustrándolos a partir de las informaciones disponibles en su tiempo. Los únicos intentos por dar cuenta de lo existente parten indefectiblemente de una serie de apriorismos que se justifican “por naturaleza”: (1) el hombre es un animal social que vive en comunidades, preferiblemente en ciudades; (2) el hombre es superior a la mujer y a los niños; y (3) hay hombres destinados al mando y otros a la obediencia. Estos principios “naturales” fijos, combinados con dos factores dinámicos, como son la búsqueda de la Felicidad por medio de la Justicia y el Bien, y los avatares de la contingencia histórica, permitirían entender la multiplicidad de las formas de gobierno de que se tiene noticia. Aristóteles parte de una ideología concreta y de conformidad con ella enuncia principios estrechamente relacionados con las condiciones materiales de su época, basadas en el dominio esclavista y patriarcal. Su obra tiene la virtud de mostrarnos en toda su crudeza los fundamentos de la participación en el gobierno. Dicha participación se articula en torno a la pertenencia a la ciudadanía y a los derechos políticos que tal estatus conlleva. Sin embargo, la condición ciudadana dista mucho de ser universal. Aristóteles concebía el Estado como una “asociación para la buena vida”, basada en la familia y la comunidad de propietarios. De hecho, como hemos reiterado anteriormente, sólo serán ciudadanos aquéllos cuya posición social y económica les permita beneficiarse de la explotación del trabajo esclavo y de la servidumbre

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doméstica. Esta realidad que Aristóteles señala para la Grecia antigua debería constituir una invitación permanente a la reflexión sobre el ejercicio del gobierno en cualquier lugar y momento histórico, incluido el que nos toca vivir bajo el signo de la democracia parlamentaria moderna. -Diferencias y similitudes en el seno de la concepción clásica. Platón y Aristóteles continúan siendo referencias obligadas para el análisis político, principalmente porque juntos plantearon un amplio abanico de interrogantes cruciales sobre las relaciones en y entre los grupos humanos, que todavía hoy siguen abiertos. Y no sólo esto, sino que también articularon respuestas desde diferentes puntos de vista que, de una manera u otra, han satisfecho y satisfacen aún las expectativas o las maneras de ver y afrontar la vida social por parte de mucha gente. Sin ellos, resulta difícil comprender cómo se generaron otras propuestas posteriores, que se han sucedido hasta configurar los instrumentos conceptuales de que hoy disponemos. Aparentemente, Platón no incluyó en su reflexión lo que podríamos llamar el análisis empírico de la política de su tiempo. En realidad, sí debió abordarlo y, al no satisfacerle el diagnóstico, vio la necesidad de habilitar un cambio. La meta era una sociedad justa y ordenada, regida por la idea del Bien. Una sociedad ideal administrada por magistrados-filósofos que, pese a haber alcanzado la sabiduría mediante el ejercicio de la dialéctica racional, detienen la dialéctica social a cambio de una armonía planificada por unos pocos y asumida con templanza por los demás. Platón persigue un absoluto, el Bien en tanto imperativo ético compartido; un ideal social que requería una especialización asumida conscientemente y de buen grado por las diferentes capas de la sociedad; el advenimiento de una sociedad justa mediante la fe compartida en unos principios. Aristóteles, en cambio, incluye explícitamente el análisis de las formas de gobierno concretas, las ordena en tipos y les otorga “carta de naturaleza” sin detenerse demasiado a formular una teoría de su existencia y su devenir. A partir de ahí, se contenta con extraer una serie de consejos y recomendaciones orientados al fin pragmático de la felicidad social que, como tal vez sabía, sólo eventualmente merecía que se hiciera el esfuerzo de identificarla con los atributos de un Bien ideal. Aristóteles buscaba una conciliación real en lugar de una utopía. En sus palabras, una Constitución que proteja al pobre del abuso del rico y al rico de la expropiación del pobre. En otros términos, una sociedad dominada por una clase media propietaria que moderase los conflictos entre ricos y pobres, constituyera su contrapeso y aportase estabilidad al orden político. En suma, una sociedad feliz establecida mediante

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acuerdos de convivencia, que contaba con algunos precedentes en la historia de las polis griegas56. Platón y Aristóteles elaboraron esquemas de evolución política que se desplegaban en orden descendente desde las formas de gobierno mejores y más justas hasta sus versiones cada vez más degeneradas. Definieron tipos a partir de una serie de características relacionadas con elementos políticos (quiénes tienen el poder -y a veces por qué lo tienen- y cómo lo ejercen) y los ilustraron profusamente (al menos Aristóteles). Muchas de las etiquetas empleadas y las definiciones que las acompañaron (aristocracia, oligarquía, democracia, tiranía) mantienen hoy plena vigencia como síntesis certeras de relaciones políticas constatables en la práctica. Ambos filósofos se fijaron también en el tránsito entre una forma de gobierno y otra, señalando con frecuencia motivaciones de orden moral (corrupción, debilidades en la virtud, grietas y adversidades de los regímenes). No hay duda de que estaban descontentos con el orden social de su tiempo y buscaban un futuro que superase los inconvenientes que ellos apreciaron en su presente. Ahora bien, pese a que Platón y Aristóteles perseguían el proyecto de una sociedad mejor, sus deseos distaron mucho de cumplirse. La instauración de una República platónica fracasó en el ensayo realizado en la Siracusa gobernada por Dionisio, mientras que años después la polis moderada de Aristóteles fue superada por el imperio de Alejandro y luego por las monarquías helenísticas. Tal vez ambas propuestas desatendieron el análisis de las condiciones materiales que, finalmente, suelen reconducir los anhelos políticos idealistas. El idealismo de Platón y Aristóteles no confunde sus distintos colores. En Platón es más evidente, ya que el mundo (la materia) se rige por la Idea. En Aristóteles, el idealismo se muestra al atribuir el derecho a gobernar a los propietarios virtuosos, una virtud que descansa en un apriorismo, por más “natural” que se lo presente. El pensamiento platónico y aristotélico, con su énfasis en las ideas de Bien, Orden, Justicia o Felicidad, da cuenta de aquéllo que se quiere explicar referenciándolo consigo mismo, mediante una argumentación sesgada por el interés y preñada de circularidad. De este modo, argumentos y explicación no resultan tales, sino más bien una especie de ilustración en apoyo a una “verdad” metafísica construida previamente y que en ningún momento se cuestiona. Afirmar el ser de algo “por naturaleza”

56 En la Atenas del 411, los ciudadanos hoplitas, es decir, aquéllos que podían costearse el armamento y no necesitaban recibir sueldo del Estado por dedicarse a la política, derrocaron a los 400 oligarcas en el contexto de la guerra con Esparta. A continuación, instituyeron la Constitución de los Cinco Mil, que otorgaba el protagonismo a la clase media. Sin embargo, este ordenamiento político fue efímero, derivándose pronto hacia posiciones más democráticas.

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supone una tautología y un juicio de valor; una tautología, porque sanciona lo que es porque es; un juicio de valor, porque asigna a lo que es natural una calificación positiva de bondad. Se trata de fundamentos cargados de arbitrariedad y connotaciones morales. A partir de ellos, los clásicos griegos desarrollaron argumentos y teorías para explicar fenómenos del mundo físico o bien para resolver y programar cuestiones morales, éticas, religiosas, políticas o sociales, sin darse cuenta que sus conclusiones razonadas y, muchas veces, razonables, partían de fundamentos iniciales muy emparentados con el sentido común de la época o, más bien, con el del sector de la sociedad al que pertenecían. Raramente abordaron en detalle cuál había sido el proceso de construcción del conocimiento que valoraban como Bueno o Justo, de dónde procedían estos conceptos ampulosos y pretendidamente universales y bajo qué condiciones podían ser pronunciados, recibidos y aplicados. Aunque el mundo de la polis fue el primero en cuestionar las conclusiones de la razón que no tuvieran un correlato en los hechos del mundo físico, y el primero en exigir una aplicabilidad real de los principios sociológicos en el mundo social (filosofías socio-políticas frente a teologías), descuidó, en el más amplio sentido de la palabra, la metodología instrumental o práctica que debería derivarse del pensamiento razonado. Este ámbito quedaba en manos de las técnicas y la experimentación, cuyo devenir pocas veces tiene que ver con el lugar de producción de las teorías filosóficas y, en cambio, mucho más con las necesidades pragmáticas de la subsistencia o de los correlatos materiales de la dominación política.

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CAPÍTULO 2 El Estado según el Cristianismo

En la antigüedad clásica, el Estado constituía la institución garante del Orden y de la Justicia, ámbitos para alcanzar la Felicidad social. Las diferencias entre las aspiraciones platónicas y aristotélicas eran mínimas, ya que compartían el interés de asegurar una vida cómoda y feliz, o si se prefiere, ordenada y justa para todos los iguales, o sea, los escasos hombres libres con capacidad económica para serlo. En Occidente, la reflexión sobre el Estado nace de una necesidad teorética y apologética de la clase dominante, que construye un edificio sectario y dirigista que cierra sus puertas a una mayoría productora obligada a permanecer en la intemperie. Este edificio exclusivo comenzó a construirse en Grecia apelando a una mentira: la inferioridad o la incapacidad por naturaleza de mujeres, esclavos y artesanos para participar en el gobierno de la comunidad en que vivían. Aun así, la virtud de esta perspectiva estriba en el reconocimiento expreso de la segmentación social en grupos o clases que contribuye a sustentar al mismo Estado. Todos ellos tienen un papel en el mismo, desigual e injusto según se mire, pero necesariamente interrelacionado y, por tanto, colectivo, en un estado social de las cosas. Lejos de vindicar a los individuos como entes autónomos y soberanos, la clase que domina este Estado apela al colectivo particular que se autodenomina “ciudadanía” en la búsqueda del mejor camino para lo que concibe como su ciudad. El panorama político en Europa cambió netamente a partir del siglo IV de nuestra era, conformándose una neta división entre las esferas de lo colectivo, lo particular y lo individual. La filosofía del Estado cristiano, desde la formulación de Agustín de Hipona hasta la de Tomás de Aquino en pleno siglo XIII, supuso una mutación en el pensamiento occidental que desplazó la política hacia una ideología doctrinal que prima lo individual sobre cualquier expresión particular o universal, sea esta clase o nación, casta o grupo de interés, ámbitos que irán derivando hacia espacios de sublimación de las prácticas de convivencia. La ética y la moral fueron reducidas a discursos de sumisión y caridad que permitirán que la esfera política se inunde de una doctrina fideísta caracterizada por el habitual recurso a la Providencia. La Iglesia cristiana, en propiedad, es una institución diferente a cualquier Estado político. Constituye algo así como una institución paraestatal o transestatal pero que, curiosamente, reclama para sí el control y el juicio sobre la base moral y ética de los Estados. Con el objetivo de gobernar los asuntos

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espirituales de la humanidad con independencia de las instituciones políticas, se instituye en una fuerza material que a través de su desarrollo apoya o desoye Estados a conveniencia. -Los precedentes del pensamiento político del Cristianismo. En apariencia, el referente principal es la figura central de la doctrina, Jesús, o, si se prefiere, la versión de sus enseñanzas progresivamente depurada y finalmente oficializada a través de los diferentes concilios celebrados en la Antigüedad tardía. Sin embargo, muchas de las concepciones sociales de los primeros cristianos no diferían de las sostenidas por los paganos estoicos y, más tarde, neoplatónicos. Es más, ciertos atributos y consignas fueron incluso rescatados de viejas y olvidadas tradiciones espirituales, como el mitraísmo. Sin embargo, lo que nos interesa aquí no es esta historia del discurso religioso, sino sus componentes e implicaciones en el campo de la política. Éstos, en pocas palabras, se pueden resumir en cuatro: creencia en el gobierno providencial del mundo, la obligación de estar sometido al derecho divino, la exigencia de ser justos y la premisa de igualdad de todos los hombres a los ojos de Dios. Las enseñanzas de Cristo, siempre según los evangelios seleccionados por la Iglesia en la redacción del Nuevo Testamento, resultaba conflictiva para la sociedad judía de su tiempo. Implicaba una firme crítica al fariseísmo y anunciaba el término de la Ley humana proclamando un verdadero final apocalíptico de la Historia, el final de los Tiempos. Aquellas enseñanzas contenían un mensaje altamente conflictivo: desprenderse de las propiedades terrenales y abrazar la Verdad mediante la conversión, antes del Fin del Mundo. Estas instrucciones morales no conforman, sin embargo, lo que podríamos calificar como un programa político propiamente dicho. En realidad, prevé el final de la política misma, porque el Reino de la Buena Nueva no es de este mundo. Cada cual lleva en su interior, en su espíritu, ese mundo nuevo, el Reino de Dios, pero su advenimiento no se hará efectivo hasta el final de los tiempos; hasta después de la muerte. Aun así, se adivinan ya dos elementos que constituyen pilares básicos de la posterior doctrina política de la Iglesia, a saber, la obediencia y la sumisión como virtudes del comportamiento individual. Jesús admitía el sometimiento a los poderes terrenales que, al ser de este mundo, no incumben a la verdadera y primordial relación del alma individual con Dios: “pagad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo XXII, 21) es la famosísima sentencia que supone una

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aceptación del creyente a los poderes terrenales del status quo57 . En principio y por lo expuesto anteriormente, los Evangelios no contienen un pensamiento político organizado, dado que los asuntos de la comunidad terrenal son radicalmente distintos de los celestiales y espirituales, que deben ser los prioritarios para el cristiano. Sin embargo, la actitud del cristianismo frente a la política fue tomando consistencia en los escritos de Pablo de Tarso, quien se mostraba contrario a la despreocupación de Jesús respecto a las cosas de este mundo. Con Pablo se pasa de “Mi reino no es de este mundo” a “Los reinos de este mundo son de Dios”58. Ello abría la puerta a la participación activa del creyente en la esfera política, y constituyó la invitación para el desarrollo doctrinal posterior. Sin embargo, el signo de la implicación que propugna Pablo no rompía con la que dejaba entrever Jesús, sino que se situaba en la misma senda de la sumisión al poder:

“Todos estén sometidos a la autoridad de los superiores. Porque no hay autoridad que no provenga de Dios, y cuantas existen han sido establecidas por Dios. De modo que quien desobedece a las autoridades, desobedece a la ordenación de Dios. Por consiguiente, los que tal hacen, ellos mismos se acarrean la condenación. Mas los magistrados no son de temer por las buenas obras que se hagan, sino por las malas. ¿Quieres tú no temer de aquel que tiene el poder? Pues obra bien y merecerás de él alabanza. Porque es un ministro de Dios para tu bien. Pero, si obras mal, tiembla, porque no en vano se ciñe la espada, siendo como es ministro de Dios, para ejercer su justicia castigando al que obra mal” (Romanos XIII, 1-4).

Probablemente, Pablo, o lo que Pablo significó, fue la respuesta a las tendencias anárquicas de las primeras comunidades cristianas. Frente a esta situación, llamó al orden y clamó por la paz social y el mantenimiento de las relaciones de obediencia vigentes que, como en la Grecia clásica, sustentaban una estructura social esclavista y patriarcal. La obediencia al ordenamiento político imperial y la práctica de la caridad constituyen las principales actitudes potenciadas por la política cristiana primigenia, bajo el mandato cobertor de que la obediencia es un deber impuesto por Dios. Aunque este no sea el lugar para exponer las vicisitudes del Cristianismo desde sus orígenes, conviene recordar que las primeras iglesias cristianas

57 Federico Guillermo I, creador del Estado militarista y burocrático prusiano, actualizaría en el siglo XVIII este principio político de la siguiente manera: “El alma es de Dios; todo lo demás me pertenece a mí”. 58 Touchard, op. cit., 89.

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acogieron mayoritariamente a esclavos y gente pobre, y que los cristianos de las clases altas podían amortiguar su participación en la vida política y en el culto imperial al sentir que debían fidelidad a una autoridad que creían superior. Tal vez estos factores contribuyan a explicar por qué el Estado romano consideró al Cristianismo en momentos determinados una fuente de inestabilidad o de sedición y, por tanto, objeto de persecuciones. En cualquier caso, en el año 313 el Edicto de Milán autorizó el culto cristiano. Constantino proclamó el Cristianismo como religión oficial del Imperio, aunque mantuvo la tolerancia respecto al paganismo. A partir de ahí, las relaciones entre Estado y religión hicieron cambiar la actitud de los cristianos respecto al Estado y del Estado respecto a su justificación. En este sentido, la obra de Agustín de Hipona (354-430), en especial La Ciudad de Dios, es considerada como uno de los fundamentos de la doctrina que sirvió para que la Iglesia medieval absorbiera el derecho del Estado o, en otras palabras, para dotar a la Iglesia del derecho a influir o dirigir los gobiernos. Agustín destaca en el ideario político cristiano por ser el primero en remarcar las diferencias entre el Estado político y la Iglesia, otorgando la autoridad moral a esta última y reclamando a la vez que sea ella, única depositaria del mensaje de Jesús, la que gobierne indirectamente y la que debe, por tanto, inspirar las costumbres y las leyes. Un deseo bien certero: que el Imperio se subordine moralmente a la Iglesia. En términos metafóricos, Agustín habla de la existencia de dos ciudades: la ciudad terrenal o sociedad civil, la sociedad del cuerpo, del pecado y del mal, y la ciudad de Dios, que es la Iglesia cristiana celestial y la comunidad de los creyentes, en este mundo y en el futuro. Sólo en ésta última es posible la paz, la justicia y el triunfo del bien. Los argumentos agustinianos en teoría política pueden resumirse en el axioma siguiente: de Dios proviene el principio de todo poder terrenal, aunque Dios no designe los regímenes políticos específicos. De él emerge el postulado de que la historia de los gobiernos está regida por la Providencia, cuya finalidad sólo es conocida por Dios. Este axioma le permite, en primer lugar, afirmar el poder absoluto de Dios sobre todos los asuntos políticos. En segundo lugar, huir del compromiso estrecho con uno u otro régimen político, una vinculación que podía acarrear riesgos para la supervivencia de Iglesia ante eventuales cambios en las tornas políticas. Así pues, la Iglesia se situaba por encima de los gobiernos: en un lugar donde era necesaria para revestirlos de legitimidad moral, pero a salvo de los avatares que pudiesen afectarlos. Esta ha sido, y es todavía, la posición que ha asegurado a la Iglesia Católica

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europea mantenerse a lo largo de los siglos sin abandonar los círculos de gobierno y de poder en muchos Estados. Pese a los beneficios globales de esta actitud, el cristiano vio dividida desde entonces su lealtad y obligaciones a dos gobiernos. El gobierno divino era el principal y se colocaba por encima del derecho político y del Estado, aunque sin oponerse a él sino reforzándolo. Sin embargo, para muchos cristianos ha sido muy difícil comulgar con las decisiones de ciertos gobiernos. Así, armonizar ambas lealtades ha constituido una fuente de tensión importante, que ha condicionado la generación de otras propuestas desde la órbita del pensamiento cristiano. Pretender ser la luz y, a la vez, el interruptor que permite su paso, no es en modo alguno una tarea fácil de justificar. -Tomás de Aquino (1225-1274). El pensamiento de Tomás de Aquino está influido básicamente por Agustín de Hipona, pero también, y en gran medida, por Aristóteles, de quien toma la exigencia de que el Estado debe partir de una autarquía económica, social y política. Tuvo gran influencia en el pensamiento cristiano posterior y, al igual que Agustín, fue santificado. En la época en la que vivió Tomás de Aquino, la de las Cruzadas, la religión galvanizaba las fuerzas sociales y el poder material y político de Roma era muy relevante. En este contexto, surgieron fuertes rivalidades entre el Papado y los Estados europeos. En éstos comenzaba a modificarse el modelo de Estado aristocrático encabezado por un primus inter pares y, en su lugar, tomaban fuerza las tendencias centrípetas en aras de una mayor centralización del poder. La obra de Tomás es un ejemplo a favor de la primacía papal y contra la independencia del poder secular. Las obras que tratamos aquí son La monarquía59 (De Regno, 1265-1267) y, puntualmente, la Suma Teológica (Summa Theologica, 1267-1274), en especial los extractos dedicados a la Ley60, donde se matizan ciertos asertos de la primera obra. La Monarquía se divide en dos libros y destaca en ella el uso frecuente de citas bíblicas para ilustrar o apoyar argumentos y también metáforas de la sociedad como un organismo vivo que precisa de la coordinación de sus miembros de cara a la satisfacción de un fin. En algunas

59 Utilizamos aquí la 3ª edición de la editorial Tecnos (Madrid, 1995), que cuenta con un excelente estudio preliminar de L. Robles y A. Chueca. 60 Hemos acudido al volumen titulado La Ley, que incluye la versión en castellano de un extracto del Tratado de la Ley incluido en la Suma realizada por Constantino Fernández-Alvar y publicada por Editorial Labor (Barcelona, 1936).

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ocasiones, sustituye la metáfora del organismo por la metáfora del navío que exige un timonel o un capitán que conduzca la nave a buen puerto en provecho de todos (el bien común y la felicidad); en otros casos, se sirve de la metáfora del rebaño y del pastor. Resulta también reseñable la mención esporádica de ejemplos de la Antigüedad, básicamente procedentes de la historia de Roma. En el inicio de esta obra, Tomás de Aquino expone los fundamentos a partir de los cuales habrá que entender la razón de ser del Estado. En primer lugar, señala que el hombre es un ser social y político por naturaleza. El hombre, a diferencia de los animales, posee la razón, instrumento mediante el cual va a satisfacer sus necesidades. Ahora bien, la razón de un individuo aislado no basta para que sobreviva. Para lograrlo, se requiere la vida en común. La comunidad procura el contexto para la ayuda mutua y permite e impulsa que haya grupos de individuos que se ocupen de diferentes aspectos útiles para el resto, como oficios, tareas u ocupaciones distintas. Se trata de un punto de partida tomado de Aristóteles que no es otro que el de la premisa de la naturaleza social de los hombres, debida a la insuficiencia de un solo individuo para subsistir por sus propios medios. La naturaleza social de los seres humanos nos lleva a otro punto que concierne a la organización de la propia vida social que, según Tomás, exige la existencia de una autoridad gestora: el Estado. No vivir en un Estado o no aspirar a él es un indicio de anarquía y animalidad:

“Pues al existir muchos hombres y preocuparse cada uno de aquello que le beneficia, la multitud se dispersaría en diversos núcleos a no ser que hubiese alguien en ella que cuidase del bien de la sociedad (...) Por este motivo dijo Salomón: Cuando no hay gobierno se dispersa el pueblo”61.

Se advierte pronto una importante paradoja en el discurso tomista: si es natural que el hombre viva en sociedad, ¿por qué va a querer disgregarse? ¿Por qué debe haber alguien destinado a que la sociedad no se disperse cuando por naturaleza no lo va a hacer? No hay otra respuesta que la de justificar, ignorando cualquier paradoja, la necesidad natural de un liderazgo, en este caso el del rey. La cadena alcanza así el punto de afirmar que el Estado es consecuencia de la naturaleza del hombre. En consecuencia, si ésta deviene de Dios, toda ley humana emanará de Él. Una vez formado, el Estado tiene tres finalidades. La primera, procurar lo

61 La Monarquía, 7. El subrayado es nuestro.

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necesario para la vida (alimento, cobijo); la segunda, defender a la sociedad de los enemigos externos62 y, por último, la tercera y más importante, procurar que la vida terrenal encamine a las almas hacia la Salvación eterna.

“Pero como el hombre que viva virtuosamente se ordena a su fin ulterior que consiste en la visión divina, (...) conviene que la sociedad humana tenga el mismo fin que el hombre individual. Y no es, por tanto, el último fin de la multitud reunida vivir virtuosamente, sino llegar a la visión divina a través de la vida virtuosa”63.

La felicidad total del ser humano se alcanza, por tanto, con la contemplación de Dios tras la Salvación del alma. El Estado, como instrumento para un buen gobierno, constituye un medio esencial para alcanzar dicho objetivo. A fin de cumplir con las misiones práctica, ética y trascendental que le han sido encomendadas, el Estado se ayuda mediante leyes: “De todo lo dicho hasta el presente se desprende la definición exacta de la ley. Ésta, pues, no será otra cosa que “cierta ordenación de la razón en orden al bien común, promulgada por aquel que tiene el cuidado de una comunidad”64. Las leyes deben promover y garantizar la unidad social que, para Tomás de Aquino, es sinónimo de paz65. Las leyes deben salvar los impedimentos internos y externos que dificultan la vida perfecta en sociedad, tales como las oscilaciones en el vigor de los hombres, las vicisitudes de la vida que les dificultan obrar correcta y uniformemente, la maldad de las voluntades o las guerras inspiradas desde el exterior66. Ahora bien, ¿hay alguna forma de gobierno mejor capacitada que las demás para promulgar las leyes más adecuadas? Para Tomás, como para Agustín, toda autoridad procede de Dios, pero es a los individuos a quienes corresponde señalar la forma de gobierno. Su juicio evalúa tres formas buenas de gobierno: monarquía, aristocracia y democracia, en las cuales la autoridad debe estar en manos de hombres destacados por su virtud y saber. Frente a ellas coloca las tres corruptas, a saber, la tiranía, la oligarquía y la demagogia67. Finalmente, expresa sus preferencias por el gobierno

62 La Monarquía, 10 63 La Monarquía, 71-72. 64 La Ley, 23. 65 La Monarquía, 13. 66 La Monarquía, 77. 67 No obstante, tiempo más tarde, en la Suma Teológica considerará más conveniente que el poder esté más repartido: sigue siendo partidario de un rey, pero aboga por que las magistraturas y otros cargos sean elegidos por el pueblo (mezcla de monarquía, aristocracia y democracia). Así nos lo recuerdan Robles y Chueca en la introducción a la edición castellana de La Monarquía.

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monárquico68, argumentando para ello que la unidad social se consigue mejor si gobierna una persona que si lo hacen muchas y, por otro lado, que el modelo de gobierno unipersonal coincide con el divino69. Tomás ha cumplido ya una de sus metas: la defensa de la institución monárquica. El rey es un ministro de Dios en la Tierra, se encarga de gobernar lo creado por Dios según un modelo similar al divino. Sin embargo, la justificación de la monarquía no era su principal objetivo. Tomás no plantea un modelo de monarquía absoluta, sino que la subordina en función de un poder superior. Es importante remarcar que el fin ético del rey debería consistir en procurar la Salvación eterna a sus súbditos, gobernando para que lleven una vida virtuosa, es decir, aquélla que les situase en disposición de acceder al Reino de Dios. Ahora bien, de ello se deduce que todos los reyes han de ser a su vez súbditos de los sacerdotes y, sobre todo, del Papa70, ya que a la Iglesia compete el conocimiento de la ley divina71, con acuerdo a la cual deben legislar y gobernar los reyes. Así pues, Tomás se pone del lado de Roma en su disputa con las monarquías europeas por el control de los asuntos políticos de la Cristiandad. Los reyes son los encargados de acercar a sus súbditos al bien universal y, por tanto, a la felicidad, mediante un buen gobierno que se ajuste a los principios divinos. Los reyes son servidores de Dios en la tarea de encaminar a los hombres hacia un fin elevado, y deben supeditarse a la Iglesia en su calidad de intérprete privilegiada de los mandatos divinos. Hemos presentado el hilo principal de la filosofía política de Tomás de Aquino, pero su discurso contiene otras líneas de interés. Demostrado que el mejor gobierno es la monarquía, Tomás pone empeño en resaltar los peligros de la tiranía y advierte que el primer rey debió ser elegido de entre los hombres menos proclives a caer en ella72. Sin embargo, ¿qué hacer si finalmente llega a instaurarse? Aquí se manifiesta un Tomás de Aquino contemporizador: “a veces es mejor soportar temporalmente una tiranía moderada que oponerse a ella, ya que los peligros de la oposición son grandes

68 En la Suma Teológica considerará más conveniente que el poder esté más repartido: sigue siendo partidario de un rey, pero aboga por que las magistraturas y otros cargos sean elegidos por el pueblo, con lo que propone una mezcla entre monarquía, aristocracia y democracia. 69 La Monarquía, 14. Sobre la conveniencia del gobierno unipersonal, véase también pp. 18-19 y 27-28, donde señala que un régimen pluralista tiene más posibilidades de derivar en tiranía, el peor de los gobiernos (infra). 70 La Monarquía, 73. 71 La Monarquía, 76. 72 La Monarquía, 29.

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y siempre hay el riesgo de que luego venga un tirano peor”73. Ello, antes de mostrarse tan conservador como Pablo cuando señala que, ante una tiranía fuerte:

“(...) nos enseña Pedro que los súbditos deben obedecer reverentemente no sólo a los señores buenos y sencillos, sino también a los malos. Porque es una gracia que alguien soporte con la ayuda de Dios los males que le afligen injustamente”74.

En realidad, argumenta que la tiranía es tanto un castigo divino por los pecados de una sociedad, como el medio que tiene dicha sociedad para redimirse. La tiranía, pues, constituye una herramienta indirecta en manos de la Providencia para que los súbditos alcancen la virtud. Tras cualquier acontecimiento siempre se encuentra Dios (la Providencia y Omnipotencia Divinas), en lo positivo como premio y, en lo negativo, como castigo.

“Pero, para que el pueblo merezca conseguir de Dios este beneficio (liberarse del tirano), debe abstenerse de pecar, pues para castigo del pecado los impíos toman el poder por concesión divina”75. “Dios permite que tomen el mando los tiranos para castigar los pecados de sus súbditos (...) Luego no permite Dios que los tiranos reinen mucho tiempo, sino que, desencadenada la tempestad contra el pueblo por medio de ellos, le devuelve la tranquilidad al ser arrojados del poder”76.

En la Suma Teológica, sin embargo, plantea la posibilidad de cambiar esta actitud sumisa ante las leyes, concretamente respecto a las leyes injustas. Entre éstas se incluirían aquéllas que califica contrarias al bien humano y al bien divino. Éste es el único resquicio que Tomás de Aquino concede a la inobservancia de la ley y, por tanto, a la rebelión. Sin embargo, tampoco ésta se libra de la tutela eclesiástica, fiel representación en la Tierra de la omnipotencia divina. Vale la pena reproducir el pasaje, porque en su “concreta ambigüedad” proporciona las claves argumentales en torno a las cuales la Iglesia planteará en adelante su adhesión u oposición a los diferentes regímenes políticos, según conviniese:

“[Las leyes injustas] serían aquéllas que, 1. son contrarias al bien

73 La Monarquía, 30. 74 La Monarquía, 31. 75 La Monarquía, 36-37. 76 La Monarquía, 55-56.

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humano, como cuando por razón del fin, (…) un soberano impone leyes onerosas a sus subordinados, enemigas del bien común y sólo favorecedoras de los intereses particulares y de la gloria del soberano; o por razón del autor, cuando éste, en el ejercicio de su poder legislativo, traspasa los límites de la potestad que se le ha investido; o por último, por razón de su forma, como cuando reparte las cargas entre la multitud con notoria desigualdad, y ello aun cuando esas cargas sean beneficiosas al bien común. Las leyes que aquí son injustas, mejor debieran llamarse violencias que no leyes, porque, como dice San Agustín, “una ley que no es justa, no es ley”. Desprovistas del carácter y sin la naturaleza de las leyes, no pueden, por consiguiente, obligar en el fuero interno, a no ser por el escándalo o del desorden que el incumplimiento de las mismas pudiera originar (…) 2. Son asimismo injustas las leyes contrarias al bien divino; tales son las leyes que dictan los tiranos prescribiendo la idolatría, u otras cosas opuestas a los mandatos de Dios. Las leyes que por este motivo son injustas, jamás deben ser acatadas y obedecidas; pues, como dice el Apóstol, “es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”77.

En cuanto al rey, ¿cuál es el premio que merece? El honor y la gloria terrenales son recompensas muy efímeras, aunque merecidas a cambio de los muchos “trabajos y desvelos”78, pero son desaconsejables por que con ellas se busca aparentar ante el resto de los hombres, lo que es una muestra de hipocresía. Con ello, denuncia a las riquezas y al placer, pues implican la rapiña del pueblo79. La auténtica recompensa digna es la felicidad eterna que proviene de Dios, ya que el monarca es sólo un servidor de Él. Este será el premio a un gobierno que haya hecho feliz a sus súbditos80. Además, la felicidad alcanzada por los reyes y procedente de Dios es mucho mayor que la alcanzada por los hombres corrientes, ya que “la principal virtud es aquella por la que cualquier hombre no solamente se autogobierna, sino que puede también regir a otros”81. Es decir, que es más difícil autogobernarse y gobernar que sólo ser gobernado; en consecuencia, el premio para los primeros deberá ajustarse a su mayor mérito82. Con todo, Tomás también señala que el castigo para los reyes que no gobiernen rectamente será también

77 La Ley, 108. 78 La Monarquía, 34. 79 La Monarquía, 37. 80 La Monarquía, 39-41. 81 La Monarquía, 45. 82 La Monarquía, 48.

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proporcionalmente mayor83. Conclusiones Las palabras claves de la política de Tomás de Aquino son obediencia y sumisión hacia Dios en todas las direcciones: del pueblo hacia Dios, del pueblo hacia el soberano en tanto ministro de Dios, del soberano hacia la Iglesia como intérprete de la ley divina. El relato político que nos brinda la metafísica teológica lo inunda todo y lo justifica todo con el fin de inculcar la “moral esclava” típica del Cristianismo. Aquélla que acepta y sobrelleva la adversidad y el sufrimiento a mayor gloria de Dios; es decir, la que trafica con sufrimiento material a cambio de metafísica redentora. La doble moral de compartir el sentimiento de los oprimidos, mientras se justifica el poder que los oprime por considerarlo una metáfora del Reino de Dios en la Tierra, construye una interpretación de la realidad que sólo atiende y obedece, en última instancia, al Papa como el verdadero, y no metafórico, vicario de Dios. Tomás conjuga la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrenal agustinianas con una Iglesia omnipotente, a la que todos, humildes y poderosos, deberán pedir consentimiento para abordar cualquier iniciativa social. Se trata de una filosofía política terrenal, que arguye las alturas del cielo como fundamento de obediencia al Estado y que inmoviliza al súbdito-creyente bajo la terrible amenaza del castigo que recibirá antes de la muerte por la espada del gobernante y, tras morir, de Dios por toda la eternidad. La línea inaugurada por Pablo consigue así edificar una institución paraestatal que, con Tomás de Aquino, se arrogó la potestad de controlar a los Estados concretos sin por ello menoscabar sus fundamentos. Este apartado dedicado a la filosofía política del Cristianismo dista mucho de ser una síntesis de ideas sin vigencia actual. Casi ocho siglos después, la Iglesia católica continúa siendo un colectivo altamente jerarquizado que cuenta con un Estado terrenal propio, el Vaticano. En los restantes Estados donde está implantada, y pese a que las constituciones de muchos de ellos establecen su aconfesionalidad, mantiene la pretensión de erigirse como árbitro moral de las acciones políticas. Haciendo suyos, como de costumbre, los intereses de las clases dominantes, la Iglesia constituye en Estados como el español un poder fáctico paraestatal de suma importancia. Su capacidad de influencia no se deriva solamente de la autoridad de los Evangelios. Goza de privilegios fiscales, administra sus propios y cuantiosos bienes dentro del sistema capitalista y asume parcelas destacadas en la educación y en la

83 La Monarquía, 60.

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sanidad. De hecho, algunos de sus miembros, integrados en organizaciones como el Opus Dei o los “Legionarios de Cristo”, llegan a desempeñar elevadas responsabilidades de gobierno. Desde su mensaje de sumisión y obediencia al poder del Estado capitalista, la Iglesia abandera las políticas más reaccionarias a favor del mantenimiento de las relaciones patriarcales en el seno de la familia y de la santificación del trabajo asalariado dentro del modo de producción capitalista. El oscurantismo religioso, sea del signo que sea, se expande en la actualidad. Por un lado, presidentes de EE.UU. que se creen investidos de autoridad divina o partidos políticos que vindican la tradición cristiana occidental en la redacción de la Carta Magna de la Unión Europea. Por otro lado, y en respuesta a la brutalidad con que actúan los abanderados fundamentalistas del Cristianismo, otros fundamentalismos, islámicos o de cualquier otro signo, actúan de modo similar. Mientras tanto, crece el espacio para telepredicadores, sectas e infinidad de corrientes esotéricas. El desarrollo capitalista, su globalización brutal y sin fronteras, exige más que nunca subordinación e ignorancia y, por lo que parece, es capaz de generarlas incluso en quienes reaccionan contra él.

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CAPÍTULO 3 El renacimiento del Estado

-N. Maquiavelo (1469-1527). A finales del siglo XV, el Papado había perdido fuerza en su pretensión de guiar el gobierno terrenal de la Cristiandad. A lo largo de la Baja Edad Media se fueron consolidado en Europa los Estados aglutinados en torno a dinastías que centralizaron, sustituyeron o controlaron los poderes locales de tradición feudal: la nobleza, el clero y las ciudades. Los soberanos dejaron de ser el primus inter pares de las aristocracias feudales, al ser investidos de un poder cada vez más absoluto por la nobleza y la emergente burguesía mercantil, que consideraron esta estrategia como la mejor medida para mantener sus privilegios tradicionales e instituir otros nuevos. Fue una época de fuerte crecimiento económico y del nacimiento de nuevas fortunas, como consecuencia de la expansión de la producción y del comercio, y también del saqueo del Nuevo Mundo. En este contexto, los Estados europeos enzarzados en la lucha por la hegemonía adoptaron pragmáticamente la combinación de un gobierno fuerte en el interior y agresivo en el exterior. El humanismo renacentista, expresión con la que conocemos el ambiente intelectual de la época, secularizó la filosofía política. Aunque las referencias a la divinidad no desaparecieron, ni mucho menos, de la reflexión política, el tema del gobierno comenzó a ser abordado como un asunto específica y estrictamente humano. La política se hizo de nuevo ciudadana y allí fraguó la concepción del soberano como fuente de todo poder. Los nuevos vientos soplaron al unísono con los de la Reforma, movimiento mediante el cual las ideas religiosas se fueron amoldando a las nuevas bases del poder económico-social. La defensa de una nueva relación con Dios bajo una religiosidad por fin sin intermediarios supuso, al igual que la secularización del pensamiento político, un fuerte cuestionamiento de la visión del mundo defendida desde la jerarquía católica. Maquiavelo vivió en una época convulsa y brillante. Ocupó cargos oficiales en la República de Florencia, aunque no accedió a los de embajador o gobernador por ser de una familia notable venida a menos. Su itinerario político se mantuvo hasta que las vicisitudes coyunturales de su ciudad le apartaron en 1513 de la vida pública. Fue el primero en exponer una idea madura y realista del Estado, al cual considera una institución netamente humana y, por tanto, desprovista de fundamento metafísico. Escribió dos obras principales en las que la política ocupaba un papel protagonista, una de ellas práctica, El

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Príncipe (1513) que es la que nos interesa aquí84, y otra estrictamente teórica titulada Discursos sobre la primera década de Tito Livio (1513-1518). Maquiavelo no se preocupaba por un estado filosófico, sino por su propia ciudad, por su tierra y por su tiempo, la Florencia cuyo gobierno se disputaban alternativamente un consejo de notables acaudalados y el linaje de los Médicis. De tradición republicana, obtuvo un puesto en la Cancillería pocos años después de implantarse la República tras la expulsión de los Medicis en 1494. Cuando, en 1512, éstos volvieron al poder, destituyeron el gobierno republicano y desterraron a Maquiavelo. A partir de entonces y hasta su muerte, se dedicó intensamente a la actividad intelectual y literaria. En 1513 redactó El Príncipe en un intento por granjearse el favor de los Médicis; favor que obtuvo años después aunque en una frágil y modesta medida. La nueva caída de los Médicis en 1527 y la ascensión republicana le sitúa otra vez como perdedor. Enfermó y murió poco después. La intención de Maquiavelo consiste en proponer una doctrina política práctica, argumentada y apoyada sobre la realidad de los hechos históricos85. Podríamos caracterizar El Príncipe como una guía sobre cómo conseguir, ejecutar y conservar el poder político. En sus páginas se describe todo tipo de supuestos en que este poder se pone en juego y sugiere las soluciones pertinentes para la consecución del objetivo último, que no es otro que el de la conservación de dicho poder. Este es el supremo fin que justifica todos los medios, medios que son aquí profusamente descritos, analizados e ilustrados con ejemplos procedentes de la Italia de Maquiavelo (las repúblicas como Venecia, Génova o Florencia, el Papado, las potencias extranjeras presentes como Francia y Aragón) y también de la Antigüedad (Esparta, Atenas, las ciudades griegas del sur de Italia, Roma, Persia). Todos estos casos sirven para exponer las diversas vicisitudes que conlleva el ejercicio del poder, qué aciertos o errores pueden cometerse y, finalmente y decisivo, qué enseñanzas se derivan de ello. Hay que estar en el mundo para observarlo, estudiar su trayectoria y decidir qué y cómo hacer para realizar la voluntad de poder, evitando tensiones hábilmente, desterrando los atentados contra la propiedad o apoyándose en ideales si es oportuno con tal de evitar la pérdida del mando del Estado. El interlocutor de Maquiavelo es el “príncipe nuevo”, el dirigente supremo de

84 La edición que utilizamos para El Principe es la publicada por Cátedra (Madrid, 20038) a partir de la traducción de Helena Puigdoménech. 85 "Pero siendo mi fin escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más conveniente buscar la verdadera realidad de las cosas que la simple imaginación de las mismas" (El Príncipe, 129).

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un Estado que ha adquirido esta posición sin la mediación de una ley de sucesión hereditaria; un individuo que ha conquistado el poder gracias a su virtud. Sin embargo, aquí “virtud” no tiene el significado que le atribuía la Antigüedad griega o el Cristianismo, consistente en obrar según el Bien obedeciendo las leyes de la polis o las de Dios. Para Maquiavelo, la virtud es la capacidad para llevar a cabo con éxito estrategias dirigidas a la obtención y la conservación del poder político. Así pues, se trata de una cualidad eminentemente pragmática, cuya posesión o no variará en función de un resultado concreto. A fin de alcanzarlo, resulta necesario conocer el funcionamiento real de los asuntos humanos (de la “naturaleza humana” podríamos decir), lo cual obliga a revisar y poner en cuestión los planteamientos sobre el tema propuestos desde la ética y la religión. A diferencia de la doctrina tradicional al respecto, Maquiavelo afirma que el hombre no es bueno por naturaleza, sino más bien todo lo contrario. Los seres humanos se mueven estrictamente por el interés egoísta, y se hallan más preocupados por su vida y su patrimonio que por promover virtudes y sentimientos elevados como el amor, la amistad, la lealtad o la bondad: “Porque de los hombres, en general, puede decirse esto: que son ingratos, volubles, hipócritas, falsos, temerosos del peligro y ávidos de ganancias; y mientras les favoreces, son todo tuyos, te ofrecen su sangre, sus bienes, la vida e incluso los hijos –como ya dije antes- mientras no los necesitas; pero cuando llega el momento, te dan la espalda”86. Por si quedara alguna duda de la visión de Maquiavelo sobre la condición humana, basta atenerse a sentencias casi proverbiales como ésta: “(…) los hombres olvidan antes la muerte del padre que la pérdida del patrimonio”87. La primera lección que debe extraer el príncipe de esta ontología de lo humano es olvidarse de seguir preceptos éticos que, como acaba de señalarse, ningún ser humano respeta en realidad: “(…) porque un hombre que quiera en todo hacer profesión de bueno fracasará necesariamente entre tantos que no lo son. De donde le es necesario al príncipe que quiera seguir siéndolo aprender a poder no ser bueno y utilizar o no este conocimiento según lo necesite”88. El pragmatismo político de Maquiavelo prescinde de referentes éticos cuando éstos no son aptos para mantener el Estado. Se elude así toda ética que se declare por encima de la razón de Estado; se obvia la referencia a cualquier derecho natural humano, como hará el pensamiento moderno posterior, o a cualquier teleología, como era habitual desde la Antigüedad clásica. La norma de conducta del gobernante consistirá en atraer a la multitud hacia sus

86 El Príncipe, 135. 87 El Príncipe, 136. 88 El Príncipe, 129-130.

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intereses, ganándose a los hombres o anulándolos. En saber hacerlo reside, precisamente, su virtud. Para conquistar un Estado se necesita, aparte de la fuerza militar, la buena voluntad de los habitantes. Para conservar lo recién conquistado aconseja extinguir el linaje anterior, no alterar las leyes locales, no aumentar los impuestos y trasladar la residencia al territorio conquistado para poder controlarlo de cerca89. No ha de vacilar en emplear la violencia si con ello consigue que los súbditos respeten las obligaciones contraídas hacia el príncipe: “Por lo tanto un príncipe no debe preocuparse de la fama de cruel si con ello mantiene a sus súbditos unidos y leales”90. La fuerza física debe considerarse como un instrumento más de cara a la consecución del consabido objetivo. Un instrumento valioso y efectivo al que no debe renunciarse a riesgo de ser criticado por ello: “Surge de esto una duda: si es mejor ser amado que temido o viceversa. La respuesta es que convendría ser lo uno y lo otro; pero como es difícil combinar ambas cosas, es mucho más seguro ser temido que amado cuando se haya de prescindir de una de las dos”91. Sin embargo, usar el terror como sistema habitual constituiría un grave error político, ya que el pueblo intentará siempre liberarse de la tiranía. El príncipe inteligente usará la crueldad de forma calculada, intentando hacer “buen uso” de ella92 y combinándola con todo tipo de simulaciones. En lo que respecta a las virtudes que la opinión asigna a todo buen gobernante, tales como la “grandeza de ánimo, valor, gravedad, fortaleza”93, así como la generosidad o la piedad, la conclusión es clara: si son realmente practicadas, hay que procurar que las incomodidades y el coste que ello suponga recaiga sobre otros94, pero, en cualquier caso, lo más importante es aparentar que se tienen; es decir, el príncipe ha de lograr que la representación ocupe el lugar de la realidad. “Un príncipe ha de tener necesariamente todas las cualidades citadas, pero es muy necesario que parezca que las tiene. Es más, me atrevería a decir eso: que son perjudiciales si las posees y las practicas siempre, y son útiles si tan sólo haces ver que las posees: como parecer compasivo, fiel, humano, íntegro, religioso, y serio; pero estar con el ánimo dispuesto de tal manera que si es necesario no serlo puedas y sepas cambiar a todo lo contrario”95. Hay una razón de fondo para que sea tan imprescindible mantener unas determinadas apariencias: la

89 El Príncipe, cap. III. 90 El Príncipe, 134. 91 El Príncipe, 135. 92 El Príncipe, 105. 93 El Príncipe, 142. 94 Se ha de ser generoso, pero “a costa de los enemigos”, pues “de lo que no es tuyo o de tus súbditos se puede ser mucho más espléndido” (El Príncipe, 133). 95 El Príncipe, 140.

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mayoría de los hombres sólo saben lo que el príncipe es a partir de lo que ven y, los pocos que realmente lo saben y que podrían oponerse no se atreverán a ir contra la opinión de la mayoría96. El juicio sobre la “bondad” o la “maldad” de un príncipe no debe girar en torno a la valoración de sus acciones tomando como criterio de referencia un código ético u otro, sino que dicho juicio remite solamente al hecho constatable de si sus actos le han permitido conservar o no el gobierno. De ahí que Maquiavelo provoque el escándalo al afirmar que el tirano es tan príncipe como cualquier otro y que su valía como soberano se medirá según logre mantenerse más o menos tiempo a la cabeza del Estado. Cualquier medio vale potencialmente para perpetuar el mando: recordemos que el fin los justifica. Será el príncipe quien acierte o yerre en la selección y aplicación de tales medios. Él será el responsable de la mediación política, pues es medio y fin a la vez. Sólo si se mantiene en el poder será “bueno” e instaurará “legitimidad”97; si no, habrá fracasado. Nada le debe detener para conseguir su objetivo, aunque para ello deberá dosificar acertadamente crueldad y apariencias, fuerza y astucia, según una estrategia calculada. Ahí se pondrá a prueba su “virtud”. Maquiavelo defiende la secularización radical de la política, planteamiento que destaca más por cuanto fue defendido en un contexto dominado ideológica e intelectualmente por el Cristianismo y la influencia de los clásicos. Los objetivos del gobierno no son los de la religión. De hecho, ésta se convierte en instrumento del príncipe para sus fines, quien no debe vacilar ante cualquier acción que pueda ir en contra de la moral cristiana (asesinatos, brutalidades, mentiras...). Todo se dará por bien empleado si se consigue el objetivo, pues, como dice el propio Maquiavelo, “un señor prudente no puede, ni debe, mantener la palabra dada cuando tal cumplimiento se vuelva en contra suya y hayan desaparecido los motivos que le obligaron a darla”98. Para preservar el poder, el príncipe puede verse obligado “a obrar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión”99. Conclusiones Maquiavelo no propone ideas sobre lo que se debería hacer en política en función de algún imperativo ético trascendental (el Bien, la Felicidad, la 96 El Príncipe, 140-141. 97 “Procure pues el príncipe ganar y conservar el estado: los medios serán siempre juzgados honorables y alabados por todos; ya que el vulgo se deja cautivar por la apariencia y el éxito, y en el mundo no hay más que vulgo” (El Príncipe, 141). 98 El Príncipe, 139. 99 El Príncipe, 140.

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Salvación eterna,...), sino que describe crudamente lo que observa y ofrece una obra repleta de tácticas que en otros tiempos o lugares resultaron exitosas. Así pues, se desmarca de la tradición filosófica que establece una determinada norma ética, ideal, como rasero para medir la bondad o maldad de las acciones políticas. Todo ocurre aquí, en el mundo: medios, estrategias y resultados, que, a la postre, son lo único que cuenta. A fin de conservar el Estado, las consideraciones éticas clásicas quedan canceladas y subsumidas en la praxis del poder. Sólo queda exponer a las claras lo que los gobernantes con éxito hacen, alejando de sus obligaciones cualquier evaluación moral y, de sus actos, cualquier juicio de bondad, y extraer enseñanzas de ello. Desde que Pablo IV lo incluyera en 1559 en el índice de libros prohibidos por la Iglesia, El Príncipe ha sido objeto de comentario y de debate. Muchos filósofos y gobernantes, desde Descartes o Hegel hasta Napoleón Bonaparte100, han opinado sobre la obra de Maquiavelo. A menudo, los “encontronazos” de opiniones se producen cuando en la discusión se cruzan dos filosofías contrapuestas de entender la política: una basada en el realismo de lo que se hace y, la segunda, en el deseo idealista de lo que debería hacerse. Fue mérito de Maquiavelo haber sentado las bases para que esta discusión se planteara y mantuviese su vigencia hasta nuestros días. Sin embargo, aun lo fue más haber contribuido a inaugurar una visión de la historia centrada en el análisis de los hechos sociales y en sus consecuencias, idéntica y exclusivamente sociales. Si nos atenemos a este terreno, resulta difícil no darle la razón a Maquiavelo cuando sostiene la amoralidad del poder, ya que la historia posterior ha proporcionado y proporciona sin cesar ejemplos de comportamientos que, sin duda, merecerían la aprobación del florentino y de su admirado César Borgia. Otra de las razones del interés secular que ha despertado El Príncipe la sugirió Rousseau, quien se sorprendía al ver que Maquiavelo, fingiendo dar lecciones a los príncipes, las haya dado y de gran relevancia a los pueblos. Y es que, a fuerza de dar consejos sobre cómo conseguir y conservar el poder del Estado, enseñanzas ajenas a cualquier consideración ética o moral humanista, uno llega a dudar sobre si el texto es un manual para los príncipes absolutistas o, por contra, un testimonio poco común del funcionamiento normal del poder estatal que sirve para prevenir a los gobernados. En otras palabras,

100 Vale la pena mencionar al respecto el Antimaquiavelo de Federico II de Prusia, redactado antes de su subida al trono y publicado de forma anónima en Holanda en 1739. A pesar de esta crítica juvenil, el largo reinado de este monarca representa un caso modélico de la puesta en práctica de los principios de Maquiavelo. En este sentido, conservó e incrementó su poder hasta el punto de recibir el calificativo de “Federico el Grande”.

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Maquiavelo muestra cuál es el auténtico proceder de los príncipes y, por extensión, de cualquier poder político instituido, lo cual proporciona elementos para saber a qué atenerse en las relaciones con los gobernantes. Así pues, pueden efectuarse dos lecturas: el Maquiavelo reaccionario que alecciona y aconseja al poder absoluto por encima de cualquier posible reparo ético o moral, y el Maquiavelo progresista que desvela públicamente la naturaleza amoral del poder y que pone a disposición del saber social los mecanismos mediante los cuales aquél actúa para así aprender a combatirlo mejor.

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CAPÍTULO 4 El siglo XVII: el miedo y la propiedad.

Durante el siglo XVII, el mercantilismo y la protoindustrialización contribuyen decisivamente a la formación de las relaciones de producción capitalistas. En Europa, el peso económico y político se desplaza desde el Mediterráneo hacia el oeste y el norte, donde Inglaterra, Francia y los Países Bajos disputan con éxito la hegemonía a las monarquías ibéricas. La vanguardia del pensamiento recorre el mismo camino. Los viejos focos meridionales del saber renacentista serán sustituidos poco a poco por las filosofías de la modernidad, al amparo del espectacular desarrollo de las ciencias experimentales y de las matemáticas. La secularización del pensamiento domina ahora la filosofía política. Las monarquías absolutas dan cuerpo a políticas fuertes, centralistas y proteccionistas en el interior a la vez que expansionistas hacia el exterior. El absolutismo otorgará fuerza, sentido y recorrido a un capitalismo incipiente que, en su momento, dará buena cuenta de su progenitor. Los defensores del absolutismo favorecerán el éxito de sus futuros verdugos, quienes, bajo la bandera de innovadoras propuestas republicanas y de patriotismos nacionalistas, darán forma a diferentes ideologías de la “libertad”, que se erigirá en emblema de lucha contra los privilegios dinásticos. Las principales teorías políticas harán florecer los contrapuntos que las cuestionarán; de los privilegios monárquicos por mandato divino se argumentará el paso a la idea de igualdad social, sin detenerse en analizar el papel de las condiciones reales que sustentan ambas consignas. Se inaugura así el camino de la política tal y como la conocemos hoy: un campo habitado por formas de conciencia que, supuestamente, obligan a las formas de convivencia a respetar ciertas consideraciones éticas y morales. Asistimos a la emergencia y el asentamiento de la conciencia burguesa, capaz de escribir las páginas más bellas sobre la libertad humana, mientras niega a la mayoría el alimento necesario para vivirla. -Thomas Hobbes (1588-1679). El lobo razonable. Hobbes era hijo de un clérigo y, como tal, se beneficiaba de su posición en la cima del establishment inglés. Ello le permitió aprender las costumbres y maneras de relacionarse en este mundo privilegiado y, a la vez, llegar a ser un reputado intelectual que conoció personalmente a Galileo, estudiar profundamente la literatura clásica, y llegar a ser preceptor y más tarde secretario del Conde de Devonshire. Inglaterra vivía un periodo de crisis y

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enfrentamiento entre la Corona y el Parlamento. Aunque los motivos económicos se encuentran en la base de las desavenencias políticas en la época de Cromwell, el conflicto se tiñó de formas religiosas doctrinarias y también propició vías para la reflexión política, cuyos principales argumentos todavía constituyen hoy en día marcos para el debate. Para muchos teóricos de la política, las raíces de la democracia moderna se esbozan en la obra de Hobbes, cuya influencia se puede rastrear fácilmente en los pensadores que le siguieron, desde Locke hasta Hegel pasando por Rousseau y llegando incluso a Marx. A diferencia de la propuesta política de Maquiavelo, derivada directamente de la praxis política mediante la que se expresa, conserva e imparte el poder, Hobbes encuentra el carburante del orden social en una psicología avant la lettre que busca fundamento en la biología. El género humano es entendido como materia en movimiento. Unos hombres chocan contra otros. Hobbes parte del individuo en tanto entidad fisiológica concreta que tiene la obligación de mantenerse viva (tendencia que representa lo bueno), frente a los mecanismos o circunstancias que pueden conducir a la muerte y extinción, tanto física, víctima del conflicto de intereses y pulsiones, como intelectual, mediante el encarcelamiento de su razón. El individuo constituye el centro de su teoría política, mientras que las relaciones sociales ocupan una posición derivada, cuya principal razón de ser estriba en proporcionar seguridad a los ciudadanos. Su obra política principal es Leviatán o La materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil (1651)101. El término “Leviatán”, metáfora del Estado, designa una especie de superhombre artificial construido entre todos, un “dios mortal” que posee la facultad de garantizar la paz y de conjurar el miedo que caracterizaba las relaciones humanas en estado primigenio y natural, marcadas por la violencia entre los individuos. Su obra es la de un filósofo que se denomina a sí mismo el hermano del miedo y que defiende con firmeza una política dirigida a acabar con los impulsos naturales de los hombres, que suelen llevarles a la ruina. Desea sustituirlos por una razón social poderosa y efectiva, capaz de imponerse a dichas pulsiones y de ahuyentar las guerras internas y externas. En suma, vindica un Estado político fuerte sobre los egoísmos particulares o individuales. En el estado de naturaleza originario, preestatal y prepolítico, todo ser humano se guiaba únicamente por consideraciones que afectaban a su propia seguridad y supervivencia. Deseo de seguridad y deseo de poder se hallan en el mismo 101 Hemos utilizado la traducción de Enrique Tierno Galván y M. Sánchez Sarto para la editorial Tecnos (Madrid, 1991, 2ª edición).

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continuo, ya que este último no responde sino a la pretensión de garantizar permanentemente la seguridad conjurando por anticipado eventuales agresiones. Todos los hombres eran iguales102; no porque así lo dictase alguna constitución, sino porque cada cual se veía sujeto a las mismas pasiones, desconfiaba de los demás y sólo contaba con sus propias fuerzas e ingenio para sobrevivir en un mundo en que el principio de que “el hombre es un lobo para el hombre” hallaba su máxima expresión. En el estado de naturaleza, la vida de los seres humanos era solitaria, miserable, dura y breve103. Se hallaban expuestos a continuos peligros, siempre bajo el temor de ser asesinados. No existía una ley común, sino una situación de conflicto permanente, de guerra de todos contra todos104. En tal tesitura, sin embargo, nada podía considerarse injusto: “Donde no hay poder común, la ley no existe: donde no hay ley, no hay justicia”105. El único derecho, “derecho de naturaleza”, era una extensión del instinto de conservación, que concede a cada cual la libertad para usar cualquier medio que permita salvar su vida. Bajo semejantes condiciones, dominadas por el conflicto incesante, la igualdad no implicaba en modo alguno libertad. Dado que el individuo se pasaba la vida intentando sobrevivir, cualquier propiedad era siempre eventual y dependía de la fuerza individual de quien la detentaba. Por ello, no había uniones que pudiesen ser calificadas como sociales: “Cada vez que dos o más personas desean lo mismo, pero que no es compartible, uno se convierte en enemigo de otro e intentará someterlo o matarlo”106 (...) “los hombres están en desacuerdo entre ellos por la desconfianza y ansia de gloria”107. Vida y propiedad estaban expuestas a constante amenaza y la única ley era la lucha. El único camino que posibilitó dejar atrás el agobiante estado de naturaleza fue edificado gracias al uso de la razón, de una razón que explica, resume y subsume en conocimiento la condición verdaderamente humana. La razón permitió analizar el mundo, comprenderlo e idear mecanismos para crear un mundo nuevo. Hobbes no procede apoyándose en la inducción como las ciencias emergentes de su tiempo, sino a partir de entender la razón como un mecanismo de cálculo y previsión, orientado en este caso a la búsqueda de una fórmula que garantizase la seguridad individual. El precepto básico de la razón, que Hobbes asimila a ley fundamental de la naturaleza, dicta que “cada

102 “La naturaleza ha dotado a todos los seres humanos, respecto a su fuerza física y a posibilidades mentales de forma igual” (Leviatán, 112). 103 Leviatán, 125. 104 Leviatán, 125. 105 Leviatán, 127. 106 Leviatán, 114. 107 Leviatán, 115.

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hombre debe esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza de lograrla”108. Si ello no fuera posible, siempre puede remitirse al derecho de naturaleza, en virtud del cual cualquier cosa vale con tal de sobrevivir. No obstante, una segunda ley de la naturaleza, derivada de la primera, señala “que uno acceda, si los demás consienten también (...) a renunciar este derecho a todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás hombres, que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo”109. En otras palabras, la razón aconsejó pactar a los individuos. Mediante dicho pacto, los hombres transfirieron sus derechos, en especial el uso de la fuerza para defenderse, a un poder soberano, al cual quedaron sometidos. Crearon así el Estado civil, el Leviatán.

“Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y los medios de todos como lo juzgue oportuno para la paz y la defensa común”110.

No es que a los individuos les agradase renunciar a satisfacer sus apetitos y pasiones naturales, pero la razón les hizo decantarse por el pacto pues esta solución permitía evitar males mayores, precisamente los males que acechaban por doquier en el estado de naturaleza. El Estado civil se entiende como un instrumento necesario, en tanto aleja de la convivencia los riesgos de perder la vida. El pacto entre los hombres que funda el Estado transforma al individuo en súbdito y, al hacerlo, crea la sociedad. El Estado se dota de leyes civiles (“cadenas artificiales”, según palabras de Hobbes111) y, sobre todo, de la fuerza necesaria para hacerlas cumplir y sin la cual no serían más que papel mojado. La seguridad y la paz se obtuvieron por miedo al castigo, un castigo útil y necesario que sólo el Estado-Leviatán se halla capacitado y autorizado para decidir y ejecutar. El contrato al que alude Hobbes es un componente clave en su teoría política y en la mayoría de las que le sucederán. En este caso, se basa en una cesión permanente y consentida de todos o parte de los derechos naturales del individuo, esencialmente el de la autodefensa, a un poder superior. En suma, los individuos se someten libremente a un poder fuerte que garantice la vida gracias al mantenimiento de la paz. Las voluntades de todos se reducen a una sola.

108 Leviatán, 129. 109 Leviatán, 129. 110 Leviatán, 146. 111 Leviatán, 161.

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La argumentación de Hobbes favorecía en cierto modo el discurso legitimador de las monarquías absolutistas, en aquel momento cuestionadas por las aspiraciones políticas de las pujantes clases burguesas, puesto que rechaza cualquier tentativa de rebeldía frente al poder establecido. Pese a ello, la teoría del contrato no presupone necesariamente en sí misma un instrumento para justificar el poder absoluto del monarca, sino que también es susceptible de involucrarse en argumentos que desembocarán en formulaciones contrarias. Si para Hobbes el contrato otorgaba al gobierno (en aquellos momentos, la monarquía, defendida como el sistema más útil para alcanzar la paz social) un poder absoluto, para otros pensadores, como veremos, el contrato no supondrá dicha atribución. De ahí que, pese a constituir un argumento central en Hobbes, el contrato se supedita a un concepto superior, el de soberanía. De hecho, las diferencias entre Hobbes y otros filósofos residirán en buena parte en sus distintas actitudes a la hora de decidir qué proporción de la misma es cedida por los individuos al establecer el gobierno y el carácter reversible o no de dicha cesión. El contrato funda la soberanía en dos atributos fundamentales: el ser absoluta y el ser indivisible112. Para Hobbes, los términos de la elección en el campo de la política se plantean entre poder soberano absoluto o anarquía. Desde este punto de vista, las diferencias entre las formas de gobierno no indican sino matices acerca de la composición del representante que detenta la soberanía: uno en monarquía, muchos en democracia y varios en aristocracia113. Ahora bien, en cualquiera de estos casos, la soberanía sigue siendo absoluta. En consecuencia, la cuestión principal no se centra en clasificar las formas de gobierno entre buenas y malas, sino en establecer si los gobiernos vigentes ostentan el poder soberano (absoluto) o no. Hobbes mantiene que no existen criterios objetivos para distinguir el buen rey del tirano o el aristócrata del oligarca. Tales distinciones son juicios subjetivos basados en la opinión; es decir, criterios basados en la pasión y no en la razón. “(...) quienes están descontentos bajo la monarquía la denominan tiranía; a quienes les desagrada la aristocracia la llaman oligarquía; igualmente, quienes se encuentran agraviados bajo una democracia la llaman anarquía”114. No hay diferencias entre príncipes buenos y malos, sino entre príncipes y no príncipes, entre quien puede y quien no está en condiciones de ejercer el poder soberano115.

112 Bobbio, N. (1987), La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político. Fondo de Cultura Económica. México, 95. 113 Leviatán, 157. 114 Leviatán, 157. 115 Bobbio, op. cit, 95-107.

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Hobbes se enfrenta decididamente contra cualquier menoscabo de la soberanía. En este sentido, critica desde los planteamientos que defendían la división de poderes en el seno del Estado (que, empero, acabarán triunfando en los futuros programas ilustrados y liberales), hasta cualquier tipo de conducta supeditada a consideraciones distintas del deber supremo que hay que rendir al Estado, como por ejemplo la “conciencia” interior o la obediencia al Papa: “Si el poder soberano está dividido ya no es soberano”. Y si un poder soberano no puede o deja de serlo, ello equivale a retroceder de nuevo a un estadio de guerra de todos contra todos, “a la confusión de una multitud disgregada”116. Si no hay nada capaz de hacer cumplir la ley, prevalece de nuevo el derecho de naturaleza y cada cual es libre de obrar según quiera y pueda, con lo que vuelven las calamidades que azotaban originalmente al género humano. Hobbes no niega las leyes naturales y divinas. Sin embargo, también afirma que no son como las leyes civiles, porque no se pueden hacer valer con la fuerza de un poder común, al no ser obligatorias exteriormente, sino sólo en conciencia. Por ello, si el súbdito no observa las leyes positivas, puede ser obligado a hacerlo, mientras que si el soberano no respeta las leyes naturales o divinas, nadie puede obligarlo y castigarlo117. El poder absoluto no debe tener límites, a riesgo de comprometer la salud y la supervivencia del Estado. Una vez constituido éste, el campo de las relaciones privadas se disuelve en el de las públicas, de forma que la libertad de cada individuo sólo tiene sentido en el marco de lo que ha predeterminado el soberano118. Ni la religión queda por encima de la potestad del soberano. Éste tiene la facultad de ordenar el credo que mejor convenga al bien de sus súbditos, así como de habilitar los medios para transmitirlo y celebrar el culto. La Iglesia no constituye ni representa una fuente de autoridad a la que deba doblegarse el poder civil. Bien al contrario, los clérigos son otros tantos servidores del Estado, iguales en estatus a cualquier funcionario119. Individuo y sociedad. Hobbes se distancia de la tradición aristotélica, ya que para él el hombre no es un ser social por naturaleza. Tampoco resulta ser la persona integrada en una “comunidad perfecta” ordenada jerárquicamente por Dios, como propone el Cristianismo. Ahora, las relaciones de poder y explotación requieren un

116 Leviatán, 147. 117 Bobbio, op. cit., 95-107. 118 Leviatán, 162. 119 Leviatán, 192-204.

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diferente tipo de legitimación. El ser humano es reconocido a partir de su individualidad y comprendido como un sujeto capaz de decidir y dirigir sus condiciones de vida, lo que exige una nueva comprensión de las razones que guían la convivencia humana y el papel desempeñado por las organizaciones políticas. Los argumentos de Hobbes se apoyan en dos premisas: una ontología del individuo como ser egoísta y competitivo, y la aspiración del individuo a una vida segura120. La comunidad queda relegada a mera comparsa en aras de la satisfacción de dicha necesidad, y es entendida como un artificio consciente que congrega intereses particulares. La cooperación no tiene sentido si no reporta beneficios a sus miembros, en tanto individuos aislados. El individuo constituye la sustancia de lo humano, mientras que la sociedad se limita a auspiciar las relaciones necesarias para la supervivencia de las entidades particulares cuando aquéllas lo deciden racionalmente. La sociedad se convierte en un medio para el individuo; es una invención de éste por medio del contrato (consentimiento); es un invento racional de mentes pensantes individuales en busca de su utilidad. Aun así, el individualismo de Hobbes es más atenuado que en otros filósofos posteriores como Locke, debido al papel central que cobra el poder soberano en su teoría. Una vez instituido dicho poder, el individuo no guarda para sí ni un ápice de soberanía o, ni siquiera, de la “libertad” innata que los siglos posteriores acordarán atribuirle. Su vida sólo se concibe según los cauces marcados por las leyes civiles, y no hay ruptura entre la voluntad del soberano y su voluntad particular. Es por ello que Hobbes condena cualquier pensamiento que aliente la conciencia individual como criterio a la hora de orientar la conducta (lo que se conoce como “obrar en conciencia”) o el sentimiento individual de propiedad absoluta de los bienes121, ya que ello no conduce sino a menoscabar al poder soberano, sin el cual no sería posible la misma propiedad. Hoy en día, la primacía de lo individual frente a lo colectivo ha convertido al individualismo en el sustrato de todas las ideologías dominantes hasta configurarse él mismo en metaideología. Desde la figura del líder político, religioso o deportivo, hasta los idearios que ensalzan la persona como entidad subjetiva medida de todas las cosas y, el desarrollo personal, como meta de las relaciones sociales, el individualismo se configura como una de las principales

120 Así resume Tierno, en el estudio preliminar incluido en la edición consultada (1991: x), el núcleo de la filosofía de Hobbes: “El hombre es un animal esencialmente egoísta, y la fórmula primera y fundamental del egoísmo es la supervivencia” (Tierno, E. “Estudio preliminar”, en HOBBES, T., Del ciudadano y Leviatán. Editorial Tecnos. Madrid, pp. ix-xvi (p. x). 121 Leviatán, 176-178.

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señas de identidad de la ideología de la sociedad burguesa. Desde ahí se alienta el mito de la subjetividad indomable del individuo y del “querer es poder”, aunque tales argumentos desemboquen en irracionalismos que, sin duda, contrariarían a quienes ven en cada individuo un depositario del precioso bien de la razón. Ya sea en el siglo XVII como en el XXI, estos planteamientos presuponen una ontología del ser humano que rinde el ser social a individuos pretendidamente autosuficientes y autónomos. Asumir que la sociedad no existe sino en cuanto suma de individualidades puras que definen plenamente lo humano, se fundamenta en la batería de prejuicios y supersticiones ideológico-religiosas que defienden desde tiempo inmemorial que todas las habilidades humanas, incluido el lenguaje, provienen de un lugar exterior a la condición humana y no de la misma materialidad social. Así se enuncia desde el bíblico “Yo soy el que soy”. Se encumbra de esta manera a los que compiten por su primacía, a los héroes, a los “grandes hombres”, a los individuos mejor dotados tanto para la competición (victoria en la lucha social) como para el reconocimiento (prestigio o gloria debido al reconocimiento público de la virtud). La sociedad, por el contrario, es siempre previa al individuo, lo excede y lo comprende. El individuo procede de ella y en ella se constituye a partir de dos en la fecundación, de otra en la gestación y de multitud en la crianza y la educación, hasta que finalmente las relaciones sociales deciden en cada momento histórico cuáles son los criterios de lo humano, individualizado o no. Así pues, el estado de naturaleza imaginado por Hobbes, formado por figuras masculinas egoístas y sin historia, no pudo existir jamás. El propio Hobbes debía saberlo cuando, refiriéndose al papel de los padres en la educación infantil, deja caer que “aunque al instituir el Estado los padres de familia renunciaron ese poder absoluto, nunca se entendió que hubiesen de perder el honor a que se hacían acreedores por la educación que procuraban”122. Señalar que en el estado de naturaleza existía la familia contradice la caracterización de dicho estado como situación prepolítica, ya que la familia configura alianzas y presupone un marco legal donde éstas resultan posibles. Deconstruyendo el texto de Hobbes, habríamos de sugerir que la bellum omnium contra omnes protagonizada por hombres egoístas no es tanto una precondición de lo social, como ya un producto plenamente social. El que Hobbes, o tantos otros después de él, decidan ocultar y prescindir tanto de las mujeres como de la descendencia y de las relaciones que forzosamente

122 Leviatán, 187 (las cursivas son nuestras).

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tejen cualquier comunidad humana, mientras que, en cambio, priman una conciencia individualista masculina sólo se entiende en función de una ideología patriarcal creada para justificar y defender determinadas formas de propiedad, entre ellas la de ciertos hombres sobre las mujeres y sus hijos e hijas. El mito de que en el origen todos los hombres eran autónomos y autárquicos es un subterfugio encaminado a legitimar pretensiones materiales de dominio y propiedad, ya que naturaliza un punto de llegada (el poder decisorio de los hombres) colocándolo como punto de partida (el mundo pre-social). Sobre estos precedentes ideológicos, en la Edad Moderna europea se reformuló la idea ancestral de individuo, asumiendo sus tintes androcéntricos y colocándolo en el centro de una filosofía política que lo equiparaba a “ciudadano”, justamente donde más le convenía al derecho laboral burgués. Conclusión. La ley básica de Hobbes es la ley de la supervivencia: los hombres tratan de sobrevivir a costa de los demás. En ausencia de algún tipo de control o regulación, los hombres se destruyen unos a otros en un ambiente dominado por el miedo. Sólo la constitución de un poder absoluto es capaz de instaurar una paz que garantice la supervivencia y que conjure el miedo. De ahí que el poder político, el Estado, sea un artificio, un Leviatán que, en cierto sentido, resulta contrario a la naturaleza humana. Hobbes justifica el poder absoluto del Estado porque éste contribuye a la seguridad de los individuos. La búsqueda de la seguridad movió a los individuos a abandonar el estado de naturaleza, por vía del sometimiento voluntario y racional a un poder común tan fuerte que impidiese el uso anárquico de la fuerza privada. El bien supremo al que se apega la voluntad de los individuos es la vida. Esta máxima nunca pierde su vigencia. Defiende el absolutismo en función del supremo interés de los individuos, la conservación de su vida. Logra así su legitimación aludiendo a la utilidad del poder absoluto. Quedan atrás las referencias a la Providencia o al Bien absoluto. El espacio secular y pragmático abierto, entre otros por Maquiavelo, se amplía y afianza. En Hobbes se constata una oposición lógica que perdura hasta el liberalismo actual. Por un lado, se afirma que los individuos y las agrupaciones de diverso tipo desarrollan trabajos y funciones socialmente útiles, regulados por el gobierno para el bien de todos y dentro de una armazón jurídica que hace del grupo una comunidad. Sin embargo, por otro lado se considera que la sociedad se compone de individuos esencialmente egoístas, que sólo apoyan a un poder político común para protegerse de otros egoístas. Es una filosofía que en otra

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dirección servirá oportunamente a los intereses del liberalismo, por su defensa del individuo con intereses naturales propios y exclusivos, y una visión de la colectividad como instrumento de los deseos particulares de felicidad. -John Locke (1632-1704). El promotor de los “derechos humanos”123. La interrogación fundamental que Locke trata de responder gira en torno a las fuentes del poder político, un poder que consiste en el derecho de promulgar leyes para la reglamentación y protección de la propiedad y en la posibilidad de emplear las fuerzas del Estado para imponer la ejecución de tales leyes, únicamente con miras al bien público124. En su ensayo, combina tanto consideraciones de tradición cristiana, como propuestas del ideario burgués emergente. Así, Locke define la ley natural como expresión de la voluntad divina en alusión a todos aquellos derechos inherentes a la condición humana que resultan vigentes en cualquier situación, ya sea durante el originario estado de naturaleza o en el, como veremos, posterior gobierno civil. Tales derechos son universales e inalienables: nadie puede atentar contra ellos. Por tanto, Locke se sirve de un fundamento natural y teológico precisamente para socavar la doctrina, también teológica, del derecho divino de los reyes, que justificaba el poder absoluto de las monarquías europeas del Antiguo Régimen. Por otra parte, Locke fue el primero en manifestar el papel central de la propiedad privada en el desarrollo de la sociedad moderna y, en definitiva, del Estado (burgués). Su intención fue elaborar un modelo político pragmático que otorgaba la soberanía a los individuos en detrimento de la arbitrariedad dinástica. Su propuesta, más moderada y menos coherente que la defendida en el Leviatán, gozó sin embargo de mucha mayor repercusión en la práctica, ya que influyó directamente en la Constitución Americana y en otras cartas magnas europeas del siglo XIX. Sus ecos todavía se dejan sentir con fuerza en el discurso político de las democracias parlamentarias liberales de hoy en día. En Locke, la ley propia del estado natural, aquél originario en el que habitan individuos sin estar sujetos a ningún gobierno, no surge de las características innatas del ser humano, sino que coincide con los mandatos divinos, y es reconocida empíricamente mediante una razón individual. Ley natural e individuo llegan a armonizar cuando éste busca la conservación del propio ser humano y persigue la felicidad. El precepto básico es que nadie puede dañar a

123 Centraremos nuestro interés en el comentario del Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del Gobierno Civil, obra editada por vez primera en 1690. Nos hemos basado en la traducción de Carlos Mellizo (Alianza Editorial, Madrid, 20021) 124 Segundo Tratado, 35.

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otro (ni, por supuesto, a sí mismo) en su libertad, salud o bienes125. Cuando esto sucede, el perjudicado puede ejercer un castigo, puesto que el transgresor ha demostrado que para él no rige la razón y la equidad. Con ello, se ha colocado fuera de la ley natural al declarar la guerra al género humano y merece recibir un castigo justo, que puede ser administrado por cualquiera que haya reconocido la transgresión126. Sin embargo, y a diferencia de Hobbes, Locke imagina un estado de naturaleza primigenio que no estaba dominado por la violencia, sino por la ayuda mutua y el respeto a los principios de la ley natural. En esta situación existe igualdad en cuanto al poder y la jurisdicción127 y puede darse cuando hay hombres que viven juntos guiándose por la razón pero sin tener un jefe que ejerza de juez entre ellos128. Locke argumenta que la propiedad constituye el derecho natural individual más importante y el que tendrá más peso de cara a la constitución del poder político. Inaugurando una tradición de gran influencia en la economía política, ubica el origen de la propiedad en el trabajo que todos los hombres desarrollaban en estado de naturaleza. Dado que todo hombre tiene la propiedad de su propia persona, el esfuerzo de su cuerpo y la obra de sus manos también lo deben ser. Al invertir ese esfuerzo en la naturaleza, agrega algo suyo a ésta y, en consecuencia, convierte sus frutos en propios129. Así, se remarca que sólo el trabajo confiere derecho de propiedad al otorgar valor a la tierra inculta. En los primeros tiempos, cada cual invertía trabajo en la tierra común y, sin perjuicio sobre otros individuos, obtenía de ella lo justo para cubrir sus necesidades. Como vemos, para Locke el trabajo no es una actividad social, sino una facultad individual que otorga carta de propiedad al producto obtenido; es obra, pues, de individuos aislados que trabajan parte de una tierra que es común en la situación originaria del estado de naturaleza. No existe todavía ninguna sociedad propiamente dicha, sino series de individuos concretos cuyos lazos parecen inexistentes. De hecho, la definición de lo que es tierra común delata este presupuesto en Locke: tierra común es la no trabajada por ningún individuo y no aquélla que una asamblea de individuos haya acordado declarar común. Locke supone para el estado natural un modelo de autarquía individual, en el que cada cual obtiene lo suficiente para vivir de la tierra mediante su trabajo; en el que la propiedad individual se limita a aquéllo que

125 Segundo Tratado, 38. 126 Segundo Tratado, 38-40, cap. 3. 127 Segundo Tratado, 36. 128 Segundo Tratado, 48. 129 Segundo Tratado, 56-57.

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cada cual puede usar o consumir; en el que la actividad de trueque se limitaba a satisfacer la subsistencia, y en el que, en suma, no existían ni grandes acumulaciones de riqueza ni desigualdades agudas. Sin embargo, las cosas cambiaron con la aparición del dinero: “una cosa que los hombres podían conservar sin que se pudriera, y que, por mutuo consentimiento, podían cambiar por productos verdaderamente útiles para la vida, pero de naturaleza corruptible”130. El dinero abrió la posibilidad de aumentar la riqueza, intercambiar bienes y valorar también el trabajo, origen de toda propiedad, como una mercancía. Conviene señalar que, gracias a esta justificación teórica avanzada por Locke, el trabajo asalariado comenzó a ser reconocido como parte de la economía, rompiéndose con el pensamiento aristotélico hasta entonces dominante que lo incluía dentro de la crematística, actividad indigna de cualquier ciudadano de pleno derecho (véase supra). Sin embargo, Locke no argumenta por qué fue ventajosa y necesaria la introducción del dinero, ni tampoco lo incluye en su posterior argumentación sobre la fundación de la sociedad civil. Lo único que retendrá es el carácter individual de la propiedad como fruto de un trabajo individual y la necesidad de salvaguardarla. ¿Cómo y por qué se produjo el tránsito del estado de naturaleza a la sociedad civil? Entra en materia señalando que la primera sociedad humana fue la formada por el hombre y la mujer como cónyuges. De ella surgió la sociedad de los padres y los hijos y, más adelante, la de los amos y los servidores. Para Locke, la sociedad conyugal constituye un pacto voluntario que tiene que ver con la unión carnal y su finalidad, la procreación, así como con un apoyo mutuo y unidad de intereses para criar a los hijos131. Ahora bien, la sociedad civil incorpora un cambio cualitativo. Vimos que en virtud de la ley natural, cualquier hombre tiene derecho a defender su vida, su libertad y sus bienes, y a castigar los quebrantos de este derecho. La sociedad política conservará la defensa de aquellos derechos, pero diferirá sustancialmente en la manera de conseguirlo: 130 Segundo Tratado, 73. 131 Segundo Tratado, 96-97. Pese a señalar la voluntariedad del pacto entre marido y mujer, Locke establece la jerarquía familia y sus límites atendiendo a razones distintas: “Pues sucede que el marido y la mujer, aunque tienen una preocupación común [la cría y enseñanza de los hijos], poseen sin embargo entendimientos diferentes; y habrá casos en los que, inevitablemente, sus voluntades respectivas habrán de diferir. Será por tanto necesario que la última decisión, es decir, el derecho de gobierno, se le conceda a uno de los dos; y habrá de caer naturalmente del lado del varón, por ser éste el más capaz y el más fuerte. Mas esto, al ser sólo aplicable a aquellas cosas que se refieren a sus intereses y a su propiedad, deja a la madre en plena y libre posesión de lo que por contrato es un derecho peculiarmente suyo; y no da al hombre más poder sobre la vida de la mujer que el que la mujer tiene sobre la vida del hombre” (Segundo Tratado, 99).

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“(…) como no hay ni puede subsistir sociedad política alguna sin tener en sí misma el poder de proteger la propiedad y, a fin de lograrlo, el de castigar las ofensas de los miembros de dicha sociedad, única y exclusivamente podrá haber sociedad política allí donde cada uno de sus miembros haya renunciado a su poder natural y lo haya entregado en manos de la comunidad (…) Y así, al haber sido excluido todo juicio privado de cada hombre en particular, la comunidad viene a ser un árbitro que decide según normas y reglas establecidas, imparciales y aplicables a todos por igual, y administradas por hombres a quienes la comunidad ha dado autoridad para ejecutarlas”132 .

Conviene remarcar la importancia del concepto de “renuncia” individual a los derechos de defensa de la propiedad y la libertad como rasgo clave a la hora de entender el origen de la sociedad civil. Se establecen con ello ciertos paralelismos con otros autores contemporáneos. Para Locke, como para Hobbes, el pacto es consentido voluntariamente. Para ambos, también, el Estado constituye una solución útil que conviene a la generalidad de los intereses individuales. No obstante, si para Hobbes el factor desencadenante del pacto que culminó en la fundación del Estado fue el miedo reinante en la situación de guerra de todos contra todos característica del estado de naturaleza, para Locke presenta una concatenación de factores menos precisa, por no decir contradictoria. Aventura al respecto que el crecimiento de la población en algunos lugares hizo que la tierra escasease y que ello movió al establecimiento de los primeros acuerdos sobre los límites de las comunidades133. Acto seguido, acontecería la verdadera fundación de la sociedad civil en el momento en que cada individuo ha hecho renuncia a sus derechos naturales, entregándolo a manos de la comunidad para mejor proteger y conservar sus derechos naturales: la vida, la libertad y, sobre todo, la propiedad que, en último término, constituye el objetivo supremo de la reunión de hombres para formar Estados134. Es este acto y en estas condiciones lo que otorga legitimidad al gobierno, quedando los individuos a partir de entonces a acatar la voluntad de la mayoría traducida en leyes135. Una sociedad política es aquélla en la que las personas viven unidas formando un mismo cuerpo, con una ley común sancionada y con un organismo judicial con capacidad para dirimir las disputas y castigar a los culpables136. De esta forma,

132 Segundo Tratado, 102-103. 133 Segundo Tratado, 66 (véanse también las pp. 111 y ss.). 134 En capítulos siguientes, esta defensa es omnipresente, llegando incluso a negar el derecho a la propiedad mediante conquista más allá de las reparaciones inmediatas a cargo de los vencidos (Segundo Tratado, 177 y ss.). 135 Segundo Tratado, 111-114. 136 Segundo Tratado, 103.

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la sociedad civil, o Estado, dispone de dos poderes básicos: el legislativo y el ejecutivo-judicial, ambos encaminados a defender la propiedad y los derechos naturales de todos los individuos que consintieron en formar una agrupación civil137 . En un intento de reconstrucción histórica relativo a la formación de las sociedades civiles, Locke reitera el tránsito inicial entre la organización familiar y la constitución de las primeras monarquías, como una consecuencia no forzada de la continuidad del cariño y el cuidado paternos. Se señala que por obra de factores tales como la necesidad de un liderazgo militar, el gobierno de la sociedad pasó a un solo hombre, en un clima de confianza mutua. Se traza así una especie de Edad Dorada que, por desgracia, acabó cuando la “ambición y el ansia de suntuosidad” de épocas posteriores hicieron que los príncipes disociaran lo que era el bien exclusivo de su persona y el bien común138. Así pues, Locke da cuenta de la creación de gobiernos despóticos o tiránicos aludiendo a factores de índole psicológico, como el deseo de poder, la ambición y la adulación, entre otros.

Locke fundamenta toda la legalidad en el pueblo, entendido como reunión de los individuos que un día consintieron en constituirse como sociedad civil. Las leyes deberán estar promulgadas por individuos electos por el pueblo y no deberán atentar contra los derechos naturales de los individuos: “El poder de los legisladores, aun en su máximo grado, está limitado a procurar el bien público de la sociedad”139. En virtud de la inalienabilidad y la no caducidad de los derechos innatos fundados en la ley natural, el pueblo siempre detenta la soberanía. Este aspecto marca una distancia significativa respecto a Hobbes, ya que para éste la cesión de los derechos naturales al Estado es plena y a perpetuidad. En cambio, para Locke los derechos innatos de los individuos siguen siendo inalienables, por lo que nadie, ni siquiera el príncipe, puede atentar contra ellos. La soberanía y la legitimidad siempre se deben a los preceptos de la ley natural y a sus beneficiarios, la reunión de individuos que se designa como pueblo. En consecuencia, el pueblo siempre posee la legitimidad para cambiar el gobierno si es que éste “se corrompe” y deja de garantizar los derechos que protegen la vida, la libertad y los bienes. En materia política, la fuente del Derecho y el único juez es el pueblo140. Desde esta perspectiva, el poder absoluto constituye un atentado contra los

137 Segundo Tratado, 104. 138 Segundo Tratado, 125. 139 Segundo Tratado, 143. 140 Segundo Tratado, 170-171.

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derechos naturales de los individuos. Cualquiera que intente poner bajo su poder absoluto a otro hombre se coloca respecto a éste en estado de guerra, ya que con ello sólo intenta convertirlo en esclavo al quebrantar su libertad natural como paso previo a quitárselo todo141. A partir de este momento, resulta legítimo que el pueblo emprenda las acciones necesarias para enmendar esta situación:

“Ningún hombre, ninguna sociedad de hombres tiene el poder para renunciar a su propia preservación, ni para entregar los medios de conseguirla poniéndolos bajo el dominio arbitrario y absoluto de otro; y siempre que haya alguien que quiera esclavizar a los hombres de esta manera, éstos tendrán el derecho de conservar aquello a lo que no pueden renunciar ni compartir; y tendrán, según esto, el derecho de deshacerse de quienes violen esta fundamental, sagrada e inalterable ley de autopreservación, guiados por la cual entraron en sociedad”142.

En casos como éste, habla abiertamente de lucha armada: “En toda clase de estados y situaciones, el verdadero remedio contra la fuerza ejercida sin autoridad consiste en oponer otra fuerza a esa fuerza”143. Sin embargo, en el capítulo XIV (“De la prerrogativa”), Locke contempla la licencia para obrar al margen de la ley establecida: “a esta facultad de actuar en favor del bien público siguiendo los dictados de la discreción, sin esperar los mandatos de la ley, e incluso en contra de ellos, se le llama prerrogativa”144, y aunque en el capítulo XIX pasa revista a las formas en que es lícito y legítimo disolver un gobierno existente y remarca una vez más la soberanía del pueblo y justifica toda acción dirigida contra los abusos absolutistas, la prerrogativa no deja de cuestionar los derechos naturales inalienables del pueblo y constituye un recurso muy recurrente en las constituciones de los estados actuales. En los últimos capítulos de su ensayo, Locke muestra su pragmatismo en asuntos políticos concretos de la sociedad civil145 y concluye el texto sin retomar las premisas de la misma ni la institución que las sustenta. Este lugar primero y central del que emerge y luego se alimenta la sociedad civil es la familia. Según su argumentación, la familia es previa a la sociedad civil. Por consiguiente, se manifiesta en el estado de naturaleza. Este posicionamiento

141 Segundo Tratado, 46-47 y también las pp. 52-54. 142 Segundo Tratado, 155. 143 Segundo Tratado, 159. 144 Segundo Tratado, 164-166. 145 El capítulo XVI trata de la conquista y de las razones que desaconsejan el sometimiento a la esclavitud del país vencido. Los capítulos XVII y XVIII versan sobre la usurpación y la tiranía, respectivamente. Por último, el capítulo XIX se ocupa de las formas en que considera legítimo disolver el gobierno.

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conlleva una contradicción, pues para Locke la célula básica del estado de naturaleza era el individuo, y no la reunión de un hombre, una mujer y su prole (familia). Así, queda cuestionado implícitamente el individualismo ontológico que Locke utilizaba para dar cuenta del origen de la propiedad mediante el trabajo; recordemos que para Locke cualquier hombre podía cultivar una parcela de la tierra inculta común y obtener así la propiedad de los productos que le garantizaban la subsistencia, pero ocultaba, el hecho que, además de la tierra, cualquier hombre debía contar al menos con el apoyo de una mujer. Los preceptos de la ley natural son aplicables también al enfoque del poder paterno. En consonancia con el derecho natural de la libertad individual, los padres (padre y madre) no podrán someter a su voluntad al hijo después de que éste haya alcanzado la mayoría de edad. Los derechos de los padres se circunscriben a su obligación de mantener, educar, criar y proteger a los hijos cuando son menores de edad. Los padres están obligados a usar su inteligencia y su razón (los fundamentos para comprender la ley natural) para guiar al niño cuando éste todavía no es capaz de usar tales facultades146. Al llegar a la mayoría de edad se supone que ya las ha adquirido y entonces la ley natural rige para todos igual. Sin embargo, reconoce que los padres tienen un instrumento para obligar a los hijos a la obediencia: el poder de decidir la transmisión de las propiedades, es decir, la herencia147. Resulta paradójico que Locke no la cuestione, dado que atenta contra la libertad de los hijos al constituir un mecanismo de los padres para imponer su voluntad, quebrantando así la ley natural... (infra). Nuevamente, una particularidad histórica, como es la aparición del dinero, es colocada por encima de la situación surgida del derecho natural. Conclusión. El papel de Locke como inspirador del liberalismo político puede concretarse en su defensa de una condición humana poseedora en pie de igualdad de una serie de derechos inalienables relativos a la conservación de la vida, la libertad y la propiedad de los bienes. El titular de tales derechos es el individuo, el pilar sobre el que se fundamenta el pensamiento político y sociológico liberal. De hecho, el nacimiento de la sociedad sería fruto de un contrato, de un acuerdo consensuado, entre individuos libres y racionales conscientes de sus derechos, y que buscan con su decisión situarse en mejor condición para defender y garantizar tales derechos. Por añadidura, al considerar inviolable 146 Segundo Tratado, 79-81. 147 Segundo Tratado, 90-92.

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este acuerdo inicial por parte de grupos de individuos concretos que ocupan un territorio determinado148 posibilita la reflexión nacionalista posterior a su tiempo y que tan bien se ha avenido con los principios del liberalismo político. Es notable la indignación de Locke ante las prerrogativas de las monarquías absolutas europeas en el tema de la defensa de la propiedad individual, seguramente en respuesta a las requisaciones arbitrarias y a la promulgación de impuestos a discreción del monarca. Con ello, Locke no sólo se sitúa del lado de la clase burguesa, sino también de la nobiliaria y del pequeño campesinado con tierras que podían ser víctimas de las rapiñas de las monarquías absolutas; en suma, defiende los intereses de todas las clases propietarias, excepto del sector dinástico. El recurso a unos derechos naturales individuales, universales e inalienables constituye el arma argumentativa de Locke en la lucha contra el absolutismo y le sitúa como uno de los máximos exponentes del iusnaturalismo. Podría decirse que la proclamación de una ley natural resulta similar en su forma a la actual defensa de los llamados “derechos humanos”. La argumentación descansa en uno u otro caso en una premisa básica: si existe un núcleo inmutable en la naturaleza humana individual, independientemente del tiempo y del lugar que consideremos, la vida en comunidad tendría que respetar siempre unas condiciones mínimas de “buen gobierno” que salvaguardasen los intereses individuales en sociedad, es decir, algunas normas fundamentales de buena conducta y buen gobierno que nadie podría saltarse impunemente. Esos serían los derechos y deberes morales previos y superiores al Derecho jurídico (leyes) y que ningún gobierno debería violar si no quiere ponerse en contra de la ley natural y, en consecuencia, perder su legitimidad. En los planteamientos de Locke, no obstante, emergen dos puntos principales de difícil encaje. El primero hace referencia a la familia. Mencionamos unas líneas más arriba que Locke “naturaliza” la familia, pese a que ésta puede considerarse como la primera institución auténticamente política. Esta agrupación supraindividual resulta previa a la sociedad civil y su existencia en el estado de naturaleza cuestiona el papel protagonista del individuo en la formación de la sociedad y del gobierno civil. El segundo punto de la controversia tiene que ver con el origen de la propiedad. Según la ley natural, el trabajo individual es la fuente de la propiedad. Si ello es así, ¿por qué la práctica de la herencia contradice lo 148 Véase el capítulo XVI, dedicado a la conquista, donde se prohíbe el sometimiento a la esclavitud de los vencidos.

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anterior al permitir la asignación de bienes a ciertos individuos sin que procedan directamente de su trabajo? La herencia, además, es el único mecanismo de los padres para lesionar el derecho de los hijos a su libertad individual una vez alcanzada la mayoría de edad. He ahí, pues, otro argumento en contra de la práctica de la herencia. ¿Por qué, entonces, Locke nunca se plantea una crítica a fondo de esta institución? Semejante crítica le habría sido útil para cuestionar más si cabe los privilegios de las monarquías absolutas, cuya razón de ser y de persistir descansaba por entero en la transmisión hereditaria de riquezas, prebendas y títulos. Sin embargo, no emitió una crítica en estos términos, tal vez porque intervino un motivo exterior a los argumentos de su teoría política, un motivo extradiscursivo o procedente de un discurso diferente al enunciado en su obra. Este discurso es el de la defensa a ultranza de la propiedad privada, uno de cuyos puntales son las disposiciones hereditarias. Para ello, la coherencia argumental en la justificación del Estado burgués como derivado de un estado natural regido por normas divinas, pasa a tener una importancia menor. La defensa de la propiedad es uno de los leitmotiv de Locke. Esta defensa debe estar asegurada por medio de leyes explícitas y por un poder ejecutivo capaz de hacerlas cumplir. El “bien del pueblo”, es decir, todo aquello que contribuya a preservar sus propiedades, constituye el baremo último de la aceptabilidad y legitimidad del gobierno. En todo caso, no es la “ley natural”, sino el uso del dinero como equivalente universal de bienes y trabajo, lo que altera el estado inicial de igualdad y paz social, aunque el origen de tal sistema mercantilista quede sin explicar. En Locke, el “pueblo” es una entidad sin fisuras, constituido por la reunión de propietarios particulares. Si aceptamos esta definición, está claro que todo el mundo es propietario, pues todo el mundo obtiene productos de su trabajo. Así, siendo el trabajo individual y universal, también lo serán las propiedades. Ahora bien, Locke nunca considera las causas de las desigualdades en la riqueza que existieron y existían, ni, por supuesto, sus posibles efectos en las formas de gobierno. Las únicas referencias al respecto se localizan cuando trata del origen del dinero, en el marco de una argumentación pobre (véase supra). En este sentido, el recurso a factores psicológicos (ambición, deseo de poder absoluto por parte de algunos príncipes) para explicar las desviaciones posteriores de la Edad Dorada inicial sitúa a Locke en la línea de los autores clásicos, para quienes las virtudes o los defectos ético-morales conducen a los hombres a determinadas tesituras políticas y económicas. Las fuentes de su riqueza o de su pobreza, o bien no se abordan y se dan por sentadas, o bien se explican como consecuencia de sus inclinaciones morales.

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A nuestro juicio, Locke no concebía el mundo social como producto del trabajo de toda la comunidad, sino que consideraba al individuo el protagonista de las relaciones y veía siempre al propietario detrás de las cosas. La definición del trabajo como relación entre el individuo autónomo y la naturaleza, y como fuente de la propiedad explica algunos lugares comunes en el pensamiento reaccionario que se han mantenido hasta la actualidad. Para esta perspectiva, las diferencias en la riqueza se deben a diferencias de talante, de forma que los industriosos son ricos, mientras que holgazanes, tontos o disminuidos suelen acabar en la pobreza. Así, el Estado tiene como misión salvaguardar la propiedad y la vida de los propietarios. Esta actitud niega el carácter social de la producción. Parece como si el propio individuo partiera de cero y, ya en mayoría de edad y en pleno uso de sus facultades, se pusiera a trabajar y a obtener propiedades. Obviamente, este argumento oculta el papel real de las disimetrías de partida, y supone naturalizar las diferencias de riqueza, cuando su origen es de orden socioeconómico. Ello favorece directamente al rico, a quien se atribuyen unas virtudes que rara vez proceden de su esfuerzo y mucho más de privilegios hereditarios. El papel de Estado propuesto por Locke consiste en velar por el principio de conservación y la aspiración a la felicidad de los propietarios. El orden natural de las cosas dibujado por Locke no proporciona una explicación de la inevitabilidad del Estado, pero sí sirve para justificar los derechos de los propietarios frente, por un lado, las pretensiones de quienes no lo son y, por otro, a las arbitrariedades de un propietario especial: el monarca absoluto. La reproducción de la vida social es resultado de una producción general colectiva y no el resultado de iniciativas individuales autónomas. Este aserto es válido desde la formación del propio individuo hasta cualquiera de sus participaciones en los procesos de trabajo que permiten la reproducción material de toda comunidad. Si la totalidad de la riqueza acumulada por uno fuera fruto exclusivamente del trabajo individual, no existirían desigualdades de partida, pues la duración de la “jornada laboral” necesaria para producir los bienes deseados es igual para todos los miembros de la sociedad. Locke no resuelve los problemas entre propiedad y trabajo o entre individuo, familia y sociedad. Ello resulta paradójico para el crítico del innatismo, un pensador que propugnaba, antes de tiempo, la fluidez y transformación de las cosas y los pensamientos, de los cambios y las transformaciones de la sociedad y los seres humanos, y que no admitía la suplantación de los hechos dinámicos mediante conceptos estáticos. Quizás su mirada no se ocupaba de esos lugares y le hizo caer en la paradoja de proponer la existencia de unos derechos innatos e inamovibles, preocupada como estaba en poner trabas al

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poder absoluto y a su impunidad. Locke pasa por ser el precursor de los “derechos humanos” considerados independientes de cualquier coyuntura material y, a la vez, asume el papel de desgraciado promotor de su incumplimiento (véanse la herencia, el poder del marido y del propietario, y las inquietantes “prerrogativas” del gobierno). El modelo de sociedad que pretendía era sin duda más justo que el que padecía y su mensaje debió suponer una esperanza para muchos en aquellos tiempos. Aun así, se encontraba lastrado por una fuerte carga patriarcal y oligárquico-democrática, según la cual el poder recae en “los mejores” del pueblo: al fin y al cabo, los propietarios de las condiciones y los medios de producción y subsistencia. La importancia de la propuesta de Locke reside en haber logrado situar los “derechos naturales” de los propietarios por encima de cualquier otro interés social o individual. Lógicamente, su salvaguarda constituye la principal razón de ser de los Estados liberales.

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CAPÍTULO 4 El siglo XVIII. Luces y sombras en el Estado

El siglo XVIII se conoce con el sobrenombre del Siglo de las Luces. Se entiende la Ilustración como la época revolucionaria en que la burguesía de Europa occidental se ve capaz de oponerse radicalmente a los privilegios monárquicos de raíz feudal, y cuestionar, a la vez, la superstición, la arbitrariedad y las costumbres ancestrales. La revolución intelectual burguesa quiso restituir el universo de la razón y ubicarla en la encrucijada de las decisiones sociales. Pretendía derrocar el mundo estamental del Antiguo Régimen y sustituirlo por una constitución social realista y racional, en cuyo imaginario se encumbra el acuerdo de la voluntad general. Será la razón humana la que, mediante el caminar firme de la ciencia, permitirá alcanzar un conocimiento verdadero del mundo y de la sociedad. El proyecto ilustrado promete el progreso y la emancipación de la humanidad. Por un lado, el desarrollo científico y técnico habría de facilitar los medios materiales que los seres humanos necesitan para alcanzar el bienestar. Por otro, el triunfo de los valores de Libertad, Igualdad y Fraternidad, medios de producción ético-morales, situarían a las sociedades en el camino hacia la felicidad, una felicidad por fin universal a la que tendría derecho a acceder todo el género humano. El orden absolutista y sus prerrogativas saltaron por los aires con la imposición de la política económica de la burguesía: libertad para comerciar y contratar, protección jurídica de la propiedad privada individual y constitución de un Estado formado por ciudadanos, garante del orden interno y capaz de imponerse en el exterior. Las fronteras se abrirán no sólo para el comercio y la anexión territorial, sino también para la expansión política de la burguesía, que irá colonizando paulatinamente los universos aristocráticos vecinos, incorporándolos al nuevo orden capitalista. Como hemos observado en los capítulos precedentes, la tesis de un contrato social necesario para dar paso a la comunidad política a partir de un estado natural estaba en boga ya en el siglo XVII gracias a Hobbes y Locke, entre otros pensadores. Ambos coincidían en la existencia de ese estado natural previo del que surgiría el Estado, aunque difirieran en sus matices. Hobbes partía de la creencia en el egoísmo y la maldad natural del hombre y dibujaba un estado de naturaleza dominado por la guerra de todos contra todos. Para zanjar permanentemente el conflicto y garantizar la seguridad a los individuos

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surgía el Leviatán, un artificio para controlar al hombre malvado, insociable por naturaleza, pero que necesitaba asociarse para evitar un mal mayor. Este pacto requería la renuncia al derecho individual de autodefensa por medios violentos, que quedaba depositado en manos de un tercero, el soberano. Éste, por su parte, no constituía parte contratante, ni quedaba por tanto ligado u obligado a sus súbditos en modo alguno. El Estado que así nacería, ya tuviera forma monárquica, aristocrática o democrática, gozaría de un poder absoluto en virtud de la concentración de la soberanía. Locke, en cambio, partía de la idea de la igualdad de origen de los seres humanos y, sobre todo, de una serie de derechos innatos que asisten a cualquier individuo en todo tiempo y lugar. Cuando las condiciones de vida en el estado natural primigenio se tornaron difíciles, los individuos sellaron un pacto que inauguró el Estado, también llamado sociedad civil. Su principal finalidad residía en garantizar la vida, la libertad y, sobre todo, la propiedad de los contratantes. Éstos, a diferencia de lo que sucedía en la propuesta de Hobbes, nunca perdieron la soberanía. Por tanto, siempre conservaron la legitimidad para provocar la caída de aquéllos gobiernos corruptos, es decir, aquéllos que hubiesen dejado de salvaguardar las leyes deseadas por el pueblo y obrasen interesadamente en beneficio de unos pocos. J.-J. Rousseau, el autor al que dedicaremos este capítulo, propuso una nueva formulación sobre la base de los argumentos avanzados por filósofos anteriores. Su filosofía política llevó a extremos radicales la ideología del contrato y constituyó una importante fuente de influencias para los futuros teóricos de la sociedad. -Jean-Jacques Rousseau (1712 - 1778). Escribió dos obras principales para el tema que nos ocupa y que trataremos aquí. La primera es el Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes, redactada en 1755149 y, la segunda, Du Contrat Social, en 1762. Guiaremos nuestra exposición conforme el argumento de la primera de estas obras, donde propone un recorrido que podríamos calificar como secuencial o histórico desde el estado de naturaleza hasta la sociedad civil, e incorporaremos elementos diagnósticos procedentes de El contrato social, especialmente en lo tocante a la descripción del estado de naturaleza y de la posterior naturaleza del Estado.

149 Las versiones que utilizamos aquí son la de Mauro Armiño para el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (Alianza Editorial, Madrid, 1980; abreviada como Discurso), y la de Consuelo Berges para El contrato social (Aguilar, Madrid, 1973, abreviada como Contrato).

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La noción política de Rousseau resulta contraria a la de Hobbes y, en cambio, coincide en muchos puntos con la de Locke, aunque radicaliza la bondad de los seres humanos en el estado natural. Llega a sugerir que el Estado político debe restituir al ser humano su estado bondadoso y virtuoso original, pues el hombre, no sólo es igual a sus semejantes (todos somos iguales por nacimiento), sino que nacemos libres y somos, por naturaleza, pacíficos y virtuosos. Los problemas surgen con la convivencia y la cooperación propias de la sociedad. El ser humano nace libre; nadie es más poderoso que otro por naturaleza, pero la vida en sociedad ha cargado de cadenas a la mayoría. La situación debería cambiar a través de una nueva forma de asociación consensuada, pactada, que defienda y proteja con toda la fuerza del común a la persona y a los bienes de cada cual, sin que por ello nadie pierda su libertad. Como comprobaremos en la páginas siguientes, la naturaleza del contrato social que defiende Rousseau nunca deja en manos del gobierno las riendas de la comunidad. Es un todos para uno, siendo ese uno la voluntad general, el pueblo reunido en asamblea. A diferencia de lo que ocurre en el estado de naturaleza, en el Estado civil la justicia reemplaza al instinto como el deber al apetito físico, y la razón a las inclinaciones: “Lo que el hombre pierde por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que le tienta y está a su alcance; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee”. La libertad civil no es otra cosa que la obediencia a lo que uno mismo se ha prescrito150. El Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres se abre con una exhortación a los dirigentes de la República de Ginebra, en la que pueden apreciarse algunos de los rasgos que anticipan su posicionamiento político. Declara sus preferencias por un gobierno democrático moderado, donde el derecho a aprobar las leyes elaboradas por los magistrados correspondiese al pueblo, donde los ciudadanos reunidos en asamblea decidiesen sobre aspectos legales, judiciales y de gobierno. Así pues, se posiciona frente al absolutismo dominante en la Europa de su época. Ya en la introducción de la obra conviene resaltar algunos puntos y temas que después serán desarrollados en mayor extensión. En primer lugar destaca la visión de una evolución descendente, degenerativa, en el sentido de la historia

150 Contrato, 21-22.

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humana a partir de una “Edad de Oro” inicial, equiparable al estado de naturaleza: “todos los progresos de la especie humana la alejan sin cesar de su estado primitivo”151. Para Rousseau, el incremento de la degeneración corre paralelo al desarrollo de la vida social y al imperio de la razón por encima de los sentidos152. Al igual que la domesticación degenera a los animales salvajes (pierden vigor, fuerza y valentía), la vida civil obra el mismo efecto en el hombre: “al volverse sociable y esclavo, se vuelve débil, temeroso, rastrero, y su manera de vivir muelle y afeminada acaba por enervar a un tiempo su fuerza y su valor”153. Nuevamente un juicio negativo y degenerativo de la historia de la humanidad. En segundo lugar, destaca que aunque los hombres sean, por naturaleza, iguales entre sí, los cambios que se han ido introduciendo en su historia no lo han hecho de forma homogénea, de manera que hay hombres que “permanecieron mucho más tiempo en su estado original”154. Se abría con ello un camino para indagar el pasado humano a partir de formas sociales contemporáneas, a lo largo del cual transitará la antropología a partir del siglo XIX. Aquella mención de igualdad no nos debe llevar a engaño, pues las mujeres están excluidas de la política, a pesar de las buenas palabras que les brinda Rousseau antes de escamotearles la posibilidad de cualquier derecho social:

“Amables y virtuosas ciudadanas, el destino de vuestro sexo será siempre gobernar el nuestro. ¡Dichoso él, cuando vuestro casto poder, ejercido sólamente en la unión conyugal, no se deja sentir más que para gloria del Estado y la felicidad pública! (...) ¿Qué hombre bárbaro podría resistir a la voz del honor y de la razón en boca de una tierna esposa? (...) A vosotras corresponde mantener siempre, con vuestro estimable e inocente imperio y con vuestro espíritu insinuante, el amor a las leyes en el Estado y la concordia entre los ciudadanos (...) Sed, pues, siempre lo que sois, las castas guardianas de las costumbres y los dulces vínculos de la paz, y continuad haciendo valer en toda ocasión los derechos del corazón y de la naturaleza en provecho del deber y de la virtud”155.

151 Discurso, 194. 152 Discurso, 247. 153 Discurso, 217. 154 Discurso, 194. 155 Discurso, 191.

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La última frase es especialmente reveladora: la mujer como depositaria de lo sentimental y de lo natural debe poner estas cualidades, en el ámbito de la convivencia privada (el hogar conyugal), al servicio de las responsabilidades propiamente masculinas: el deber y la virtud que los ciudadanos deben poseer y poner en práctica para el gobierno y el bien de la República. De hecho, la perspectiva rousseauniana es esencialmente masculina: el “hombre” en el estado de naturaleza y en el tránsito a la vida civil es el hombre entendido como individuo masculino, no el ser humano genérico. Rousseau reconoce dos formas de desigualdad en la especie humana obviando, eso sí, la que se da entre los sexos, puesto que para él debía ser tan natural que se tornaba invisible. La primera forma es natural o física, y consiste en la diferencia de edad, salud, fuerza y cualidades del espíritu. La segunda es moral o política; depende de una convención y está establecida por el consentimiento de los hombres. Se expresa en los privilegios de que algunos disfrutan en detrimento de los demás (al ser más ricos, más honorables, más poderosos, etc.)156. La convención es uno de los puntos básicos de todo su razonamiento: dado que nadie tiene una autoridad natural sobre sus semejantes y dado que la naturaleza no produce por sí misma ningún derecho, sólo quedan las convenciones como fundamento de cualquier autoridad legítima157. Conviene subrayar la importancia de este último aspecto, ya que sienta las bases para todas las explicaciones de la desigualdad humana basadas en causas de tipo jurídico-político. Ello es así porque al situar la causalidad en la convención, la sitúa, por extensión, en la voluntad. No obstante, es necesario advertir que dentro de este campo se abre un abanico de variantes. Las más afines al liberalismo afirmarán que la gente siempre decide en función de un deseo común que persigue un bien general. Sin embargo, otras versiones enfatizarán el peso de la voluntad particular y de cómo ésta puede imponerse sobre el resto de la sociedad. En este caso, nos hallaremos entre propuestas frecuentes en la tradición anarquista y en modalidades idealistas del marxismo. Curiosamente, y como tal vez sólo sucede entre los grandes pensadores, en Rousseau descubriremos elementos e intuiciones que recubren todo este campo de posibilidades. El Discurso se centra precisamente en el segundo tipo de desigualdad que acabamos de mencionar: ¿por qué la naturaleza se vio sometida a la ley? Para ello es necesario remontarse al estado natural. Sin embargo, Rousseau aborda esta investigación desde una óptica distinta a la de Hobbes o Locke, como ya 156 Discurso, 205-206. 157 Contrato, 10.

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indicamos. Para Rousseau, estos pensadores han enfocado mal la cuestión al caracterizar el estado natural con cualidades propias de la sociedad civil (autoridad del más fuerte, cuando autoridad y gobierno eran conceptos inexistentes; conservación de lo que pertenece a cada uno, cuando la palabra pertenecer no tenía sentido...)158. De este modo, podrá criticar a Hobbes159 al achacarle que la necesidad de satisfacer múltiples pasiones humanas no puede proponerse como causa para explicar la salida del estado natural. Siguiendo la tradición de los tratadistas de los siglos XVII y XVIII, la primera parte del Discurso es un esbozo del tipo de vida propio del estado natural humano. Rousseau anuncia que se deben investigar las características de los seres humanos en el estado de naturaleza, ya que ahí residen los fundamentos reales y originarios de la sociedad. Esta investigación resulta clave para el presente y el futuro, pues “en tanto no conozcamos al hombre natural, es en vano que queramos determinar la ley que ha recibido o la que mejor conviene a su constitución”160. Se trata de determinar las verdaderas necesidades humanas y de establecer los principios fundamentales de sus deberes, y constituye un saber imprescindible para que la voluntad humana acceda someterse a las leyes con pleno conocimiento de causa. En el estado de naturaleza los hombres viven dispersos, sin más ayuda que su habilidad y su cuerpo. La vida en la naturaleza hace suponer cuerpos vigorosos y sanos, sin más limitaciones que las heridas o la edad161. Viven cerca del peligro, pero poseen medios para defenderse. Los machos y las hembras se unían fortuitamente según se encontraran. Rousseau también rompe con la tradición filosófica de Aristóteles hasta Locke, al plantear que el hombre no está dotado de razón por naturaleza, y que ésta no lo diferencia de los animales. La característica esencial del comportamiento humano sería su libre voluntad, que le permite actuar como “agente libre” ante el mundo. Anticipa, además, dos principios anteriores a la razón a partir de los cuales pueden derivarse todas las reglas del derecho natural: el interés por el bienestar y la propia conservación y, en segundo lugar, la repugnancia a ver perecer o sufrir a otro ser162, es decir, la piedad163. Así pues, de entrada no es necesario incluir el principio de sociabilidad a la hora de dar cuenta de los

158 Discurso, 206-207. 159 Discurso, 234-235. 160 Discurso, 198. 161 Por contra, “uno se siente tentado a creer que se haría fácilmente la historia de las enfermedades humanas siguiendo la de las sociedades civiles” (Discurso, 215). 162 Discurso, 198. 163 Véase también al respecto Discurso, 235-239.

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fundamentos humanos. Ahí se atisba uno de los rasgos del pensamiento ilustrado-liberal: de nuevo el individualismo ontológico que detectábamos en filósofos anteriores. En la caracterización del estado natural no aparece la noción de sociabilidad, pues para Rousseau los hombres vivían aislados de modo autosuficiente. No debía haber relación moral ni deberes interpersonales; los hombres no podían ser buenos ni malos, ni tener vicios ni virtudes164. La piedad, al llamarnos a ayudar irreflexivamente a quien sufre, ocupa en el estado natural el lugar de las leyes, las costumbres y la virtud165. En la vertiente moral, Rousseau señala la capacidad humana de elegir, es decir, la libertad de la voluntad como un rasgo específicamente humano, muy diferente al instinto, y también la facultad de perfeccionarse. Frente a estas virtudes, recuerda las pasiones del estado de naturaleza que nada tienen que ver con las potenciadas por el uso de la razón y que conoce como bienes solamente al alimento, la hembra y el reposo y, como males, el dolor y el hambre166. En cuanto al sentimiento amoroso, distingue el deseo físico de unión sexual del aspecto moral o amor. Para el salvaje, el amor no es concebible, al no poseer consideraciones de mérito, belleza, regularidad, proporción, etc. En el hombre natural: “cualquier mujer es buena para él”167. Una manifestación de su androcentrismo subrayado persistentemente:

“(...) es fácil ver que la moral del amor es un sentimiento ficticio; nacido del uso de la sociedad, y celebrado por las mujeres con mucha habilidad y cuidado para establecer su imperio, y convertir en dominante al sexo que debería obedecer”168.

Rousseau continúa describiendo el estado de naturaleza y pone en conexión la primera revolución caracterizada por la invención de herramientas simples de piedra y la construcción de cabañas con el establecimiento y la diferenciación de las familias y la introducción de “una especie de propiedad”169. Acaba de introducir subrepticiamente a la familia y, sin causa aparente, ubica a la

164 Discurso, 233. 165 Discurso, 239-240. Ahí destacan expresiones de este sentimiento natural, como “haz con otro lo que quieres que hagan contigo” o “Haz tu bien con el menor mal posible para otro”. 166 Discurso, 222. 167 Discurso, 242. 168 Discurso, 241-242. 169 Discurso, 252.

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unidad familiar para forzar un cambio cualitativo respecto a una situación anterior en la que los hombres vivían dispersos y de las mujeres y sus crías no se decía nada. La familia, entendida como reunión en una habitación común de maridos y mujeres y de padres e hijos170, queda caracterizada como el lugar de origen de los sentimientos del amor conyugal y del amor paterno. Con la familia se produce otra forma de vida: “Las mujeres se volvieron más sedentarias y se acostumbraron a guardar la cabaña y los hijos, mientras que el hombre iba a buscar la subsistencia común”171. Los vínculos de los hijos con los padres se rompen al alcanzar estos la mayoría de edad. Dado que la primera ley de la naturaleza humana es velar por la propia conservación, y dado también que todos nacemos libres, se deduce que al ser mayor de edad cada cual puede decidir la vía mejor para conservarse. Cada cual es entonces “dueño de sí mismo”172.

Poco a poco el tiempo de ocio se emplea en la creación de comodidades y necesidades superfluas, lo cual se valora en términos negativos, pues tales comodidades debilitan y hacen dependiente el cuerpo173. Con el sedentarismo se produce un acercamiento entre los hombres, se reúnen en grupos y “forman finalmente en cada comarca una nación particular, unida en costumbres y caracteres no por reglamentos ni leyes, sino por el mismo género de vida y de alimentos y por la influencia común del clima”174. Ello también favoreció la aparición de un idioma común175. Además, se dieron también los primeros pasos hacia el surgimiento de la estima pública en contextos lúdicos de canto y danza (la búsqueda de consideración y prestigio), un primer paso hacia la desigualdad y el vicio, por cuanto favorecieron el nacimiento de la vanidad, el desprecio, la vergüenza, la envidia176. Sobre este transfondo natural, la desigualdad está todavía lejos de tener lugar, puesto que no hay medios en este estado para que un hombre se haga obedecer por otro: “¿(…) cuáles podrán ser las cadenas de la dependencia entre hombres que no poseen nada?”177. Cualquier intento de dominio y esclavitud178 de uno hacia otro se acaba simplemente con la huida. 170 “La más antigua de todas las asociaciones y la única natural es la familia” (Contrato, 6). 171 Discurso, 253. 172 Contrato, 7. 173 Discurso, 253-254. 174 Discurso, 254-255. 175 Discurso, 254. 176 Discurso, 255-256. 177 Discurso, 246. 178 Contra Aristóteles: “(…) si hay esclavos por naturaleza, es porque ha habido esclavos contra Naturaleza. La fuerza ha hecho los primeros esclavos, la cobardía de los mismos los ha perpetuado” (Contrato, 8).

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“(...) al no formarse los lazos de la servidumbre más que de la dependencia mutua de los hombres y de las necesidades recíprocas que los unen, es imposible esclavizar a un hombre sin haberlo puesto previamente en situación de no poder prescindir de otro; situación que, por no existir en el estado de naturaleza, deja a todos libres del yugo, y hace vana la ley del más fuerte” 179.

Rousseau da cuenta de la división del trabajo a partir de “(L)a metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo invento produjo esta gran revolución”180, porque exigieron otros hombres para alimentarlos. Este origen para la división del trabajo, será mantenida por diversas aproximaciones marxistas y evolucionistas sobre el surgimiento de la jerarquización social y del Estado. El cultivo de las tierras obligó a su reparto y, la propiedad, a las primeras reglas de justicia. En Rousseau, como en Locke, el origen de la propiedad está en el trabajo, entendido como actividad individual que produce cosas que se convierten en propias. En este contexto, las diferencias individuales naturales en cuanto a capacidades diversas (fortaleza, ingenio, astucia, habilidad) promovieron diferencias en la propiedad, en la medida en que la aplicación de tales cualidades en el trabajo se tradujo en el incremento de la productividad y de la producción por parte de quienes las poseían. Así, “trabajando lo mismo, uno ganaba mucho mientras el otro apenas tenía para vivir”181. A partir de ahí se desencadena el desarrollo de las artes, la desigualdad en las fortunas, usos y abusos, etc. En este desarrollo, entran motivaciones de tipo caracteriológico o psicológico, de nuevo en sintonía con toda la tradición ético-política clásica: así, la ambición devoradora, el ansia de elevar la fortuna por encima de la de los demás, inspiran envidias y el deseo de aprovecharse de los demás en beneficio propio182; en este sentido, desde que los ricos conocieron el placer de dominar “despreciaron pronto todos los demás”183. En suma, los hombres se volvieron avaros, ambiciosos y malvados y “la sociedad naciente dio paso al más horrible estado de guerra”184. La importancia de este tipo de motivaciones psicologistas había quedado de manifiesto cuando Rousseau, en un célebre pasaje, dio cuenta del comienzo de las desigualdades. Aquí conecta propiedad con desigualdad, retrotrayendo el 179 Discurso, 246-247. 180 Discurso, 238. 181 Discurso, 261. 182 Discurso, 262-263. 183 Discurso, 263. 184 Discurso, 263-264.

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origen de la propiedad a un acto de voluntad malvado que no mereció la reacción oportuna por parte de las otras voluntades, ignorantes ante el peligro futuro que ello suponía.

“El primero al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir esto es mío y encontró personas lo bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos, miserias y horrores no habría ahorrado al género humano quien, arrancando las estacas o rellenando la zanja, hubiera gritado a sus semejantes!: “¡Guardaros de escuchar a este impostor!; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie”185.

Sea como fuere, aquel estado de guerra que enfrentaba a ricos contra pobres, resultaba insostenible para ambas partes. Entonces, el rico concibió “el proyecto más meditado que jamás haya entrado en mente humana: fue emplear en su favor las fuerzas mismas de quienes lo atacaban, hacer defensores suyos de sus adversarios, inspirarles otras máximas, y darles otras instituciones que le fuesen tan favorables como contrario le era el derecho natural”186. Propuso una unión destinada aparentemente a salvaguardar a los débiles de la opresión y a asegurar la propiedad de cada cual; la institución de reglamentos de justicia y un poder supremo que gobernase de acuerdo a las leyes. Para Rousseau, este fue el origen de la sociedad y de las leyes, aunque en su opinión supuso

“nuevos obstáculos al débil y nuevas fuerzas al rico: destruyeron sin remisión la libertad natural, fijaron para siempre la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron de una hábil usurpación un derecho irrevocable, y sometieron desde entonces, para provecho de algunos ambiciosos, a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria”187.

Para el origen de la desigualdad, establece varios periodos sucesivos: (1) establecimiento de la ley y el derecho de propiedad (autorización del estado entre rico y pobre); (2) institución de la magistratura (distinción entre el poderoso y el débil) y (3) cambio del poder legítimo en arbitrario (existencia de amo y esclavo)188. En este último estadio se llega a un nuevo estado natural, diferente del primero y fruto de un exceso de corrupción en el que sólo

185 Discurso, 248. 186 Discurso, 265. 187 Discurso, 266. 188 Discurso, 278.

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prevalece la ley del más fuerte189. Hasta aquí, Rousseau había trazado una evolución social y política en la que pesaron mucho una serie de factores materiales. Nos referimos en concreto a los efectos de la adopción de la metalurgia y de la agricultura como desencadenantes del origen de la propiedad y, de ahí, del surgimiento de desigualdades en la riqueza. Sin embargo, también hemos advertido que los factores psicológicos habían estado presentes también desde los primeros inicios de la desigualdad, al aparecer como consecuencia de las exigencias de reconocimiento público. Hacia el final del ensayo, Rousseau reafirma un tipo de causalidad que podemos calificar como netamente idealista. Establece una serie de desigualdades principales presentes en toda sociedad: según la riqueza, la nobleza o rango, el poder y el mérito personal190. Según Rousseau, las cualidades personales se hallan en el origen de todas las demás y “la riqueza es la última a la que se reducen a la postre”191.

“Haría observar cuánto ejercita y compara los talentos y las fuerzas este deseo universal de reputación, de honores y de preferencias que nos devora a todos, cuánto excita y multiplica las pasiones, y cuántos reveses, éxitos y catástrofes de toda especie causa haciendo a todos los hombres competidores, rivales, o mejor enemigos, al atraer a la misma lid a tantos pretendientes”192.

Es en esta última parte del Discurso donde critica a los gobiernos que utilizan el poder de forma arbitraria (los regímenes absolutistas), cuestionando las premisas clave de los argumentos monárquicos como: la institución del gobierno absolutista que utiliza como pretexto la defensa de los súbditos193; el derecho de conquista de un pueblo sobre otro194 y la autoridad paterna como fundamento del derecho absoluto de los reyes195. Por último, Rousseau, retomando la estratagema de los ricos al crear la sociedad civil mediante un pacto que ligaba formalmente al pueblo y los jefes electos en el cumplimiento de determinadas leyes (lo cual supuso la unión de las voluntades en una sola y el disfrute tranquilo de las propiedades de cada

189 Discurso, 284. 190 Discurso, 281. 191 Discurso, 281. 192 Discurso, 281-282. 193 Discurso, 269. 194 Discurso, 267-268. 195 Discurso, 271-272. En estos puntos se remite explícita o implícitamente a la obra de Locke.

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uno), defiende la idea de que dicho contrato no puede ser irrevocable196. Años más tarde, Rousseau abordó en El contrato social el origen de la sociedad civil desde una óptica distinta a la del Discurso. En esta obra había respetado un discurso secuencial del tránsito a la sociedad civil partiendo del primigenio estado de naturaleza. Muchos de los conceptos y categorías empleados, como “salvajes”, sedentarismo, división del trabajo, agricultura, etc. anticipan en un siglo las propuestas evolucionistas y todavía hoy merecen atención. Sin embargo, en El contrato social Rousseau abandona el relato diacrónico y presta más atención a la definición de dos situaciones opuestas: estado de naturaleza y sociedad civil. Abandona también, como veremos, la fuerza causal de las desigualdades en la propiedad a la hora de explicar la emergencia del gobierno y la ley, asumiendo una posición más integracionista, en la línea seguida por Locke. Según Rousseau, llega un momento en que vivir según el estado de naturaleza resulta inviable. No señala motivaciones concretas, sino sólo un punto en que los obstáculos que dañan la conservación superan la resistencia que cada individuo por separado puede ofrecer197. En estas condiciones, los hombres sólo pueden unir y dirigir de común acuerdo las fuerzas de que disponen, lo cual requiere necesariamente la cooperación entre muchos. Sin embargo, ¿cómo cooperar sin que la fuerza y la libertad de cada cual, sus primeros instrumentos de conservación, se vean comprometidos? El problema se enuncia mediante una formulación que se ha convertido en clásica:

(Se trataría de) “Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común a la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes”. Tal es el problema fundamental, cuya solución a el contrato social198.

El contrato social debería conllevar la ventaja que supone abandonar una vida natural incierta, precaria y dependiente de la sola fuerza individual, por una vida más segura, garantizada por un derecho mutuo que crea una fuerza invencible. El individuo se consagra al Estado y éste lo protege continuamente199. No obstante, es absurdo pensar en alguien que se entregue o someta gratuitamente. Si alguien o un pueblo entero lo hace es que está loco y

196 Discurso, 276. 197 Contrato, 16. 198 Contrato, 16. 199 Contrato, 35-36.

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la locura no funda derecho. En todo caso, aunque lo haga, este acto no obliga a sus hijos, lo cual impediría la perpetuación del dominio200. Rousseau se manifiesta contra el derecho del más fuerte. “Ceder ante la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad”201; por tanto, no funda ningún deber. La fuerza no constituye derecho, y únicamente se está obligado a obedecer a poderes legítimos202. Si un hombre somete sucesivamente a una serie de hombres aislados, aunque sean muchos, no dejamos de estar ante los actos realizados por un particular. En el caso de que se diga que es todo un pueblo el que se entrega a un rey, Rousseau indica que, pese a que esta entrega es un acto civil que implica deliberación pública, habría que remontarse necesariamente al acto previo mediante el cual un pueblo se convierte en tal pueblo: éste es el verdadero fundamento de la sociedad203. La convención fundadora y sus objetivos debe ser renovados. En el momento del pacto, cada cual se entrega totalmente a la comunidad en el acto que conforma la voluntad general. La voluntad general se instituye en Estado como medio consensuado y acordado para perseguir un bien o interés común. En este acto desaparece la persona particular de cada contratante y nace un cuerpo moral y colectivo compuesto por tantos miembros como votos tiene la asamblea204. En la asamblea, como lugar de expresión de la voluntad general, reside precisamente la fuente de toda legitimidad y soberanía. No valen representantes ni intermediarios de la voluntad general, que obra forzosamente por boca de todos sus miembros reunidos. En cuanto haya un amo deja de haber un soberano205. En este punto, Rousseau es el adalid de la democracia plena y directa, la que desconfía de los Parlamentos. Marxismo y anarquismo recogerán esta idea y la incluirán en sus programas emancipatorios. Una de las tareas de la asamblea es promulgar leyes. Las leyes son necesarias para unir los derechos a los deberes en la sociedad civil. Una ley es un acto de la voluntad general que decreta sobre una materia que la afecta como a una totalidad. De ello se desprende que no hay nadie que se encuentre por encima de la ley (ni el rey, porque el rey es miembro de la sociedad), ni tampoco que la ley pueda ser injusta, pues nadie es injusto consigo mismo. La orden de un jefe o el decreto de un rey no son actos de soberanía, no son leyes, sino actos de magistratura. El autor de la ley debe ser el pueblo (la voluntad general). Así, las demandas que el cuerpo social hace a un particular tienen siempre una 200 Contrato, 11. 201 Contrato, 9. 202 Contrato, 9. 203 Contrato, 15. 204 Contrato, 17-18. 205 Contrato, 27-28.

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causa y deben ser satisfechas de inmediato por éste. Los compromisos que ligan al cuerpo social son obligatorios porque son mutuos: vienen de todos y se aplican a todos en función del bien común que todos persiguen. El pacto social establece entonces una igualdad general, pues todos pactan en las mismas condiciones y gozan de los mismos derechos206. El contrato persigue la conservación de todos, pero en ocasiones ello implica riesgos y pérdidas. Si para la continuidad del Estado se requiere que alguien muera, el señalado debe morir, pues gracias al Estado ha vivido seguro hasta entonces207: la justificación se expresa en el siguiente ejemplo: “es para no ser víctima de un asesino, por lo que se consiente en morir, si se llega a ser asesino”208. Quien comete un delito infringe el pacto, se sitúa en estado de guerra respecto a la voluntad general y merece ser castigado. Rousseau contempla la pena de muerte, aunque recomienda un uso restrictivo. En la línea de Tomás Moro (Utopía) Rousseau señala que “No hay hombre malo del que no se pudiera hacer un hombre bueno para algo”, especificando que “No hay derecho a hacer morir, ni siquiera por ejemplaridad, más que a aquél al que no se puede conservar sin peligro”209. Para Rousseau, no hay formas buenas o malas de gobierno, sino más o menos adecuadas. De forma general, opina que la democracia conviene más a los Estados pequeños, la aristocracia a los medianos y la monarquía a los grandes. De estas distintas formas de gobierno que se originan debido a diferencias más o menos acusadas entre los particulares en el momento de la institución del contrato, Rousseau prefiere la democracia210, aunque dude de si alguna vez ha tenido lugar y desconfíe de si se producirá en el futuro: “Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres”211. 206 Contrato, 33-34. 207 Este argumento es parecido al que Platón pone en boca de Sócrates en el diálogo “Critón o el deber del ciudadano”, en el cual Sócrates renuncia a la petición de un amigo para huir de la prisión y salvar así su vida tras la sentencia de muerte que le ha sido comunicada. Sócrates dice que al aceptar la muerte tal y como prescriben las leyes atenienses obró coherentemente con el respeto a las mismas que observó y predicó durante toda su vida. En el Diálogo, las leyes cobran personalidad y se dirigen imaginariamente a Sócrates, objetándole que toda su vida se debe a ellas, desde el matrimonio de sus padres pasando por su educación y el compromiso de habitar en la ciudad (Platón, Critón o el deber del ciudadano. Espasa-Calpe, Madrid (12ª ed. 1981), en especial las pp. 130-137. 208 Contrato, 37. 209 Contrato, 38. 210 Discurso, 276-277. 211 Contrato, 71.

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Conviene subrayar aquí que Rousseau distingue entre forma de gobierno y fuente de soberanía o poder. Para él, todas estas formas de gobierno pueden darse, siempre y cuando el pueblo decida qué tipo de gobierno quiere. Rousseau muestra también simpatías hacia la aristocracia; ahora bien, aquella clase de aristocracia cuyos miembros fueran elegidos, y secunda igualmente a Platón sobre lo beneficioso de un gobierno de sabios:

“(…) el orden mejor y más natural es que los sabios gobiernen a la multitud, cuando se está seguro de que la gobiernarán en provecho de esta y no en el propio”212.

Finalmente, la monarquía suscita muchos recelos, ya que pese a ser la forma que moviliza más fuerza y se muestra más ágil en la toma de decisiones, también es la más proclive a utilizar dicha fuerza en fines distintos al de la “felicidad pública”213. Rousseau y la participación política. El Discurso defendía la voluntad, ejercida en una situación de desarrollo material determinado, en el origen de la propiedad y, la propiedad, como causa de la desigualdad. Todo ello, inserto en una visión degenerativa de la historia humana. Más adelante, el Contrato da carta de naturaleza al individuo, muestra sus necesidades y expone su política de voluntad general y las soluciones sociales que brinda el acuerdo mutuo. Rousseau se encuentra en el origen de diversas tendencias sin caracterizar por completo a ninguna de ellas. Se ganó el respeto de Kant y Hegel, por lo que se le puede considerar como una de las fuentes del idealismo. No obstante, cuestiona las condiciones económicas que suponen la disimetría social, aspecto con el cual simpatizaría con el materialismo. Además, condena los desarrollos históricos de los Estados como causantes de todo mal social, en lo que constituye un anuncio de los futuros posicionamientos anarquistas. Al postular que la desigualdad moral y política es contraria al derecho natural, y posicionarse en contra de la propiedad, abre el camino a propuestas de formas de vida más igualitarias. Se trata de una propuesta aparentemente progresista que está basada paradójicamente en una vía involucionista, es decir, la vuelta a un estadio pasado ignorando las nuevas condiciones materiales. La oferta política rousseauniana ofrece una vuelta atrás, una mirada nostálgica a la búsqueda de formas de vida más próximas al estado de naturaleza y a los momentos iniciales del contrato social. Un retorno que acoge de buen grado el 212 Contrato, 73. 213 Contrato, 75.

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mito del buen salvaje y el anhelo de una sociedad formada por pequeños propietarios asamblearios y, por supuesto, sus importantes aunque casi invisibles familias. Para lograrlo reclama, como haría cualquier anarquismo, un nuevo acto de voluntad, esta vez positivo, que contrarreste aquel otro acto de voluntad nefasto que supuso la expulsión del Paraíso. Por todas estas ideas, Rousseau sufrió una persecución pertinaz y, en ocasiones, se manifiesta con la contundencia con la que pensadores como Marx lo harían más adelante.

“Probaría, en fin, que si se ve un puñado de poderosos y de ricos en el pináculo de las grandezas y de la fortuna, mientras la multitud se arrastra en la obscuridad y en la miseria, es porque los primeros sólo estiman las cosas de que gozan en la medida en que los otros están privados de ellas, y que, sin cambiar de estado, dejarían de ser felices si el pueblo dejara de ser miserable”214.

En El contrato social, Rousseau supone un estado de naturaleza que queda atrás cuando los hombres acuerdan dotarse de leyes y constituirse en sociedad civil. Los individuos quedan vinculados por el común interés de la conservación del todo, y a tal fin establecen derechos y deberes tras entregarse cada uno totalmente a la comunidad en el acto que conforma la voluntad general (asamblea). Hobbes hablaba de conquista a la fuerza y de la fuerza de la soberanía absoluta, Locke hablaba de superar la fuerza con la fuerza si la soberanía faltaba a la ley natural. Rousseau apela a la fuerza de la legitimidad. Para él el autor de la ley debe ser el pueblo en asamblea (la voluntad general), pues lo importante y fundamental no es la fuerza sino el poder legítimo, es decir, aquél fundamentado en el acuerdo. La legitimidad proporciona la única fuerza lícita para detener a la voluntad individual cuando se manifieste contraria a la general. En suma, para hacer cumplir la leyes se necesita esa fuerza legítima que se manifiesta cuando la voluntad general otorga al cuerpo político un poder soberano orientado al bien común y que procede del acuerdo popular. El Estado protege al individuo permanentemente, porque el individuo se ha consagrado al Estado y es su protagonista activo. El ciudadano es el que da legitimidad al Estado y no al revés. En el capítulo III del Contrato, Rousseau esboza su concepción contraria al

214 Discurso, 282.

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sistema de la democracia representativa, en favor de un sistema de democracia directa. La formación de la voluntad general requiere que cada ciudadano opine sólo según su entender, evitando que haya facciones o partidos políticos que capitalicen voluntades y diferencias individuales, y que las reduzcan a intereses pretendidamente generales. La voluntad general, al actuar únicamente “cuando el pueblo está reunido”215, conlleva una exigencia de actualización constante del pacto original mediante la realización frecuente de asambleas populares. Así pues, no basta que en un principio el pueblo hubiese dado su visto bueno a un Estado civil mediante la aprobación de un conjunto de leyes. La reunión del pueblo debe realizarse de forma fija y periódica, así como en los casos excepcionales que se puedan presentar216. En tales asambleas se suspende el poder ejecutivo del gobierno y todo ciudadano es absolutamente igual a efectos de representación217. “(…) desde el momento en que un pueblo nombra representantes, ya no es libre, ya no existe”218. Este precepto supone la defensa radical de la involucración efectiva de todos los ciudadanos en los asuntos públicos de cara a la buena marcha del Estado: “Toda ley no ratificada por el pueblo en persona es nula; no es una ley”219. La voluntad general del pueblo “no se representa: es la misma o es otra. Los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser sus representantes; no son más que sus mandatarios”220. Para el proyecto social de Rousseau, el mayor bien al que debe tender el sistema legislativo es conseguir la libertad y la igualdad. Se debe tender a igualar poderes y riquezas en un universo donde todos cuenten con los mismos derechos y deberes. Sin embargo, estas esperanzadoras palabras no llevan aparejadas grandes alternativas de política social. Así, no aboga por una igualdad de las fortunas como medio para alcanzar el objetivo emancipatorio citado, sino que sólo se atreve a aconsejar “(...) que ningún ciudadano sea lo bastante pobre como para verse obligado a venderse. Lo cual supone, por parte de los grandes, moderación de bienes y de crédito, y, por parte de los pequeños, moderación de avaricia y de ambición”221. En cuanto al poder, se limita a expresar un deseo: no ejercerlo por encima de lo que marcan las leyes. A fin de conseguir estas metas, el idealismo rousseauniano recurre de nuevo a la ética: será la voluntad individual bajo la forma de “moderación” de unos y

215 Contrato, 94. 216 Contrato, 95. 217 Contrato, 97. 218 Contrato, 101. 219 Contrato, 99. 220 Contrato, 99. 221 Contrato, 54-55.

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otros la que permitirá alcanzar un término medio aproximado que se considera como la forma menos proclive a la conflictividad social. Esta posición rememora ecos de la Antigüedad griega, cuando Aristóteles aconsejaba en La Política un modelo de ciudad dominado por el justo término medio. En ambos casos, la sociedad ideal estaría regida por un grupo numeroso de propietarios masculinos. Sin embargo, mientras que Aristóteles todavía llegó a ver ejemplos de lo que predicaba, el mismo ideal para Rousseau constituía un discurso utópico. En cuanto a la razón de ser del gobierno del Estado, Rousseau advierte que sólo se trata de una comisión encargada y subordinada al pueblo, que es en todo momento la fuente de la soberanía. El poder legislativo sólo puede pertenecer al pueblo, mientras que el poder ejecutivo es un agente que pone en acción la fuerza pública según las directrices de la voluntad general. La voluntad del gobierno debe concordar con la voluntad general, es decir, con la ley.

“Un cuerpo intermedio establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y del mantenimiento de la libertad, tanto civil como política. Los miembros de este cuerpo se llaman magistrados o reyes, es decir, gobernantes, y el cuerpo entero lleva el nombre de príncipe. (...) Llamo, pues, gobierno, o administración suprema, al ejercicio legítimo del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado al hombre o cuerpo encargado de esta administración”222.

Por último, señala un aspecto interesante en lo que respecta a la fundamentación posterior de las doctrinas nacionalistas. Rousseau indica que la legislación de cada Estado concreto debe modificarse en función de situaciones locales y del carácter de los habitantes. De ello se desprende que no existe la mejor legislación en términos absolutos, sino legislaciones adecuadas al pueblo que las promulga223, quien, por supuesto, siempre tiene la capacidad de derogarlas o cambiarlas. Este discurso político resalta las particularidades e identidades, y da argumentos a un discurso académico que pretenda investigarlas con parámetros particularistas y relativistas. Según Rousseau, la ambición, la corrupción, el vil interés o “motivos secretos”, todos ellos motivos de orden ético, hacen inevitable que tarde o temprano el gobierno tienda a tratar de oprimir al pueblo. En este momento, 222 Contrato, 60. 223 Contrato, 55-56.

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los Estados entran en decadencia y caen224. El contrato social que los edificó queda entonces roto y el ciclo puede iniciarse de nuevo. Conclusión. Rousseau plantea un fue así, y así debería ser y maneja el derecho natural como referente ético para criticar los sistemas políticos vigentes y apostar por otros venideros. Al mismo tiempo, rechaza la política de su época y mira al pasado a través de razones de su tiempo. De ese pasado se nutre un ideal protagonizado por un agregado de pequeños propietarios agrarios, patriarcal, asambleario y precapitalista, que tiene como referente la polis griega. Para Rousseau, como para la mayoría de los teóricos liberales contemporáneos, el gobierno no es más que una comisión encargada y subordinada al pueblo, que constituye la fuente de la soberanía. En este sentido, la voluntad del príncipe debe concordar con la voluntad general, es decir, con la ley225. Sin embargo, la diferencia principal entre Rousseau y otros teóricos del derecho natural estriba en que para él la soberanía debe residir siempre en el pueblo, sin que sea posible delegarla a unos representantes. Ideas como ésta todavía serían revolucionarias hoy en día.

En su propuesta colectivizante, Rousseau enfatiza los valores éticos solidarios, en contra del mundo de los privilegios monárquicos y del afán de riquezas del naciente capitalismo. Para él no hay justificación ante el derrumbe de las virtudes políticas, como el patriotismo y la solidaridad. De un modo similar a Moro, aunque partiendo de una concepción laica, toma de marco referencial un humanismo de respeto mutuo y colaboración afectiva y efectiva entre los seres humanos. Coincide con otros iusnaturalistas en que si se fuerza al pueblo a obedecer en contra de los deseos de su libertad natural, hará bien en obedecer porque no le queda otro remedio. Ahora bien, si emprende acciones para liberarse de la opresión, hará mejor. En este sentido, el iusnaturalismo de Rousseau es, como en Locke, un arma para la revuelta contra el poder establecido, que en aquella época encarnaba la monarquía absoluta y al que apoyaba la religión cristiana. Por ello califica al cristianismo como un serio obstáculo para el progreso social y la liberación de la Humanidad.

“El cristianismo no predica más que servidumbre y dependencia. Su espíritu es demasiado favorable a la tiranía para que esta no se

224 Contrato, 89 y ss. 225 Véase también Contrato, 103-106, sobre todo la p. 105, de donde vale la pena extraer un fragmento especialmente conciso: “(...) que el acto que instituye el gobierno no es un contrato, sino una ley, que los depositarios del poder ejecutivo no son los jefes del pueblo, sino sus oficiales, que puede nombrarlos y sustituirlos cuando le plazca, y que, al encargarse de las funciones que el Estado les impone, no hacen más que cumplir su deber de ciudadanos, sin tener en modo alguno derecho a discutir las condiciones”.

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aproveche siempre de él. Los verdaderos cristianos están hechos para ser esclavos; ellos lo saben y apenas se apuran por ello: piensan que esta corta vida tiene poco valor”226.

Debido a este tipo de sentencias y críticas, El contrato social fue quemado públicamente en la ciudad donde nació, Ginebra, y prohibido y perseguido en múltiples lugares. La Iglesia, los poderes fácticos ligados a sus intereses y los defensores de rancios absolutismos intentaron por todos los medios que sus ideas quedaran en el olvido. No lo consiguieron.

226 Contrato, 145.

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CAPÍTULO 5 El Estado Absoluto

-Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831). Hegel nació el 1770, el mismo año que Beethoven y Hölderlin, y un año después que Napoleón, todos ellos personajes representativos de los cambios políticos y culturales de finales del siglo XVIII. Era descendiente de una familia de pastores protestantes y de buena posición social radicada en el ducado de Württemberg. La Alemania de la época de Hegel era una sociedad dividida territorial (los diferentes Länder disputaban entre sí y con el Imperio) e ideológicamente (distanciamiento entre protestantes y católicos), y mantenía una economía básicamente agrícola y tradicional, con los recursos agrarios en manos de los terratenientes y un incipiente sector industrial, a diferencia de lo que estaba sucediendo contemporáneamente en Francia e Inglaterra. Una sociedad que va a recibir el impacto de los cambios políticos acaecidos en Francia, pero a un ritmo e intensidad bien diferentes y con efectos antagónicos a los del país vecino. En aquella Alemania, el orden político expresaba una profunda contradicción entre la realidad absolutista de los gobernantes de los diferentes Länder y las corporaciones gremiales que protegían los intereses particulares de sus miembros y actuaban como verdaderas instituciones socializadoras. Por encima de ellos, el Sacro Imperio Romano en manos del Archiduque de Austria agonizaba hasta su colapso definitivo en 1806, poco antes de que apareciera la Fenomenología del espíritu. Hegel valoraba la Revolución Francesa de 1789, a pesar del espanto que supusieron para él los estragos de 1793. Por ello, y quizás no tan paradójicamente como se suele pensar, pasa por ser un ideólogo reaccionario, maestro del Estado prusiano, y a la vez, sustrato metodológico de las ideas revolucionarias del siglo XIX. No es extraño que, en ocasiones, sus publicaciones sean políticamente equívocas. Es capaz de defender instituciones reaccionarias, como el mayorazgo, en los Fundamentos de la filosofía del derecho, y todo lo contrario en un artículo sobre la Reformbill inglesa en 1831, poco antes de morir227. Puede ser considerado, hasta cierto punto, un hombre ilustrado y, por tanto, moderno. El proyecto moderno pretendía que el progreso y la emancipación

227 Véase al respecto D´Hondt, J. (2002), Hegel. Tusquets editores. Barcelona, pp. 373-380.

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humanas llegaran por medio del conocimiento científico y el uso de la razón. El desarrollo de la ciencia y las leyes liberaría a las personas de la opresión y el sufrimiento. La Ilustración pretendía acabar con los viejos privilegios feudales y con la superchería de la Providencia, el destino o el azar. Este “Tribunal de la Razón”, como lo llamó Kant, se arrogaba la capacidad de decidir la validez o no de las pretensiones de alcanzar la verdad y la justicia desde la ciencia, el arte, la religión, la moral o la práctica cotidiana. La filosofía hegeliana pretende aportar el sistema y a la vez proporcionar la vara de medir el conocimiento necesario para que los cambios imaginados cobren la realidad que suponen. La filosofía hegeliana y sus tríadas. Para Hegel todo está constituido por tríadas, desde la dialéctica misma (ser-afirmación, no ser-negación, unidad-negación de la negación) hasta la filosofía (lógica o pensamiento en sí, filosofía de la naturaleza o pensamiento exteriorizado y filosofía del espíritu o retorno de la idea para sí). El espíritu también se realiza y retorna en tres momentos (subjetivo-interior, objetivo-exterior y absoluto o espíritu mismo), cada uno de ellos dividido a su vez en otros tres: el primero, el espíritu subjetivo, en alma natural, conciencia (del otro y de sí misma) y espíritu en tanto voluntad; el segundo, espíritu objetivo, en derecho abstracto, moralidad y eticidad (vida social) y, por fin, el espíritu absoluto o unidad dialéctica subjetivo-objetiva, que manifiesta la unión procesal entre pensamiento y realidad, idea y naturaleza fundidas en su despliegue. Este es el lugar de la conciliación y expresión para sí de las más puras manifestaciones del espíritu: el arte, la religión o la filosofía. Encontramos el análisis de las instituciones sociales en el depliegue del espíritu objetivo (derecho abstracto, moralidad y eticidad), que está fuera del sujeto y en la naturaleza sin ser naturaleza. El derecho abstracto es la expresión de la libre voluntad del ser humano en tanto persona, se funda en ella. Es la manifestación misma de la persona jurídica, en tanto una razón. La voluntad es el motor que procura tres momentos fuera de sí (fuera de ella misma) comprendidos por la propiedad, el contrato y el derecho en sí. La propiedad, como primera manifestación objetiva de la voluntad, presupone la apropiación de la cosa en un dominio para sí y manifiesta la libertad particular. La propiedad lograda mediante el ejercicio de la voluntad particular puede verse requerida por otros deseos, las voluntades de otros, que exigen su despliegue hacia el contrato o conciliación de voluntades. El tercer momento, el derecho en sí o derecho pleno, procura, por último, el cauce necesario para que se restituya el orden preexistente a las vulneraciones

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contractuales. En este cauce desembocan todos los sedimentos de las disputas y enfrentamientos producidos por las distintas voluntades objetivadas y, simultáneamente, los frena y contiene mediante penas susceptibles de restablecer el orden jurídico. La moralidad es el segundo momento del espíritu objetivo. Ahora, concierne a la persona en tanto sujeto implicado en unas normas del correcto vivir. La moralidad abarca la motivación para cualquier acción y estipula el ámbito del deber ser, ámbito que caracteriza este momento como la ley caracterizaba al primero. La eticidad es el logro de la integración. Para Hegel, ley y moral son indisolubles, de forma que el derecho es sólo una expresión ética de la libertad, verdadera esencia de la vida en sociedad. Al integrar ser y deber ser, persona y sujeto, la eticidad manifiesta la sustancia de la vida social en tres cuerpos: la familia, la sociedad civil y el Estado, cada uno de ellos con su despliegue correspondiente. Para Hegel, la familia es el lugar natural del ser humano. El individuo no existe aisladamente, sino que está supeditado a esta institución que lo produce, acoge y forma. Las familias que se comportan entre sí como “personas autónomas concretas”228 resaltan la unión por encima de lo unido. La familia se realiza en el matrimonio y, mediante el trabajo, en la propiedad familiar, factores ambos que permitirán cubrir las necesidades de su finalidad: la crianza y educación de los hijos hasta que la unidad se segmente para formar otras. La sociedad civil es el segundo lugar de la vida social y está ocupado por el ciudadano. Constituye el mundo fenoménico de lo ético229 y manifiesta la totalidad de las relaciones sociales. El mandamiento del ciudadano sobre la persona y el sujeto son ahora evidentes, pues para Hegel si un objetivo individual contradice un fin general, aquél debe rechazarse. La sociedad civil está constituida por otros tres factores. El primero se manifiesta por las necesidades de los individuos y por el choque inevitable que ocasionan. Esta situación hace tomar cuerpo a un segundo factor, la administración de la justicia, que evite el conflicto, y a un tercero, la policía y

228 Hegel, G. W. F. (1821, 1993), Fundamentos de la filosofía del derecho. La versión que utilizamos aquí es la traducción de Carlos Díaz de la edición de K. H. Ilting sobre el original de 1821. Las cursivas en las citas entre comillas son siempre suyas (obra citada de ahora en adelante como Fil. der.). Fil. der., 614. 229 Fil. der., 614.

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las corporaciones, que sirvan para prevenir subversiones o para anular alteraciones al orden social. El primer factor despliega a su vez la fortuna, el trabajo y la inteligencia, que intentaran cubrir las necesidades individuales. Como hemos visto no evitarán, sino que hasta incluso motivarán, los conflictos. Una vez desencadenados, éstos requerirán de un segundo factor, la administración de la justicia, que promulgará y realizará un derecho formal, un derecho individual y, por último, una actividad judicial que, bajo la mirada subjetiva, atenta y experta del juez, impondrá la justicia adecuada y se valdrá de las instituciones preventivas y de vigilancia del tercer factor, la policía y las corporaciones, para paliar los estragos causados por la libertad particular, capacitada por naturaleza para violar las normas. El Estado es el universo pleno del espíritu objetivo, aquél que ubica los lugares precedentes, los contiene y los funde. Un universo de la razón constituido para proporcionar armonía entre individuo y sociedad, así como libertad y voluntad particulares y sociales. El Estado es la sustancia social que ha llegado a la conciencia de sí y congrega en sí a la familia y a la sociedad civil. Es una forma superior del despliegue conjunto de moralidad y ley. El Estado, en tanto fin absoluto de la vida en sociedad, aparece ante los ojos de Hegel como “voluntad divina como Espíritu presente y que se despliega en la forma real y la organización de un mundo”. El Estado supone la realización de la libertad y, a su vez, el modo de dicha realización. Se trata de un Estado estructurado y constituido, un Estado de derecho que sigue el rumbo y la dirección de la Historia. Dedicaremos el resto del capítulo a profundizar en el recorrido esbozado a grandes rasgos en las líneas anteriores, mediante la guía ofrecida por los Fundamentos de la filosofía del derecho. Los fundamentos de la filosofía del derecho. La filosofía de Hegel es una filosofía del concepto, en tanto identidad del sentido y de la vida, de la idea y de la realidad. La razón es esta identidad concreta de las diferencias y, la dialéctica, el “principio que mueve, no sólo en cuanto disolvente de las particularidades de lo universal, sino también como productor de ellas”230. Hegel nos habla de la filosofía del derecho como una ciencia. Con ello vuelve a manifestarse un firme defensor del proyecto moderno, ilustrado y

230 Fil. der., 160.

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racionalista, frente al auge de las actitudes románticas de su época que abandonaban toda explicación racional del mundo en favor del libre arbitrio, el corazón, la fantasía, la intuición, el capricho y la contingencia231, y que para Hegel acompañaban las formas más degradadas de la filosofía. Desde el momento en que la filosofía declara insensato el conocimiento de la verdad, se desacredita y abre la puerta a la igualación de todos los pensamientos y de todas las materias: vale lo mismo la ley que la opinión sobre aquélla232. Con la misma firmeza ataca otros supuestos valores de su época, tales como la consideración del entusiasmo o del sentimiento en tanto criterios de lo que es justo o no233. Hegel expresa una condena sin paliativos del libre arbitrio y de las justificaciones que éste atribuye a las acciones humanas, como la buena intención, el buen corazón o la convicción subjetiva234. Hegel carga también contra el historicismo que intenta “explicar” el derecho a través de la mera exposición de la concatenación de acontecimientos antecedentes (circunstancias, “contexto”, peculiaridades). En lugar de esto, prefiere llegar al fundamento del derecho por deducción pura, y elaborar un sistema de deducciones universales que vayan más allá de la erudición empírica235. Hegel refleja la dirección de todo su pensamiento en el siguiente aserto: “Lo que es racional es real, y lo que es real es racional”236. Lo que importa es conocer la sustancia y lo eterno en lo temporal y pasajero. “Comprender lo que es constituye la tarea de la filosofía, pues lo que es la razón”237. El pensamiento debe dar cuenta de los sentimientos y del mundo. Sólo el pensamiento racional conduce a la verdad, y el mundo es exterioridad respecto a la Idea, tales son los fundamentos profundamente racionalistas e idealistas de la filosofía de Hegel.

“Contemplar algo racionalmente no significa aportar una razón al objeto desde fuera y elaborarlo mediante ella, sino que el objeto es para sí mismo racional; (...) la tarea de la ciencia consiste únicamente en traer a la conciencia este trabajo propio de la razón de la cosa”238.

231 Fil. der., 46, 51-52. 232 Fil. der., 56. 233 Fil. der., 444. 234 Fil. der., 504, 506, 508, 510. 235 Fil. der., 82. 236 Fil. der., 57. 237 Fil. der., 59. 238 Fil. der., 162.

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Basándose en el desarrollo de las ideas de voluntad y de libertad, pilares de su edificio, Hegel concibe el ámbito del derecho en lo espiritual, como no podía ser de otra manera: “el derecho es algo sagrado en general, solamente porque es la existencia del concepto absoluto, de la libertad consciente de sí misma”239. Su punto de partida es la voluntad, que es libre e irreductible a cualquier cosa; nada la determina; es en sí y para sí y, en tanto racionalidad, tiende siempre a lo universal. La voluntad contiene en primer lugar “el elemento de la pura indeterminación o de la pura reflexión del yo en sí” (mismo). La voluntad es “frente a lo real su realidad negativa que sólo se refiere a sí (misma) abstractamente, (y es) en sí (la) voluntad individual de un sujeto (individual)240 . Hegel aclara que hay una primera voluntad libre que obedece a los instintos naturales y a los deseos, aunque en este caso no cabe hablar propiamente de libertad. A la verdadera libertad se llega mediante el pensamiento, cuando éste consigue de forma racional establecer el derecho y la eticidad (las leyes, el Estado). Ya vimos como Hegel se enfrentaba al libre arbitrio individual, pues para él lo individual debe tender a lo universal. Dado que este universal es racional, todos los seres humanos pueden acceder a él mediante la reflexión.

“la voluntad únicamente es voluntad verdadera, libre, en cuanto inteligencia pensante (...) Esta autoconciencia que se capta como esencia por el pensar y que por ende se aparta precisamente de lo contingente y de lo no verdadero constituye el principio del derecho, de la moralidad y de toda eticidad” 241.

El derecho es el reino de la libertad realizada242. El Estado será la forma más perfecta para alcanzar la libertad y llevar a la realidad práctica la pura reflexión racional humana. Dado que los individuos deben llevar una vida relacional universal, obrar de acuerdo a derecho no resulta otra cosa que obedecer las leyes promulgadas para poder gozar de esta libertad en su universalidad243.

239 Fil. der., 158. 240 Fil. der., 172. 241 Fil. der., 138. 242 Fil. der., 96. 243 Lenin escribió en El Estado y la Revolución (Anagrama, Barcelona, 1976, p. 75), aunque sin citar expresamente a Hegel, que “según la concepción filosófica, el Estado es la “realización de la idea”, o sea, traducido al lenguaje filosófico, el reino de Dios sobre la tierra, el campo en que se hacen o deben hacerse realidad la eterna verdad y la eterna justicia”.

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Derecho abstracto. En la primera parte de su obra, Hegel aborda el derecho abstracto y su despliegue en la propiedad y el contrato para alcanzar, al fin, el derecho en sí. El protagonista de este proceso es la persona o conciencia que de sí mismo tiene el individuo, figura de la voluntad libre. La persona toma conciencia de su finitud y, esta determinación la sitúa mediante la razón en el infinito universal y libre244.

“La personalidad sólo comienza allí donde el sujeto no sólo tiene una autoconciencia en general respecto de sí como concreto, de alguna manera, determinado, sino sobre todo una autoconciencia de sí como yo plenamente abstracto, en el que toda limitación y validez concreta está negada y sin valor (...) no tienen aún personalidad alguna individuos y pueblos si todavía no han llegado a este puro pensar y saber de sí”245.

Se trata de una sólida vindicación individualista y hasta nacionalista que flaqueará en otros pasajes de la obra (infra). Un individuo, factor esencial, que se elevará por encima de su finitud gracias a la razón y se reconocerá como persona y como parte de lo universal y también de un pueblo, próximo al yo-nosotros fichteano, que debe tomar conciencia de sí mismo para definir su personalidad, lo propio en lo universal; en otras palabras, su identidad. Acceder a esta autoconciencia es el primer paso para la auténtica libertad dentro del universo de lo humano; pueblo-conciencia de sí-identidad constituyen expresiones caras al nacionalismo. No se debe olvidar que para Hegel el auténtico espíritu libre es aquél que supera la mera existencia natural y pasa a darse una existencia suya, consciente y propiamente libre, y es ahí donde comienza el derecho y la ciencia jurídica, y donde la esclavitud pasa a ser definitivamente injusta246. En primera instancia, Hegel define el derecho como la existencia que la libertad se da en forma inmediata247. Esta inmediatez se expresa en forma de propiedad o relación de una persona consigo misma respecto a las cosas exteriores que llega a poseer, y contrato o relación entre personas propietarias. Ambas desembocan en el derecho en sí, que da cuenta de lo injusto, el delito, la coerción, el castigo o la pena.

244 Fil. der., 174. “(…) la determinación es mi universalidad” (Fil. der., 175). 245 Fil. der., 176 y 178. 246 Fil. der., 228. 247 Fil. der., 184.

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Todo lo distinto del espíritu libre es exterior a él, es cosa, impersonal y ajurídica. Esta cosa tiene su fin en el hecho de recibir mi voluntad. Cuando mi voluntad la posee, ejerce un derecho de apropiación y se convierte en propiedad mía, en propiedad privada248. La propiedad privada sólo está subordinada a una instancia superior, que es el Estado. Así pues, la toma de posesión de las cosas exteriores (naturales) es el origen de la propiedad. Acontece quizás gracias a la astucia, a la habilidad, etc., pero, en cualquier caso, se origina en el momento en que hay una voluntad libre de apropiación. La primera propiedad privada es mi propio cuerpo, el cuerpo que mi espíritu ha poseído249. Por ello, toda violencia ejercida contra mi cuerpo es una violencia contra mí, contra mi espíritu y contra mi persona como voluntad libre, pues “en tanto que vivo, mi alma (el concepto, y, más altamente, la libertad) y el cuerpo no están separados, éste es la existencia de la libertad, y yo siento en él”250. La propiedad privada es, para Hegel, la expresión verdadera de la persona libre y el derecho a la misma, un derecho absoluto o derecho absoluto del hombre sobre todas las cosas (“la cosa después del contrato es mía”251). En castellano, propiedad alude tanto a la facultad específica, lo propio de cada individuo, como a la posesión de algo exterior. Por tanto, resulta fácil identificar la propiedad de algo como algo propio de lo humano. Ambas se confunden también en el discurso hegeliano y llegan a constituir una misma entidad, como propiedad y uso que no pueden existir separados. La cosa poseída sirve para cubrir una necesidad o exigencia determinada, que es cuantitativa y comparable en el universo de las relaciones entre individuos. Así, lo propio presupone igualmente la voluntad integradora de apropiación de lo exterior. La esfera del contrato aparece cuando la propiedad de una cosa deviene de un acuerdo común entre varias voluntades libres252. El contrato supone reconocimiento mutuo y afecta a cosas individuales exteriores.

“La estipulación del contrato es ya ella misma la existencia de mi decisión volitiva, en el sentido de que de este modo yo enajeno lo

248 Fil. der., 200 y 202. 249 Fil. der., 208. 250 Fil. der., 216. 251 Fil. der., 297. 252 Fil. der., 280.

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mío, que ahora ha cesado de ser mi propiedad, y de que la reconozco abiertamente como propiedad del otro”.

El establecimiento originario de relaciones contractuales entre las personas con el fin de salvaguardar su cuerpo y sus propiedades no expresan, para Hegel253, la razón de ser del Estado, al contrario de lo que defendían iusnaturalistas como Locke y Rousseau. Para él, la naturaleza del Estado hay que buscarla en la eticidad (infra). En cambio, los fundamentos del derecho sí proceden de la propiedad en cuanto toma de posesión de la cosa por parte de mi voluntad libre y del contrato entre voluntades254. Es por ello que el derecho surge de la persona y del respeto a las relaciones entre las personas. Dado que la persona es abstracta al trascender todas las determinaciones que pueda realizar, el derecho de la persona es un derecho abstracto que sólo puede referirse a la identidad conceptual abstracta de las personas, una igualdad pura, indiferenciada. En este lugar sólo existe la voluntad libre, que tropezará con otras al exteriorizarse y afirmarse en el mundo empírico mediante la posesión de las cosas. La naturaleza es la expresión de la desigualdad, es exterioridad en sí misma. Sus cosas no tiene derechos y, en consecuencia, son objetos de contrato255. Para Hegel, el derecho se origina en la persona libre, forjada en la misma sociedad, que nada tiene que ver con situaciones naturales de no-derecho: el derecho natural es un contrasentido. Lo que la sociedad emancipada debe lograr es “limitar y sacrificar la arbitrariedad y la violencia de la situación natural”. En cambio, la sociedad se fundamenta en la relación entre individuos que desarrollan diversas tareas, “circunstancias contingentes cuya multiplicidad produce la diversidad en el desarrollo de las disposiciones naturales, corporales y espirituales ya de por sí desiguales”256 (por sí mismos en la naturaleza). La división del trabajo es la que genera la desigualdad entre las personas. Ella supone desigualdad patrimonial y personal entre los individuos y se presupone como condición de la sociedad civil. El derecho en sí es una manifestación objetiva que se realiza cuando reprime toda vulneración de sí mismo. Su imperio es su propio restablecimiento permanente, y para ello penaliza o castiga sin tener en cuenta los factores subjetivos del delincuente. Es el delito o la falta los que realizan el derecho al

253 Fil. der., 288. 254 Fil. der., 318. 255 Fil. der., 193. Hegel incluye aquí conocimientos, ciencias, talento que puedan obtener una existencia externa. 256 Fil. der., 632.

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obligar su aplicación. En el proceso dialéctico de Hegel, lo injusto niega el derecho y la subsiguiente pena tiene como objetivo restablecer de nuevo el derecho lesionado. Lo justo del derecho constituye la posición primera, la idea de Bien y Justicia; lo injusto del delito, pretende negar ambos criterios y, por último, la pena se instituye como la superación de ambos, necesaria para la restauración del derecho en la realidad. Por tanto, la pena es necesaria y, además, reconoce y reinstaura al delincuente como persona (había dejado de serlo al transgredir el derecho). Por tanto, la pena también le beneficia. Queda claro también que la vulneración que supone el delito existe sólo como voluntad particular del delincuente257. El delito no puede repararse mediante una venganza particular, pues la venganza sólo es capaz de generar un nuevo delito y “como tal contradicción, cae en el proceso al infinito y se trasmite de generación en generación ilimitadamente”258. Moralidad. En la segunda parte de la obra, Hegel detiene su mirada en el segundo momento del espíritu objetivo, que define la moralidad. El principio del punto de vista moral es para él la “infinita subjetividad para sí de la libertad”259. La moral representa el momento subjetivo de la voluntad. Lo moral no es, en principio, opuesto a lo inmoral, sino que es el punto de vista universal que descansa en la subjetividad de la voluntad260. Se aborda en este apartado el tema de la finalidad de la acción voluntaria; de hecho, la acción se define como exteriorización de la voluntad subjetiva o moral261. Lo particular de cada acción es lo que Hegel llama “contenido interior”. Allí se halla la intención y su contenido, cuyo fin particular es mi bienestar. Sin embargo, este contenido interior, elevado a la universalidad y objetividad, refiere al fin absoluto de la voluntad: el Bien; el propósito, en cuanto procedente de un ser pensante, no contiene simplemente la individualidad, sino esencialmente un aspecto universal, la intención262 . Hegel establece una neta demarcación entre, por un lado, fines relacionados con la voluntad natural ubicada en ámbitos pre-políticos y, por otro, el fin universal de la acción pensante o racional: el bienestar o la felicidad. Según Hegel, en contraposición con lo que ocurría en la Antigüedad, en la época moderna se da el derecho del sujeto a tener una libertad subjetiva. Reconoce el 257 Fil. der., 342. 258 Fil. der., 360. 259 Fil. der., 364. 260 Fil. der., 380. 261 Fil. der., 386. 262 Fil. der., 320.

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papel del Cristianismo en la instauración de este derecho y lo acepta como el principio universal que ha dado una nueva forma al mundo263. Sin embargo, la satisfacción de mi subjetividad implica de hecho asimismo, obrar de cara al bienestar de otros, en rigor, el bienestar de todos, dada la universalidad del pensamiento racional264. De esta forma, ha quedado instituido el lugar del deber ser, punto de partida para las normas del correcto vivir en sociedad. La intención de mi bienestar no puede justificar una acción injusta265. Tampoco, como veremos más adelante con respecto al ciudadano y la sociedad civil, puede darse curso a la satisfacción de un fin individual cuando vaya en contra de un fin general. Así, el bien público, el bienestar del Estado como universalidad, prima por encima de la subjetividad individual. El bien común (Estado) trasciende al individuo. Sólo en casos de peligro extremo contra la vida individual puede el sujeto resistirse (derecho de indigencia)266. El Bien constituye lo sustancial para la voluntad. El Bien se hace realidad por medio de la voluntad subjetiva267. Hegel establece el deber de hacer el bien, hacer justicia y velar por el bienestar, tanto propio como el de todos268. Sin embargo, de la Idea abstracta de hacer el bien no se puede pasar a la determinación de deberes particulares. Para ello es necesaria la eticidad (la vida social), que da contenido objetivo a la conciencia moral que, en sí misma, es sólo formal269.

“Lo que es derecho y es deber, en cuanto lo es en sí y para sí racional en las determinaciones de la voluntad, no es esencialmente ni la propiedad particular de un individuo, ni lo que está en la forma del sentimiento o de cualquier otro saber singular, es decir, sensible, sino esencialmente en la forma de las determinaciones universales, pensadas, o sea, en la forma de leyes y principios270.

A la doble valoración del individualismo, ahora criticado, aludíamos más arriba. En este apartado, Hegel se manifiesta claramente contra la fundamentación del derecho en el individuo e, implícitamente, contra el iusnaturalismo, al declararse a favor de la racionalidad universal como

263 Fil. der., 420 264 Fil. der., 438. 265 Fil. der., 442. 266 Fil. der., 444. 267 Fil. der., 452. 268 Fil. der., 462. 269 Fil. der., 470. 270 Fil. der., 472.

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forjadora de normas para la conducta individual, y concebir la ley como resultado de un ejercicio racional vinculante. Eticidad. El tercer momento del espíritu objetivo viene expresado por la eticidad o idea de libertad que se ha convertido en mundo existente y en naturaleza de la autoconciencia271. Lo ético o deber hacer, aparece como objetivo por medio de las leyes y las instituciones. Éstas otorgan contenidos fijos que tienen una existencia por encima de la opinión subjetiva y del capricho272. Ambas conforman la sustancia ética y proporcionan una autoridad y un poder absolutos273. Además, las leyes éticas no son algo extraño para el sujeto, sino que el espíritu las toma como su propia esencia274. Las determinaciones éticas son deberes para el individuo, vinculantes para su voluntad275. Aparentemente, este deber puede aparecer como limitación a la subjetividad o libertad abstracta del individuo que determina a su arbitrio su bien indeterminado. Sin embargo, el individuo tiene en el deber más bien su liberación276. La virtud es lo ético reflejado en el carácter individual, la adecuación del individuo a los deberes de las relaciones a las que pertenece (honradez). La ética determina en una sociedad lo que el hombre virtuoso debe hacer277. En la identidad entre voluntad universal y particular se aúnan derecho y deber: por medio de lo ético tiene el ser humano derechos en la medida en que tiene deberes, y deberes en la medida en que tiene derechos278. La sustancia ética es el espíritu real de una familia y de un pueblo. Este concepto se objetiviza en dos momentos fundamentales: la familia, o espíritu ético inmediato o natural, y la sociedad civil, o unión de miembros en cuanto que individuos independientes en una universalidad que tiene un orden interno, con una constitución jurídica como medio de seguridad de las personas y de la propiedad, y un orden exterior para sus intereses particulares como Estado279.

La familia encuentra su determinación en el afecto (amor). Además, por la pertenencia a una familia las personas reconocen su individualidad como 271 Fil. der., 530. 272 Fil. der., 532. 273 Fil. der., 536. 274 Fil. der., 532. 275 Fil. der., 542. 276 Fil. der., 544. 277 Fil. der., 544. 278 Fil. der., 556. 279 Fil. der., 558.

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miembros de tal familia280. La familia se concreta en los tres aspectos siguientes. En primer lugar y como concepto inmediato, el matrimonio, que mantiene la vida de la especie (“unidad exterior”) y donde la autoconciencia de la unidad de los sexos se transforma en amor espiritual o autoconsciente (“unidad interior”)281, un punto que Hegel juzga muy importante. El matrimonio parte del consentimiento de dos individuos para constituir una sola persona, abandonando la personalidad natural de cada una. El matrimonio es, además, un deber ético. En él se recibe el consentimiento de las respectivas familias y también de la comunidad282. Hegel no otorga al matrimonio carácter contractual283, al situarlo en un indefinido “nirvana”, ajeno a los egoísmos particulares que sí requiere el contrato. En el despliegue del matrimonio sólo caben amor, unidad (monogamia) e indisolubilidad. El papel de hombres y mujeres es distinto. El hombre realiza su vida sustancial en el Estado, la ciencia, la lucha y el trabajo, y debe hallarse al frente de la familia284; la mujer tiene su determinación sustancial en la familia y en la piedad285. Esta defensa a ultranza de la monogamia, la presupone como uno de los principios absolutos donde descansa la eticidad de una comunidad286. En segundo lugar, Hegel sitúa el patrimonio familiar. Equipara el origen del matrimonio al de la propiedad287 y se refiere al patrimonio familiar como su existencia exterior, propietario de bienes y encargado de su cuidado288. Es al hombre, como cabeza de familia, a quien corresponde realizar la ganancia del exterior, cuidar de las necesidades de la familia y administrar dicho patrimonio289. En tercer lugar, encontramos el objetivo de la crianza y la educación de los hijos, así como la disolución de la familia en relación con la herencia290. Los hijos tienen derecho a ser alimentados y educados con el patrimonio familiar común. En la familia se educa a los hijos y se les mantiene en una disciplina

280 Fil. der., 562. 281 Fil. der., 564 y 566. 282 Fil. der., 578. 283 Fil. der., 286 ss. y 574. 284 Fil. der., 590. 285 Fil. der., 582. 286 Fil. der., 584. 287 Fil. der., 590. 288 Fil. der., 564. 289 Fil. der., 592. 290 Fil. der., 564.

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con el fin de hacerles autónomos algún día y de que adquieran una personalidad libre con capacidad de salir de la unidad natural de la familia291. Con la disolución de la familia, entendida como la muerte del padre, el testamento debe encaminarse a mantener la familia, evitándose donaciones disparatadas que comprometan la supervivencia de los miembros supervivientes.

En el tránsito de la familia a la sociedad civil, la familia se disuelve merced al principio de personalidad en una pluralidad de familias que se comportan mutuamente como personas autónomas concretas292. Así, el pueblo y la nación surgen como ampliación de la familia. Ambos tienen un origen natural común293. La sociedad civil es la sociedad entendida como un sistema de dependencia multilateral universal, “de suerte que la subsistencia y el bienestar del individuo y su existencia jurídica se entrelaza con la subsistencia, el bienestar y el derecho de todos (...) A este sistema se le puede considerar en primer lugar como Estado exterior, Estado de necesidad y de entendimiento”294. La sociedad civil también atraviesa sus tres momentos. El primero es denominado por Hegel el sistema de las necesidades, que consiste en la satisfacción de las necesidades del individuo mediante su trabajo y, también mediante el trabajo, la satisfacción de las necesidades de todos los demás295. La base social, en tanto determinación recíproca entre los individuos, se basa en el trabajo como medio para satisfacer tales necesidades296. El desarrollo de la división del trabajo, origen de la desigualdad social como vimos anteriormente, se erige ahora en motor de su opuesto, la solidaridad orgánica, aunque en el caso de Hegel se trate de una solidaridad de concepción liberal, en la que el goce o las satisfacciones personales particulares contribuirán a lograr el equilibrio colectivo. Ello es así porque confía en que lo que es bueno para mí será bueno para los demás, una emulación desafortunada de la idílica división del trabajo en la que el goce de unos produce el de los otros297. No obstante, la posibilidad de participar en el patrimonio universal está condicionada por el capital privado y las habilidades particulares que, junto a las múltiples circunstancias contingentes, generan desigualdad, diferencias y

291 Fil. der., 596. 292 Fil. der., 614. 293 Fil. der., 616. Los sentimientos nacionalistas podrían hundir sus raíces en la naturaleza al modo fichteano, si atendemos a esta expresión de Hegel. 294 Fil. der., 619. 295 Fil. der., 625. 296 Fil. der., 630. 297 Fil. der., 632.

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disimetrías que se plasman en clases298. El segundo momento de la sociedad civil es la administración de la Justicia, o protección de la propiedad mediante leyes universales conforme a las cuales juzgar. Esta administración se ocupará de que la libertad general, la de todos, domine en la realidad mediante la ley establecida objetivamente por el derecho formal, el derecho individual y la actividad concreta de jueces y magistrados. La administración de justicia pone freno a los problemas generados por la libertad individual que camina fuera del cauce legítimo del derecho. Hegel considera este momento como el instante de la prevención y la reparación. Dado que la ley no funciona sin conflictos, se realiza cuando los atiende para el cuidado del interés particular en cuanto interés común. Para mantener el orden preestablecido se acude a la policía y a la corporación299, que constituyen un tercer momento de garantía ininterrumpida para la seguridad de la persona y de la propiedad300. El Estado. El momento definitivo del espíritu objetivo es el Estado: “la realidad de la idea ética, el espíritu ético en cuanto voluntad patente, ostensible a sí misma, sustancial, que se piensa y sabe y cumple aquello que sabe y en la medida en que lo sabe”301. El Estado es una realización racional; de hecho, el fin último de toda racionalidad. En el Estado la autoconciencia individual se eleva a la universalidad y la unidad así establecida es “autofinalidad absoluta, inmóvil, donde la libertad llega a su supremo derecho”302. El deber supremo de cualquier individuo es ser miembro de un Estado303. Esta posición se opone de nuevo al iusnaturalismo, para el que el Estado es una institución al servicio y en función de los intereses de los individuos que acuerdan entre sí formarlo. Para Hegel, el individuo forma parte del Estado como un deber, ya que sólo formando parte de un Estado el individuo posee objetividad, verdad y eticidad, y puede llevar una vida universal304. La diferencia con respecto a Rousseau o Locke es clara: para Hegel el Estado no se funda en la coincidencia de voluntades particulares en su búsqueda de un fin inmediato y material (la seguridad en la vida y las propiedades individuales). Para Hegel, el Estado se funda en un acto de razón, una razón

298 Hegel reconoce clases campesinas, industriales y de los servidores del Estado (Fil. der., 632 y 634). 299 Fil. der., 625. 300 Fil. der., 661. 301 Fil. der., 678. 302 Fil. der., 678. 303 Fil. der., 679. 304 Fil. der., 679.

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pensada individualmente pero en la que, en cuanto que tal razón es universal, coinciden en ella todos los individuos. El Estado es una creación del pensamiento: he ahí el idealismo racionalista de Hegel. El Estado reúne universalidad e individualidad: la voluntad busca su finalidad particular actuando según leyes y principios pensados, es decir, universales305. El tránsito de la familia, horda, tribu, multitud a la condición de Estado requiere la realización de la idea ética. Un pueblo no es todavía un Estado. Sin personalidad y autoconciencia, un pueblo no tiene leyes en tanto determinaciones pensadas y, por lo tanto, no tiene autonomía ni es reconocido por otros. Hegel sitúa a los colectivos preestatales en la prehistoria, donde se da “por una parte la inocencia apática, embotada, y por otra parte el arrojo de la lucha formal del reconocimiento y de la venganza”306. El estadio Estado supera todo ello y logra la culminación de la vida social a través de la armonía racional y real entre persona (individuo o familia) y sociedad, y con el concierto entre voluntades que desemboca en la realización de la libertad general. Hegel distingue tres momentos de la Idea del Estado: el derecho político interno, el derecho político externo y la historia misma. El derecho político interno o constitución es el Estado en cuanto se refiere a sí mismo. Constituye la legislación que estructura y organiza el Estado. El Estado es la realidad de la libertad concreta, es decir, que la individualidad personal y los intereses particulares no sólo obtienen su reconocimiento y el derecho a desarrollarse, sino que persiguen por sí mismos el interés de lo universal307.

“El interés particular no debe, en verdad, ser dejado de lado o incluso reprimido, sino que debe ser concordado con lo universal. El individuo, súbdito en cuanto a sus deberes, encuentra como ciudadano en el cumplimiento de los mismos la protección de su persona y de su propiedad, la consideración de su bienestar particular, y la satisfacción de su esencia sustancial, la conciencia y el sentimiento de la propia dignidad de ser miembro de ese todo, y en este cumplimiento de los deberes como prestaciones y servicios para el Estado tiene su conservación y su existencia”308.

El Estado se articula en instituciones, que son sus garantías objetivas. El

305 Fil. der., 680. 306 Fil. der., 795. 307 Fil. der., 687. 308 Fil. der., 690-691.

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conjunto de éstas compone la constitución o racionalidad evolucionada y realizada en lo particular309. Ello se plasma en diversos poderes estatales, que desempeñan las tareas por medio de las cuales lo universal se produce continuamente310. Hegel distingue tres poderes constitucionales: legislativo, gubernativo y el poder del príncipe. El primero determina lo que es universal311 y establece las leyes que dictaminan lo que el Estado permite gozar y beneficiar a los individuos, y lo que los individuos deben aportar al Estado312. Hegel no es partidario del sufragio universal, sino de una representación estamental en la que se concede gran peso a la nobleza313 y, en general, a las clases dominantes. Los diputados son representantes, no de individuos particulares, sino de “esferas esenciales de la sociedad” (el representar no es ya estar en lugar de otro, sino que el interés mismo está ya presente)314. El segundo comprende los poderes judiciales y policiales, y concierne también al funcionariado en general, en tanto servidores del Estado ligados por un deber necesario en el que el capricho es intolerable. Ambos poderes se ocupan igualmente de los necesarios mecanismos de control de los funcionarios por instancias superiores, a fin de evitar posibles abusos315. El tercer poder, el del príncipe, sitúa la subjetividad como última decisión de la voluntad316. En el príncipe están reunidos los diferentes poderes en la unidad individual correcta. La monarquía constitucional, obra del mundo moderno, supone para Hegel el máximo perfeccionamiento del Estado. Supone la culminación de la historia del mundo, por cuanto libera a sus miembros (ciudadanos reconocidos como tales) y, al tiempo, mantiene la unidad de la racionalidad estatal. El poder del príncipe contiene los tres momentos de la totalidad: la universalidad de las leyes, lo consultivo como relación de lo particular con lo universal y el momento de la última decisión como autodeterminación317. Él personifica y garantiza la unidad del Estado318, y es el depositario de la soberanía como totalidad. Hegel no está de acuerdo 309 Fil. der., 691-692. 310 Fil. der., 695. 311 Fil. der., 715. 312 Fil. der., 750. 313 Fil. der., 760. 314 Fil. der., 765. 315 Fil. der., 745 y ss. 316 Fil. der., 726 y 733. Por esta argumentación, Marx cargará contra Hegel en su Critica de la filosofía del derecho (infra). La aleatoriedad del sistema hegeliano del derecho queda ilustrada para Marx en la necesidad de corporeizar el más alto poder del Estado en el monarca, y situar por tanto la mayor obra de la razón a la altura de la carne. 317 Fil. der., 722. 318 Fil. der., 715.

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con que la soberanía resida en el pueblo, ya que un “pueblo” sin monarcas y sin todos los mecanismos de articulación (soberanía, gobierno, tribunales, clases) es una masa amorfa que no es Estado ni es nada319. Hegel se manifiesta en contra de la posibilidad de idear una constitución válida universalmente, aun siguiendo principios racionales. La constitución de un pueblo depende del “modo y la cultura de su autoconciencia”, pues “cada pueblo tiene por ende la constitución que le es adecuada y le corresponde”320. Con ello, defiende un particularismo histórico avant la lettre al concebir la existencia de “pueblos” con personalidad, es decir, que saben que su fin es el objetivo de su voluntad. Por ello, la comunión de sus miembros se caracteriza por una cierta forma de autoconciencia. Inversamente, supone también un freno al intervencionismo napoleónico o a las ansias imperialistas en general, pues no es posible “exportar” fórmulas revolucionarias de organización socio-política argumentando que reflejan la universalidad de unos principios justos. Cada “pueblo” se dota de las formas de organización que es capaz de pensar y establecer. El derecho político externo es el segundo momento de expresión del Estado. Se refiere a la relación de un Estado individual con otros Estados. Concierne a los tratados, al derecho internacional, y está obligado por los derechos de los pueblos que lo trascienden. Al existir el Estado también como individualidad (exclusividad, ser-para-sí de cada Estado), se expresa asimismo en la relación con otros Estados, cada uno de los cuales es autónomo321. Hegel habla del “momento ético de la guerra”, como necesidad de defender la autonomía del Estado a costa de las posesiones y la vida322. El Estado, en tanto racionalidad sustancial e inmediata realidad, es el poder absoluto sobre la tierra. Por tanto, cada Estado se halla frente a otros en autonomía soberana. Así, el derecho internacional surge de las relaciones entre Estados autónomos, los cuales establecen tratados que deben ser respetados. Sin embargo, se reconoce que no existe una voluntad universal constituida por encima de tales Estados (un Estado de Estados), por lo cual Hegel admite la guerra como “institución de derecho internacional”. Los conflictos entre Estados, en tanto que las voluntades no encuentran conciliación, sólo pueden decidirse mediante la guerra323.

319 Fil. der., 729. 320 Fil. der., 720-721. 321 Fil. der., 776. 322 Fil. der., 778. 323 Fil. der., 787.

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El tercer momento, la historia, no es propiamente un tal momento, pues una vez las políticas interior y exterior del Estado se manifiestan, el Estado colma de justicia la realidad y culmina el despliegue de individuo y sociedad bajo el común criterio de su soberanía. Sin embargo, tras él, con él y sobre él, siendo él, está la historia marcando el paso, actualizando el destino y realizando el devenir paulatinamente. Es por ello que el último momento no es más instante que el aire que respira la libertad en su devenir; la historia universal del espíritu que retorna autoconsciente en toda su magnitud para sí. La historia universal se concibe como tribunal universal. Es el despliegue necesario a partir de los conceptos de libertad, autoconciencia y razón. Es la exposición y realización del espíritu universal324. La historia universal es la exposición de cómo el espíritu trabaja para saber lo que es en sí. En el despliegue de la idea, en tanto progreso de la conciencia para tomar conciencia de libertad, se atraviesa una serie de estadios. En cada uno de ellos hay un pueblo dominante que se encarga de realizar este estadio de progreso. Los otros pueblos contemporáneos que no son portadores del estadio actual de despliegue del espíritu universal carecen de derecho (su época ya ha pasado) y no cuentan para la historia universal325. Como ya dijimos, para Hegel la historia comienza cuando surgen determinaciones legales e instituciones objetivas. Dado que el movimiento del espíritu es saberse absolutamente y liberar su conciencia de la inmediatez natural, Hegel distingue cuatro “imperios históricos universales” en el proceso de liberación de esta autoconciencia: oriental, griego, romano y germánico326. Con ello, contribuye a sentar las bases de las series procesalistas y evolucionistas de la segunda mitad del siglo XIX. Para Hegel, “la historia es el devenir que se mediatiza a si mismo”327, marca el límite espacial y temporal de la voluntad libre, y expresa el escenario en el que el espíritu se manifiesta. Conclusión. Los problemas del Estado hegeliano. Al hilo de lo que acabamos de mencionar, surge la primera crítica a la política

324 Fil. der., 791. 325 Fil. der., 795. 326 El periodo oriental representa la infancia de la humanidad. La libertad solo está en manos de uno y se le niega a todos menos al soberano. Los periodos griego y romano representan la humanidad adolescente. Es la primera llamada de la conciencia que busca, a partir de ahora, la libertad. En ambas fases prevalecía la comunidad sobre el individuo. El periodo germano representaría la madurez de la humanidad y abarcaría desde el cristianismo hasta la época de Hegel. En esta fase y tras un tiempo de búsqueda infructuosa en el que perduraron formas de esclavitud, se alcanza la plenitud de la conciencia de libertad y su realización histórica a través del Estado. 327 G. W. F. Hegel (1807), Fenomenología del espíritu. Hemos utilizado la versión de W. Roces para el F.C.E. en su sexta reimpresión (1999, 472).

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de Hegel. Diferenciar un pueblo como “elegido” o “protagonista” de una época y descartar a otros pueblos como incompetentes en el devenir de la civilización es síntoma de chauvinismo y mesianismo y, a la vez, una justificación para la subordinación de los mismos. Hegel reproduce este pensar jerárquico en otros lugares de su obra, alcanzando su manifestación más extrema cuando pone el devenir de la historia en las manos de los grandes hombres de los diferentes pueblos. Ellos han mostrado la síntesis preclara del camino que la humanidad había de seguir. Bajo esta idea, contempla también el proceso histórico una vez abandonada la prehistoria328. Esta obediencia debida a la jerarquía es todavía más impactante cuando acude, como comentamos anteriormente, al príncipe como síntesis concreta de la soberanía, ámbito y protagonista de la subjetividad en tanto última decisión de la voluntad. Un personaje que reunía en su subjetividad toda la racionalidad objetiva del Estado y encarnaba el vínculo necesario entre lo individual y lo particular, constituía, sin duda, un blanco fácil para la crítica marxiana329. Si seguimos atendiendo a Marx, el verdadero contenido del Estado está bien lejos de la ficticia racionalidad que cree ver Hegel en él. El Estado se encuentra más allá de las constituciones que dicen expresarlo; su verdadero contenido es las propiedad privada. El supuesto asunto común que para Hegel era el contenido decisivo del Estado, sólo representará para Marx los intereses de una clase dominante propietaria de los medios de producción. El Estado, entendido como entidad política, constituye exclusivamente la parte ceremonial de la realidad social330. El Estado apela a su propia abstracción y se desvincula efectivamente de responsabilidades particulares, es decir, de la vida concreta de los ciudadanos en relación a la propiedad privada. De hecho, cuanto más abstracto y

328 Fil. der., 796. 329 La crítica de Marx fue contundente: “Hegel define aquí al monarca como «la personalidad del Estado, su certeza de sí mismo». El monarca es la «soberanía personificada», la «soberanía hecha carne», la conciencia palpable del Estado. Con ello quedan excluidos todos los demás de esta soberanía, de la personalidad y de la conciencia del Estado. Pero a la vez Hegel es incapaz de dar a esta «Souveraineté Personne» otro contenido que el «quiero», el factor de la arbitrariedad en la voluntad. La «razón del Estado», la «conciencia del Estado» es una persona empírica «única» con exclusión de todas las otras; pero esta razón personificada carece de todo otro contenido que la abstracción del «quiero». L'État c'est moi”. Todavía más gruesa resulta la analogía que le sugiere: “El nacimiento determinaría la calidad del monarca, lo mismo que determina la calidad del ganado” (Marx, K. (1843/2002), Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel. Biblioteca Nueva. Madrid. Traducción de J. Mª Ripalda, pp. 95 y ss. y 103). 330 “El Estado constitucional es el Estado cuyo interés es sólo formalmente el interés real del pueblo (...). Se ha convertido en una formalidad, en el haut goût de la vida del pueblo, en una ceremonia. El elemento estamentario es la mentira legalmente sancionada de los Estados constitucionales” (Marx, K. (1843/2002), Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel, p. 142).

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ceremonial sea, más difícil será acabar con las desigualdades. Además, el individuo niega su propia realidad concreta cuando pasa a ser un verdadero ciudadano. Lo político posee, con el Estado hegeliano, una entidad propia, independiente de toda realidad socio-económica. Bajo el enunciado de que ahora todos somos iguales ante la Ley, el Estado sanciona como verdad lo que en verdad es distancia y disimetría. Al defender como cosa común una igualdad que no lo es, aliena al ciudadano de su vida y sitúa su libertad en el único ámbito donde ésta cabe: el pensamiento. El Estado, para Hegel el máximo exponente de la racionalidad y determinación de los seres humanos, instituye una apariencia de realidad igualitaria, donde solo existe división, diferencia e interés privado. Al traducir la dialéctica de las cosas por la dialéctica de las ideas, Hegel traslada el sentido y la referencia de las palabras a universos imaginarios que tranquilizan la conciencia de quienes temen por las condiciones de vida que poseen, al tiempo que instruye en el deber a los desfavorecidos, desatendiendo en un paraíso de formalidades su derecho a vivir y trabajar como personas en pie de igualdad real. Es probable que el anhelo de Hegel por elaborar una Constitución posible para su país y su tiempo le hiciera explicitar proposiciones que podemos considerar hoy impropias de su capacidad de análisis, por paradójicas y hasta contradictorias. Por ello, hay que mantener la duda y preguntarse si no sopesó también la posibilidad de desplegar una teoría política más descarnada y menos retórica y contradictoria que la que propuso, y si aquélla hubiera llegado más lejos que ésta dadas las condiciones de la realidad social en la que vivió. En la constitución de las ideas revolucionarias del siglo XIX, pesaron tanto la crítica a Hegel como el proceder dialéctico de su discurso. Sin la apelación a lo concreto de la filosofía hegeliana y su exigencia de realización para todo pensamiento en orden de cobrar autoconciencia, difícil hubiera resultado concebir un cambio formal de las conciencias. El esbozo ordenado de un “mundo al revés” (como aseverarán sus críticos) cuyas piezas, no obstante, encajarán con la realidad simplemente invirtiendo el proceso y su sujeto (ser y existencia por idea y esencia), manifiesta la calidad de su contribución tanto filosófica como política.

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CAPÍTULO 6 La crítica del Estado en Marx

La obra de Marx constituye un referente fundamental a la hora de entender el panorama del pensamiento contemporáneo y, en cierto modo, una parte singularmente importante de la historia reciente de la Humanidad. Tal vez, la principal razón de su enorme influjo reside en haber promovido un compromiso dialécticamente relacionado entre, por un lado, el conocimiento científico de la realidad social y, por otro, la ética y la praxis política. Marx elaboró la última propuesta emancipadora surgida de Occidente, cuyo objetivo consistía, y consiste todavía, en superar las condiciones impuestas por la explotación capitalista y en alcanzar una sociedad más justa. Marx fue testigo del triunfo revolucionario de la burguesía y, a la vez, auguró que sólo otra revolución tan violenta como la primera acabaría con el orden burgués. Para lograr este objetivo, planteó una ética que exige una actitud solidaria y una práctica colectiva orientada a la transformación revolucionaria de las condiciones materiales que sustentan la realidad social en un momento dado de su historia. En este sentido, el conocimiento objetivo de dicha realidad se convierte en un instrumento al servicio del cambio revolucionario de la misma. Con este horizonte a la vista, la tarea del pensamiento y de la investigación histórica debe centrarse en descubrir las contradicciones existentes en la realidad social para luchar y cambiarla, no en promover la reflexión como si ésta constituyera un objetivo en sí mismo (“ensimismado”). Marx pretende acabar con la filosofía especulativa y contemplativa, e inaugurar la ciencia de la Historia, de la mano de un estudio materialista de la sociedad que hoy conocemos como materialismo histórico. Marx es materialista porque el pensamiento y la voluntad son productos de la experiencia previa, material y real, de la producción de la vida en sociedad; de la tensión y contradicciones establecidas entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción vigentes en un momento dado; entre qué se produce y el lugar de los grupos sociales en la organización de dicha producción. Todo pensamiento es objetivo, pero no gracias a la voluntad pura de un Sujeto o de una entidad anónima también metafísica, sino precisamente como producto histórico influido por las condiciones objetivas y subjetivas de la vida social que modelan cualquier voluntad o reflexión. Marx es también dialéctico porque, a su vez, cualquier anhelo o deseo sólo llega a ser efectivo si favorece activamente, en la práctica, el cambio de aquellas condiciones desfavorables para la vida social. Las contradicciones deben resolverse en la realidad, no basta con que sean enunciadas en el discurso filosófico.

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El pensamiento es una síntesis, un resultado y un eventual instrumento para el cambio social; no un punto de partida o un motor autónomo, tal y como se le atribuía postular a la filosofía hegeliana. Para Marx, sin embargo, la filosofía de Hegel sí fue un auténtico punto de partida, hasta el punto de que aspectos fundamentales, como la lógica dialéctica, no le abandonaron jamás. En otros puntos, como el que nos ocupa aquí en torno a la filosofía del Estado, la divergencia fue, en cambio, temprana y radical, si bien, como veremos, el verdadero distanciamiento de Hegel tardó años en verificarse y se produjo más en el terreno ontológico que en el del procedimiento (dialéctica). Para Marx, el significado del “Estado” varió a medida que sus ideas sobre lo real fueron cobrando un ajuste material. El método para abordar su estudio también atravesó el mismo proceso de concreción. Método y concepto fueron adaptándose mutua y paulatinamente hasta que el sujeto real de las cosas suplantó en Marx a la “esencia hegeliana” de las mismas. -Del humanismo idealista al materialismo histórico. El repaso diacrónico por la noción de Estado en Marx se inicia en 1842, cuando, como redactor de la “Gaceta Renana”, órgano de oposición burguesa al despotismo prusiano, trató en uno de sus editoriales331 temas de Estado y de religión. En este texto de juventud, Marx parece alinearse con una concepción del Estado como agrupación de hombres libres que aspiran a la realización de la libertad: “la filosofía es la que interpreta los derechos de la humanidad, la que exige que el Estado sea el Estado de la naturaleza humana”332. Para Marx, fueron “Fichte y Hegel quienes comenzarán a ver el Estado con ojos humanos y desarrollarán sus leyes partiendo de la razón y de la experiencia”333. Siguiendo la estela de estos filósofos, el Estado se constituye así como “el gran organismo en que debe realizarse la libertad jurídico-moral y política y en que el individuo ciudadano del Estado obedece en las leyes de éste solamente a su propia razón, a la razón humana”334. Pese a que en aquellos años la libertad constituía para Marx la esencia del Hombre y, el Derecho, un efecto de la razón humana, hay indicios de que comenzó a vislumbrar una convicción que, con el tiempo, fue madurándose y haciéndose extensiva a la política en general: el Estado, aparentemente

331 El texto titulado “El editorial del número 179 de la Gaceta de Colonia (Kölnische Zeitung)” apareció en la Rheinische Zeitung (“Gaceta Renana”) los días 10, 12 y 14 de julio de 1842. Hemos utilizado aquí la traducción al castellano de W. Roces, en la compilación titulada Escritos de juventud de Carlos Marx (Fondo de Cultura Económica, México, 1982; citado como Escritos a partir de ahora). 332 Escritos, 234. 333 Escritos, 235. 334 Escritos, 236.

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consecuencia de una aspiración racional y, una vez establecido, elemento rector de la vida humana, no es más que un puro formalismo. La realidad social era y es bien distinta y en un artículo contra la ley que castigaba la tala ilícita335, Marx denunció que, con dicha ley, “todos los órganos del Estado se convierten en oídos, ojos, brazos y piernas (...) del propietario del bosque”. Aun así, el posicionamiento político de Marx hasta mediados de 1843 seguía expresando lecturas diversas, desde el cinismo con que critica al Estado prusiano al calificarlo como una propiedad dinástica336, al anhelo de un Estado y un mundo nuevo fundado en un humanismo democrático.

La verdadera crítica y la superación de la “trampa” hegeliana comenzarán a fraguarse en el Manuscrito de Kreuznach337, redactado en el verano de 1843. Aunque las consideraciones idealistas y humanistas se mantienen en ocasiones, dejan paso a un incipiente análisis materialista histórico. Se suele reconocer que el Manuscrito de Kreuznach fue redactado bajo la influencia de las Tesis provisionales para la reforma de la filosofía de L. Feuerbach. Según éste, “Hegel no ha pensado los objetos más que como predicados del pensamiento que se piensa a sí mismo”338, cuando lo correcto sería afirmar que el ser es sujeto y el pensamiento es predicado y, por tanto, que el pensamiento surge del ser y no al contrario. Ahora bien, el Manuscrito supuso más que una simple inversión de la dialéctica de Hegel, inversión que sustituye el sujeto hegeliano ideal (el Estado) por un sujeto real (la Sociedad civil o burguesa)339. Más allá de todo ello, el texto constituye un primer reclamo a la investigación (científica) de la estructura material e histórica de las sociedades que sustentan precisamente las formas políticas estatales. Por tanto, la obra no se limita a

335 Publicado en la “Gaceta Renana” los días 25, 27 y 30 de octubre, y 1 y 3 de noviembre de 1842. 336 Carta de Marx a Ruge (Colonia, Marzo 1843) (Escritos, 446). 337 Se trata del texto conocido en castellano bajo el título Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel. Fue publicado por primera vez en 1927 a cargo del Instituto Marx-Engels de Moscú (Escritos, nota 153). En él se recogen los comentarios de Marx a la obra de Hegel Grundlinien der Philosophie des Rechts oder Naturrech und Staatswissenschaft im Grundrisse (Fil. der.), concretamente sobre los §§ 261 a 313, donde se trata el problema del Estado. Desafortunadamente, el manuscrito se conservaba incompleto, al faltar las cuatro primeras páginas y el título. La Crítica tampoco trata el apartado “Opinión pública” (§§ 314-320) que Hegel desarrolla al final de su obra. Para unificar referencias, hemos utilizado aquí la traducción de J. Mª Ripalda en la versión más reciente revisada y actualizada para la edición de A. Prior (a partir de ahora citada como CFEH, Biblioteca Nueva, Madrid, 2002). Cuando puntualmente acudamos a su versión anterior (Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, Obras de Marx y Engels (OME 5). Karl Marx. Manuscritos de París. Anuarios Francoalemanes. 1844. Barcelona, Crítica 1978) o a la traducción de otro autor, así lo hacemos constar. 338 Citado por Ripalda en la nota 18 de su traducción de CFEH (OME 5), a partir de Feuerbach, L., Aportes para la Crítica de Hegel. Traducción de Alfredo llanos, La Pléyade, Buenos Aires, 1974, pp. 80-81. 339 Ahí se queda Engels en su texto "Carlos Marx", Demokratisches Wochenblalt, 34 ["Semanario democrático"] del 21 de agosto de 1869: “Partiendo de la filosofía del derecho de Hegel, Marx llegaba a la conclusión de que la esfera en que debe basarse la clave para comprender el proceso histórico del desarrollo de la humanidad no es el Estado, que Hegel considera como la 'coronación del edificio', sino más bien la 'sociedad civil', colocada por él en segundo plano" (a partir de Escritos, nota 153).

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cambiar un proceso lógico por otro, sino que intenta buscar la determinación de la institución política en la materialidad misma de la sociedad, al tiempo que arremete contra la filosofía hegeliana del Derecho y el Estado, que los concebía como la culminación de la historia y de la conciencia humana. Pese a la denuncia de los planteamientos hegelianos, el concepto marxiano de Estado en el Manuscrito de Kreuznach no se halla exento de los componentes idealistas que se reprochaban al filósofo de Jena. Así, Marx se refiere al Estado como una abstracción pero, paradójicamente, al referirse al ámbito único de lo concreto que se hallaría en la raíz de aquél, coloca otra abstracción: el “Pueblo”340. Resulta claro que “Pueblo” no revela algo más concreto que “Estado”. Por tanto, Marx desplazó el énfasis de un concepto a otro sin modificar en la práctica el proceder de Hegel, para quien nociones como “Estado” tienen su lugar en el proceso de alienación o mediación en el que el Espíritu se realiza históricamente. Otra deuda del Marx de esta época con el idealismo se descubre a propósito del nuevo sujeto facilitado por la inversión feuerbachiana-marxiana: la Familia y la Sociedad burguesa: “(razonablemente) el estado político no puede existir sin la base natural de la familia y la base artificial de la sociedad burguesa, sus condiciones sine qua non”341. El enunciado mueve a dos consideraciones. La primera y más evidente se refiere a la cualidad de los conceptos “Familia” y “Sociedad burguesa”. El primero reduce la familia, una institución de por sí política y polimorfa en sus manifestaciones concretas, a una representación naturalista y ahistórica, mientras que el segundo está cargado de presentismo. El primero añade una deuda con Rousseau342, y sólo recibirá un impreciso contenido histórico por parte de Marx muchos años después343. El segundo obliga a considerar que, para el Marx de 1843, la noción “Estado” y las reglas de juego que lo acompañan, en tanto realidad concreta, sólo pudieron darse

340 CFEH, 97. 341 CFEH, 73. El Estado moderno, o Estado político propiamente dicho, sería incapaz de emerger fuera de la Sociedad burguesa, una sociedad que, en este texto, sólo está caracterizada filosóficamente como productora de realidades alienantes, vacías y únicamente transitadas por la razón: “El Estado político como forma organizadora (...) carece de contenido propio; el contenido reside en la propiedad, el contrato, el matrimonio, la sociedad burguesa, en tanto formas de existencia distintas del Estado político” (CFEH, 100). 342 En palabras del filósofo ginebrino, “La más antigua de todas las asociaciones y la única natural es la familia” (Contrato, 4); “La familia es el primer modelo de sociedad política: el jefe, el padre, y los hijos, el pueblo” (Contrato, 5). Locke también tocó el tema señalando que “La primera sociedad que se creó fue la de hombre y mujer; y esto dio luego lugar a la sociedad entre padres e hijos. Conforme fue pasando el tiempo, a ésta se le añadió la sociedad entre amo y siervo” (Segundo Tratado, 96). 343 Véase CFEH, nota 80. La historicidad y polimorfia de la familia eran conocidas al menos tardíamente por Marx, como se desprende de los resúmenes y comentarios a los trabajos de antropólogos como H. Morgan. Véase al respecto Los apuntes etnológicos de Karl Marx (transcritos, anotados e introducidos por Lawrence Krader. Pablo Iglesias/Siglo XXI, Madrid, 1988), en especial las pp. 77-101.

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como culminación de un proceso ideal, humanista, guiado por la exigencia de libertad abanderada por la burguesía más que, como hubiera dicho más tarde, en función de un nivel dado de desarrollo histórico y dialéctico entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción. El meollo de la cuestión sobreviene en la crítica a los §§ 305 y 306 de la obra de Hegel: “La Constitución política culmina por tanto en la constitución de la propiedad privada. La suprema convicción política es la convicción de la propiedad privada”344. El Estado político sería el propio poder de la propiedad privada, su ser hecho existencia. ¿Qué le queda al Estado político frente a este ser? La ilusión de que es él quien determina, cuando en realidad es determinado. Ciertamente, el Estado doblega la voluntad de la familia y de la sociedad, pero sólo para dar existencia a la voluntad de una propiedad privada sin familia ni sociedad y para reconocer esta existencia como la suprema del Estado político, como la suprema existencia ética”345. La conclusión es entonces inevitable: “la propiedad privada se ha convertido en el sujeto de la voluntad, la voluntad ya no es más que el predicado de la propiedad privada”346. Esta crítica enlaza con una nueva perspectiva implícita sobre el sentido verdadero del Estado: “El estado constitucional es el estado cuyo interés es sólo formalmente el interés real del pueblo (..) se ha convertido en una formalidad (...) en una ceremonia. El elemento estamentario es la mentira legalmente sancionada de los Estados constitucionales, según la cual el Estado es el interés del pueblo o el pueblo el interés del Estado”347. Esta realidad formal y ceremonial del Estado moderno salpicará a partir de ahora toda la consideración marxiana sobre esta institución, equiparando sus efectos alienantes a los de la religión: “Así como los cristianos son iguales en el cielo y desiguales en la tierra, los individuos que componen un pueblo son ahora iguales en el cielo de su mundo político, desiguales en la existencia terrena de la sociedad”348; “el ciudadano, como idealista político, es un ser completamente distinto, en desacuerdo con su realidad, diferente y opuesto a ella”349. A pesar del giro realista que el texto va tomando en sus últimos desarrollos, el Manuscrito de Kreuznach conserva todavía un regusto humanista y demócrata 344 CFEH, 182. 345 CFEH, 184. 346 CFEH, 185. 347 CFEH, 142. 348 CFEH, 158. 349 CFEH, 156.

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que seguirá aflorando en otros textos, como La cuestión judía y la Introducción350 al propio Manuscrito largamente inédito, hasta que el proletariado comience a personificar para Marx la posibilidad de una transformación social real y radical351. Mientras tanto, la sociedad burguesa continuó siendo la condición real de lo político352 y, este ámbito, blanco de sus críticas en tanto ficción creada a partir de la representación burguesa de la “libertad”. Al asegurar los intereses privados, la libertad burguesa no es ni relacional ni común, sino individual y egoísta. Marx argumenta que la libertad política que abandera la burguesía no es la libertad real, pues nace y se orienta en pos del interés del individuo burgués insolidario, aquél que entiende la libertad como emancipación del colectivo, y que utiliza un presunto presupuesto natural, la propiedad individual353, para imponer su egoísmo privado sobre la relación social como un todo. Para Marx, la emancipación política así reclamada y articulada en torno a las figuras de “individuo” y “ciudadano”, no pretende sino sancionar una escisión en virtud de la cual la burguesía se arroga la libertad para apropiarse de lo común y para sembrar el mundo con leyes destinadas a la vigilancia de lo propio354. Esta realidad del mundo burgués crea una ficción política a su medida, al igualar aparentemente los derechos de los individuos y hacerles creer que gobiernan su desigualdad gracias a la opinión del sufragio. Con claridad meridiana a partir de uno de los artículos publicados en la revista

350 Ambos publicados a finales de 1843 en Los Anales Franco-alemanes. Hemos utilizado la versión de J. M. Bravo en K. Marx y A. Ruge (1843). Los Anales Franco-alemanes. Martínez Roca, Barcelona, 1970 (“La cuestión judía” (abreviada como CJ) pp. 223-257; “Introducción” difundida en castellano con el título “Contribución a la crítica del derecho” (abreviada como CCD), pp. 101-116). 351 “Para que coincidan la revolución de un pueblo y la emancipación de una clase en particular de la sociedad civil, para que una clase valga para toda la sociedad, es necesario, por el contrario, que todos los defectos de la sociedad se condensen en una clase, que una determinada clase resuma en sí la repulsa general (...) una esfera social (que) sea considerada como el crimen notorio de toda la sociedad, de tal modo que la liberación de esa esfera aparezca como la autoliberación general (…) una clase a la que le resulte imposible apelar a ningún título histórico, y que se limite a reivindicar su título humano (...) una esfera que no pueda emanciparse sin emanciparse en el resto de las esferas de la sociedad y, simultáneamente emanciparlas a todas ellas; que sea en una palabra, la pérdida completa del hombre. Esta descomposición de la sociedad, en cuanto clase particular, es el proletariado” (CCD, 113). 352 ”La necesidad práctica, el egoísmo, es el principio de la sociedad burguesa y se manifiesta como tal en toda su pureza tan pronto como la sociedad burguesa alumbra totalmente de su seno el Estado político” (CJ, 254). 353 Con aquello que la burguesía denomina libertad política, el hombre “no se vio liberado de la propiedad, sino que obtuvo la libertad de la propiedad” (CJ, 248). 354 “La seguridad es el concepto social supremo de la sociedad burguesa, el concepto de policía, de acuerdo con el cual toda la sociedad existe para garantizar a cada uno de sus miembros la conservación de su persona, de sus derechos y de su propiedad (..) El concepto de seguridad no hace que la sociedad burguesa supere su egoísmo. La seguridad es, por el contrario, la garantía de ese egoísmo” (CJ, 244).

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Vorwärts! (1844)355, Marx sostendrá que la esfera política, instituida como forma característica del Estado burgués, desaparecerá al diluirse la propia burguesía tras la autoemancipación revolucionaria del proletariado. El propio Marx resumió años después en el Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política (1859) sus reflexiones sobre el Estado en esta época de juventud: “Mis investigaciones dieron este resultado: que las relaciones jurídicas, así como las formas de Estado no pueden explicarse ni por sí mismas, ni por la llamada evolución general del espíritu humano; que se originan más bien en las condiciones materiales de existencia que Hegel, siguiendo el ejemplo de los ingleses y franceses del siglo XVIII, comprendía bajo el nombre de “sociedad civil”; pero que la anatomía de la sociedad hay que buscarla en la economía política”356. Una economía política que se instituyó como principal objetivo del pensamiento de Marx a partir de los Manuscritos de París357. La propiedad privada ya no es considerada mecánicamente la fuente de todos los males, sino en función del trabajo enajenado que la sustenta358, por constituir causa y consecuencia de la riqueza y de la miseria. Este giro se tradujo en una reducción de las referencias explícitas a la categoría “Estado”. Estado y otros conceptos políticos perdieron toda centralidad, pues la determinación social no reside en las formas de gobierno ni en las constituciones políticas, sino en la economía política. De hecho, Marx explicita que “en la presente obra, las relaciones de la economía política con el Estado, el derecho, la moral, la vida civil, etc. sólo son objeto de referencias en la medida en que la economía política misma tiene que ver expresamente con esos temas”359 (…) “La religión, la familia, El Estado, la ley, la moral, la ciencia, el arte, etc. son sólo formas particulares de la producción y caen dentro de su ley general. La supresión positiva de la 355 El artículo llevaba por título “Notas críticas al artículo: “El Rey de Prusia y la reforma social. Por un prusiano”. Hemos acudido a la traducción de J. Mª Ripalda, publicada en Obras de Marx y Engels (OME), vol. 5, Crítica, Barcelona (1978), pp. 227-245. 356K. Marx. Prefacio a la contribución a la crítica de la economía política. Traducción J. Merino, Alberto Corazón, Madrid 1970, pp. 36-37. 357 Los Manuscritos de París no fueron publicados en vida de Marx. Hubo que esperar hasta 1932 para contar con una edición correcta, preparada por D. Riazanov, y que lleva por título el que conocemos hoy para este trabajo, Manuscritos: Economía y Filosofía (Marx, K. y Engels, F., Historisch-kritische Gesamtausgabe, Marx-Engels Verlag, Berlín 1932, sección 1, tomo III). Una primera edición en ruso, muy deficiente, apareció en 1927. Marx concluyó el texto a los 26 años en París. Hemos manejado dos versiones en castellano. La primera (MEFa) es la traducción de J. Campos de una versión en inglés realizada por T. Bottomore y publicada en el Apéndice 1 de la obra de E. Fromm, Marx y su concepto de Hombre (original de 1961) por Fondo de Cultura Económica en 1998, en su 15ª reimpresión. Dicha versión en inglés se basaba en el original en alemán. Hemos utilizado también la realizada por F. Rubio Llorente para Alianza Editorial en 1968, en su 11ª reimpresión (1985) (MEFb), cuando la considerábamos más adecuada en expresión o contenido. 358 “El análisis de este concepto demuestra que, aunque la propiedad privada aparece como la causa y la base del trabajo enajenado, es más bien una consecuencia de este último” (MEFa, 115). Así, la propiedad privada viene a ser para Marx “la realización de esta enajenación” (MEFa, 115). 359 MEFa, 99.

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propiedad privada como apropiación de la vida humana, es pues la supresión positiva de toda enajenación y la vuelta del hombre, de la religión, la familia, el Estado, etc. a su vida humana, es decir, social”360. -Las condiciones históricas del Estado: La Ideología Alemana. La supeditación de la política respecto a la producción no desaparecerá en toda la obra posterior de Marx, ya se trate de textos teóricos de carácter general o bien de análisis históricos concretos. En La Ideología Alemana361, hallamos párrafos que indican inequívocamente la firmeza con que había operado este cambio estructural, así como una clara orientación materialista en cuanto al proceso de conocimiento histórico:

“Nos encontramos, pues, con el hecho de que determinados individuos, que, como productores, actúan de un determinado modo, contraen entre sí estas relaciones sociales y políticas determinadas. La observación empírica tiene necesariamente que poner de relieve en cada caso concreto, empíricamente y sin ninguna clase de falsificación, la trabazón existente entre la organización social y política y la producción. La organización social y el Estado brotan constantemente del proceso de vida de determinados individuos; pero de estos individuos, no como puedan presentarse ante la imaginación propia y ajena, sino tal y como realmente son: es decir, tal y como desarrollan sus actividades bajo determinados límites, premisas y condiciones materiales, independientes de su voluntad”362.

En el análisis del proceso histórico que condujo al capitalismo, Marx trazó en varias ocasiones una caracterización de las “formas particulares de producción” históricamente dadas que le precedieron. En La Ideología Alemana, el hilo conductor corresponde al desarrollo de la división del trabajo que, en cada etapa, “determina también las relaciones de los individuos entre sí, en lo tocante al material, el instrumento y el producto del trabajo”363. La división del trabajo trae consigo una “distribución desigual, tanto cualitativa como cuantitativamente, del trabajo y sus productos; es decir, la propiedad”364.

360 MEFa, 136. 361 Hemos utilizado la traducción realizada por Wenceslao Roces y coeditada por Ediciones Pueblos Unidos y Ediciones Grijalbo en su quinta edición de 1974. La Ideología Alemana es un manuscrito redactado conjuntamente por Marx y Engels entre 1845 y 1846, pero que permaneció inédito hasta 1932, cuando se publicó íntegramente por primera vez (de ahora en adelante, Ideología). 362 Ideología, 25. 363 Ideología, 20-21. 364 Ideología, 33.

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A partir de esta premisa, Marx y Engels esbozaron allí tres formas de propiedad (más adelante, “modos de producción”) características de las sociedades precapitalistas: tribal, antigua y feudal. El Estado aparece como la institución política propia de las dos últimas y adquiere diferente ropaje no en función de motores idealistas como el progreso de la razón, el avance de la libertad de la mano del espíritu en cada época o la voluntad de felicidad o de poder de los individuos, sino en virtud de las formas de propiedad que vehiculan la producción en diferentes momentos históricos. Aquellas formas que den cabida a la propiedad privada, ya sea a modo de la suma de títulos individuales o como derecho de un sector de la sociedad, indican una división de la sociedad en clases y proporcionan el contexto donde el Estado adquiere su razón de ser. El Estado se establece así como

“(…) la forma bajo la que los individuos de una clase dominante hacen valer sus intereses comunes y en la que se condensa toda la sociedad civil de una época (…)”365.

Todas las “instituciones comunes” pasan a tener “como mediador al Estado y adquieren a través de él una forma política”366 y también jurídica (ley). Este papel intermedio (más que de mediación) propicia que el mandato de la ley aparezca como fruto de la voluntad general. Es justo ahí, en la ilusión del carácter independiente del Estado y de la voluntad libre367 que supuestamente lo inspira, donde los intereses particulares de la clase dominante encuentran el medio para hacerse pasar por comunes. Por ello, el Estado constituye la “expresión idealista-práctica”368 del poder de una clase dominante, pues aúna el desequilibrio social real al cual sirve y la negación del mismo bajo una ilusión de generalidad369.

365 Ideología, 72. 366 Ideología, 72. 367 Ideología, 72. 368 Ideología, 81. 369 “Si se ve en el poder el fundamento del derecho, como hacen Hobbes, etc., tendremos que el derecho, la ley, etc., son solamente el signo, la manifestación de otras relaciones, sobre las que descansa el poder del Estado. La vida material de los individuos, que en modo alguno depende de su simple “voluntad”, su modo de producción y la forma de intercambio, que se condicionan mutuamente, constituyen la base real del Estado y se mantienen como tales en todas las fases en que siguen siendo necesarias la división del trabajo y la propiedad privada, con absoluta independencia de la voluntad de los individuos. Y estas relaciones reales, lejos de ser creadas por el poder del Estado, son, por el contrario, el poder creador de él. Los individuos que dominan bajo estas relaciones tienen, independientemente de que su poder deba constituirse como Estado, que dar necesariamente a su voluntad, condicionada por dichas determinadas relaciones, una expresión general como voluntad del Estado, como ley, expresión cuyo contenido está dado siempre por las relaciones de esta clase, como con la mayor claridad demuestran el derecho privado y el derecho penal (…) El Estado, no existe, pues, por obra de la voluntad dominante, sino que el Estado, al surgir como resultante del modo material de vida de los individuos, adopta también la forma de una voluntad dominante” (Ideología, 386-388).

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La ruptura con la filosofía política tradicional es ya definitiva. El individuo abstracto de la Modernidad y la Ilustración pierde su protagonismo como sujeto central de la historia, de una historia dirigida desde la razón y la voluntad como inspiradoras de la decisión política. También queda atrás el idealismo según el cual el Estado recoge los preceptos éticos de una época y se erige en rector de las relaciones sociales. En lugar de ello, el Estado es la consecuencia necesaria de ciertas relaciones previas; las luchas que se libran en su interior (entre democracia, aristocracia, monarquía, etc.) no tiran del carro de la historia, sino que se limitan a ser “las formas ilusorias bajo las que se ventilan las luchas reales entre las diversas clases”370. Las formas de propiedad tribal, antigua y feudal reciben un tratamiento conciso y, como es lógico, muy condicionado por lo restringido de los conocimientos historiográficos y, sobre todo, etnográficos y arqueológicos, que todavía se hallaban en mantillas en la primera mitad del siglo XIX371. La primera forma de propiedad fue la tribal. Ésta, cuando no coexiste con ninguna otra en una sociedad concreta, es la única que prescinde del Estado. Se caracteriza por una producción incipiente basada en la caza, la pesca, la ganadería o “a lo sumo”, en la agricultura, y por un escaso desarrollo de la división del trabajo que existe de manera natural en el seno de la familia. A la cabeza de la familia se encuentra el patriarca (el marido), que domina a mujeres e hijos conforme una relación que contiene en sí el germen de la esclavitud. Ésta, como tal, se desarrollará progresivamente a medida que aumenten los intercambios exteriores y las guerras. La organización social constituiría una extensión de la estructura familiar: en la cima, el consejo de patriarcas; después, los miembros de la tribu y, por último, los esclavos, al principio presentes sólo en reducido número. La segunda forma de propiedad tiene como referente histórico la antigüedad grecolatina. Aquí la propiedad tribal no ha desaparecido, sino que coexiste con una propiedad privada mueble e inmueble cada vez más concentrada y determinante gracias al desarrollo del esclavismo. La división del trabajo ha traspasado ya un umbral decisivo que supone la separación del trabajo industrial y del comercial respecto al agrícola. Esta división halla su traducción más relevante en la oposición campo-ciudad. En un inicio, la 370 Ideología, 35. 371 Nótese que, a mediados de la década de 1840, cuestiones básicas como la “Antigüedad del Hombre” eran todavía un misterio; Ch. Darwin meditaba sobre la evolución de las especies tras publicar las notas sobre su viaje en el Beagle y, obviamente, L. H. Morgan aún no había aplicado la teoría de la evolución desde una perspectiva antropológica. Las informaciones sobre el pasado humano al alcance de Marx y Engels por aquel entonces provenían sobre todo de las fuentes clásicas y de la tradición historiográfica europea.

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ciudad se constituye a partir de la fusión, por acuerdo o conquista, de diversas tribus. Paralelamente, el Estado surge como instrumento mediante el cual la reunión de ciudadanos (léase el colectivo de maridos-patriarcas) puede “ejercer su poder sobre los esclavos que trabajan para ellos, lo que ya de por sí los vincula a la forma de la propiedad comunal. Es la propiedad privada en común de los ciudadanos activos del Estado, obligados con respecto a los esclavos a permanecer unidos en este tipo natural de asociación”372. La aparición de la ciudad inaugura una nueva situación fecunda en conflictos: entre propietarios de esclavos y éstos, entre intereses urbanos y rurales, entre unas ciudades y otras, y entre sectores ciudadanos dentro de las mismas (industria, comercio), lo cual abre variados horizontes para el desarrollo histórico. La tercera forma de propiedad, denominada feudal o por estamentos, tuvo el campo como punto de partida. Un inmenso territorio descabezado a causa del colapso del Imperio Romano presentaba, tras el conflicto con los conquistadores, una población dispersa y escasa, y una agricultura y comercio en decadencia. Sobre este sustrato se desarrolló la propiedad feudal que presenta, para Marx, una estructura jerárquica similar a la del ejército germánico conquistador. La forma feudal se articulaba en torno a la propiedad territorial en manos de la nobleza. Frente a ésta, y como clase productora y dominada, se encontraban los siervos de la gleba. Si esto ocurría en el campo, en las ciudades tomó cuerpo la organización feudal del artesanado en el marco de las corporaciones gremiales. En los gremios, la propiedad procedía del trabajo individual de cada cual, y su razón de ser estribaba en la necesidad de hacer frente a la nobleza “rapaz”, en un momento en que artesano y comerciante solían ser la misma persona. Los campesinos en régimen de servidumbre eran los productores directos que pasaron a ocupar el papel de los esclavos en el campo. Sus miserables condiciones de vida les empujaban a refugiarse en las ciudades, donde alimentaron una creciente plebe de jornaleros. Éstos se situaron en la base de un escalafón estamentario formado también por maestros, oficiales y aprendices, mientras que en el campo la estructura social separaba nítidamente campesinos, clero y nobleza. En el periodo de apogeo del feudalismo, la división del trabajo tuvo un alcance muy limitado: el cultivo de la tierra se mantenía en niveles rudimentarios y en la industria artesana la división del trabajo dentro de cada oficio, e incluso entre oficios, era escasa. Más tarde, el desarrollo de la división del trabajo entre producción (artesanos) y cambio

372 Ideología, 21.

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(mercaderes), la subsiguiente división del trabajo a nivel geográfico entre ciudades y la aparición de la manufactura fueron las condiciones históricas para la formación de la clase burguesa y la instauración del capitalismo. -Las condiciones históricas del Estado: las “Formen”. Al igual que sucedió con La Ideología Alemana, la segunda ocasión en que Marx se ocupó con cierto detenimiento del pasado de la humanidad permaneció como manuscrito inédito hasta mucho después de su muerte. Nos referimos al texto conocido como Formen (“Formas que preceden a la producción capitalista”), integrado en un extenso estudio preparatorio para la redacción de la Crítica de la economía política y El Capital. Dicho estudio, Grundrisse der Kritik der Politischen Ökonomie, fue escrito entre 1857 y 1858, pero no vio la luz hasta 1939/1941 en Moscú, y años más tarde, en 1953, en Berlín, edición que sirvió para difundirlo por Occidente373. Uno de los principales objetivos de Marx al incluir en su análisis etapas pretéritas del desarrollo humano era mostrar que el trabajo asalariado “libre”, característico del capitalismo, es un producto histórico y no una condición inherente al género humano. Así pues, hay que entender el excurso histórico de Marx como un intento por mostrar la trayectoria concreta que desembocó en la formación del trabajo asalariado y, al mismo tiempo, para recordar que la historia humana ha seguido múltiples derroteros que no pueden ser aprehendidos aludiendo a supuestas esencias inmutables o reduciéndolos a etapas prefijadas del despliegue de la Idea. En otras palabras, aquéllo que proviene de un cambio histórico, puede a su vez ser cambiado. El trabajo asalariado surgió en la confluencia de una serie de factores, a saber, la desvinculación del trabajador respecto a la tierra y los medios de trabajo, y la posibilidad de que el trabajo sea utilizado como valor de uso cambiable por dinero para valorizar el propio dinero. Tales presupuestos sólo pudieron darse en la Europa moderna tras la disolución de las formas de propiedad previas que, a su vez, eran consecuencia de la transformación histórica de otras todavía más antiguas. Al igual que en La Ideología Alemana, la categoría “propiedad” ocupa un lugar central. Ésta se define en sentido amplio como la “relación del sujeto que trabaja con las condiciones de su producción o reproducción como con sus

373 Hemos utilizado la traducción de las “Formas que preceden a la producción capitalista” realizada por Javier Pérez Royo (Líneas fundamentales de la crítica de la economía política, OME 21-22, Crítica, Barcelona, 1977-1978, pp. 427-468). Las citas corresponden a la reproducción de este texto incluida en Marx, K. y Hobsbawm, E., Formaciones económicas precapitalistas, Crítica, Barcelona (2ª edición de 1984), por tratarse de una obra de gran difusión y fácilmente accesible (de ahora en adelante, Formen).

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propias condiciones”374, unas relaciones que varían históricamente. Marx comienza por fijar su atención en un conjunto de formas de propiedad basadas en la “propiedad comunitaria” de la tierra, entendida ésta como el “gran laboratorio, arsenal”, que “provee tanto el instrumento de trabajo, como el material del mismo”375. Estas formas comparten una característica decisiva, como es que la pertenencia del individuo a la comunidad constituye el presupuesto para la apropiación de la tierra a través del trabajo376. Los individuos son, ante todo, miembros de una comunidad que, además, trabajan, y que, como resultado de este trabajo, reproducen la comunidad. En sus diversas variantes, los individuos se relacionan entre sí en tanto propietarios o poseedores de la tierra, condiciones que siempre exigen como fundamento previo el ser miembro de la comunidad. Marx pasa de puntillas por la primera forma de propiedad comunitaria377, cuyo presupuesto residiría en una “comunidad natural” basada en la familia, la familia ampliada a tribu o la combinación entre familias o tribus. La “comunidad natural”, o su sinónimo “comunidad tribal”, se caracteriza por su nomadismo, al fundarse inicialmente en el pastoreo o la caza. Con el paso del tiempo, cuando esta comunidad se sedentarice, experimentará transformaciones más o menos intensas dependiendo de factores diversos. Como acabamos de señalar, la pertenencia a la comunidad es el presupuesto principal para la “apropiación de las condiciones objetivas”, contenidas todas en la tierra como instrumento y material para el trabajo y base física de la comunidad, y también para la objetivación de las actividades que procuran la vida (caza, pastoreo, cultivo). La forma de propiedad comunitaria puede realizarse de manera diferente, aunque respetando siempre la apropiación comunitaria de la tierra como relación fundamental. Marx comenta en primer lugar el caso de las formas asiáticas378. En éstas, la sociedad se articula en comunidades locales que combinan agricultura y manufactura, de modo que resultan prácticamente autosuficientes. En virtud de su pertenencia a una comunidad, el individuo

374 Formen, 116. Unas líneas antes, Marx había expresado esta idea más extensamente: “Originariamente, por lo tanto, propiedad no quiere decir más que relación del hombre con sus condiciones naturales de producción como con algo que le pertenece, que es suyo, como con algo presupuesto juntamente con su propia existencia; relación con las mismas en cuanto presupuestos naturales de sí mismo, que, por así decirlo, constituyen solamente una prolongación de su cuerpo” (Formen, 109). 375 Formen, 85. 376 La relación del individuo con la tierra “está mediada desde el principio por la existencia natural, más o menos desarrollada y modificada históricamente, del individuo como miembro de una comunidad – su existencia natural como miembro de una tribu, etc.” (Formen, 99-100). 377 Formen, 84-85. 378 Formen, 85-87.

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puede acceder a la posesión de un lote de tierra a título temporal o hereditario, pero nunca es propietario del mismo. En otras ocasiones, simplemente el trabajo en el campo se acomete en común. En las formas asiáticas, la propiedad recae en la comunidad local que, a su vez, la ha recibido de una unidad global que se presenta como la propietaria última. Dicha unidad, personalizada en el “déspota como en el padre de muchas comunidades” y representada a nivel local por un jefe tribal o por un consejo de padres de familia, es capaz de apropiarse de los excedentes producidos por las comunidades. Una parte de este plustrabajo puede destinarse a objetivos comunes (desde la guerra al culto) y otra se vehicula como tributo. En este contexto, la ciudad, que hace su aparición por vez primera, es el lugar donde el déspota y su corte centralizan los tributos y los gastan e intercambian. Sin embargo, la base corresponde siempre al campo, siendo la ciudad mera “excrecencia” de éste, el “campamento del príncipe”379. A la hora de ilustrar la variedad de las formas asiáticas, Marx menciona de pasada ejemplos tan alejados en el tiempo y en el espacio como los antiguos celtas, “algunas tribus indias” o México y Perú prehispánicos. Pese a que no aborda la cuestión directamente, la presencia del Estado se da por sentada en todas ellas. En este sentido, Marx se refiere al déspota en una ocasión como “jefe de estado”380, y en otros lugares parece entenderse que las comunidades viven en una situación de esclavitud generalizada, lo cual permite inferir la existencia de una división en clases coherente con la razón de ser del Estado enunciada con claridad desde La Ideología Alemana. El papel del Estado merece un tratamiento más explícito en la forma de propiedad antigua, que sigue manteniendo la pertenencia a la comunidad como presupuesto para la apropiación. Aquí se dan de hecho dos formas de propiedad. La primera es de carácter comunal y se articula sobre la base de la reunión de familias en una ciudad, unidas frente a la amenaza exterior y representadas en un Estado. La ciudad, como entidad pública, es propietaria de un territorio común. Ahora bien, cada ciudadano, en tanto miembro de esta comunidad, puede ostentar también la propiedad de la tierra a título individual. Ambas formas de propiedad pasan por la existencia de la comunidad: sólo en cuanto miembro de ella puede accederse al suelo público y sólo mediante la participación en las empresas comunes, principalmente la guerra, se garantiza la propiedad individual que existe al lado de la anterior381.

379 Formen, 95. 380 Formen, 87. 381 “Continúa siendo un presupuesto para la apropiación de la tierra, el ser miembro de la comunidad; pero como miembro de la comunidad el individuo es propietario privado” (Formen, 89). “La propiedad del trabajo

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Los referentes más claros de la forma de propiedad antigua se establecen con Grecia y Roma. El ideal corresponde a una sociedad donde, a diferencia de las formas asiáticas, la ciudad predomina sobre el campo y donde la base social está constituida por la suma de los propietarios agrícolas libres e iguales, aquéllos que pueden ostentar propiamente el título de ciudadanos. A diferencia de las anteriores, la base de la forma germánica382 se establece en la propiedad individual del suelo por parte de familias campesinas que rehúyen la vida en ciudades y habitan distanciadas unas de otras, produciendo de manera independiente y prácticamente autónoma. La comunidad se realiza únicamente en la reunión ocasional o periódica de las familias para fines comunes, como, por ejemplo, la guerra, el culto religioso y la administración de justicia. Es cierto que existe una tierra común, al margen de la propiedad individual de cada familia, pero su papel se reduce a un mero complemento de ésta y sólo se hace valer cuando es defendida frente a tribus enemigas. La comunidad germánica se sustenta más en los vínculos de lengua y de sangre (descendencia) que en los políticos. El Estado no se desarrolla en las formas germánicas, ya que no resulta necesario para garantizar la propiedad individual-familiar de la tierra, que es la base de la vida económica y social. Marx apunta que en las formas germánicas “La comunidad (…) no existe en realidad como Estado, como sistema estatal, como ocurría en los antiguos, porque la comunidad no existe como ciudad”. De entre todas las formas de propiedad comentadas hasta ahora, la germánica es la que menos importancia otorga a la existencia de la comunidad como prerrequisito para la apropiación de la tierra. De hecho, parece plantearse todo lo contrario, al definirse la comunidad en términos diríamos que casi virtuales. Sin embargo, la necesidad de ésta se adivina al considerar que los lazos de lengua y de sangre remiten inevitablemente a un pasado común (sin el cual la ocupación dispersa pero continuada del territorio no hubiera sido posible), y también a unas relaciones de presente sin las cuales los citados vínculos de sangre no podrían renovarse (las familias no son unidades autónomas en cuanto a la reproducción biológica)383. propio es mediada por la propiedad de la condición del trabajo, de la porción de tierra, y está garantizada por la existencia de la comunidad, y ésta a su vez está garantizada por el plustrabajo de los miembros de la misma en la forma de servicio militar, etc. No es mediante la cooperación en el trabajo productor de riqueza como se reproduce el miembro de la comunidad, sino mediante la cooperación en el trabajo para los intereses comunitarios (imaginarios y reales), para la conservación de la asociación hacia el exterior y hacia el interior” (Formen, 91). 382 Formen, 95-98. 383 Detenemos aquí nuestra exposición. Marx menciona una forma de propiedad adicional, llamada “eslava”, apenas esbozada y de la que señala sería una modificación de la forma asiática (Formen, 119). Más adelante,

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-Formas de propiedad y Estado. Marx empleó las categorías “formas de propiedad” y, tardíamente, “modos de producción” para figurar la expresión histórica de la producción social en ciertos lugares y épocas, figuras a las que correspondía, o no, una organización política de tipo estatal. En La Ideología Alemana y en las Formen, las formas de propiedad no constituyen categorías de ordenación estancas; no son autoexplicativas ni se suceden unas a otras según un orden preestablecido, características todas ellas asignadas desde ciertas lecturas evolucionistas de los textos de Marx384. En su lugar, hay que considerarlas como diagnósticos de situación emitidos al paso de una realidad dinámica que hay que descubrir fácticamente en cada momento de su desarrollo. Marx dejó claro que las formas de propiedad sólo se realizan en la producción385, materialmente. Dicha producción supone en la práctica un “desarrollo de las fuerzas productivas” que, tarde o temprano, provoca la crisis de las condiciones previas que la encauzaron, su disolución y la formación de otras nuevas conforme reglas que no pueden fijarse mediante un ejercicio intelectual estrictamente racionalista y deductivo. De ahí que la investigación histórica sea irremplazable, pues ha de permitir descubrir cómo se concreta la realidad, lo específico, en el marco general de la producción que caracteriza a la totalidad de las sociedades humanas. En este sentido, el método histórico de Marx es diametralmente distinto al del idealismo anterior y al del evolucionismo posterior (infra). Marx ofrece instrumentos dirigidos a descubrir la especificidad de los órdenes concretos de las sociedades humanas y su variación diacrónica. La clave es insistir en averiguar qué produce cada sociedad y cómo se organiza para hacerlo. Este objetivo plantea un interés general para la investigación que sirve para encauzarla, pero sin prejuzgar o anticipar el resultado de la pesquisa. Las formas de propiedad que menciona en La Ideología Alemana y las Formen son puntos de llegada de la investigación empírica. Idealismo y evolucionismo, en cambio, obran de muy distinta manera. Comienzan por considerar las múltiples realidades concretas accesibles a la observación en un momento dado, las diseccionan mediante un tamiz analítico universal (separando la realidad observable en apartados como “tecnología”, “parentesco”, “creencias”, etc.) y, a continuación, componen

centra su atención en los orígenes y presupuestos históricos inmediatos del capital, que se sitúan en el contexto de la sociedad feudal europea. 384 Lecturas a las que contribuyó en buena medida el propio Engels en su obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, muy influido por el evolucionismo unilineal de L. H. Morgan. El camino hacia esta simplificación atravesó otros caminos en el siglo XX, que pasaron por el encadenamiento de los diferentes modos de producción definidos por la investigación histórica (traslación socioeconómica de las “formas de propiedad”) en secuencias uni o multilineales de pretendida necesidad universal. 385 Formen, 112.

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categorías sociológicas sintéticas (“Salvajismo”, “Barbarie”, “Civilización”, etc.) que pretenden cubrir toda la variabilidad universal humana aunque sin que ilustren exactamente ninguna sociedad en concreto. Asumido que los límites de estas generalizaciones abstractas acotan toda la diversidad humana, la tarea de la investigación consiste a partir de entonces en identificar uno u otro de estos “instantes sociales congelados” en las realidades humanas que las nuevas pesquisas empíricas vayan sacando a la luz. Al hacerlo, las categorías de síntesis idealistas-evolucionistas dejan de ocupar su puesto como puntos de llegada de una investigación actualista, y pasan a desempeñar desde ahora el punto de partida de una actividad que tiene mucho de re-conocimiento y clasificación y bastante menos de auténtico descubrimiento. Por su propia génesis, las categorías sintéticas idealistas-evolucionistas postulan su aplicabilidad universal; las formas de propiedad marxianas, no. Aquéllas conforman un conjunto necesariamente acotado; éstas uno tan amplio como la investigación sea capaz de proveer. Con la excepción de la escasamente tratada “propiedad tribal” originaria, las restantes formas de propiedad comentadas en la Ideología Alemana y las Formen se propusieron a partir del análisis de unas realidades históricas principalmente europeas, seleccionadas precisamente por su proximidad e influencia en la formación del capitalismo. Su valor reside justamente ahí, y no en proporcionar una hipotética periodización para la historia de la humanidad que haya de rastrearse, y mucho menos imponerse, en lugares y épocas distintas al pasado reciente del occidente europeo. En este sentido, el que algunas de las características estructurales relevadas puntualmente en ciertos escenarios del Viejo Mundo coincidan con desarrollos observados en otros momentos y escenarios geográficos, no tiene por qué condicionar la investigación de estas otras realidades, ya que de lo que se trata no es de ir clasificando los nuevos descubrimientos en una u otra del conjunto de categorías sintéticas prefijadas sino, al revés, de llegar a enunciar la categoría (la “forma de propiedad” correspondiente) tras hallar lo que hay de nuevo en una realidad previamente ignorada. Una vez realizadas estas consideraciones generales, conviene ahora que nos centremos específicamente en el tema del Estado. La primera, y quizás más importante es que, tras ocupar un lugar relevante en las primeras obras de Marx, el “Estado” no llegó a constituir una categoría central de su pensamiento posterior. De la exposición previa se extrae que Marx, a partir de la década de 1840, colocó el énfasis en el terreno de la producción, si bien la expresión “formas de propiedad” presenta claras connotaciones hacia el ámbito jurídico. El Estado, su forma, evolución o sus conflictos internos, no

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lidera el proceso histórico. Por el contrario, aparece como una institución política característica de las sociedades divididas en clases, lo cual conlleva su ausencia en las demás. En dos de las tres formas de propiedad tratadas en La Ideología Alemana, la antigua y la feudal, el Estado desempeña un claro papel en la defensa de la comunidad de ciudadanos propietarios frente al exterior y a los propios esclavos, o bien de la propiedad territorial nobiliaria frente a los siervos de la gleba, respectivamente. No así en la forma de propiedad tribal, donde el escaso desarrollo de la división del trabajo no habría favorecido la formación de clases antagónicas y donde, por tanto, el Estado permanecería inédito. Sin embargo, desde nuestro punto de vista hay varias razones para no descartar el desarrollo de instituciones estatales en las sociedades donde la propiedad tribal fuese la única. En primer lugar, porque los mismos Marx y Engels señalaron en un pasaje poco desarrollado posteriormente que la primera forma de propiedad está contenida en la familia, “donde la mujer y los hijos son los esclavos del marido”, aunque admiten a continuación que esta forma de esclavitud era “todavía muy rudimentaria”386. Así pues, ¿por qué no pensar en calificar como estatales los órganos rectores de una comunidad donde un grupo de patriarcas disponen a discreción del trabajo de los restantes miembros del grupo?387 Tal vez una concepción de la familia muy ligada a la unión biológica y en la que el protagonismo corresponde al macho (en la tónica de la tradición iusnaturalista) les hiciera ver todo lo relativo a ella más del lado del “mundo animal” que del humano. Marx y Engels pecan de naturalismo cuando en algunos pasajes consideran la familia, o la tribu integrada por la suma de familias, como ámbitos de relación prepolíticos, toda vez que la familia constituye tal vez la primera y más persistente forma de relación política. Así pues, si la familia no es “natural”, sino que como cualquier forma política manifiesta una enorme diversidad histórica, no hay por qué asumir que la división del trabajo en su seno venga dada también “por naturaleza”, más allá de las actividades ligadas a la gestación y el amamantamiento. Se abre, por tanto, un enorme campo de variabilidad social que la investigación debería dilucidar. La segunda razón se halla muy relacionada con la primera y deviene de las consideraciones metodológicas expuestas más arriba. Recordemos que las “formas de propiedad” marxianas no constituyen herramientas para la

386 Ideología, 33. 387 En este sentido, habría que precisar cuidadosamente la diferencia entre “disponer” y “explotar”, averiguando en especial si se produce una acumulación material diferenciada a favor de los patriarcas. En suma, si la plusvalía extraída es o no de uso privado.

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clasificación y supuesta explicación de otras sociedades, sino productos de una investigación de lo históricamente concreto que ninguna categoría apriorística puede reemplazar. En el caso que nos ocupa, aun admitiendo que en una sociedad dada la propiedad comunitaria de la tierra se mantenga en solitario (y que por ello se hiciese también acreedora al título de “comunitaria” o “tribal”), habría que examinar mediante metodologías adecuadas si el grado de división del trabajo y su distribución en el seno del grupo acompañan o no a mecanismos de apropiación y de disfrute diferenciados materialmente, en cuyo caso cabría identificar el funcionamiento de una organización política de carácter estatal. Finalmente, en La Ideología Alemana ni Marx ni Engels tuvieron el interés y las posibilidades empíricas de abordar una investigación pormenorizada sobre las formas de propiedad tribal, debido entre otros motivos a lo embrionario de los conocimientos arqueológicos y etnológicos a mediados del siglo XIX. De ahí que la “primera forma de propiedad de la tierra” reciba un tratamiento tan sumario y poco específico, y que en su caracterización pesen más las supuestas perduraciones tribales en otras formas posteriores que los datos de primera mano relativos a una u otra sociedad. En suma, no es probable que Marx pensase que las formas de propiedad tribales de las que pudiera tener noticia hubiesen desarrollado el Estado, pero al menos nunca excluyeron explícitamente esta posibilidad, porque ni su método ni los datos disponibles se lo permitían. De hecho, es significativo que una década después de la redacción de La Ideología Alemana, y en posesión de un mayor bagaje de conocimientos empíricos, Marx fue capaz de establecer diferencias en las sociedades basadas en la propiedad comunal de la tierra e identificó el componente estatal en unas de ellas, las agrupadas bajo la etiqueta de formas asiáticas. -El futuro del Estado. Hemos señalado que el afianzamiento del papel protagonista de la producción en el pensamiento de Marx siguió un camino inversamente proporcional al de la importancia de la noción de “Estado”. Desde la segunda mitad de la década de 1840 en adelante, este tema no llamó su atención más que de forma breve y en ocasiones puntuales, casi siempre a propósito del relato y comentario de acontecimientos históricos contemporáneos (por ejemplo, en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte y La guerra civil en Francia) o bien en contextos relacionados directamente con su activismo político. Un escrito de este género, el titulado “Crítica del Programa de Gotha”388, nos servirá para ilustrar 388 El texto principal, titulado “Glosas marginales al Programa del Partido Obrero Alemán”, fue enviado por Marx a W. Bracke el 5 de mayo de 1875, para que lo leyera e hiciese partícipes a los demás líderes del

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la claridad con que Marx concebía la política en relación al Estado y en qué términos predijo el futuro histórico de esta institución. El texto tenía como objetivo cuestionar el programa fundacional del Partido Obrero Socialista Alemán, surgido de la unificación del Partido Obrero Socialdemócrata y de la Unión General de Obreros Alemanes. Marx critica duramente la orientación del nuevo partido, cuyo programa ideológico y político es considerado en el fondo inocuo para el orden burgués. Uno de los aspectos en que mejor se manifestaría la conformidad del programa con la legalidad capitalista tiene que ver precisamente con la posición frente al Estado. Según las aspiraciones expresadas en el programa de Gotha, el Estado de la sociedad futura ha de ser un “Estado libre”, entre cuyos cometidos figurarán ayudar a la creación de cooperativas de producción, tutelar una “educación popular” y llevar a la práctica una serie de reivindicaciones mantenidas por el partido en Alemania, concretamente el sufragio universal, legislación directa, derecho popular y milicia del pueblo. Además, el partido restringía su campo de actuación al interior de las fronteras alemanas. La crítica de Marx a estas ideas se realizó desde la defensa de un objetivo revolucionario que excluía todo dirigismo o siquiera complicidad con el Estado burgués y que, de hecho, auguraba a corto o medio plazo la desaparición de la propia institución estatal en el marco de una sociedad comunista sin clases. Desde esta perspectiva, Marx argumentaba que los puntos programáticos del futuro Partido Obrero Socialista Alemán, lejos de plantearse tal escenario revolucionario, aspiraban más bien a reformar el Estado Alemán de aquel entonces389 en una república democrática, forma de gobierno vigente en algunos países capitalistas como los Estados Unidos y Suiza. De ahí que las reformas programáticas en nada subvertían el orden burgués sino que, en todo caso, se limitaban a actualizarlo conforme las formas más progresivas de estatalidad burguesa (reformas que, dicho sea de paso, también eran reclamadas desde los sectores más liberales de la misma burguesía). Nada más lejos de las intenciones de Marx, quien auguraba que “es precisamente bajo esta última forma de Estado de la sociedad burguesa donde se va a ventilar definitivamente por la fuerza de las armas la lucha de clases”390. Marx consideraba intolerable que el partido ignorase la realidad de la confrontación entre clases, y que colocase al Estado como un ente partido. El manuscrito no fue publicado hasta 1891, a iniciativa de Engels, en la revista Neue Zeit. Hemos utilizado la traducción incluida en C. Marx y F. Engels. Obras escogidas. Vol. III. Progreso, Moscú, pp. 9-27 (en adelante, Gotha). 389 Calificado por Marx como “un despotismo militar de armazón burocrático y blindaje policíaco, guarnecido de formas parlamentarias, revuelto con ingredientes feudales e influenciado ya por la burguesía” (Gotha, 26). 390 Gotha, 24.

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autónomo ajeno a dicha confrontación cuando, en realidad, actuaba en favor de una de las partes: la clase burguesa. La única lectura posible era que los dirigentes del nuevo partido obraban de manera oportunista, al obtener pequeñas mejoras en la situación económica y política del proletariado alemán a cambio de dejar intactos los pilares de la sociedad burguesa. En cambio, para Marx la prioridad consistía en subvertir de manera revolucionaria, violenta, las condiciones materiales de producción capitalistas, de las cuales el Estado es sólo un instrumento que garantiza la propiedad y el monopolio burgués de los medios de trabajo. El objetivo último es la instauración de una sociedad comunista, organizada en torno a la propiedad colectiva de las condiciones materiales de la producción, una propiedad colectiva que, forzosamente, impondrá nuevas reglas para la distribución de los productos de consumo y nuevas formas políticas. Ahora bien, no es de esperar que este objetivo se alcanzase de la noche a la mañana, sino tras un “largo y doloroso alumbramiento”: “Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado”391. El Estado subsiste en este periodo de transición hacia la plena sociedad comunista, aunque esta vez para defender por la fuerza un orden social muy distinto al burgués. En la dictadura del proletariado, se ha arrebatado ya a capitalistas y terratenientes la propiedad de los medios de trabajo y, con ello, se ha eliminado la explotación capitalista (la apropiación del trabajo asalariado). La violencia estatal, ahora dirigida por el proletariado, se dirige en todo caso contra las ultimas resistencias del sistema anterior. Ciertamente, el cambio resulta ya radical pero, sin embargo, en la sociedad recién surgida de la revolución subsiste todavía en cierta medida un derecho burgués, en virtud del cual cada trabajador recibiría de los depósitos sociales el equivalente de lo producido en su jornada laboral, una vez descontada la parte destinada al fondo colectivo (reserva o seguro ante imprevistos, mantenimiento de personas incapacitadas, escuelas, sanidad, administración, reposición de medios de producción consumidos y ampliación de los mismos). En estas condiciones, la eliminación de la explotación capitalista no haría desaparecer automáticamente la desigualdad, ya que las diferencias individuales en la cantidad e intensidad de la actividad laboral que pueden 391 Gotha, 23. Esta expresión apareció inicialmente en El manifiesto comunista (1848). Acontecimientos como la Comuna de París contribuyeron a separarla del reino de las utopías y a llenarla de contenido real (véanse, Marx, K., La guerra civil en Francia (en C. Marx y F. Engels. Obras escogidas. Vol. II. Editorial Progreso, Moscú, 1974, pp. 188-259); Engels, F., “Carta de Engels a Bebel (18-28 de marzo de 1875)” (en C. Marx y F. Engels. Obras escogidas. Vol. II. Editorial Progreso, Moscú, 1974, pp. 455-458); y también Lenin, V. I., El Estado y la Revolución. Anagrama, Barcelona (1976).

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realizar propiciarían la recepción y acumulación también diferencial de productos. La “fase superior de la sociedad comunista” se alcanzará cuando se rebase el derecho burgués que sobrevive durante la dictadura del proletariado y las comunidades organicen la producción respetando el principio “¡De cada cual, según su capacidad; a cada cual, según sus necesidades!”392. En este momento, la desaparición de las diferencias de clase supondrá la extinción del Estado, al haber desaparecido también la motivación básica que lo hizo existir. Para Marx, el Estado ni era vehículo de esencias humanas ni inauguraba un camino sin retorno en el devenir social. Su vigencia y su desaparición, como la de cualquier otra institución, está ligada a condiciones económicas y sociales históricamente dadas. Si la razón de ser del Estado actual estriba en mantener la explotación capitalista y la división en clases que ésta lleva aparejada, de igual manera que otros Estados anteriores garantizaron la explotación esclavista o la servidumbre, en la sociedad comunista sin clases el Estado simplemente se extinguirá, al no existir ya los motivos que otrora le dieron sentido. -La tradición marxista y el Estado. La crítica del Estado realizada por Marx, junto con la reubicación de esta institución en el marco de la vida social, han tenido un peso considerable en el pensamiento social y humanístico y, como no podía ser de otra manera, en la acción política. El repaso, siquiera somero, del signo y del alcance de dichas influencias excede con mucho los objetivos del presente trabajo, ya que habría que considerar tanto las propuestas de raíz marxiana, en toda su polimorfia, como las no-marxistas pero en mayor o menor medida inspiradas o condicionadas por la presencia previa de la obra de Marx. Nos contentamos aquí con apuntar que la historiografía, la antropología y la arqueología prehistórica han sido las disciplinas que con mayor empeño se han dedicado a desvelar los orígenes y desarrollo de las formas estatales. Pese a que la incidencia de los posicionamientos marxistas en estos campos de investigación ha sido y es muy desigual, tanto en rigor como en extensión, permanecen varios elementos:

• El Estado es un producto histórico. Constituye una especificidad en el terreno de la organización política, desarrollada en los lugares y épocas en que la producción social ha generado la división de la sociedad en clases antagónicas.

392 Gotha, 15.

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• El Estado, como máximo exponente y factor decisivo de la vida política

en las sociedades clasistas, no constituye, sin embargo, el motor de su devenir. El protagonismo corresponde, como siempre, a la producción social de las condiciones materiales.

• En función del punto anterior, la vida política y sus avatares posee tintes

de ser un ceremonial carente de autonomía. En este sentido, no conviene confundir tipos de Estado con formas de gobierno (“monarquía”, “aristocracia”, “democracia”, “república”, etc.). Los primeros vienen adjetivados por la relación social prioritaria que dicta la producción de los medios de vida, por lo que hablaremos según los casos de Estado esclavista, de Estado capitalista, etc. Las segundas, en cambio, nominan la concreción de las instituciones estatales dentro de cada tipo de Estado. Un mismo tipo de Estado puede admitir diversas formas de gobierno. Por ello, los cambios y sustituciones que se dan entre éstas no marcan por sí solas rupturas decisivas en la marcha de las sociedades. Constituyen, en sentido estricto, una apariencia de cambio y, en tanto apariencia, un ceremonial.

• Para el proletariado, la clase revolucionaria de nuestros días, el objetivo

no debería residir en reemplazar las actuales formas de gobierno por otras más “justas”, “libres” o “progresistas”, sino en acabar con las relaciones de propiedad que determinan la existencia del tipo de Estado capitalista. Más allá de eso, la revolución aspira a una sociedad sin clases, comunista, en la que el Estado deje de tener razón de ser.

Las aportaciones posteriores a Marx y, por tanto, justamente ya llamadas marxistas, comenzaron por el propio Engels, quien, en su célebre obra El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado393, reiteró el papel del Estado como instrumento de la clase explotadora para mantener dentro de un “orden” (el orden que obviamente le interesa) los antagonismos irreconciliables de clase en que la producción divide a la sociedad394. A Engels corresponde, además, el haber llamado la atención sobre varios aspectos que enriquecen la definición del Estado, independientemente de los tipos y formas que adopte a lo largo de la historia.

393 Esta obra vio la luz en 1884, un año después de la muerte de Marx. Hemos utilizado la traducción al castellano realizada por la Editorial en Lenguas Extranjeras de Moscú, cotejada y revisada por Horacio García Brito para la Editorial de Ciencias Sociales (La Habana, 1975) (en adelante, abreviada como Origen). 394 Origen, 201, 204.

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1. El primero es la dimensión territorial del Estado. A diferencia de la organización gentilicia previa, el Estado agrupa a los individuos según divisiones territoriales395. En otras palabras, más que tener unos u otros parientes y antepasados, lo que cuenta verdaderamente es haber nacido en el interior de las fronteras de uno u otro Estado.

2. Con el Estado se institucionaliza una fuerza pública armada, que ya no

es el pueblo en armas396. Dicha fuerza está formada por destacamentos de hombres armados y también por cárceles y otros medios coercitivos que resultan inéditos en las sociedades organizadas estrictamente sobre las relaciones de parentesco.

3. Una burocracia capaz de recaudar impuestos con los que mantener la

fuerza pública represora y, por extensión, a sí misma como administración397.

Burocracia y ejército permanente, como instituciones básicas de cualquier Estado, fueron características que Engels y, años más tarde, Lenin398, se encargaron de subrayar con especial énfasis. Como veremos en el capítulo siguiente, la definición empírica de ambas señala hoy en día uno de los epicentros del debate arqueológico sobre los orígenes del Estado. De lo que no parece dudarse es de la relevancia de tales instituciones en los estados plenamente consolidados. En la actualidad, cuando los Estados neoliberales se dicen en retirada y se atreven de desligarse de muchas atribuciones tradicionales, privatizándolas, subcontratándolas o simplemente ignorándolas, la burocracia impositiva y los “destacamentos especializados y permanentes de personal armado” (ya no sólo de “hombres”), continúan siendo bandera del Estado y objeto de un mimo especial.

395 Origen, 202. 396 Origen, 202-203. 397 Origen, 203. 398 Lenin, V. I., El Estado y la revolución, redactado en 1917. Hemos utilizado la edición de Anagrama (Barcelona, 1976) a partir de la traducción de Editorial Progreso de Moscú. Véase la p. 27.

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CAPÍTULO 7 Evolucionismo y Estado

La idea de que las sociedades humanas, o incluso toda la Humanidad en su conjunto, han seguido una trayectoria a través de diferentes estadios sucesivos, puede rastrearse desde al menos la Antigüedad clásica, se halla presente en el Cristianismo y se manifestó con mayor frecuencia en la filosofía de la Edad Moderna y en el pensamiento ilustrado. Los relatos que hilvanan dichas trayectorias ofrecen las previsibles diferencias terminológicas, y pueden ser clasificados según el signo de la connotación moral que guía su argumento. Así, para unos el recorrido ha seguido una línea ascendente, positiva y progresista, en función de la cual cada nueva etapa ha conllevado una mejora en las condiciones materiales e intelectuales de la vida humana. Partiendo desde la oscuridad de las cavernas, la servidumbre respecto a la naturaleza, la violencia y la precariedad, el género humano ha ido avanzando a través de un camino que le lleva a hacerse dueño de su destino y del de las cosas que le rodean. En cambio, otros planteamientos han defendido una valoración totalmente opuesta. Lejos de alcanzar cotas cada vez más elevadas de bienestar, felicidad o libertad, la humanidad se ha ido degradando a lo largo de la historia, más en sentido moral que en el plano estrictamente material o técnico. Hoy en día, apenas quedaría el recuerdo de aquella situación originaria en la que el género humano vivía feliz e inocente, antes de que calamidades de una u otra índole la fueran erosionando o la eliminasen de golpe. En virtud de esta concepción, “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Hasta fecha relativamente reciente, muchos de estos relatos desempeñaban, en la forma y en el fondo, el papel de genealogía mítica para los grupos humanos que los asumían como parte de su cosmovisión histórica o de su credo religioso o moral. Como comprobaremos más adelante, con ello no pretendemos afirmar que las propuestas contemporáneas se hallan exentas de este componente ideológico. Tan sólo que las referencias sobre las realidades sociales originarias y pretéritas, aquéllas situadas más allá de la noticia escrita y del recuerdo, se alimentaban mayoritariamente de la leyenda, de la tradición oral o simplemente de la imaginación, mientras que los argumentos que enjuiciaban dicho pasado lejano estaban inspirados por proyecciones directas desde una u otra escala de valores morales. El evolucionismo aplicado al estudio de las sociedades humanas abordó la cuestión desde bases distintas. Se desarrolló en un contexto intelectual de raíz ilustrada que postulaba un conocimiento sustentado en la observación empírica y en un método causalista aplicable a cualquier realidad, orgánica o

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inorgánica. El proyecto de una ciencia unitaria y objetiva alcanzó logros básicos en geología (Lyell) y biología (Darwin). Sobre este trasfondo, se abordaron estudios sobre la evolución social de la mano de Maine, Tylor, McLennan, Spencer, Lubbock y Morgan, entre otros. Esta “Antropología”, entendida en la más amplia de sus acepciones, combinaba observaciones etnográficas, narraciones y registros históricos, datos filológicos y hallazgos arqueológicos. Las informaciones obtenidas de estas pesquisas empíricas, cada vez más rigurosas, se articulaban siguiendo un proceder comparativo que se justificaba atendiendo al principio de la unidad psíquica de nuestro género o, en otras palabras, al carácter unitario de la “naturaleza humana”. El razonamiento se inicia con la detección, en sociedades correspondientes a épocas y lugares diversos, de manifestaciones o desarrollos similares en o entre algunos de los campos en que fue dividida la experiencia humana como, por ejemplo, la tecnología, las normas de parentesco, las formas jurídicas y de gobierno, el lenguaje, el arte o la religión y las creencias. Si tales similitudes se constatan con la suficiente frecuencia y consistencia, pueden ser entendidas como regularidades. A partir de ahí, y siempre bajo la premisa básica que enuncia la unidad psíquica humana, las regularidades pueden ser explicadas por el efecto de causas también similares. El objetivo último consistía en formular generalizaciones, es decir, enunciados en forma de ley orientados a explicar el comportamiento humano, de la misma manera que las leyes de la evolución natural hacen lo propio con el de las restantes especies vivas. La investigación antropológica se propuso conocer científicamente aquéllas sociedades diferentes a la occidental que, por poner un símil aún cercano en aquel entonces, se encontraban todavía en el “Estado de naturaleza” o a medio camino entre éste y la Civilización encarnada en la sociedad burguesa. Aunque volveremos más adelante sobre esta importante cuestión, conviene avanzar que las dos premisas que sustentaban esta investigación eran:

1. La suposición de que las sociedades “vivas” en el momento de la observación testimoniaban diferentes niveles de desarrollo dentro de una misma escala de referencia.

2. Los datos obtenidos a partir de la observación de dichas sociedades “vivas” ofrecen las claves para reconstruir y explicar el pasado remoto de todas las sociedades analizadas.

Los datos sobre los que se desarrolló esta investigación procedían de observaciones efectuadas por militares, cronistas, viajeros, burócratas, comerciantes y religiosos en los dominios coloniales de las potencias europeas, y, más tarde, durante la plena expansión imperialista del capitalismo, por etnógrafos profesionales. Gracias a las informaciones de unos

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y otros, la antropología evolucionista de los siglos XIX y XX propuso esquemas secuenciales, jerárquicos, para la clasificación de la diversidad humana. Además, apuntó factores encaminados a dar cuenta del cambio social que iba a culminar con la aparición de la Civilización o del Estado. De ello nos ocuparemos en este capítulo, concretando este objetivo en las obras de varios antropólogos. El primero que centrará nuestra atención, L. H. Morgan, merece su tratamiento aquí por figurar entre los “padres fundadores” tanto del pensamiento evolucionista como de la disciplina antropológica en su conjunto. Su obra rebasó particularismos teóricos y fronteras disciplinares para dejar sentir su influjo, por ejemplo, en la tradición marxista por intermedio de Engels. Los otros dos investigadores que incluiremos aquí, M. Fried y E. Service, han contribuido decisivamente a modelar la manera en que sectores muy amplios de la arqueología moderna otorgan sentido sociológico a la secuencia de hallazgos materiales en muchas regiones del mundo; una secuencia que suele ser entendida en clave de un incremento paulatino de la “complejidad” social y que, eventualmente, culmina con la emergencia de la Civilización y el Estado. El tratamiento más extenso de este tema, ya plenamente arqueológico, nos ocupará en el siguiente y último capítulo. -Lewis Henry Morgan (1818-1881). Al lado de otras obras destacadas en el campo de los estudios antropológicos, nos interesa en especial su trabajo más importante, titulado Ancient Society, or Researches in the Lines of Human Progress from Savagery through Barbarism to Civilization (1877)399. El objetivo de Morgan queda expuesto de forma concisa al inicio del libro:

“Mi propósito es presentar algunas pruebas del progreso humano a lo largo de estas diversas líneas [subsistencia, gobierno, lenguaje, familia, religión, vida de hogar y arquitectura, y propiedad] y a través de periodos étnicos sucesivos, según se halla revelado por invenciones y descubrimientos y por el crecimiento de las ideas de gobierno, de familia y de propiedad”400.

Los “periodos étnicos” a que hace referencia Morgan son tres: “Salvajismo”,

399 Ancient Society ha sido traducida al castellano como La sociedad primitiva. Hemos recurrido a la edición de Ayuso, publicada en Madrid en 1975 (referenciada de ahora en adelante como Sociedad). 400 Sociedad, 79.

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“Barbarie” y “Civilización”401, subdivididos los dos primeros en tres niveles (“inferior”, “medio” y “superior”). Los criterios para su definición proceden del ámbito de las “invenciones y descubrimientos”, es decir, de la tecnología, y, en concreto, de las “artes de subsistencia”, que comprenden las formas de obtención de alimentos y las artesanías402. Morgan otorgó una relevancia indudable a los aspectos tecnológicos en el progreso humano, razón por la cual éstos proporcionan la espina dorsal de su periodización. Así, el tránsito de un estadio a otro viene marcado por innovaciones técnicas relevantes, a modo de hitos que posibilitan avances cualitativos. Sin embargo, Ancient Society no plantea una reducción de la evolución humana al paso del progreso técnico, y ello se refleja de entrada en el índice de la obra. Ahí podemos comprobar que la exposición de los periodos étnicos ocupa sólo la primera parte, titulada “Desenvolvimiento de la inteligencia a través de invenciones y descubrimientos”, mientras que el grueso del trabajo se ocupa de los desarrollos producidos en los conceptos de gobierno, de familia y de propiedad. En el primero de éstos traza la evolución de la organización social, desde la basada en el sexo, pasando por la gens, fratría, tribu, confederación hasta llegar, finalmente, al Estado. La evolución familiar sigue un camino pautado por las formas primitiva, consanguínea, punalúa, sindiásmica y patriarcal, y, por último, monógama. Finalmente, el desarrollo histórico del concepto de propiedad parte de modalidades iniciales de tipo comunitario y culmina con la propiedad privada enajenable e individual. De hecho, la tecnología y los “conceptos” cuyo desarrollo se traduce en sucesivas instituciones de gobierno, familiares y de propiedad, configuran dos líneas de investigación paralelas aunque conectadas:

“Recomponiendo las diversas trayectorias del progreso hacia las edades primitivas del hombre, esperando una de otra según el orden de aparición de los inventos y hallazgos por un lado, e instituciones por otro, comprendemos que aquellos mantienen entre sí un vínculo progresivo y éstos una relación de desenvolvimiento. Mientras los inventos y descubrimientos han estado unidos a una forma más o menos directa inmediata, las instituciones se han desarrollado sobre el

401 Semejante secuencia tripartita, idéntica a nivel terminológico, había sido propuesta por diferentes pensadores ilustrados del siglo XVIII. Para un repaso de las teorías estadiales en el pensamiento occidental moderno, véase Meek, R. (1981), Los orígenes de la ciencia social. El desarrollo de la teoría de los cuatro estadios. Siglo XXI, Madrid. 402 Morgan no propuso sus periodos étnicos desde la nada, ni en el plano conceptual ni siquiera en el terminológico. El pensamiento moderno e ilustrado del siglo XVII y, sobre todo, del XVIII, había desarrollado la idea de una periodización de la humanidad conforme una sucesión de estadios caracterizados por las estrategias de obtención de alimentos (véanse al respecto Lisón, C. (1975), “Prólogo” a Morgan, L. H., La sociedad primitiva. Ayuso, Madrid, pp. 9-68 y Meek, op. cit.).

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fundamento de unos principios primarios del pensamiento (...) Por esto, dos líneas independientes de investigación captan nuestra atención. Una nos lleva a través de los inventos y descubrimientos, y la otra a través de las instituciones primitivas. Con los conocimientos así logrados, podemos confiar en señalar las etapas principales del desarrollo humano”403.

Es importante destacar que Morgan no plantea relaciones de causalidad unívocas y directas entre tecnología e instituciones sociales. Subraya las diferencias en la dinámica de cambio entre los dos ámbitos, y se limita a sugerir la existencia de vinculaciones ante la observación de ciertas regularidades. Por tanto, sin negar el liderazgo de los factores tecnológicos, da la impresión de que ideas como las de gobierno o propiedad poseen cierta autonomía respecto a sus correlatos tecnológicos más frecuentes. De hecho, en ocasiones parece como si el motor del desarrollo social correspondiera a una de las líneas conceptuales, como sucede con la propiedad404.

“Es imposible valorar en toda su magnitud la influencia de la propiedad en la civilización del género humano. Fue el poder que logró arrancar las naciones arias y semíticas de la barbarie para conducirlas hacia la civilización. El desenvolvimiento del concepto de la propiedad en la mente humana comenzó en flaqueza y acabó por ser una pasión soberana. Los gobiernos y las leyes se instituyen con referencia primaria a su creación, protección y goce. Ella introdujo la esclavitud humana como instrumento de producción; y tras una experiencia de varios millares de años causó la abolición de la esclavitud al descubrir que el hombre libre era una máquina productora mejor” (Sociedad, 500).

A título de hipótesis, señala que la explicación de las regularidades observadas entre “inventos” e “instituciones” residiría en que las sociedades han encontrado soluciones parecidas frente a condiciones y necesidades similares, pues las capacidades mentales son iguales en todas partes (principio de la unidad psíquica del ser humano).

“Se puede observar, finalmente, que la experiencia del género humano ha sido casi uniforme; que las necesidades humanas bajo condiciones similares han sido esencialmente las mismas, y que las evoluciones del

403 Sociedad, 77-78. 404 En este sentido, Morgan no abandona el protagonismo de la propiedad a la hora de dar cuenta del devenir social, tal y como había sostenido la tradición iusnaturalista desde el siglo XVII (véase a título de ejemplo el apartado dedicado a Locke en este mismo volumen).

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principio mental han sido uniformes en virtud de la identidad específica del cerebro en todas las razas humanas”405.

Antes de proseguir con el comentario de la relevancia e implicaciones de la propuesta de Morgan, conviene presentar una exposición resumida de los periodos étnicos406. 1. Salvajismo. Inferior. Este estadio corresponde a la “infancia del género humano”, es decir, el inicial y más primitivo tras abandonar la mera condición animal. Su caracterización se realizó a partir de un ejercicio estrictamente deductivo, ya que Morgan no halló grupo humano que hubiera sobrevivido para ilustrar esta etapa. Los alimentos, básicamente frutos y nueces, se obtenían mediante la recolección. La vida transcurría parcialmente en los árboles en el marco de un ambiente selvático y también en cuevas. Existía ya el lenguaje articulado, pero todavía no el arte. La familia era de tipo consanguíneo, es decir, articulada en función del matrimonio entre hermanos y hermanas en un grupo. La propiedad no rebasaba el ámbito personal, mientras que el gobierno se constituía a través de un pacto entre hombres. Medio. El uso del fuego y la práctica de la pesca señalan el tránsito a este nuevo estadio. Sin embargo, pese a esta innovación en las estrategias de subsistencia, las contingencias en la provisión de alimentos conducían con frecuencia a la antropofagia. En el salvajismo medio hallamos ya instrumentos de piedra tallada y las primeras armas (maza, lanza). La forma típica de familia es la punalúa, que excluye la unión entre hermanos uterinos y primos. El gobierno y los derechos de propiedad corresponden ahora a la gens, entendida como grupo de parentesco similar al linaje, cuyos miembros tienen prohibido el matrimonio entre sí. Sobre la base de la organización gentilicia surgirán posteriormente las fratrías, tribus y confederaciones de tribus. En la época en que Morgan realizó sus investigaciones, este estadio se hallaba ejemplificado por los aborígenes australianos y por diversos grupos polinesios. Superior. La principal novedad tecnológica que hizo posible acceder a este estadio fue la

405 Sociedad, 80-81. 406 Véase Sociedad, 99-111. Puede hallarse una primera presentación y resumen de los periodos étnicos en Sociedad, 82-84, así como una útil tabla sintética en el estudio introductorio de Lisón a la edición en castellano (Lisón, op. cit., 37).

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invención del arco y la flecha, lo que a su vez permitió conceder a la caza una mayor importancia en la obtención de alimentos. Este campo también se vio favorecido por el consumo de raíces farináceas. Paralelamente, se registran los primeros intentos de vida sedentaria y avances en la manufactura. Continúa el dominio de la familia punalúa y el gobierno de la gens. Diversas tribus costeras del continente americano ilustraban típicamente el estadio superior del salvajismo. 2. Barbarie. Inferior. La fabricación de recipientes de barro cocido es la innovación tecnológica que demarca en tránsito a la barbarie, aunque Morgan hace referencia a otras novedades relevantes, tales como el tejido a mano con trama y urdimbre, que brindó la posibilidad de confeccionar vestidos que permitían una mejor protección contra las inclemencias climáticas. Continúan vigentes las formas previas de obtención de alimentos, aunque el sedentarismo se consolida con la construcción de viviendas más grandes y de aldeas defendidas por una empalizada. Perdura la familia punalúa, aunque ahora coexiste con la sindiásmica, caracterizada por el hecho de que un hombre vive con una o varias mujeres. Sin embargo, no ocupan una residencia exclusiva, sino que habitan en un hogar común que acoge a diversas unidades familiares. Surgen organizaciones sociales como la fratría y la confederación, y el gobierno se ejerce mediante un consejo de jefes, aunque en tiempos de guerra un solo jefe asume el mando. Diversas tribus de alfareros europeos y asiáticos sin animales domésticos y otras que habitaban al este del Missouri tipificaban en el siglo XIX el estadio inferior de la barbarie. Media. El elemento tecnológico clave que indica el inicio de este estadio es la domesticación de animales y plantas, un fenómeno que tuvo una expresión, temporalidad y consecuencias distintas en el Viejo y el Nuevo Mundo. Se destaca también el empleo del adobe y la piedra en la arquitectura, así como el inicio de la metalurgia del bronce en el Viejo Mundo. La familia sindiásmica, que había aparecido en la barbarie inferior, es ahora la modalidad dominante. El gobierno corre a cargo de un consejo de jefes, al tiempo que adquiere protagonismo la figura del comandante militar. Esta vez, las tribus que ejemplifican este estadio se localizan en diversas regiones del continente americano. Superior. Además de señalar el comienzo del último estadio de la barbarie, Morgan

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otorga a la metalurgia del hierro una importancia de primer orden crucial407. La razón estriba en que el hierro permitió la producción de una extensa gama de herramientas, cuya aplicación a distintos sectores económicos, desde la agricultura a la artesanía, sentó las bases para el ulterior desarrollo de la civilización. En el terreno de la organización familiar, se generaliza la modalidad sindiásmica y patriarcal, que supone el matrimonio de un varón con una o, más frecuentemente, varias esposas. El grupo resultante habita ya en una casa de manera exclusiva. Existe la esclavitud. El gobierno se reparte en una asamblea popular, un consejo de jefes y la figura del líder o comandante militar. Pese a que se daba ya la propiedad individual de bienes muebles, la tierra mantuvo en buena parte la titularidad colectiva. Los ejemplos del estadio superior de la barbarie remiten, entre otros, a las tribus griegas narradas por Homero, a las itálicas antes del auge de Roma y a las germanas contemporáneas a Julio César. 3. Civilización. Finalmente, la escritura basada en un alfabeto fonético constituye el elemento que revela la entrada en la civilización408. Este periodo étnico se subdivide en antiguo y moderno (la sociedad capitalista en la que Morgan vivió), una distinción en la que Morgan no profundiza. La civilización está caracterizada por el desarrollo espectacular de las manufacturas y del arte. La familia monógama predomina ahora, y en su seno se vehicula la propiedad enajenable individual, que se transmite de padres a hijos mediante disposiciones hereditarias. La propiedad individual es garantizada por el Estado y coexiste también con la de titularidad directamente estatal. Y es que en la civilización la organización gentilicia tradicional es desplazada por una organización propiamente política basada en la adscripción territorial de las personas: el Estado. Para Morgan, la aparición del Estado marca un antes y un después en el desarrollo de las instituciones de gobierno:

“La experiencia humana, como ya se dijo, ha desarrollado sólo dos planes de gobierno, empleando el término plan en su sentido científico. Ambos fueron organizaciones definidas y sistemáticas de la sociedad. La primera y más antigua, fue una organización social, asentada sobre las gentes, fratrías y tribus. La segunda y posterior en tiempo, fue una organización política, afirmada sobre territorio y propiedad. Bajo la

407 “La producción del hierro fue el acontecimiento de los acontecimientos en la experiencia humana” (Sociedad, 110). 408 “El empleo de la escritura, o su equivalente en jeroglíficos sobre piedra, nos proporciona una prueba terminante del comienzo de la civilización. A falta de registros históricos literarios, no se puede decir con propiedad que existe historia ni civilización” (Sociedad, 101).

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primera, se creaba una sociedad gentilicia, en la que el gobierno actuaba sobre las personas por medio de relaciones de gens a tribu. Estas relaciones eran puramente personales. Bajo la segunda, se instituía una sociedad política, en la que el gobierno actuaba sobre las personas a través de relaciones territoriales, por ejemplo, el pueblo, el distrito y el estado. Estas relaciones eran puramente territoriales. Los dos planes diferían fundamentalmente. El uno pertenece a la sociedad antigua y el otro a la moderna”409.

Las razones para explicar la sustitución de la organización gentilicia por una política son esbozadas por Morgan en la última parte de Ancient Society, cuando se ocupa del desarrollo del concepto de propiedad410. El momento de transición se sitúa en las postrimerías de la barbarie superior, cuando se produce un incremento de la propiedad individual, el origen de la esclavitud y la familia patriarcal. La abundancia de alimentos resultado de una pujante agricultura favoreció el aumento demográfico. Las tribus, enraizadas en zonas fijas y presionadas por una población creciente, intensificaron su lucha por el control de las tierras más fértiles. El resultado fue “el perfeccionamiento del arte de la guerra” y el “aumento de la recompensa del trabajo individual”411. El desarrollo de estos factores propició en la antigüedad la entrada de ciertas sociedades en el estadio de la civilización. Los sentidos de la periodización evolucionista. Morgan propuso los periodos étnicos como categorías clasificatorias, ordenadas secuencial y jerárquicamente, cuyo objetivo es emplazar todos los conocimientos sobre la diversidad humana. Morgan presentó su esquema evolutivo en la primera parte de Ancient Society, pero no expuso el método que condujo a su elaboración ni tampoco, de forma sistemática, algunas de las consecuencias que conlleva adoptarlo como herramienta para el estudio de la humanidad. Más allá de estas críticas, cabría distinguir un sentido dual en la propuesta de Morgan que seguidamente pasaremos a comentar. a) Unidireccionalidad y jerarquía. El esquema evolutivo prescribe una trayectoria pautada según un orden de estadios sucesivos por los que todas las sociedades humanas han pasado o deberían pasar. Resultaba evidente que entre las sociedades observadas se apreciaban marcadas diferencias en cuanto a sus medios técnicos, formas organizativas, costumbres o creencias. Sin embargo, el evolucionismo entiende esta diversidad en términos de diferencias

409 Sociedad, 126. 410 Sociedad, 534-535. 411 Sociedad, 535.

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jerárquicas a lo largo de una escala vertical. Las sociedades instaladas en los estadios más elevados poseen un nivel de complejidad superior a las que aguardan en los estadios inferiores, por tal razón adjetivadas como simples. La humanidad respeta la ley general aplicable a todas las especies, según la cual el desarrollo tiende a ir desde lo simple hacia lo complejo. Sin embargo, a diferencia de los restantes seres vivos, el motor del progreso es la acumulación de conocimientos, que se traducen periódicamente en logros tecnológicos. Para Morgan, la condición sine quae non para la superación de un estadio y el acceso al siguiente es la adquisición de determinadas innovaciones tecnológicas en el campo de la producción de alimentos y de manufacturas. Cuando una sociedad se instala en un nuevo estadio mantiene contactos y relaciones con otras que permanecen en estadios ya superados por la primera. De esta forma, los inventos se propagan y favorecen el avance progresivo en una misma dirección.

“La porción más adelantada de la raza humana fue detenida, por así decirlo, en ciertas etapas del progreso, hasta que algún gran invento o descubrimiento, tal como la domesticación de animales o el proceso de fundición del hierro mineral, diera un nuevo y pujante impulso hacia delante. Mientras permaneciera así detenida, las tribus más rústicas, avanzando siempre, se acercaban en diferentes grados de aproximación al mismo estado; porque dondequiera que existiera una conexión continental, todas las tribus deben haber participado en alguna medida, de los progresos de las otras. Todos los grandes inventos y descubrimientos se propagan solos; pero las tribus inferiores deben haber apreciado su valor antes de poder apropiárselos”412.

El evolucionismo de Morgan posee un innegable componente materialista a la hora de dar cuenta de los motivos del cambio social, ya que privilegia como elemento determinante la dimensión tecnológica directamente ligada con la subsistencia. Sin embargo, admite la influencia de otros factores causales que el evolucionismo del siglo XX dejará de lado, como son el citado papel de la difusión en el cambio social y también cierto particularismo unido a ésta. En este sentido, puede decirse que si bien el vector tecnológico lidera la evolución humana, las innovaciones decisivas sólo surgen en el seno de uno o unos pocos grupos con la inteligencia o el “genio” adecuados. Tal es el caso de la metalurgia del hierro, cuya complejidad técnica lleva a Morgan a sugerir la improbabilidad de que hubiese sido inventada más de una vez. Así, pese asumir el principio de que, a condiciones y necesidades análogas, los grupos

412 Sociedad, 107 (las cursivas son nuestras).

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humanos generan respuestas también similares, en la práctica Morgan admite diferencias en la supuesta unidad psíquica humana. Éstas se traducen en la existencia de “familias” (no en sentido parental), concretamente la semítica y la aria, con capacidad para erigirse en época reciente en la punta de avance del desarrollo de la humanidad413. La asunción de un referente jerárquico conlleva la formulación de juicios de valor en términos de superioridad o inferioridad y avance o atraso. Morgan connotó positivamente a la civilización414, colocándola en la cima de la pirámide evolutiva humana. Más en concreto, la civilización occidental de raíz aria de la cual era partícipe el propio Morgan aparecía como la manifestación más lograda del género humano, por lo que, según el razonamiento unidireccional que acabamos de exponer, se erigía en el modelo al que debían aspirar las restantes sociedades. El progreso técnico contemporáneo y las instituciones burguesas a él asociadas deberían constituir la meta o, si se prefiere, el fin necesario que aguardaba a las demás. Desde esta perspectiva, la propuesta de Morgan contiene prejuicios ideológicos que la acercan a las genealogías míticas tradicionales a que hacíamos referencia al inicio de este capítulo. De Morgan se ha criticado su etnocentrismo, que le llevó a elevar a la sociedad de que se sentía partícipe a la cima del desarrollo humano. Además, proporcionó una justificación “científica” para dicha “superioridad occidental” y, por ende, para la intervención colonial e imperialista de las potencias capitalistas occidentales.

“En rigor, solamente dos familias, la semítica y la aria, cumplieron la tarea [alcanzar la civilización] mediante su esfuerzo propio. La familia aria representa la corriente céntrica del progreso humano, porque produjo el tipo más elevado de hombre y ratificó su superioridad intrínseca al adueñarse paulatinamente del señorío del mundo”415.

b) El presente conserva el pasado. Morgan utilizó en sus investigaciones datos etnográficos correspondientes a sociedades aproximadamente contemporáneas, así como referencias historiográficas de la antigüedad grecolatina. Por tanto, el espectro cronológico considerado puede calificarse como reciente, en comparación con la enorme profundidad temporal de la presencia humana. Pese a ello, el esquema evolutivo de Morgan pretende 413 “Desde el periodo medio de la barbarie, sin embargo, las familias aria y semítica parecen representar satisfactoriamente las hebras centrales de este progreso, que en el periodo de la civilización han sido gradualmente asumidas por la familia aria sola” (Sociedad, 107). 414 “El hecho de que una parte de la familia humana, hace más o menos cinco mil años, alcanzase la civilización debe ser considerado como un hecho maravilloso” (Sociedad, 544). 415 Sociedad, 544-545.

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representar todo el recorrido histórico y prehistórico de la humanidad. Semejante pretensión parte de la premisa de que la actualidad contiene suficientes evidencias del pasado como para efectuar una reconstrucción del mismo. Esta premisa, a su vez, se apoya en otras tres:

• La humanidad progresa mediante la acumulación de conocimientos, de forma que los estadios más recientes conservan, total o parcialmente, elementos materiales (tecnología) y conceptuales (instituciones) sin los cuales no se hubiera podido acceder al estadio actual.

• La civilización occidental decimonónica encarna el grado de progreso más elevado alcanzado nunca por la humanidad. Las restantes sociedades permanecen detenidas en diferentes estadios que ya han sido superados por aquélla. En consecuencia, podría afirmarse que “sus presentes ilustran nuestro pasado”416.

• Las formas de vida más simples constatadas etnográficamente nos hablan de las formas de vida más antiguas de la humanidad y, a la vez, también de las más extendidas.

Estas premisas muestran claramente el carácter deductivo del proceder evolucionista. Morgan llegó incluso a conjeturar que la presencia humana sobre la Tierra se remonta a cien mil años, de los cuales el salvajismo habría ocupado las primeras tres quintas partes, es decir, sesenta mil años417. Ahora bien, resulta claro que deducciones como ésta no se convierten per se en enunciados verdaderos sobre la realidad del pasado, porque son formulados desde una combinación de premisas formales, teóricas, no de observaciones empíricas. Todo enunciado sobre el pasado, reclama pasado real para ser validado o no; es decir, pruebas pertenecientes al pasado en el cual se hallaron plenamente vigentes las formas que hoy sólo inferimos o imaginamos. Justamente ahí entra en juego la arqueología. Si la biología darwinista favoreció el desarrollo de la paleontología, la antropología animó el de la arqueología418, si bien es cierto que ésta había iniciado una andadura propia tiempo atrás y había comenzado a adecuar las premisas del método científico a la especificidad de sus materiales mediante el Sistema de las Tres Edades. Morgan conocía este logro fundamental de la arqueología nórdica. De hecho, barajó la posibilidad de estructurar sus

416 “Al estudiar el estado de las tribus y naciones en estos períodos étnicos, tratamos, substancialmente, de la historia antigua y condición de nuestros propios antepasados remotos” (Sociedad, 89). 417 Sociedad, 106. 418 Véase al respecto Childe, V. G. (1965), La evolución de la sociedad. Ciencia Nueva, Buenos Aires, p. 18 (traducción de Mª Rosa de Madariaga a partir del original de 1951).

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periodos étnicos según las edades de la piedra, el bronce y el hierro, aunque finalmente descartó esta posibilidad419. En términos generales, si bien Morgan retuvo algunas enseñanzas de la arqueología a la hora de dotar de contenido a ciertos periodos étnicos420, el aporte de esta disciplina en la elaboración del esquema evolutivo es poco relevante. Hacia la década de 1870, el conocimiento científico del pasado a partir de los restos materiales sólo se hallaba en sus comienzos. La arqueología se prestigiaba a golpe de grandes descubrimientos, que servían para alimentar la pasión anticuarista y los estudios de arte antiguo, mientras que avanzaba lentamente en la tarea de dotar de un orden cronológico a un flujo de hallazgos que aumentaba sin cesar. Cuando Morgan redactó Ancient Society, la arqueología aún no se hallaba en condiciones de brindarle un apoyo seguro ni sobre la profundidad y ritmos temporales de la evolución humana, ni sobre cómo ésta se materializó en los cinco continentes. En sentido contrario, los trabajos de la antropología evolucionista constituyeron un acicate para ampliar las miras de la investigación arqueológica, ya que presuponían una gran cantidad de premisas y afirmaciones sobre el pasado humano que sólo la arqueología se hallaba en condiciones de contrastar. Confirmar o desmentir la propia secuencia de periodos étnicos era una de las cuestiones cruciales, si no la mayor. La arqueología ya había comenzado desarrollando un método propio para la obtención de cronologías relativas (el tipológico-contextual plasmado en el Sistema de las Tres Edades), y en este cometido encontró el auxilio de la leyes estratigráficas formuladas desde la geología. En juego estaba, no sólo comprobar el ajuste de una secuencia empírica, sino la validez de las premisas sobre las que se asentaba el método. Por supuesto, no faltaba la curiosidad por resolver otros interrogantes de carácter más puntual. Morgan formuló uno de éstos en referencia a los orígenes de la metalurgia del hierro, calificado como el mayor descubrimiento de la humanidad: “Sería una singular satisfacción si nos fuera dado saber a qué familia y tribu debemos este conocimiento, y con él, la Civilización”421. En suma, el evolucionismo incentivó una disciplina arqueológica todavía incipiente a mediados del siglo XIX. Pese a que por aquel entonces consolidaron sus trayectorias académicas separadas, también es verdad que antropología y arqueología sentaron las bases para una relación que se ha

419 Sociedad, 81. 420 Así, por ejemplo, cuando señala que “los instrumentos de pedernal o de piedra son más antiguos que la alfarería, puesto que en numerosos casos han sido hallados depósitos antiguos de aquéllos no acompañados de restos de ésta” (Sociedad, 85-86). 421 Sociedad, 110.

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mantenido hasta la actualidad y que ha tenido en la investigación sobre la formación de la Civilización y el Estado uno de los temas de mayor interés. -Neoevolucionismo. Tras contribuir decisivamente a la consolidación de la antropología como disciplina, el evolucionismo comenzó a ser cuestionado y perdió su posición hegemónica como guía para la investigación. El particularismo histórico ocupó entonces este lugar. Al calor de la filosofía idealista alemana, el estudio de la diversidad de los seres humanos abandonó la pretensión de hallar regularidades, de formular generalizaciones y mucho menos de delinear trayectorias evolutivas unilineales de validez universal. Por el contrario, comenzó a entender las múltiples formas de vida humana como un mosaico de culturas. La cultura se define como una entidad de naturaleza significativa e ideal que pertenece al ámbito del pensamiento, y es, por tanto, refractaria a cualquier causalidad de orden tecnológico y, en general, materialista. Cada cultura remite a una esencia propia y distintiva, modelada a lo largo de una concatenación particular de acontecimientos históricos, que se traduce en configuraciones distintas de costumbres, creencias y objetos materiales. Así pues, si cada cultura es única, resulta vano, como señalamos antes, intentar buscar causas aplicables a una generalidad de ellas. De detectarse, las similitudes entre culturas se deberían a fenómenos de difusión, préstamo o influencia, cuyo alcance e intensidad se creen dependientes de la idiosincrasia de las partes y de la situación histórica en que acaecieron. También resultaría equivocado proponer órdenes jerárquicos entre los grupos humanos en función de un criterio universal, ya sea el tecnológico o cualquier otro. El convencimiento en la singularidad de los fenómenos culturales conduce a posturas relativistas que combaten las atribuciones en términos de superioridad-inferioridad o de desarrollo-atraso con que el evolucionismo connotaba la comparación entre las sociedades estudiadas. Aun así, el etnocentrismo burgués estaba demasiado arraigado como para que muchos de los partidarios del historicismo cultural dejasen de admitir la diferencia entre “altas” y “bajas” culturas. Evidentemente, las civilizaciones figuraban entre las primeras… La arqueología aportó argumentos que contribuyeron al descrédito del evolucionismo decimonónico. Por un lado, certificó errores en la secuencia evolutiva de Morgan, como por ejemplo que las primeras civilizaciones surgieron antes de que se tuviese conocimiento de la metalurgia del hierro y no como consecuencia más o menos directa de ésta; o, de hecho, que ni siquiera la propia práctica de la metalurgia ha sido un requisito cumplido por

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todas las civilizaciones422. Por otro lado, la excavación de yacimientos plurifásicos, la definición de prolongadas secuencias estratigráficas y el establecimiento de las primeras periodizaciones regionales puso de manifiesto que el desarrollo de los grupos humanos distaba de haber sido uniforme, y que, a épocas que registraron progresos tecnológicos, institucionales e incluso artísticos destacados, siguieron otras con retrocesos marcados en todos esos campos. La arqueología, en síntesis, puso su grano de arena en la crítica de la unilinealidad evolutiva, la causalidad de raíz tecnológica y la universalidad de la idea de progreso, mientras que, por otro lado, se sumó a la corriente de quienes consideraban que la diversidad (material en el caso arqueológico) era signo de idiosincrasia cultural. Sin embargo, como suele ocurrir cuando no se extingue del todo “esa parte de razón” que hace alguna vez hegemónico a un planteamiento teórico, desde mediados del siglo XX se produjo una reformulación y revitalización de los planteamientos evolucionistas. En antropología, suelen señalarse los trabajos de J. Steward y L. White como hitos fundamentales en el resurgimiento de una tradición que vivirá sus mejores años en las décadas de los sesenta y de los setenta, y que tuvo como escenario principal las universidades estadounidenses. Este neoevolucionismo releva nuevos acentos en viejas ideas, al tiempo que aporta argumentos inéditos. El evolucionismo antropológico del siglo XIX debía más a la tradición filosófica ilustrada, y en especial a la idea de progreso, que a la influencia directa de la biología darwinista. En cambio, en los postulados neoevolucionistas este influjo se deja sentir mucho más claramente. Las sociedades humanas son expresiones de la especie humana que, al igual que las restantes especies vivas, debe superar la criba de la selección natural para sobrevivir. De ahí la importancia concedida a las variables ecológicas, que demarcan el hábitat en el que se desarrolla la vida social, y de la categoría “adaptación”. Ésta mide el éxito con el que los grupos humanos afrontan la supervivencia, sólo que, a diferencia de otros animales y plantas, el papel de la mutación genética se halla minimizado a favor de la tecnología, la organización socio-política y en general de la cultura, entendida, en palabras de White, precisamente como “medio extrasomático de adaptación”. A la hora de dar cuenta del cambio en el comportamiento humano, volvemos a asistir a la primacía de las variables materiales de orden tecnoeconómico y demográfico. La humana es una especie que se vale de la tecnología para extraer del medio los recursos que le permiten vivir y reproducirse con éxito. Las normas y significados culturales, desde las instituciones al lenguaje o la religión, se hallan en función de esta necesidad

422 Véase un ilustrativo repaso al respecto en Childe (op. cit. cap. 2).

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imperiosa, razón por la cual el neoevolucionismo establecerá nexos deterministas entre el ámbito de la subsistencia material (caza, recolección, horticultura, agricultura de regadío,…), verdadero motor de la existencia, y las demás instancias en que se analiza la realidad social. Ahora bien, el citado énfasis en las variables tecnoeconómicas se combina con un destacado protagonismo de las formas de organización política, hasta el punto de que muchos trabajos presentados bajo la rúbrica neoevolucionista han pasado a formar parte del dominio de la antropología política. De hecho, tanto el método empleado para elaborar los nuevos esquemas evolutivos, como la terminología empleada para designar sus estadios, reflejan la influencia de una filosofía política liberal-burguesa que parte de una ontología individualista y que prima el criterio de la centralidad del liderazgo a la hora de entender la organización de los grupos humanos. Así pues, el neoevolucionismo privilegia las correlaciones entre grado de centralidad política y tecnología subsistencial en la definición del conjunto de tipos sociales. Cada uno de éstos ejemplificaría soluciones ventajosas, ya sea desde el punto de vista estrictamente adaptativo (supervivencia) o material en sentido amplio (mayor nivel de beneficios generales y de bienestar). A su vez, con tales tipos se pretende sintetizar toda la diversidad humana, un proyecto éste que coincide con uno de los objetivos primordiales de Morgan: dar cuenta mediante enunciados simples de toda la aparente diversidad humana en cualquier tiempo y lugar. Tampoco es casual que el incremento de las desigualdades, medido en términos de “complejidad”, así como el origen del Estado en tanto culminación de dicho proceso, hayan sido de nuevo temas clave en el programa neoevolucionista. Ante todo, se trata de desarrollos acaecidos con mayor o menor intensidad en todo el mundo y, en cierto número de casos, en el seno de sociedades que no mantuvieron contactos entre sí, por lo que cabe descartar las explicaciones de índole difusionista tan caras al historicismo cultural. Se vindica de esta manera una de las premisas principales del evolucionismo clásico, a saber, la unidad básica del género humano como generadora de regularidades en su comportamiento social: a condiciones y necesidades similares, respuestas también similares, aunque a veces éstas puedan diferir en su apariencia formal. En cambio, a diferencia del evolucionismo decimonónico, el neoevolucionismo no insiste en la uniformidad ni la universalidad del proceso evolutivo. A grandes rasgos, mantiene que la trayectoria general discurre desde las formas organizativas simples hasta las complejas, singularizadas en

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civilizaciones y Estados. Sin embargo, no dictamina que los pasos intermedios hayan de ser de obligado cumplimiento y, sobre todo, admite la realidad de los fenómenos involutivos, que tendrán un campo de estudio propio vinculado a las causas de las crisis y los colapsos. Entre los representantes más señalados del neoevolucionismo antropológico figuran M. Sahlins (en sus primeras obras), E. Service y M. Fried. Tal y como apuntamos más arriba, nos centraremos en las aportaciones de los dos últimos por su especial repercusión en la investigación arqueológica de la formación del Estado y la Civilización. -Elman R. Service (1915-1996). Dos obras de E. Service merecen comentario aquí. En la primera, titulada Primitive Social Organisation: An Evolutionary Perspective423, el autor expone una versión inicial de su esquema de evolución de las sociedades que, sin duda, hizo fortuna, tanto en el contenido como en el plano terminológico. Dicho esquema se subdividía en cuatro estadios, cuya caracterización resumiremos seguidamente. 1. Bandas. Se trata de la forma de estructura social más simple y antigua, algunos de cuyos testimonios se mantenían vivos en el siglo XX como, por ejemplo, entre los atapascanos, los isleños de Andamán o los bosquimanos ¡Kung. Las bandas constan de entre 30 y 100 individuos, vinculados entre sí en familias nucleares o extensas creadas mediante prácticas de exogamia. La densidad demográfica máxima se estipula en torno a tan solo un habitante por milla cuadrada. Este valor oscila en función de la disponibilidad de alimentos, que son obtenidos principalmente mediante la caza y la recolección. La división del trabajo es inexistente a nivel suprafamiliar. 2. Tribus. Al igual que sucedía en las bandas, en las sociedades tribales no existen jerarquías políticas. Las únicas formas de liderazgo son de carácter situacional y se basan en las cualidades personales. Aumentan, sin embargo, el número de posiciones de estatus reconocido. El tamaño de las agregaciones poblacionales y el número de grupos residenciales también aumenta. La organización tribal contiene asociaciones de raíz parental, como linajes y clanes, y, asimismo, admite la creación de sociedades secretas. Hay constancia, finalmente, de disputas y relaciones violentas entre las tribus, que se traducen en asaltos y

423 Publicada en 1962 por Random House, Nueva York.

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golpes de mano. 3. Jefaturas. Las jefaturas suponen la formación de agregados poblacionales más densos y grupos de residencia más amplios. Este desarrollo corre parejo al incremento de la productividad en el sector subsistencial (agricultura desarrollada) y también niveles superiores de complejidad y organización internas. El liderazgo político implica una dirección centralizada en manos de jefes. Este cargo posee un carácter adscrito y su desempeño va ligada a la institución de normas sucesorias y al disfrute de bienes de lujo. Una de las funciones asumidas por los jefes es la gestión del intercambio redistributivo entre grupos de productores con cierta especialización regional en virtud de las condiciones ecológicas. 4. Estados primitivos y civilizaciones arcaicas424. Finalmente, los Estados se caracterizan por poseer gobiernos burocráticos que monopolizan el uso legítimo de la fuerza. Pueden expandirse hasta formar imperios que incluyeron diversas culturas y grupos étnicos en el marco de un orden civil. Estados primitivos y civilizaciones arcaicas no constituyen entidades cualitativamente distintas, sino más bien variaciones de grado en un mismo estadio. Las civilizaciones arcaicas representan tentativas exitosas de integración estable, de forma que acabaron por dar origen a un nuevo tipo de cultura, distinta de la de los componentes iniciales. De esta forma, las civilizaciones arcaicas constituirían la culminación del potencial integrador de los Estados primitivos preindustriales. La segunda de las obras de Service, Origins of the State and Civilization. The Process of Cultural Evolution (1975)425, constituye un trabajo más extenso y documentado sobre las características y funcionamiento de los tipos de organización socio-política. De hecho, para Service el vector evolutivo corresponde a la política y, en concreto, a la institucionalización del liderazgo. En contraposición a las tesis marxistas abanderadas, entre otros, por V. G. Childe,

“La tesis alternativa que aquí vamos a presentar sitúa los orígenes del gobierno en la institucionalización del liderazgo centralizado. El liderazgo, al desarrollar sus funciones administrativas necesarias para el

424 Service prestó en esta obra una atención muy limitada a la definición de los estadios situados entre el nivel de jefatura y los modernos Estados industriales (véase Service, op. cit., 174-177). 425 Hemos utilizado la traducción al castellano de esta obra: Los orígenes del Estado y de la civilización. El proceso de la evolución cultural. Alianza Universidad, Madrid (1984) (citada en lo sucesivo como Orígenes).

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mantenimiento de la sociedad, se convirtió en una aristocracia hereditaria. Las incipientes funciones económicas y religiosas de la burocracia se desarrollaron a medida que aumentaba la dimensión de sus servicios, su autonomía y su tamaño. De este modo, el gobierno, en sus comienzos, funcionaba no para proteger a otra clase o estrato de la sociedad, sino para protegerse a sí mismo. Se legitimaba con su papel de mantenedor de toda la sociedad. El poder político organizó la economía y no al contrario. El sistema era redistributivo, asignativo, no adquisitivo: no se necesitaba riqueza personal para obtener poder político personal. Y parece claro que estos primeros gobiernos reforzaron su estructura realizando bien sus tareas económicas y religiosas –proporcionando beneficios-, más que utilizando la fuerza física”426.

De hecho, Service reserva el término “Estado” para referirse a formas políticas caracterizadas, aquí sí, por el uso de la fuerza física como instrumento para lograr un control represivo. Algunas de estas organizaciones han sido documentadas etnográficamente (por ejemplo, los estados Zulú y de Ankole) y a ellas dedica una parte del libro, designándolas como “Estados primitivos”. Sin embargo, Service insiste que se trata de fenómenos relativamente recientes, cuyo origen se debe por lo general a las repercusiones de la expansión colonial europea sobre sociedades de jefatura teocráticas. En cambio, utiliza la expresión “civilizaciones arcaicas” para referirse a las primeras estructuras políticas jerárquicas e institucionalizadas que aparecieron en Mesopotamia, Egipto, China, el valle del Indo, Mesoamérica y Perú, hace varios miles de años. Service centra entonces sus esfuerzos en cómo estas civilizaciones “se formaron a partir de la matriz de la sociedad igualitaria primitiva”427, estructurada inicialmente en sociedades segmentarias igualitarias y, más tarde, en jefaturas. Detengámonos en mostrar la caracterización de estos tipos evolutivos. 1. Sociedades igualitarias o segmentarias. La mayoría de las sociedades igualitarias obtienen los alimentos mediante la caza y la recolección. Se trata de grupos pequeños, en los cuales el liderazgo político está basado en las cualidades personales (capacidad, inteligencia, condiciones físicas) que confieren ventajas en contextos de vida determinados y que reciben a cambio un reconocimiento social en forma de estatus. El carácter de dicho liderazgo es efímero, dado que el líder carece de los medios para dominar permanentemente a otras personas. En ausencia de fuerza 426 Orígenes, 26. 427 Orígenes, 26.

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coercitiva, las decisiones colectivas o la resolución de conflictos interpersonales dependen de juicios emitidos por quienes ostentan autoridad moral (por ejemplo, los ancianos) o bien de arbitrajes por parte de parientes lejanos o por la inclinación de la opinión pública. En ocasiones, los conflictos desembocan en acciones violentas, aunque éstas se reducen a combates expiatorios o batallas a pequeña escala. Cuando este tipo de sociedades sufre una agresión externa, los grupos afectados pueden huir y dispersarse, o bien generar grandes confederaciones con las que plantar cara al ataque. A su cabeza pueden figurar jefes que poseen una autoridad mucho mayor que las de un líder en tiempos de paz. Por otro lado, la solución a los conflictos internos puede tomar el cauce de la segmentación, proceso por el cual una parte del grupo local se desvincula de éste y reproduce en otro lugar una unidad social análoga a la originaria. Del reconocimiento de esta dinámica segmentaria proviene precisamente el segundo apelativo que utiliza Service para designar a estas sociedades. Finalmente, el trueque y el matrimonio constituyen las formas más comunes de intercambio, ambas guiadas por el principio de reciprocidad. El intercambio de bienes y personas no constituiría una actividad enfocada a la obtención de un beneficio económico en términos capitalistas, sino un medio para consolidar alianzas y reducir el riesgo de conflictos. 2. Sociedad de jefatura. Las jefaturas o cacicazgos configuran un tipo sociopolítico que hace de puente entre las sociedades igualitarias y las civilizaciones. Supone un paso decidido hacia la institucionalización del liderazgo y la consolidación de una estructura de estatus ordenados jerárquicamente. En estas sociedades, el liderazgo corresponde a la figura del jefe, quien ocupa un cargo transmitido hereditariamente por primogenitura. Entre las razones del desarrollo de este tipo de organización, Service destaca la función gestora del jefe dentro de un sistema redistributivo de intercambios. Las sociedades de jefatura sedentarias habitan normalmente en áreas dotadas de recursos naturales variados. Ello favorece una simbiosis local y regional que se traduce en el desarrollo de la distribución de productos entre asentamientos cada vez más especializados en la explotación de los nichos ecológicos donde se localizan. Cuando esta práctica se combina con formas de liderazgo rudimentario, como por ejemplo la denominada de “grandes hombres” (big men), se estimula la formación de un sistema institucionalizado de poder centralizado en torno al jefe y a su grupo de parentesco.

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A la gestión de los intercambios redistributivos, necesarios en una sociedad formada por colectivos cada vez más especializados, se añaden posteriormente otras funciones como la judicial, bélica, religiosa o la organización del comercio exterior, que pasan a ser asumidas por una jerarquía de cargos encabezada por el jefe. Nos hallamos ante el origen de la burocracia, cuyo desarrollo es explicado por Service en virtud de las ventajas que conlleva su labor de gestión y que la población percibe positivamente. Esta unanimidad, reforzada ideológicamente mediante la religión y la frecuente investidura del jefe con atributos sobrenaturales, se halla en la base de la capacidad de las jefaturas para movilizar gran cantidad de mano de obra destinada a la realización de obras o empresas colectivas, como la construcción de acequias, templos y tumbas. La producción artesanal experimenta un notable auge. En este sentido, es de destacar la fabricación de símbolos para uso de quienes ostentan la autoridad, en ocasiones realizados a partir de materias primas alóctonas que son obtenidas gracias al establecimiento de relaciones de intercambio a larga distancia. Pese a la insistencia de Service en afirmar que el apoyo consciente de la población es un factor decisivo a la hora de explicar el afianzamiento de los sistemas de jefatura, el mismo autor apunta la práctica de conductas coercitivas. Así, cualquier acto contra el jefe es interpretado como un atentado a la sociedad y se hace merecedor de castigos. En un orden parecido de cosas, Service indica que la tendencia al crecimiento de las jefaturas, con la subsiguiente expansión de la burocracia y del consumo conspicuo asociado a los puestos de rango elevados, puede acarrear rebeliones por parte de la población gobernada. Si éstas tienen éxito, el sistema entra en crisis y reduce su envergadura. Sin embargo, si el sistema las supera se coloca en la tesitura de traspasar el umbral que separa la jefatura de la civilización. 3. Civilización arcaica y Estado. Tal y como hemos apuntado anteriormente, para Service en el mundo antiguo es preferible hablar de civilizaciones más que de Estados. Las civilizaciones son sistemas de gobierno caracterizados por un liderazgo centralizado con finalidad gestora que obvia el recurso a la coerción física. A su frente se hallan personajes revestidos de una autoridad con tintes teocráticos, cuya dirección es aceptada y celebrada por toda la sociedad. En su labor gestora son auxiliados por un estamento burocrático que toma a su cargo funciones muy variadas, desde la construcción de infraestructuras hasta la organización del culto religioso. No obstante, su cometido original y más importante fue la administración de un sistema redistributivo de intercambios, que garantizaba el abastecimiento general en una situación de creciente especialización

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productiva. El precedente inmediato de las civilizaciones arcaicas fueron las jefaturas hereditarias, donde la gestión eficaz de una burocracia incipiente proporcionaría beneficios al conjunto de la sociedad. Las medidas de autoconservación promovidas por la propia burocracia, unidas al apoyo del resto de la población, contribuyeron al incremento y expansión de las funciones gubernamentales hasta que, en algunos casos, la envergadura de los cambios supuso la evolución de algunas jefaturas al rango de civilización. Así pues, las diferencias entre unas y otras son más de grado, dentro de una misma escala, que cualitativas.

“Las civilizaciones del tipo clásico no se crearon de novo; sus características básicas estaban todas prefiguradas en las etapas anteriores de la sociedad. El término civilización es, pues, un concepto relativo y no debe definirse en términos de la aparición de algún atributo singular (…). Desde un punto de vista evolutivo, la relatividad se alcanza no pensando en términos de unos puntos arbitrarios de demarcación, sino de un continuo de cambio direccional (…). Luego la clave guarda relación con el “mayor” o “menor” avance a lo largo de la línea direccional. La noción más común, porque es la más obvia, de la dirección que ha tomado la evolución cultural es la de que ha partido de las culturas sencillas para llegar a las complejas, o el corolario de las sociedades pequeñas a las grandes”428.

En el contexto de las primeras civilizaciones arcaicas, la violencia, si es que la hubo, se restringió a episodios de competición entre diferentes facciones gubernamentales o, excepcionalmente, a conflictos entre unidades políticas por el acceso a ciertos recursos. Service subraya que el control social interno estuvo basado en el consentimiento del grueso de la población ante la percepción de los beneficios de la economía redistributiva, un consentimiento reforzado adicionalmente por una ideología religiosa que atribuía al gobernante supremo una aureola de sacralidad e incluso de divinidad. Desde esta perspectiva, el “Estado como institución represiva basada en el uso secular de la fuerza”429 constituyó un desarrollo tardío y ajeno a las civilizaciones arcaicas. -Morton H. Fried (1923-1986).

428 Orígenes, 329. 429 Orígenes, 330.

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En The Evolution of Political Society. An Essay in Political Anthropology430, Fried expuso la caracterización detallada de un esquema evolutivo cuatripartito, cuyas líneas maestras resumiremos a continuación. 1. La sociedad igualitaria. La exposición se abre con una advertencia que suena a paradoja: “La igualdad es un imposible social”431, ya que los mismos individuos muestran múltiples y marcadas diferencias entre sí (edad, sexo, resistencia, velocidad, agudeza auditiva o visual, etc.). Por tanto, Fried añade que el encabezamiento debe ser leído como “sociedad relativamente igualitaria”, y que las sociedades aludidas tienen en común la falta de una estructura jerárquica o estratificada, sin que ello suponga que alcancen una igualdad total. Una vez hecha esta salvedad, Fried enfoca la definición de la sociedad igualitaria desde la consideración de los conceptos de “estatus”, “rol” y “prestigio”. “Estatus” equivale a posición social, “rol” se define como la dimensión activa del estatus, mientras que “prestigio” es el componente ideológico del estatus y está asociado al concepto de “autoridad”, entendida como la “capacidad para canalizar el comportamiento de otros sin recurrir a la amenaza o a la aplicación de sanciones”432. A partir de este planteamiento, Fried define la sociedad igualitaria en los siguientes términos:

“Una sociedad igualitaria es aquélla en la que hay tantas posiciones de prestigio en cualquier nivel dado de edad-sexo como personas capaces de ocuparlas. Dicho de otro modo, una sociedad igualitaria se caracteriza por el ajuste entre el número de estatus valorados y el número de personas con la capacidad de asumirlos”433.

Al estar basado en la autoridad, no en la coerción, el liderazgo posee un carácter efímero y se limita a las situaciones puntuales en que dicha autoridad es reconocida. La organización social está basada en familias y en pequeñas bandas exógamas móviles, que ocupan el territorio con una baja densidad de población. La subsistencia procede de la caza, la pesca y la recolección,

430 Editada por Random House, Nueva York (1967) y citada en adelante como Evolution. Todas las citas literales tomadas de esta obra han sido traducidas al castellano por nosotros. Del mismo autor, hemos tenido en cuenta también un trabajo anterior de carácter sintético titulado “Sobre la evolución de la estratificación social y del Estado”, en Llobera, J. R. (ed.), Antropología Política. Anagrama, Barcelona, pp. 133-154 (1985) (citado como Sobre la evolución). Este artículo fue publicado originalmente en 1960, como parte de un volumen editado por S. Diamond que llevaba por título Culture in history: essays in honor of Paul Radin. Columbia University Press, Nueva York. 431 Evolution, 27. 432 Evolution, 13. 433 Evolution, 33.

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actividades que proporcionan alimentos que no suelen ser almacenados en gran volumen de almacenamiento. El acceso a los recursos imprescindibles o “críticos” para la subsistencia, como alimentos y materias primas, es igualitario. La división del trabajo se articula según el sexo y la edad, siendo la familia la unidad de producción mínima, aunque ciertas actividades puedan requerir una cooperación puntual que exceda este ámbito. El nivel tecnológico es bajo. La reciprocidad, inmediata o diferida, es la forma dominante en la circulación de los productos, y tiene lugar con ocasión de visitas o fiestas. Finalmente, la guerra resulta un acontecimiento de carácter breve, puntual y de baja intensidad, cuyas causas residen en la competición por los recursos. La confrontación no origina ni presupone guerreros profesionales, y las armas empleadas suelen ser las mismas utilizadas en la caza. Los bosquimanos !Kung y los esquimales proporcionan los ejemplos más ajustados de este tipo de sociedades. 2. La sociedad jerarquizada o de rango. Una sociedad jerarquizada se define como aquélla en que las “posiciones de estatus valorados están limitadas de alguna manera, por lo que no todos aquellos con suficiente talento para ocuparlas realmente lo hacen”434. Ello es así porque funcionan mecanismos sociales que restringen a unos pocos los cargos de estatus o de autoridad, ejemplificados en la figura del jefe o del “gran hombre” (big man). La aparición de las sociedades jerarquizadas coincide con la adopción de la agricultura y ganadería, y el comienzo de la vida sedentaria en poblados, donde se concentran las viviendas y se realizan actividades colectivas. La densidad demográfica aumenta con respecto a las sociedades igualitarias. La práctica totalidad de los alimentos se producen localmente, lo que confiere a los grupos un elevado nivel de autosuficiencia. De hecho, sólo ciertas materias primas se consiguen a través de intercambios. Las nuevas estrategias agrícolas, con sus implicaciones en lo que respecta a la producción, acumulación y gestión de grandes cantidades de alimentos, el sedentarismo y la importancia creciente de la redistribución como forma dominante de intercambio interno de bienes constituyen motivos que ayudan a explicar el tránsito de las sociedades igualitarias a las jerarquizadas. Fried coincide con Service en que la importancia adquirida por la redistribución permite entender la aparición de la figura del jefe carismático como gestor

434 Evolution, 109.

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económico carente de poder de explotación: “El jefe reúne, no expropia, distribuye, no consume”435. En este sentido, otra característica importante en la definición de las sociedades de rango es que se mantiene el acceso igualitario a los recursos subsistenciales básicos, como la tierra y el agua. Por tanto, la jerarquía política no se traduce en una desigualdad marcada ni permanente. Al igual que sucedía en las sociedades igualitarias, la división del trabajo se organiza principalmente según los criterios de edad y sexo. No obstante, ahora se aprecia una limitada especialización del trabajo a tiempo parcial fundada en criterios distintos a los dos citados. Así, por ejemplo, la obtención de materias primas o la fabricación de manufacturas pueden tender a ser asumidas por un grupo concreto, que, en compensación por su dedicación a estas tareas, recibe del resto de la comunidad los alimentos que no tuvo posibilidad de producir. Por último, la organización social descansa sobre la trama del parentesco, en forma de linaje o clan. Las relaciones interpersonales y económicas pasan por la pertenencia individual a una estructura parental de este tipo. Algunos de los ejemplos más notorios de sociedades jerarquizadas se han documentado en Polinesia y Melanesia. 3. La sociedad estratificada. La sociedad estratificada constituye un estadio de transición entre las sociedades jerarquizadas y el Estado. Su surgimiento tiene que ver con el incremento demográfico y los problemas derivados de la presión sobre los recursos subsistenciales que ello provoca y que la organización social basada en el parentesco se ve en dificultades para solventar. La sociedad estratificada es inherentemente inestable, pudiendo derivar hacia formas estatales o bien retroceder a otras de tipo más igualitario. De hecho, Fried admite que es casi imposible documentar sociedades estratificadas que no sean ya estatales. Y es que la principal característica que las define es compartida con los Estados:

“Una sociedad estratificada es aquella en la que los miembros del mismo sexo y edad equivalente no tienen acceso igualitario a los recursos básicos que permiten la vida”436.

En la práctica, ello supone que ciertos individuos o grupos controlan dichos recursos y que, debido a este motivo, otros padecen escasez. Para acceder a tales recursos básicos, éstos deben proporcionar productos o trabajo a quienes 435 Sobre la evolución, 138. 436 Evolution, 186.

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ostentan el control y el acceso directo. A esta situación le acompaña la adopción de complejas disposiciones sobre la transmisión hereditaria de derechos y obligaciones entre grupos de parentesco cerrados y jerarquizados entre sí. Los recursos alimenticios se obtienen gracias a tecnologías intensivas, que contemplan el uso del arado, sistemas de regadío o la práctica del pastoreo especializado. Las novedades alcanzan también a la esfera de la división del trabajo. Ahora surgen especialistas a tiempo completo, una parte de los cuales dedicados a la fabricación de bienes lujosos, lo que supone la existencia de un sector de la población alejado de la producción directa de alimentos. La complejidad de la manufactura también aumenta, de modo que por lo general la tecnología necesaria ya no puede ser fabricada por un solo individuo, como ocurre con la producción metalúrgica. La guerra aumenta en frecuencia e intensidad, ya que posibilita la acumulación de recursos (botín, anexiones territoriales, mano de obra esclava) en manos de los vencedores. En sintonía con la mayor relevancia de la guerra, aparecen especialistas en actividades coercitivas (ejército) y los cargos militares hallan un escenario idóneo para aumentar su influencia social. 4. El Estado. La mayor parte de las características propias de la sociedad estratificada resultan válidas para las sociedades estatales. La definición de Estado reza así: “complejo de instituciones por medio de las cuales el poder de la sociedad se organiza sobre una base superior a la del parentesco”437. Surge así una burocracia cuyos miembros no están unidos por relaciones parentales, y cuya principal finalidad consiste en mantener y reforzar el acceso desigual a los recursos básicos para el sostén de la vida; es decir, el orden de la estratificación. Para cumplir este cometido, el Estado dispone de instrumentos de poder coercitivo bajo la forma de cuerpos armados. Se definen, así mismo, los límites fronterizos dentro de los cuales se hallan los recursos y los individuos que quedan bajo el control del complejo institucional. Paralelamente, se crea un aparato fiscal que moviliza recursos hacia la institución estatal. Por último, cabe señalar la codificación de las conductas punibles en forma de leyes explícitas en registros escritos438. Fried consolidó la distinción entre Estados prístinos y secundarios, enunciada por V. G. Childe y asumida también por J. Steward años atrás. Con la primera 437 Evolution, 229. 438 Para un desarrollo más pormenorizado de las características básicas del Estado, véase Evolution, 235-240.

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expresión se hace referencia a aquellos Estados que surgieron como culminación de procesos que no registraron la influencia de otros Estados. La historia de la humanidad ha proporcionado seis casos de estatalidad prístina o de surgimiento independiente: Mesopotamia, Egipto, valle del Indo, Mesoamérica y la costa del Perú. Por otra parte, los Estados secundarios serían todos los demás, es decir, todos aquellos en cuya formación intervinieron, directa o indirectamente, otros Estados ya consolidados. -Neoevolucionismo: comentario y valoración. Los trabajos de Service, Fried, y de otros investigadores neoevolucionistas han generado una ingente bibliografía que incluye desde matizaciones a las propuestas iniciales hasta críticas más o menos detalladas. Lejos de pretender ser exhaustivos en el inventario de todas estas reacciones, nos limitaremos aquí a subrayar cuáles son los aspectos fundamentales de las propuestas evolucionistas y a esbozar un comentario crítico sobre las mismas, alguno de cuyos argumentos avanzamos en el capítulo anterior. Comencemos por examinar cuestiones de método relativas a la construcción de las secuencias de tipos sociales evolutivos. La definición de cada uno de estos tipos se basa en la consideración de que las relaciones políticas constituyen la dimensión fundamental de la vida social. Dicha dimensión, en principio abstracta, se convierte en una categoría lista para ser operativa en el análisis empírico al establecer:

a) que lo esencial de las relaciones políticas se manifiesta de manera privilegiada en la institucionalización de la centralidad política, entendida en términos de liderazgo, y

b) que dicha institucionalización admite una gradación, en este caso desde formas de liderazgo efímeras, flexibles, simples y escasamente formalizadas, hasta otras de tipo permanente, centralizado, complejas y altamente reglamentadas. Como hemos comprobado en la exposición anterior, la escala de gradación contempla usualmente tres o cuatro niveles.

En función de estas premisas, la investigación neoevolucionista emprende la organización de una gran cantidad de datos correspondientes a numerosos grupos sociales documentados etnográficamente en todo el mundo. Tomando las relaciones políticas como guía, cada caso particular es asignado a uno u otro de los niveles que expresan los grados de institucionalización del liderazgo. A continuación, se observan cuáles son las características relativas a la tecnología, intercambios, división del trabajo, demografía, patrón de asentamiento, sistema de parentesco, derecho, actividades bélicas y

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organización del culto religioso que se dan con mayor frecuencia entre las sociedades adscritas a cada nivel. A partir de ahí, los elementos recurrentes marcan la pauta para la caracterización general del mismo. Como resultado del proceso, los niveles de centralidad política acaban condensándose en tipos sociales abstractos, síntesis de una generalidad de grupos humanos reales, distantes y distintos. Ninguno de éstos se identifica plenamente con la definición de uno o de otro tipo, pero ninguno escapa tampoco de los límites marcados por la secuencia tipológica. ¿En qué sentido este aspecto de la metodología condiciona la comprensión de la vida social en toda su diversidad? Para dar respuesta a este interrogante, conviene detenerse específicamente en los efectos que ocasiona dar por sentado que la política constituye la dimensión fundamental de las relaciones sociales. Algunos investigadores neoevolucionistas le conceden más autonomía que otros respecto a los factores tecnológicos, demográficos y ambientales que entran en juego en la partida siempre crucial y cotidiana del adaptarse para sobrevivir. Sin embargo, pese a estas diferencias hay coincidencia en señalar que el elemento fundamental que distingue unas sociedades de otras radica en su organización política. Ahora bien, “política” tiene un campo semántico potencialmente amplio. Para avanzar es necesario concretarlo o, en otras palabras, optar a favor de una definición de entre varias posibles. ¿Desde dónde realiza el neoevolucionismo su selección? Desde una concepción de las relaciones políticas que releva las ideas de consenso y necesidad. Las jefaturas o sociedades jerarquizadas primero, y las civilizaciones y Estados después, indicarían que el citado éxito ha pasado por fortalecer el liderazgo masculino. En las sucesivas formas en que éste se ha manifestado, desde los primeros big men hasta los teócratas y reyes, se da siempre por sentado el beneplácito colectivo a la acción de gobierno. Service, por ejemplo, afirma incluso que el apoyo popular al líder y a la burocracia llega a conformarse en la principal fuerza motriz del incremento en la complejidad política. El núcleo del razonamiento que justifica el consenso social es el siguiente: si la organización política contribuye decisivamente a la supervivencia del grupo y, en ocasiones, incluso a la abundancia y al crecimiento del mismo, sería absurdo cuestionarla, puesto que ello significaría ir en contra del principal instinto humano439. Necesidad y conformidad resultan así inseparables. Así pues, las poblaciones humanas generan líderes y los institucionalizan y engrandecen si es necesario. La medida de esta 439 Individuos que prefieran morir a vivir constituyen casos excepcionales, y resulta más raro todavía el suicidio de sociedades enteras.

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necesidad la dan las condiciones materiales que puedan poner en riesgo la subsistencia física y, por tanto, la supervivencia; en resumidas cuentas, la provisión de alimento y cobijo. Al afectar a todos por igual, la política se convierte en medio para alcanzar el interés general. Desde esta perspectiva, el neoevolucionismo se añade a la tradición de filosofía política que, desde Platón, entiende el gobierno, el liderazgo, como servicio al conjunto de la sociedad. La diferencia respecto a otros planteamientos es la argumentación materialista que la acompaña. Así, en lugar de perseguir la realización de una idea ética, en el neoevolucionismo la organización política constituye un mecanismo adaptativo orientado a conseguir la supervivencia del grupo en unas condiciones materiales dadas. La evolución política general, sintetizada en secuencias de tipos, ilustra así un continuo de soluciones exitosas que han permitido la proliferación y expansión de nuestra especie. Avancemos un argumento más. Hemos subrayado que el evolucionismo contemporáneo plantea un escenario donde las relaciones políticas recogen la esencia de la vida social. Ahora bien, para el neoevolucionismo “política” es ante todo relación intersubjetiva, entre sujetos, entre individuos, ya que en todas las especies vivas la selección natural siempre se realiza a este nivel; son grupos flexibles de individuos quienes autorizan a un big man en un momento dado y quienes lo desautorizarán más tarde; son todos los individuos de una sociedad quienes aprueban el afianzamiento de cargos permanentes de liderazgo y quienes darán su conformidad para que la burocracia les gobierne cada día más, y se supone que mejor. En suma, el neoevolucionismo vincula la dimensión política, prioritaria en su propuesta, a decisiones individuales guiadas por el instinto o el afán de supervivencia. De esta forma, nos conduce por derroteros muy familiares para el pensamiento de la modernidad, que vimos especialmente transitados por los filósofos iusnaturalistas. El acuerdo con esta tradición se pone de nuevo de manifiesto cuando se señala que las decisiones individuales exitosas son aquéllas que consienten y favorecen el liderazgo individual, por lo general masculino. Si el neoevolucionismo se detuviese ahí, se quedaría corto, pues su único mérito consistiría en barnizar ideas viejas con palabras nuevas. Las ideas viejas rememoran el iusnaturalismo, un postulado jurídico acogido por filosofías que se sirven de él para plantear éticas y morales de corte individualista e integrador. Sin embargo, el evolucionismo no se contenta con ofrecer una perspectiva filosófica más, sino que aspira a construir una ciencia del comportamiento humano; y una ciencia no puede basar su método (sólo)

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en un convencimiento o juicio filosófico. El neoevolucionismo así lo entendió y de ahí que acudiese a la biología darwinista. Solo que entonces hay que reclamar que se aplique rigurosamente la metodología adoptada y que se exploren los caminos que se abren al hacerlo. Recordemos que, según la teoría de la evolución, resulta fundamental atender a cómo se produce la variación a nivel intraespecífico (mutación) y a cómo obra la selección natural a nivel interespecífico (competición). Ahora bien, la especie humana ofrece singularidades destacadas. En primer lugar, el lugar reservado a la mutación intraespecífica, de carácter estocástico, estaría ocupado en nuestro caso por la decisión política, de carácter racional. En segundo lugar, la competición, interespecífica según la teoría general, posee también entre los seres humanos una dimensión intraespecífica cuando se señala que dicha competición se entabla entre unidades políticas, es decir, la traducción antropológica de la población entendida según la terminología biológica (una traducción cuando menos controvertida, dicho sea de paso) Las dos singularidades que acabamos de mencionar resultan inéditas en el resto del mundo vivo. Por tanto, resulta obligado preguntarse si pese a ello la teoría de la evolución darwiniana puede ser una herramienta adecuada para el conocimiento de los asuntos humanos tan útil como ha demostrado serlo para las especies de animales y plantas. Sin embargo, aun soslayando esta duda o concediendo un voto de confianza ante una respuesta afirmativa, habría que admitir a continuación que la variación es la norma y, en consecuencia, que las sociedades humanas han generado y generan múltiples formas de relación política, tanto a nivel interno como entre grupos sociales distintos. Así pues, asumir que todas las relaciones políticas están basadas en la conformidad y el consenso en torno al liderazgo, y/o que sólo éstas han probado ser “adaptativas”, como propugna el neoevolucionismo, constituye un prejuicio que la teoría cobertora no autoriza. Cabría traducir esta crítica en varios interrogantes. Admitida la variación como uno de los pilares en la evolución de las especies, y que, en la humana, la conformidad hacia el líder pudo ser un criterio organizativo pero no necesariamente el único, ¿cómo sabemos qué criterio o criterios han acabado imponiéndose? ¿cómo averiguar qué criterios han conformado la civilización y el Estado, erigidas finalmente en las formas hegemónicas de organización política? ¿Es el Estado la solución que más conviene a la especie o la más conveniente para tan sólo una parte de la misma? La metodología neoevolucionista en antropología halla dificultades para dar respuestas satisfactorias. Una razón para ello procede de sesgos presentes en

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ciertas observaciones etnográficas. En estos casos, el líder autóctono era erigido a tal estatus más por la administración colonial, que requería interlocutores y delegados, que por un proceso de generación interno a nivel local. En relación con ello, el consenso observado en torno a la figura del líder era producto, ante todo, de la Pax impuesta por las guarniciones coloniales y, en una medida incierta, por su prestigio, su carisma y sus eventuales servicios en pro de la comunidad. En otras ocasiones, el resultado estaba puramente predeterminado al asumir de entrada el criterio de centralidad política masculina y la idea de consenso social en torno a la autoridad o el poder del líder. Puede darse el caso de que una sociedad se clasifique como igualitaria porque así parecen establecerse las relaciones políticas entre los hombres, pese a que el colectivo femenino se encuentre totalmente sometido a ellos. Aquí, el prejuicio inicial simplemente ha ocultado a más de la mitad de la población y a las relaciones mantenidas con el resto. La paradoja que aquí se sirve conduciría a calificar como igualitaria lo que puede ser una sociedad patriarcal que explote y oprima a la mayoría de sus miembros. Las objeciones anteriores tienen como escenario el presente etnográfico. Sin embargo, la principal fuente de dificultades surge cuando las alusiones atañen al pasado humano previo a la observación etnográfica. Como señalamos en la exposición y comentario de Ancient Society, la construcción de tipologías de evolución social se efectúa a partir de datos referentes a grupos humanos que se mantenían en funcionamiento en el momento de la observación etnográfica o de la narración historiográfica, es decir, en su mayoría correspondientes a los últimos dos o tres siglos. Aun así, pese a la cronología actual o subactual de la muestra empírica, las tipologías manifiestan la pretensión de abarcar la totalidad de la diversidad humana. Además, se confía en trazar su desarrollo diacrónico desde los orígenes, asumiendo que las formas simples o débilmente institucionalizadas observadas en la actualidad ilustran las etapas ya superadas por aquellas sociedades con un mayor grado de complejidad y estratificación. La pretensión de que los tipos socio-políticos neoevolucionistas dan cuenta sintéticamente del comportamiento humano y que, por tanto, son capaces de iluminar el pasado remoto de la humanidad, descansa, por un lado, en el convencimiento de que el presente etnográfico abarca la totalidad de la variabilidad social y de las condiciones materiales que la determinan. Sin embargo, la antropología no se halla en condiciones de probarlo, ya que carece de acceso a las evidencias que informan sobre las condiciones materiales, naturales y sociales, de tiempos pretéritos. Esta carencia no puede ser suplida apelando al principio uniformitarista de la unidad psíquica humana y asumiendo, a partir de ahí, que el comportamiento actual constituye una

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muestra válida para cualquier otro tiempo. Está claro que las características biológicas comunes de nuestra especie propician regularidades conductuales en y entre los grupos humanos, pero las dimensiones genética, fisiológica, psíquica o cognitiva no son capaces por sí mismas de explicar la polimorfia espacio-temporal de las organizaciones sociales y sus mecanismos de cambio. La razón de esta insuficiencia radica en la imposibilidad de aquello que es común y general para dar cuenta plenamente de las manifestaciones específicas. Todas aquellas dimensiones constituyen elementos constantes de la especie, por lo que proporcionan un sustrato de capacidades presentes en cada individuo; sientan las condiciones de posibilidad para cualquier situación humana, pero no determinan el sentido concreto de aquello que sucede. Piénsese que si la dinámica de las sociedades humanas dependiera directamente y por entero de constantes biológicas, una subespecialidad de la etología bastaría para abordar su estudio. En tal supuesto, seguramente sería complicado discernir algo llamado evolución política. Si, en cambio, colocamos el énfasis en las condiciones materiales que rodean la existencia de los grupos humanos, como el clima, el relieve o la abundancia y diversidad biológicas, tampoco completamos el argumento: seguimos desconociendo cuál fue el estado del medio ambiente en el pasado. Y si, finalmente, concedemos importancia a las tecnologías subsistenciales y artesanales, hay que reconocer que nos situamos ante medios que han debido ser producidos. La producción es un hecho colectivo que no se explica tan sólo combinando factores biológicos, psíquicos ni ambientales, algunos de ellos identificables hoy, sino que remiten a condiciones sociales variables históricamente: trabajo acumulado y formas de división del trabajo y de cooperación. Es esta variabilidad histórica la que tampoco podemos asegurar que contenga la muestra etnográfica, ya que toda ella pertenece a una sola época, la actual. Ya lo avanzábamos al comentar la obra de Morgan: la traslación al pasado precapitalista de las situaciones dibujadas por las tipologías neoevolucionistas, al igual que sucedía con la sucesión de “periodos étnicos” del antropólogo norteamericano, constituyen hipótesis, no certezas evidentes. Los tipos sociopolíticos son abstracciones que se sitúan al margen de la historia; su proceso de elaboración la elimina porque coloca todos los casos empíricos considerados en un tiempo presente “cero”; una vez definidos, los tipos no requieren el tiempo para cobrar sentido. Así pues, otorgarles una dimensión histórica es una operación intelectual a posteriori que supone, estrictamente, plantear una posibilidad, no establecer una verdad. Ahora bien, someter a escrutinio dicha posibilidad excede los límites de la antropología, puesto que, como hemos indicado, no puede acceder a las condiciones materiales pretéritas que pretende reconstruir. El conocimiento del pasado de las

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sociedades debe partir de otro lugar del saber y elaborarse también siguiendo otro método distinto del comparativo. Con él, el evolucionismo se limita a invitarnos a reconocer mundos pasados tal y como han sido construidos a partir de retazos de mundos presentes, pero no es capaz de garantizar el conocimiento del pasado real. La trayectoria reciente que ha vinculado, por un lado, la incapacidad de método y de objeto por parte de la antropología neoevolucionista y, por otro, el desarrollo de la arqueología procesual recabará nuestra atención en el próximo capítulo. Por ahora, dedicaremos las últimas líneas del actual a plantear algunas cuestiones que también tendrán continuidad en el siguiente. Cada una de las secuencias evolutivas de tipos sociales proporciona una escala de referencia para clasificar las sociedades. Ello permite compararlas, como paso necesario para detectar recurrencias asociativas y, de ahí, establecer generalizaciones con valor causal. Dado que las formas de organización política se entienden como respuestas sociales frente a determinadas condiciones materiales, se trata de dilucidar si puede identificarse algún factor o conjunto de factores que aparezcan reiteradamente en uno u otro estadio y a los cuales pueda atribuirse un valor explicativo. Service y Fried dedicaron muchos más esfuerzos a la confección de las secuencias clasificatorias que a enunciar posibles relaciones de causalidad que explicasen el tránsito de un tipo social a otro. Ambos coinciden en la importancia de la implantación de una economía redistributiva a la hora de trazar el camino desde el igualitarismo hacia formas jerarquizadas y de liderazgo institucionalizado. Sin embargo, en lo que respecta al surgimiento de la civilización y el Estado, la situación es menos unánime. Así, Service coloca el acento en el apoyo consciente y abierto de la población a la gestión del líder y de la burocracia, como factor principal a la hora de comprender la transformación de algunas jefaturas en civilizaciones antiguas. Por su parte, Fried es más ambiguo, y sólo es posible encontrar alusiones a los efectos del incremento poblacional o a la necesidad de aplicar ciertas tecnologías de subsistencia. La explicación del tránsito al Estado desde una perspectiva evolucionista ha hecho verter ríos de tinta. Desde mediados del siglo XX se han propuesto múltiples modelos, cuya sola enumeración y exposición cubriría aquí muchas páginas. La mayoría han sido elaborados por antropólogos o por arqueólogos con cierta formación antropológica, y han sido aplicados a raíz de investigaciones arqueológicas regionales sobre la formación del Estado en diversas regiones del mundo. Por esta razón preferimos aguardar al capítulo siguiente para entrar a valorarlos. Aun así, podemos avanzar aquí que

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mantienen diferencias en cuanto a si el peso causal tiende a recaer en un factor (modelos monocausales) o si lo reparten en una red de interacciones que involucra varios factores en orden similar de importancia (modelos multicausales). Otras diferencias atañen al carácter concreto de los factores. Unos relevan el crecimiento demográfico y sus consecuencia en forma de presión sobre los recursos; otros, los efectos de las tecnologías para la gestión del agua, especialmente las orientadas a la agricultura; otros, la gestión de los intercambios y el alcance y envergadura de éstos; otros más, en suma, la importancia de los conflictos intercomunales y, sobre todo, de la guerra. Pese a estas distinciones y diferencias, suele mantenerse incólume un principio inherente al evolucionismo decimonónico y al neoevolucionismo contemporáneo: los primeros líderes, gobernantes y élites surgieron porque eran capaces de ofrecer servicios cruciales a la comunidad. Su función residía en solucionar problemas que ponían en peligro la supervivencia del conjunto de la población y, por tanto, su labor fue siempre ventajosa, aun cuando alguien quiera entender el proceso de su emergencia como un mal menor. En otras palabras: lo ocurrido, ocurrió porque fue necesario; la necesidad afectó a todos por igual; la necesidad general sobreentiende el consenso unánime en la solución finalmente adoptada. Conclusión. Las consideraciones críticas anteriores han intentado mostrar las carencias teóricas y metodológicas del evolucionismo a la hora de dar cuenta de la evolución social que desembocó en la formación del Estado. Sin embargo, ello no quiere decir que las investigaciones inspiradas por estos planteamientos hayan sido baldías o infructuosas. El evolucionismo cuenta entre sus aciertos el haber perseguido hallar relaciones de causalidad objetivables mediante variables materiales, principalmente aquéllas incluidas en el terreno de la tecnología. La búsqueda de relaciones causa-efecto forma parte de los mecanismos cognoscitivos de los seres humanos. Cuando nos enfrentamos al estudio de los grupos humanos, resulta difícil atribuir al azar la mayor parte de las manifestaciones de la vida social observadas. Por eso, la comunidad investigadora se divide entre quienes persiguen hallar las causas que rigen el funcionamiento y el devenir social, y quienes, sin negar que pueda haberlas, se confiesan escépticos acerca de la posibilidad de llegar a descubrirlas. Los planteamientos evolucionistas se alinearon con el primer grupo en un momento muy importante para el desarrollo de las ciencias sociales y humanas. Gracias a ello, el proyecto evolucionista de convertir el estudio de las sociedades en una actividad científica favoreció el desarrollo de disciplinas como la antropología y la

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arqueología. No sorprende que desvelar las causas que condujeron a la civilización y el Estado hayan acaparado la atención de las investigaciones evolucionistas a lo largo de más de un siglo. La experiencia de haber vivido en el seno de sociedades estatales proporciona la certidumbre de que se deja poco margen al azar. Si a ello sumamos que la organización política estatal se desarrolló en diversas partes del mundo de forma autónoma entre sí, la intuición de que en ello obraron mecanismos universales se hace muy intensa. El evolucionismo criticó el particularismo cultural que ve todo lo humano como un rosario de configuraciones únicas y se puso a buscar la regularidad por debajo de la diversidad, la pauta entre la concatenación de singularidades; en definitiva, observó efectos similares y trató de descubrir las causas que los propiciaron. Desde nuestra perspectiva, hay que reconocer los méritos de este proyecto. En las páginas anteriores, no obstante, hemos mostrado que la búsqueda de principios causales generales no puede obviar la especificidad de la (pre)historia de cada caso, también repleta de causas y condiciones materiales. Desatender esta realidad a favor de grandes generalizaciones sólo permite formular enunciados extraordinariamente laxos y de escaso valor cognoscitivo. Así, afirmar que ningún Estado se ha desarrollado en sociedades basadas en la caza y la recolección que habitan nichos ecológicos extremos (como el desierto o los hielos árticos) poseen una utilidad limitada. En el mismo sentido, sostener que la civilización y el Estado, adjetivadas como sociedades complejas, surgieron a partir de sociedades previas no civilizadas o preestatales, consideradas más simples, es también cierto, pero sólo expresa una tendencia observable a la escala de la humanidad que roza el perogrullo. Pese a todo, los esquemas evolucionistas han ejercido un innegable atractivo en otros planteamientos teóricos y metodológicos. La tradición marxista proporciona un buen ejemplo de ello. Engels incorporó la periodización de Morgan en su obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Ya en el siglo XX, V. G. Childe aplicó estos parámetros en su exposición de la prehistoria del Viejo Mundo. Más adelante, hallamos desde expresiones canónicas del unilinealismo histórico en forma de sucesión rígida de modos de producción (Stalin), hasta debates más abiertos sobre cuestiones de periodización histórica a la luz del estructuralismo marxista de los años sesenta y setenta. Todo ello, como comprobamos en el capítulo anterior, lejos del materialismo histórico tal como fue aplicado por el propio Marx. Todavía no podemos dar por acabada la discusión en torno a las propuestas de la antropología neoevolucionista. Una de las críticas que hemos planteado

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incidía en las carencias teóricas y metodológicas a la hora de validar las hipótesis referidas al pasado remoto. En el capítulo siguiente, nos ocuparemos de mostrar de qué manera la arqueología ha modificado este estado de la cuestión.

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SEGUNDA PARTE. ARQUEOLOGÍAS DEL ESTADO

CAPÍTULO 8 La arqueología y la investigación sobre el Estado

La arqueología ha dedicado grandes esfuerzos a conocer el cuándo, el cómo y el porqué de la formación de los primeros Estados. Pese a que se ha alcanzado un destacado nivel de consenso sobre determinadas cuestiones teóricas y metodológicas, ciertos problemas entorpecen todavía el progreso de la investigación o bien provocan que ésta tome derroteros controvertidos. Nuestro principal objetivo al escribir estas líneas es poner de manifiesto las raíces y las formas de expresión de tales obstáculos por medio de un diagnóstico crítico de la estructura de la investigación dominante en la actualidad, así como sugerir ciertas vías para superarlos. En los capítulos precedentes hemos tenido sobrada ocasión de comprobar que la reflexión sobre el fenómeno político que hoy llamamos “Estado” forma parte de la historia del pensamiento occidental desde la Antigüedad y que, por tanto, antecede con mucho a la institucionalización de la arqueología. Durante largo tiempo, y propiciados por las obras de los filósofos clásicos y de la doctrina cristiana, los argumentos en torno a la esencia y a las funciones de la “República”, la “Polis”, la “Civitas”, el “Gobierno” o el “Reino” habían estado unidos indisolublemente a una reflexión más general sobre la naturaleza y los fines de las sociedades humanas. Más tarde, a partir de la Ilustración y sobre todo de la eclosión de las ciencias sociales en el siglo XIX, el “Estado”, como institución política claramente diferenciada, y el estadio de desarrollo social y cultural al que correspondía, la “Civilización”, pasaron a entenderse como manifestaciones concretas de la diversidad humana, de aparición relativamente reciente y todavía en proceso de expansión. El carácter histórico del Estado, es decir, su consideración como resultado de una serie de condiciones previas y no como algo consustancial a la naturaleza humana, contribuyó a que su estudio dejase de ser patrimonio de la especulación filosófica. Ello despejó el camino para que las disciplinas empíricas lo tomasen como objeto de investigación y, al hacerlo, hallasen a su vez un acicate para su propio desarrollo y consolidación. El convencimiento de lo que podríamos llamar “historicidad del Estado” y, a raíz de ello, la necesidad de inquirir sobre las circunstancias concretas en que se expresó dicha historicidad, constituyó una invitación para que la arqueología asumiese competencias propias en el horizonte intelectual recién

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establecido. En el capítulo anterior, recalcamos que los esquemas evolutivos propuestos por autores como Morgan daban por sentado una suerte de transposición cronológica, en virtud de la cual algunas sociedades actuales ilustraban etapas ya superadas en el pasado por otras. Esta premisa era el punto final de un razonamiento igualmente deductivo basado en otras dos premisas:

1. El sentido de la evolución discurre siempre desde lo simple a lo complejo.

2. La tecnología proporciona una escala de referencia adecuada para medir la distancia entre dichos términos y establecer las gradaciones intermedias oportunas.

Ahora bien, en tanto fruto de un razonamiento deductivo, las conclusiones evolucionistas sobre el curso del desarrollo humano no podían rebasar el campo de las hipótesis. Verificar o rechazar la sucesión de estadios propuesta desde la antropología (en el caso de Morgan, “Salvajismo” y “Barbarie” con sus subdivisiones internas y “Civilización”) exigía una pesquisa empírica directa sobre las sociedades que habitaron el planeta en épocas remotas. Precisamente ahí entró en juego la arqueología. Sólo ella estaba capacitada para sumergirse a tal profundidad en el pasado humano hasta épocas inalcanzables para la memoria, ni siquiera para aquélla que nos ha sido legada por escrito. A lo largo de más de un siglo de andadura, la arqueología ha puesto en práctica diferentes estrategias para abordar el problema de la evolución social a largo plazo hasta perfilar una vía que hoy es seguida por buena parte de la profesión. Dedicaremos las próximas páginas a mostrar y a comentar cuáles son sus líneas maestras. -La definición del objeto de estudio. ¿Cuáles fueron y dónde se localizaron los primeros Estados de la Humanidad? Diversas noticias contenidas en la Biblia y en textos de la Antigüedad clásica mencionaban la existencia en tiempos remotos de Reinos, Repúblicas o Imperios en Sumer, Egipto, Babilonia, Asiria, Israel, Persia, las riberas del Egeo y Roma. En ellas se hacía referencia a unidades políticas lideradas generalmente por un gobernante supremo, y que alcanzaron celebridad por haber extendido un dominio duradero sobre amplios territorios y numerosos pueblos. Este tipo de sistema político siempre resultó familiar en la Europa medieval y moderna. Ello facilitó que aquellas fuentes antiguas se erigiesen en referencias obligadas a la hora de elaborar ensayos y doctrinas filosóficas referidas a la naturaleza y los orígenes del gobierno, así como para reflexionar

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sobre las causas de las desigualdades humanas en cuanto al reparto de la riqueza y el poder. A lo largo del siglo XIX y a inicios del XX, la contribución de la arqueología fue cobrando importancia. En primera instancia, se encargó de ilustrar con objetos e imágenes las noticias escritas sobre las grandes civilizaciones con las cuales pretendía emparentarse la sociedad burguesa, principalmente Roma, Grecia y Egipto. Esta empresa recibía dosis adicionales de aventura y emoción cuando se descubría la existencia de ciudades o de reinos mencionados en los textos, aunque desconocidos en sus detalles e incluso en su ubicación geográfica precisa. El halo romántico y el prestigio inicial de la arqueología deben mucho a hechos como la localización de Troya y de los centros palaciales de la Grecia homérica y de la Creta minoica, la excavación de la Ur de los caldeos, la exploración de las localizaciones bíblicas en Tierra Santa o la búsqueda de reinos míticos como el de Tartessos. Ya fuera en estas ocasiones excepcionales o en expediciones arqueológicas hacia objetivos mejor conocidos, los hallazgos realizados pasaban a engrosar las colecciones privadas de mecenas pertenecientes a la nobleza y la burguesía, que los utilizaban como elementos denotadores de refinamiento estético, éxito económico y, en suma, distinción social. Otro destino destacado eran los fondos de los grandes museos estatales de las potencias colonialistas e imperialistas, donde eran exhibidos y celebrados como signos de ostentación nacional. En estos momentos, la arqueología mantenía un papel subsidiario respecto a la historia basada en textos. Las excavaciones redescubrieron las ciudades mencionadas en las fuentes escritas de la Antigüedad, dieron con las lujosas sepulturas de reyes, príncipes, sacerdotes y aristócratas, y sacaron a la luz la magnificencia de los centros estatales. Pero también consiguieron algo más de singular importancia: se multiplicaron los hallazgos de textos sobre tablillas de barro, papiros o bloques de piedra escritos por los propios protagonistas del pasado que, en su mayoría, pudieron ser descifrados gracias al esfuerzo y el ingenio de insignes filólogos. Muchos de estos registros revelaban finalidades contables y administrativas; no obstante, algunos recogían la genealogía de los gobernantes de un territorio dado hasta donde alcanzó la memoria de los cronistas. Este hecho adquirió una relevancia fundamental para la investigación, ya que configuró el escenario que perdura hasta hoy con plena vigencia. Arqueólogos, historiadores y antropólogos comenzaron a asumir, tácita o explícitamente, que los primeros Estados o Civilizaciones emergieron en el momento y el lugar en que precisamente determinados gobernantes y sus

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escribas se habían cuidado de manifestar; es decir, coincidiendo con el inicio expreso de las genealogías dinásticas o con la aparición de los sistemas de escritura en que aquéllas fueron registradas. Desde entonces y todavía hoy, las ciudades del sur de Mesopotamia y el Egipto faraónico ostentan el título de Primeros Estados de la Humanidad. La aparición de la escritura sobre tablillas de barro en el nivel IV de la estratigrafía de Uruk y el reinado del primer faraón de la Primera Dinastía del Egipto unificado, Menes-Narmer, marcaron respectivamente los puntos de inflexión. En términos cronológicos, nos hallamos a finales del IV milenio antes de nuestra era. Hace, pues, poco más de 5.000 años. No es, por tanto, casual que la escritura se haya erigido en el elemento diagnóstico básico de la estatalidad. Por una parte, constituye el vehículo de esta “confesión”. Por otra, es el elemento empírico más relevante al que se le atribuye una trascendencia capaz de marcar un antes y un después: logro intelectual de primer orden, medio para la expresión perdurable del pensamiento, inicio de la Historia. Tanto es así que ha llegado a bastar la identificación de un sistema codificado de signos, traducible o no en nuestros días, para adjetivar como estatal a la sociedad que lo utilizó. Y en un sentido diferente, las pocas sociedades ágrafas admitidas en el grupo exclusivo de las estatales-textuales debían acreditar los requisitos más frecuentes y comunes en éstas, fundamentalmente los emblemas de ostentación y de poder asociados a la figura de un gobierno supremo y centralizado. Este proceder analógico e inductivo que acabamos de señalar ha ido configurando un referente de estatalidad, cuyo referente último y fundamental son, en realidad, sólo ciertos Estados pero que, en la práctica, ha hecho suyo todo el campo semántico. La amplia aceptación de categorías como “Estados prístinos”, “Estados primarios”, “Estados Arcaicos”, “primeras civilizaciones” y “las civilizaciones más tempranas” (earliest civilizations) entre otras, aun con los matices propios de cada una, ha contribuido a interiorizar todavía más dicho referente, fijando en lo más hondo de la conciencia de la investigación un listón que distingue canónicamente qué sociedades merecen o no ser calificadas como estatales o civilizadas. Sumer440 y Egipto441, con sus sistemas 440 El periodo Uruk en la baja Mesopotamia ostenta el título del “hogar” más antiguo de la civilización en el mundo. Sus precedentes y desarrollo no dejan de suscitar nuevas perspectivas y debates. Para un repaso actualizado de los mismos, puede consultarse Redman (1990), Forest (1996), Frangipane (1996), Pollock (1999), Rothman (2001, 2004), Algaze (2001, 2004), Postgate (2002), Butterlin (2003), Huot (2004) y Yoffee (2005). 441 Las últimas investigaciones en yacimientos clave como Hieracómpolis y, sobre todo, Abydos (Dreyer 1998) permiten plantear que, cuando menos en el Alto Egipto, los primeros Estados pudieron haber surgido en época protodinástica (Naqada III), si no incluso antes (Naqada IIc-d), de la mano de las llamadas “Dinastías 00 y 0”. El escenario nos coloca un mínimo de dos siglos antes de Menes-Narmer, el primer

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de escritura y su mayor antigüedad, son las decanas y proporcionan la mayoría de los criterios clasificatorios. En virtud de éstos, se adhirieron al grupo las civilizaciones del valle del Indo442 y del río Amarillo 443, Mesoamérica444 y los Andes centrales445. Todas las sociedades previas o contemporáneas a las citadas quedan situadas automáticamente un escalón por debajo del Estado, mientras que el diagnóstico de las posteriores depende de su ajuste al estándar derivado de las características comunes al grupo fundador. Podemos extraer una primera conclusión de lo expuesto hasta ahora. La investigación arqueológica no ha decidido cuál era y dónde se situaba el umbral de la estatalidad mediante una elaboración conceptual y metodológica propia, sino que ha adoptado los límites de dicha condición según fue enunciada por los mismos Estados antiguos, convenientemente traducida por la filología y glosada a partir de entonces por la historiografía. Podría decirse

monarca de la I Dinastía, que reinó sobre un valle unificado en torno a 3000 antes de nuestra era. Sin embargo, tampoco faltan quienes retardan el nacimiento del Estado hasta el inicio del Imperio Antiguo, ya bien entrado el III milenio antes de nuestra era. Para una panorámica del estado de la cuestión, véase Hassan (1988), Kemp (1992), Wilkinson (1996, 1999, 2004), Bard (2000), Campagno (2002) y Midant-Reynes (2003). 442 Recientemente, se han alzado voces críticas que reclaman que la civilización del Indo, cuyos centros mejor conocidos son Mohenjo-Daro y Harappa, no desarrolló instituciones políticas estatales (Posselh 2002). 443 Tradicionalmente, se ha considerado que la Dinastía Shang representa la primera civilización china, surgida en la segunda mitad del II milenio antes de nuestra era. Sin embargo, no habría que descartar que la aparición del Estado fuese varios siglos anterior, cuando menos a la luz de los nuevos descubrimientos correspondientes al periodo Erlitou (véase Liu 1996, 2004; Liu y Chen 2003; Liu et alii 2004; Bagley 1999; Maisels 1999). 444 La consideración en términos estatales de la sociedad Olmeca (tierras bajas del golfo de México; finales del II milenio a mediados del I antes de nuestra era) se halla sujeta a controversia. Si bien la monumentalidad de las estructuras arquitectónicas documentadas en yacimientos como San Lorenzo y La Venta, o el refinamiento de la estatuaria en piedra han sido valoradas por algunos autores como síntomas de una auténtica “civilización madre” mesoamericana, para otros investigadores estos elementos no resultan suficientes para situar a la sociedad olmeca por encima del nivel de las jefaturas (véanse Demarest 1989; Grove 1997; Clark 1997; Flannery y Marcus 2000; Spencer y Redmond 2004). Menos dudas ofrece la consideración de Monte Albán como capital del primer Estado Zapoteca (Oaxaca) a finales del I milenio antes de nuestra era (Marcus y Flannery 1996; Blanton et alii 1999; Spencer y Redmond 2004). Y, por supuesto, menos todavía las posteriores civilizaciones centradas en Teotihuacán y en las ciudades mayas a partir de inicios del I milenio de nuestra era. 445 A decir verdad, el establecimiento de una frontera clara entre “jefatura” y “Estado” nunca ha recibido un respaldo unánime en la arqueología peruana. Las diferentes propuestas han colocado el umbral de la estatalidad en puntos diversos entre el llamado periodo Inicial (a caballo entre el II y el I milenios antes de nuestra era) con desarrollos como el documentado por Chavín de Huántar (Lumbreras 1981, 1989), hasta las sociedades Moche, Nazca, Wari y Tiwanaku del I milenio de nuestra era (Stanish 2001, Billman 2002). En los últimos años, no obstante, las investigaciones en diversos asentamientos provistos de construcciones arquitectónicas monumentales en la región de Norte Chico han suscitado el debate en torno a la posibilidad de que los primeros Estados hubiesen surgido en ciertos valles costeros en una fecha tan temprana como el III milenio antes de nuestra era (véase al respecto Shady, R. y Levya, C. (eds), (2003), La ciudad sagrada de Caral-Supe: Los orígenes de la civilización andina y la formación del estado prístino en el antiguo Perú. Instituto Nacional de Cultura, Lima). Para una discusión actualizada en la que intervienen puntos de vista contrapuestos, consúltese también Haas, J. y Creamer, W. (2006), “Crucible of Andean Civilization. The Peruvian Coast from 3000 to 1800 BC”, Current Anthropology, 47 (5), pp. 745-775.

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que la investigación aceptó que el objeto de su interés fuese establecido por la “voz” del objeto mismo. De este modo, la arqueología ha tomado por primeros Estados lo que, en rigor, corresponde estrictamente a los-Estados-que-pusieron-por-escrito-a-sus-gobernantes-sobre-soportes-duraderos. Esta realidad expresa indirectamente la situación de subdesarrollo o, si se prefiere, de dependencia que ha padecido y que todavía padece la arqueología respecto a otras disciplinas sociales o humanísticas. En virtud de ello, no parece haber problema en identificar como estatal a una sociedad si ésta consignó por escrito el gobierno centralizado que la rigió o si observadores cualificados, como historiadores y etnógrafos, así lo han certificado; es decir, todo está claro si la antropología y la historiografía testifican a favor. Sin embargo, se plantean muchas dudas a la hora de proponer esta cualificación a partir de argumentos basados exclusivamente en el registro arqueológico y en razonamientos vinculados con éste. Es hora de profundizar en los motivos de esta aparente incapacidad prestando atención a cómo la arqueología ha abordado la cuestión una vez asumido el estándar de la primera estatalidad. Nos interesará especialmente cuáles son los engranajes de la investigación y a qué nos obligan si nos equipamos con ellos. -La impronta de V. G. Childe (1892-1957). Como apuntamos en el capítulo anterior, a finales del siglo XIX el evolucionismo fue perdiendo crédito en favor del particularismo histórico. La arqueología, que tanto debía al impulso evolucionista, contribuyó a frenarlo cuando comenzó a aportar cada vez más pruebas que contradecían la linealidad y unidireccionalidad del desarrollo humano. El estudio de las culturas, configuraciones mentales únicas modeladas a lo largo de trayectorias históricas particulares, fue sustituyendo la búsqueda de factores comunes materiales subyacentes a la diversidad humana. Esta afirmación describe una tendencia general en el devenir académico, pero si la tomamos en su simplicidad nos arriesgamos a olvidar que en el mundo del saber las sustituciones completas y las rupturas teóricas radicales son raras. Las novedades nunca dejan de lado todo el bagaje anterior, y las tenidas por más brillantes han sabido seleccionar elementos previos en combinaciones afortunadas y fecundas. Tal vez con esta frase hayamos resumido lo que ha supuesto la obra de Childe para la arqueología. Pocos como él han sabido armonizar conceptos y métodos en apariencia contradictorios hasta lograr influir en la maneras de hacer de sus colegas y, además, en las maneras de entender el pasado para amplias generaciones de lectores. La orientación teórica de su obra mostró distintos acentos a lo largo de su vida. En conjunto, estuvo influida decisivamente por el marxismo, sobre todo

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del Engels de El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, aunque también recogió aportes del evolucionismo y del funcionalismo. Del idealismo de G. Kossinna y la tradición geográfica alemana tomó la categoría de “cultura” y la aplicó a la ordenación del registro arqueológico. Entendió la “cultura arqueológica” como la expresión material de un pueblo concreto unido por tradiciones sociales comunes, depojando la definición de las connotaciones raciales que atribuía Kossinna a las culturas. Además, dicha expresión material no constituiría el derivado físico de una configuración mental dada, al modo del particularismo histórico, sino que halla su razón de ser en el ámbito de la tecnología (fuerzas productivas) y, cada vez con mayor énfasis en sus últimos trabajos, en las relaciones sociales de producción. Childe negó la posibilidad de formular leyes universales de la conducta humana, objetivo perseguido por el evolucionismo. En cambio, buscó la determinación de la evolución social (cuyos términos morganianos “Salvajismo”, “Barbarie” y “Civilización” utilizó repetidamente con fines clasificatorios) en los procesos concretos en que ésta se manifiesta siempre, concediendo prioridad a las variables económicas por encima de las formas políticas y las creencias. Como señaló en una de sus obras más conocidas,

“(…) las revoluciones económicas reaccionan sobre la actitud del hombre ante la naturaleza y promueven el desenvolvimiento de las instituciones, de la ciencia y de la literatura; en una palabra, de la civilización en la significación más general”446.

Al igual que Morgan pero a diferencia de la corriente principal del evolucionismo posterior, Childe admitía la difusión como medio para la transformación social. Aquélla podía vehicularse a través de la migración poblacional, la conquista o como efecto del desarrollo de los intercambios comerciales. La migración y el comercio aportan beneficios, suponen progreso, mixtura, multiplicación de las variables para el comportamiento. Sin embargo, en cualquiera de estas eventualidades, la adopción de novedades no constituye un acontecimiento automático o natural, sino que depende de las condiciones sociales y económicas previas entre las comunidades locales447. Ello le distancia también del particularismo histórico, pese a que desde esta

446 Childe, V. G., Los orígenes de la civilización. Traducción de Eli de Gortari. Fondo de Cultura Económica, México (1954), p. 55. Su título original era Man Makes Himself, y fue publicada por primera vez en 1936. 447 “(…) la difusión no es un proceso automático, como ocurre con el contagio de una enfermedad. Una sociedad puede copiar una idea –un invento técnico, una institución política, un rito supersticioso o un motivo artístico- sólo cuando encaja dentro de la pauta general de la cultura de la sociedad; en otras palabras, sólo cuando esta sociedad ha evolucionado hasta una etapa que permite la aceptación de la idea” (La evolución social, 172).

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estrategia de investigación también se considera la difusión como agente básico del cambio cultural. Sin embargo, desde los planteamientos historicistas no suele aducirse el entramado causal que conduce a la adopción de tales o cuales rasgos por parte de ciertos grupos en un momento determinado. Ahora bien, las más de las veces este silencio no provenía ni de la ignorancia ni del desinterés respecto a la obligación de proporcionar explicaciones sobre el cambio cultural. Simplemente, la explicación se daba por sentada y ésta era posible mediante una escala valorativa de raíz idealista: las “altas” culturas exportan innovaciones; las restantes culturas las adoptan. En otras palabras, hay culturas más geniales, superiores a otras, y, por esta razón, constituyen “crisoles” desde donde se irradian influencias. Childe, en cambio, evita que el núcleo de la explicación histórica resida en la arbitrariedad inherente a un juicio de valor. Para él, no había duda que la determinación material prima sobre las ideas y que aquélla reside en la economía, entendida en buena medida como desarrollo tecnológico. Conviene ahora que nos centremos en sus aportaciones al problema de la formación del Estado. Childe fue autor de algunas de las síntesis más brillantes sobre la prehistoria del Viejo Mundo, en las que combinó un conocimiento enciclopédico de los hallazgos arqueológicos y una interpretación materialista de las trayectorias estudiadas. Mantuvo una concepción progresista de la historia, según la cual las sociedades humanas acumulan y transmiten experiencias de generación en generación, lo cual posibilita la adopción de mejoras tecnológicas para la satisfacción de las necesidades básicas de alimento y cobijo. Ello se ha traducido a lo largo del tiempo en una creciente capacidad de adaptación y de dominio sobre la naturaleza. Ahora bien, este desarrollo progresivo y acumulativo se halla jalonado por cambios cualitativos de enorme trascendencia, que merecen el calificativo de “revoluciones”. Childe acuñó la célebre expresión “Revolución Urbana” para aludir al surgimiento del Estado y la Civilización. Con ella se subrayaban dos cuestiones. Por un lado, la palabra “Revolución” enfatizaba el alcance y la trascendencia de los cambios organizativos que acompañaron el surgimiento de los primeros Estados. Por otro, se consignaba el protagonismo de la vida en ciudades en este proceso, un hito de extraordinaria relevancia habida cuenta de su papel en la vida humana hasta nuestros días. La Revolución Urbana tuvo protagonistas con nombres y apellidos. El mérito de Childe consistió en trascender los límites de las culturas individuales que poblaban el panorama arqueológico y despojarse de los corsés evolucionistas,

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para proponer una explicación histórica del fenómeno en las regiones en que tuvo lugar y con las sociedades concretas que lo protagonizaron, además de dar cuenta de sus repercusiones en otros grupos humanos cuya trayectoria quedó en adelante marcada por este hecho. El tratamiento de la cuestión fue abordado por primera vez de manera amplia y sistemática en The Most Ancient East (1928)448, donde se analizó el surgimiento de la Revolución Urbana en Egipto, Mesopotamia y el valle del Indo. Sin embargo, fue en Man Makes Himself (1936)449 y en What Happened in History (1942)450 donde Childe expuso de manera más clara y completa su visión en torno a los orígenes de la civilización en el Viejo Mundo. Recordemos sus aspectos más destacados. La Revolución Urbana no pudo producirse sin el bagaje proporcionado por la otra gran revolución, la llamada “Revolución Neolítica”, que aconteció cuando los seres humanos dejaron de ser meros “parásitos” de la naturaleza para producir artificialmente sus alimentos mediante la agricultura y la ganadería. Las manifestaciones neolíticas más tempranas aparecieron en el Próximo Oriente, primero en Palestina y acto seguido en el arco que va desde el Bajo Egipto hasta el noroeste de Irán, región conocida como “Creciente Fértil”. El Neolítico, equiparado por Childe con el estadio evolucionista de la Barbarie, trajo consigo la vida sedentaria en aldeas y poblados donde sus habitantes mantenían un elevado nivel de autosuficiencia. Sin embargo, pese a los avances registrados, esta forma de vida debía hacer frente a dos serias cortapisas. La primera venía dada por el carácter limitado de los recursos disponibles para alimentar a una población en aumento. Mientras hubiese tierras para el cultivo y áreas de pastos desocupadas, la población podía extenderse sin problemas. Ahora bien, cuando aquéllas comenzaron a escasear, las tensiones entre los grupos locales amenazaban fácilmente en desembocar en conflictos territoriales. La segunda limitación provenía de una de las principales características de las comunidades neolíticas: su capacidad de autoabastecimiento. Ello se traducía en la acumulación muy limitada de reservas alimenticias a nivel local, de forma que cualquier revés en la producción agropecuaria podía traer consigo penurias severas e incluso la muerte por inanición. Así pues, podría decirse que en la fortaleza de las comunidades, su capacidad de autosuficiencia, residía también su fragilidad. 448 Traducida al castellano como Nacimiento de las civilizaciones orientales. Esta obra fue reeditada en 1934 con el título de New Light on the Most Ancient East. Hemos consultado la traducción de esta última obra a cargo de E. A. Llobregat, cedida por Edicions 62 (Barcelona) a Planeta-De Agostini (Barcelona, 1986). 449 Los orígenes de la civilización. Fondo de Cultura Económica, México (1954). 450 Qué sucedió en la historia. Traducción de Elena Dukelsky. La Pléyade, Buenos Aires (1973) (en adelante, Qué sucedió).

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Ambos límites comenzaron a ser superados por las poblaciones de la Edad del Cobre en el Próximo Oriente. Una de las claves fue la invención y adopción de útiles de metal, mejores que los fabricados en piedra o hueso ya que permitían un incremento de la productividad en aquellos sectores de la economía en que eran aplicados. Sus ventajas eran evidentes, pero la complejidad del proceso de producción metalúrgico impuso la creación de la figura del especialista dedicado a tiempo completo a esta actividad y, por tanto, desvinculado de la producción directa de alimentos. De esta forma, si la comunidad quería disponer de herramientas metálicas, debía de hacerse cargo de las necesidades subsistenciales del personal especializado en la metalurgia. Debía, en palabras de Childe, producir un excedente de alimentos que, una vez distribuido por trueque o comercio, serviría para mantener al grupo de especialistas metalúrgicos. Al hacerlo, se dio el primer paso, aunque decisivo, para destruir y superar la autosuficiencia neolítica. Nuevos inventos, como el arado, contribuyeron a incrementar la productividad de la agricultura, lo cual facilitó la obtención de los excedentes alimentarios. Otras innovaciones, como la rueda, favorecieron la expansión de los intercambios y, con ello, dieron alas a la creación de nuevos especialistas dedicados a la producción de manufacturas cada vez más diversas. No lejos del Creciente Fértil, en las llanuras aluviales de la baja Mesopotamia, se dieron muy pronto las condiciones óptimas para rebasar el marco neolítico y desarrollar formas cualitativamente distintas de organización social. Es cierto que la aridez circundante y la falta o escasez de materias primas básicas, como la piedra, la madera y los metales imponían exigencias muy severas. Sin embargo, la potencialidad de la agricultura de regadío para obtener excedentes era enorme. Las comunidades se coordinaron para afrontar las grandes inversiones en trabajo necesarias para la puesta en marcha y el mantenimiento de las obras hidráulicas. A partir de entonces, diques, canales y acequias permitieron que el inmenso aunque irregular caudal del Tigris y el Éufrates convirtiera en vergel lo que antes era un inhóspito desierto. Se había dado el paso decisivo para dejar atrás la autosuficiencia local e inaugurar una nueva era caracterizada por una organización económica centralizada. Gracias a la planificación de la producción y de la distribución de alimentos, y a las buenas condiciones para la comunicación y el transporte, los excedentes alimentarios permitieron obtener las materias primas deseadas mediante intercambios a larga distancia, así como mantener a un número creciente de artesanos especializados en la transformación de éstas.

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La instancia social que planificaba la economía y administraba el excedente era un estamento sacerdotal asociado a la institución del templo. El lugar donde se concentraban el templo mismo y los sacerdotes adscritos a su servicio, los talleres con sus artesanos especializados y también una masa variable de población dedicada a otras ocupaciones, desde la agricultura al comercio, constituye un tipo de asentamiento inédito hasta entonces: había nacido la ciudad. Sus primeros ejemplos nos han llegado en yacimientos como Eridu y Uruk donde, además de los restos arquitectónicos característicos de la nueva realidad urbana, se han recuperado los testimonios más antiguos de registros escritos, mediante los cuales los administradores del templo llevaban el control y la contabilidad de numerosas transacciones económicas. Hasta entonces, el excedente había sido el fruto de un gigantesco esfuerzo colectivo que revertía en beneficios también colectivos por medio de la gestión del templo. No obstante, en opinión de Childe, con anterioridad a 2500 antes de nuestra era los sacerdotes y altos funcionarios comenzaron a apropiarse del excedente por medio de la extorsión, concentrándolo en pocas manos y empleándolo en su propio beneficio. En estos momentos, la sociedad se encontraba ya dividida en clases en conflicto451. Entrecomillando frases de Engels aunque sin referirse explícitamente a él como la fuente, Childe señala que para “refrenar” tanto la lucha de clases como las incursiones de pueblos bárbaros “famélicos”, se hizo necesaria una nueva institución: el Estado. El germen del Estado se hallaría en el llamado “gobernador urbano” o “rey”. Sus indicios más antiguos pueden identificarse en las fases de Uruk y Jemdet Nasr, aunque en aquellos tiempos la hegemonía del templo todavía relegaba la figura real a un segundo plano. Más tarde, asumieron plenamente una función estatal en la que éste aparecía “como un poder evidentemente superior a la sociedad, pero necesario para moderar el conflicto entre las clases y mantenerlo dentro de los límites del orden”452. Pese a aceptar la definición marxista del Estado, Childe no dudaba en valorar positivamente aspectos generales de la estatalidad en una actitud más acorde con el progresismo evolucionista. La misma cita anterior procede de un párrafo en el que se relata cómo Urukagina, gobernador de la ciudad sumeria de Lagash, promovió un decreto para frenar las exacciones a favor de los ricos. Por tanto, en ocasiones como ésta Childe tiende a considerar el Estado como una institución mediadora que desempeña su papel desde una posición de neutralidad, una afirmación totalmente ajena a las formulaciones de Marx y

451 Qué sucedió, 113. 452 Qué sucedió, 114. Se trata de una cita tomada de El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado, de F. Engels (op. cit., 202).

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Engels. En otros casos, el juicio llega a ser incluso favorable: “Las organizaciones del Estado, basadas en la residencia en vez del parentesco, abolieron las sangrientas contiendas entre los clanes, mitigando la violencia de otros conflictos internos, y probablemente aminoraron también la frecuencia de las guerras”453. En suma, hallamos en su tratamiento del Estado una síntesis, no exenta de eclecticismo, entre funcionalismo, evolucionismo y marxismo. Hacia el final de su vida, Childe publicó un breve artículo divulgativo donde se sintetizaban las características más relevantes para la definición de la Revolución Urbana454. Dicha caracterización se basaba en evidencias arqueológicas procedentes de Egipto, Mesopotamia, el valle del Indo y el área maya. No es que se enfocase la cuestión desde una óptica distinta a la adoptada en trabajos anteriores, pero el carácter concreto y sintético de esta publicación ha favorecido que su influencia en la investigación sobre los orígenes del Estado haya sido muy destacable. Por tanto, vale la pena detenernos en presentar las citadas diez características diagnósticas de la Revolución Urbana:

1. Urbanismo. Las primeras ciudades fueron asentamientos más grandes (se barajan cifras de entre 7.000 y 20.000 habitantes) y más densamente poblados que cualquier poblado previo.

2. La composición y funciones de la población que residió en las primeras ciudades también resultaron inéditas. En concreto, encontramos grupos dedicados a tareas diversas en el marco de una amplia división del trabajo, que pudo mantenerse gracias a los excedentes de la producción alimentaria. Los colectivos desvinculados de ésta no obtenían la comida mediante el intercambio directo de sus productos con una población campesina que habitaba en la misma ciudad y/o en aldeas dependientes.

3. Concentración del excedente alimentario bajo la forma de impuesto o diezmo que se entrega a una divinidad imaginaria o a un rey divino. Sin esta concentración, la economía rural habría sido incapaz de conseguir un “capital efectivo” con el que asumir mayores retos económicos.

4. Construcción de edificios públicos monumentales, como templos, palacios y tumbas. Muy a menudo, junto a estas grandes edificaciones hallamos los almacenes donde se concentró el excedente social.

5. Formación de una clase dominante compuesta por sacerdotes, líderes civiles y militares, y funcionarios. Esta clase social estaba totalmente desvinculada de las tareas manuales y acaparaba una parte sustancial del

453 Qué sucedió, 145. 454 Childe, V. G. (1950), “The Urban Revolution”, Town Planning Review, 21 (1), pp. 3-17.

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excedente acumulado. Según Childe, la clase dominante brindaba beneficios sustanciales en cuestiones de planificación y organización.

6. Invención de sistemas de registro (escritura, notación numérica), necesarios para realizar las tareas propias de una administración centralizada.

7. Uno de los corolarios de la invención de sistemas de registro y notación fue el desarrollo de las ciencias exactas y predictivas (aritmética, geometría y astronomía). Entre los logros más destacados figura la elaboración de un calendario con el cual planificar las tareas del ciclo agrícola.

8. El arte como actividad desarrollada por especialistas mantenidos también gracias al excedente social. Escultores, pintores y grabadores representaron personas y cosas conforme a estilos sofisticados y distintivos.

9. Intercambios regulares sobre largas distancias, destinados a obtener las materias primas requeridas por la industria o el culto. Al pago de estas importaciones se destinó una parte del excedente social previamente concentrado. Algunos de los materiales objeto de intercambio, como metales y obsidiana, resultaban vitales para las primeras ciudades en una medida superior a como antes nunca lo había sido.

10. El Estado: una organización basada en la adscripción residencial más que en el parentesco. El Estado proporcionaba seguridad a los artesanos especializados, además de las materias primas sobre las que trabajaban. Sin embargo, tanto artesanos como campesinos fueron relegados a las clases bajas. Esta división en clases, ya mencionada en el punto 5, tiene otras implicaciones. Por un lado, Childe señala que todos los colectivos ciudadanos, desde los gobernantes a los campesinos, desarrollaban funciones mutuamente complementarias. Esta interdependencia constituía una forma de “solidaridad orgánica” según la clásica distinción de Émile Durkheim. Sin embargo, la concentración del excedente provocó un conflicto económico entre una clase dominante minoritaria que controlaba dicho excedente y la mayoría de la población, cuya vida quedaba reducida al nivel de la mera subsistencia y al margen de los “beneficios espirituales de la civilización”. Ante este conflicto, el mantenimiento de la solidaridad social requirió mecanismos ideológicos respaldados por la fuerza del Estado.

En esta lista de diez puntos455 se incluyen características de distinto orden. Algunas poseen un referente empírico directo, como ocurre con los edificios 455 Ch. Maisels ha ampliado a doce los puntos sugeridos por Childe, al señalar que el punto nº 10 incluye de hecho tres aspectos diferenciados y, los dos primeros, incluso contradictorios: complementariedad funcional

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monumentales (punto 4) o la escritura (punto 6). Sin embargo, otras suponen una combinación de evidencias, como la especialización del trabajo (punto 2), la clase dominante (punto 5) o la “organización estatal” (punto 10). Investigadores posteriores, como R. McAdams456 y Ch. Redman457, se percataron de ello y reordenaron la lista distinguiendo entre cinco “características primarias”, aquéllas relacionadas con aspectos organizativos, y otras cinco “características secundarias”, en alusión a los elementos materiales concretos que delatan la existencia de alguna de las características primarias. Más adelante incidiremos en las consecuencias de esta subdivisión en el marco de las investigaciones desarrolladas desde la arqueología procesual. Sin embargo, para nuestros propósitos inmediatos basta con que retengamos que Childe no confeccionó una lista de diez criterios de entidad y peso equiparables. Trabajó sobre una muestra necesariamente reducida compuesta por las cuatro primeras y únicas civilizaciones que a mediados del siglo XX la arqueología consideraba como de surgimiento autónomo, y sobre las cuales disponía de suficiente información. Su intención principal fue detectar rasgos comunes vinculados estructuralmente en los cuatro casos empíricos estudiados. Ahora bien, lejos de presentar una enumeración de características discretas homologables, la estructura que las articula es jerárquica y se edifica sobre dos ideas fundamentales:

1. Concentración y gestión centralizada de excedentes producidos socialmente. El esfuerzo colectivo de las comunidades campesinas se halla en la base de todo.

2. División del trabajo que contempla la especialización a tiempo completo entre quienes producen y quienes gestionan el excedente social acumulado.

Este es el núcleo conceptual que define la Revolución Urbana. En sí misma, la ciudad no es sino la expresión espacial y material de esta situación económica y social, mientras que la escritura, las obras públicas monumentales, el calendario, el comercio a larga distancia, etc. serían elementos funcionalmente relacionados con el núcleo que acabamos de enunciar y expresa y concretamente vinculados con las cuatro civilizaciones que Childe tuvo en consideración. El propio Childe confesó que incluso entre éstas las similitudes

entre campesinos, artesanos y gobernantes; medios ideológicos para mantener la solidaridad orgánica y organización estatal (Maisels, Ch. K., Early Civilizations of the Old World. The Formative Histories of Egypt, The Levant, Mesopotamia, India and China. Routledge, Londres, 1999, p. 26). 456 Adams, R. McC. (1966), The Evolution of Urban Society. Early Mesopotamia and Prehispanic Mexico. Aldine, Chicago, pp. 10-12. 457 Redman, Ch. (1990), Los orígenes de la civilización. Desde los primeros agricultores hasta la sociedad urbana en el Próximo Oriente. Crítica, Barcelona, pp. 281-282.

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sólo podían establecerse a un nivel notablemente abstracto458 y que, si bien proporcionaron el “capital cultural y material” sobre el que se edificaron las siguientes revoluciones urbanas, éstas no constituyeron meras réplicas de aquellas primeras civilizaciones. En suma, sugerimos que la intención de Childe no fue ofrecer una lista cerrada de rasgos que debiera cumplir canónicamente toda Revolución Urbana para ser reconocida como tal. Pese a que el formato de su presentación en el artículo de Town Planning Review podría llevar a entender que tal intención existió, un examen más atento revela más bien que elaboró una definición estructural de la Revolución Urbana combinando componentes de la tradición marxista y evolucionista, a la que asoció determinados elementos empíricos que se manifestaban en estrecha relación con el fenómeno en los cuatro casos estudiados. Childe incidió en la importancia decisiva de la base económico-social, focalizada en la concentración de excedentes agrícolas y en su gestión centralizada en el marco de una profunda y determinante división del trabajo. Las clases sociales tuvieron su origen en esa división, y el Estado fue la organización que respaldó la nueva situación social. Este esquema se halla en la órbita del materialismo histórico, aunque, como en el resto de su obra, también aquí Childe cultivó cierta ambigüedad. Así, mientras que en algunos pasajes describe un escenario caracterizado por la lucha de clases, en otros momentos parece abogar por una visión contractualista o funcionalista de la sociedad, en la que la clase dominante aportaría “beneficios organizativos” a la vida en común e incluso asumiría tareas que “muchos hallarían más fastidiosas que cualquier trabajo físico”459. Childe combinó marxismo, funcionalismo y evolucionismo en una síntesis que consiguió hacer entrar la visión arqueológica de la prehistoria dentro del relato de la Historia Universal de la Humanidad. Del evolucionismo tomó la noción de progreso tecnológico, y también una terminología apta para pautar su periodización (“Salvajismo”, “Barbarie”, “Civilización”). Sin embargo, eludió el método comparativo característicamente evolucionista, ya que éste conducía a situar cualquier explicación fuera de la historia concreta testimoniada por los vestigios objeto de la investigación. Las comparaciones que efectúa Childe se establecen siempre entre resultados obtenidos mediante un proceder que no es comparativo. Hemos repasado un ejemplo de ello a raíz de la definición de “Revolución Urbana”: tan sólo tras culminar la investigación arqueológica de una serie de trayectorias concretas por separado se consigue estar en disposición de efectuar comparaciones a fin de sintetizar factores comunes. 458 Childe 1950, op. cit., 16. 459 Childe 1950, op. cit., 13.

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Childe reconocía la fuerza de los restos arqueológicos en sus expresiones concretas y particulares, en tanto denotadores de una realidad que hay que atender en sí misma, evitando subsumirla de entrada en una abstracción uniformizadora del tipo “periodo étnico”. De ahí el énfasis en la definición de las culturas arqueológicas, pues demarcan trayectorias históricas reales e irrepetibles. Sin embargo, no se contentó en enumerar las manifestaciones materiales de las culturas, al modo de la lógica de archivo del empirismo escéptico, sino que los materiales arqueológicos informaban sobre otra cosa distinta de sí mismos: de relaciones sociales. Del funcionalismo tomó la visión de la sociedad como un todo interrelacionado y equilibrado. Un equilibrio que sólo un factor externo al sistema puede quebrar. Del marxismo, y de ahí las ambigüedades o contradicciones que hemos señalado, que dicho equilibrio es siempre fugaz y que la incesante dialéctica entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el estado de las relaciones de producción constituye el motor de la(s) historia(s). -La arqueología procesual y la investigación sobre la formación del Estado. Tras la muerte de Childe, la arqueología practicada en los países capitalistas situó su figura como un referente obligado para la comprensión de la prehistoria del Próximo Oriente y Europa. Propuestas explicativas de fenómenos concretos como las revoluciones neolítica y urbana, o perspectivas para entender globalmente la prehistoria de extensas regiones (como, por ejemplo, los llamados “sistemas-mundo”) figuran entre los elementos de mayor aceptación y seguimiento. Sin embargo, en general se procuró soslayar los componentes marxistas de la obra childeana y, en cambio, se tendió a subrayar el materialismo evolucionista y la importancia concedida a la noción de “cultura arqueológica” como herramienta metodológica para organizar los hallazgos. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, la investigación sobre los orígenes de la Civilización y del Estado experimentó un auge que con el paso de los años sigue sin mostrar síntomas de fatiga. Hoy en día continúa siendo un clásico, un tema que siempre suscita interés. Hay varias razones que dan cuenta de ello. Las llamadas “Primeras Civilizaciones” suelen ser consideradas desde el “Primer Mundo” como mundos perdidos, pero en modo alguno ajenos. Por así decirlo, las primeras ciudades quedaron enterradas hace milenios, pero una parte de ellas, ya sea en el ámbito tecnológico, jurídico, religioso o artístico, pervive en la llamada civilización occidental. En conformidad con una visión progresiva de la historia universal según la cual avanzamos gracias al conocimiento acumulado por las generaciones pasadas,

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conservamos el legado de las primeras revoluciones urbanas y, de hecho, nuestra existencia presente habría sido imposible sin él. Los aspectos más significativos de esta herencia son denominados “hitos” y “logros” de la humanidad, y reciben una connotación positiva y elogiosa, en lo que a menudo constituye una flagrante y alarmante falta de autocrítica. El atractivo de este sentimiento de “tan lejos, tan cerca” es alimentado por la industria turística, cinematográfica e incluso la de la moda, que hallan en la estética de las antiguas civilizaciones una fuente generosa de reclamo e inspiración. Con la complicidad del gran público, la arqueología ha seguido profundizando en el estudio de las civilizaciones. Las arqueologías histórico-culturales las han incluido en una clase específica de culturas, las “más extensas y ricas”460. Sin embargo, ello no les hace perder su especificidad, ya que se considera que cada civilización es única al estar inspirada por una configuración singular e irrepetible de ideas; una configuración cuyo núcleo es previo al auge de la civilización porque formaría parte del “espíritu” o del “genio” del pueblo protagonista. Cuando las hay, las similitudes entre civilizaciones suelen ser entendidas recurriendo a fenómenos de difusión (o sinónimos como “influencia” y “préstamo cultural”) que, empero, no menoscaban el carácter original de cada una. Más allá de los elementos económicos que contribuyen a definirlas y, por supuesto, dejando en segundo término cualquier determinación materialista para explicar su emergencia, las civilizaciones expresarían ante todo un nuevo orden mental, un salto cualitativo en la conceptualización humana de la vida en común. En palabras de S. Piggott:

“(…) el término civilización se emplea referido a una sociedad que ha elaborado una solución al problema de vivir en una comunidad permanente y relativamente grande, en un nivel de desarrollo tecnológico y social superior al de la banda de cazadores, de la familia de agricultores, de la aldea independiente o de la tribu de pastores. La civilización es algo artificial, hecho por el hombre; constituye el resultado de fabricar instrumentos de creciente complejidad en respuesta a los conceptos cada vez más amplios de la vida de comunidad que van desarrollándose en las mentes humanas”461.

Las arqueologías histórico-culturales admiten la conveniencia de efectuar

460 Daniel, G. (2003), The First Civilizations. Phoenix Press, Londres (original Thames & Hudson 1968), p. 6. 461 Piggott, S. (1992), “Introducción. El mundo forjado por el hombre”, en Piggott, S. (coord.), El despertar de la civilización. Labor, Barcelona, pp. 11-15 (original Thames & Hudson. Londres, 1961), p. 11 (las cursivas son nuestras).

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interpretaciones sobre el pasado, pero suelen descuidar el trabajo de definir criterios precisos para realizarlas y desconfían, por “especulativas”, de las vías planteadas desde otras posiciones teóricas y metodológicas. La única esperanza de vincular interpretativamente presente y pasado se sostiene sobre argumentos humanistas, según los cuales los seres humanos compartimos un “fondo común” de naturaleza básicamente mental que nos permite comprender las vivencias tenidas por otros individuos. En el caso de las civilizaciones, esta tarea es más factible por cuanto compartimos ciertos componentes relevantes de una historia común. La estética, mediante las manifestaciones artísticas en que se expresa, es uno de los aspectos en que mejor pueden conectarse las sensibilidades espirituales del pasado y del presente. De ahí la proximidad entre Arqueología Clásica (justamente la que se ocupa del estudio de las civilizaciones de la antigüedad) e Historia del Arte, tan claramente plasmada en la organización de la docencia universitaria vigente aún hoy en muchos países. La arqueología histórico-cultural de las civilizaciones ha desembocado en un humanismo esteticista en el que se vindican valores de tolerancia entendidos desde un prisma liberal: comprender, admirar y preservar la diversidad de las realizaciones humanas en todo tiempo y lugar. La expresión actual de mayor eco y consenso es el discurso de la UNESCO y de los Foros Internacionales de las Culturas, que celebra y vela por el llamado “patrimonio” de la Humanidad como fruto del espíritu de los pueblos que llegaron a materializarlo. La arqueología procesual, también conocida como “Nueva Arqueología”, reaccionó en la década de los sesenta del siglo XX contra esta manera de enfocar las cosas. Rechazó el humanismo empático como perspectiva y método para comprender las obras del pasado y, en su lugar, pretendió refundar la arqueología desde un proyecto cientifista que hunde sus raíces en la filosofía de la modernidad ilustrada. Así, se establece que:

1. Ontología: las sociedades no son agregados humanos configurados por azarosas trayectorias históricas o por la pertinaz voluntad de sus integrantes. Son sistemas integrados y autorregulados, cuyas pautas de funcionamiento muestran regularidades interculturales. Más allá de la multiplicidad de sus manifestaciones concretas, las sociedades humanas responden a determinantes materiales, preferentemente de orden tecnológico, medioambiental y demográfico.

2. Epistemología: el conocimiento objetivo de las sociedades a través de sus vestigios materiales es posible. Es responsabilidad del sujeto cognoscente articular las hipótesis relevantes y las pesquisas empíricas que les otorgarán veracidad o que justificarán su rechazo. La

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arqueología debe aspirar a adquirir el estatuto de disciplina científica, y, por consiguiente, a abandonar el terreno de la empatía humanista.

3. Política: el conocimiento del funcionamiento y del devenir sociales resulta útil para conocer nuestro presente y dirigir nuestro futuro. Desde esta perspectiva, no es extraño que la formación de las primeras civilizaciones haya figurado entre los temas de mayor interés para la arqueología procesual, dado que, al hacerlo, se pretende investigar nuestros propios orígenes, cómo funciona nuestra sociedad y cuçal puede ser su futuro.

El conocimiento de la variación y del cambio en las sociedades humanas está estrechamente vinculado con la concepción de la ontología social que acabamos de mencionar. En este capítulo, las influencias decisivas proceden del evolucionismo y del funcionalismo. En virtud de éstas, el fin último de la conducta humana es lograr la adaptación del grupo en un entorno dado o, en términos menos ecológicos y más funcionales, el equilibrio u homeostasis entre los subsistemas que componen el sistema social. De este modo, la instauración de relaciones de desigualdad social y política debe ser entendida como una respuesta orientada a conseguir la supervivencia de los individuos y, por ende, de todo el grupo social. Los términos de la alternativa que se plantearía a la sociedad son claros: o crisis y extinción, o emergencia de sistemas jerarquizados y estratificados. Se supone que la sociedad, enfrentada ineludiblemente a la satisfacción de sus necesidades subsistenciales básicas462, se encarga de generar una serie de posiciones directivas o gestoras (líderes) en aras del bien común, de concederles un estatuto especial y de marcarlo con atributos materiales distintivos, los llamados “objetos de prestigio”. En suma, las élites deben su razón de ser a que proporcionan servicios y beneficios organizativos que redundan en la satisfacción de necesidades sociales. Cuando se afirma que “la sociedad” genera estas posiciones, queda sobreentendido que la sociedad en su conjunto aprueba su creación. Sin embargo, ¿quién integra ese conjunto? ¿Quién tiene capacidad de decidir o de asentir? En última instancia, se reconoce que el sujeto individual o el grupo doméstico (household) constituyen las instancias racionales de decisión, libres y soberanas en sus actos (el primero de los cuales, por cierto, consistió en dar

462 Como veremos, la satisfacción de tales necesidades requiere soluciones diferentes en cada caso, que pasan a conceptualizarse como los “motores” del cambio. Así, según las zonas y las épocas, factores como el comercio, la guerra, la necesidad de coordinar o ampliar el alcance de las labores agrícolas, la lucha contra la incertidumbre en la provisión anual de alimentos mediante el “almacenaje social” o la necesidad de regular los flujos de información se encuentran a menudo en la base de las explicaciones sobre la evolución de la humanidad.

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conformidad a las normas que rigen la sociedad463). En clara continuidad con la sociología liberal y sus precedentes filosóficos (Hobbes, Locke), se afirma que todos los individuos son organismos autónomos que persiguen la realización de sus deseos y necesidades. Para ello, utilizan las facultades, habilidades y recursos a su alcance para, en competición con otros individuos, maximizar sus objetivos económicos (Homo oeconomicus), políticos (Homo politicus) o cualquier otro que se suponga “natural” en nuestra especie. De este modo, el procesualismo identifica la satisfacción de los deseos e intereses individuales o particulares con el bien común, dando por sentado que el fin es correcto (la supervivencia de la sociedad por medio de una adaptación satisfactoria) y que los medios para conseguirlo no pueden ser otros que los que son (individuos en competición a la búsqueda de sus fines particulares). Los líderes iniciales que ocuparon los puestos de gestión y decisión satisfacían una serie de requisitos: eran individuos masculinos y, según se dice, solían ser los mejor dotados en términos de inteligencia, habilidad o fuerza física. Ello les confirió prestigio social y político que se expresaba en correlatos materiales. Bebiendo directamente de las fuentes del neoevolucionismo antropológico, se afirma que en las sociedades más simples el Big Man encarna todas estas características y se constituye en el elemento dinámico, transformador del originario igualitarismo, que posibilita una jerarquización incipiente. En cambio, en otras formas sociales más evolucionadas, donde las posiciones de rango personales se transmiten hereditariamente, la competición no se establece entre todos los integrantes de la sociedad. Intervienen entonces los conceptos de “representatividad” y “legitimidad”, en virtud de los cuales un individuo asume las aspiraciones colectivas delegadas en su persona. Pasa entonces a constituirse en elemento dinamizador de su grupo y de los que entran en contacto con él gracias al mismo mecanismo que medió en la desigualdad originaria: la dinámica “competición-interacción”, esta vez mantenida entre élites mediante mecanismos de emulación (la denominada peer polity interaction y las economías de “bienes de prestigio”) y/o bien por conflicto, guerra y eventual conquista. La maleabilidad de la “sociología de la competencia” permite su aplicación tanto en un marco explicativo ecológico-adaptacionista, como en el menos funcionalista que supone la maximización de las necesidades y deseos individuales o grupales como tendencia natural de la humanidad. Conviene retener de cara a la argumentación que desarrollaremos a

463 Las teorías sociológicas adoptadas por la arqueología procesual presuponen que la vida social fue fundada mediante un acuerdo o comunidad de intereses individuales, una premisa que remite a la idea iusnaturalista de un contrato social.

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continuación que la perspectiva sociológico-antropológica adoptada por la arqueología procesual considera que el mérito y el beneficio individual constituyen condiciones para el bien común, y que ahí se encuentra el meollo de los orígenes de la desigualdad social. Así pues, ciertos individuos destacados desempeñan roles y funciones útiles de cara a la supervivencia social. Como consecuencia de ello, pueden pasar a ocupar posiciones jerárquicas de rango más o menos institucionalizadas, respecto a las cuales se supone una aprobación colectiva (prestigio) y que son simbolizadas mediante la ostentación de determinados ítems de uso restringido (bienes de prestigio). Complejidad. Profundicemos en cómo las investigaciones procesuales establecieron los mecanismos concretos mediante los cuales la desigualdad social cobró carta de naturaleza; o, en otras palabras, veamos cómo se definieron las causas concretas que propiciaron la aparición y el desarrollo de dicha desigualdad, así como las formas socio-políticas conforme a las cuales ésta se expresó. Como comprobaremos a continuación, la antropología neoevolucionista desempeñó un papel decisivo en todo ello. Resulta evidente que las sociedades se transforman y que en apariencia su polimorfia es enorme. Sin embargo, ¿se debe esta multiplicidad al azar de los eventos sociales, a la difusión aleatoria de rasgos, a la idiosincrasia cultural irreductible? Ya hemos avanzado que la respuesta es ahora negativa. Los y las defensores de una arqueología cientifista comparten la creencia de que las sociedades funcionan y se transforman en respuesta a imperativos causales que la arqueología está en disposición de conocer y formular en enunciados generales o, al menos, de representar en forma de modelos que habrá que contrastar con las evidencias empíricas. De cualquier manera, desde esta perspectiva se asume que la evolución de la humanidad se ha regido por factores determinados y se ha llevado a cabo de manera ordenada, siguiendo una escala gradual de creciente jerarquía política e intensificación económica. El estudio de la gradación en proceso fue abordado desde la noción de complejidad social. Ésta posee un doble sentido, ya que designa tanto una trayectoria de desarrollo en términos formales como, a la vez, los estadios más avanzados de dicha trayectoria. De esta manera, puede afirmarse que una sociedad es más compleja que otra y, por otro lado, también calificar a una determinada sociedad como “compleja” si es que manifiesta una organización estratificada o estatal. Así pues, la complejidad describe, bien sea en términos relativos (comparación entre cantidades: la sociedad “x” es más compleja que la sociedad “y”) o absolutos, cualitativos (la sociedad “x” es una sociedad

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compleja). “Complejidad” es una noción muy utilizada en el pensamiento evolucionista. En época reciente, ha sido K. Flannery464 quien la ha definido seguramente de manera más rigurosa. Además, partiendo de los presupuestos de la teoría de sistemas, se esforzó en trazar las vías para hacerla operativa en arqueología. Para Flannery, la complejidad puede medirse en función de dos procesos. El primero recibe el nombre de segregación y hace referencia al grado de diferenciación y especialización interior de los subsistemas que componen cualquier sociedad. En este sentido, la aparición de nuevas instituciones o de nuevos niveles en la jerarquía de los controles respondería a una segregación creciente. El segundo proceso es la centralización, es decir, el grado de vinculación entre los distintos subsistemas y los controles de orden superior en una sociedad. En este caso, el refuerzo de dichos controles reflejaría un aumento en el grado de centralización465. El desarrollo de la segregación y centralización más allá de un determinado umbral traduciría el desarrollo que culminó en la formación de los Estados. Los principales mecanismos que favorecen dicho desarrollo son la promoción y la linealización466. La primera contribuye al proceso de segregación, por cuanto genera nuevas instituciones de orden superior. Un ejemplo de ello pudo ser el surgimiento del cargo estable de “jefe” a partir de una situación en la que el liderazgo era ocupado de manera más informal o inestable. En cambio, la linealización abunda en el proceso de centralización, al absorber competencias o funciones hasta entonces asumidas por instancias de menor nivel. La linealización actúa cuando, por ejemplo y según el propio Flannery, una agencia estatal pasa a regular los mecanismos de irrigación que previamente eran gestionados por órganos de las comunidades locales. La propuesta de Flannery supuso un intento de definir y formalizar con rigor la noción de complejidad. Sus acotaciones se centraron en definir cómo obra y se manifiesta, y por ello, hay que reconocerle el mérito de haber reducido potenciales fuentes de ambigüedades y malentendidos. Sin embargo, no basta con trazar el movimiento de lo complejo, sino que también hay que acotar el uso de “complejidad” como adjetivo; es decir, con qué elementos debe contar una sociedad para merecer el calificativo de “compleja” y, sobre todo, cómo pueden éstos ser identificados arqueológicamente. El primer problema atañe al

464 Flannery, K. (1975), La evolución cultural de las civilizaciones. Anagrama, Barcelona (título original: “The Cultural Evolution of Civilizations”, Annual Review of Ecology and Systematics, 3, pp. 399-426, 1972). 465 Flannery, op. cit., 31. 466 Flannery, op. cit., 38-43.

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establecimiento de umbrales categoriales (¿qué es y qué no es?) y, con ello, entramos de lleno en contacto con las tipologías de evolución socio-política. El calificativo de “sociedad compleja” quedó reservado a aquéllas clasificables en los estadios de jefatura, estratificación y civilización o Estado. Por debajo de esa línea hallaríamos sociedades “simples”, separadas de las complejas por lo que se suponen diferencias concluyentes. Las más destacadas hacen referencia a la dimensión institucional de la vida social, ya que tanto el surgimiento de las mismas instituciones como su proliferación constituyen los indicadores más claros del desarrollo de la complejidad: la sociedad se divide en partes, cada vez más numerosas, más consolidadas y más relacionadas entre sí tanto horizontal como vertical o jerárquicamente. Las jefaturas y los Estados se caracterizan por la institucionalización del liderazgo político, pero también por una gama cada vez mayor de actividades especializadas. LaMotta y Schiffer han propuesto una de las definiciones más completas de esta dimensión institucional básica para definir el umbral de la complejidad:

“(…) proponemos que cualquier sociedad compleja es el producto de sectores e instituciones que han llegado a desarrollarse de manera diferenciada. Una institución es un amplio componente conductual que posee una estructura burocrática, a saber, jerárquica (…). En concreto, una institución es un campo de actividades relacionadas, organizado a nivel supradoméstico, en cualquier parte de la sociedad, como pueda ser el gobierno, las iglesias, el ejército, las universidades, los sindicatos laborales y los deportes profesionales. Las instituciones, que pueden ser asimiladas a sistemas de conducta especializados, dedican lugares y estructuras para sus actividades y regulan flujos de gente, objetos, energía e información en el interior de dichos lugares y entre lugares distintos. El funcionamiento de una institución depende de las conexiones que el sistema establece, por medio de factores vinculantes, con otras actividades externas e instituciones”467.

La importancia de la institucionalización de las relaciones sociales va unida a la pérdida de influencia de las relaciones de parentesco como vertebradoras de la vida social. De ahí que las sociedades complejas se definan, además de por su nivel de institucionalización y de relación funcional interna entre instituciones, por descansar sobre una base territorial, residencial y propiamente política468.

467 LaMotta, V. M. y Schiffer, M. (2001), “Behavioral Archaeology. Toward a New Synthesis”, en Hodder, I. (ed.), Archaeological Theory Today. Polity Press, Cambridge, pp. 14-64 (pp. 50-51, la traducción es nuestra). 468 Adams , op. cit., 14.

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Evolución, tipologías y encuestas. Hasta aquí, la arqueología procesual había priorizado un ámbito de la vida social (la política), había definido el orden de su variabilidad (complejidad entendida como grado de institucionalización) y había modelizado su desarrollo formal (segregación y centralización). Sin embargo, tomar como objeto la emergencia de la civilización requería adoptar una visión de conjunto de las sociedades humanas en la que dicha emergencia fuese resultado de un proceso diacrónico regido por causas objetivables. Para dar cuenta de este proceso en toda su extensión, la arqueología recurrió a la antropología neoevolucionista. Autores como Service, Fried y Sahlins propusieron nuevos esquemas evolutivos en la estela de los “periodos étnicos” de Morgan (véase el capítulo anterior) y en la mucho más próxima de los “niveles de complejidad sociocultural” de Steward. La nueva arqueología ha hecho un amplio uso de estas tipologías de evolución social. De esta forma, la sucesión formada por bandas, tribus, jefaturas y estados (propuesta por Service en 1962) o por sociedades igualitarias, jerarquizadas, estratificadas y estatales (según el esquema desarrollado por Fried en 1967) constituyeron los referentes básicos con los que trabajar. No está de más recordar brevemente cuál ha sido el procedimiento seguido para elaborar estas secuencias tipológicas. Antes de nada, se establece el criterio de referencia: en las sociedades humanas resulta prioritario el nivel de institucionalización del liderazgo, medido en términos de la estabilidad y centralidad de las relaciones políticas. Además, es de esperar que dicho nivel de institucionalización varíe significativamente. Con estas directrices en la mano, se procede a organizar el material empírico proporcionado por multitud de grupos documentados histórica o etnográficamente en todo el mundo. Dado que, en efecto, la variabilidad institucional es alta, el resultado de la ordenación adopta la forma de una gradación clasificatoria. Ésta se inicia en las posiciones efímeras y situacionales de mando, donde la institucionalización es mínima. Prosigue por las sociedades de Grandes Hombres y las jefaturas, en las que los cargos políticos surgen tímidamente primero y se afianzan hasta convertirse en hereditarios. Finalmente, se alcanzan las formas estatales centralizadas y rígidamente institucionalizadas propias de las sociedades civilizadas. Una vez clasificada la muestra intercultural de partida, a la definición de cada uno de los estadios se incorporan los aspectos económicos, demográficos, parentales e ideológicos que se asocian con mayor frecuencia a las sociedades clasificadas según los criterios políticos de referencia. De ahí que pueda afirmarse, por ejemplo, que las sociedades igualitarias suelen obtener su sustento de la caza y

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la recolección o, a lo sumo, de formas simples de agricultura; o que las sociedades civilizadas acostumbren a utilizar sistemas de escritura y a construir edificios públicos de carácter monumental. Así pues, el proceder seguido en la definición de cada estadio los convierte en tipos ideales, síntesis de factores comunes observados en determinadas actividades humanas y, a la vez, en grupos distantes geográfica y temporalmente. En su conjunto, la secuencia estadial proporciona una escala con la que medir la complejidad social y cultural, desde sus formas simples a las más elaboradas. Inicialmente, las aportaciones de la arqueología procesual en la redefinición de los esquemas evolutivos no fueron significativas, pese a que los profesionales estadounidenses que la impulsaron poseían una destacada formación antropológica. Tan sólo algunos autores, como por ejemplo el mismo Flannery469 o, años más tarde, Johnson y Earle470, introdujeron variaciones que no cuestionaron a fondo las propuestas neoevolucionistas iniciales o las premisas en que se basaban. En cualquier caso, el principal punto de debate y controversia ha consistido en cómo hacer operativos dichos esquemas. La arqueología no desentierra instituciones ni unidades políticas, llámeseles jefaturas o Estados. Afirmar la existencia en el pasado de cualquiera de estas organizaciones requiere aplicar un método de investigación que tenga necesariamente en cuenta los restos materiales. La arqueología procesual ha basado su investigación en identificar en el registro empírico aquellos elementos diagnósticos que serían propios de cada estadio de evolución social. A fin de cumplimentar los requisitos de correspondencia, la arqueología reciente potenció un amplio campo de investigaciones a partir de manifestaciones o facetas específicas del registro empírico como, por ejemplo, las deposiciones funerarias, la organización del poblamiento, las formas de producción de alimentos o la distribución de los objetos como reflejo de modalidades institucionalizadas del intercambio de bienes. A su vez, ello se ha traducido en un recurso cada vez mayor a las técnicas auxiliares de la arqueología, desde la geología hasta diversas ramas de la química. Todas estas iniciativas explican en parte la proliferación de especialidades en que se ha parcelado el campo profesional e intelectual de nuestra disciplina (arqueologías de la muerte, espacial, económica, medioambiental, etc.).

469 Con su división entre sociedades igualitarias, de jefatura y estratificadas (Flannery, op. cit.). 470 En este caso, dividieron entre “grupo familiar” (Family-Level Group) , “grupo local” (Local Group) (que incluye tanto grupos acéfalos como colectividades con sistemas de Gran Hombre) y “unidad política regional” (Regional Polity), que agrupa jefaturas y Estados. Véase Johnson, A. W. y Earle, T. (1987), The Evolution of Human Societies. From Foraging Group to Agrarian State. Stanford University Press, Stanford (pp. 18-22 y 314-320) (Se dispone de una traducción al castellano: La evolución de las sociedades humanas. Ariel, Madrid, 2003).

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En pocas palabras, podríamos decir que la investigación procesual parte de un procedimiento de encuesta y cotejo con fines clasificatorios. Así, un determinado conjunto de manifestaciones materiales análogas o equiparables a las de las sociedades que la tradición arqueológica-filológica-historiográfica-antropológica ha considerado civilizadas o estatales (véase lo expuesto al inicio de este capítulo) avalaría la identificación de una nueva civilización o Estado. A continuación, se le atribuiría un funcionamiento sociopolítico análogo al estándar que la antropología y la historiografía habían sintetizado previamente. A este segundo paso suele llamársele “explicación” aunque, en rigor, se trata de una interpretación metafórica: si las civilizaciones de referencia se expresan en una serie de rasgos característicos que denotan un determinado nivel de complejidad organizativa y conductual, toda nueva combinación similar de rasgos será síntoma de una complejidad equiparable. En su empeño de encuesta y cotejo referido a las sociedades complejas, se acudió al Childe del artículo de Town Planning Review, interpretándose la enumeración allí expuesta como una lista de rasgos que debería acreditar todo registro arqueológico que aspirase a denotar una civilización. Tal y como hemos subrayado, el listado básico extraído de Childe constituyó una referencia de primer orden, que fue completada para los estadios previos a la civilización mediante elementos derivados de los esquemas evolutivos de la antropología (Service, Fried, Sahlins) y matizada o ampliada posteriormente gracias a las investigaciones arqueológicas471. Sin embargo, el procedimiento de encuesta y cotejo presentó pronto dificultades en su aplicación a casos arqueológicos concretos. Los problemas internos de este método surgieron a la hora de clasificar sociedades cuando los restos arqueológicos no satisfacían plenamente los criterios estipulados por uno u otro nivel de complejidad evolutiva, en concreto entre jefaturas y civilizaciones o Estados. Una serie de dificultades concernían propiamente al método arqueológico. Así, por ejemplo, se han suscitado controversias en torno a cuestiones como las siguientes: ¿A partir de qué elementos y en qué cantidad podemos hablar de almacenamiento centralizado? ¿Cómo evaluar el grado de desarrollo de la especialización artesanal? ¿Qué elementos denotan inequívocamente el estatus urbano de un asentamiento? ¿Qué indicadores deben respaldar la propuesta de un patrón de asentamiento estructurado en más de tres niveles y que merezca el calificativo de “jerárquico”? Otras dificultades, igual o incluso más decisivas que las anteriores, procedían

471 Flannery, op. cit., 19-21; Redman, op. cit., 283-284.

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de consideraciones formales o de criterio. ¿Es necesario atestiguar todos o basta con casi todos los rasgos diagnósticos establecidos? ¿Cuántos y cuáles serían necesarios y suficientes, habida cuenta además que no todos poseen la misma importancia472? ¿Dónde situar las sociedades que presentan algunos rasgos correspondientes a las jefaturas y otros a las civilizaciones? ¿Y entre las jefaturas y otras formas “simples”? En suma, ¿dónde trazar el umbral entre sociedades simples y complejas y, dentro de éstas, entre jefaturas y civilizaciones? Como puede adivinarse, la investigación sobre las jefaturas ha protagonizado buena parte de las controversias. Tal vez su condición de categoría “puente” entre las sociedades igualitarias y las estratificadas y estatales haya contribuido decisivamente a su amplia utilización en los estudios prehistóricos del Viejo y el Nuevo Mundo. Distinguir únicamente entre igualitarismo y estatalidad supondría una polarización excesivamente simplista que reduciría demasiado la variabilidad de organizaciones políticas constatadas etnográfica y arqueológicamente. Es este amplio espacio el que ocuparon las jefaturas. No obstante, su extendido uso ha amenazado con convertirlas en un cajón de sastre donde colocar todo aquello que no merecía entrar en el selecto grupo de los primeros Estados, pero que exhibía rasgos jerárquicos que inhibían dictar un veredicto de igualitarismo. En suma, al dar cabida a sociedades de composición notablemente heterogénea ha cundido la alarma sobre su operatividad. La crisis de la categoría jefatura ejemplifica los problemas de una investigación excesivamente enfocada a fines clasificatorios. La salida inicial consistió en proponer subdivisiones de la categoría inicial473, pero pronto se comprobó que ello no suponía sino una especie de “huida hacia adelante”, pese a los intentos por reafirmar su utilidad474. La solución ha acostumbrado a consistir en situar el principal criterio de demarcación más en la línea que separa las sociedades simples de las complejas que en el interior de éstas últimas. De resultas de ello, jefatura y civilización aparecen con frecuencia hermanadas dentro del nivel general de sociedades complejas. Las diferencias entre ambas serían más de grado que de naturaleza: estas últimas tendrían más población, una mayor extensión territorial, un mayor grado de institucionalización interna y, acaso, de centralización.

472 De entre los rasgos posibles, la escritura ha acostumbrado a ocupar un papel protagonista. 473 Renfrew, C. (1973), “Monuments, Mobilization and Social Organization in Neolithic Wessex”, en Renfrew, C. (ed.), The Explanation of Culture Change: Models in Prehistory. Duckworth, Londres, pp. 539-558. 474 Véanse a título de ejemplo los ensayos contenidos en Earle, T. K. (ed.) (1993), Chiefdoms: Power, Economy, and Ideology. School of American Research. Advanced Seminar Series, Cambridge University Press, Cambridge.

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Hace poco más de una década Renfrew y Bahn475 compilaron los rasgos aplicados con mayor frecuencia a la hora de identificar arqueológicamente las jefaturas y los Estados primitivos. Estos autores ordenaron las técnicas de identificación arqueológicas en función de varias líneas de investigación, cada una de las cuales incluye diversos indicadores empíricos. Vale la pena que las presentemos resumidamente, por cuanto muestran un estado de la cuestión vigente en cierto modo hasta la actualidad y que se reproduce gracias a la difusión universitaria en manuales de éxito como el que firman los dos investigadores británicos. 1. Centros primarios (capitales), reveladores de una administración centralizada. - Artefactos indicadores de una organización centralizada, sobre todo de la

actividad económica (archivos, sellos, escritura). - Edificios vinculados a funciones centralizadas de alto nivel (palacios,

grandes construcciones rituales). - Otros indicadores, como fortificaciones o cecas. 2. Evidencias de una administración centralizada fuera del centro primario. - Artefactos relacionados con actividades administrativas (sellos

característicos de un sistema redistributivo, emblemas de la autoridad central y del poder).

- Uniformización del sistema de pesos y medidas (indicio de centralización económica).

- Sistema viario desarrollado. - Indicios de poder militar (fortificaciones, guarniciones). 3. Jerarquización social, reflejada en contrastes en cuanto a la propiedad, al acceso a los recursos y a otras ventajas, y al estatus. - Residencias de la élite (“palacios”). - Concentración inusual de riqueza (por ejemplo, tesoros). - Representaciones iconográficas de la élite y otros emblemas simbólicos de

la autoridad. - Monumentos funerarios producto de una inusual inversión de trabajo;

ajuares espectaculares, en ocasiones acompañados por sacrificios humanos. 4. Especialización económica, como indicadora de una estructura centralizada y, por ende, de un aumento en la eficacia productiva. - Agricultura intensiva, por lo general vinculada con “técnicas de 475 Renfrew, C, y Bahn, P. (1998), Arqueología. Teorías, Métodos y Práctica. Akal, Madrid, pp. 190-202 (original de 1991).

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intensificación del trabajo” (arado) y obras públicas (canales de riego). - Impuestos, almacenaje y redistribución. Presencia de estructuras de

almacenaje permanentes para alimentos y otros bienes. - Artesanado especializado a dedicación plena, identificado por las

tecnologías particulares aplicadas a cada oficio. 5. Relaciones entre sociedades centralizadas. - Actividad bélica organizada. - Rivalidades rituales y emulación, en este caso reflejada en la difusión de

determinadas costumbres o artefactos. La síntesis de Renfrew y Bahn fue planteada cuando la investigación procesual sobre el origen de las civilizaciones mostraba signos de fatiga. Sin embargo, la necesidad de clasificar en términos sociopolíticos ha mantenido una importancia fundamental en el plano epistemológico. Prueba de ello es que, en 1998, algunos de los investigadores más destacados de la tradición procesual estadounidense, hacían pública la lista de criterios que a su juicio permitían distinguir entre jefaturas y Estados antiguos476.

1. Cambio en la jerarquía de los asentamientos, que pasa de tres niveles (jefatura) a cuatro (Estado).

2. Cambio en la jerarquía de toma de decisiones, desde dos niveles (jefatura) a un mínimo de tres (Estado).

3. Cambio fundamental en la ideología de la estratificación, en virtud del cual se concede al gobernante un origen sagrado sobrenatural (derecho divino a gobernar).

4. Emergencia de dos estratos endógamos, resultado de cortar los lazos de parentesco que anteriormente vinculaban los líderes con sus seguidores.

5. El palacio se fija como residencia oficial del gobernante. 6. Cambio desde un único líder centralizado (un jefe) a un gobierno que

emplea la fuerza de manera legalizada, al tiempo que niega a los ciudadanos el uso de la fuerza a nivel individual.

7. Establecimiento de leyes para el gobierno y capacidad para hacerlas cumplir.

La arqueología procesual o de raíz procesual no ha cesado de perseguir con tesón el establecimiento de límites categoriales, porque esta operación epistemológica resulta fundamental para definir aquéllo que debe ser explicado; es decir, la clasificación se encarga de establecer el objeto de la 476 Marcus, J. y Feinman, G. (1998), “Introduction”, en Feinman, G. y Marcus, J. (eds.), Archaic States. School of American Research, Santa Fe, pp. 3-13 (pp. 6-7).

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investigación. Una vez definido, se trata de abordarlo en sus dimensiones estática y dinámica; es decir, tanto en el funcionamiento interno de las primeras organizaciones estatales como en el proceso que condujo a su emergencia a partir de organizaciones más simples. Veamos más de cerca cómo se han abordado ambos objetivos. Regularidad empírica y explicación. En la elaboración de las tipologías evolutivas, la antropología neoevolucionista comparaba sociedades respecto a un criterio de referencia, el grado de institucionalización de las relaciones políticas. Una vez establecidos, los estadios evolutivos han servido como guía para la clasificación, en nuestro caso de las culturas arqueológicas. El siguiente paso consiste en la explicación del funcionamiento de las sociedades complejas como un todo o de cualquier subconjunto en que se haya dividido esta categoría general (“jefaturas complejas”, “Estados Arcaicos”, “Primeras civilizaciones”, etc.). Este objetivo requiere la identificación de regularidades interculturales entre los casos empíricos incluidos en cada una de dichas subdivisiones. El método para lograrlo hizo uso de la comparación como herramienta básica. Con el término regularidad, hay que entender en su significado más general la recurrencia de una determinada asociación de elementos documentados empíricamente. Regularidad es una categoría fundamental, ya que ser capaces de mostrarla niega por activa el papel del azar, de lo único y de la idiosincrasia en el comportamiento humano, precisamente la base que sustenta los planteamientos histórico-culturales. Al excluir su opuesto, la singularidad, la regularidad reclama una explicación aplicable a una generalidad de casos. Con la explicación se entra en el dominio de la ciencia, en la posibilidad de formular leyes explicativas del comportamiento humano y de su evolución, y se abandonan las vías histórico-culturales que se contentaban con el empirismo escéptico o conducían a la celebración empática de lo particular. Donde no hay acuerdo es a la hora de fijar el valor de las distintas regularidades empíricas observadas; es decir, de establecer una jerarquía causal para la explicación del funcionamiento de las sociedades y de su transformación. Steward o Adams, por citar a dos de las figuras más reconocidas, señalaron desde una posición funcionalista clásica la importancia del conjunto interrelacionado de instituciones que conforma el “núcleo” de todo sistema social. Adams apuntó que resulta mucho más probable que los cambios en dichas instituciones desencadenen otros cambios culturales en la

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tecnología, la subsistencia y la religión, que viceversa477. Ello supone otorgar la prioridad a los aspectos relativos a la organización social, y relegar al papel de “ruido aleatorio” a las demás manifestaciones culturales, sobre todo aquellas vinculadas a las creencias y al simbolismo. En cambio, otros investigadores como M. Harris situaron la base de la determinación en las variables tecnoambientales (tecnología, población, medioambiente). Éstas constituirían la “infraestructura” de la cual dependerían la economía doméstica y la política (la “estructura”) y, finalmente, las manifestaciones de la “superestructura” ideológica. Esta vez, se subraya que los cambios infraestructurales poseen una probabilidad mucho mayor de generar cambios a escala del sistema que los acaecidos en la estructura y, desde luego, en la superestructura. Ahora bien, los elementos superestructurales no deben ser abandonados a un supuesto comportamiento azaroso o idiosincrásico, sino que, por inexplicables que parezcan, adquieren sentido en referencia a los determinantes tecnoeconómicos que rigen la conducta de los individuos y grupos en todos los sistemas socio-culturales. Harris dedicó una obra de gran éxito a iluminar precisamente varios de estos “enigmas” como, por ejemplo, el tabú hindú de sacrificar las vacas, o la prohibición judía y musulmana de comer carne de cerdo478. En lo que atañe a la metodología de la investigación centrada en los primeros Estados y civilizaciones, ésta ha auspiciado diversos estudios comparativos que han marcado el rumbo del estado de la cuestión. Steward incluyó cinco ejemplos479; Childe, cuatro480; Adams, tan sólo dos481; Service hasta seis482. En el intento más ambicioso de los últimos tiempos, Trigger incluye la muestra más extensa y geográficamente variada, con siete483. Por lo general estas iniciativas comparten un mismo guión: 1. Selección de una muestra de casos. 2. Análisis comparativo que se desarrolla en los cauces marcados según

diferentes áreas temáticas como, por ejemplo, “Demografía”, “Parentesco”, 477 Adams op. cit, 12. 478 Harris, M. (1977/1987), Vacas, cerdos, guerras y brujas. Los enigmas de la cultura. Alianza, Madrid. 479 Egipto, Mesopotamia, norte de China, tierras altas de México y Perú. Véase Steward, J. (1949), “Cultural Causality and Law: A Trial Formulation of the Development of Early Civilizations”, American Anthropologist, 51, pp. 1-27. 480 Egipto, Mesopotamia, valle del Indo y Mayas (Childe 1950). 481 Mesopotamia y el México prehispánico (Adams 1966). 482 Mesoamérica, Perú, Mesopotamia, Egipto, valle del Indo y China (Service 1975/1984). 483 El antiguo Egipto, Mesopotamia, la China Shang, los Aztecas y sus vecinos del valle de México, el periodo Clásico Maya, los Incas y los Yoruba. Véase Trigger, B. (2003), Understanding Early Civilizations. A Comparative Study. Cambridge University Press, Cambridge. Otros estudios, bien que de orientación más divulgativa, amplían la muestra hasta al menos la decena (véase, por ejemplo, Whitehouse, R. y Wilkins, J. (1993), Los Orígenes de las Civilizaciones. Arqueología e Historia. Folio, Barcelona).

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“Administración”, “Producción de alimentos”, “Propiedad de la tierra”, “Cultos religiosos”, etc.

3. Identificación de semejanzas que constituyen la base para la formulación de regularidades y repaso paralelo de las diferencias observadas.

4. Elaboración de conclusiones que subrayan la relevancia de las distintas regularidades y que abren la puerta para formular generalizaciones causales sobre determinadas facetas del comportamiento humano, más allá de la aparente diversidad de las manifestaciones analizadas.

No ha habido unanimidad en cuanto a resultados obtenidos en el punto 4, aunque sí se ha reconocido ampliamente que ciertas regularidades entre sociedades muy alejadas en el tiempo y en el espacio no pueden deberse al azar ni tampoco ser explicadas por el contacto y la difusión. Así, por ejemplo, Steward484 observó que en la base de los desarrollos que condujeron a las civilizaciones incluidas en su estudio se hallaba la práctica de la agricultura de regadío en entornos áridos o semiáridos. El antropólogo norteamericano sugirió que esta combinación de factores desencadenó el establecimiento de controles políticos que desembocaron en la formación de una clase gobernante con tintes teocráticos. Trigger, en cambio, argumenta recientemente que en las primeras civilizaciones las variables claves no fueron ni la densidad demográfica ni la circunscripción ecológica, sino más bien la creciente necesidad de proteger los suelos agrícolas y otras formas de propiedad inmueble en las que se habían invertido grandes cantidades de trabajo. Bajo la amenaza de unidades políticas rivales, pastores nómadas o desposeídos de la misma sociedad, los campesinos propietarios se decantaron por someterse a una autoridad para que ésta, constituida como gobierno, les protegiera485. El alcance de las generalizaciones obtenidas ha sido muy desigual y no exento de críticas486. En parte, la insatisfacción con los resultados tiene que ver con el reducido número de casos incluidos en los estudios, circunstancia que compromete la fiabilidad de cualquier propuesta de generalización. Sin embargo, más que con la representatividad cuantitativa de la muestra, a nuestro entender el problema radica en la composición cualitativa de la misma. La comparación entre civilizaciones en busca de regularidades implica antes de nada seleccionar el conjunto de casos que van a ser sometidos a comparación. Y, precisamente, dicha selección descansa en una clasificación 484 Steward op. cit., 22-23. 485 Trigger op. cit., 662. 486 Basta comprobar la severidad del juicio efectuado recientemente por Trigger hacia la propuesta de Steward (1949). Tras criticar inconsistencias a nivel empírico, finalmente no duda en calificarla como “no sólo el estudio intercultural más influyente sobre las primeras civilizaciones (early civilizations) jamás publicado, sino también el más pernicioso” (Trigger op. cit., 26; la traducción es nuestra).

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previa que ya tuvo en cuenta la presencia de una serie de factores comunes a la hora de incluir ciertas sociedades bajo la propia categoría de civilización. Por tanto, a nadie debe sorprender que las similitudes estructurales y organizativas sean mayores que las diferencias y singularidades, porque la proximidad entre las unidades comparadas ya estaba sentada de partida. La base de todo el procedimiento está anclada en una selección inicial que condiciona en buena medida el resultado: decidir que una sociedad concreta pertenece a la propia categoría de civilización (y, por tanto, situarla en condición de ser escogida en un estudio comparativo) presupone haber superado satisfactoriamente el cotejo empírico que medía la proximidad respecto al modelo estándar. Hay algo de circular en este razonamiento. Bajo estas condiciones de selección, lo paradójico sería que las diferencias fuesen superiores a las semejanzas. Tal vez nuestro argumento se entienda mejor a la luz de la metáfora que F. Nietzsche propuso para ilustrar la búsqueda de la verdad dentro de los límites de la razón científica dominante: “Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, a continuación la busca en ese mismo sitio y, además, la encuentra, no hay mucho de qué vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento”487. En suma, es preciso reconocer otra vez la influencia primordial de la designación originaria del objeto de estudio en el planteamiento y desarrollo de la investigación. Puede ser una ironía que aquellos viejos Estados-que-pusieron-por-escrito-a-sus-gobernantes-sobre-soportes-duraderos sigan de alguna manera gobernando miles de años después de haberse derrumbado. La segunda parte del problema se detecta cuando las investigaciones han incrementado el número de aspectos sometidos a comparación y también el detalle aplicado a esta tarea. Por lo general, ello ha permitido apreciar cada vez más diferencias entre las sociedades, admitidas eso sí las similitudes generales garantizadas por su pertenencia a la misma categoría de “Civilización” o “Estado”. En la práctica, el afloramiento de la diversidad ha servido para posponer las tan buscadas generalizaciones y, en cambio, ha favorecido la propuesta de nuevas subdivisiones clasificatorias. A finales de la década de los noventa, Marcus y Feinman488 enumeraban una extensa lista de clases de Estados fruto de este nuevo impulso tipológico: burocrático, despótico, expansionista, rudimentario (inchoate), maduro, mercantil y militarista489. Este abanico de nuevas categorías es consecuencia de la práctica de análisis empíricos ciertamente detallados y minuciosos. En este sentido, podríamos decir que la “lupa” con que se inspeccionan las sociedades ha

487 Nietzsche, F. (1990), Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Madrid, Tecnos, p. 28. 488 Marcus y Feinman, op. cit., 10. 489 Lista a la que cabría añadir “Estado Arcaico”, como se desprende del título de la obra que ambos autores se encargaron de compilar.

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ganado en aumentos. No obstante, esta mayor agudeza visual parece servir básicamente para que la “tijera” analítica diseccione la categoría política de partida y dé lugar a más y más subtipos. En suma, la investigación sigue profundamente comprometida con una labor de clasificación, en lo que conforma una espiral de difícil salida. Así, un ejercicio comparativo inicial permitió establecer las categorías generales de clasificación (“bandas”, “jefaturas”, etc.) que iban a contener los casos integrantes de la muestra empírica. A continuación, los casos clasificados en cada categoría son sometidos a un nuevo ejercicio comparativo, ya que sin comparación no pueden detectarse regularidades y, por tanto, tampoco es posible llegar a formular generalizaciones. Lo que ocurre es que esta segunda operación acaba dando como resultado la definición de subtipos. A la vista de la proliferación de estas subdivisiones y, en sentido inverso, de la escasez de explicaciones interculturales fiables, uno se pregunta sobre si esta estrategia de investigación conduce sin remisión a un ejercicio taxonómico sin final previsible; a generar nuevas formas socio-políticas abstractas, a derivar de éstas las claves de reconocimiento empírico que sirvan para clasificar los nuevos hallazgos o a “revisitar” los ya conocidos y, con ello, a aplanar un terreno que recibirá interpretaciones “dinámicas” elaboradas, como suele ocurrir, desde disciplinas distintas a la arqueología (antropología, historiografía). Pese a estas consideraciones críticas, podemos extraer una enseñanza de la identificación de un determinado número de regularidades interculturales. El viejo evolucionismo del siglo XIX postulaba que, a condicionantes materiales similares, respuestas humanas también similares. Esta ligazón causal, o cuando menos la sospecha de que existe cierta correlación, se mantiene vigente. Ello proporciona apoyos a quienes defienden que la organización de las sociedades obedece a determinantes que habrá que elucidar en cada situación. En suma, hay razones para resistirse al relativismo y al escepticismo. La explicación del cambio: el porqué de la emergencia de las civilizaciones. Afirmar que uno de los objetivos prioritarios de la arqueología procesual era clasificar las sociedades representadas en el registro arqueológico en uno u otro estadio evolutivo, no resulta suficiente. La Nueva Arqueología buscaba distinguirse del escepticismo tradicional alcanzando el conocimiento de la sociedad pretérita “detrás del artefacto”. Uno de los motivos del éxito de las tipologías neoevolucionistas residió en que permitieron caracterizar en clave social, económica y política los restos materiales de un yacimiento o de una región en estudio, además de modelizar el proceso, es decir, el sistema cultural dinámico a su paso por diferentes estadios de cambio. Su aplicación confiere a

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los restos materiales hasta entonces considerados mudos, estáticos o meramente estéticos, las sugerentes y vívidas imágenes sociales que describe la etnografía. Así pues, clasificar como “jefatura” a una sociedad de la Edad del Bronce europea, por poner un ejemplo, no significaba tan sólo “archivarla” en el marco de una de las tipologías tan caras a nuestra profesión. Significaba visualizar una dinámica viva con escenarios y actores (muchos más que actrices) sociales: jefes compitiendo entre sí por el favor de sus seguidores, intensificación productiva, oficios emergentes, conflictos armados entre unidades políticas, intercambios y dones, cultos y ceremonias públicas… Sin embargo, la pesquisa tampoco se agotaba ahí. La propia denominación de “arqueología procesual” evoca el cambio social como algo que debe ser explicado, en y entre sistemas culturales. ¿Qué motivó el tránsito entre las sociedades igualitarias y las primeras sociedades complejas? ¿Por qué sólo algunas de éstas dieron el salto hasta la civilización? La antropología neoevolucionista de investigadores como Fried y Service no se había ocupado suficientemente de explicar el porqué del tránsito de un estadio a otro dentro de sus respectivos esquemas. Tal vez no vieron un necesidad perentoria en ello, porque trabajaron con un registro etnográfico igualado a un tiempo “cero”, un presente sin historia. Sin embargo, en arqueología la dimensión temporal es inherente a la observación, algo que nos reclama en cada estrato o nivel que se aísla durante la excavación. De ahí que el interrogante fuese ineludible: ¿qué factores causaron la aparición de sociedades complejas en tales o cuáles lugares y en tales o cuáles épocas? ¿Puede observarse alguna regularidad entre los casos conocidos, más allá de las peculiaridades formales expresadas a nivel local o regional? ¿Qué enseñanzas podemos extraer de ello? La arqueología procesual ha propuesto numerosos modelos explicativos del desarrollo de la complejidad social y la emergencia de la civilización y del Estado en distintas partes del mundo. Como avanzamos en las páginas anteriores, en la inmensa mayoría de las propuestas de los años sesenta y setenta, coincidiendo con la influencia del pensamiento funcionalista, subyace el convencimiento de que la aparición de élites gobernantes y la consolidación de la desigualdad fue una respuesta frente situaciones de necesidad y de carencia que suponían una amenaza para la supervivencia del conjunto de la sociedad. En este sentido, la razón de ser del gobierno institucionalizado fue, y continúa siendo, proporcionar un servicio enfocado al bien común del grupo que lo genera. Las élites solucionaron problemas al liderar y así, posibilitar, los cambios organizativos mediante los cuales una sociedad dada afrontó con

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éxito los retos que se le presentaron. Quien acerque el oído, escuchará ecos que resuenan desde Platón y que el pensamiento legitimador de los Estados ha ido manteniendo hasta la actualidad. En su configuración concreta, los modelos explicativos propuestos suelen articular sus argumentos en torno a una vinculación causal materialista que combina variables tecnológicas, demográficas y medioambientales. Es frecuente leer que los modelos pueden ser divididos en monocausales o multicausales, según prioricen una única variable como motor causal o bien la reunión de varias. Sin embargo, es raro encontrar modelos monocausales puros y menos aún que pretendan ser generalizables a todos los casos de surgimiento de la civilización. En lugar de ello, tiende a concederse el papel catalizador a una variable determinada y luego se hace entrar en juego a otras. Hemos apuntado que en los argumentos procesuales la complejidad social se desarrolla como instrumento organizativo para cubrir carencias básicas que suscitan crisis. Por otro lado, todo el mundo sabe que la carencia más decisiva para la vida humana es la falta de alimentos. Pues bien, uno de los argumentos invocados con mayor frecuencia a la hora de dar cuenta del surgimiento del liderazgo institucionalizado es precisamente la necesidad de asegurar la provisión de alimentos en situaciones de incremento demográfico o de riesgos debidos a factores medioambientales. En definitiva, la tensión entre bocas que alimentar y recursos subsistenciales se ha erigido en la palanca explicativa más utilizada. A partir del desequilibrio inicial entre población y recursos, el proceso desencadenado puede adoptar caminos diferentes según las particularidades de cada caso. En un primer grupo de modelos, la necesidad de asegurar el alimento, en este caso mediante el control directo de los territorios donde éste es obtenido, conduce a situaciones de competición entre comunidades que desembocan en conflictos armados. En estas condiciones, la actividad social más decisiva es la guerra y, por tanto, el liderazgo militar se convierte en la función más valorada. Si el desequilibrio subsistencial se mantiene y la guerra resulta inevitable, liderazgo militar y liderazgo político acaban por confundirse. En esta dinámica belicista, la anexión de nuevos territorios por conquista favoreció la consolidación de una élite. En época reciente, los trabajos de R. Carneiro490 y D. Webster491, amplificados por M. Harris492, son los exponentes más citados de este tipo de argumentos. En ellos resultan

490 Carneiro, R. (1970), “A Theory of the Origins of the State”, Science, 169, pp. 733-738. 491 Webster, D. (1975), “Warfare and the evolution of the state: a reconsideration”, American Antiquity, 40, pp. 464-470. 492 Harris, op. cit.

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fundamentales los conceptos de “circunscripción ambiental” y “circunscripción social”. Ambos describen situaciones en que la presión demográfica sobre los recursos desemboca en conflictos bélicos y en las que la fisión grupal y la huida no constituyen salidas viables. Como consecuencia, las poblaciones vencidas acaban siendo integradas con un estatus subordinado en el seno de unidades políticas cada vez más jerarquizadas. Otras veces, la carencia que se supone amenaza a la sociedad procede de las peculiaridades ecológicas del medio donde habita, partiendo siempre de que las comunidades implicadas practican alguna forma de agricultura. Desde esta idea básica surgen diversas variantes. En la primera, las condiciones del medio plantean un desafío que las sociedades tratan de superar. Es el ejemplo clásico de los grupos asentados en llanuras aluviales de grandes ríos rodeadas por un entorno árido, como sucede en Mesopotamia, Egipto o los valles costeros del Perú. En estas situaciones, la sequedad del clima compromete la obtención de cosechas regulares y suficientes mediante la aplicación de sistemas de cultivo simples. La solución consistió en invertir un enorme volumen de trabajo social para la puesta en marcha de complejos sistemas de irrigación o de planificación de la actividad campesina que permitiesen una agricultura próspera. Si en el caso anterior la guerra era la actividad crucial, ahora este lugar es ocupado por la gestión económica, ya sea orientada a la coordinación de la construcción y mantenimiento de las grandes obras hidráulicas (presas, canales, acequias) o a la predicción anual de las crecidas de los ríos. El modelo explicativo de K. Wittfogel y su “Despotismo oriental”493 constituye la versión más definida, aunque en cierta forma sus componentes principales se hallaban presentes en Childe y también fueron enfatizados por Steward. Si bien los casos paradigmáticos se localizan en medios desérticos, no han faltado variantes de este mismo modelo en las que el papel coordinador de las élites se ha atribuido a ambientes donde el reto se planteaba a raíz del exceso de agua y las subsiguientes necesidades de drenaje, como en las tierras bajas de Mesoamérica o en ciertas regiones de Europa y Asia. En una segunda versión del desajuste entre población y medio ambiente, el territorio habitado carece de un determinado recurso crucial para la marcha de la economía. Con frecuencia, se trata de materias primas para la fabricación de útiles, como metales y ciertos tipos de rocas. Ante esta eventualidad, la sociedad se ve abocada a organizarse para entablar relaciones de intercambio

493 Wittfogel, K. (1957/1966), Despotismo oriental. Estudio comparativo del poder totalitario. Guadarrama, Madrid.

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que, en ocasiones, pueden alcanzar objetivos lejanos494. El liderazgo político recaerá entonces en aquellas personas encargadas de organizar las expediciones comerciales, tanto en lo que respecta a la acumulación de bienes locales susceptibles de ser canjeados como a la concreción fáctica de las operaciones de intercambio. La organización social de los intercambios permite también otras vías explicativas. A una escala local o a lo sumo regional, otro grupo de modelos han puesto de relieve los vínculos entre la aparición y consolidación del liderazgo centralizado y las necesidades organizativas de los sistemas económicos basados en la redistribución de bienes. En la influyente formulación de Service publicada originalmente en 1975, los primeros jefes hallaron su razón de ser como gestores de los intercambios mantenidos entre comunidades cada vez más especializadas en la obtención de ciertos tipos de productos. Dicha especialización estaba alentada por condicionantes ecológicos, de forma que las comunidades locales tendían a centrarse en las actividades económicas cuya práctica era más ventajosa en razón de la proximidad de determinados recursos. En este contexto de creciente especialización productiva, la puesta en funcionamiento de una red de intercambios que permitiera el acceso de cada comunidad a los productos de las demás constituía una necesidad. Según Service, la forma más exitosa consistió en la gestión centralizada de tales intercambios siguiendo un patrón redistributivo. El éxito convirtió a los jefes, líderes gestores de las transacciones, en cargos hereditarios; con el tiempo, éstos fueron ampliando sus funciones y, junto con sus auxiliares, constituyeron el tipo de gobierno burocrático revestido de autoridad religiosa característico de las primeras civilizaciones. Otras veces se hace hincapié en la inseguridad periódica, aunque impredecible, que afecta a la obtención de alimentos en cualquier sociedad. En los casos de estudio mejor ilustrados, se menciona la existencia de multitud de factores locales que pueden afectar el rendimiento agrícola en un año determinado. Por eso, las comunidades de una región organizan un sistema de “almacenaje social” encaminado a paliar las situaciones de carestía que afectan ocasionalmente a unas o a otras (bad year economics). Los individuos encargados de gestionar este sistema de intercambios, de prestaciones, de contraprestaciones y de reservas alimenticias, cumplen una función esencial para la supervivencia colectiva y, por tanto, su papel político irá ganando en

494 Rathje, W. (1971), “The origin and development of lowland Classic Maya civilization”, American Antiquity, 36 (3), pp. 275-285.

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importancia y centralidad495. Una última variación subraya las dificultades genéricas asociadas al incremento demográfico. Así, es de esperar que cuanta más gente haya, más difícil será organizarse para acometer cualquier empresa. Desde esta perspectiva, los líderes son necesarios para ordenar los flujos de información cada vez más numerosos y complejos entre individuos y grupos, y para tomar las decisiones oportunas de cara a que el sistema social pueda seguir funcionando de manera eficiente496. En estas condiciones, no hace falta señalar un factor causal concreto, sino que, en palabras de Flannery, las “presiones socioambientales” que promueven el incremento de la complejidad pueden ser de orden distinto. En suma, más allá de los rumbos concretos que ha tomado la explicación en los muchos casos estudiados, para la arqueología procesual el Estado ha sido concebido como un mecanismo organizativo, institucional, que permitió a determinadas sociedades adaptarse eficazmente y sobrevivir en situaciones de riesgo derivado de factores tecnoambientales. Así pues, su función crucial lo requiere y legitima. Parafraseando de nuevo a Flannery, mantener a los dirigentes estatales “es caro, pero necesario”497. Ahora bien, que se hubieran creído necesarios no equivale en ningún caso a que puedan considerarse eternos, como la historia de la humanidad se ha encargado sobradamente de mostrar en múltiples ocasiones. Así, pese a no constituir un tema prioritario, la “Nueva Arqueología” ha dedicado cierta atención a los colapsos sufridos por las sociedades complejas498. De nuevo Flannery marcó buena parte del guión en su artículo de 1972 citado anteriormente. Vimos que señalaba que la promoción y la linealización eran mecanismos evolutivos cuya acción tuvo mucho que ver con el incremento de la complejidad, ya que favorecían los procesos de segregación y de

495 Halstead, P. (1981), "From determinism to uncertainty: social storage and the rise of the Minoan palace", en Sheridan, A. y Bailey, G. (eds), Economic archaeology. Towards an integration of ecological and social approaches. British Archaeological Reports, International Series, 96. Oxford, pp. 187-213. Hassan, F. (1988), “The Predynastic of Egypt”, Journal of World Prehistory, 2 (2), pp. 135-185. O'Shea, J. (1981), "Coping with scarcity: exchange and social storage", en Sheridan, A. y Bailey, G. (eds), Economic archaeology. Towards an integration of ecological and social approaches. British Archaeological Reports, International Series, 96. Oxford, pp. 167-183. 496 Flannery, op. cit.. Wright, H. T. y Johnson, G. A. (1975), "Population, exchange, and early state formation in Southwestern Iran", en American Anthropologist, 77, pp. 267-289. 497 Flannery, op. cit., 37. 498 Véanse al respecto Tainter, J. A. (1988), The Collapse of Complex Societies. Cambridge University Press, Cambridge; Yoffee, N. y Cowgill, G. L. (eds.) (1988), The Collapse of Ancient States and Civilizations. The University of Arizona Press, Tucson.

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centralización en el seno de una sociedad. Sin embargo, puede llegar a ocurrir que las instituciones pasen a servir a sus propios intereses más que a los de la sociedad, o que lleguen a destruir los controles que amortiguan y rectifican las perturbaciones entre subsistemas499. En palabras de R. Rappaport retomadas por Flannery, ello puede provocar “patologías” que incrementen las tensiones internas. Una de estas patologías es la hiperintegración o hipercoherencia500. Consiste en la unión muy estrecha entre subsistemas pequeños o instituciones, o bien en un control jerárquico central muy determinante sobre todos ellos. En ambos casos, los subsistemas pierden mucha autonomía y capacidad de respuesta, y el cambio (o perturbación) en una unidad puede afectarlos a todos de manera grave y rápida. Comentarios críticos. La arqueología procesual supuso un punto de inflexión en el devenir de nuestra disciplina. Ha de reconocérsele su empeño por ampliar y agudizar la pesquisa arqueológica, criticando efectivamente la consideración tradicional de las piezas arqueológicas como obras de arte (estética) o como carne de tipología (archivo). En este sentido, puso en práctica proyectos que ampliaron la escala de la investigación a nivel regional y potenció el desarrollo de campos de análisis específicos de inestimable ayuda para conocer las prácticas económicas, las condiciones medioambientales o los límites políticos del territorio. Además, y seguramente en lo que ha sido su contribución más importante, llamó la atención sobre la necesidad de formalizar explícitamente los procedimientos a través de los cuales se genera el conocimiento de las sociedades del pasado, y, en concreto, en lo que respecta a la problemática vinculación entre evidencias arqueológicas (actuales) y realidad sociocultural extinguida (pretérita). La vía escogida para determinar esta vinculación y alcanzar el conocimiento puede resumirse así:

1. La diversidad humana, según documenta la observación etnográfica y la historia basada en textos, es clasificada en categorías evolutivas utilizando como criterio básico el grado de centralización e institucionalización del liderazgo político. Una de estas categorías es el “Estado”, que encarna la máxima expresión de dicha escala.

2. Es preciso sintetizar las características definidoras de cada estadio

evolutivo en lo tocante a los diversas facetas de la actividad humana definidas previamente (“economía”, “demografía”, “parentesco”, “gobierno”, “creencias”, etc.). El resultado toma la forma de una lista de

499 Flannery, op. cit., 42. 500 Flannery, op. cit., 43, 57-58.

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elementos discretos con diferentes grados de implicación empírica: desde el correlato directo (por ejemplo, “escritura”) al de carácter relacional (por ejemplo, “especialización a tiempo completo”, “burocracia”). La categoría “Estado”, al igual que las que se suponen previas a él, se define por adición, por la suma de esta serie de elementos diagnósticos.

3. Procedimiento de encuesta y cotejo entre los elementos materiales

agrupados en culturas arqueológicas y las citadas características diagnósticas.

4. Construcción de una “arqueología social”: interpretación del pasado a la

luz de la dinámica de funcionamiento atribuida a cada uno de los estadios evolutivos de referencia.

El problema de este método es que conduce a re-conocer arqueológicamente lo supuestamente conocido en otro lugar del saber. Niega la historia y la especificidad resultante de soluciones o conflictos inéditos, ya que parte de la premisa de que la muestra de partida documentada por la observación actualista recoge toda la variabilidad social. No obstante, ya señalamos en el comentario al neoevolucionismo antropológico que semejante pretensión es sólo un supuesto: no hay razones para probar que la muestra etnográfica es omnicomprensiva respecto a las formas de organización social, económica y política. En consecuencia, asumir los modelos etnohistóricos constituye una confesión implícita de incompetencia por parte de la arqueología. Ello sigue relegándola a una labor fundamentalmente clasificatoria: si la arqueología histórico-cultural “archivaba” los objetos en tipos y en culturas, la arqueología social procesualista clasifica las culturas arqueológicas en formas sociopolíticas situadas a un nivel superior de abstracción. En la práctica, la “rebeldía” de los casos cuyas expresiones materiales no se ajustan a los criterios clasificatorios estipulados ha motivado la proliferación de nuevas categorías y subcategorías. Esta articulación de la investigación está condicionada por la convergencia de varios factores. Uno de los de mayor peso, si no el que más, remite a las características de los datos arqueológicos mismos. El nacimiento y desarrollo de la arqueología ha estado guiado fundamentalmente por una tradición anticuarista, según la cual la unidad mínima de sentido es la pieza individual. El hallazgo concreto, en sí mismo o emparentado con otros por analogía formal, procedencia o función, se bastaba para dar forma al discurso arqueológico. Esta tradición ha propiciado que la mayoría de los datos

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arqueológicos a disposición de la investigación de los primeros Estados y Civilizaciones provengan de objetos aislados, en el mejor de los casos con una correspondencia cronológica fiable. El problema que se deriva de esta situación es que la arqueología apenas ha desarrollado un cuerpo teórico y metodológico propio capaz de trabajar con fiabilidad sobre categorías como “especialización”, “parentesco”, “territorio”, “intensificación” o “liderazgo”, que son la base de otras como la que aquí nos ocupa: el Estado. En cambio, un registro arqueológico ordenado según tipos y periodos permite trabajar sobre rasgos diagnósticos con razonable facilidad y comodidad: una tablilla con signos inscritos es escritura; una pirámide es una gran obra colectiva; una joya realizada con metales y gemas exóticas es producto de especialistas y de redes de comercio a larga distancia. Así pues, debido a una mezcla de inmadurez científica y de condicionantes de la realidad empírica estudiada, la arqueología se ha visto impelida a identificar, mostrar o probar de manera indirecta las categorías relacionales de contenido económico y político claves en la investigación social, como el Estado. Otro aspecto de la crítica hace hincapié en la concepción ontológica de la sociedad defendida por la arqueología procesual. El proyecto de una “arqueología social” procesualista constituye, de hecho, un intento de poner en práctica una “arqueología política”. Ello obliga a la arqueología a asumir que su objeto de conocimiento son las relaciones políticas, elevadas a ámbito rector de las relaciones sociales. Ahora bien, no cualquier forma de relaciones políticas, sino aquéllas que, articuladas en torno a conceptos como “prestigio”, “carisma” y “estatus”, se plantean en aras del consenso, el equilibrio y el bien común. Ello constituye de nuevo una asunción difícil de validar por varios motivos. El primero es que las nociones empleadas para aprehender lo político hacen referencia a actitudes subjetivas de los individuos, de imposible contrastación arqueológica. No podemos entrevistar a los protagonistas del pasado para que nos digan si admiraban a tal o cual líder, o si daban su conformidad entusiasta a determinadas normas instituidas como reglas de conducta. Es decir, si se define la política como el resultado de actos individuales motivados, nos situamos fuera del alcance de la arqueología. El segundo de los motivos a que nos referíamos afecta a la presunción de que las acciones políticas se encaminan hacia el bien común. En este terreno, la “banca” siempre tiene las de ganar: la propia existencia de restos arqueológicos en un continuo temporal permite argumentar que la sociedad funcionaba y, si funcionaba, funcionaba con todos a bordo. Si la vida funcionaba materialmente mejor para unos que para otros, ello se justifica por merecimientos propios, ganados u otorgados por sus servicios a la colectividad en el caso de los primeros, y por la obligada templanza de parte

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de los segundos. A la luz de estos argumentos, ¿quién osa considerar “superado” a Platón? Por otro lado, aunque hallemos evidencias arqueológicas de violencia, la presunción del bien común siempre puede tornarse presunción del “mal menor” necesario. En suma, la presunción de la buena fe del liderazgo y del gobierno siempre tiene las de ganar, aunque al precio de no permitirnos saber más de lo que presuponemos. Es el prejuicio perfecto: inmoviliza. -La arqueología del Estado en los tiempos postmodernos. Desde la década de los ochenta, las críticas han arreciado sobre la “arqueología social” procesualista. En cierto número de casos cabe calificarlas de autocríticas, ya que proceden de investigadores procesuales “de primera generación” que abandonaron las claves de lectura de signo ecológico-funcionalista vigentes en las décadas de los sesenta y setenta. Sin embargo, las objeciones más contundentes han sido planteadas por una nueva generación de profesionales cuyos puntos de vista suelen situarse en esa constelación de posiciones filosóficas, actitudes emocionales y sensibilidades artísticas que suelen designarse como “postmodernidad”. Se trata, de nuevo, de planteamientos radicados fundamentalmente en la arqueología de habla inglesa, como también lo había sido el procesualismo. Beben de fuentes tan diversas como las filosofías estructuralista y postestructuralista, el neomarxismo (sobre todo de la Teoría Crítica y del marxismo estructuralista) o las teorías de la acción y de juegos. Con tantos y tan variados referentes, resulta inadecuado referirse a estas iniciativas como parte de una “escuela” que abandere un programa o manifiesto unitario. Nos aproximaríamos más a la realidad diciendo que se trata de una serie de posiciones a menudo muy distintas entre sí, pero que tienen en común su rechazo a la mayoría de las premisas que caracterizaban a la “Nueva Arqueología”. Este “postprocesualismo” o, a veces, beligerante “antiprocesualismo”, comparte una serie de planteamientos que expondremos sucintamente a continuación: 1. Las sociedades no son totalidades orgánicas que se organizan para lograr el

equilibrio interno y la adaptación al medio circundante. Las sociedades son agregados de individuos y de grupos de interés que persiguen sus respectivos objetivos particulares. No tienen límites marcados ni conforman bloques uniformes, sino que aluden a una red cambiante y difusa de relaciones entre individuos y grupos.

2. Las sociedades no se fundan necesariamente en el consenso entre sus

miembros en pos del bien común. La conducta de los sujetos no está programada por el sistema, porque tampoco existe tal sistema como orden

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monolítico. Los individuos, bien que instruidos en las normas sociales dominantes, tienen la capacidad de cambiarlas, de subvertirlas mediante su acción en los contextos situacionales donde se desarrolla su vida. El nuevo decálogo para entender la vida en sociedad debe incluir viejos y nuevos conceptos como poder, competición, conflicto, estrategia, ideología, identidad, acción/agencia y toma de decisiones, enmarcados todos ellos en una ontología de lo social que desconfía de teleologías como “adaptación” y “homeostasis”. La inestabilidad y el conflicto son la norma, no la excepción “patológica”.

3. La manera de abordar la investigación también debe ser distinta. La

orientación clasificatoria de la arqueología social procesualista se considera agotada e insuficiente para captar las múltiples dimensiones de lo social en la historia. El empeño por establecer generalizaciones se considera contraproducente, ya que oculta y enmascara bajo la losa de la uniformidad la riqueza de matices y de relaciones que tienen lugar en los múltiples contextos de acción. Partiendo de la consideración de que el arqueólogo es un intérprete ideológicamente orientado que trata de incidir en el contexto político actual, de igual manera se trataría de narrar cómo los individuos y grupos del pasado construyeron activamente su mundo.

Las aproximaciones críticas con la arqueología procesual también han mostrado gran interés en tratar temas relacionados con el origen y consolidación de las desigualdades, así como con el funcionamiento de los primeros Estados y Civilizaciones501. A riesgo de simplificar en exceso, podríamos señalar que buena parte de las contribuciones recientes tienden a relegar a un segundo plano la discusión sobre la pertinencia de clasificar a las distintas sociedades en uno u otro de los estadios propuestos por la antropología evolucionista (bandas, tribus, jefaturas, Estados,…), para

501 En las últimas dos décadas, una miríada de planteamientos ha tratado de superar (o “revisitar”) las principales carencias de la arqueología social procesualista, a veces “desde dentro” y en otras ocasiones declarando una oposición frontal. Para un repaso de las contribuciones más relevantes, véanse las recogidas en: Patterson, T. C. y Gailey, C. W. (eds.) (1987), Power Relations and State Formation. American Anthropological Association, Washington DC; Gledhill, J., Bender, B. y Larsen, M. T. (eds.) (1988), State and Society: The Emergence and Development of Social Hierarchy and Political Centralisation. Unwyn Hyman, Londres; Wason, P. K. (1994), The archaeology of rank. Cambridge University Press, Cambridge; Price, T. D. y Feinman, G. M. (eds.) (1995), Foundations of Social Inequality. Plenum Press, Nueva York/Londres; Earle, T. K. (1997), How Chiefs Come to Power. The Political Economy in Prehistory. Stanford University Press, Stanford; Feinman, G. y Marcus, J. (eds.) (1998), Archaic States. School of American Research, Santa Fe; Haas, J. (ed.) (2001), From Leaders to Rulers. Kluwer Academic/Plenum Publishers, Nueva York; Chapman, R. W. (2003), Archaeologies of complexity. Routledge, Londres; Smith, A. T. (2003), The Political Landscape. Constellations of Authority in Early Complex Polities. University of California Press, Berkeley / Los Ángeles; Yoffee, N. (2005), Myths of the Archaic State. Evolution of the Earliest Cities, States, and Civilizations. Cambridge University Press, Cambridge.

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centrarse en trayectorias históricas concretas, que permitan poner de manifiesto el juego de relaciones de poder, los mecanismos a través de los cuales unos sectores se imponen sobre otros, el papel de la ideología, la competencia y tensión entre posiciones y la acción transformadora de individuos y grupos. De hecho, se ha llegado a cuestionar e incluso a proponer el abandono de la categoría “Estado” (y sus adjetivaciones específicas, tales como Prístinos, Arcaicos, Tempranos…) para designar el objeto de la investigación arqueológica, y su sustitución por expresiones más laxas como “primeras unidades políticas complejas” (early complex polities)502 o “estructura de autoridad generalizada”503. Con ello se trataría, por un lado, de evitar la reificación del Estado y su consideración implícita como centro organizador omnicomprensivo y, por otro, de reorientar la investigación mediante conceptos más flexibles como “constitución de la autoridad”, “gobernanza”, “poder” o “legitimidad”, que permitiesen trazar en su justa y concreta expresión el carácter dinámico que se atribuye a las relaciones políticas. Y es que, en las nuevas aportaciones, la política sigue emplazada en el centro del equipaje teórico y en la agenda de la investigación (“¡Muera el Estado, viva la Política!” podría ser ahora la consigna). Ha cambiado, eso sí, la manera de abordarla y definirla, ya que “inestabilidad” y “conflicto” han sustituido a “estabilidad” y “conformidad”. Ahora, la política se entiende como el escenario dinámico y decisivo de las relaciones humanas donde se dirime el curso de la(s) historia(s). Es más importante narrar el proceso político que contentarse con identificar las formas políticas a las que aquél da lugar con mayor o menor consistencia y permanencia. En este escenario, el protagonismo recae en la figura del individuo o bien en grupos de individuos unidos por una afinidad o un interés particular, llámesele facción, estamento, “lobby” o similar. El gobernante pierde centralidad al emerger en el discurso las figuras de otros protagonistas olvidados por la historia, como esclavos, campesinos, artesanos o prostitutas. A todos se les atribuye la capacidad de tomar decisiones y de actuar: son agentes que obran estratégicamente según el dictado de su subjetividad. Abandonados o puestos en entredicho los actores de la política neoevolucionista y funcionalista, generosos Big Men, eficientes jefes gestores y majestuosos reyes, se trata ahora de visualizar las estrategias seguidas por aggrandizers, accumulators, emergent leaders, Great Men, Head Men o enterpreneurs y de su éxito en función del número de seguidores (followers) que arrastran. Los líderes dejan de ser considerados automáticamente como “servidores sociales”, y, en su lugar, la investigación 502 Smith, op. cit. 503 Yoffee, op. cit., 17.

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contempla que su conducta se mueve por el egoísmo, la ambición y el deseo de incrementar su cuota de poder a expensas de otros. Se intenta mostrar de qué manera se afianzan ciertas posiciones de poder, mientras que otras ven socavadas sus bases y acaban por diluirse. Nuevos conceptos como “heterarquía” o “sociedades transigualitarias”504, respaldados por una reinterpretación crítica de los datos etnográficos a los que una vez recurrieron funcionalismo y neoevolucionismo, se proponen para captar estos escenarios dinámicos. Finalmente, no cuenta tanto señalar cuándo se ha superado el umbral de la estatalidad y la vida civilizada, como en desvelar los puntos donde se ejerce el poder de manera regular, es decir, institucionalizada. Pese a tomar nuevos rumbos, la arqueología mantiene su dependencia respecto a la antropología, tal vez condicionada por la propia estructura académica vigente en los Estados Unidos, el país que mayor número de investigaciones promueve. Es cierto que las claves de lectura funcionalistas y adaptacionistas han perdido peso, pero en su lugar han proliferado interpretaciones inspiradas en el pensamiento postestructuralista y en las teorías de los juegos y de la estructuración, a menudo tras su aplicación en antropología. En su estructura interna, el mecanismo inferencial suele ser análogo al puesto en práctica por la “Nueva Arqueología”: nominación de fenómenos actuales (etnográficos) correspondientes al campo de la política (poder, autoridad, conflicto), derivación de una lista de correlatos materiales, cotejo arqueológico y asunción para el pasado de la interpretación antropológica realizada a partir de la documentación etnográfica. “Acción política” y, sobre todo, la categoría “poder” cubren ahora gran parte del campo ontológico de lo social. La acción política se supone guiada por la voluntad o, lo que es lo mismo, por los intereses particulares y subjetivos de cada individuo o de cada grupo, entendiendo como grupo el agregado de individuos vinculados por compartir un motivo de egoísmo. Dado que la satisfacción de tales intereses requiere la instrumentalización (subordinación) de otros individuos, la acción política está indisolublemente ligada a la consecución y al ejercicio del poder. Acción política lleva aparejada la elección estratégica entre diversas posibilidades, aunque siempre con la finalidad de conseguir o conservar posiciones de poder. Quien acerque el oído, escuchará ecos de Maquiavelo, resonancias de Hobbes y, con referencias bibliográficas actualizadas, mensajes a mayor volumen de M. Foucault, A. Giddens y A. Mann.

504 Véanse Crumley, C. (1987), "A Dialectical Critique of Hierarchy", en Patterson, T. C. y Gailey, C. W. (eds.), Power Relations and State Formation. American Anthropological Association, Washington, D.C., pp. 155-169; Hayden, B. (2001), “Pathways to Power. Principles for Creating Socioeconomic Inequalities”, en Price, T. D. y Feinman, G. M. (eds.), Foundations of Social Inequality. Plenum Press, Nueva York/Londres, pp. 15-86.

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No obstante, en un escenario protagonizado por la voluntad subjetiva también caben formas de expresar y de entender la política diferentes a la estricta carrera por el poder. Desde otras perspectivas se hará hincapié en que ciertas sociedades se organizan precisamente para conjurar la consolidación de cualquier forma de autoridad que pueda conducir al Estado. En este caso, el referente inmediato es la antropología de P. Clastres505. Esta misma disciplina ofrece otras formas diametralmente opuestas de encarar la cuestión, aunque siempre guiadas desde la decisión subjetiva. Así, por ejemplo, A. Testart ha hecho hincapié recientemente en el papel de la “servidumbre voluntaria” en el nacimiento del Estado. El Estado se entendería entonces como “la creación de un hombre que se apoya en sus fieles personales para asegurarse el poder”506: “autoridad”, “fidelidad”, “poder”, variantes y facetas de las relaciones interpersonales que subsumen toda la vida social. Éstas u otras propuestas son objeto de una cálida bienvenida en la arqueología actual sobre la formación de los primeros Estados. Las propuestas recientes para el estudio de las desigualdades presentan diversos aspectos positivos. Uno de estos es que desplazan la labor de clasificación del lugar protagonista que hasta entonces ocupaba en la investigación. Ello contribuye a la vez a restar trascendencia al hecho de colocar a una sociedad más allá o más acá del umbral que da paso a la Civilización y al Estado. En otras palabras, se trata de evitar que el criterio fundamental para distinguir a las sociedades humanas sea que su organización política se articule o no en instituciones estatales. Dejar de lado la fuerte carga connotativa del hecho estatal y enfocar la investigación de la materialidad arqueológica en trayectorias y desarrollos concretos resulta, en principio, una garantía para lograr un acercamiento más detallado y seguramente más ajustado a la realidad. De lo contrario, podríamos llegar a pensar que nada sustancial ha cambiado en las sociedades humanas desde la aparición de las ciudades-estado sumerias hasta los Estados capitalistas: a fin de cuentas, todos son Estados, sólo que los modernos son seguramente de mayor envergadura y “complejidad”. Así, por ejemplo, en sintonía con una mayor atención a la especificidad de los desarrollos estatales, ciertas investigaciones sobre las ciudades-estado

505 Clastres, P. (1974), La société contre l’État. Les Éditions du Minuit, París. Véase Blanton, R. E. (1998), “Beyond Centralization. Steps Toward a Theory of Egalitarian Bahavior in Archaic States”, en Feinman, G. y Marcus, J. (eds.), Archaic States. School of American Research, Santa Fe, pp. 135-172 (p. 152). 506 Testart, A. (2004), L’origine de l’État. La servitude volontaire II. Errance, París, p. 7 (la traducción es nuestra).

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mesopotámicas del periodo Dinástico primitivo han cuestionado el papel de los templos y palacios como centros desde donde se regían las actividades sociales según una lógica unitaria507. La atribución de dicho papel debe mucho a la importancia que la investigación tradicional concedió a los textos conservados en las tablillas de arcilla utilizadas por los propios centros de poder. Al partir de unas fuentes ciertamente parciales, no es de extrañar que se considerase que palacios y templos monopolizaban la vida de las primeras ciudades. Sin embargo, el análisis de nuevos tipos de evidencias permite argumentar que ambas instituciones eran sólo dos actores más, junto a otros varios que hasta ahora permanecían ocultos a la investigación. De esta manera, mientras que templos y palacios intentaban ejercer un control creciente en los aspectos económico, político y administrativo, constituyéndose en fuerzas centrípetas, otros sectores sociales, como los terratenientes privados, el artesanado independiente o los esclavos se resistían promoviendo tendencias centrífugas. Y todo ello, sobre un tablero de juego con límites difusos y cambiantes. De una manera similar, el reestudio de las evidencias arqueológicas de la Creta minoica también ha permitido poner en cuestión la visión tradicional según la cual un reducido número de centros palaciales controlaban las actividades económicas, políticas y rituales de la población de un territorio508. En su lugar, se propone una estructura de relaciones más flexible, difusa y menos jerarquizada marcada por la competición entre facciones de interés político, en la que los palacios constituían lugares de consumo y de actividad ceremonial en el marco de una competición abierta en pos del poder. Si en estos dos casos las nuevas interpretaciones restan rigidez, autoritarismo y centralismo, en otros estudios se reconoce una complejidad mayor que la reconocida tradicionalmente. Hasta fecha reciente, Norteamérica pasaba por ser una extensa región donde el surgimiento de la civilización constituyó un fenómeno inédito y donde, a lo sumo, resonaron leve y esporádicamente los ecos de las civilizaciones centroamericanas. Sin embargo, las nuevas investigaciones en el yacimiento de Cahokia, en otros cercanos y en la comarca que los incluye (Greater Cahokia), unido a una relectura de las evidencias conocidas con anterioridad, sugieren cambios en el estado de la cuestión. En este sentido, la envergadura de las áreas residenciales, las numerosas estructuras monumentales en forma de plazas, montículos y

507 Stein, G. (2001), “‘Who Was King? Who Was Not King?’ Social Group Composition and Competition in Early Mesopotamian State Societies”, en Haas, J. (ed.), From Leaders to Rulers. Kluwer Academic/Plenum Publishers, Nueva York, pp. 205-231. 508 Hamilakis, Y. (ed.) (2002), Labyrinth Revisited: Rethinking Minoan Archaeology. Oxbow Books, Oxford.

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pirámides indicarían que Cahokia, junto con un complejo de asentamientos próximos entre sí, habrían constituido un núcleo de atracción político-administrativo y ceremonial equiparable a una auténtica ciudad. Allí, los líderes de los grupos corporativos que presidían una sociedad estratificada competían por el poder, sin que necesariamente uno u otro lo detentase de forma centralizada y permanente sobre los demás (heterarquía). Cahokia no desarrolló algunas características de los Estados típicos, como la escritura o la expansión territorial por conquista, pero manifestaría un caso de state-making (“de hacer Estado”), a la luz de sus impresionantes proyectos edilicios, ritos funerarios y festejos509. En estos y en otros ejemplos, la centralidad otorgada a la política como instancia privilegiada para dar cuenta de la sociedad y la historia relega a un segundo plano las determinaciones de orden material. Así, en los albores de la complejidad, el big man, enterpreneur ambicioso y carismático, transforma o “dinamiza” la economía al poner a más gente a producir más cosas (mediante su carisma, su seducción, su “pico de oro”…las armas de su ambición). La política “lidera” la economía. La política se sirve de ella para sus fines, como cuando un jefe derrocha generosidad al promover festejos multitudinarios o cuando destruye públicamente una ingente cantidad de bienes. La acción política exige consumo público y la economía es aquella dimensión servicial y casi siempre invisible (implícita) que abastece de consumibles a las voluntades políticas en juego. Conviene ser conscientes de dónde nos sitúan estos planteamientos. Ciertamente, puede argumentarse que en muchas acciones humanas se da un cierto margen de elección individual, aunque también es cierto que en muchas otras dicho margen se reduce casi a cero510. En cualquier caso, el abanico de posibilidades depende de que tales posibilidades sean factibles, es decir, que hayan sido producidas o que existan las condiciones materiales para hacerlo (hoy en día, decidir pasar las vacaciones en Plutón en lugar de en Neptuno equivale a no haber decidido nada). Puede discutirse sobre en qué medida las voluntades están condicionadas por la realidad de lo ya producido o, al revés, en qué medida las voluntades influyen en aquello que es producido. Sin embargo, lo cierto es que ninguna elección puede llevarse a término sino sobre cosas reales o realizables; es decir, producidas o capaces de ser producidas

509 Véase Pauketat, T. R. (2004), Ancient Cahokia and the Mississippians. Cambridge University Press, Cambridge, pp. 75, 167-174. Para una visión más atenuada de Cahokia en el contexto del periodo Misisipiense, puede consultarse Milner, G. R. (2004), The Moundbuilders. Ancient Peoples of Eastern North America. Thames and Hudson, Londres, pp. 124-168. 510 La posibilidad del suicidio nos recuerda que el margen para la decisión individual nunca es igual a cero.

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bajo unas condiciones dadas. El abanico variable de elecciones en la acción política y en el uso o el consumo individual se reduce drásticamente cuando consideramos a los individuos que imagina la arqueología postprocesual en el momento en que producen; es decir, cuando han de construir efectivamente el escenario y las condiciones que permitirán que ellos u otros puedan plantearse tomar una u otra opción. En esta tesitura, uno pierde toda libertad para obrar según sus deseos particulares, porque la producción depende siempre de otros en el marco de cualquier división de tareas. En el momento de producir, uno en sí mismo carece de la “libertad” de decidir qué se produce, cuánto, cómo e incluso hasta con quién. La producción es un hecho cotidiano e insoslayable, tanto como colectivo en su realización. La posición de cada cual en la organización de la producción determina también las posibilidades de consumir tras la distribución de lo producido. Por tanto, determina su vida y las condiciones de su “libertad”511. Un siervo de la gleba trabajará y consumirá como tal; un rey consumirá de acuerdo a su majestad porque el trabajo servil lo posibilita. Considerar la capacidad de acción política de uno y de otro al margen de la relación necesaria establecida entre ambos supone desconsiderar la realidad. En definitiva, al analizar el ciclo productivo indispensable para la vida social el sujeto individual pierde toda centralidad, de la misma manera que también se descentra la acción política como motor de las cosas. Privilegiar la dimensión política por encima de cualquier otra al investigar el funcionamiento de las sociedades, supone, como hemos visto, asignar a los sujetos una capacidad de acción determinada por la voluntad subjetiva, una “agencia”. Supone considerarlos protagonistas de su futuro, sin más límites que las voluntades de los demás actores y actrices en juego. No obstante, esta ontología se basa en una ficción: una sociedad formada por individuos que hacen política pero que no producen las condiciones materiales que todo política necesita para hacerse efectiva. Aristóteles no creía en este tipo de ficciones y sabía que sólo los ciudadanos “suficientemente dotados de recursos” podían participar en el gobierno de la polis. En otras palabras, sólo los hombres mantenidos gracias al trabajo de mujeres y esclavos podían ser “libres”, verdaderos individuos políticos. Hay que objetar a las arqueologías postprocesuales que la ontología individualista que plantean sólo es verosímil en mundos como el de la mitología (griega); mundos donde dioses y héroes, figuras despreocupadas por comer, vestirse o producir para que coman y se vistan otros, ponen en juego sus deseos y pasiones, se enfrentan y confabulan,

511 Porque, paradójicamente, la libertad siempre resta condicionada.

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haciendo de la política su única y eterna razón de ser. -Hacia una arqueología marxista del Estado. El marxismo incluye las múltiples y variadas líneas de pensamiento, conocimiento y transformación social inspiradas en los textos de Marx. El marxismo cuestiona y combate las bases que sustentan el capitalismo, por lo que entra dentro de la lógica que este sistema niegue a quienes tratan de socavarlo y desligitimarlo. Afirmar que la esencia del liberalismo es fomentar la tolerancia, o que las “sociedades abiertas” se caracterizan por permitir la libertad de pensamiento y acción no son más que mitos propagandísticos potenciados por los Estados capitalistas; mitos de rango similar a los patrocinados por los gobernantes de la Antigüedad (y otros cronológicamente mucho más cercanos), cuando justificaban su gobierno aludiendo al derecho divino. Sea como fuere, y pese a encontrarse en los bastidores de algunas de las propuestas más influyentes para explicar el pasado de la humanidad (Childe), el marxismo ha ocupado un lugar marginal en la arqueología practicada desde las instituciones de investigación de los Estados capitalistas. En las contadas ocasiones en que ha podido “colarse” en ellas para abordar desde la Prehistoria el desarrollo de la desigualdad social y la formación del Estado, las contribuciones más destacables se han elaborado con frecuencia fuera del mundo académico anglosajón, como en España512, Italia513 y Latinoamérica514, siendo su papel comparativamente menor en países como Gran Bretaña y EE.UU.515. 512 Lull, V. y Estévez, J. (1986), “Propuesta metodológica para el estudio de las necrópolis argáricas”, Homenaje a Luis Siret (1934-1984). Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, Sevilla, pp. 441-452. Nocete, F. (1989), El espacio de la coerción. La transición al estado en las campiñas del Alto Guadalquivir (España) 3.000-1500 a.C. Bristish Archaeological Reports, International Series 492, Oxford. Lull, V. y Risch, R. (1996), “El Estado Argárico”, Verdolay, 7, pp. 97-109. Castro, P. V., Gili, S., Lull, V., Micó, R., Rihuete, C., Risch, R. y Sanahuja Yll, Mª E. (1998), “Teoría de la producción de la vida social. Mecanismos de explotación en el Sudeste ibérico”, Boletín de Antropología Americana, 33, pp. 25-77. Lull, V. (2000), “El Argar: Death at Home”, Antiquity,74, pp. 581-590. Nocete, F. (2001), Tercer milenio antes de nuestra era. Relaciones centro / periferia en el Valle del Guadalquivir. Barcelona. Bellaterra. 513 Tosi, M. (1976), “The dialectics of State formation in Mesopotamia, Iran and central Asia”, Dialectical Anthropology, 1, pp. 173-180. 514 Montané, J. (1980), Marxismo y arqueología. Ediciones de Cultura Popular, México. Bate, L. F. (1984), “Hipótesis sobre la sociedad clasista inicial”, Boletín de Antropología Americana 9, pp. 47-86. Lumbreras, L. G. (1974), La arqueología como ciencia social. Histar, Lima. Lumbreras, L. G. (1989), Chavín de Huántar en el nacimiento de la civilización andina. INDEA, Lima. Lumbreras, L. G. (2005), "Estudios arqueológicos sobre el Estado", en González Carré, E. y Del Águila, C. (eds.), Arqueología y Sociedad. Luis Guillermo Lumbreras. Instituto de Estudios Peruanos, Lima, pp. 187-276 (en esta publicación se recogen diversos trabajos publicados desde la década de los años 80). Vargas, I. (1987), “La formación económico social tribal”, Boletín de Antropología Americana 5, pp. 15-26. Vargas, I. (1990), Arqueología, Ciencia y Sociedad. Abre Brecha, Caracas. 515 Gilman, A. (1976), “Bronze Age dynamics in southeast Spain”, Dialectical Anthropology, I, pp. 307-319.

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El hecho de que las investigaciones desde el marxismo hayan sido poco numerosas no es óbice para que los planteamientos y resultados alcanzados sean heterogéneos. En bastantes ocasiones, se observan importantes similitudes respecto a la arqueología procesual en el método empleado para abordar la cuestión, sobre todo en lo que respecta al procedimiento de encuesta y cotejo. En estos casos, la diferencia respecto a la tradición procesual es la sustitución de la tipologías de evolución sociopolítica de Fried o Service por otras elaboradas desde el evolucionismo marxista apuntado por Engels en El origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado. Términos como “formación económico social tribal” o “sociedad clasista inicial” sustituyen en el mismo orden metodológico a otros como “tribu”, “jefatura” o “civilización”, con la salvedad de que las claves de interpretación cambian de signo: donde se leía consenso, se lee imposición; donde se veía prestigio, se ve poder y explotación. Sea como fuere, dichas claves de lectura siguen procediendo del exterior de la arqueología. Son importadas como relatos completos principalmente desde la antropología neomarxista (M. Godelier, Cl. Meillassoux, E. Terray) y acuden al ser evocadas tras las operaciones de cotejo e inferencia empíricos. En consecuencia, las consideraciones críticas expuestas a propósito de la arqueología procesual podrían ser aplicadas a una parte de la arqueología de inspiración marxista. Ahora bien, si convenimos en la pertinencia de plantear sobre bases distintas la investigación de la formación de los Estados y de su funcionamiento y dinámica, es preciso establecer qué aspectos concretos deberían ser superados y, cuando menos, esbozar cuáles pueden ser las vías para lograrlo. 1. La identificación de los primeros Estados y civilizaciones según una

metodología anclada en la designación historiográfico-filológica y en el cotejo de una lista de correlatos empíricos derivados de aquélla impone a la investigación unas cortapisas severas. Demarca un umbral que connota un antes y un después transcendental en la historia de los grupos humanos. Dicha trascendencia impone en la práctica una clasificación general de las sociedades entre civilizadas y no civilizadas, favorece la división

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académica del saber entre Prehistoria e Historia Antigua y condiciona de manera implícita y acrítica la forma de abordar la investigación arqueológica de las sociedades prehistóricas. Así, el acuerdo sobre cuáles deben ser los primeros Estados relega necesariamente a categorías preestatales de evolución política a las sociedades situadas en épocas anteriores a éstas y/o a las ubicadas en el exterior de sus fronteras, además de prejuzgar el signo de la interpretación sociopolítica que debe asignárseles. En el caso de la prehistoria europea, funciona con notable éxito un consenso que reserva la rúbrica “estatal” a unos pocos grupos arqueológicos con anterioridad a la expansión romana de finales del I milenio antes de nuestra era. En concreto, dicha convención señala que los primeros Estados en suelo europeo se desarrollaron en las riberas del Egeo durante el Bronce Medio y Reciente (civilizaciones minoica y micénica). Hay que esperar a la Edad del Hierro para que la consideración como estatales o filoestatales se extienda a otras regiones del Mediterráneo y sus áreas de influencia (Etruria, principados hallstátticos, aristocracias prerromanas occidentales), mientras que muchas otras sociedades accedieron a la estatalidad sólo al ser absorbidas por la expansión romana. Ello ha conducido, en primer lugar, a la proliferación y consiguiente “amontonamiento” de sociedades de jefatura de mayor o menor complejidad en la Europa “bárbara” entre el V y el I milenios, ya que la investigación descarta que alguna de estas sociedades pudiera poseer el rango de estatal. Y, en segundo lugar, lleva a asumir que la formación de los primeros Estados en Europa obedeció siempre a procesos secundarios o derivados, de forma que el protagonismo causal recae en las actividades comerciales, militares o colonizadoras de un restringido número de civilizaciones clásicas.

2. La metodología de encuesta y cotejo propicia que investigación

arqueológica se equipare a clasificación según escalas de organización sociopolítica derivadas del neoevolucionismo.

3. La clasificación en términos socio-políticos “arrastra” interpretaciones

sobre la dinámica social elaboradas principalmente desde la antropología (sean éstas de signo funcionalista, estructuralista o neomarxista). Este proceder interpretativo suele confundirse con explicación. Alimentarlo condena a la arqueología a seguir ocupando un lugar marginal en la producción de conocimiento. Nos condena a no saber sobre el pasado más de lo que una parte de la comunidad académica cree saber sobre el presente etnohistórico. Asigna hacia el pasado lecturas ideadas desde otros datos, para otros tiempos y, además, realizadas en virtud de razonamientos

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asumidos inconsciente o acríticamente. La dependencia interpretativa es síntoma de una carencia metodológica más profunda. Si no intentamos salvarla, habrá que continuar asumiendo que lo único que pueden hacer los materiales arqueológicos es evocar interpretaciones más o menos afortunadas en las mentes de arqueólogos ideológicamente (in)formados.

4. El método comparativo intercultural se basa en clasificaciones de las

sociedades, cuyas propias premisas condicionan los resultados en una medida indeterminada aunque sin duda importante. Tal y como acostumbra a ponerse en práctica, este método conduce a la proliferación de nuevas clasificaciones o bien al debate, en cierta medida estéril, en torno al ajuste o pertinencia de las subdivisiones propuestas por éstas.

5. Situar el motor de la política y, por ende, de la vida social, en el ámbito de

la voluntad, la decisión y la acción de los individuos o grupos de individuos supone asumir una ontología idealista. En virtud de este planteamiento, los materiales arqueológicos son los restos de los recursos físicos que los hilos de las voluntades pretéritas movieron a su antojo. Puede que esta manera de ver las cosas satisfaga la vanidad humana de nuestro tiempo, puesto que mantiene a los seres humanos en el papel de medida de todas las cosas. Sin embargo, si desconfiamos de las teologías humanistas tanto como de las propiamente divinas, es hora de concentrarnos en conocernos a partir de todo aquéllo que nos produce y que producimos, en lugar de confortarnos y conformarnos en idear aquéllo que supuestamente somos. En este objetivo, la arqueología tiene mucho que decir.

Notas para una investigación arqueológica del Estado: teoría. Nuestro objetivo en las páginas siguientes es sugerir los cauces de una investigación sobre el Estado a partir de la materialidad social que lo produce. En esta sección apuntaremos una definición de la categoría en el ámbito relacional en que surge, y dejaremos para un apartado ulterior el esbozo de cuáles podrían ser las actuaciones más adecuadas en el campo de la pesquisa empírica. A decir de muchos, el Estado es la máxima institución política, la más racional y, como si estuviera viva, la más astuta e inteligente. No importa que se manifieste bajo formas coercitivas o benefactoras; pocos disentirían al escuchar que la política es actualmente política de Estado o no es; que sólo merece su propio nombre cuando es de Estado, desde el Estado o a través de los cauces que el Estado establece. Es más, si decidiéramos ampliar su campo

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semántico para incluir en ella desde las relaciones de parentesco por afinidad hasta consideraciones éticas en que lo político se entiende como un remedo de lo afable, adecuado u oportuno, la política de Estado pasaría a denominarse “alta política” y subsumiría a las demás desde una posición de dominio. Sin embargo, la política es mucho más. La hallamos en cualquier tipo de relaciones en que los seres humanos nos vemos sumidos. Sean económicas, sociales o ideológicas, el matiz que lo político aporta en las relaciones sociales, aquéllo que lo comprende exclusivamente, no es otra cosa que el manejo que establecemos con nuestros congéneres sobre las personas y los objetos que encontramos en nuestro deambular con-junto entre cosas. Ese manejarse entre unos y otros al movernos regularmente en situaciones de concurrencia fijará, con el tiempo, las maneras de comportarnos con todo lo que nos rodea. La entidad política se dice que se alcanza plenamente cuando ese manejo se constituye en reglas para el buen obrar o el buen vivir. Tras un prolongado periodo de ensayos de convivencia que enredaron el instinto comunitario de la vida social y que dieron paso a la construcción de diferentes identidades, algunas sociedades quedaron en Estado. Instituyeron entonces los oportunos pretextos fundacionales a modo de excusa para impedir disensiones internas y para apropiarse de lo que desde entonces se sancionó como ajeno. El Estado como institución de la convivencia, con sus regulaciones y condiciones para sustentarlas, se ha producido, se concretó en ciertos ámbitos de relación que una cierta producción de la vida social demarcó históricamente. La producción de la vida social. La vida social acontece como un hecho material. Hombres, mujeres y los objetos de los que aquéllos y aquéllas son causa y consecuencia, constituyen las condiciones materiales objetivas indispensables para la vida social. Dichas condiciones (hombres, mujeres y objetos) deben ser producidas continuamente en el marco de un entorno natural determinado. La producción es, por tanto, el primer hecho social. En diversas publicaciones colectivas516, propusimos ampliar el alcance del paradigma clásico de la producción, que se centraba exclusivamente en la producción de objetos (alimentos y artefactos), para dar cabida a otros ámbitos. De esta manera, al lado de la producción de objetos designamos con

516 Castro et alii, op. cit.; Castro, P. V., Chapman, R. W., Gili, S., Lull, V., Micó, R., Rihuete, C., Risch, R. y Sanahuja Yll, Mª E. (1999), Proyecto Gatas 2. La dinámica arqueoecológica de la ocupación prehistórica. Monografías Arqueológicas. Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, Sevilla.

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“producción básica” la generación de mujeres y hombres. El reconocimiento explícito de dicha producción implicaba la consideración de que la reproducción biológica constituía la actividad primordial de toda sociedad y su sostén material básico. No hay duda que la producción de nuevos hombres y mujeres supone una tarea social primordial. Sin embargo, está todavía en discusión si el proceso de gestación pertenece al ámbito estrictamente biológico o bien compete al laboral. Si nos inclinamos por esta segunda opción, habría que justificar por qué sería la única actividad laboral determinada por condicionantes biológicos (gestar y amamantar sólo puede correr a cargo de mujeres) e independiente de un trabajo social previamente acumulado. Superar el dilema parece difícil, toda vez que, por otro lado, la frecuencia de los embarazos y el hecho de que éstos culminen o no en un parto dependen, en buena medida, de exigencias inequívocamente sociales. En aquellos textos, propusimos además la llamada “producción de mantenimiento”. Ésta se orienta a conservar, cuidar y mantener operativos a los objetos y a los sujetos sociales hasta que el desuso o la amortización, en unos casos, y la muerte, en otros, los apartan de la vida social. La producción de mantenimiento no supone modificar cualitativamente el valor de uso inicial de su objeto, sino actualizarlo cuando aquél se ve mermado por una u otra razón. En resumen, podríamos señalar que el objetivo de la producción y mantenimiento de objetos es abastecer a un colectivo de mujeres y hombres, mientras que el objetivo de la producción básica y de la de mantenimiento de individuos es la provisión de las mujeres y los hombres que conforman cualquier sociedad. División de tareas y división social de la producción517. No todo el mundo participa de idéntica manera en los actividades implicadas en las tres producciones de la vida social. Ello supone una cierta división en el seno del colectivo, que puede expresarse en varias dimensiones y estar en función de diversos motivos. Una de estas dimensiones compete al reparto de cometidos concretos, por lo que nos referirnos a ella como división de tareas. En la especie humana, la condición sexual y la edad han constituido dos factores de gran importancia de cara a la asignación de tareas. El condicionante sexual se deriva del hecho de que sólo las mujeres son capaces de engendrar nuevos individuos y de amamantarlos. En lo que respecta a la edad, su influencia se extiende a ambos sexos y a todas las producciones, ya que la participación efectiva en éstas depende de la capacidad del organismo

517 Para un tratamiento inicial de las cuestiones desarrolladas en este apartado y en el siguiente, véase Castro et alii (1998), op. cit. y, fundamentalmente, Lull, V. (2005), “Marx, producción, sociedad y arqueología”, Trabajos de Prehistoria, 62 (1), pp. 7-26.

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para ejercer satisfactoriamente determinadas acciones y operaciones mecánicas e intelectuales; una capacidad que varía notoriamente en función de la edad. Además del sexo y/o la edad, otras características físico-biológicas como la agilidad, retentiva mental, capacidad de audición y visión, potencia física, etc. han constituido factores de peso a la hora de realizar una u otra tarea, sobre todo en tiempos pasados. Ahora bien, más allá de tales condicionantes diríamos que universales, el desarrollo de la división de tareas en cada sociedad ha obedecido a factores diversos y ha cobrado formas también distintas a lo largo de la historia. En ocasiones, en un grupo puede haberse promovido una mayor división de tareas como medio para aumentar la productividad, es decir, tendiendo a una simplificación de los cometidos concretos que redundase en la obtención de tantos o más productos que antes invirtiendo menos trabajo en términos globales. En otros casos, como ya recalcara Marx518, la adopción de innovaciones tecnológicas en la producción de manufacturas o de alimentos puede llevar aparejado un nuevo y más profundo reparto de tareas en el seno de una comunidad. Cualquier división de tareas productivas supone una cierta fragmentación del grupo, que se expresa en la formación de contextos relacionales distintos y más o menos distantes. Sin embargo, existe otra dimensión de la división social seguramente de mayor trascendencia que la que conlleva la de tareas. En la “Introducción” a las Grundrisse y, posteriormente, en El Capital I, Marx enunció una distinción clave. La producción, en sentido abstracto, se articula en un ciclo que incluye varios momentos diferenciados: la producción misma, la distribución o cambio y el consumo. La producción y el consumo forman para Marx una unidad, ya que cualquier proceso de producción carece de sentido si el producto resultante no es consumido o usado; además, todo proceso productivo implica a su vez el consumo de materias primas, medios y fuerza de trabajo. Sin embargo, unidad no equivale a identidad (la producción de algo no es su consumo), ya que los momentos de la producción y el consumo de algo se hallan diferidos en el tiempo y, como veremos, en el espacio. Entre la producción y el consumo se sitúa la distribución, principal responsable de dicho diferir. Los mecanismos concretos adoptados por la distribución varían según las circunstancias históricas, desde la reciprocidad o el trueque al tributo. 518 Marx utilizaba la expresión “división del trabajo” en lugar de “división de tareas”, que preferimos aquí: “Hasta dónde se han desarrollado las fuerzas productivas de una nación lo indica del modo más palpable el grado hasta el cual se ha desarrollado en ella la división del trabajo. Toda nueva fuerza productiva, cuando no se trata de una simple extensión cuantitativa de fuerzas productivas ya conocidas con anterioridad (como ocurre, por ejemplo, con la roturación de tierras) trae como consecuencia un nuevo desarrollo de la división del trabajo” (Ideología, 20).

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En la especie humana se dan muy pocas situaciones en las que un individuo consuma lo que él mismo se ha encargado por entero de producir. De hecho, tal vez el rasgo más distintivo del desarrollo de la humanidad, aquél que la ha producido en la historia evolutiva de la vida sea la “dislocación” entre producción y consumo, entre los agentes y el lugar implicados en la producción, y los agentes y el lugar implicados en el consumo. A la vista de ello, designaremos como división social de la producción a la expresión adoptada por la “dislocación” entre los lugares de producción, los lugares de distribución y los lugares de consumo en una sociedad. Esta dislocación expresa una división social que se añade y, a la vez, supera la división de tareas a que hemos hecho referencia anteriormente. La división social de la producción genera tantos o más contextos de relación particulares que la división de tareas. Mujeres y/o hombres concretos se reconocen socialmente no sólo a partir de su participación respectiva en las diferentes tareas realizadas en el marco de las tres producciones, sino también, y quizás mucho más, por su participación, diferencial o no, en los distintos contextos de producción y de consumo. Las relaciones particulares entabladas en el seno de todos los contextos contribuirán a generar condiciones subjetivas individuales (los “yoes” particulares) que pueden llegar a plasmarse o aglutinarse socialmente en ideologías; ideologías que devendrán enfrentadas si surgen desavenencias materiales entre los grupos particulares implicados en la vida social. La producción general y el “lugar” de la política. Uno de los principales problemas para cualquier investigación materialista es el de concretar el “lugar” y el contenido de la política en el marco general de lo social. Al referirse tradicionalmente a la toma de decisiones por parte de individuos y grupos, el estudio de la política ha favorecido el empleo de argumentos volitivos o intencionales de corte idealista o psicologista, lo cual entra de ordinario en contradicción con cualquier planteamiento materialista. Hallamos abundantes ejemplos de ello en la arqueología actual cuando, tras exponer una situación social de partida configurada a partir de variables tecnológicas, demográficas y ecológicas, se introducen la “ambición de poder” de un sector de la sociedad o la “competición” por obtener prestigio entre ciertos individuos como factores que influyeron decisivamente en la culminación de procesos de formación del Estado. Con la argumentación que expondremos seguidamente, pretendemos eludir esta contradicción, ubicando el “lugar” de la política en el ámbito de las condiciones materiales que constituyen todo colectivo humano. Dadas unas condiciones de división de tareas y de división social de la

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producción, los miembros de una comunidad participan en y del resultado de las tres producciones. Ahora bien, en el desarrollo del ciclo de la producción existe una consideración que reviste un interés decisivo y que pocas veces ha sido puesta de manifiesto: el desarrollo real de la producción exige un conocimiento actualizado de cuáles son los límites y la composición del grupo implicado, así como de la variedad y cantidad de las restantes condiciones materiales a las que es posible acceder. ¿En cuál de los tres momentos del ciclo de la producción general enunciado por Marx cabría ubicar dichas consideraciones? A nuestro juicio, la respuesta es que la distribución de objetos y sujetos“sabe” los límites de la comunidad, entendida ésta como el grupo directamente comprometido con la participación en la producción y en el consumo. Ante esta afirmación, resulta no obstante necesario aclarar el sentido del término “distribución” que adoptamos aquí, ya que Marx contempló de hecho dos acepciones. Veámoslo a continuación en sus propias palabras:

“La distribución en su interpretación más superficial aparece como distribución de productos y, por tanto, como muy alejada de la producción y supuestamente independiente de ésta. Pero antes de ser distribución de productos, ella es 1) distribución de los instrumentos de producción y 2) determinándose de otra manera la misma relación, distribución de los miembros de la sociedad entre los diferentes géneros de producción (subordinación de los individuos a relaciones de producción determinadas). La distribución de productos no es manifiestamente sino el resultado de esa distribución, que se incluye en la producción misma y determina su estructura. Examinar la producción sin tener en cuenta esa distribución, incluida en ella, es manifiestamente una abstracción huera; por el contrario, la distribución de productos está automáticamente implicada por esa distribución, que constituye de origen un factor de la producción”519.

A partir de esta cita, está claro que el factor que mejor contribuye a delimitar el grupo social es la distribución de objetos y sujetos en la producción social, y no estrictamente la de productos de cara al consumo. Aun así, para eliminar esta posible fuente de ambigüedad o confusión podría ser oportuno emplear términos diferentes como “asignación” o “reparto” en referencia al significado que nos interesa subrayar.

519 Marx, K., “Introducción” a las Grundrisse escrita en 1857 y publicada por primera vez en 1903 en Die Neue Zeit. Se cita la edición publicada como anexo en Contribución a la crítica de la economía política. Progreso, Moscú, 1989, p. 192 (las cursivas son nuestras).

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La distribución-asignación no debe entenderse como un punto de partida previo y ajeno a la producción, a modo de decisión racional que la guía guiada desde el pensamiento. Toda asignación es siempre posterior a un acontecer material. Los dos sentidos de “distribución” a que Marx hacía referencia acompañan ya a una cierta división social de la producción, siquiera mínima. Es precisamente esta dislocación efectiva lo que suscita en la práctica la ignorancia y las incertidumbres que suscitan preguntas como las siguientes: ¿Quiénes participarán en tal o cual tarea? (¿Con quién se cuenta?) ¿De qué medios materiales se dispone para realizarla? (¿Con qué se cuenta?) ¿Cuál es el abanico de bienes producibles y en qué cantidad deben ser producidos? ¿A quiénes irán destinados y en qué cantidad? ¿Somos pocos, suficientes o sobramos en relación a todo ello? Por estar implicados en relaciones que les producen individualmente y como grupo social, todos y todas tienen algo que responder. Sin embargo, por motivo de la dislocación implicada en la división social de la producción y también en la división de tareas, las respuestas no tienen necesariamente que ser unánimes; como tampoco serán de igual peso los argumentos, verbales o materiales, esgrimidos a favor de una u otra. La multiplicación de los ámbitos de experiencias y vivencias individuales y grupales propiciada por la división productiva da lugar a nuevas relaciones objetivas y subjetivas. Los sujetos aportan opiniones diversas y valoraciones contrapuestas sobre cómo se produce y/o debería producirse la vida social520. A la discusión acompañarán estrategias que podrán dividir aún más los ámbitos de relación si comportan alianzas que atraviesen las divisiones definidas por la producción. Las decisiones finales darán paso a la cooperación o desembocarán en agravios. La política ha entrado en la vida social. Afirmamos que la política tiene que ver con la distribución-asignación de individuos, grupos y objetos en relación a la producción y el consumo. Su “lugar” se halla en la gestión de las dependencias sociales a las que obliga la cancelación o satisfacción de las necesidades de los colectivos particulares en el marco de una determinada división social de tareas y de la producción521. El conocimiento social indispensable para garantizar los objetivos económicos es la “materia prima”, por así decirlo, de las relaciones políticas. Los miembros a los que alcance tal asignación serán considerados miembros de la comunidad. La política surge de la relación y se encamina a la decisión, en este caso sobre los límites del grupo y los grados y formas de afinidad permisibles en su interior y hacia el exterior, siempre en el marco de una cierta

520 Lull 2005 op. cit., 22. 521 Véase al respecto Lull, V., Micó, R., Rihuete, C. y Risch, R. (2006), “La investigación de la violencia: una aproximación desde la arqueología”, Cypsela, 16, pp. 91-112.

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organización histórica de la producción de la vida social. Desde estos planteamientos, “unidad doméstica” y “comunidad” cobran sentido como expresiones distintas de la organización de la asignación-distribución, entendida como parte de la producción social. Las unidades domésticas suelen ser resultado de las experiencias reguladas por la producción básica y el mantenimiento de los individuos. Además de este cometido, podrán cobrar un papel más o menos relevante como unidades de producción de alimentos y artefactos. La política se encarga también de concretar las relaciones entre unidades domésticas, comunidades y conjuntos de comunidades, que surgen de la posibilidad de intercambiar productos y personas a diferentes escalas geográficas. El referente originario de la política es siempre lo común, no las personas individuales, que no son (somos) nada sin la relación social y económica que nos permite ser y estar. La práctica política, en lo que contiene de reunión, deliberación y decisión, puede desarrollarse conforme a un amplio abanico de expresiones relacionales, desde el asamblearismo hasta el despotismo unipersonal. Con frecuencia, su funcionamiento continuado se sanciona mediante la instauración de cargos e instituciones. A su vez, las normas y reglas generadas y aplicadas en estos contextos pueden plasmarse en relaciones de poder y, por otro lado, favorecer la elaboración de ideologías de corte identitario y exclusivista, a las que en la actualidad solemos referirnos con términos como “etnicidad”, “nacionalismo” o “patriotismo”. Con frecuencia, estas ideologías asumen discursos de contenido metafísico y adoptan símbolos distintivos del grupo que se representa mediante aquéllas. En definitiva, la política establece los grados de afinidad dentro y entre comunidades, y se dota de los medios informativos y coercitivos para garantizar este orden de distribución en las relaciones sociales. Conviene subrayar que la política no se sitúa en el exterior de la producción ni la dirige o configura desde una instancia metafísica, al estilo de la “tradición”, la “cultura”, el “sujeto autoconsciente” o el “espíritu de la época”. Halla su sentido como una herramienta más de la organización de la producción, y extrae sus criterios en el saber social acumulado tras las múltiples experiencias de ensayo y error en la organización y desarrollo de la producción de la vida social previa. Y así hacia atrás en el tiempo, desde que el género humano se distingue por dislocar producción y consumo. La división de tareas y la división social de la producción, desarrolladas en el marco de la producción de la vida social, suponen de por sí la necesidad de la política, entendida en

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primer lugar como un ámbito de gestión o administración del ciclo producción-consumo. La formación del Estado. El factor clave para dar cuenta de la formación de los Estados es el desarrollo de la división de tareas y de la división social de la producción. La compartimentación, la parcelación de la producción y de la vida social en general va colocando a la gente en situación de mayor dependencia respecto a los demás. Piénsese en un grupo de individuos especializado en una ocupación concreta, por ejemplo, la tala de árboles o la talla del sílex. Su universo gira en torno a estas actividades y, buena parte de sus preocupaciones y expectativas, también. Sin embargo, su vida pasa por consumir otras cosas distintas de la madera o la piedra, así como por entablar relación con otras personas más allá de quienes colaboran en una tarea concreta. Así pues, a medida que se desarrollan la división de tareas y la división social de la producción, la distribución-asignación adquiere cada vez más protagonismo y, con ello, el lugar de la política se amplía. La distribución, en sociedades bajo el signo cada vez más extenso de la división de tareas y de la división social de la producción, corre el riesgo de tornarse en distribución desigual. Una vez más, aunque con términos algo distintos a los adoptados aquí, Marx indicó la pauta:

“(…) con la división del trabajo, se da la posibilidad, más aun, la realidad de que las actividades espirituales y materiales, el disfrute y el trabajo, la producción y el consumo, se asignen a diferentes individuos, y la posibilidad de que no caigan en contradicción reside solamente en que vuelva a abandonarse la división del trabajo. (…) Con la división del trabajo, que lleva implícitas todas estas contradicciones y que descansa, a su vez, sobre la división natural del trabajo en el seno de la familia y en la división de la sociedad en diversas familias contrapuestas, se da, al mismo tiempo, la distribución y, concretamente, la distribución desigual, tanto cuantitativa como cualitativamente, del trabajo y de sus productos; es decir, la propiedad, cuyo primer germen, cuya forma inicial se contiene ya en la familia, donde la mujer y los hijos son los esclavos del marido”522.

Los Estados surgen para preservar y fijar ciertas situaciones de distribución económica disimétrica. Su emergencia no fue liderada por la voluntad, sino

522 Ideología, 33.

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por el desencuentro entre la producción social y el consumo. La perspectiva que sugerimos aquí también afecta a la problemática clásica en torno a las causas del surgimiento del Estado. Por lo general, los modelos causales al uso presuponen una situación de partida en equilibrio, situación que se ve alterada por uno o varios factores desestabilizadores (la causa o causas como, por ejemplo, el incremento demográfico o un cambio climático), hasta que la sociedad accede a una nueva situación de equilibrio ya bajo una forma civilizada o estatal. En cierta manera, este planteamiento sitúa el origen de la causalidad en el exterior de las relaciones sociales, las cuales se limitan a reaccionar ante algo que les viene dado. Además, siempre es complicado justificar por qué en ciertas situaciones tales causas propician la emergencia de la civilización y del Estado, mientras que en otros casos aparentemente equiparables su incidencia es imperceptible o bien parecen favorecer derroteros muy distintos. Así, ni todas las sociedades agrícolas en entornos áridos con cauces fluviales han promovido civilizaciones, ni todas las guerras endémicas han culminado en la emergencia de Estados militaristas. Bajo nuestro punto de vista, resulta preferible encarar la problemática de la formación de organizaciones estatales considerando qué condiciones las posibilitaron, en lugar de asumir la acción de uno u otro motor causal de alcance general. Entre las condiciones necesarias, pero no suficientes, figura el desarrollo de la división social de la producción y la distribución-asignación desigual. Ello, no obstante, tiene que culminar como condición indispensable en una relación de explotación social en beneficio de unos pocos. Se trata de un recorrido que respeta un itinerario preciso.

a) En primer lugar, la sociedad obtiene regularmente rendimientos materiales para su reproducción y seguridad. Las formas productivas, en todas las actividades que comprende, configuran cauces de los que suele resultar fatuo y arriesgado salir, al estar basados en la tranquilidad que proporciona la reiteración de experiencias y usos adoptados.

b) La comunidad determina normas de convivencia que sanciona fuera de

los ámbitos particulares y que sitúan las relaciones colectivas más allá de los intereses subjetivos. Nacimiento de la política.

c) Los contextos fomentados a raíz de la división de tareas y de la división

social de la producción son escenario de experiencias rutinarias. De ahí surgen subjetividades particulares que tiñen de diferencias la vida social. El reconocimiento de esas diferencias dentro de una vida común edifica “ceremonias” de identidad. Por un lado, cada grupo puede

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adjetivarse como diferencia. Pero también los grupos de sujetos se reconocen por cosas que hacen con, por y para otros, aunque no cualesquiera otros. El ámbito del nos-otros523 expresa tanto el colectivo real del que todos son partícipes de facto, como una entidad en la que cada cual puede identificarse idealmente.

d) Pese a que las relaciones sociales se adocenen en maneras habituales

(“tradicionales”), algunas de las diferencias registradas en su interior pueden dar paso a disimetrías materiales. En este caso, ciertos colectivos particulares sacan partido de su posición en el ciclo producción-consumo, aunque esta ventaja pueda pasar inadvertida para aquellas maneras tradicionales, anquilosadas en el pasado. La nueva realidad material amenaza ahora con reducirlas a puros formalismos. Este desajuste entre realidad material y maneras de antaño reclama actualización, lo cual no equivale necesariamente a consenso. La división de la sociedad en clases emerge como escenario posible.

e) Las disimetrías han llegado a agudizarse, la explotación se asienta y los

intereses materiales particulares cristalizan en clases. Las relaciones políticas pueden, bajo ciertas circunstancias, fraguar en Estados. Con ellos, se tratará que las disimetrías se mantengan en orden, al tiempo que desde un Orden se construirán identidades de obligada adhesión. La ideología se especializa.

La principal misión del Estado consistirá en salvaguardar mediante el uso de la fuerza las relaciones de explotación económica entre clases, en el momento y en el lugar en que el antagonismo derivado de dichas relaciones sobrepasa ciertos límites524. El Estado es, pues, un producto histórico, que surge en el contexto de unas condiciones socioeconómicas determinadas. Hagamos un paréntesis para aclarar categorías implicadas en esta definición. Hablamos de “explotación” cuando un colectivo que produce se ve privado del consumo de la parte del producto social que le correspondería en función de su aportación. Esa parte enajenada, generada por mecanismos de “plusvalía” y que denominamos propiamente “excedente”525, pasa a ser consumida por otro 523 Un Nosotros que integra los nosotros particulares. 524 Véase una ampliación de esta definición de raíz marxista en Lull y Risch, op. cit. 525 En arqueología prehistórica, el término “excedente” suele ser aplicado coincidiendo con el advenimiento de las sociedades campesinas. La razón subyacente es que se atribuye, fundamentalmente a la agricultura, la capacidad de incrementar la producción de alimentos por encima de las exigencias o requerimientos corrientes. Ahora bien, no debe perderse de vista que estos sistemas de producción exigen sobrantes para reiniciar con ellos un nuevo ciclo de la producción, por lo que tal sobreproducto necesario no debería ser considerado excedente, como erróneamente suele hacerse, incluso en círculos marxistas (véase Mandel, E., Introducción a la economía marxista. Ediciones Era, México, Tomo I, 1969, pp. 27 y ss.).

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colectivo, sin que éste realice contrapartidas materiales equiparables. Esta apropiación se traduce entonces en “propiedad”, siempre “privada” porque priva a otros de algo. Unos y otros colectivos configuran entonces “clases sociales” que ocupan lugares antagónicos en la producción social. Las clases están compuestas por individuos de ambos sexos y mismas clases de edad, pero mientras unos cooperan económicamente para producir, otros cooperan políticamente para seguir siendo producidos consumiendo lo producido por otros, consumiéndolos. De ahí que toda discusión sobre la libertad y la acción que no tenga en cuenta esta realidad relacional nunca abandonará el terreno de la especulación. El garante último del mantenimiento y también de la ampliación de las relaciones de explotación en el seno de un Estado radica en el uso de la fuerza por parte de un sector especializado en este cometido. El ejercicio de la violencia física con estos fines puede recibir también el nombre de coerción. Sobre la coerción se fundan las restantes violencias ejercidas o selectivamente toleradas desde el Estado (coacción, alienación). Conviene puntualizar un aspecto de la relación entre explotación y violencia. Las sociedades pueden funcionar de manera agresiva e incluso cruel sin que exista explotación en su seno. Desigualdades entre sexos y entre grupos de edad, por ejemplo, son circunstancias que no necesariamente traducen relaciones de explotación, aunque contribuyan a desencadenar episodios de violencia física. De la misma manera, es indudable que algunas guerras, asesinatos y robos permiten una ganancia sin contrapartidas, pero el término “botín” no debe confundir la noción de “excedente”. Los excedentes se obtienen gracias a mecanismos de extracción de plusvalía recogidos eventualmente en leyes y títulos de propiedad. Hay que retener que pese a que la explotación requiera de la violencia para mantenerse (coerción), ni todo acontecimiento violento denota relaciones de explotación ni ésta tiene lugar al ritmo y como consecuencia de cada acontecimiento violento. Tampoco la propiedad privada puede ser confundida con la propiedad particular de cualquier cosa o producto. La propiedad privada a la que nos referimos es la de los factores de la producción (objetos, fuerza y medios de trabajo) susceptibles de engranar mecanismos de plusvalía que proporcionen excedentes para el beneficio exclusivo de unos cuantos. Un cepillo de dientes o un automóvil pueden ser exclusivamente míos, pero ello no me incluye entre

En la estela de otras publicaciones (Castro et alii, 1998, 1999, op. cit.), identificamos excedente en aquello que es enajenado a quienes lo produjeron y acaba siendo consumido por otro colectivo en su beneficio exclusivo y sin contrapartidas. Por tanto, no consideraremos excedentes a aquellos productos destinados a un consumo colectivo diferido (como un almacén de semillas para la próxima siembra) ni tampoco a los recursos exigidos para la obtención de enseres o alimentos suplementarios de uso colectivo.

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las filas de la clase propietaria. Para ser admitido en ella, deberé ostentar títulos sobre tierras, esclavos, máquinas o capitales, según la época. La propiedad que el Estado salvaguarda es aquella que se refiere a los factores de la producción social enajenados en unas pocas manos; es decir, a la fuente de sus privilegios materiales. El excedente obtenido mediante mecanismos de plusvalía expresa la materialización diferencial del beneficio social. Explotación, propiedad privada, plusvalía y excedente van de la mano únicamente en las sociedades estatales y suelen ser corresponsables del hecho estatal. La política del Estado. No hay que confundir “Estado” con “sociedad”. Sería más correcto usar las expresiones “sociedad con Estado” y “sociedad de Estado”, que “sociedad estatal”, ya que esta última connota una entidad cuya propiedad esencial es la estatalidad. El Estado se esfuerza en hacernos creer que es el alma de las relaciones sociales, su sustancia y su sustento. Para Platón y Aristóteles, la vida en la polis y el gobierno de la misma eran cosas inseparables; para la tradición cristiana, reyes y emperadores trasladaban a la Tierra un modelo inspirado en el orden divino eterno; para la filosofía moderna e ilustrada, el contrato político que instituye el Estado inaugura la vida propiamente social; para los idealismos contemporáneos, la razón de Estado (Hegel) o el sentimiento colectivo encarnado en éste (romanticismo nacionalista) inundan cualquier lógica y expresión sociales. Sin embargo, el proceso real es justamente el inverso. Una cosa son las relaciones sociales, previas y contemporáneas a cualquier Estado, y otra distinta la regulación interesada que el Estado impone sobre parcelas más o menos extensas de aquéllas. El Estado arrebata parcelas de convivencia, las reglamenta, prescribe y obliga para, al final, presentarse como su artífice. Obviamente, no consigue sus metas obrando como un espectro, sin cuerpo ni lugar, sino que requiere determinadas condiciones materiales. De ahí la burocracia en todas sus expresiones (administrativa, informativa, legislativa, militar, policial), dotada de personal, equipos e instalaciones. Ahora bien, en tanto mecanismo de regulación y obligación, el Estado sí mantiene algo de espectral, puesto que se mueve según una dirección marcada ideológicamente, al servicio de un proyecto que nunca será el de todos aunque a todos nos acabe afectando. La regularización económica e ideológica instalada en el seno social constituye el tejido necesario para el advenimiento del Estado, pero esa red que atrapa a la sociedad no se materializa hasta que algún segmento de ella misma no se instituye en órgano rector y se apropia del sentido del orden. La política adquiere su sentido definitivamente estatal cuando pretende vincular

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la realidad social a ciertos principios ético-morales, cuya traducción material sólo beneficia a un sector de la sociedad. En esa sociedad dividida de la que nos hablaba Marx, el Estado se erige como el patrón de la regulación misma de la dinámica social y, con la excusa de mejorarla, urde un interés general adaptado en realidad a intereses privilegiados. Una vez regulada la explotación y controlados sus beneficios, el tiempo se constituye en factor determinante de la producción en las sociedades estatales. Con sus variables de eficacia y productividad, la producción social adquiere el carácter de una institución, norma-tipificada, predicha y decidida. Por un lado, se trata de obligar al colectivo social a invertir más tiempo para producir que para convivir. Por otro, aquellas dos variables ayudan a construir un universo espacio-temporal de obligaciones, que a la vez secuestra tiempos y espacio de disfrute común. Llegados a este punto, el Estado regula reuniones y fiestas sociales desvinculándolas del sustrato económico-social del que proceden más o menos lejanamente. Al adoptarlas y subvencionarlas, mantiene vivas solamente las ideas de su interés. Estos comportamientos reglados desembocan poco a poco en el problema de las ideologías, un término que se ha asomado ya varias veces en la exposición anterior. Un colectivo social va incorporando en su devenir cerrado o fluido ideologías e instituciones que lo sancionan y obligan. En ambos casos, la sociedad nutre con su esfuerzo mitos de ignorancia construidos desde el afán de saber, junto a relatos de supervivencia que aderezan el convivir y el comunicarse. Las sociedades hacen de ellos recursos ideológicos que, mientras se mantienen junto a las formas económicas, conservan su operatividad, pero que cuando se desvinculan de ellas suelen acelerar su papel alienante. Las ideologías resultan indisociables del Estado cuando se instauran como mediación obligatoria de la convivencia social. No conocemos sociedades estatales que se mantengan al margen de ese componente ideológico mediador, pero tampoco podemos asegurar que las sociedades que lo posean constituyan siempre Estados. Cuando ese componente mediador instituye normativa de deberes, tipifica sanciones, regula el “bien vivir”, construye formas exclusivas de eticidad, se sitúa a las puertas de la sociedad estatal. Sin embargo la institución estatal no fraguará si el control de los medios de alienación, sus símbolos y artefactos, no reportan a sus controladores la acumulación y el beneficio diferencial de los recursos sociales. La principal consecuencia ideológica de la explotación es la institución de un nexo ideológico inevitable entre lo religioso, o si se prefiere moral y afectivo, y lo político-económico como lugar efectivo a preservar.

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Una vez en marcha, el Estado proclama las virtudes de la convivencia ocultando los vicios que procura el beneficio de unos pocos. Cuando entra en Estado, la sociedad aborta su propia libertad de movimientos e inventiva, abandona la búsqueda de formas alternativas de vivencias y convivencia, y queda obligada institucionalmente a dedicarse a actividades exclusivas que respeten y obedezcan la normalidad interesada. Las normas-tipo que aseguran una existencia común, que no compartida, facilitan al Estado la generación del rostro monocromo en el que quedará fosilizada aquella presunta identidad colectiva que ahora se manifiesta plena de gestos agresivos contra los otros, todos ellos enemigos a partir de ese instante. Todos los Estados son excluyentes interna y externamente. En el exterior excluyen a todos los demás colectivos humanos contra los cuales se instituyen. Se identifican como tales frente a ellos y se mantienen en construcción hasta que los otros también los distinguen. Sin la exclusión, los Estados no tendrían su razón de ser. En el interior manifiestan una clara división, pues la exclusión alcanza a los segmentos de la población que no interesaron a su advenimiento; un itinerario que inauguró la división social de la producción y que sólo fue posible cuando se institucionalizó la disimetría socioeconómica. La historia no registra ningún Estado armónico. Todas las Constituciones conocidas vinculan su origen a la proclamación de un acuerdo racional con los objetivos confesos de evitar enfrentamientos internos y procurar seguridad frente al exterior. Todas esas Constituciones reconocen de facto la relación excluyente que sustenta la idea de Estado. Sin embargo, el hecho que mantiene aquel presunto acuerdo es inverso. Su punto de partida reside en las disimetrías económico-sociales que registra en su seno y sólo más adelante precisa de una auto-proclamación que asegure ideológicamente lo que ya era materialmente una realidad. El Estado, en el afán de mantener su binomio privado de “norma igual a justicia”, auspicia enfrentamientos entre lo propio y lo ajeno. La soberanía estatal decide que lo que caracteriza a sus gobernados no reside en un hacer compartido y colectivo, sino en el dictado del Estado mismo; una entidad estructuralmente alienada al ubicarse afuera y encima de todo; una institución que rige el mundo exclusivamente y según su propia disposición. Por último, el Estado, como patrono definitivo del juicio y la moral, instituye la moral del juicio y edifica el juicio moral adecuados a su manejo.

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El estado-del-mundo. Desde su aparición, el Estado prescribe políticas de convivencia. Una política decisoria que corresponde a ciertos grupos sociales. La idea social que defiende se encarna en representantes que se instituyen alrededor de mafias decisivas. Antes del triunfo de las revoluciones burguesas, Rousseau alertaba que la representación atenta de manera letal contra lo que llamaba la voluntad general del pueblo, el lugar donde residía la soberanía: “(...) desde el momento en que un pueblo nombra representantes, ya no es libre, ya no existe”526. Al parecer, advertencias como ésta cayeron en saco roto, porque el parlamentarismo burgués declaró virtud la disposición de los representantes y de sus partidos para decidir sobre las cosas ajenas. Con el pleno desarrollo de la democracia capitalista, representantes y partidos semejan harto frecuentemente ser empleados y departamentos, respectivamente, de las empresas privadas que los patrocinan. La política de Estado traduce la voluntad de unos pocos con los medios y las condiciones oportunas para imponer su interés527. Desde la política doméstica y municipal a la política de los Estados y entre Estados, las decisiones son tomadas en ciertos cotos restringidos por personas decisivas, cargadas de condiciones materiales, y que mueven el mundo a su antojo; ciertamente, una manifestación inequívoca del libre albedrío y del triunfo de la libertad, aunque sólo aplicable a ellos en sentido estricto. Los grupos de poder de los Estados poderosos, sólidamente Unidos, deciden la alta política de los Estados subsidiarios y ordenan a su vez la ruta que la vida social debe emprender. Frente a ellos se rebelan resistencias que poco a poco van minando la credibilidad de aquel sistema político o que mueren en el intento. Por detrás de este estado-del-mundo, la política diluye su sentido primigenio anclado en la distribución y modela, en manos de los poderosos, un simulacro que sustenta el sentido de la política en una pretendida libertad de las ideas. Se insiste en que la política es política de ideas o no es. La política activa o de participación efectiva va siendo sustituida por la política como ideología compartida. Esta política de afinidades ideológicas en las que la empatía constituye su remedo empírico se escuda en que pensar lo mismo construye comunidad, mientras olvida que si la política tuviera que hacerse entre gente

526 Contrato, 101. 527 “En los procesos electorales estadounidenses, por poner un solo ejemplo, la cuarta parte del 1 por 100 de los norteamericanos más ricos aporta el 80 por 100 de todas las donaciones políticas individuales y las empresas superan a los trabajadores por un margen de 10 a 1. (…) las donaciones equivalen a inversiones”. Huelgan los comentarios ante la contundencia de los datos presentados por R. W. McChesney en su introducción a Chomsky, N. (2000), El beneficio es lo que cuenta. Neoliberalismo y orden global. Crítica, Barcelona, p. 11.

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material e ideológicamente afín, no existiría por innecesaria. Emergiendo de esta confusión está la política “en primera persona”, la dictadura subjetiva, la de quienes creen que sus ideas son la realidad, la de quienes viven en un mundo paralelo y confuso de la idea como encarnación de la realidad, roja de vergüenza al no tener ningún vínculo con ella. Hemos recorrido desde la alta política a la baja realidad. Y ahora nos preguntamos: ¿qué es lo que merece la pena investigar de la política? ¿La política del trabajo, la política de relaciones sociales, la política de las relaciones políticas en tanto relaciones sociales de decisión, la política de lo que deberían ser las relaciones que no son pero deberán venir, o definitivamente investigar el pasado de la política, su arqueología? El punto de partida es evidente. Las políticas siempre fueron arqueológicas: se convive en un mundo usado, decidido por lo que nos precedió. Así, la política, contra lo que pudiera parecer, tiene poco que ver con aspiraciones de futuro. Como pretendido eslabón entre la realidad social y los principios morales, habrá que advertir que suele respetar principios obsoletos anclados en realidades trasnochadas y que objetan mediante ideologías cargadas de recursos punitivo-jurídicos los avances materiales de la sociedad. Notas para una investigación arqueológica del Estado: método. Una cosa es la teoría y otra la investigación (pre)histórica que aquélla debería ayudar a articular. Hay teorías o premisas de la misma que se asientan como prejuicio e inhiben la investigación. Así, si uno pensase que el Estado es consustancial a la vida humana en sociedad, resultaría inútil que la arqueología inquiriese sobre cuáles fueron sus orígenes, ya que este tema, si acaso, recibiría la atención de las disciplinas que se ocupan de la ontogenia humana (paleontología, genética, etología). De igual modo, si se cree que sólo determinados objetos emblemáticos denotan la aparición del Estado, se cierra la posibilidad de averiguar si las relaciones que producen a los Estados tanto como las que éstos inauguran son compatibles con otros objetos. Podríamos decir lo mismo de ambas situaciones: si ya sabemos tanto de principio, el aliciente para ponerse a investigar resulta escaso o incluso nulo. En el caso de las notas sobre teoría que acabamos de exponer, hemos tratado de sortear esta objeción. Es cierto que ofrecemos una definición de Estado en la que convergen varias categorías, pero en sí misma no predetermina el resultado de la investigación empírica que contribuiría a inspirar. En síntesis, hemos señalado que el Estado salvaguarda mediante el uso de la fuerza (coercitivamente) las relaciones de explotación económica entre clases, y que

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surge en el momento y en el lugar en que el antagonismo derivado de dichas relaciones sobrepasa un límite. La definición propuesta no admite como prerrequisito que los primeros Estados hayan tenido que surgir en los escenarios reconocidos como “prístinos”, ni que cualquier forma de explotación suponga necesariamente la existencia de un Estado ni, por supuesto, que la explotación sea inherente a todas las sociedades. Como hemos señalado, constituye una guía con la que formular preguntas para las que todavía no tenemos respuesta antes de iniciar la pesquisa empírica. Adoptar esta actitud conlleva una serie de efectos en el plano metodológico. Tal vez el más importante sea desconfiar de aquéllas aproximaciones que identifican o desestiman la existencia de Estados basándose en el cotejo entre materiales arqueológicos concretos y una lista de características denotadoras de tipos de desarrollo sociopolítico. ¿Por qué la escritura debe ser tomada como metonimia inequívoca de la Civilización y del Estado? ¿Por qué tiene que ser síntoma inequívoco del poder y de la desigualdad? ¿Acaso la explotación y la coerción exigen constancia por escrito? En el mismo sentido, ¿por qué tiende a suponerse que toda gran obra arquitectónica o infraestructura productiva debe ser fruto de la coacción y del mando ejercidos desde una posición de poder, preferiblemente unipersonal? ¿Es que nuestras sociedades de la jerarquía y la obediencia nos han hecho perder de vista que la colaboración y la coordinación productiva no tienen por qué depender de la amenaza del látigo? La situación no mejora epistemológicamente aunque vayamos añadiendo rasgos discretos, como “irrigación”, “artesanado especializado” u “obras monumentales”. En última instancia, como vimos, esta metodología reposa sobre una doble asunción de partida, a saber, (1) que sólo se reconocerá como Estado aquéllo que respete el estándar elaborado conforme a la evidencia procedente de unos pocos Estados concretos y, (2) que no ha sido la arqueología (ni siquiera la antropología) quien ha otorgado el estatuto de Estados a este reducido grupo de referencia, sino que fueron ellos mismos al poner por escrito a sus gobernantes. A diferencia de una metodología basada en la identificación de elementos diagnósticos, sugerimos que la investigación debe orientarse a comprobar en el registro arqueológico las relaciones designadas por las categorías clave que definen el hecho estatal, como “explotación económica”, “clases sociales” y “fuerza coercitiva” que, a su vez, se apoyan en otras como “plusvalía”, “excedente” y “propiedad”. Todas estas categorías deben utilizarse como herramientas para interrogar a la materialidad social que estudia la arqueología, nunca para que suplanten sus respuestas en nuestro nombre. Hay que subrayar que lo común a todas ellas es que se refieren a realidades de

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carácter relacional. En consecuencia, los interrogantes que plantean no pueden recibir respuesta mediante un único elemento empírico o tipo de vestigio material (llámeseles “escritura”, “trono” o “pirámide”), sino que requerirán la identificación previa de los agentes o términos en relación y, posteriormente, la propuesta argumentada del sentido de la misma. La “explotación económica” es sin duda la categoría central, la condición necesaria para el surgimiento del Estado, aunque no condición suficiente para su manifestación. Determinar si una sociedad alimentó formas de explotación y, en caso afirmativo, delimitar su alcance obliga a la investigación arqueológica a inquirir, en primer lugar, sobre cómo se articuló en lo concreto el ciclo de producción, distribución y consumo, y a descubrir el grado de extensión alcanzado por la división de tareas y la división social de la producción: qué sujetos y objetos produce una sociedad, cómo y dónde; cómo se distribuyen objetos y sujetos y con qué inmediatez; quiénes consumen lo producido, en qué medida y dónde. Responder estas cuestiones implica atender el lugar de las prácticas sociales en su manifestación y actividad concreta528. La materialidad de cada yacimiento arqueológico, parcelada en las distintas áreas de actividad identificadas en espacios estructurales, es capaz de proporcionar las respuestas precisas (producción de x en los espacios a y b con los medios c y d; almacenamiento de x1 en el espacio e: consumo de x2 en el espacio z…). Los objetos descontextualizados que pueblan buena parte del territorio arqueológico por razones varias no resultan yermos para la investigación, aunque su orfandad los haya obligado a ser menos locuaces. La existencia de relaciones de explotación podrá proponerse si se constatan disimetrías materiales relevantes y duraderas entre dos o más colectivos. Tales disimetrías se aprecian cuando sus respectivas contribuciones a la producción social guardan una relación inversa con el beneficio de los productos obtenidos de ella, cualitativa y/o cuantitativamente. Un colectivo “A” explota a otro, “B”, cuando “A” consume lo que produce “B” por encima de lo que “A” aporta para el consumo de “B”. Este consumo sin contrapartidas debe traducirse en diferencias relevantes en las condiciones materiales de vida de unos y otros. Si ello se da, cabe referirse a cada grupo usando el término “clase social”. Aquéllo que es consumido de forma diferencial por la clase privilegiada recibe el nombre de “excedente”, en último término “trabajo enajenado”, apropiado mediante mecanismos de plusvalía y, en consecuencia, denotador de relaciones de “propiedad”.

528 Castro, P. V., Chapman, R., Gili, S., Lull, V., Micó, R., Rihuete, C., Risch, R. y Sanahuja Yll, Mª E. (1996), “Teoría de las prácticas sociales”, Complutum Extra, 6. Homenaje a Manuel Fernández-Miranda, pp. 35-48.

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Diferencia no equivale a disimetría o explotación. Las diferencias expresan un grado de heterogeneidad enriquecedor en términos de producción social, aunque, como hemos señalado, también puedan desembocar en un distanciamiento efectivo y afectivo entre los diversos segmentos que componen el colectivo. El desarrollo de tareas y funciones sociales disocia la entidad de convivencia y construye mundos complementarios o alternativos. Los primeros suelen procurar sociedades abiertas y fluidas y, los segundos, cerradas y conflictivas. Las diferencias sociales reportan más éxito que obstáculos. La diversidad en habilidades, tareas, dedicaciones, consideraciones e ideas no conlleva necesariamente exclusión, sino que pueden nutrir, bien al contrario, el ánimo de compartir y convivir al depositar la satisfacción social en los otros y otras, aquéllos sin los cuales la sociedad no sería. Las diferencias son causa de encuentro si no median estrictamente para sí. En cambio, cuando se materializan en disimetrías económico-sociales manifiestan la exclusión y la explotación de la que hablamos. Así pues, el diálogo troca en conflicto si las disimetrías son de orden material. Las diferencias propias de los distintos cuerpos y pensamientos se materializan con un armamento de bienes en propiedad que evita apropiadamente el repartir y el compartir. La arqueología, al trabajar con frecuencia sobre contextos de amortización o consumo, en especial aquéllos de carácter funerario, tiende a observar disimetrías justamente en el plano consuntivo (obviamente, si las hubiere). A partir de ahí, resulta lícito plantear la hipótesis de que las disimetrías observadas en el consumo corresponden a otras en la producción. Sin embargo, que sea lícito no quiere decir que sea cierto. Por tanto, tales hipótesis deben considerarse acicates para orientar el futuro de las pesquisas hacia los ámbitos productivos, con el fin de contrastarlas afirmativa o negativamente. Conviene además tener en cuenta varios aspectos a la hora de analizar los materiales arqueológicos en función de la categoría “explotación”.

1. No toda diferencia material que seamos capaces de detectar traduce una situación de explotación económica. Dichas diferencias pueden observarse en la materia prima empleada para la fabricación de artefactos, en determinados elementos estilísticos de los mismos o estrictamente a nivel cuantitativo. Toda diferencia entre conjuntos de objetos que no afecte al carácter de la actividad productiva que se realiza con ellos, no puede ser considerada síntoma inequívoco de disimetría. El que un grupo utilice punzones de hueso y otro punzones metálicos para coser no implica que el segundo explote al primero.

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Las diferencias cualitativas expresadas en la deposición diferencial de algunos objetos calificados como símbolos tampoco revelan de por sí el funcionamiento de relaciones de explotación. Un cetro o una corona no equivalen a un rey, aunque muchos reyes hayan dispuesto de ellos. Interpretar tales objetos como “bienes de prestigio” o como “emblemas de poder” constituyen atribuciones gratuitas si no somos capaces de demostrar que sus poseedores recibían tributo más que la admiración pública (“prestigio”) o que, en cambio, era el público quien padecía el flagelo de la voluntad de aquéllos (“poder”). Interpretarlos directamente como reflejo de relaciones de explotación es, como en los casos anteriores, imponer un prejuicio por encima de lo que los objetos manifiestan. 2. El incremento de la producción y/o la centralización de lo producido no implican necesariamente relaciones de explotación. La obtención de una mayor cantidad de productos y/o la centralización de los mismos, lejos de responder necesariamente a la generación y control de excedentes, pueden también obedecer a políticas comunitarias de previsión que no supongan relaciones de explotación. Debido a ello, la constatación de elementos como almacenes supradomésticos o herramientas e instalaciones con una mayor capacidad productiva, no deben ser valorados como indicadores inequívocos a la hora de identificar relaciones de explotación y mucho menos instituciones estatales. Recordemos que los excedentes, expresión material de la extracción de plusvalía y, por tanto, de explotación, se identifican en aquéllos bienes enajenados de quienes los produjeron y finalmente consumidos por otro colectivo en su beneficio exclusivo y sin contrapartidas. Por tanto, no entran en dicha categoría los productos destinados a un consumo colectivo diferido, ni los recursos para la obtención de productos suplementarios de uso colectivo. Para proponer la existencia de excedentes habrá que invocar otras clases de evidencias que atestigüen la obtención y disfrute de lo producido en manos privativas y sectores privilegiados. Tampoco la división de tareas o la división social entre trabajadores directos e indirectos, ni la dislocación de la sociedad en diversos ámbitos de obtención de recursos debe implicar explotación aunque, como hemos señalado, puedan facilitarla. 3. No toda relación de explotación económica que seamos capaces de proponer presupone o conlleva una estructura de Estado. De acuerdo con la definición de Estado ofrecida, no todas las relaciones de explotación económica generan políticas estatales. Es posible detectar situaciones de disimetría económica, pero cuyo alcance no suponga una

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tensión permanente entre los grupos implicados. La explotación es condición necesaria y suficiente de la estatalidad sólo cuando alcanza un cierto grado y redunda en él hasta institucionarlo como propio y natural de lo social que dice constituir. Ese umbral no es visible estrictamente en las relaciones económicas de explotación, sino en la nueva división social a la que da lugar: la que ocupará a quienes se ocuparán de salvaguardar las relaciones de explotación económica mediante el ejercicio de la violencia física.

Un cierto grado y extensión de la explotación económica alumbró las condiciones para la aparición de especialistas en el ejercicio de la violencia física, ejércitos y policías, destacamentos provistos de objetos también especializados en el oficio de destruir y que conocemos propiamente como armas. La aparición de especialistas en el ejercicio de la violencia física en las sociedades de clase señala el punto en que resulta justificado calificar como estatal al orden que rige sus relaciones políticas529. Hemos de advertir que nos referimos a destacamentos armados desde la explotación social y no de guerreros, armados desde vínculos comunitarios que desconocen mecanismos de explotación. Poco importa que aquellos destacamentos especializados se recluten exclusivamente entre las filas de la clase explotadora, de la explotada o bien que tengan orígenes distintos, incluso en tierras lejanas. Poco importa que ocasionalmente se pretendan defensores de todo el colectivo en las conflagraciones interestatales, pues esta falacia esconde que lo son por cuenta ajena. Su razón de ser seguirá anclada en el conflicto de clases, sin el cual la historia habría continuado por otros derroteros. La violencia física asociada a la explotación es la primera institución del Estado. La violencia física ejercida por el Estado será la base para el desarrollo de otras formas de violencia (psíquica, simbólica), y el sostén de la reglamentación obligatoria con la que el Estado somete a las relaciones sociales que toma bajo su égida. Para reglamentar y obligar, el Estado puede potenciar ulteriores divisiones sociales. Burócratas, especialistas en Derecho, Moral o Educación colonizarán parcelas de las relaciones sociales hasta entonces carentes de intermediarios decisivos y decisorios. En su actividad se dotarán de los materiales oportunos, con frecuencia objetos muebles únicos y edificios singulares, a menudo monumentales. Esta red de nuevas reglas y obligaciones, de alcance históricamente diverso, pudo quedar fijada en leyes, aunque es la violencia física el medio que, en primera o última instancia, garantiza o suspende cualquier norma u ordenamiento jurídico. 529 Para un tratamiento más extenso de la violencia física, en sus motivos desencadenantes y expresiones materiales, véase Lull et alii (2006), op. cit.

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Los cauces metodológicos que hemos apuntado plantean una aproximación relacional entre los conjuntos de evidencias que conforman el registro arqueológico. No se trata ya de cotejar hallazgos individuales con una lista de rasgos representativos de una estatalidad estándar. En primer lugar, supone trabajar sobre una documentación arqueológica razonablemente completa y abundante referida a contextos estructurados de distinto orden. Las áreas de actividad identificadas en ellos justificarán la caracterización de unidades sociales, y proporcionarán la medida de su implicación en los momentos de la producción social. A continuación, habrá que sopesar la contribución de cada grupo en la producción en su conjunto y, al tiempo, el reparto de los productos de cara al consumo. Será entonces cuando estaremos en condiciones de descubrir el funcionamiento o no de relaciones de explotación económica. Todavía quedará por evaluar el alcance y el sentido de la violencia física en las relaciones sociales. Efectos (la expresión material del padecimiento), medios (materiales empleados para provocarlo) y representaciones (la recreación simbólica e ideológica de efectos y medios) de la violencia permitirán dirimir si el conflicto armado se ha instalado en la política y si la clase explotadora se halla en disposición de arbitrarlo en su beneficio con personal y medios especializados. La investigación arqueológica del Estado podrá finalmente completarse con otras evidencias de su papel intermediador y regulador en otras parcelas de las relaciones sociales (“culto”, “administración de justicia”, etc.). Entre las políticas más decisivas del Estado figuran las que se orientan a la regulación de las conciencias. Quizás por ello, tradicionalmente la arqueología ha considerado como una de las manifestaciones más reveladoras de los Estados sus sistemas ideológicos y la miríada de objetos que ayudaron a materializarlos. Bien es cierto que estos objetos destinados a la comunicación se registran en muchas otras sociedades. Cuando una forma material concreta una función ideológica y “materializa” una abstracción, adquiere un carácter regular que fija el símbolo en la exclusividad deseada de obediencia, respeto y entrega, si es necesaria. Cuanto mayor espacio social invade, menor distancia formal suelen adoptar los objetos ideológicos. Además, la especialización de emblemas distintivos concretados en tatuajes, marcas, peinados o distintos objetos puede servir para caracterizar a un grupo o segmento social de distinta clase o condición, sexo, edad o consideración. Al igual que hemos mantenido anteriormente, evitaremos considerar ciertos símbolos como denotadores de estatalidad, si no acompañan a la consabida acumulación material disimétrica.

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En última instancia, siempre habrá que atender qué grupos controlan y disfrutan los bienes y los recursos, y contra quién. A la luz de los planteamientos expresados aquí, tal vez ciertas sociedades que la arqueología liberal ha clasificado como jefaturas deban ser incluidas en el conjunto de las que alimentaron Estados. Y a la inversa, quizás otras cómodamente instaladas en el grupo selecto de las primeras civilizaciones no denoten la explotación clasista propia de los Estados. La diversidad está ahí y en su conocimiento vale la pena seguir trabajando.

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