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La arquitectura industrial es el patito feo de todas las arquitecturas, olvidada en los catálogos y listas, salvo honrosas excepciones. No somos pocos a quien le entusiasma esa retahíla de chimeneas, tuberías, escaleras y por qué no, de noche, su aséptica iluminación blanca muchas veces acompañada de la cálida luz de las hogueras. Mi amigo André Ramil en su elogio de la arquitectura industrial no solo se adentra en los placeres estéticos de esta manifestación muchas veces no intencionadas, otras con una intencionalidad, le interesa de igual modo que la forma el contexto social e histórico-cultural de la industria. La industria es intrínseca al hombre en su afán de producir en serie, minimizando esfuerzos, y como no podría ser de otra forma da lugar a formas orgánicas, la forma orgánica como diría John Ruskin es la mayor manifestación de la belleza. Y lo cierto es que André tiene algo de ruskiniano cuando habla de dejar la ruina de la industria que se funda con el paisaje, que se haga partícipe de este y se moldeen el uno al otro. Pero esto no es un texto en defensa del patrimonio industrial, es un texto de teoría del arte y filosofía. Es una reflexión sobre el ser humano y la naturaleza, como este ha sabido enfrentarse a ella y disfruta de una aparente victoria que no es tal, al menos aún no. El hombre cuando quiera rencontrarse consigo mismo tendrá que volver a la naturaleza como el esturión que remonta que río donde nació para desovar. Lo orgánico es inherente en la arquitectura industrial, que no hace sino simular la máquina más perfecta que existe, un mecanismo vivo. La industria, sobre todo la que poluciona, nos puede causar repulsa, pero también nos puede estremecer ante su inmensidad. No somos pocos los que hemos fantaseado con ciudades desiertas, un mundo post-apocalíptico que ha dejado su carne y huesos al aire y cuyo esqueleto se encuentra intacto. La sensación que transmitiría esta

Arquitectura industrial

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Page 1: Arquitectura industrial

La arquitectura industrial es el patito feo de todas las arquitecturas, olvidada en los catálogos y listas, salvo honrosas excepciones. No somos pocos a quien le entusiasma esa retahíla de chimeneas, tuberías, escaleras y por qué no, de noche, su aséptica iluminación blanca muchas veces acompañada de la cálida luz de las hogueras.

Mi amigo André Ramil en su elogio de la arquitectura industrial no solo se adentra en los placeres estéticos de esta manifestación muchas veces no intencionadas, otras con una intencionalidad, le interesa de igual modo que la forma el contexto social e histórico-cultural de la industria. La industria es intrínseca al hombre en su afán de producir en serie, minimizando esfuerzos, y como no podría ser de otra forma da lugar a formas orgánicas, la forma orgánica como diría John Ruskin es la mayor manifestación de la belleza. Y lo cierto es que André tiene algo de ruskiniano cuando habla de dejar la ruina de la industria que se funda con el paisaje, que se haga partícipe de este y se moldeen el uno al otro.

Pero esto no es un texto en defensa del patrimonio industrial, es un texto de teoría del arte y filosofía. Es una reflexión sobre el ser humano y la naturaleza, como este ha sabido enfrentarse a ella y disfruta de una aparente victoria que no es tal, al menos aún no. El hombre cuando quiera rencontrarse consigo mismo tendrá que volver a la naturaleza como el esturión que remonta que río donde nació para desovar. Lo orgánico es inherente en la arquitectura industrial, que no hace sino simular la máquina más perfecta que existe, un mecanismo vivo.

La industria, sobre todo la que poluciona, nos puede causar repulsa, pero también nos puede estremecer ante su inmensidad. No somos pocos los que hemos fantaseado con ciudades desiertas, un mundo post-apocalíptico que ha dejado su carne y huesos al aire y cuyo esqueleto se encuentra intacto. La sensación que transmitiría esta experiencia no es comparable a la visita de las ruinas antiguas como puede suceder en Roma o Pompeya o las pirámides, aunque se le acerque. Esta sensación de la contemporaneidad y eso que es buscado por nuestra generación a los que muchos han llamado perdida (de nuevo), se encontraría en una ruina industrial, lo más parecido a una ciudad moderna abandonada, anclada en una hora y una fecha, testigo de un instante.