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Aubrey y Maturin 19 - Los Cien Dias - Ptrick O'Brien

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Aubrey y Maturin 19 -Los cien días

Sobrecubierta

NoneTags: General Interest

Los cien díasPatrick O'Brian

Para Mary, con amorNOTA A LA EDICIÓN

ESPAÑOLAÉste es el decimonoveno relato de la más

apasionante serie de novelas históricasmarítimas jamás publicada; por considerarlo deindudable interés, aunque los lectores quedeseen prescindir de ello pueden perfectamentehacerlo, se incluye un archivo adicional con unamplio y detallado Glosario de términos marinos

Se ha mantenido el sistema de medidas de laArmada real inglesa, como forma habitual deexpresión de terminología náutica.

1 yarda = 0,9144 metros1 pie = 0,3048 metros – 1 m = 3,28084 pies1 cable =120 brazas = 185,19 metros1 pulgada = 2,54 centímetros – 1 cm = 0,3937

pulg.1 libra = 0,45359 kilogramos – 1 kg =

2,20462 lib.1 quintal = 112 libras = 50,802 kg.

CAPÍTULO 1A principios de la primavera de 1815, el

súbito rearme que siguió a la huida de Napoleónde la isla de Elba contribuyó muy poco a reducirla cantidad de oficiales de marina sin empleo. Unbarco de guerra desarmado, desarbolado ytumbado sobre la banda no podía sergobernado, pertrechado y preparado paraecharse a la mar en cuestión de semanas. Loslugares más estratégicos de Gibraltar estabanatestados de caballeros de media paga, loscuales, acompañados por muchos otros,aguardaban la esperada llegada a puerto de laescuadra del comodoro Aubrey procedente deMadeira. Escuadra que contribuiría a llenar eldesnudo trecho de agua del malecón. Se tratabasin duda de una desnudez extraordinaria,acentuada por la presencia de algunos pecios,así como del Royal Sovereign, que enarbolabala insignia del comandante en jefe, y de un par desolitarios navíos de setenta y cuatro cañones. Nohabía ni rastro de los botes vivanderos, de susidas y venidas, y, por tanto, no parecía que enaquel lugar se respirara la habitual atmósfera dela vida en tiempos de guerra.

Era un día precioso, radiante, con un viento

leve y caprichoso, favorable por fin. El sol relucíaen la miríada de retamas en flor, en la Roca, enlas jaras y el brezo, mientras un flujoininterrumpido de aves migratorias, halconesabejeros, milanos negros, todas las especieseuropeas de buitre, cigüeñas tanto blancas comonegras, abejarucos, abubillas e innumerablesgolondrinas surcaban los cielos ante la másabsoluta de las indiferencias, dado que todas lasmiradas estaban puestas a media distancia,donde la escuadra había virado por avante ynavegaba amurada a estribor. Entre losobservadores más madrugadores, armados consendos catalejos trajinados, había dos veteranostenientes que, incapaces de aguantar por mástiempo el clima de Inglaterra, habían descubiertoque sus ciento veintisiete libras con quincechelines anuales duraban más allí.

–Ya rola otra vez el viento -dijo el primero-. Lotendrán directamente a popa del través.

–Seguro que entran con esta bordada.–Pobres diablos. Al fin, después de tantos

días agotadores. La Brisas los hizo esperar enFunchal, hasta que estuvieron a punto de

embarrancar en los huesos de ternera en salazónque arrojaban por la borda. Siempre tuvodemasiado palo; ni siquiera ahora puedocongraciarme con ella por ese bauprés que hanapañado. Marsham siempre ha inclinadodemasiado el bauprés.

–No en su nuevo mastelero de trinquete,seguro que al contramaestre le ha dado unsoponcio.

–Ya se han adrizado, y la línea se distinguecon toda la claridad posible. Brisas… Surprise,digo yo que la habrán devuelto al servicioactivo… Pomone, donde ondea el gallardetóndel comodoro Aubrey, lo cual debe de haberdecepcionado al pobre Wrangle. Dover…Ganymede. Dover… Ganymede. Habíanpertrechado la Dover como buque de transportede tropas, pero ahora se ha transformado en unafragata. ¡Menudo caos!

El viento venía por popa, y toda la escuadramareó en un abrir y cerrar de ojos las alas yrastreras, extensas alas largadas de una maneraconcienzudamente marinera, lo cual constituía unprecioso espectáculo. Sin embargo, la corriente

trabajaba en su contra y, a pesar de habersecubierto de lona, hacían poco avante. Porsupuesto, todos los barcos navegabanamollados, de modo que aprovechaban hasta laúltima pizca de empuje de la moribunda brisacon toda la destreza adquirida a lo largo de másde veinte años de guerra. Era un preciosoespectáculo, aunque pasado un rato ya no dierapie a comentario alguno. De hecho, el veteranoteniente John Arrowsmith, con dos meses másde antigüedad en su haber que su amigoThomas Edwards, dijo:

–Cuando era joven, en cuanto terminaba deleer en el Times los ascensos y despachos,volcaba mi atención en las noticias denacimientos y bodas; sin embargo, ahora leoconcienzudamente las defunciones.

–Yo también -admitió Edwards.–…Y con el último ejemplar que llegó a bordo

del paquete, encontré varios nombres deconocidos míos. El primero de ellos el delalmirante Stranraer, el almirante lord Stranraer,antes conocido por capitán Koop.

–¿De veras? Navegué con él a bordo del

viejo Defender por las Indias Occidentales;recuerdo que nos enseñó a sacarle brillo a todolo habido y por haber. Llevábamos puestos losguantes continuamente, fuera cual fuese eltiempo. Botas hesianas con borla en el alcázar;cinco minutos para subir hasta el mastelerillo ycaminar por las vergas de juanetes, o más nosvalía resguardarnos de la tormenta; y porsupuesto, nada de responder a una orden. Si nofuera porque ha muerto, te explicaría más de unade sus anécdotas en Kingston.

–Claro, no era un hombre popular, no, enabsoluto. Dicen que su cirujano y otro médico lomataron con una pócima negra o algo por elestilo. Lo hicieron lentamente, entiéndeme, comolo haría una de esas esposas aficionadas alarsénico, ansiosas por enviudar sin aspavientos.

–A juzgar por mi experiencia con su señoría,eso que dices no me sorprende lo más mínimo.Pensándolo bien, creo que de presentarse laocasión ofrecería a esos dos hombres de cienciauna copa de brandy. ¿Puedes ver cómo laSurprise aventa escotas para mantener laposición?

–Sí, siempre ha sido nave marinera. Ahí está,de punta en blanco, pertrechada como un yate dela realeza. Webster la vio en el astillero del jovenSepping, donde la armaron a pesar de lasbrazas diagonales y todo lo que puedasimaginar. La armaron para llevar a cabo un viajehidrográfico. Es una embarcación preciosa.

Durante un tiempo comentaron lasperfecciones del barco, mientras con pulso firmela encaraban con el catalejo. Entonces, una vezrestablecida perfectamente la línea, a un cablede distancia unas de otras, Arrowsmith cerró conun chasquido el catalejo y dijo:

–Otra muerte de la que he tenido noticia es lade un hombre muy distinto: el gobernador Wood,de Sierra Leona. Era un tipo estupendo, muypopular en la Armada por lo espléndido de sumesa. Solía invitar a toda la cámara de oficialescuando arribaban a puerto los barcos de sumajestad, y también convidaba a los jóvenes.

–Lo recuerdo muy bien. John Kneller y yo,además de la práctica totalidad de nuestroscompañeros de rancho, cenamos con él trassuperar un temporal particularmente tremendo

frente al Río de la Plata y después de comer loque condenadamente pudimos a bordo, pues untablón suelto había anegado el pañol del pan.Dios mío, ¡cuánto comimos, reímos y cantamos!De modo que ha muerto. Bueno, pues yo digoque Dios lo acoja en su seno. Aunque cuandotodo se ha dicho y hecho, todos acabamos en elmismo lugar, lo cual puede dar cierto sosiego aquienes ya están allí. Creo recordar que tenía unaesposa muy bella, muy instruida, lo cualintimidaba a los vecinos.

–El viento refresca. La Dover ha aventado lasescotas de juanetes.

La racha, las series de rachas de viento,perturbaron unos instantes aquella regularidadpropia de un libro de imágenes que se recuperóal cabo de muy poco. Todos los marineros eranconscientes de estar siendo observados en tierrano sólo por un comodoro muy exigente, sino porel propio y formidable comandante en jefe, lordKeith, además de por un cada vez másnumeroso grupo de observadores entendidos ymuy críticos. Los dos tenientes reanudaron laconversación.

–Hubo además otra defunción que podríamosconsiderar en cierto sentido relacionada con laArmada. Sucedió antes que las otras, pero no hasido hasta ahora que se ha informado de ella.¿Conoces al doctor Maturin?

–No que yo sepa, pero he oído hablar amenudo de él. Un doctor muy inteligente, dicen.El propio príncipe William pidió ser atendido porél. Siempre navega con Jack Aubrey.

–Ése mismo. Bien, pues está casado. Vivencon los Aubrey en una imponente propiedad deDorset. Claro que tú eso lo sabrás mejor que yo,pues eres de Dorset.

–Sí. Woolcombe, o Woolhampton, como otrosla conocen. Está un poco lejos y no vamos devisita, pero he asistido a una o dos partidas decaza de los Blackstone, y creo recordar quevimos a la señora Aubrey y a la señora Maturinentre el grupo de Dorchester. La señora Maturincría caballos árabes; es una amazona excelentey muy buena conductora.

–Sí, o eso dicen. ¿Conoces un lugar llamadoMaiden Oscott?

–Demasiado bien conozco ese condenado

puente que tiene.–La noticia no da detalles, pero al parecer

volcó su carruaje; todo el tiro, coche, caballos,todo cayó por el puente al río, y sólo salvó la vidael mozo.

–¡Oh, Dios santo! – exclamó Edwards, quedespués de una pausa añadió-: A mi esposa nole gustaba, pero era una mujer preciosa. Algunosdicen que era un tanto munda… Tenía unas joyasasombrosas… Se comentaba algo referente acierto coronel Cholmondeley… Y se dice tambiénque no era un matrimonio feliz. Pero, ahora queha muerto, que descanse en paz. No diré más.Aunque dudo que vuelva a ver jamás a una mujercomo ella.

Ambos quedaron pensativos, con la miradapuesta en el brillante mar y los ojosentrecerrados, mientras se acercaba la escuadray aumentaba la multitud expectante.

–Si lo piensas bien -dijo Edwards-, alreflexionar acerca de nuestros compañeros detripulación y nuestras familias, ¿recuerdas algúnmatrimonio que pueda considerarse feliz,agotada la pasión? La vida de soltero tiene sus

ventajas, ¿sabes? Ir y venir sin rendir cuentas anadie, leer en la cama…

–Así, a bote pronto, no se me ocurre ninguno.Ahí tienes por ejemplo al pobre Wood, de SierraLeona. Siempre tenían invitados, como sitemieran quedarse a solas. Se dice que Wood…Pero no, prefiero no chismorrear sobre alguienque ha muerto. No, no se me ocurre ningúnmatrimonio que no sufra discordias y conflictos;pero, a menos que sea obvio, ¿quién puedeasegurar dónde está el equilibrio? Después detodo, fue un filósofo quien dijo: «Aunque elmatrimonio tenga sus peros, el celibato carecede placeres».

–No sé nada de filosofía, pero he conocido aalgunos filósofos, pues solíamos ir a Cambridgea ver a mi hermano el rector, y opino que son unacondenada caterva de… -Pero contuvo la lenguaal ver acercarse a las hijas de su amigo (la mayorera encantadora, aunque iba algo desaliñada),que se abrían paso a través de la multitud, demodo que continuó diciendo, no sin ciertadesaprobación-: Tú siempre leíste mucho, inclusoen la cámara del Britannia.

–Oh, papá -exclamó la mayor-. ¿Cuál es laSurprise?

–La segunda de la línea, cariño.Los barcos que marchaban en cabeza se

encontraban a esas alturas lo bastante cercacomo para que pudieran verse sus ocupantes:casacas azules y rojas en el alcázar, y marinerosde pantalón blanco aferrando gavias y mayores,junto a las velas de estay y el foque, aunqueapenas pudieran distinguirse sus rostros. Lajoven tomó el catalejo que le ofrecía su padre yencaró la Surprise.

–¿Ése es el famoso capitán Aubrey? –preguntó-. Vaya, pero si es bajo, gordo ysonrosado. Menuda decepción.

–No, tontita -dijo su padre-. El comodoro seencuentra en el lugar que corresponde a suempleo, a bordo del buque insignia, porsupuesto, la Pomone. Diantre, niña, ¿acaso noves el gallardetón?

–Oh, sí, señor. Lo veo -contestó volviendo elcatalejo hacia el alcázar de la fragata-. Dígame,señor, se lo ruego, ¿quién es ese hombre tanalto, de pelo rubio, que viste uniforme de

contralmirante y lleva el sombrero bajo el brazo?–Lizzie, ése es tu famoso Jack Aubrey. Un

comodoro viste de manera muy similar a uncontralmirante, ¿sabes? Su saludo esrespondido con los mismos honores que unoficial del Estado Mayor, como tendrás ocasiónde comprobar dentro de unos diez segundos.

–Oh, ¿no es maravilloso? Molly Butler tiene ungrabado a color de él combatiendo al turco, decuando abordó el Torgud espada en mano.Todas las muchachas de la escuela…

Pero lo que las muchachas dijeran opensaran se perdió ante el perfectamentepautado saludo de diecisiete cañonazos queefectuó la Pomone al comandante en jefe; y eleco del último estruendo y la blanca nube dehumo no habían desaparecido todavía cuando elenorme buque insignia dio la réplica de quincesalvas.

–Ahora, dentro de otros diez segundos, verásenarbolar la señal conforme el capitán debepersonarse a bordo del buque insignia. Dehecho, ya están echando al mar su falúa -dijo elseñor Arrowsmith, concluidos los quince

cañonazos.–¿Quién es ese hombrecillo que está a su

lado, el de la casaca negra y los tristes calzones?–Ah, ése debe de ser su cirujano, el doctor

Maturin. Siempre navegan juntos. Es capaz decortar un brazo o una pierna más rápido quecualquier otro cirujano en activo; y es un auténticoplacer verle trinchar el cordero.

–¡Oh, cállate papá! – exclamó la muchachamientras su hermana soltaba una carcajada.

A bordo de la Pomone se llevaba a cabo laceremonia de costumbre, y cuando Jack salió dela cámara, hundiendo un pañuelo limpio en elbolsillo, perseguido por Killick, que se empeñabaen cepillar las motas de polvo de la espalda de lacasaca con galones dorados, encontró formadosa sus oficiales en el alcázar junto a la mayoría delos guardiamarinas, todos con guantes uocultando las manos a la espalda.

Los marineros le ofrecieron los suntuososcabos y, siguiendo al guardiamarina de guardia,descendió hasta la falúa. Todos los que estabanal remo en la embarcación auxiliar le conocíanperfectamente; de hecho, habían servido con él

en más de una misión, y dos de ellos, Joe Plaicey Davies, le habían acompañado desde laprimera vez que asumió el mando de un barco, laSophie. Sin embargo, ni ellos ni Bonden, sutimonel, hicieron nada que pudiera dar aentender aquella familiaridad cuando tomóasiento en la bancada de popa y cambió laespada de lado para hacer sitio alguardiamarina. Se sentaron también losmarineros de la falúa, vestidos con suindumentaria habitual: sombrero blanco de alaancha con cintas, camisa blanca, pañuelo deseda negra de Barcelona alrededor del cuello ypantalón de dril blanco como la nieve. Aspectosolemne, pues tomaban parte en la ceremonia yno había cabida en ella para la informalidad, elguiño, el susurro o la sonrisa. Bonden apartó lafalúa de la fragata, ordenó bogar y, con unaprecisión exacta, lo hicieron todos con largas ygraves remadas, rumbo a la escala de estribordel buque insignia, donde tuvo lugar unaceremonia si cabe más impresionante. Jack,saludado por los pitidos del contramaestre y losayudantes, devolvió el saludo al alcázar y

estrechó la mano del capitán y el piloto de laflota, mientras los miembros de la real infanteríade marina, que destacaban por una perfecciónescarlata a la brillante luz del sol, presentabanarmas con el rítmico estampido metálico seguidodel taconazo que los caracterizaba.

Un segundo del piloto se llevó al jovencaballero de la Pomone, y el capitán Buchan,oficial al mando del Royal Sovereign, acompañóbajo cubierta a Jack Aubrey hasta el espléndidolugar donde se alojaba el almirante. Sinembargo, en lugar del corpulento, severo y canocomandante en jefe, se alzó una diáfana nube detul azulado frente a un baúl colocado contra elmamparo, tul que envolvía a una mujerparticularmente alta y elegante, que pese a sermuy atractiva era si cabe más llamativa por loespléndido de su porte y lo amistoso de suexpresión.

–Mi querido Jack -dijo después de besarlo-,cuánto me alegra verte con ese gallardetón. Porpoco no te encontramos navegando a mediocamino de Tierra del Fuego en un simplecarcamán alquilado. Cómo te echamos de

menos en Common Hard, no me lo explico, apesar de que Keith estuvo muy ocupado con lospresupuestos de la Armada, y yo daba vueltas ymás vueltas a unas oscuras líneas de QuintoEnnio, incapaz de entenderlas ya las leyera delderecho o del revés; pero aun así…

–Yo tampoco me explico cómo he sido tanestúpido para entrar, preguntarte cómo teencuentras y sentarme a tu lado sin la másmínima palabra de felicitación por haberteconvertido en vizcondesa; sin embargo, teprometo que no he dejado de pensar en ello decamino aquí. Te felicito de todo corazón,Queenie, querida -dijo antes de besarla denuevo.

Ambos se sentaron en el enorme yalmohadillado baúl, dispuestos a disfrutar de sumutua compañía. Jack era más alto que Queenie,y mucho más pesado; después de haber servidoen la guerra por un tiempo y de haber sufridodiversas heridas, parecía mayor. De hecho, teníasiete años menos que ella y, en el pasado,cuando era un niño, ella le había tirado de lasorejas por impertinente, por sucio y avaricioso, y

también había calmado sus pesadillas llevándoloa su cama.

–Por cierto -dijo Jack-, ¿prefiere el almiranteque lo llamen lord vizconde Keith, como Nelson, osimplemente lord K?

–Oh, yo creo que bastará con el trato demilord. Lo otro es para la corte, eso seguro, y yasé que el bueno de Nelson adoraba que lotrataran de ese modo. Sin embargo, diría que laordinariez de las personas ha matado esaformalidad. De cualquier modo, a él le importa unrábano, ya lo conoces. Aprecia mucho,muchísimo, su gallardete de almirante, porsupuesto, y me atrevería a decir que le encantaríalucir la jarretera. Pero los Keith de Elphinstone seremontan a la noche de los tiempos. Aunque notratarían de primo a Jones, son condesmariscales de Escocia.

Ambos permanecieron sentados,sonriéndose. Extraña pareja: tanto daba queambos fueran criaturas agraciadas, puesto queno importaba que tuvieran sexo o no. Tampocomantenían una relación fraternal, con todos loscelos posibles y la competencia que a menudo

se da entre hermanos y hermanas, sino quesentían una firme amistad sin complicaciones yencontraban un auténtico placer en la mutuacompañía. Cuando Jack apenas se poníacalzones y Queenie le cuidó tras la muerte de sumadre, cierto es que se había comportado deforma autoritaria, y que insistió en la modestia yen que comiera decentemente, pero habíapasado el tiempo, y hacía años que se entendíana las mil maravillas.

–Me he alegrado tanto de verte -dijo ella, porcuyo rostro cruzó una sombra, apoyando unamano en la rodilla de Jack- y de haberte podidoapartar del Cabo de Hornos en el últimomomento, que he descuidado las cosasimportantes. Dime, ¿cómo se encuentra el pobreMaturin?

–Parece mayor, encorvado; pero lo lleva muybien, y no ha perdido su amor por la música. Sinembargo, no come nada y, cuando volvió aFunchal después de disponerlo todo enWoolcombe, pude levantarlo del bote con unasola mano.

–Era una mujer extraordinariamente bella,

poseedora de una elegancia prodigiosa. Laadmiraba mucho. Pero no era una buena esposapara él, ni una buena madre para esa preciosaniñita. ¿Cómo está, por cierto? Creo recordarque no viajaba con ella en el carruaje.

–No. Sentado junto a ella iba Cholmondeley;mi suegra y su amiga viajaban en el interior, yHarry Willet, el mozo, de pie en la parte posterior.Por suerte, Padeen no los acompañó aquel día. Ypor lo que sé Brigid no parece muy triste. Sesiente muy unida a Sophie, ¿sabes? Y también ala señora Oakes.

–No creo conocer a la señora Oakes.–Es la viuda de un oficial de la Armada. Vive

con nosotros. Una dama erudita, quizá no tantocomo tú, Queenie, seguro, pero enseña a losniños latín y francés. Ninguno de ellos es lobastante inteligente para el griego.

Hubo una pausa.–Se debilitará si no come, y al final se

consumirá -reflexionó lady Keith-. Contamos conun famoso cocinero a bordo del Royal Sovereignque se refugió en Inglaterra con los Borbones.¿Te parecería conveniente que invitáramos a

Maturin? Nosotros solos, el cirujano de la flota yalgunos viejos amigos. Me he atascado en esepasaje de Ennio y me gustaría mostrárselo. Y,por supuesto, no tardará en entrevistarse con elsecretario de Keith y el consejero político… Ah,Jack, además hay algo que debo contarte, peroquiero que quede entre nosotros. Otro mando enel Mediterráneo sería demasiado para mimarido, de modo que sólo nos quedaremoshasta que nombren a Pellew; sin embargo,seguiremos aquí un tiempo, en la casa de campodel gobernador, para disfrutar de la primavera.¿Congenias con Pellew, Jackie?

–Siento una gran admiración hacia supersona -respondió Jack, puesto que el almirantesir Edward Pellew había sido un capitán defragata muy exitoso y combativo-, pero no sientopor él la misma devoción que tengo por lordKeith.

–¡Mi querido Aubrey! – exclamó el almiranteal entrar, procedente de la sobrecámara-. ¡Ahíestá usted! Cuánto me alegro de verle.

–Y yo también, milord vizconde, si me permitedecírselo. Mis más sinceras felicitaciones.

–Gracias, gracias, Aubrey -dijo el almirante,más complacido de lo que hubiera agradado asu esposa-. Aunque debo decir que merezco serdegradado por incluir en sus órdenes esaestúpida posdata en la que le ordené aguardar ala Briseis. Debí decirle… En fin, da igual, en esemomento quería que su escuadra protegiera elpasaje del Estrecho. Ahora, en este precisoinstante, la situación se ha vuelto mucho máscompleja. Seiscientas mil personas aclamaron aNapoleón cuando entró en París; Ney se ha unidoa él; ciento cincuenta mil soldados del rey, bienpertrechados, adiestrados y comandados, hanhecho lo propio, y dispone de innumerablessoldados que fueron prisioneros en Inglaterra, enRusia y en toda Europa que lo adoran y hacenondear su bandera. La bandera del emperador.Esto nos costará muy caro, y ni siquiera hemoscalentado la brea. ¿Le acompaña a usted eldoctor Maturin?

–Sí, señor.–¿Cree usted que el caballero estaría

dispuesto a hablar de este asunto con misecretario y los políticos?

–Diría que sí, milord. Aunque rehúye lacompañía está muy volcado en la guerra yaprovecha cualquier oportunidad para informarsede su progreso: periódicos, correspondencia ydemás. Le he visto conversar durante tres horassin parar con un oficial francés (monárquico, porsupuesto), cuya corbeta nos hizo compañíadurante una calma chicha frente a Bugio.

–Supongo que no sería buena idea convidarloa comer a bordo del Royal Sovereign.

–No lo creo, señor. Sin embargo, discutirá lasituación internacional y la manera de derrocar aNapoleón con toda la pasión posible. Yo diríaque eso es lo que le mantiene vivo.

–Pobre hombre, me alegra que disponga detan útil recurso, después de haber sufrido unapérdida tan terrible. Siento un gran aprecio porél. Como recordará usted, propuse en unaocasión su nombre para que ocupara la plaza decirujano de la flota. Sí, así es. En fin, no loincomodaré ofreciéndole una invitación que leresultaría difícil rechazar. Pero, si con la excusadel deber pudiera usted pedirle que sepersonara a bordo tras el cañonazo del cambio

de guardia, hora a la que espero la llegada de unpaquete, Maturin podría averiguar más acerca dela situación internacional. Es condenadamentecompleja, palabra de honor. Como ya le hedicho, cuando envié el primer mensaje creía queen caso de apuro bastaría con una sola escuadrapara vigilar el paso del Estrecho. En un apuro,pero ya ve usted los pocos que somos aquí. Noobstante, ahora, ahora, tendrá usted que partirseen tres para hacer la mitad de las cosas quequiero que haga. Menudo abismo, menudoabismo, qué situación más compleja, comopodrá comprobar el doctor cuando suba a bordo.Le aseguro que quedará asombrado. Acontinuación le proporcionaré a usted una ampliaperspectiva de la situación actu…

–Querido, os dejo a solas -dijo lady Keithdespués de recoger sus cosas-. Pero no tefatigues, recuerda que esta tarde debes reunirtecon González. Pediré a Geordie que os sirva unté.

La compleja perspectiva, despojada de laimponente autoridad del almirante, así como delpatente acento del norte que lo caracterizaba

(por lo general agradable al oído inglés, aunque amenudo resultara impenetrable y oscuro), erabásicamente la siguiente: Wellington, connoventa y tres mil soldados ingleses yholandeses, y Blücher, con ciento dieciséis milprusianos, se encontraban en los Países Bajos,aguardando a que Schwarzenberg, condoscientos diez mil soldados austríacos, yBarclay de Tolly, que avanzaba lentamente conciento cincuenta mil rusos, alcanzaran el Rhin,momento en que los aliados invadirían Francia.Por su parte, Napoleón disponía de unostrescientos sesenta mil hombres, desplegadosen cinco cuerpos de ejército a lo largo de lafrontera norte, con la guardia imperial en París,además de unos treinta mil soldados más,destinados en la frontera sudeste y en la regióndel Vendée.

Ambos hicieron los comentarios de rigor;comentaron, por ejemplo, la necesidad de unmando unificado, el incalculable valor dedisponer de una lengua común, y el estímulo deluchar en terreno propio bajo las órdenes de unhombre que había vapuleado a prusianos,

austríacos y rusos una y otra vez, con unaextraordinaria habilidad para la táctica contratropas muy superiores en número.

Jack tuvo reparos a la hora de preguntar porel celo o, incluso, por la buena fe de austríacos yprusianos llegados al momento crucial, y aún secontuvo más cuando pensó en la eficacia de sumovilización y equipajes. Sin embargo, el rostroojeroso y de expresión inquieta del almirantebastó para obtener una respuesta a suspreguntas.

–Por el momento -dijo lord Keith-, todo correde cuenta de los soldados, porque nosotros yatenemos suficientes problemas de quepreocuparnos. Cuánto desearía que llegaraGeordie con el té. Vaya, Geordie, trae aquí esabandeja, pedigüeño incompetente. – Hubo unapausa-. Adoro tomar el té -dijo-. ¿Le apeteceotra?

–Gracias, señor-respondió Jack, negandocon la cabeza-. Ya estoy bien servido.

Antes de continuar, el almirante reflexionómientras llenaba cuidadosamente de aguacaliente la tetera.

–En primer lugar está el problema de laArmada francesa, pues su actitud varía de puertoa puerto y de barco a barco. Por supuesto, semuestran de lo más susceptibles, y cualquiersuceso adverso (y sería tan fácil que se diera)podría desencadenar funestas consecuencias.Sin embargo, resulta mucho peor la construcciónde barcos de guerra franceses en remotospuertos del Adriático; remotos pero llenos demadera de excelente calidad y de extraordinarioscarpinteros de ribera. Usted conoce muy bienesa zona. Esta construcción continuada, más omenos solapada, supone un gran perjuicio, sobretodo porque se comenta que oficiales y soldadosbonapartistas se disponen a tomar posesión deesos barcos.

–¿Y el pago, señor? Incluso una corbetacuesta mucho dinero, y se habla de fragatas,incluso de dos o tres fragatas pesadas.

–Sí. Hay algo muy extraño en todo esto.Nuestros agentes de inteligencia consideran laposibilidad de que exista injerencia musulmana,probablemente turca, quizá también de losestados de Berbería o, incluso, de una

combinación de todos ellos. En este precisoinstante, Argelia, Túnez y la costa marroquí bullenen actividad, una actividad fomentada porbonapartistas que disponen de embarcacioneslocales; estamos hablando incluso debergantines de guerra. Es casi imposibleresolver este problema, puesto que nuestrasfuerzas navales se han visto muy reducidas ydesarmadas. Ya está suponiendo un durocastigo para el comercio aliado, sobre todo elnuestro, y es muy probable que la situaciónempeore.

El almirante revolvió el té con aire pensativo,antes de continuar.

–Si Napoleón Bonaparte, con sus trescientosmil perfectamente adiestrados, y con sushabituales y formidables unidades de caballería yartillería, pudiera derrotar, pongamos que al rusoo a parte del austríaco, la Armada francesa nosexpulsaría de nuevo del Mediterráneo, sobre todoporque esos malteses y marroquíes se muestrantan desagradecidos como para odiarnos, yexiste una posibilidad muy real de que seproduzca una alianza entre Francia y Túnez,

Argelia y los demás estados entregados a lapiratería, por no mencionar al soberano deMarruecos e, incluso, al propio sultán. ¿Sabeusted, Aubrey, claro que sí, que Bonaparte sevolvió turco? Creo que fue durante la campañade Egipto, pero así fue, en cualquier caso.

–Oí hablar de ello, señor, por supuesto; peronadie ha llegado a comprobar que rehúya lacarne de cerdo o una botella de vino. Yo locompararía con una de esas estupideces quedice un hombre decidido a que lo elijan para elParlamento, como por ejemplo: «Vótenme, y yome las apañaré para liquidar la deuda nacionalen dieciocho meses». No creo que sea másmusulmán que yo. Para ser turco hay que estarcircuncidado.

–Personalmente desconozco el carácter,sentimiento o partes pudendas del caballero encuestión. De lo que sí estoy seguro es de queeso es lo que se dice, y de que en la presenteencrucijada podría resultar de capitalimportancia. Pero estamos parloteando como unpar de ancianas…

–Le ruego que me disculpe, milord, pero

acaba de llegar el correo con su presupuesto -interrumpió el secretario de lord Keith.

–Puedo esperar a que tenga usted un ratolibre, señor -dijo Jack, al tiempo que se ponía enpie.

–¿Hay algo urgente, señor Campbell? –preguntó lord Keith, haciendo un gesto parapedirle que esperara.

–Más que urgente, tedioso y laborioso, apartede una carta adjunta que ya he despachado.

–Muy bien, muy bien. Gracias, señorCampbell. Siéntese, Aubrey. Ojearé los remites ydespués me dedicaré a escuchar lo que tengausted que contarme acerca del estado de laescuadra; luego le explicaré por encima lo queme gustaría que hiciera. – Siguió una pausa,durante la cual la experimentada mano delalmirante repasó los sobres, marcados ya con laseñal secreta que Campbell empleaba paraindicar su importancia. No había ninguna con unaanotación superior a C3 y, al dejarlas en elescritorio, dijo-: Bueno, Aubrey, en primer lugardebe usted destinar una fuerza adecuada para laprotección del comercio con Constantinopla. Ya

sabe que se han implantado de nuevo losconvoyes (precisamente esperamos uno estamisma semana), y los argelinos en particular sehan vuelto muy osados, aunque tambiénesperamos algunos barcos de Trípoli, Túnez ydemás; otros corsarios presionan desde Salé ycruzan el Estrecho aprovechando la luna nueva.Después, deberá usted impedir cualquier tráficono autorizado, ya sea al interior o al exterior, contodo el celo del que sea capaz. Sin embargo, sucometido más importante consiste en echar unvistazo a esos puertos del Adriático que tan bienconoce usted. Incluso en los lugares másmodestos podría construirse una fragata, ytenemos informes de la existencia en las gradasde construcción de navíos de línea, en cuatrolugares cuyos nombres le proporcionaráCampbell. Si alguno de esos navíos de dospuentes se declara partidario de Napoleón nodebe entablar usted combate, sino enviarme lainformación sin perder un minuto. En lo querespecta a fragatas, corbetas o bergantines,sobre todo si no están terminadas, se encargaráusted de detener la construcción y procurar su

desarme, todo lo cual requiere de mucho tacto.Me alegro mucho de que Maturin le acompañe.Un incidente sería, como ya le he dicho,desastroso. Por supuesto, si comprueba másallá de toda duda que tienen la intención deunirse a Bonaparte, deberá quemarlas, hundirlaso destruirlas, como es habitual.

–A la orden, señor -dijo Jack, queseguidamente añadió-: Milord, creo haberle oídomencionar un correo. Si no se ha marchado, ¿mepermitiría enviar un mensaje para reclamar deinmediato a la Ringle, mi buque de pertrechos?William Reade, el ayudante del piloto, la gobiernaextraordinariamente bien (se trata de una goletade Chesapeake muy rápida y marinera), y por lovisto necesitaré de una embarcación así.

–William Reade, ¿el caballero que perdió unbrazo sirviendo con usted en las IndiasOrientales? – preguntó el almirante,garabateando una nota-. Claro que sí. ¿Querráenviarle un mensaje para disponerlo todo? ¿OMaturin, quizá? En fin, creo que es esencial. Porsupuesto, recibirá usted en Mahón órdenesdetalladas y alguna que otra estimación de lo que

podrá encontrar en Malta. – El almirante selevantó-. Espero que nos acompañe mañana acomer.

–Será un placer -respondió Jack, inclinandola cabeza.

–No quiero parecerle inoportuno, pero si creeusted que puede transmitir nuestras mássentidas condolencias a Maturin, así comonuestro interés por su estado, le ruego que lohaga. De cualquier modo, espero ansioso elmomento de conocer sus opiniones respecto a lasituación en la que nos hallamos. Será estatarde, después de que se haya entrevistado conCampbell y con otros dos caballeros venidos deWhitehall. No hace falta que le pida que suba abordo. Ellos irán a verlo a la Pomone.

* * *Un poco antes del cañonazo del cambio de

guardia, Preserved Killick se acercó a la cabinade Stephen. El despensero del capitán Aubreyera un hombre cariacontecido, malhumorado,exiguo, pesimista y áspero, que mantenía en unorden preciso, más propio de una ancianadoncella, todo lo que atañía al uniforme, la plata y

el equipo de su oficial, contra viento o marea, yque hacía lo propio por el mejor amigo ycompañero de Aubrey, el doctor StephenMaturin, e incluso más, puesto que, en el casodel doctor, Killick asumía un punto de niñeraquejumbrosa, como si Maturin fuera un ser «noexactamente» dotado de inteligencia. Es ciertoque en la comunidad de marineros aquel «noexactamente» era una opinión extensamentecompartida, puesto que si bien Stephen habíalogrado poder entender la diferencia entreestribor y babor, aún necesitaba pensarlo condetenimiento, y no sólo eso, sino que ademáshasta ahí llegaban sus conocimientos náuticos.Esta opinión generalizada, sin embargo, noafectaba en modo alguno el profundo respetoque sentían por él como hombre de medicina. Sulabor con el trepanador o la sierra, a vecesdesempeñada en la cubierta superior por lanecesidad que tenía de disponer de mucha luz,despertaba una admiración universal, y se decíaque si quería, y si la marea lo permitía, podíasalvar a cualquier persona que ya tuviera en elinfierno un pie y los cuatro dedos del otro. Es

más, la mitad de una de sus grageas bastabapara desatascar los intestinos de un toro. Elefecto placebo de su reputación había salvado amás de un maltrecho marinero, y a bordo loapreciaban mucho. El hecho es que, un pocoantes del cañonazo del cambio de guardia,Preserved Killick entró en la cabina de Stephen,a quien encontró sentado, vestido con ropainterior, con una palangana de agua ya fría y unacuchilla de afeitar nueva ante sí, junto a unacamisa limpia, un corbatín, una casaca negrarecién cepillada, una peluca empolvada,calzones limpios, medias de seda y un pañuelorespetable, leyendo un mensaje escrito encódigo de sir Joseph Blaine, jefe del servicio deinteligencia de la Armada, que acababa de llegara bordo del paquete que transportaba el correo.

–¡Oh, señor! – exclamó Killick, que tan prontocomo hubo pronunciado el «oh» se arrepintióhasta tal punto que moderó el tono de voz alllegar al «señor».

–Un momento, Killick -dijo Stephen mientrasresolvía un grupo particularmente intratable designos. Lo anotó al margen, cubrió la carta y dijo-

: Soy todo tuyo.Aparte de las siguientes palabras: «Que los

caballeros llevan diez minutos esperándole, hanpedido vino dos veces, y ¿está usted bien?»,Killick le vistió en silencio y con suma eficacia, ydespués le condujo a la cabina del capitán,donde el secretario del almirante y otros doscaballeros de Whitehall se levantaron parasaludarle. Uno de ellos, el señor William Kent, leera familiar, pues su elevado cargo a veces leempujaba a solventar las dificultades quepudieran surgir entre los diversos departamentosgubernamentales y los servicios, de tal forma queel trabajo de naturaleza secreta pudiera llevarsea cabo en un silencio oficial. Al otro, el señorDee, tan sólo le conocía de haberlo visto enalgunas conferencias restringidas en las cualesrara vez, si no nunca, había abierto la boca,aunque era tratado con deferencia por ser unaautoridad en asuntos relacionados con oriente,sobre todo en lo que a las finanzas concernía(por lo visto estaba relacionado con algunosbancos importantes de la City). El mensajecifrado de sir Joseph tan sólo decía: «Por

supuesto, recordará usted su libro sobreliteratura persa».

Y, por supuesto, Stephen lo recordaba: Habíaencargado encuadernar de nuevo su propioejemplar maltrecho, una primera edición, yrecordó que el encuadernador había puesto lafecha de publicación al pie del lomo: 1764.

Al sentarse de nuevo, Stephen, de espaldas ala luz, miró al señor Dee con discreta curiosidad,como a alguien cuya obra había enriquecido sujuventud. Pero el rostro del señor Dee nomostraba sino cansancio y disgusto. No seatrevió a iniciar la conversación, de modo quetras una titubeante mirada fue William Kent quiense dirigió a Stephen.

–Bueno, señor, puesto que ha estado ustedfuera tanto tiempo, fuera de contacto, quizá nosería impropio hacerle un breve resumen de lasituación actual.

Stephen asintió, inclinado hacia él. Elresumen de Kent fue esencialmente el mismoque hizo lord Keith; sin embargo, Stephen, aquien no afectaban las consideraciones derango, tacto, ignorancia o respeto particular, no

tuvo ningún reparo a la hora de preguntar, ydescubrió que los holandeses no se sentíanprecisamente satisfechos por la presencia de losejércitos de Wellington y Blücher; que losdiversos regentes, comandantes y estadosmayores afrontaban dificultades de muy diversaíndole; que el secreto de los planes, órdenes yreuniones concertadas apenas existía en elejército austríaco, con sus muchasnacionalidades, rivalidades y lenguas; y que, encontraste con el efervescente sentimiento degloria recuperada que se respiraba en Francia,había una total falta de entusiasmo en muchos delos regimientos aliados, y lo que aún era peor,que no andaban lejos del motín, sobre todo losrusos y aquellas unidades encuadradas en suejército, surgidas del precio de una Poloniadividida. Barclay de Tolly hacía todo lo que unbuen soldado podía hacer por sus fuerzasdescontentas y mal equipadas, pero lo que nopodía lograr de ningún modo era que avanzarancon mayor rapidez, y a esas alturas ya seretrasaban dieciséis días de la fecha previstapara su llegada. Aún tenían una inmensa

distancia por cubrir, y en la retaguardia habíaregimientos que todavía tenían que abandonar elcuartel. Existía también una desconfianza mutua,un temor a ser traicionado por parte de otrosmiembros de la coalición, así como en algunaque otra de las diversas naciones que constituíanlas fuerzas del Este. Tosió aposta el señor Deee, inclinándose hacia delante, habló por primeravez, recordando a Kent una antigua guerra persaen la cual un ejército mucho más numeroso,constituido por diversas naciones, se habíacomportado más o menos del mismo modohasta su ignominiosa derrota ante unas fuerzasunidas persas a orillas del Tigris. Su relato siguióy siguió, pero lo hizo en un hilo de voz tan bajitoque Stephen apenas pudo seguirlo (estaba malsituado para escuchar) y, gradualmente, sesumió más y más hondamente en sus propiasreflexiones, todas ellas de una naturaleza tandolorosa como quepa imaginar. De vez encuando, era medio consciente de que el señorCampbell intentaba reconducir la entrevista alasunto que tenían entre manos, por ejemplocuando mencionó Carebago, Spalato, Ragusa y

otros puertos de la costa del Adriático; o que sisalieran los franceses supondría un grave peligroy que disponían de escasos oficiales de marinaen quienes poder confiar, si es que habíaalguno…

Cosechó cierto éxito, y al cabo Stephen fueconsciente de que los tres habían, de hecho,retomado el asunto naval; sin embargo, buenaparte de su atención seguía anclada en elpasado reciente cuando le llegó la voz de Kentcon increíble claridad.

–… Un punto muy importante es que, con eltiempo, uno u otro de esos barcos podríanproteger o incluso transportar el tesoro.

–¿El tesoro, señor?Vio tres rostros que se volvían hacia él y, casi

en el mismo instante, reparó en cómo susexpresiones de sorpresa, de desagrado incluso,adoptaron la gravedad, la discreta consideraciónque le rodeaba en los últimos tiempos, que pornecesidad le rodeaba en aras de la decencia,como un paño mortuorio, desde que su pérdidase hizo pública. No podía ser de otro modo: supresencia imponía necesariamente cierta

reserva. La frivolidad, incluso la camaradería,pero sobre todo el buen humor, todo quedaba tanfuera de lugar como la reconvención o laaspereza.

Kent se aclaró la garganta, y el secretario delalmirante se excusó y se retiró.

–Sí, señor, el tesoro -dijo Kent, que añadiótras una breve pausa-: el señor Dee y yocomentábamos un plan orquestado porDumanoir y sus amigos, un plan de naturalezamusulmana para romper el vínculo existente entrelos suspicaces y lentos austríacos y los inmóvilesrusos, que impediría que se reunieran y que, portanto, echaría a perder el planeado encuentro delos aliados en el Rhin. – Hizo otra pausa-.Recordará usted que Bonaparte se convirtió alIslam cuando la campaña de Egipto.

–Por supuesto que lo recuerdo. Pero, ¿meequivoco al decir que no tuvo mayoresconsecuencias, aparte de perjudicar aún más sureputación? Ningún mahometano que hayapodido conocer u oír se ha mostradoprecisamente eufórico al respecto. El gran muftíno le dio la menor importancia.

–Muy cierto -dijo Dee, que aumentó el tono desu anciana voz-. Pero el Islam es un mundo tanvariopinto como nuestros propios y miserablesconjuntos de sectas hostiles; hubo quienes enlugares remotos aplaudieron encantados lasnuevas de esta conversión. Entre estos secuentan gentes tan distanciadas entre sí comolos Azgar, en el borde del desierto, y ciertascofradías heréticas chiítas de la Turquía europea,sobre todo Albania, Monastir, y una regióncercana a la frontera norte, cuya interpretación dela Sunna, leída sin las habituales glosas, señala aNapoleón como al Imán Oculto, el Mahdi. Losmás extremados son los descendientes yseguidores del jeque Al-Jabal.

–¿El Viejo de la Montaña en persona? ¿Setrata entonces de los genuinos y verdaderosAsesinos? Ansío ver a uno -dijo Stephen algoanimado.

–Los mismos. A pesar de que no poseen laeminencia que tenían en tiempos de lasCruzadas, siguen siendo un órgano muypeligroso, incluso aunque los Fedai, los expertos,los Asesinos de verdad, tan sólo sean una

veintena de personas. El resto de losmercenarios del plan que ahora discutimos, elresto de los mercenarios potenciales, aunquedeseosos y dispuestos a masacrar a los nocreyentes, no se mueven precisamente por unfervor religioso, puro, que los empuje a jugarse elpellejo por nada. Las tres cofradías en la Turquíaeuropea están todas de acuerdo: Allí los tienen y,en cuanto dispongan de la paga de dos meses,actuarán. De lo contrario, no es probable que lohagan.

–¿Se trata de una suma muy elevada?–Enorme, sobre todo teniendo en cuenta

cómo están las cosas; existe una gran demandade oro, y una paga así no es algo que puedadarse todos los días. Los franceses podríanponerse en marcha de inmediato, y es que, veráusted, esta incursión relámpago tendría que estarmuy bien orquestada, con antiguos ayudantesturcos, bashi-bazouk, guerreros tribales,bandidos y demás, todos ellos miembros de lascofradías musulmanas o proporcionados poréstas. Se trataría de reunir un formidable cuerpo,si es que pretenden alcanzar sus objetivos, que

consisten en arruinar los planes aliados y enproporcionar a Napoleón la oportunidad deenfrentarse al más débil de los ejércitosoponentes y destruirlo, como ya ha hecho enotras ocasiones.

–Entiendo -dijo Stephen-. Pero, ¿estoy en locierto al suponer que el papel representado porlos Asesinos es más sutil que el salvaje eimpetuoso asalto por parte de los bashi-bazouk?

–Sí. Una banda leal a Fedai podría hacer ungran servicio a la causa napoleónica asesinandoa Schwarzenberg, a Barclay de Tolly, a cualquierpríncipe imperial o a cualquier cabeza pensante.Pero aun así tendrá que producirse unaintervención masiva, preferiblemente de noche, yuna lucha cruenta para extender el pánico entodas sus dimensiones, la desconfianza mutua yprovocar el retraso.

–¿De dónde provendrá el dinero?–El turco acepta a regañadientes -respondió

el señor Dee-. Los estados bereberesproporcionarán voluntarios y una décima partedel total cuando vean el resto. Marruecos vacila.Su auténtica esperanza reside en el regente

chiíta de Azgar, en quien depositan toda suconfianza. Se comenta en círculos entendidosque el oro ha sido prometido y que losmensajeros están a punto de partir (quizá ya lohayan hecho) para preparar el transporte,probablemente de Argelia.

–Hablo como un hombre totalmente ignorantede asuntos monetarios -dijo Stephen-. Sinembargo, siempre he supuesto que inclusoestados moderadamente florecientes comoTurquía, Túnez, Trípoli y demás, cuando no losbanqueros del Cairo y de una docena deciudades, podrían reunir más o menos un millónsin apenas dificultades. ¿Me equivoco?

–Totalmente, mi querido señor, si me permiteusted decirlo. Totalmente equivocado en lo que ala actual coyuntura se refiere. Debe comprenderque varios de mis primos son banqueros en laCity (uno de ellos, asociado con NathanRothschild) y que ejerzo de consejero en lo que aasuntos relacionados con Oriente se refiere. Demodo que estoy en posición de asegurarconfidencialmente que, en este momento, no haybanco por esos lares que pueda reunir sin

problemas tanto dinero, y mucho menosadelantar un solo maravedí con seguridad. En loque a los gobiernos se refiere…

Se inclinó y su voz se volvió más diáfana, másjoven, y su mirada, chispeante y llena de vida.Hizo una relación de la base económica de todoslos países musulmanes desde el Golfo Pérsico alAtlántico, sus ingresos y deudas, sus prácticasbancarias y fórmulas de crédito, y lo hizo de talforma que dio la impresión de poseer unainmensa competencia y autoridad en el tema. Sehabía desvanecido por completo la anteriorprolijidad, propia de un anciano.

–Su única esperanza reside pues en IbnHazm de Azgar -exclamó Stephen-. Estoy segurode ello, señor. ¿Tendría usted la inmensaamabilidad de explicarnos algo del lugar y de suregente? Me sonrojo al confesar que no sé nadani de lo uno, ni de lo otro.

–Cómo no. Es modesto y prácticamentepodría decirse que carece de historia. Sinembargo, se encuentra felizmente asentado en laencrucijada de tres rutas caravaneras, pues allíse encuentra uno de los pocos manantiales que

hay en tan vasta área, cuyas aguas surgen purasy frescas de la roca; riega un singular terrenoarbolado, compuesto por palmeras que alumbranel fruto del dátil. Es un lugar defendido por suenclave, por los sepulcros de tres santosmusulmanes universalmente reconocidos, por laaridez de la zona y por la sagacidad de unaestirpe de regentes que se remonta a la nochede los tiempos. Por una costumbre inmemorial, elpequeño estado se rige por leyes que no difierenmucho de las que he podido observar en unbuque de guerra bien gobernado: todo hombretiene su lugar y su función. El día queda divididopor el sonido de un cuerno de carnero, que llamaa la asamblea, al rezo, a las comidas,diversiones y demás, y, exceptuando la épocadel Ramadán, también se lleva a cabo unejercicio diario con los cañones o las armascortas. Es más, debe usted saber que lasacostumbradas tasas y peajes a las caravanasse cobran en forma de pequeños lingotes de oropuro, y siempre ha sido así. Se pesanpúblicamente, y se dividen, tambiénpúblicamente, según un reparto establecido, a

menudo se cortan o reducen a polvillo, y luego sepesan de nuevo con una precisión extraordinariapara dar con la cantidad exacta. El regenteobtiene la mayor parte, y en el transcurso devarias generaciones debe de haberseacumulado en una suma considerable, pese a laproverbial caridad de la familia. No se sabedónde lo guardan (en Azgar, la curiosidad estáfuera de lugar), pero puesto que el jeque pasa lamayor parte del tiempo en el desierto, con losfamosos rebaños de camellos de Azgar, lo másprobable es que disfrute de cámaras de unaseguridad impenetrable en cualquiera de lasnumerosas cavernas que se encuentran donde lapiedra caliza se alza sobre la arena. En cualquiercaso, posee los medios y el celo necesariospara llevar a cabo esta delicada operación.

–¿Existen en economías de este tipo lascartas de crédito, los pagarés o algo por el estilo,señor?

–No son ajenos a estas fórmulas, como esnatural entre mercaderes que se han vistoobligados a tratar entre sí durante muchos años.Sin embargo, en el caso que nos ocupa, el oro

tendrá que viajar forzosamente hasta la costa y,después, tomar un barco, nada del otro mundodisponiendo como disponen de una tropaarmada, montada en camellos de Azgar, y de losjabeques o galeras Argelinas. No sienten un granapremio, debido al paso con que se mueve elruso, aunque nuestra información más recienteapunta a que los mensajeros de las cofradíaspodrían a estas alturas viajar de camino a Azgar.Entretanto, mucho antes de que Barclay de Tollyy Schwarzenberg puedan reunirse, se esperaque la Armada real haya impedido que cualquierbarco de guerra francés renegado ayude atransportar el oro por mar, así como que ningúnbarco procedente de las costas africanas arribea los puertos del Adriático.

El señor Dee hizo una pausa. El color quehabía vigorizado la expresión de su rostrodesapareció, y volvió de nuevo a ser el viejoausente de antes. Al ver la mirada de evidentepreocupación que le dedicaba Kent, añadió:

–Le ruego que continúe, señor Kent.–Muy bien, señor -dijo William Kent-. Doctor

Maturin, cuando tratamos este asunto con sir

Joseph y sus colegas, se sugirió que con elconocimiento de usted de esos lares y de losfuncionarios turcos que los gobiernan, al menosnominalmente, así como de importantespersonalidades civiles y eclesiásticas, podríausted ejercer cierta presión. En una palabra, quepodría hacer fracasar esta conspiración. ElMinisterio considera este asunto de sumaimportancia, y podría usted recurrir al Tesoropara disponer de grandes sumas de dinero, encaso de que considerara necesario llevar a caboarbitrarios arrestos ejemplares, así como otrasacciones. – Miró fijamente a Stephen, tosió yañadió-: Uno de los allí presentes dijo que podríausted rechazar nuestra petición de ayuda pormotivos personales, aduciendo que susconocimientos del turco y el árabe no estaban ala altura de sus elevadas exigenciaspersonales…

–¿Árabe?–Sí, señor. Podría resultar necesario

intervenir en África, en Argelia o en alguno de losdemás puertos, por ejemplo, o, probablemente,en la propia Azgar. Hubo quienes observaron

que su dominio de las lenguas ya le habíapermitido tratar de forma admirable con turcos,albaneses y montenegrinos en anterioresocasiones. Sin embargo, sir Joseph, aunque semostró de acuerdo con esta última apreciación,dijo que un ayudante capaz de escribir en ambaslenguas podría quitarle a usted un considerablepeso de los hombros. Aseguró que tanto el señorDee… -Kent inclinó la cabeza ante el ancianocaballero, que hizo lo propio- como él mismo,conocían a la persona adecuada, cuya discreciónestá garantizada, cuyo comportamiento yconversación acostumbran a ser más queaceptables, y cuya compañía podría resultarle austed muy agradable. Se trata de un hombre demedicina.

–En el caso de ambas lenguas, así como delhebreo, es tan importante el conocimientoliterario como el simple dominio coloquial -dijoStephen-. ¿Cabría alguna posibilidad deconocerlo?

–En este momento se encuentra en Gibraltar,doctor -respondió Kent-. Me pareció entender, ajuzgar por lo que dijo sir Joseph, que usted quizá

ya lo conozca.–Me permite preguntarle, señor -dijo el señor

Dee, resucitado-, si tiene usted algo en contra delos judíos.

–Nada en absoluto, señor -respondióStephen.

–Me alegro -dijo el señor Dee-, puesto que elcaballero… el caballero médico en cuestión, esun judío, un judío español. Quiero decir que tuvola educación de un sefardí ortodoxo, lo cual nosólo le proporcionó el curioso castellano que lossefardíes hablan en África y dominios turcos, sinotambién el hebreo y el árabe, además de unaequiparable fluidez en turco. Sin embargo, con lainfluencia de la Ilustración y el paso de los años(estudió en París antes de la Revolución), susprincipios se volvieron más… podríamos decirque más liberales. Mucho más, de hecho: sepeleó con la Sinagoga, lo cual tuvo desastrosasconsecuencias en su práctica de la medicina,pues, desde el punto de vista económico,dependía por entero de sus miembros. Sufriónumerosos apuros; no obstante, antes de queesto sucediera, por pura y simple amabilidad,

había aprovechado sus conocimientoslingüísticos para ayudar a una de nuestrasamistades; hace un tiempo, se sugirió laposibilidad de dotar a esta ayuda de una mayorformalidad. Desde entonces, ha llevado a cabovarias misiones para nosotros, por lo general encalidad de mercader de piedras preciosas,terreno en el que posee amplios conocimientos.Con sus amplios conocimientos en diversoscampos, entre los cuales destaca la medicina, suservicio ha sido muy satisfactorio. Por supuesto,hemos comprobado en repetidas ocasionessu… su discreción, del modo habitual.

–Dígame, señor, ¿está casado el caballero?–Creo que no -respondió Kent-. Pero si es el

desdichado evento de mañana lo que le empujaa hacer esta pregunta, puedo asegurarle a ustedque el caballero es totalmente ortodoxo en esesentido. Residió un tiempo en Argelia en nuestrobeneficio, y el agente que nos informabamencionó a dos amantes, una blanca y la otranegra. Pero, aparte de estas damas, tienemuchos conocidos en Argelia, pues sushabilidades musicales hacen de él alguien bien

recibido entre los europeos de altura. Estosconocidos podrían resultar de gran valor siArgelia fuera el puerto escogido, lo cualparece…

–Muy cierto -interrumpió el señor Dee-. Perodebo insistir en que los puertos y astilleros delAdriático sean nuestra primera opción. Unademostración de fuerza, la eliminación deenemigos potenciales y la presencia de laArmada real causarán por necesidad un granefecto en las cofradías, un efecto tan importanteque su conspiración podría verse abortada.Todos nuestros esfuerzos deberían dirigirse a talefecto. Soy demasiado viejo y me sientodemasiado achacoso como para poder serlesde ayuda, pero mis primos tienen un banco enAncona, justo al otro lado del agua, y desde allípuedo cartearme con mis amistades turcas enlas provincias otomanas, y coordinar nuestrasoperaciones. También puedo comunicarme conLondres, por mediación de los mensajeros de labanca.

* * *Mientras se desarrollaba esta conferencia,

Jack había estado demasiado ocupado con elresto de la escuadra. De camino a Madeirahabía invitado a comer a todos los capitanes,había subido a bordo de todos los barcosrepetidas veces, y había logrado hacerse unaidea de sus habilidades. Sin embargo, seguía sintener claro cómo dividirlos para las tareas quedebía desempeñar. Para las acciones que debíallevar a cabo en el Adriático, era mejortransbordar el gallardetón a la Surprise, queposeía una maravillosa facilidad para lanavegación y era su antiguo barco, con unadotación adiestrada en la que podía confiar,capaz de una mortífera cadencia de fuego. Pero,al plantearse qué barco podía acompañarlos,tenía dudas entre la Pomone y la Dover. Ladiferencia de peso en metal por andanada no erainferior a ciento cuarenta libras. No obstante, laPomone, de treinta y dos cañones, era un barcodesdichado, cuyo capitán reposaba en Funchalcon la pierna rota y la perspectiva de unaimprobable recuperación, y cuyo segundo almando, un teniente, aguardaba su juicioconfinado en su cabina, acusado de los cargos

contemplados en el vigésimo primer artículo delcódigo militar, relacionados con «el detestablepecado contranatura…». Lord Keith habíanombrado para el mando a un joven oficial,recientemente ascendido al empleo de capitánde navío. Fuera cual fuese el resultado deldesagradable juicio que se celebraría al díasiguiente, la dotación de la Pomone estaríaalterada: nuevos oficiales, nuevas costumbres.Las burlas.

–¿Babor, señor? – preguntó Bonden en vozbaja.

Jack asintió. La canoa enganchó el bichero, yJack se dirigió al costado de la fragata,pensando aún en sus cosas. Hacía rato quehabía visto a la falúa del buque insigniatrasladando a los civiles, y confiaba en poderencontrar a Stephen en la cabina.

–¿Dónde está el doctor? – preguntó en vozalta.

–Pues está en la cabina del otro doctor -respondió Killick, que apareció como por arte demagia-, conversando de asuntos físicos ybebiendo un añejo jerez de las Indias Orientales.

El doctor Glover pidió otra botella hará un cuartode hora.

De hecho, en ese preciso instante hablabansobre la impotencia. Su conversación habíaempezado cuando, después de calificar a laJunta de Enfermos y Heridos como a un atajo deascitas incompetentes, capaces tan sólo debailar alrededor de un pellejo de vino, el doctorGlover había preguntado a Stephen si se habíaenterado de la muerte del gobernador Wood deSierra Leona.

–Ay, así es -respondió éste-. Un hombre de lomás hospitalario. Su esposa y él nos trataron conla mayor amabilidad posible cuando estuvimosallí a bordo del Bellona. Estoy a punto deescribir… Es el tipo de carta más difícil quequepa imaginar, por mucho que uno aprecie aldestinatario, y por mucho que uno comparta sudolor. Lo lamento extraordinariamente por ella.

Apurada la copa, el doctor Glover guardósilencio durante unos segundos. Luego, miró desoslayo a su viejo amigo y dijo:

–Estuve en Freetown durante la mayor partedel año, y traté a ambos en calidad de pacientes.

Puedo contarle, y que quede entre colegas, queen este caso las condolencias de rigor seríanperfectamente adecuadas, aunque extralimitarsepodría resultar ofensivo. ¿Sabe? Su relación notenía mucho que ver con un matrimonioconvencional. El gobernador era impotente.Adopté las medidas acostumbradas y algunasotras no tan acostumbradas. Sin embargo, nofuncionaron. Ignoro cómo entablaron relaciones,o qué hicieron al respecto, pero dormían enhabitaciones separadas y tuve la impresión deque vivían en triste cohabitación. La culpa y elresentimiento yacían justo bajo la superficie. Porsupuesto, él era un hombre muy ocupado, y porsuerte ella se dedicaba a sus estudios deanatomía, para los cuales mostraba dotes pococomunes. No. Condolencias, sí; pero que seantempladas, muy templadas… Además, no se daen este caso uno de los motivos más habitualespara lamentar la pérdida de alguien, pues ellavive con desahogo. Conozco a su familia deLancashire.

–Mucho mejor. Y ahora, volviendo al tema dela impotencia. ¿Era física?

–No, en absoluto.–¿Era adicto el paciente al opio?–Seguro que no. En una ocasión le

administré una dosis muy moderada, y seasombró de los efectos. No, no. Todo estaba enla cabeza, y cuan innumerables y extrañas sonlas obsesiones que un hombre físicamentenormal, activo e inteligente, puede albergar en lacabeza; aparte, claro está, de la ansiedad, tan…¿sí?

–El comodoro desea que le transmita susmejores deseos, señor -dijo un guardiamarina-, yque comunique al doctor Maturin que le gustaríahablar con él en cuanto el caballero tenga unmomento. Me ha pedido que les advierta que nole corre ninguna prisa.

–Ha sido usted muy amable -dijo Stephen aldoctor Glover, inclinando la cabeza-. Por favor -dijo al muchacho-, dígale al comodoro que iré abuscarlo de inmediato.

* * *–Ah, Stephen, aquí estás -saludó Jack-. Debo

pedirte disculpas por haberos interrumpido. Peropuesto que estoy convencido de que te has

enterado de la muerte del pobre gobernadorWood, creí que querrías saber que hay unmercantón que partirá a última hora de la tarde,por si deseas enviar… Ah, también el almirantedespachará dentro de una hora un barco correoa Inglaterra. Le he solicitado que permita aWilliam Reade traernos la Ringle, y puesto quenecesitará de uno o dos días para prepararse, elmuchacho podría visitar Woolhampton, llevar lacorrespondencia y traernos noticias.

–Me había enterado de la muerte del capitánWood, por supuesto, que Dios se apiade de sualma, y he estado escribiendo mentalmente unacarta a su viuda. Quizá pueda terminarla atiempo para esta tarde, aunque armado de unapluma soy lento, seco y árido. Respecto aWilliam Reade, si fuera tan amable de comprarun buen aro en Portsmouth y regalárselo de miparte a Brigid, con todo mi amor, además deentregarle esta corona, le quedaría eternamenteagradecido. Y si me trajera el cuerno de narval, omejor el colmillo, ese colmillo que tanamablemente me regalaste hace un tiempo,también le estaría muy agradecido. Anoche

estuve reflexionando acerca de su estructura,porque me he enterado de que en Mahónprobablemente encontraremos a un eminenteingeniero, metalúrgico y filósofo natural, JamesWright, y confío en que pueda decirme si…¿Recuerdas con claridad el cuerno del que tehablo?

–Bastante bien.–Pues que pueda decirme si esas espirales,

o quizá debería llamarlas cuerdas retorcidas uondulaciones, que discurren desde la base hastaprácticamente la propia punta, refuerzan oproporcionan elasticidad a tan inverosímilestructura.

–Le ruego que me perdone, señor -dijoKillick-, pero su mejor sombrero no está encondiciones de lucir en el buque insignia. – Y lemostró un sombrero con cinta dorada, muy bonitopero extrañamente abollado-. Por lo visto lo pisóusted el pasado jueves y lo guardó en la caja sindecir una palabra; aún estamos a tiempo deponerlo en condiciones en Broads.

–Adelante, Killick -dijo Jack-. Pídele un boteal señor Willis. – Ya Stephen-: Añadiré tus

peticiones en la carta que escribiré a Reade: Unaro y una corona para Brigid, con todo tu cariño,y el cuerno de narval.

–Y también recuerdos a mi querida Sophie,por supuesto, y mis mejores deseos paraClarissa Oakes. Encontrará el cuerno en elinterior de una caja de arco que guardo en unaalacena de la cámara. Querido amigo, lamentoverte tan desanimado.

–Odio los consejos de guerra, sobre todo losde esta clase. ¿Asistirás?

–No. Tengo una cita en tierra. – Observaron laamplia curva que trazaban los fanales sobre laparda Roca como telón de fondo, tanimpresionante, tan extraordinaria como siempre-.Jack -añadió en un tono significativo, que aambos les resultaba familiar-, es posible que alvolver me acompañe un ayudante de cirujano. Sino me equivoco, no sería adecuado que elcaballero compartiera el rancho con losguardiamarinas y los suboficiales, de modo quesi no puede ser admitido en la cámara deoficiales, quizá pueda permitirme el lujo deconvidarlo en calidad de invitado.

–Pues claro que sí -dijo Jack-. Sin embargo,si es un caballero de cierta edad y posición,como supongo, estoy convencido de que losmiembros de la cámara de oficiales harían lavista gorda, sobre todo teniendo en cuenta que túcasi nunca los acompañas. Podría ocupar tulugar.

–En lo que a posición se trata, el caballero estan médico corno yo, un doctor en medicina.Estudiamos juntos en París durante un tiempo.Tiene algunos años menos que yo, pero ya se hagranjeado una gran consideración comoanatomista. Será lo más adecuado; además, esun músico competente, y seguro que con eltiempo considerarás la posibilidad de invitarlo devez en cuando a tocar… Sí, eso será lo mejor.

–Oh, no te lo había contado -exclamó Jack, aquien no se le había escapado la incomodidadde Stephen-. Mañana será un día infernal. Voy atransbordar el gallardetón a la Surprise, y seefectuarán algunos cambios importantes.

Aparte de todo, a nuestra escuadra le hanprometido dos levas nuevas para solucionarnuestra falta de marineros.

* * *Se desató un infernal estruendo poco antes

de las ocho campanadas de la segunda guardia,cuando, en una completa oscuridad, la gente quedebía transbordar a otros barcos empezó ahacer los baúles y a arrastrarlos a lo largo de losestrechos y atestados corredores, para despuéssubirlos por las empinadas escalas ydepositarlos en rincones estratégicos, desde loscuales poder subirlos a cubierta en cuantoabarloaran los botes. A menudo dichos rinconesestaban ocupados, lo cual daba pie a disputas,en ocasiones muy acaloradas, y después a unnuevo estampido cuando el baúl derrotadoemprendía la búsqueda de otro rincón. A lasocho campanadas, o lo que es lo mismo, a lascuatro de la madrugada, la parte de la guardia deestribor que había logrado seguir durmiendodespertó con el estrépito habitual para formar encubierta. Poco después se despertó a losociosos, y durante las dos horas siguientes, tantoestos como los componentes de la guardia deestribor limpiaron las cubiertas con agua, arena ypiedra arenisca de todos los tamaños, además

de los lampazos de rigor. Apenas se hubieronsecado las inmaculadas cubiertas cuando se pitóa descolgar los coyes y, en mitad de unaactividad frenética, se acercaron los botes de laDove, la Rainbow, la Ganymede y el Briseis.Desdichadamente, el oficial de guardia, el señorClegg, estaba en plena escala de toldilla,tranquilizando los ánimos tras una pelearelacionada con unos baúles que se encontrabanpeligrosamente cerca de la sagrada cabina, y elsegundo del piloto, al malinterpretar sus gritos,permitió abarloar a los botes. Los marinerosinvadieron la cubierta con sus pertenencias, locual obligó a un capitán alto, furioso y vestido encamisón, a Jack Aubrey en persona, a restauraralgo parecido al orden.

–Lamento mucho tamaño pandemonio,Stephen -dijo cuando finalmente pudieronsentarse a disfrutar del desayuno, servido porKillick, silencioso y retraído-. Todo este ajetreoarriba y abajo, el griterío, propio de los cerdos deGad…

El desayuno en sí fue muy adecuado, conabundante ración de huevos duros, salchichas,

beicon, un sabroso pastel de cerdo, panecillos ytostadas, y crema para el café. Pero de pocodescanso sirvió, pues a cada bocado lesinterrumpían los mensajes de un barco a otro, amenudo entregados por guardiamarinasaseados, cepillados y extraordinariamentenerviosos, que transmitían los mejores deseos desu capitán, para pedir a continuación el honor deque les asignaran unos pocos, sólo unos pocos,marineros de primera, amén de carronadaspesadas en lugar de cañones de nueve libras, ouna innumerable variedad de pertrechos que lainfluencia del comodoro con los funcionarios delastillero podría proporcionarles. Más irritante aúnfue la incesante preocupación de Killick por elespléndido uniforme con el cual asistiría Jack alconsejo de guerra; la intolerable manera quetenía de poner bien la servilleta que protegía loscalzones y el faldón de la casaca y susmasculladas advertencias acerca de la yema dehuevo, la mantequilla, el aceite de las anchoas, lamermelada…

Finalmente entró un suboficial de guardia conobjeto de transmitir los mejores deseos del

primer teniente y anunciar que el RoyalSovereign había izado la señal conforme elconsejo de guerra se celebraría en breve.Tomaron una última taza de café y ambossubieron a cubierta. Sobre las aguas calmas dela bahía, las falúas de los capitanes recorrían yael trecho que los separaba del buque insignia.Jack contempló la escena y, tras un momentáneotitubeo, se despidió inclinando la cabeza y sedirigió al portalón, mientras contramaestre yayudantes tocaban el pito, y el conjunto de toda laoficialidad del barco saludaba a modo dedespedida.

* * *–Señor. Señor, si es tan amable -dijo por

segunda vez una voz de niño, matizada por ciertaimpaciencia; al volverse hacia el pasamanos,Stephen vio el rostro familiar del joven Witherby,antes del Bellona. Los traslados de oficiales ymarineros desde el nombramiento de Jack parala Pomone nunca habían llamado demasiado laatención de Stephen. Sabía que tanto el timonelcomo la dotación de la falúa de la Surprisehabían seguido a su capitán, pero qué hacía ese

chico ahí era algo que se le escapaba; claro que,había tantas, tantas cosas que no entendía amenos que hiciera un esfuerzo determinado porconcentrarse en el presente…

–Buenos días, señor -saludó el muchacho-.Tengo entendido que quiere usted desembarcar,y aquí mismo, a popa, tengo un chinchorro, demodo que si es tan amable de seguirme.

Witherby le dejó en las escaleras de RaggedStaff, y en cuanto hubo franqueado SouthportGate se encontró en un entorno familiar. Eltransbordo a la desconocida Pomone, aunqueno tuviera la menor importancia como tal, le habíaresultado particularmente inquietante. Caminó abuen paso hasta llegar al cómodo hotelThompson, un lugar carente de pretensiones,mirando a izquierda y derecha las tiendas yedificios que conocía desde hacía años. Muchoscasacas rojas, muchos oficiales de la Armada,pero nada parecido a la muchedumbre que sereunía en Gibraltar en tiempos de guerra.

–Vengo a ver al doctor Jacob -dijo en larecepción del Thompson-. Me está esperando.

–Sí, señor. ¿Quiere que baje?

–Oh, no. Dígame en qué habitación se aloja ysubiré.

–Muy bien. Pablito, acompaña a estecaballero al fondo del tercer piso.

Pablito llamó a la puerta; ésta se abrió y unavoz dijo:

–¿El doctor Maturin, supongo?Se cerró la puerta. Los pasos de Pablito

reverberaron en el hueco de la escalera. Eldoctor Jacob abrazó a Stephen, le besó enambas mejillas y le condujo a una habitaciónfresca, sombreada, donde había una jarra dehorchata sobre una mesilla y el humo del narguileflotaba en el techo, a la altura de los ojos.

–Me alegro tanto de que seas tú -dijo Jacob,guiándole hacia el sofá-. Estaba casi seguro,gracias a las calculadas indiscreciones de sirJoseph, de modo que te he traído una contracturade Dupuytren, un excelente ejemplo de lascontracturas que tanto os interesaron a ti y almédico francés. – Entró en el dormitorio y volviócon un tarro de cristal. Sin embargo, conscientede que Stephen no podría apreciar su regalo enla penumbra, abrió de par en par las puertas del

balcón y condujo a su amigo a la brillante luz delsol.

–Qué amable eres conmigo, querido Amos -dijo Stephen, observando la mano cortada,inmersa en alcohol, con los dedos medios tancrispados que las uñas se hundían en la carne-.Muy, pero que muy amable. Jamás había visto unejemplar tan perfecto. Ansío poder diseccionarlocon dedicación.

Pero Jacob, que no parecía escucharle, levolvió con suavidad al sol y le miró fijamente a losojos.

–Stephen, confío en que no habrás elaboradoalgún cruel diagnóstico personal.

–No -dijo Stephen, que en las menospalabras posibles explicó la situación, susituación personal. Amos no le incomodó conmayores muestras de compasión que unaprofunda y afectuosa presión en el hombro, einmediatamente sugirió que debían pasear hastalo más alto de la Roca, donde charlarían sobre laempresa que tenían entre manos sinpreocuparse por el hecho de que nadie pudieraoírlos.

–Es decir, si aún te interesa.–Me interesa mucho, y estoy totalmente

volcado en ello -dijo Stephen-. Si no fuera tanperverso, casi daría las gracias por la existenciade ese hombre malvado y de su odioso imperio.

Abandonaron a pie la población, subiendo ysubiendo hasta la misma cresta donde losacantilados caen sobre bahía Catalán, y allíStephen pudo ver, con muda satisfacción, que laaguilera del peregrino volvía a estar ocupada,con el halcón en el borde exterior, moviendoligeramente las alas y emitiendo leves chillidos.Durante todo el camino, mientras las avesmigratorias cruzaban la isla, a veces a bajaaltura, y a ambos lados, Stephen anotómecánicamente las peculiaridades (seisaguiluchos papialbos, más de los que había vistojuntos antes), observando cómo iban hasta elextremo opuesto que se alzaba sobre puntaEuropa, para luego volver a rodear la Roca; ytodo el tiempo, con mayor concentración yconciencia, Stephen prestó atención a todocuanto Jacob, gracias a sus notables fuentes deinformación, había averiguado acerca de los

puertos del Adriático, las cofradías musulmanas yel progreso de su urgente necesidad de dineropara pagar a sus mercenarios. También le habló,y con igual autoridad, del probable mecenas y dela presión que podría ejercerse sobre el dey deArgelia.

–No obstante, en lo que concierne a África -dijo-, me parece a mí que poco o nada podremoshacer hasta que hayamos obtenido algún queotro éxito en el Adriático.

Stephen se mostró de acuerdo, mientrasseguía con la mirada una bandada de cigüeñasnegras que sobrevoló el buque insignia; depronto observó que a bordo del Royal Sovereignya no ondeaba la señal que llamaba al consejode guerra; las falúas de los capitanes sedispersaban.

Durante el descenso caminaron casi todo eltiempo en silencio. Se habían dicho todo lo quepodían decirse a esas alturas, aunque confiabanen obtener más información en Mahón. Stephenobservaba a menudo la verga de mayor delbuque insignia. En aquellas aguas, elcomandante en jefe era un ser todo poderoso:

Podía confirmar la sentencia de muertedictaminada por el consejo de guerra sinnecesidad de recurrir al rey o al Almirantazgo. Enun consejo de guerra de la Armada, la sentenciase pronunciaba de inmediato. Era una decisiónirrevocable, y lord Keith no era muy amigo denada que pudiera retrasar sus planes.

Para cuando volvieron a la población, no vio anadie ahorcado en la verga; sin embargo, habíaen las almenas a ese lado de Southport Gatevarios oficiales, incluido Jack Aubrey y algunosotros pertenecientes a la Pomone, que mirabancon fijeza al sur de la ribera. Stephen se reuniócon ellos.

–Señor, ¿me permite presentarle al doctorJacob, el ayudante de cirujano del que le hablé?

–Encantado, señor -dijo Jack, estrechando lamano de Jacob. Hubiera dicho algo más, pero enese momento se alzó un fuerte murmullo a lolargo de todo el bastión, que aumentó de formaconsiderable cuando dos botes partieron delbuque insignia, remando hacia la costa yremolcando un enjaretado desnudo al cual seaferraban los prisioneros, empapados,

desastrados. Minutos después desamarraron elenjaretado, y el suave oleaje lo empujó a unosbajíos donde los prisioneros pudierondesembarcar. La multitud lanzó silbidos aislados,no muchos; media docena de personas losayudaron a llegar a tierra, arrastrando suspertenencias.

–Doctor Jacob -dijo Jack-, espero que puedasubir a bordo de inmediato. Deseo perder devista este lugar cuanto antes. – Y en un aparte, aStephen, añadió-: Repetí eso que me dijiste de«no hay sodomía sin penetración», que a todosapabulló; aunque debo admitir que la mayoría deellos se alegraron de sentirse apabullados.Convencí a los demás de que no debíanconsiderarlo más que un delito de indecencia.

–¿Y eso de que lo remolquen a uno a tierraen un enjaretado es la pena impuesta porindecencia?

–No. A eso lo llamamos usos y costumbresde la mar. Así son las cosas desde tiemposinmemoriales.

CAPÍTULO 2Hacía algunos años ya que Stephen había

llegado a la conclusión de que la vida en el mar,sobre todo en un barco de guerra, no era lo quequienes vivían en el interior imaginaban comouna merienda campestre pasada por agua. Sinembargo, nunca había supuesto que aquellaexistencia entre ambas, ni flotando en marabierto ni en tierra firme (con las ventajas queésta podía ofrecer) pudiera ser tan ardua.

La escuadra, reunida con prisas y falta dedotación por necesidad, tuvo que serreorganizada a conciencia, sobre todo ladesdichada Pomone, puesto que un barcosiempre acusaba el haber sufrido un juicio porsodomía, y aunque sus gentes no llevaban abordo mucho tiempo era suficiente para sentirseparte de la fragata y lamentar las voces que oíanen tierra, o las sonrisillas y significativos silencioscuando un grupo de ellos entraba en una taberna.Después de todo, uno de sus oficiales había sidoexpulsado de la Armada de la forma másignominiosa posible, remolcado a tierra sobre unenjaretado, a la vista de innumerablesespectadores; y parte del descrédito salpicaba asus antiguos compañeros de dotación. Esta

vergüenza corporativa afectaba de formaconsiderable a la disciplina, que de todas formasnunca había sido el punto fuerte de la Pomone.Un nuevo capitán, con un segundo teniente queno conociera a nadie a bordo, probablemente nosolucionaría esta situación en un futuro cercano.El barco contaba con un buen contramaestre, y elcondestable, aunque desmoralizado, era unhombre concienzudo y trabajador. Él y el capitánPomfret se llevaron una sorpresa cuando elcomodoro los invitó a acompañar a la Surprise alEstrecho, frente a Algeciras, con objeto de queambos barcos pudieran ejercitar los cañoneslargos, disparando a objetivos remolcados porembarcaciones auxiliares. Los de la Pomonehicieron un brillante papel y se mostraronrazonablemente rápidos en la pantomima detrincar en batería los cañones de dieciocholibras, aunque algunas de las brigadas que losservían titubearon a la hora de dispararlos. Sólotres o cuatro de la batería de estribor parecíantener nociones de abrir fuego a una distancia queno fuera de penol a penol, así como ciertaexperiencia a la hora de tener en cuenta el

balanceo en el momento de disparar. Los cabossegundo y primero de cañón eran bastantecompetentes, pero los guardiamarinas a cargode las divisiones dejaban mucho que desear, yalgunos de los sirvientes parecían no haber vistoen la vida disparar un cañón con prisas. La fuerzadel retroceso los dejó paralizados, y tras lasprimeras muestras de indecisión algunostuvieron que ser llevados, o conducidos, bajocubierta, heridos por los bragueros, loscascabeles o, incluso, por los ángulos queformaban las propias cureñas. Los infantes demarina ocuparon sus puestos y, al menos, seapartaron a tiempo, pero en conjunto fue unaexhibición lamentable, y los de la Surprise notuvieron piedad a la hora de hacerla más patentesi cabe, cuando destruyeron, totalmente, el hastael momento incólume objetivo gracias a tresandanadas efectuadas en cinco minutos y diezsegundos de reloj.

–Capitán Pomfret -dijo Jack antes deabandonar el barco-. Puedo predecir muchoejercicio con las baterías, mañanas y tardes, asícomo al toque de generala. Cada equipo debe

conocer las piezas concienzudamente, de modoque ni siquiera tengan necesidad de pensar en loque hacen, y estoy convencido de que ustedopina lo mismo.

–Sí, señor -dijo Pomfret, intentando dominarel apuro que sentía-. Lo único que puedoavanzarle es que estamos lamentablementefaltos de hombres, y que la dotación no llevaunida mucho tiempo.

–¿Cuenta con hombres suficientes paragobernar la pinaza y la lancha?

–Sí, señor.–Entonces, permita al primer teniente y al

segundo, cuando éste suba a bordo (sé que elalmirante pretende asignarle a un excelentejoven) echarla al mar durante la segunda guardiapara situarse al pairo frente a cabo Espartelhasta el alba. Me asombraría que no reclutarausted forzosamente a una veintena de hombresde los mercantes que crucen, los cuales aún noestarán al corriente de las noticias. Pero sobretodo ponga a trabajar a su gente, más aún a losjóvenes caballeros (malditos vagos,vagabundeando por ahí con las manos en los

bolsillos); mucho, que trabajen con tesón, pero nolos vilipendie. Alabe su conducta siempre quepueda; descubrirá que funciona muy bien. Lapróxima semana tendrán ocasión de disparar deverdad, y no hay nada que los complazca más, almenos en cuanto se acostumbren al ruido.

De regreso a puerto, Jack visitó los demásbarcos y embarcaciones de su escuadra, aquienes ordenó tocar la generala y, al menos,arranchar los cañones. La exactitud de la trincaadujada del cañón, aferrada al cáncamo sobre laportilla, la vuelta del braguero en el cascabel, laubicación impecable de sacatrapos, lanada,cuerno de pólvora, atacador, tornillo hueco,rascador, cuña de puntería, palanquines y elresto, detalles estos que revelaban a quienconociera el negocio el celo de la brigada queservía el cañón, e incluso más acerca delguardiamarina que estaba al mando de lasubdivisión. La Dover, que aún estaba enproceso de reconversión, se hallaba en unestado lamentable, pero no tanto como pararestarle todos sus méritos. Los demás lolograrían con la práctica, y el pequeño Briseis,

una de las numerosas embarcaciones llamadasbergantines-ataúd por su tendencia a tumbar decostado e irse a pique, era muy brillante. Así selo dijo a su capitán, y los marineros que seencontraban cerca sacaron pecho de purasatisfacción.

Regresó a la Surprise y a la familiar yelegante cámara, que pese al nombre no era tal,pues no era lo bastante espaciosa como paradar cabida a todo el papeleo administrativo queformaba parte de sus responsabilidades. Nohabía más de seis barcos o embarcaciones en laescuadra, pero sus libros y documentossaturaban ya el escritorio del comodoro. Aunquela cifra de hombres a los que debía dedicar sutiempo no superaba el millar, tenía que separar yagrupar a los más importantes para el gobiernode la escuadra, con los comentarios de rigor quehasta la fecha había escrito acerca de sushabilidades. Para ordenar dichos comentarios,había pedido al carpintero unas bandejas deescritorio, de tal modo que al cabo dispusiera detodos los elementos a su alcance, elementos quereordenar después según las tareas que la

escuadra pudiera verse llamada a realizar. Encircunstancias tan extraordinarias como laspresentes, sin ningún rol de tripulantes totalmentecerrado (a excepción de los marineros de laSurprise y, hasta cierto punto, de la Briseis),disponía de libertad para ello.

Sin embargo, Jack Aubrey era personaordenada por temperamento y riguroso empeño,y no había puesto un pie en la cámara cuando vioque el orden estaba comprometido, que algunamano criminal había mezclado al menos treselementos en una misma pila, y que esa mismamano había extendido diversos manuscritos depapel pautado, correspondiente a la partitura deuna pavana en do menor.

–Oh, te ruego que me perdones, Jack -exclamó Stephen, que apareció caminando abuen paso, procedente del jardín de popa-. Seme ocurrió algo que he tenido que anotar, peroconfío en no haber desordenado tus cosas.

–No, en absoluto -dijo Jack-. Ah, Stephen,creo haber solventado tu problema. Creo que tehe encontrado un asistente que estoy seguro teconvencerá.

Stephen, por mucho que pudiera preocuparlesu música (sólo le quedaban dos compases porescribir, aunque el mágico sonido se esfumabaya del oído interno) y por muy convencido de queel «No, en absoluto» de Jack ocultaba enrealidad una profunda irritación, no respondiómás que con una mirada interrogativa. Debía elhecho de haber sobrevivido en su faceta deagente de inteligencia a su agudeza de oído parala falsedad, y las últimas palabras de Jack leparecieron totalmente falsas.

–Sí -continuó Jack-, entre unos reemplazosentregados a la escuadra procedentes delLeviathan, que ahora se reaprovisiona, subierona bordo Maggie Cheal y Poll Skeeping; estaúltima trabajó en Haslar, y está acostumbrada acualquier cosa que guarde relación con la sangrey el horror.

–¿Te refieres a dos mujeres, amigo mío?¿Tú, que siempre has detestado el olor a faldasa bordo de un barco? Esa invariable fuente deconflictos, peleas y mala suerte que no tienecabida en un barco, sobre todo si se trata de unbarco de guerra. Jamás he visto a una mujer a

bordo de un barco de guerra.–¿De veras, Stephen? ¿No las viste

colaborar con las brigadas de cañón y cargar labala en el Bellona?

–Jamás en la vida. ¿Acaso no permanezcoencerrado en la enfermería durante el combate?

–Cierto, muy cierto. Pero si Jill Travers, porejemplo, la esposa del velero que ayudó a servirla pieza número ocho, hubiera sido herida, lahabrías visto.

–En serio, Jack, ¿te ves obligado a subir abordo a estas mujeres? Tú, que siempre hasvituperado a esas criaturas.

–Éstas no son criaturas, en el sentido quepuedan serlo las prostitutas o las furcias dePortsmouth, oh, no. Son por regla general demediana edad o mayores, a menudo esposas oviudas de un suboficial o de un oficial de cargo.Puede que una o dos hayan huido como lamuchacha de la saloma, con pantalones, paraacompañar a su marinero cuando se hace a lamar. Sin embargo, la mayoría se hanacostumbrado al mar durante estos diez o veinteúltimos años, y se manejarían como marineros de

no ser por la falda o, quizá, por el chal.–Pero aun así no he visto a ninguna mujer,

aparte de la extraña esposa del condestable quecuida de los pequeños. Y aparte, claro está, deesa pobre y desdichada señora Horner, en JuanFernández.

–No me extraña, dado que hacen lo posiblepor esconderlas. No pertenecen a ninguna de lasguardias, por supuesto, y no aparecen cuando eltoque de generala, ni en ningún otro lugar ocircunstancia, excepto cuando se apaña lacapilla los domingos. – En cualquier otromomento, hubiera añadido que pese a su pasiónpor la botánica y las aves curiosas, Stephen eraun tipo muy poco observador: ni siquiera sehabía percatado de las brillantes llaves depedernal que a esas alturas, gracias a lord Keith,adornaban los cañones de la Surprise, y queanulaban el potencial fallo a la hora de dispararcuando el botafuego vacilaba sobre el fogón o loapagaban las olas, fallos capaces de marcar porescasos segundos la diferencia entre la victoria yla derrota. Relucían con todo el esplendor del orode una guinea, el orgullo de las brigadas, que

subrepticiamente les echaban el aliento paradespués limpiar el rocío con un pañuelo de seda.

–¿Una asistente?, por el amor de Dios. Mepregunto por qué, Jack.

–Vamos, vamos, Stephen. Estamos hablandode una anciana de sesenta años o más. Es unaforma de hablar, la forma en que losdenominamos en la Armada. Y hablando deformas de hablar, Poll es como la bala rasa:amable, alegre, concienzuda… además es unamujer que no despertará las tendenciasamorosas de la enfermería, está acostumbrada atratar a los marineros y no dudaría a la hora defrustrar sus intenciones. ¿Querrías al menoshablar con ella? Le prometí mencionar sunombre. Fuimos compañeros de rancho en unaocasión, y puedo asegurarte que es muy amable;nada de vilipendiar; ni de dar órdenes a voz engrito, ni de desobedecer una orden, aunqueprovenga de un suboficial. Es amable, honesta,sobria, y muestra una gran sensibilidad con losheridos.

–Por supuesto que quiero conocerla, queridoamigo. Sabe Dios que una enfermera honesta,

amable y sobria es una criatura valiosa donde lashaya.

Jack hizo sonar la campana y, al acudirKillick, dijo:

–Dile a Poll Skeeping que el doctor la recibiráde inmediato.

Poll Skeeping llevaba veinte años en la mar,con ciertas excepciones, a veces bajo lasórdenes de oficiales inflexibles y tiránicos. Noobstante, a ella ese «de inmediato» no leimpedía ponerse un delantal limpio, cambiarse elcasquete y buscar sus referencias. Asípertrechada, se apresuró en dirección a la puertade la cámara, llamó a la puerta y entró, algojadeante y a todas luces nerviosa. Se inclinó anteambos oficiales, con las referencias apretadascontra el pecho.

–Siéntese, Poll -dijo el capitán Aubrey,señalando una silla-. Le presento al doctorMaturin, a quien le interesa hablar con usted.

Ella dio las gracias y se sentó, envarada,esgrimiendo el sobre que contenía lasreferencias a modo de escudo.

–Señora Skeeping -dijo Stephen-. Carezco

de un asistente, y aquí el capitán me hacomentado que a usted podría interesarle elpuesto.

–Es muy amable por parte de su señoría -dijo,inclinando la cabeza en dirección a Jack-. Seríaun placer ser su asistente en la enfermería delsollado, señor.

–¿Me permite preguntarle por su experienciay calificaciones profesionales? El capitán ya meha dicho que es usted amable, concienzuda ydelicada con los heridos; por supuesto, a duraspenas podría exigirse más. Pero, ¿qué me dicede la amputación, la litotomía y el uso deltrépano?

–Bendito sea, señor; mi padre, que Dios loguarde -dijo al tiempo que se persignaba-, eracarnicero y matarife de caballos a gran escala,es decir, que sólo se dedicaba a eso, en elcamino de Deptford, y mis hermanos y yosolíamos jugar a cirujanos en la taberna.Después, cuando estuve en Haslar, me llevaroncasi directamente al aula. De modo que ya veusted, señor, que no puede decirse que sea delas que se impresionan fácilmente. Pero, ¿me

permite mostrarle mis referencias, señor? Elcirujano de mi último barco, un caballero muyerudito, dice lo que puedo hacer de un modo queyo sería incapaz de describir. – Le tendió elsobre algo ajado, y Stephen lo abrió después derogar a Jack que le disculpara. El elegante latíntestimoniaba la valía de la señora Skeeping, lacapacidad y la excepcional sobriedad, todo elloescrito con una letra que le resultó muy familiar,pero a la cual no pudo poner un nombre hastavolver la página y ver la firma de Kevin Teevan,católico de Ulster nacido en Cavan, un amigo desus tiempos de estudiante, un irlandés quetambién consideraba la tiranía de Napoleóncomo un mal mayor y más inmediato que elgobierno inglés de Irlanda.

–Excelente -dijo, dedicando afectuosaspalmadas a la carta-, si el señor Teevan hablatan bien de usted, estoy seguro de que me seráde mucha ayuda; puesto que no dispongo aún deun ayudante de cirujano (no espero su llegada abordo hasta esta noche), yo mismo le mostraré laenfermería del sollado si el capitán nos disculpa.

* * *

–¿Ve eso de allí? – señaló finalmente,después de mostrarle la disposición de todos loselementos que conformaban la enfermería de laSurprise-, ahí tiene el sistema de ventilación, delque ni siquiera disfruta un navío de línea. Ahora,le ruego que me cuente cómo estaba el señorTeevan la última vez que lo vio.

–Estaba lleno de alegría, señor. Un primo deél que tenía consulta en una zona importante deLondres, además de muchos pacientes, leofreció formar parte de la sociedad, y dejóMahón esa misma tarde en el Northumberland,que volvía a Inglaterra para la paga de remate yposterior desarmo. Eso fue cuando creíamos quela guerra había terminado, maldito sea ese…Boney.

–Maldito sea, sí -dijo Stephen-. Pero con subendición no tardaremos en ajustarle las cuentas.– Y paseando la mirada por los impolutosestantes de la botica de proa, añadió-: Andamosfaltos de ungüento azul. ¿Sabe usted prepararlo,señora Skeeping?

–Oh, señor, claro que sí. Más de un tarrohabré molido en mis tiempos.

–Entonces, le ruego que me alcance esebarrilete de manteca de cerdo, el pote de sebode cordero y el mercurio. Hay dos morteros consus correspondientes macillos justo debajo delóxido férrico en polvo.

Después de moler en buena compañía elungüento durante una media hora, Stephen dijo:

–Señora Skeeping, en todo el tiempo quellevo en el mar, he visto pocas, muy pocasmujeres a bordo, aunque me han dicho que noson tan raras de ver. ¿Sería tan amable deexplicarme qué le empujó a embarcar, y por quésiguió usted en un lugar tan a menudo húmedo,donde las comodidades brillan por su ausencia?

–Bueno, señor, en primer lugar le diré quemuchos oficiales de cargo (como el condestable,por ejemplo) llevan sus esposas al mar, y quealgunos capitanes permiten hacer lo propio a lossuboficiales competentes. Luego están lasesposas que se hacen acompañar por susfamiliares: mi amiga Maggie Cheal es hermanade la esposa del contramaestre. Y algunassimplemente lo hacen por viajar, aprovechando laausencia del capitán o del primer teniente. Y

luego están las pocas que, cuando corren malostiempos en tierra, se visten de hombre y no lasdescubren hasta mucho más tarde, cuando ya notiene importancia. Se comportan conbrusquedad, son buenos marineros y no tienenproblemas hasta pasados los cuarenta. Yrespecto a eso de estar a bordo, cierto que no esuna vida cómoda, excepto en navíos de primerao segunda clase que no enarbolan insignia; perohay compañía y un plato en la mesa. Loshombres, en general, son más amables que lasmujeres; una se acostumbra a todo, y el orden yla regularidad suponen un auténtico bienestar enese sentido. En lo que a mí respecta, fue tansimple como un besamanos. En Haslar measignaron los cuidados de un oficial, un capitánde navío que había perdido un pie. Se le habíarealizado una segunda resección y el vendaje eramuy delicado. Su esposa, la señora Wilson, y losniños, iban a verlo a diario y, cuando la heridacuró y lo destinaron a un setenta y cuatrocañones en Jamaica, ella me pidió que losacompañara para cuidar de las criaturas. Fue unviaje largo, lento, pero no sufrimos el embate del

mal tiempo y todos disfrutamos mucho, sobretodo los niños. Sin embargo, no llevábamos ni unmes allí cuando todos sucumbieron a la fiebreamarilla. Por suerte para mí, el oficial quereemplazó al capitán Wilson llevaba consigo a unmontón de jóvenes, más de los que podíahacerse cargo la esposa del condestable; demodo que, por habernos hecho amigas en latravesía de ida, me pidió que le echara unamano… Así son las relaciones en un barco…Tenía una hermana casada con el ayudante develero del Ajax… Amigas a bordo, con una o dosestancias en hospitales de la Armada… Y aquíme tiene, asistente de la Surprise, espero, señor,si me comporto adecuadamente.

–Claro que sí, sobre todo por lo que dice elseñor Teevan cuando indica que usted ni usurpael papel del cirujano, ni marea a los pacientescon palabras enrevesadas, ni critica las órdenesdel doctor.

La señora Skeeping se lo agradecióencarecidamente; tras despedirse, se detuvo enla puerta.

–Señor -dijo sonrojada-, ¿podría pedirle que

me hiciera el favor de llamarme Poll, a secas?Así es como me llama el capitán, y Killick y losdemás con los que he navegado antes. De otromodo, creerán que se me ha subido todo esto ala cabeza; y por ahí no pasarán, no, se loaseguro.

–Por supuesto, Poll, querida-dijo Stephen.Leyó un par de páginas sobre sanguijuelas y

su sorprendente diversidad en las páginas delTransactions, y después, considerando el tiempodel que disponía, llamó al despensero que Jack yél tenían en común.

–Preserved Killick, voy a buscar al doctorJacob, mi ayudante de cirujano, quien comosabes nos acompañará en la cámara.

–Me lo comentó el capitán -dijo Killick conuna sonrisa de satisfacción-. Y también el señorHarding.

–Y me gustaría que le buscaras un mozo recioque le hiciera de sirviente, capaz de encargarsede su baúl y de transportarlo en el carro de dosruedas que en Thompsons tienen a tal efecto.Estoy seguro de que advertirás con tiempo alcocinero de la cámara de oficiales.

* * *La presentación resultó tan sencilla como

Stephen hubiera podido desear. Harding,Somers y Whewell se mostraron hombreshospitalarios, civilizados, y el reservado y carentede pretensiones doctor Jacob, deseoso decomplacer y de que lo complacieran, cosechóéxito en ambos terrenos. Era algo mayor que lostenientes, lo cual sin duda le granjeó ciertorespeto, pero su amistad con el tan estimadodoctor aún le granjeó más, y al entrarapresuradamente Woodbine, piloto de derrota,encontró la cámara de oficiales inundada por elagradable rumor de la conversación. Se disculpóante el presidente por su tardanza.

–Ese repentino ventarrón arrojó a Elpenor elGriego por la borda, y tuvimos que pescarlo.Menudo ventarrón, soplaba del nordeste. ¿Cómoestá usted, señor? – dijo a Jacob-. Sea ustedmuy bienvenido. Brindemos con una copa devino a su salud.

Con los suministros de tierra a mano fue unacomida de lo más agradable, dominada por unafluida conversación, la mayor parte de la cual

versó sobre el mar y sus maravillas: Lastremendas rayas de las Indias Occidentales, losalbatros que anidaban en Isla Desolación (una detantas Islas Desolación), y la imposibilidad dedomesticarlos; los fuegos de San Telmo, lasluces del norte. Woodbine pertenecía a unageneración más antigua que los tenientes: habíaviajado incluso más, y, espoleado por la atenciónque le prestó el hombre de medicina, habló unbuen rato acerca de algunas charcas oresurgimientos naturales de brea en México.

–Nada comparable en tamaño al Lago deBrea de Trinidad, pero mucho más interesante.Hay uno en el que el alquitrán surge burbujeandoen mitad del lago, tan líquido que puedes cogerlocon una cucharilla; de vez en cuando, asoma unhueso blanco empujado por una inmensaburbuja. ¡Qué huesos! La gente habla de esosmamuts rusos, pero estas criaturas (algunas deellas) reducirían a los mamuts a la categoría deperros falderos. El caballero que me llevó allí, unnaturalista, colecciona los más curiosos, y memostró unos colmillos curvos enormes, oh, detres brazas de longitud, y… -Otro de esos

curiosos soplos de viento descendió desde lacara de la Roca, agitando toda la bahía einclinando a la Surprise de tal modo que sevieron obligados a aguantar las copas para evitarque cayeran. Los sirvientes de la cámara seagarraron al respaldo de las sillas y el piloto, quepor lo general era un hombre escrupuloso yveraz, veterano de la congregación de losseguidores de Seth de Shelmerston, dijo alrecuperarse-: Bueno, diez pies quizá, para estarseguros. Y les diré, caballeros, que según tengoentendido, a juzgar por cuatro de las cinco vecesque he estado aquí, estos soplos anuncian vientodel nordeste durante siete días.

–En tal caso, que Dios ayude a los pobresdiablos que salieron en los botes de la Pomone -dijo Somers en tono guasón. Por su parte, elpiloto sacudió la cabeza.

–¿Recuerda usted algún mal presagio queresultara erróneo, señor Somers?

* * *Efectivamente, siguió al soplo una serie de

fuertes y entablados vientos que apenas variarondía tras día una cuarta respecto del nordeste, ni

en fuerza de gavias aferradas a doblementearrizadas. Se había decidido que Jack contaría abordo con un secretario para la presenteocasión, dado que la escuadra se separaría paraemprender tareas diversas, mientras que él sededicaría a una misión tan particular; además,carecía de un capitán que gobernara el barco.Así que durante todo este tiempo, Jack y DavidAdams, su escribiente ocasional desde hacíaaños, que ahora se hacía llamar su secretario (ya quien se pagaba como tal), reorganizaron lasfuerzas de que disponían, así como los recientesreemplazos, mientras el comodoro ejercitaba alas numerosas brigadas en el manejo de loscañones siempre que era posible y comíaregularmente con sus capitanes. Dos de ellos leresultaban particularmente agradables: el jovenPomfret, al mando de la Pomone, y Harris, de laBriseis, excelentes marineros ambos y muyafines a su modo de hacer las cosas, sobre todoen lo concerniente a la importancia capital de unfuego certero y graneado. Brawley y Cartwright,de las corbetas Rainbow y Ganymede, si bien encierto modo carecían de autoridad, eran jóvenes

muy complacientes, aunque no contaban con lafortuna de disfrutar de buenos oficiales, y deninguno de sus barcos podía decirse queestuviera en inmejorables condiciones, lo cualera una lástima, puesto que ambos habían salidode los astilleros de las Bermudas, estancos,rápidos y muy marineros. Por otro lado, Ward, dela Dover, pertenecía a ese tipo de personas quenunca gustaron a Jack: orondo, torpe, patibulario,grosero, tiránico e ineficaz. Se decía de él queera rico, y lo cierto es que era tacaño, raracombinación en un marino, aunque no era elprimer caso que conocía Jack. Difícilmente unhombre de quien casi todo se repudiaba, serviríabuena comida y vino para uso y disfrute dequienes lo despreciaban; por tanto, la mesa deWard era execrable.

* * *El viento, que en algunos momentos cobraba

tanta fuerza como para levantar guijarros al vuelohasta altas cotas de la Roca, no interrumpió lacostumbre de Stephen de visitar cada mañana elhospital. Solía ir acompañado de Jacob, y en dosocasiones concretas tuvo el placer de llevar a

cabo su particular operación de cistotomíasuprapúbica en presencia del cirujano de la flotay de Poll, que atendió al paciente e hizo lassuturas.

–Ha sido el trabajo más limpio y rápido quehe visto. Jamás pensé que pudiera hacerse tanrápido, y sin apenas un gruñido por parte delpaciente. Encenderé una vela por cada uno deellos, para prevenir la infección -comentó Poll aJacob, en privado.

Aunque el viento no interfirió en su trabajo -que incluyó una disección minuciosa, con ayudade Jacob, de la mano atrofiada-, le impidió casipor completo disfrutar de las actividades al airelibre que tanto placer le proporcionaban. Lasaves migratorias, siempre poco dispuestas acruzar amplias extensiones de mar, e incapacesdel todo de avanzar contra vientos de talmagnitud, se vieron obligadas a quedarse enMarruecos. En los abrigados parajes quequedaban tras cabo Espartel, pudieron verseveinte águilas calzadas en un solo arbusto. Portanto, dedicó su atención a algo que nopertenecía a ninguna categoría y, después de

estar dándole muchas vueltas en la cabeza,sobre todo de noche, concluyó rápidamente lasegunda parte de su suite, una forlana, transcritaen limpio aquella tarde y mostrada a Jack alanochecer.

Y allí estaba, mientras la llovizna barría enringleras la mar, sentado con la partituraorientada hacia la escasa luz que despedía lalámpara, dispuestos los labios para el silbido dela melodía, pese a guardar silencio, mientras seiniciaba la vigorosa entrada del violoncelo. Jackllegó al final de la zarabanda, con su melodíacuriosamente reiterada. Recogió la partitura yextendió la mano para alcanzar la de la forlana.

–Qué desoladora -dijo casi para sí, palabrasque de inmediato deseó con todo su corazón nohaber pronunciado.

–¿Conoces alguna pieza musical que seaalegre? – preguntó Stephen-. Yo no.

La incomodidad invadió la cámara duranteapenas unos segundos hasta verse disipada,primero por una acompasada serie de modestasexplosiones, e inmediatamente por la subidaaparición de Salmón, el segundo del piloto, que

irrumpió en la estancia cuando el barco, inclinadopor una ráfaga de viento, lo empujó a través de lapuerta.

–Le ruego que me perdone, señor -exclamó-,le ruego que me perdone. Ha llegado la Ringle.Era ella, señor, la que saludaba al buqueinsignia.

Dividido entre la furia que sentía por el hechode que la goleta pudiera haber entrado a puertosin ser vista y sin ser saludada, y la alegría que lecausaba su presencia, Jack miró fríamente aSalmón. Vio que el joven estaba empapadohasta las cejas, y que todo su cuerpo goteaba deun modo insospechado. Pidió el capote y, encuanto estuvo en cubierta, comprendió por quérazón ninguno de los vigías apostados habíapodido informar de la llegada de la goleta. Eramuy corta la entrada, y había levantado elincesante viento una cortina de agua contra elelevado malecón, un muro que incluso resultabamás impenetrable a la altura de la cubiertadebido a la llovizna, que parecía bruma. A ellohabía que añadir la desaparición de la débil luzdel sol, que hacía de la goleta apenas un

espectro tras la Roca. Es más, para pasar entrelos muelles, la Ringle había tenido que reducirtoda su lona al foque de capa, que la dotaciónrecogía con marinera profesionalidad.

Su capitán manco ya se encontraba a mediocamino del costado de la fragata, demostrandouna extraordinaria agilidad con el garfio.Apretaba un paquete de correspondencia contrael pecho.

–¡Subo a bordo, señor! – dijo saludando alacercarse al alcázar.

–Por Dios, William, ¿cómo ha podido llegartan rápido? – preguntó Jack, estrechando suúnica mano-. No le esperaba hasta dentro de unasemana, o más. Acompáñeme bajo cubierta,tómese una copa de brandy. Debe de estaragotado.

–Bueno, señor, no podrá creer usted latravesía que hemos tenido, con este espléndidoviento justo a popa o por nuestra aleta día trasdía. Pero, señor, antes de que le diga que todoanda bien en casa (muchos recuerdos de partede todos) -y dejó el paquete encima de la mesa-,debo decirle que vimos a los botes de la

Pomone atacados por pequeñas embarcacionesal abrigo de Espartel, donde se encontraban alpairo, exhaustos tras bogar con brío. Nosenfrentamos a los moros y ofrecimos a los botesla posibilidad de remolcarlos. Sin embargo, elprimer teniente de la Pomone rechazó la oferta, ynos pidió reanudar la travesía para informar albuque insignia de la existencia de media docenade jabeques piratas de Salé en Laraish, queaguardan paireando a lo largo de la costa elpaso de barcos de la Compañía de las IndiasOccidentales. Me dijo que si volvían podríaencargarse de los moros con las armas cortasque les dimos, y nos conminó a seguir hasta laRoca de inmediato, diciendo que no había unminuto que perder.

–Muy cierto -admitió Jack-. Señor Harding,arríe los mastelerillos de juanete en cubierta;saldremos a la espía del muelle; icen señalconforme la escuadra se dispone a largaramarras. Me acercaré al buque insignia a bordodel bote del señor Reade.

No tuvieron que bogar mucho hasta llegar alRoyal Sovereign, aunque a pesar de los capotes

y de sus correspondientes capuchas tanto Jackcomo William Reade subieron a cubiertaempapados como ratas ahogadas. No obstante,un oficial empapado no constituía nada del otromundo en la Armada real, de modo que suaspecto no despertó comentario alguno; perocuando Jack, en muy pocas palabras, describióla situación, el capitán de la flota lanzó un silbido.

–Por Dios, creo que debe usted ver alalmirante -dijo.

Jack repitió su exposición a lord Keith.–¿Qué medidas propone tomar? – preguntó

éste, observando gravemente a Jack.–Milord, propongo liderar la escuadra fuera

de puerto y poner rumbo a Laraish. Si loscorsarios siguen allí, llevaré a cabo unademostración de fuerza y mantendré la posiciónhasta que lleguen los barcos de la Compañía,que supongo siguen en facha bajo Sugar Loaf. Silos encuentro enzarzados en combate, losdefenderé; si no, los escoltaré al oeste y tan alnorte como puedan navegar, dejándoles a laDover a modo de escolta hasta que arriben apuerto.

–Que así sea, capitán Aubrey.–A la orden, señor. Tenga la amabilidad de

darle recuerdos a lady Keith de mi parte.* * *

Al regresar en el bote, pasó junto a la Dover yla Pomone, a las que saludó a voz en grito,conminándolas a dar vela, calcular un rumbo aTánger y prestar atención a sus señales debanderas. Cuando regresó a la Surprise era yade noche, una noche tan cerrada que tuvo queenviar las órdenes de viva voz al resto de laescuadra, añadiendo que a partir de esemomento haría las señales mediante luces ocañonazos.

Le causó un intenso placer ver con quénaturalidad cobró vida la fragata: las linternas decombate de proa a popa, el guardiamarina deseñales y su ayudante que revisaban lasbengalas, los mistos de luz azulada, la munición yel utillaje de guerra, la facilidad con que la espíamovió las seiscientas toneladas del barco y atoda su gente hacia el muelle, y la maneraprofesional, incluso despreocupada, con la que,virando la proa con apenas margen para la

maniobra, se izaron las velas de proa y se llevó ala Surprise de manera impecable por laembocadura hasta mar abierto, donde se pusoen facha a la espera de que llegaran los demás.Así fue, en general de un modo digno de crédito;teniendo en cuenta aquel viento, sus fondeaderosno les habían facilitado la tarea, y el muelle en sí ysu vecino, en vías de construcción, les habíanestorbado bastante. Pero al cabo salieron todosde puerto, aunque la Dover, que afrontó condemasiada lona una incómoda virada, acarició lapiedra con la fuerza suficiente como paralastimarse a estribor las cadenas de la mesa deguarnición del palo mayor. Pudo oírse la voz desu capitán, cascada por la rabia, a un buentrecho a sotavento. Aun así, contaba a bordo conlos marineros y oficiales necesarios como paradar la vela y establecer el rumbo que elcomodoro había ordenado en la señal, mientrasel extraordinario contramaestre y ayudanteshacían lo imposible por arreglar el estropicio, detal modo que la fragata, aunque desfigurada, norestase crédito a la escuadra, formada en línea,rumbo a una cuarta al oeste de Tánger, a no más

de ocho nudos para dar tiempo a la Dover dereforzar la obencadura de mayor, antes de quetodos arrumbaran a Laraish.

Apenas franquearon el Estrecho y habíandejado atrás el fulgor de Tánger por la aleta debabor, cuando cesó la lluvia y cayó un poco elviento hasta convertirse en una fuerte ráfagaprocedente de la misma dirección.

–Señor Woodbine -dijo Jack al piloto-. Creoque podríamos envergar los mastelerillos y largarun poco más de lona.

No tardó en hacerse con la ayuda del cielodespejado que se extendía sobre el océano, laluz de una espléndida luna y un mar un poco máscristiano. La escuadra, bien gobernada,separados sus barcos a la distancia de un cable,recorrió la costa marroquí con las gavias yjuanetes mareadas, la mar a popa y el viento porla aleta de babor; aún mantenían el orden en elque partieron de puerto, situada la Ringle asotavento de la Surprise, como corresponde a unbuque de pertrechos.

Era navegación en estado puro, con uncabeceo y balanceo regular y suave, el agua

discurriendo por los costados y el toque de arpaen las tensas escotas y los obenques abarlovento; arriba, en el firmamento, allá dondequiera que miraran, la luna y las estrellasiluminaban más si cabe su constante marcha.

Al dar las ocho campanadas de la primeraguardia se arrojó la corredera, y un muchachocanijo y somnoliento informó:

–Doce nudos y una braza, señor, con supermiso.

–Gracias, señor Wells -dijo Jack-. Ya puederetirarse.

–Muchas gracias, señor. Buenas noches,señor -dijo el muchacho, que se alejótrastabillando, dispuesto a aprovechar las cuatrohoras de sueño que le esperaban.

Una maravillosa navegación, por lo que no fuesino con cierta renuencia que Jack abandonó lacubierta, después de reorganizar la disposiciónde la línea mediante una señal, de tal modo quenavegaban por orden la Surprise, la Pomone y laDover, Ganymede, Rainbow, cerrando laformación el bergantín Briseis, pues tambiénansiaba leer de nuevo la correspondencia, y

poder reparar con más calma en los detalles quepudieran haber escapado a su atención.

La cabina aún no había sido despejada parael combate, y encontró a Stephen sentado a la luzde una lámpara de Argand, enfocada por unespejo cóncavo sobre la oscura superficiepúrpura de esa horrible mano, ahora extendidamediante grapas sobre un tablero; estabadibujando un diagrama extraordinariamentepreciso de un tendón, pese al movimiento de lafragata.

–Menudo lobo de mar te has vuelto -dijo Jack.–Me halaga el hecho de pensar que ni un

puñado de lobos de mar podrían haber mejoradoel aspecto anterior de esta aponeurosis -dijoStephen-. Yo me las apaño ejerciendo presiónsobre la parte inferior de la mesa con misrodillas, y en la parte superior con mis codos, demodo que todos nosotros: papel, objeto, mesa ytintero, nos movemos juntos con una escasadiscontinuidad, inapreciable en realidad. Sí,necesito de un movimiento regular por parte de laembarcación, y, respecto a la regularidad, nopodría pedir más que este lento vaivén. Sin

embargo, la minuciosidad del diagrama requieretal tensión que creo que voy a tomarme unrespiro.

Ambos volcaron su atención en lasrespectivas pilas de correspondencia, pilasmodestas, puesto que William Reade no habíadejado de importunar a quienes las escribieron,recordándoles que la marea no espera a nadie;dada la sorpresa que les había causado lallegada del guardiamarina, habían olvidadoalgunas cosas de gran importancia. ClarissaOakes había redactado con diferencia la mejordescripción de la casa y de su entorno, de la vidacotidiana, gracias a la ayuda del inmutable ritualque respira la campiña, de las tierras de Jack ysus plantaciones en particular, y de la constante yfirme educación de los niños. Las dos cartas deSophie, escritas apresuradamente yemborronadas por las lágrimas, conferían mayorvalor a su corazón que a su intelecto, peroconseguía dejar claro que la compañía de laseñora Oakes constituía un gran alivio para ella,si bien los vecinos, los más cercanos y tambiénlos más lejanos, no podrían haberse comportado

con mayor amabilidad. Pedía también el consejode Jack respecto al epitafio que debía escribirpara su madre: la lápida estaba preparada, y elescultor dispuesto a trabajar en ella; tambiénhacía una referencia al impuesto que debíanpagar por el número de ventanas de la casa, elllamado window-tax.

–Sophie y los niños te envían todo su cariño -dijo cuando Stephen hubo dejado la carta queestaba leyendo-. George me dice que el guardale mostró una estaca con cachorros de tejón a sualrededor.

–Qué amables son -dijo Stephen-. Brigidtambién te envía todo su cariño, junto a un largopárrafo de Padeen que no acabo de entender.Por lo visto se lo dictó en gaélico, porque, bueno,ya sabes que entre ellos hablan en gaélico, peroaunque es muy fluida en esa lengua no poseenociones de ortografía, así que lo escribe delmodo como suena hablado por un inglés. Estoyseguro de que con el tiempo entenderé lo quedice, sobre todo si lo pronuncio en voz alta.

Se entregó a este ejercicio, y Jack a unestudio más atento de las palabras apresuradas

y distraídas de Sophie. Al cabo, les interrumpió eltañido de las siete campanadas de la segundaguardia. Jack ordenó los papeles, se hizo con elsextante y se levantó.

–¿Tramas algo? – preguntó Stephen.–Quiero echar un vistazo a la costa, medir la

latitud y hablar con William; a estas alturasdebemos de estar muy cerca de Laraish.

En cubierta vio que el cielo se habíadespejado aún más, y que el contorno de la costase recortaba con claridad en la distancia. Tantoel viento como el mar habían cedido poco a pocoy, de no haber sido por las dudas que teníarespecto a la solidez del palo mayor de la Dover,habría aumentado vela hacía rato. Echó unvistazo a la línea que formaban los barcos, todospresentes y en buen estado, y a sotavento, dondela goleta corría en calzones (cargadas yaferradas mayor y trinquete por el centro delpujamen) siguiendo un rumbo paralelo al de laSurprise, a distancia de voz o de vozarrón. Jackposeía un vozarrón también reforzado pormuchos, muchos años de práctica; sin embargo,por el momento se contentó con mirar la pizarra,

donde se habían anotado los rumbos yvelocidades, llevar a cabo algún que otro cálculomental de aritmética y medir la exacta y dosveces comprobada altura de Mizar, estrella por lacual sentía un particular afecto.

–Señor Whewell, ¿ha calculado nuestraposición? – preguntó al oficial de guardia.

–Al dar las siete campanadas, señor. Hiceuna buena medición y calculé treinta y cincogrados diecisiete minutos y, aproximadamente,doce segundos.

–Muy bien -dijo Jack, satisfecho-. Hagamosseñal a la escuadra para que acorte de vela yapague luces. – Después, inclinado sobre elpasamanos, voceó-: ¿Ringle?

–¿Señor?–¡Acérquese para que podamos hablar! – Y

al cabo de unos minutos, en un tono de voznormal, mientras observaba al joven que lesonreía desde el otro barco, cuyo garfiocentelleaba cogido a los flechastes de trinquete-:William, tengo entendido que ha entrado y salidousted en diversas ocasiones de Laraish.

–Oh, al menos una veintena de veces, señor.

Había allí una joven… En fin, con ciertafrecuencia, señor.

–¿Y cree usted que nos encontramos lobastante cerca como para que pueda reconocerel contorno de la costa?

–Sí, señor.–En tal caso, tenga la amabilidad de echar un

vistazo al puerto y, si ve a más de dos o trescorsarios (grandes buques corsarios con aparejode jabeque, y galeras), sitúese a media millafrente a la costa y lance tres bengalas azules. Sive menos embarcaciones, que sean luces rojas,y reúnase conmigo sin perder un momento.

–A la orden, señor. Más de tres, a media millafrente a la costa y tres azules. Menos, bengalasrojas y reunirme con usted sin perder unmomento.

–Que así sea, señor Reade. Señor Whewell,haga la siguiente señal: «Acortar de vela, enconformidad con el gallardetón». – Y dirigiendo lavoz arriba-: ¡Atento a proa, vigía!

Ocho campanadas. A lo largo y ancho de laSurprise los vigías informaron de que todoestaba en orden y se dispusieron a bajar a la

cubierta inferior, pero sin demasiada convicción,conscientes de cuál era la situación y del tono devoz de su capitán. Y cuánta razón tenían. Encuanto cesó el ahogado estruendo del cambio deguardia, Jack lanzó otra orden firme y clara aSomers, el oficial que debía relevarle:

–Señor Somers, ordene silbato de desayunoal dar las dos campanadas, o antes, y despuészafarrancho de combate. No creo que valga lapena que nadie se vaya de cubierta. ¡Atentos aproa! – Se encaramó al pasamanos hastallegarse a los flechastes de babor y, después,trepó hasta la cofa del palo mayor-. Buenos días,Wilson -saludó al vigía. Después se volvió aleste, oteando, oteando.

Dos campanadas, y casi de inmediatoremontaron el cielo tres luces rojas, extendidascomo flores carmesíes una tras otra, hastadesvanecerse rápidamente a sotavento.

–¡Contramaestre, silbe desayuno! – ordenóJack antes de que la segunda luz alcanzara suapogeo.

En el alcázar dio órdenes para cubrirse delona, poner rumbo sudsudoeste y prepararse

para el combate, todo ello en forma de señales,por supuesto, pero de boca en boca se encargóde comunicar al cocinero que empleara un cubode sebo de inmediato para mantener calienteslos fogones de la cocina.

–Stephen -dijo al entrar en la cabina-, metemo que debo importunarte. William acaba dehacernos saber que no hay corsarios en Laraish.Puesto que el viento ha estado cayendo durantealgo más de la última guardia, lo más probablees que los barcos de la Compañía no tarden enabandonar su refugio al abrigo de Sugar Loaf ypongan rumbo a Inglaterra; los corsariosintentarán cortarles el paso. De modo que vamosa acercarnos para detener a esos corsarios;ahora mismo arrizaremos las juanetes, y prontotendremos que sacarte de aquí para elzafarrancho de combate. Al menos, tendremos elconsuelo de disfrutar de una buena cafeteracaliente. Siempre conviene tener el estómagolleno antes de luchar, aunque sólo sea unasgachas de avena calientes, y podríamosaprovechar la situación, puesto que los fogonessiguen encendidos.

–Tal es nuestro deber -dijo Stephen con lasombra de una sonrisa. En las crisis tempranasde su vida, a menudo (es más, generalmente) sehabía refugiado en el láudano, y másrecientemente en las hojas de coca. En estaocasión, había abjurado de dichos remedios, ytambién del tabaco y de cualquier cosa quesuperase una simple copa de vino, para evitar laexclusividad; no obstante, siempre habíadespreciado el ascetismo del estilita o, incluso,del cilicio, y seguía disfrutando de la última tazade café con una sensación no muy alejada delentusiasmo (Jack le había dejado a solas hacíadiez minutos), cuando el tambor llamó conestruendo a zafarrancho de combate.

Apuró el último trago y se apresuró al sollado,donde encontró a Poll y a Harris, carnicero de abordo. Los marineros habían atado algunosarcones para dar forma a las mesas deoperación, y Poll tensaba sobre ellas la lona delnúmero ocho con la facilidad que proporciona lapráctica; además, había dispuesto una selecciónde sierras, vendajes, grapas, bisturíes de doblefilo, torniquetes, cadenas forradas de cuero y

tablillas. Mientras, Harris había alineado cubos,lampazos y las habituales cajas para losmiembros cercenados.

Tras una larga espera, entró el doctor Jacobconducido por un muchacho irascible que no erapaje de a bordo, sino un joven que ostentaba laposición nominal de sirviente del comandante,anotado en el rol como voluntario de primeraclase y cuidado por el condestable hasta quellegara el momento de poder nombrarloguardiamarina y entregarlo a la camareta. Erauna de tantas inútiles criaturillas que antiguoscompañeros de tripulación habían confiado aJack Aubrey en Gibraltar, amigos a los que nopudo negar el favor, por mucho que en unprincipio la Surprise, pertrechada para un viajehidrográfico, no llevara aprendices, sino sólo aguardiamarinas experimentados, capaces deaprobar el examen de teniente en cuestión deuno o dos años.

–Ahí, señor -dijo el voluntario de primeraclase-, es tan sencillo como se lo expliqué laprimera vez. Primero a la izquierda, después a laderecha; luego baja la escalera y la segunda a la

derecha. A su derecha.–Gracias, gracias -dijo Jacob; y a Stephen, a

quien trató con la debida cortesía-: Oh, señor, leruego que me perdone. No soy un gran marino,como ya sabe, y este oscuro laberinto lleno deinvisibles trampas me confunde. Hubo unmomento en que me encontré en el jardín deproa, cuando una ola me empapó de la cabeza alos pies.

–Sin duda con el tiempo se familiarizaráusted con él -dijo Stephen-. ¿Qué le parece siafilamos a conciencia nuestro instrumental? Poll,querida, hay dos piedras y dos estupendas tirasde cuero en el estante inferior del arcón de lasmedicinas.

Ambos cirujanos consideraban excelente suhabilidad para afilar toda clase de cuchillos,escalpelos y gubias (casi todo a excepción delas sierras, que dejaban al armero), de modo quese dedicaron a esa labor bajo la intensa luz deuna lámpara. Se entabló una especie desilenciosa competición, únicamente confirmadapor la forma ostentosa en que ambos seafeitaron el antebrazo con la hoja afilada, y la

evidente complacencia cuando la piel lucióperfectamente desnuda y lisa. Stephen se lasapañó muy bien con los escalpelos, pero no tuvomás remedio que repasar una y otra vez en laamoladera el bisturí de doble filo de mayortamaño, afiladísimo instrumento para laamputación de miembros.

–No, señor -exclamó Harris, incapaz desoportarlo por más tiempo-. Deje que le enseñecómo se hace. – Stephen no poseía untemperamento particularmente dulce, sobre todoen ese momento en que Jacob lucía un brazoperfectamente afeitado; sin embargo, laautoridad profesional de Harris era tan evidenteque le permitió hacerse cargo del pesado bisturí,escupir en la amoladera, extender la saliva conun rápido gesto, de arriba abajo, aplicar despuésel instrumento a la piedra y darle el toque finalcon una emulsión de saliva y aceite-. Aquí tiene,señor -dijo el carnicero-, así es como lo hacemosen el mercado de Leadenhall, con su permiso.

–Maldición, Harris-dijo Stephen después deprobar la afilada hoja del bisturí-. Si alguna veztengo que operarle, lo haré con un instrumental

preparado por usted mismo, y… -A punto estabade añadir algo que probablemente hubieraagradado más al carnicero, cuando todos lospresentes levantaron la cabeza para entresacarde la compleja voz del barco el sentido de unnuevo sonido no por ello poco familiar; al cabode unos segundos, ignorando el gemido delcasco al deslizarse por la densa mar, volvieron aoírlo: no era un trueno, sino el estampido de loscañones.

En cubierta, Jack no sólo tenía la ventaja deescucharlo con mayor claridad, sino también deverlo. La escuadra había estado navegandohacia tierra, rumbo a una cuarta más del lugardonde se alzaba la modesta colina llamadaSugar Loaf. Al oír el primer estruendo lejano,había dado órdenes para izar la señal deaumentar vela, y cuando doblaron la punta a doceo incluso trece nudos se encontraron inmersos enplena batalla, una batalla que tenía por escenariola pequeña bahía a sotavento, de aguassonrosadas a causa del barco que ardía, eiluminada por innumerables destellos. El convoycompuesto por mercantes de la Compañía de

Indias Occidentales, los llamados inchimanes,navegaba a toda vela y sufría el ataque de, almenos, una veintena de jabeques y galeras,mientras diversas embarcaciones auxiliaresllenas hasta la regala de moros aguardaban parapasar al abordaje de cualquier mercantedesarbolado.

El convoy, que tan sólo contaba con unacorbeta de dieciséis cañones con aparejo debergantín a modo de escolta, había formado algoparecido a una línea para protegerse en loposible del ataque de los jabeques, bienarmados. Sin embargo, se veía casi indefensaante las galeras, capaces de marchar asotavento de la línea a vela, de virar, sacar losremos y ganar de nuevo el barlovento,ofendiendo al enemigo de popa a proa o desdela aleta, lo cual producía una carnicería tremendaal disparar tan bajo y tan cerca a lo largo de todala cubierta, al contrario de lo que sucedía con lagalera, que no podía ser objeto de los cañonesde su víctima.

El inchimán que andaba a popa era el queiluminaba con sus llamas la bahía. Por lo visto,

una bala enemiga había atravesado lasantabárbara. A pesar de ello, la luz de la luna, elcielo despejado y los destellos de mosqueteiluminaban claramente las respectivasposiciones de los implicados. Jack hizo señalpara entablar combate a discreción, enfatizó laseñal con dos salvas y arrumbó la Surprise hacialo que se le antojó era el jabeque al mando, ellíder de los corsarios. Si bien los moros noformaban en línea de batalla, este jabeque lucíaen lo alto algunos gallardetes rojos y ámbaroscuro.

Se encontraron, navegando con el viento porel través, la Surprise amurada a estribor y elmoro a babor. Cuando distaron cinco cuartas susrespectivas proas, Jack ordenó poner en facha eltrinquete.

–¡Ojo al balanceo: Fuego de proa a popa adiscreción! – ordenó.

A lo largo de la cubierta, las brigadas queservían los cañones se agazaparon inmóviles, elcabo de cañón botafuego en mano, siguiendocon la mirada el recorrido del ánima. También losoficiales y los guardiamarinas permanecían

inmóviles en sus puestos.Fueron objeto de un esporádico fuego de

mosquete, dos o tres balas rasas bien apuntadasque provenían del jabeque, y pudo oírse elcampanilleo de un cañón al recibir la bala enplena boca; inmediatamente después, al caer enel seno de la ola, la Surprise efectuó unaondulada y larga andanada a una distancia decuarenta yardas. El viento arrastró el humo,cegándolos, y cuando despejó se asombraronante la presencia de un pecio con la mitad de susportas hundidas en el casco y el timóndestrozado. También escucharon elensordecedor aullido de Jack: «¡Con alma, conalma ahí! ¡Asoma bocas!», seguido de la ordende marear la gavia y el grito: «¡Timón a babor!».

Gobernó la Surprise a popa del jabeque. Lafragata se deslizó majestuosa y ofendió elcostado enemigo. La siguiente andanada, lenta,incluso más calculada, arruinó por completo almoro. Los jabeques son ágiles embarcaciones,marineras y rápidas, pero tienen poca madera,de modo que éste empezó a embarcar agua,mientras sus gentes atestaban la cubierta y

arrojaban por la borda cualquier cosa capaz deflotar.

Jack vio al resto de la escuadra enzarzada encombate, y a la Ringle jugando a los bolos conuna media galera que intentaba ganarle laposición para barrer la cubierta de un inchimán.Incluso la Dover combatía, pese a haber perdidoel mastelero de mayor. El estruendo de loscañones reverberaba en la bahía, pero elcombate estaba decidido. El convoy y su escoltahabían dañado seriamente a los corsariosdurante la primera fase del combate, y con lallegada de seis barcos de guerra hubiera sidoabsurdo por parte del moro seguir en sus trece.Aquellos jabeques capaces de largar la velalatina a ambos costados, como orejas de burro,se alejaron a casi quince nudos, rumbo sur, haciaSalé, donde, con su escaso calado, podríanganar el interior de la barra; mientras, las galerasintactas bogarían con el viento a fil de roda,rumbo que ningún velero podría tomar. Habíaalgunos rezagados, jabeques dañados y demás,pero no tenía sentido perseguirlos, pues carecíande valor como presas, y de todos modos había

cosas más importantes que hacer, como porejemplo ayudar al barco en llamas.

Dominado el fuego al amanecer, ydistribuidos los carpinteros y las respectivasbrigadas del convoy para envergar y reparar elbarco, el comodoro y los capitanes de mayorantigüedad de los inchimanes se presentaron aJack para agradecerle su ayuda, con laesperanza de que la escuadra no hubiera sufridograves pérdidas.

–Lamento decir que dos de los nuestrosmurieron durante el primer intercambio de fuegocuando alcanzaron la boca de un cañón. Por lodemás, sólo tenemos que lamentar algunasheridas de mosquete y cortes producidos por lasastillas; quizás haya unos veinte marineros en laenfermería del sollado. Respecto al resto de laescuadra, más o menos lo mismo. Mucho metemo que sus pérdidas deben de haber sido másconsiderables.

–Nada comparable con las del enemigo,señor, eso se lo aseguro. Las gentes de las tresgaleras que destruyó o partió en dos la Pomonehubieran bastado para gobernar una fragata

pesada.Killick tosió aposta con cierta teatralidad y, al

volverse Jack, dijo:–Le ruego que me perdone, señor. El café

está a punto, y he preparado un modestotentempié.

El tentempié consistió en cangrejos deGibraltar, langosta, ástaco, gambas ycamarones, y los capitanes los comieron con elapetito propio de quienes han tenido un largo,agotador y extraordinariamente peligroso viajedesde El Cabo en adelante. Trataron a suanfitrión con algo más que la habitual amabilidad,y, con la intención de hacer un comentariohalagador, uno de ellos dijo que se alegrabamucho de que el comodoro Aubrey hubierasufrido tan poco en lo que podría haber sido uncombate de lo más sangriento.

–Como acaba de observar este caballero, escierto que hemos perdido pocos hombres -replicó Jack-, claro que también teníamos pocoshombres que perder. La escuadra anda falta demarineros, sobre todo la Pomone; y deseodecirles con toda franqueza que antes de saber

de sus problemas tenía intención de despacharlos botes de esa fragata para hacerles una visita,con la esperanza de reclutar a algunos buenosmarineros. Por mi parte, les agradecería muchodos o tres gavieros y, sobre todo, un segundo delpiloto que sea capaz y en quien se pueda confiar.Cuando ustedes partieron nadie podía saber quehabía estallado de nuevo la guerra, de modo queme atrevería a aventurar que habrá dos o tresveintenas de hombres en el convoy ansiosos poralistarse de forma voluntaria ante la perspectivade algún botín.

En la breve pausa que siguió, los capitanesse volvieron a su jefe con estudiada expresiónneutra. Este, que los conocía muy bien,comprendió el sentir de sus hombres. Todos lospresentes sabían que Jack podía reclutarforzosamente a cuantos hombres quisiera. Ytodos ellos sabían cuánto le debían.

–Estoy seguro de que hace usted bien, señor-dijo finalmente-. Y también estoy convencido de

que ninguno de nosotros sería tandesagradecido como para plantearle la menordificultad. Se dará aviso a todos los barcospertenecientes al convoy, junto a la promesa deque cualquier hombre que se enrole en laArmada real tendrá el pagaré de la paga que sele deba hasta el momento firmada por mí.Respecto a sus dos o tres activos gavieros, yomismo le enviaré a cuatro de los míos. Pero en loque a los segundos del piloto concierne,andamos también faltos de ellos. Créame,tenemos docenas de cerdos, pero nada quepueda serle de utilidad, señor. Por otro lado,podría ofrecerle a un brillante, muy cualificado ycaballeroso contador. Como voluntario, señor -añadió al ver que la duda asomaba en la miradade Jack, duda motivada no sólo por la extrañezade la oferta, sino más bien (puesto que la ofertaen sí no era mal recibida, aunque sí inexplicable)por las innumerables formalidades que rodeabanel nombramiento de contador para un buque dela Armada real, en forma de referencias,garantías, palabrería y papeleo-. Como simplevoluntario, sólo por unos meses o así, si lo

desea; o, al menos, hasta que se solucionen susasuntos domésticos. Existe un contenciosoreferente a unos niños que nacieron estando élembarcado en un viaje de tres años a la China.Tuvo noticia por primera vez al llegar a El Cabode regreso a Inglaterra, y no quiere volver a casahasta que los abogados lo hayan resuelto; Noquiere ni pensar en verse ante la puerta de sucasa, con esos bastardillos corriendo de un ladoa otro, si me permite expresarlo de esta manera.Está acostumbrado a la Armada, señor. Fuesecretario mayor en el Hebe, después contadoren la Dryad y la Hermione, antes de entrar atrabajar para la Compañía, donde su hermanoposee un inchimán.

Pensando en el viaje hidrográfico, Jack habíapretendido actuar como su propio contable, perouna vez en Funchal ya había descubierto que erademasiado trabajo para él, y ahora que tenía laresponsabilidad del mando de una escuadranecesitaba contar con alguien que le ayudará. Entres ocasiones había subido al Royal Sovereigncon la intención de confesárselo al almirante, yen tres ocasiones había dejado escapar la

oportunidad.–¿Me garantiza usted a su hombre? –

preguntó.–Sin la menor reserva, señor.–Entonces será un placer conocerlo; y a sus

compañeros también, por supuesto. Ahora, en loque a mí respecta, no creo ni por un instante queesos canallas vayan a quedarse en Salé,frotándose las manos y lamentando suspérdidas. De modo que, por si acaso volvieran asalir cuando la escuadra se haya ido,despacharé a la Dover para reforzar su escolta.No se enfrentarán a su artillería de nuevo sicuentan con el respaldo de una fragata de treintay dos cañones. Y siempre cabe la posibilidad deque se crucen ustedes con corsarios o, incluso,con navíos de guerra franceses, en el Canal.

–Excelente. Bien dicho. Bien dicho -exclamaron a una los capitanes, golpeando lamesa.

* * *Cuando hubieron sepultado a los muertos, de

un modo expeditivo dados los tiempos quecorrían, y reparado los daños más graves, el

convoy y la escuadra se separaron con la mayorcordialidad posible, los inchimanes y escolta conrumbo noroeste, y la escuadra dando bordadatras bordada proa a Gibraltar.

Stephen y Jacob tuvieron que atender aalgunos heridos graves y curar las habitualesfracturas y luxaciones de rutina, así como lascontusiones y quemaduras debidas a la pólvora.Fue entonces cuando el doctor Maturin apreciótodo el valor que tenía el trato de una enfermera.Tanto Poll Skeeping como la señora Chealposeían esa devoción tan peculiar, quizá debidaa su sexo, así como la agilidad en las manos, unadestreza en lo tocante a las vendas que no teníaparangón fuera de una orden religiosa. Estabaocupado, pero no desesperadamente (habíaservido en su puesto en muchos combatessangrientos), de modo que pudo aceptar lainvitación de Jack a comer con varios de loscapitanes y demás oficiales. Se sentó entre HughPomfret y el señor Woodbine, el piloto, un viejoconocido que se había enzarzado alegrementeen una discusión con el capitán Cartwright, de laGanymede, acerca de las observaciones

lunares; discusión que había empezado antes dedar comienzo la comida, y que no interesaba enabsoluto a Stephen. El capitán Pomfret, que nose encontraba bien y tenía el ánimo por lossuelos, era un hombre civilizado que leproporcionó la adecuada dosis de conversación;sin embargo, a duras penas su extremo de lamesa hubiera podido considerarse poseedor deuna alegría ilimitada, ni siquiera era entretenido,y no sorprendió a Stephen que, al separarse elgrupo, Pomfret le preguntara en voz baja si podíahacerle una consulta médica, o cuasi médica,cuando el doctor Maturin tuviera un momentolibre.

–Por supuesto que sí -dijo Stephen, a quiengustaba todo lo que sabía de aquel joven,consciente también de las limitaciones delcirujano de la Pomone-. Pero me gustaría que elseñor Glover diera su visto bueno.

–Sin duda el señor Glover es un doctor muycapacitado -dijo Pomfret-, perodesdichadamente apenas nos dirigimos lapalabra más allá de lo imprescindible, y veráusted, se trata de un asunto de carácter personal,

una consulta confidencial.–Demos un paseo por cubierta.Allí, bajo el cielo abierto, mientras el barco

navegaba de bolina amurado a babor, le explicólos rudimentos de la etiqueta médica.

–Entiendo a qué se refiere -dijo Pomfret-,pero se trata de un asunto que podríamoscualificar de moral o espiritual, y no de algomédico; como la diferencia entre el Bien y el Mal.

–Si fuera usted un poco más concreto, quizápodría decirle si puedo serle de alguna ayuda.

–Mi dilema es el siguiente: La Pomone,estando bajo mi mando, partió en dos acañonazos a una de las galeras moras, ydeliberadamente volcó otras dos tras sendosabordajes, partiéndolas por la mitad de tal modoque se fueron al fondo al cabo de un minuto.Continuamente veo a esos hombres, a losesclavos cristianos encadenados a los remos,levantando la mirada horrorizados, buscandoquizás un último gesto de piedad; después,goberné la fragata para destruir impunemente aotra galera. ¿Hice lo correcto? ¿Puedeconsiderarse correcto algo así? No puedo dormir

por esos rostros, por esas miradas. ¿He erradoal escoger la profesión?

–A juzgar por lo que usted acaba deexplicarme -respondió Stephen-, no creo que sehaya equivocado. Lamento mucho, muchísimo,que se sienta de ese modo, pero… no, tendríaque reunir más motivos de los que tengoactualmente para justificar una guerra, inclusouna guerra librada contra un sistema dictatorial,el cual niega abiertamente la libertad; tan sólo lediré que siento que debe librarse. Y puesto quedebe librarse, es mejor que se haga, al menos enun bando, con toda la humanidad que permita laguerra, y que la lleven a cabo oficiales de suclase. Ahora representaré el papel de doctor y leprescribiré una caja de grageas que le permitiránconciliar un sueño profundo durante dos noches.Si después de dormir quiere usted conocer mismotivos, espero poder explicárselos de maneraordenada; después, me temo que tendrá ustedque actuar como su propio médico.

CAPÍTULO 3A lo largo de la noche cambió el viento de

manera constante, hasta que al dar las dos

campanadas de la segunda guardia se entabló,refrescó y los condujo por el Estrecho sinnecesidad de pitar a toda la dotación cada una odos ampolletas. Así disfrutaron de una dulcetravesía hasta la Roca y los fondeaderos decostumbre.

Stephen y Jacob se alegraron mucho de ello,dado que tres de los marineros heridos degravedad habían empeorado. En uno de loscasos no podrían salvar la pierna, en otro eranecesario realizar una resección, y en el terceroera mejor disponer de una sólida mesa para latrepanación que de una cubierta en continuomovimiento. A excepción de los casos leves, alresto de los heridos los llevaron al hospital,donde, además, necesitaban de cirujanos, puesuna de las inmensas cabrias del nuevo muellehabía caído, muy cargada, sobre un grupo detrabajadores.

Al terminar, se libraron de los ensangrentadosdelantales, y ya procedían a lavarse las manoscuando llegó un guardiamarina de la Surprisecon una nota del comodoro, en la que éste lescomunicaba su deseo de que regresaran a

bordo lo antes posible.El bote, sumido en un completo silencio, bogó

apresuradamente a mar abierto, y elguardiamarina, el joven Adams, parecíaparticularmente serio. Ambos cirujanos tambiénguardaron silencio, pues estaban agotados,aunque Stephen observó que la banderaconocida por el nombre de Blue Peter ondeabaen el tope de la Surprise, y también reparó en elcurioso aspecto de abandono de la Pomone,que por lo general era bien marinero. Formabanlas vergas con dejadez, flácidas las velas, queflameaban a merced de la brisa y con los puñosaquí y allá. No recordó haber visto un barco deguerra que tuviera un aspecto tan desolado.

Al acercarse al buque del comodoro, vieron lafalúa del capitán en el portalón de estribor, demodo que bogaron en dirección al costadoopuesto. Para cuando Stephen ganó la cubierta,lento proceso por faltarle la ayuda de los cabosde rigor, el oficial se había despedido delcomodoro y la falúa se alejaba de la Surprise.

–Ah, aquí estás, doctor -dijo Jack-. Ven atomar una copa. ¿Cómo están los nuestros?

–Mucho me temo que debo darte larespuesta habitual, amigo mío: «Tan bien comocabe esperar», después de haber llegado hastaaquí con un encrespado mar de proa. El pobreThomas no pudo conservar la pierna. Se lacortamos limpiamente, sin que apenas lanzara unquejido.

–Bien hecho. Eso le supondrá unnombramiento de cocinero, si es que mis amigosy yo tenemos algo de influencia. Ya me gustaría amí poder darte tan buenas noticias. Mientrasestabas en el hospital ha sucedido un terribleaccidente a bordo de la Pomone. Se nos haordenado hacernos de nuevo a la mar sindilación, y, desdichadamente, el pobre HughPomfret se disponía a limpiar sus pistolas pese aque una de ellas seguía cargada. Por lo visto seha volado la tapa de los sesos. Después mellamó el almirante. Me ha comentado que laescuadra se ha comportado muy bien, y que noshará justicia en el despacho de guerra queescriba, despacho que enviará por mediacióndel mismo barco correo que nos ha de entregarlas órdenes oficiales para hacernos de nuevo a

la mar. El Ministerio está muy preocupado por laactitud de los musulmanes balcánicos, y elalmirante estaba sumamente disgustado por lamuerte de Pomfret; sin embargo, tiene a un jovenllamado John Vaux, quien al parecer sedistinguió en la toma y, sobre todo, en el rearmede Diamond Rock en el año cuatro, oficial aquien deberían de haber ascendido a capitán denavío hace mucho tiempo. Era el joven a quienhas visto al subir a bordo, el que se despedía demí en el alcázar. Su falúa se encargará de llevarel cadáver de Pomfret al cementerio, peronuestras órdenes tienen un carácter tan urgenteque el almirante y su Estado Mayor seencargarán de celebrar el funeral. En cuantoregrese la falúa, levaremos anclas y pondremosrumbo a Mahón, donde embarcaremos infantesde marina. El capitán Vaux se encargará delibrar del duelo a la Pomone, y para cuandolleguemos a puerto estará en plena forma. ¿Hasvisto lo lejos que pueden considerarse susvergas de formar en caja, bien perpendicularesrespecto del casco? ¿Y esa mesana? No digoque no sea lógico, por supuesto, pero supone un

espectáculo lamentable.* * *

La escuadra no había recibido más daños delos que carpinteros y contramaestres, con algunaayuda del astillero, pudieran reparar a lo largo deldía; y a primera hora de la noche, reemplazado elcañón a bordo de la Surprise, aprovecharon unfavorable viento del noroeste para hacerse a lamar rumbo a Mahón, donde podríanreaprovisionarse a conciencia, embarcarpertrechos y, sobre todo, enterarse de las últimasnoticias del Adriático, del Mediterráneo oriental yde los convoyes que debían proteger. Paracuando Gibraltar se hubo ocultado tras elhorizonte, el ventarrón de gavias había entabladodel nornoroeste de tal modo que el barcomarchaba a diez nudos O más, sin tocar siquierauna braza o una escota. Después del toque deretreta, se formó el círculo de fumadores en losfogones de la cocina, único rincón del barcodonde se permitía fumar.

Aunque la mayoría de los marineros de laSurprise llevaban tiempo navegando juntos,había muchos que preferían mascar el tabaco,

otros que gustaban de pescar por la borda, yalgunos que eran demasiado tímidos como paraacudir, debido a que aquella no era una reuniónpara cualquier muchacho, hombre de tierraadentro o marinero ordinario (claro que tampocoabundaban éstos a bordo), ni para quienes nodisfrutaban de la conversación, sobre todo de laconversación animada, repleta de anécdotas.

Sin embargo, aquella noche en particularempezó con una nota lúgubre. La señoraSkeeping, que profesionalmente era delicadacomo un abadejo, se las apañó para arrojar lataza llena de agua hirviendo con té en el pecho yregazo de Joshua Simmons. Ella le rogó que laperdonara, le limpió hasta secarlo más o menos,colgó su chaleco de los flechastes y le asegurócon una risotada que al menos ahora podíaconsiderarse más limpio en según qué partesque antes, mientras que el chaleco podíaconsiderarse como nuevo. Sin embargo, JoshuaSimmons, a quien comúnmente se conocía por elapodo de el Quejica, y a quien tan sólo setoleraba porque había servido en el Nilo con JackAubrey, porque había estado a las órdenes de

Nelson en Copenhague y en Trafalgar, no se lotomó a bien, ni se sintió tranquilizado por lasbromas de Poll, y menos aún se calmó.

–Diablos, menudo comienzo -dijo al cabo-, noencontraréis una escuadra tan desafortunadacomo la nuestra. Esos condenados inchimanesno nos dieron un ardite, por mucho que lessalvamos la vida y la fortuna. Y ahora esteretorcido suicidio en la Pomone. ¿Cómopodemos esperar tener suerte en esta misión?Está maldita desde el principio.

–¡Por cojones! – dijo Killick.–¡Preserved Killick! – exclamó Maggie Cheal,

cuñada del contramaestre, al tiempo queapartaba la corta pipa de barro de su boca, detal forma que las palabras surgieron confundidasentre el humo-. No quiero oír ni una palabra de tujerigonza de Seven Dials, si eres tan amable,teniendo en cuenta que hay damas presentes.

–¿Cómo sabes que fue un suicidio? –preguntó el cocinero, inclinando la barbilla haciaSimmons-. Tú no estuviste allí.

–No, cierto, pero tiene sentido.–Y un jamón -protestó Killick-. Si hubiera sido

un suicidio lo hubieran enterrado en un cruce decaminos con una estaca clavada en el corazón.¿Y lo han enterrado en un cruce de caminos conuna estaca clavada en el corazón? No,compañeros, no. Lo han enterrado en una tumbacristiana en el patio de la iglesia, mientras elpárroco leía el funeral en presencia del almirante,con la bandera inglesa extendida sobre el ataúdy una salva disparada en su honor; Así quecondenado seas tú, Quejica, y tus malosaugurios.

Simmons aspiró con fuerza, amargamente,se desaló el chaleco y se alejó, comprobandocon cierta ostentación el contenido de susbolsillos y volviéndose a sus compañeros.

–Sea como fuere -continuó Killick-, aunque sehubiera suicidado una docena de veces tenemosa bordo a un caballero que nos trae suerte amansalva. ¿Suerte? A mí nunca me ha quitado elsueño. Guarda un cuerno de unicornio en sucabina, enterito y sin mella (un cuerno deunicornio que espanta todos los males seancuales sean, como algunos saben bien) -Y miró aPoll, que asintió con decisión, como si supiera

perfectamente de lo que hablaba-. Ese cuernovale diez veces su peso en oro. ¡Diez veces! ¿Oslo imagináis? Y no sólo eso, compañeros, nosólo eso. ¡Además, tiene una Mano de Gloria!¿No queríais suerte? Pues ahí la tenéis.

Se hizo el silencio. Un silencioconmocionado, tan sólo roto por la constantemúsica del barco.

–¿Qué es una Mano de Gloria? – preguntóalguien con más inquietud que curiosidad.

–¡Serás zoquete! ¿No sabes qué es unaMano de Gloria? Bueno, pues yo te lo diré. Esuna de las principales prebendas del verdugo.

–¿Y qué es una prebenda?–¿No sabes lo que es una…? Ignorante. Eres

un ignorante de tomo y lomo.–Es como una propina -dijo una voz.–Una ventaja, vamos -dijo otra.–Está la soga, claro. Puede recibir media

corona por cada pulgada de la soga que ahorcóa un auténtico criminal. Y luego la ropa,comprada por quienes consideran un par decalzones meados y cagados…

–Killick, Killick -protestó Poll-, te recuerdo que

no estás en una de esas tabernuchas deWapping, así que contén esa lengua. Ah, y terefieres a la «ropa sucia».

–… Pues esa «ropa sucia» vale una guineapor la suerte que trae. Pero ante todo es esaMano de Gloria la que empuja al verdugo aquerer trabajar. ¿Que por qué? Pues porque valesu peso en oro… Bueno, en plata.

–¿Qué es una Mano de Gloria? – preguntó elque sentía más inquietud que curiosidad.

–La mano que lo hizo, la que partió en dos ala muchacha o que degolló al caballero; es lamano que el verdugo corta para después vender.Y nuestro doctor tiene una dentro de una jarraque guarda en secreto en su cabina; la mira denoche, con su compañero, mientras cuchichean.

El incómodo silencio fue interrumpido por lavoz del vigía del castillo de proa.

–¡Tierra a la vista! ¡Tierra por la amura deestribor!

Era la isla de Alborán, casi exactamentedonde debía estar, pero un poco antes de lo queJack había esperado encontrarla. Cambió unapizca el rumbo y pusieron proa directos a Mahón.

Había algunos barcos torpes en la escuadrade Jack Aubrey, y no fue sino hasta la tarde delmartes que doblaron isla Ayre, poniendo proa acabo Mola y a la angosta entrada, con el vientojusto por el través y los puños de babor a bordo.

El comodoro conocía Mahón íntimamente, ymarinó la Surprise de cabo de fila, dando pie alsaludo a la distancia precisa de las baterías, ynavegando hasta que el práctico del puerto lesaludó a bordo de un bote, para despuésinformarle de que podía ocupar su fondeadero desiempre, y que los demás barcos podían fondeara popa.

–Qué poco ha cambiado -dijo, mirandoalrededor con auténtico deleite mientras sedeslizaban por la larga, larguísima caleta,levantando la voz para imponerse al prodigiosoeco de la respuesta del fuerte, que reverberabade costa a costa.

–Es incluso más bonita de lo que larecordaba -dijo Stephen.

Hicieron avante superando el hospital, la zonadestinada a la cuarentena. Al acariciar el flancode La Mola, la cálida brisa soplaba tan

suavemente que incluso mareadas las gavias laescuadra tardó una hora en alcanzar elfondeadero situado en el extremo del puerto,justo al pie del pueblo que se extendía en unapendiente, a un cable del muelle, donde lasescaleras Pigtail descendían procedentes de laplaza mayor. Navegaron bajo el cielo despejado,de un azul intenso en su cénit, cuya tonalidadadquiría paulatina e imperceptiblemente unsuave lapislázuli hasta besar el contorno de lacosta.

Aquella fue una aproximación a puerto, undeslizamiento tan maravilloso como quepaimaginar. Por lo general la cara norte del puertoresultaba arisca, incluso prohibitiva, pero ahora,en el punto álgido de la primavera mediterránea,era verde, poseía innumerables tonalidades deverde, lozanas y encantadoras. Incluso el ullastreparecía feliz. Y si se volvían a contemplar elterreno más cercano y cultivado que se extendíapor babor, podían ver las hileras de naranjos, conlas copas redondas, árboles perfectamenteseparados como el brocado más exquisito; yhasta ellos llegaba el aroma de la naturaleza en

flor, el fruto y la flor del árbol, entremezclados.No dijeron una sola palabra, excepto para

señalar una o dos veces una casa conocida ouna taberna (Stephen, por su parte, señaló unhalcón eleonora), hasta que llegaron muy cercade la punta del muelle destinada a lasembarcaciones de guerra, momento en que Jackdijo, tras cruzar con Stephen una sonrisa defelicidad:

–Vamos a fondear la nave, señor Woodbine.–A la orden, señor -dijo éste, antes de

volverse hacia el contramaestre, que estaba a sulado-: Gente a fondear la nave.

El contramaestre y sus ayudantes repitieronen voz aún más alta la orden, reforzándola con elagudo pitido del silbato, como si toda latripulación no estuviera preparada desde queavistaron las boyas de anclaje. El agudo pitido serepitió a lo largo de toda la línea de los barcospertenecientes a la escuadra, incluso a bordo dela modesta Ringle, a distancia de galleta porsotavento.

–Vamos a aferrar a la española, si es tanamable, señor Woodbine: Y procuren bracear las

vergas en caja.Al reparar en la interrogativa mirada de

Bonden, Jack asintió.–Espero que me acompañes -dijo a Stephen-

. Debo presentar mis respetos al comandanteespañol de la plaza. – Era de todos sabido abordo de la Surprise, al menos siempre habíasido así, que el doctor hablaba varios idiomascon una increíble habilidad, de modo quesiempre lo llamaban para presentarse coneducación en caso de necesidad. Aquel díaasistió al ceremonial saludo del comodoro aloficial de mayor antigüedad que representaba lasoberanía de su país, soberanía puramentenominal en ese momento, puesto que con elacuerdo del aliado español, la Armada real de laGran Bretaña disfrutaba del uso sin restriccionesde aquel apostadero.

Jack aguardó en el alcázar a quedescendiera la falúa. Observó a los demásbarcos mientras aferraban el aparejo a laespañola y ponían bien perpendiculares lasvergas. Era un trabajo agotador, pero de estemodo la escuadra parecía rozar la perfección;

además, confiaba en que pudiera compensar dealgún modo el tiempo que habían tardado enllegar hasta el muelle.

–Veamos, señor -dijo a su lado Killick-, ya lohe dispuesto todo, incluido el espadín deluniforme de gala. Pero, señor -añadió bajando lavoz-, el doctor no puede desembarcar con esafacha. Eso supondría una desgracia para toda lafragata.

En efecto, Stephen llevaba una vieja casacanegra, con la cual obviamente había realizadomás de una operación o disección sin delantal.Aunque la pasada noche Killick le habíaconfiscado la camisa y el corbatín que tenía juntoal coy, saltaba a la vista que el doctor los habíaencontrado allá donde los escondió. Unos añosantes, la Junta de Enfermos y Heridos habíaconcretado un uniforme especial para loscirujanos, consistente en una casaca azul, consolapas azules, puños y cuello con bordado, tresbotones en los puños y bolsillos, forro blanco,chaleco y calzones de tela blanca. El uniformeexistía, pues el sastre especializado que siemprehabía atendido a Jack lo había confeccionado,

pero el caso es que Stephen había hecho oídossordos a la obligación de ponérselo, y ni siquieracedió cuando en la cámara de oficiales secelebró la ceremonial comida de bienvenida alseñor Candish, el nuevo contador.

No obstante, Jack le recordó que por el biendel crucero por el Adriático ambos debían dar latalla de personas serias y responsables, y nodebía olvidar que, después de visitar al español,se presentarían ante el almirante Fanshawe y susecretario y consejero político, y que lasrelaciones políticas eran de capital importancia(argumento que expresó con el énfasisnecesario), de modo que Stephen superó todarenuencia y ambos se dirigieron al portalónvestidos con sobriedad y elegancia.

* * *–Dios -dijo Jack al detenerse para recuperar

el aliento al coronar las escaleras Pigtail-. Tengoque recuperar la costumbre de trepar al tope almenos una vez cada mañana. Me hago viejo, mefalta el aliento y la agilidad.

–Te vuelves obeso, o, mejor dicho, ya estásobeso. Comes demasiado. Sin ir más lejos, nocreas que no reparé en el modo en quedevoraste los morros de cerdo en nuestro festínde bienvenida al señor Candish.

–Lo hice aposta, para alentarlo. Es un pocotímido, lo cual no emita que sea buena persona.Me encanta tenerlo a bordo, aunque ignoro porqué el señor Smith lo propuso para el puesto.

–Cuando subieron a bordo los capitanes delconvoy, se produjo cierta falta de velas, comoseguramente recordarás.

–Bueno, ¿y?–Quizás el señor Smith escuchó a uno de

nuestros marineros decir en voz alta: «Situviéramos un contador de verdad, no seproduciría este pandemonio de ir de un lado aotro corriendo y pidiendo a gritos las cosas, cada

vez que queremos darnos un maldito baño». Yuno de los patrones de los inchimanes preguntó:«Pero, ¿acaso no tienen un auténticocontador?».

–En fin, digas lo que digas me alegro muchode tenerlo a bordo. Y si tuviera un segundo delpiloto de derrota de igual competencia, aún mesentiría más satisfecho. Pobre Wantage. Era unode los jóvenes más prometedores que he tenido,un navegante nato, se sabía las tablas dememoria, de tal modo que podía darte laposición sin necesidad de consultarlas. Yademás tenía intuición para conocer la Surprise.Cuánto lo siento por él. Y todo por esa malditaputa.

Durante la paz de 1814, la Surprise, armadapara emprender una expedición cartográfica delas costas de Chile, se había hecho a la mar conla dotación justa, en la que no había cabida nipara guardiamarinas ni para críos. En la primeramanga, sin embargo, se llevaron a SophieAubrey y sus niños, y a Diana Maturin y a Brigidhasta Madeira para pasar una temporada devacaciones, con la intención de que las mujeres y

los niños regresaran a Inglaterra en el paquetecuando la Surprise partiera a Sudamérica.Durante la estancia, el joven Wantage, queexploraba las montañas, había conocido a unapastora. Entonces, al escapar Napoleón de laisla de Elba, se ordenó a la fragata poner proade inmediato a Gibraltar. Se envió a trozos demarineros a por los que desconocían la noticia, yondeó la Blue Peter hasta el último momentoantes de partir, con toda la dotación a bordoexcepto Wantage; se decía que el pastor, alregresar inesperadamente a la choza de lamontaña, lo había asesinado.

–Era un joven encantador -dijo Stephen-. Diríaque esa mansión con dos centinelas en la puertaes donde vive don José.

Y así era, y don José se encontraba en casa.Los recibió con gran amabilidad. Él y Stephencruzaron los elaborados y elegantes saludospropios del castellano, Jack se inclinó de vez encuando, y finalmente don José los acompañóhasta la salida.

Fueron igualmente recibidos por el almiranteFanshawe y por su secretario. Esta vez fue Jack

quien presentó a Stephen.–¿Cómo está, señor? – preguntó el

almirante-. Le recuerdo muy bien, de cuandoaquel horrible asunto frente a Algeciras, cuandose portó usted tan bien con mi hermano William.

Stephen se interesó por su antiguo paciente.–Muy bien, gracias, doctor -dijo el almirante-.

Ahora se las apaña sin las muletas, y se hahecho hacer una silla que le permite dar unossaltos que le dejarían boquiabierto.

–Creo, señor, que debería acompañar aldoctor Maturin a ver al señor Colvin -dijo pocodespués el secretario.

–Adelante, adelante, cómo no. El comodoro yyo tendremos una charla sobre los convoyes.

–Discúlpeme, señor -dijo Jack al almirante, yen un tono más discreto dijo a Stephen-: Si tuconversación se alargara, nos veremos en elCrown.

* * *Al caminar por los corredores acompañado

por el secretario del almirante, Stephen sepreguntó por qué se encontraba Colvin ahí enlugar de estar en Malta. En más de una ocasión

había tenido tratos con él, casi siempre enLondres o en Gibraltar, y sin ser amigos lo ciertoes que se conocían bien. Probablemente Colvinhabía planeado limitar su conversación a lainteligencia militar, a la cuestión del Adriático,pero no pudo evitar preguntar con demasiadaseriedad cómo se encontraba, ni estrechar sumano con más fuerza de la necesaria.

Ambos tomaron asiento cuando el secretariodel almirante los hubo dejado a solas.

–Me alegra poder decir que aunque elMinisterio parece cada vez más y máspreocupado por la falta de resolución del ruso, elpaso del tiempo y la posibilidad de estaintervención, al menos nosotros hemos puestomanos a la obra con los astilleros del Adriático -dijo Colvin con forzada alegría-. Nuestro amigode Ancona y Bari, hombre dotado de unaextraordinaria energía para su edad, no sólo hareclamado los préstamos hechos a los pequeñosy remotos astilleros dedicados a la construcciónde barcos franceses, sino que también haadvertido a todos los suministradores de materialque insistan en recibir el dinero por adelantado:

nada de pagarés ni promesas. Tanto él comosus asociados repartidos a lo largo de la costaconfraternizan con los escasos bancos de laparte turca. No pondrán dificultades, ni, porsupuesto, lo hará ninguno de los beys o bajás. Elseñor Dee sabe perfectamente que esosmodestos astilleros no poseen capital propio(trabajan siempre con préstamos), y que cuandollegue el día de cobro y no haya dinero parapagar, los trabajadores se enfadarán mucho,muchísimo. Estos lugares confían en granmedida la construcción a mano de obraitinerante, italianos la mayoría. Ahora, dígame,porque lo ignoro, señor, si pondría usted algúnreparo si tuviera que hacer tratos con loscarbonarios… O incluso con los francmasones.Me refiero al hecho de aliarse usted con talesgentes. O, quizá, debería decir utilizar a talesgentes.

Tanto Colvin como Stephen eran católicos y,como la mayoría de los católicos, habían sidoeducados con algunas curiosas verdades. En lainfancia, se les había asegurado que fuera dondefuese que los francmasones celebraban una

reunión se personaba el mismo Diablo, a vecesmás o menos disfrazado.

–Respecto a los carbonarios -dijo Stephen alcabo de una breve pausa-, lord William no tuvoreparos en tratar con ellos en Sicilia…

–Por ahí se dice que están extrañamentealiados con los francmasones. Algunos de susritos coinciden.

–Tan sólo he conocido a un masón -dijoStephen, que negó con la cabeza-, un miembrode mi club. Cuando votó a favor de la ejecucióndel rey, su hermano, se le pidió que abandonarael club. Cosas así conllevan una carga deprejuicios irracionales. Sin embargo, muymorales tendrían que ser mis escrúpulos paraque rechazara yo cualquier medio, con tal deponer punto y final a esta cruel contienda. Doypor sentado que usted está convencido de queesta gente podría sernos de gran ayuda.

–Y así es. Muchos de los carpinteros italianosque trabajan en los astilleros, e incluso algunosde los nativos, son carbonarios. Asimismo,nuestros amigos de Ancona y Bari ostentanmucha influencia con sus colegas masones en

los puertos del Adriático (me refiero a losbanqueros y financiadores), y les impediríansanear las cuentas de los constructores. Ahora lamadera es por naturaleza inflamable, y cuandovuelen dos días de paga no sería sorprendenteque prendieran fuego a los astilleros. Loscarbonarios son muy dados a vengarse pormediación del fuego, creo que tiene algo que vercon sus creencias místicas, y un empujoncito, oanimar abiertamente a los más entusiastas,rendiría extraordinarios resultados. Casi puedoprometer un éxito abrasador.

El desagrado que sentía Stephen haciaColvin iba en aumento, lo cual no le impidióhablar sin delatar sus sentimientos en el tono o laexpresión de su rostro.

–Tengo entendido que, en algunos astilleros,los oficiales franceses que supervisan laconstrucción son bonapartistas acérrimos,mientras que en otros titubean o son leales al rey.Tan sólo los primeros son potencialmentepeligrosos, ya sea como corsarios por cuentapropia o como renegados que colaboran con losestados de Berbería, que tanto perjudican

nuestro comercio. Opiniones personales aparte,una conflagración general iría en contra denuestros intereses. Debe usted considerar quealgunas embarcaciones podrían unirsevoluntariamente a nosotros para luchar por el reyde Francia; y en esta coyuntura, la ayuda de unpuñado de barcos franceses aliados sería muyvaliosa aquí en el Mediterráneo. Esa quemaglobal echaría a perder la posibilidad de asaltar ytomar en puerto cualquier barco terminado oreparado que esté al mando de convencidosbonapartistas, y convertirlos, por tanto, enpresas. Es difícil para un hombre de tierraadentro comprender la alegría que siente unmarino al apresar un barco, o los prodigios devalor y resolución que éste está dispuesto a llevara cabo para conseguirlo. En lo que concierne alas lealtades divididas, me pregunto si disponeusted de información.

–Lamento decirle que no. Dada la terribleindiscreción que cometió un agente quepertenecía a otra firma justo antes de llegar yo,no se consideró conveniente que cruzara a laparte turca. Por otro lado, tenemos todos los

detalles que podría usted desear respecto a laposición geográfica y financiera de estosastilleros, así como respecto a los obsequios queesperan recibir beys, bajas y funcionarios localespor los diversos acuerdos y las necesarias«cegueras» momentáneas.

La «otra firma» era una especie de serviciode inteligencia, o, mejor dicho, una unión deservicios gestionada por el Ejército. A menudosus agentes cazaban de manera ilegal en cotosde la Armada, y en ocasiones causaban grandesperjuicios y, siempre, un alto grado deresentimiento.

–Si me permite disponer de esta informaciónle quedaré muy agradecido -dijo Stephen.

–Por supuesto. La recibirá usted esta mismatarde… -Colvin titubeó antes de continuar-:Aunque, ahora que lo pienso, no estoycompletamente seguro de haber traído ladocumentación. – Hizo otra pausa, tras la cualañadió-: Me atrevería a decir que se habrásorprendido usted de encontrarme aquí, en lugarde verme en Malta o en Brindisi.

–En absoluto -dijo Stephen.

–Hubo cierto disgusto por la indiscreción quele he mencionado, y actualmente me dirijo aGibraltar, o puede que incluso a Londres, paraaclarar la situación. Consciente de que laescuadra del comodoro Aubrey tenía que recalaraquí, pensé que valía la pena esperar paraponerle a usted al corriente de cómo marchannuestros asuntos en el Adriático. En cuantoarribe usted a Malta, podrá disponer de losparticulares.

Stephen hizo las preguntas de rigor, y ambosconversaron un rato sobre los colegas que teníanen Whitehall, antes de que se despidiera deColvin, aduciendo que debía reunirse con elcomodoro sin mayor tardanza, pues no erabuena idea hacer esperar a alguien de su rango.

* * *–Bueno, señor -dijo Jack Aubrey al levantar la

mirada de las notas y contar las papeletas quepermitirían a los oficiales al mando delapostadero pertrechar la escuadra con laasombrosa variedad de objetos que pudieranecesitar, desde piedra de mosquete hastamotones, cuadernales ciegos y teleras-, diría que

con esto ya está todo; muchas, muchas gracias.Y ahora, señor, si me permite retirarme, tengouna cita con mi cirujano en el Crown, y jamás mepermitiría el lujo de incurrir en la ira de alguien aquien puede encontrarse cualquier día en laenfermería del sollado, tumbado uno sobre laespalda y el otro de pie con un afilado estilete.No acostumbra a ser hombre irascible, pero séque hoy estaba ansioso por visitar al ingenierode usted.

–¿A James Wright, ese prodigio desabiduría? Daría gustoso un billete de cincolibras por verlos juntos.

De hecho, el espectáculo no fue para tanto,sobre todo al principio. El doctor Maturin, tarjetade visita en mano, estaba a punto de llamar a lapuerta de la casa del señor Wright cuando éstase abrió de par en par y una voz airada exclamó:

–¿Qué quiere? ¿Eh? ¿Qué es lo que quierede mí?

–¿Señor Wright? – preguntó Stephen con elamago de una sonrisa-. Me llamo Maturin.

–Por mí podría llamarse Belcebú -dijo elseñor Wright-. Ni un chelín me sacaréis antes de

que termine el mes, como ya le dije a esepragmático cabrón que tienes por jefe.

–Mi querido señor -protestó Stephen-. Me hetomado la libertad de visitarle en calidad demiembro de cierta Sociedad, y no, por mi honor,como si fuera un cobrador de morosos: Que unrayo los parta a todos en dos.

–¿Pertenece usted a la Royal Society? –preguntó Wright, inclinado en el escalón,observando fijamente el rostro de Stephen conlos ojos abiertos de par en par y llenos desuspicacia.

–Pertenezco a la Royal, sí señor -respondióStephen, más calmado-. Es más, el señor Wattme hizo el honor de presentarme a usted. Estabasentado junto a él, y el anciano señor Bolton seencontraba a mi otro lado. Fue durante la veladaen que leyó usted su ensayo sobre el arte deatornillar.

–Oh -dijo Wright, sorprendido-. Por favor,entre usted. Le ruego que me perdone, pero heextraviado mis lentes. Y por lo poco que hepodido ver de su uniforme, me ha parecido usteduno de los hombres del bailío. Le ruego que me

perdone. Por favor, entre, entre usted. – Condujoa Stephen al interior de una habitación iluminada,cuyas paredes estaban empapeladas deprecisos planos, planos que cubrían tambiénvarias mesas. En una de las ventanas, había unpar de cilindros unidos, capaces de aumentarante los ojos de quien mirara por su objetivocualquier rincón del puerto o del muelle. Wrightencontró unas lentes, uno de tantos pares queyacían diseminados en sillas y escritorios, y, alponérselas, miró a Stephen de arriba abajo-.Señor, ¿me permite preguntarle a qué obedeceese uniforme? – inquirió con mayor cordialidad-.No creo haberlo visto antes.

–Señor -respondió Stephen-, es el uniformeordenado hace un tiempo para los cirujanos de laArmada real. Aunque rara vez nos lo ponemos.

Considerada la cuestión, inclinó Wright lacabeza como un chucho inteligente y preguntó enqué podía servir al visitante, a quien por finparecía recordar de la vez que los presentaron enel club de Reales Filósofos, antes de darcomienzo la sesión.

–Me he tomado la libertad de visitarle, señor -

dijo Stephen-, porque algunos de nuestros máseminentes colegas, sobre todo aquellos que sedistinguen en el campo de las ciencias mecánicay matemática, me aseguraron que sabía ustedmás acerca de las propiedades físicas de lassubstancias (su fuerza inherente y los mediospara aumentarla, así como su resistencia a loselementos), de modo que me gustaríapreguntarle si en el transcurso de susinvestigaciones ha tenido ocasión de reflexionaracerca de la naturaleza del cuerno de narval. –Durante la última parte de su discurso, Stephenhabía observado una total falta de atención enaquel rostro anciano, así que no se sorprendió aloír exclamar al señor Wright:

–¡Doctor Maturin, claro, el doctor Maturin!Con el tiempo me vuelvo cada vez másdespistado, pero ahora recuerdo nuestroencuentro en la Royal. Y lo que es si cabe másimportante, recuerdo una carta de mi joven primaChristine, Christine Heatherleigh de soltera,ahora viuda del gobernador Wood de SierraLeona. Se trata de la carta que habitualmente meenvía por su cumpleaños, y entre otras cosas me

decía que había preparado los huesosarticulados de alguna criatura que a usted leinteresaba. Siempre ha sido una grananatomista, incluso de pequeña. Me preguntabaen ella si creía conveniente enviar el espécimen aSomerset House.

–Qué mujer tan amable. Guardo un gratorecuerdo de la querida señora Wood. Sin dudase trata de mi potto sin cola, uno de los primatesmás interesantes que existen, aunque de cortavida.

–Le respondí que Somerset House era ellugar idóneo. Robertshaw y su gente cuidan muybien los especímenes de los miembros de laRoyal Society. Sin embargo, señor, creo haberleoído mencionar el cuerno de narval. Le ruego queme explique qué es un narval.

–Es un cetáceo del norte, de los lejanosmares del norte, una ballena de tamaño mediode unas cinco yardas de longitud; el machoposee un cuerno que quizás alcance la mismalongitud. Digo «cuerno», señor, porque es eltérmino comúnmente utilizado. De hecho, se tratade una protuberancia de marfil.

–¿Y sólo lo tienen los machos?–Eso me han dicho los balleneros y aquellos

que han tenido la dicha de diseccionar a lacriatura.

–Entonces comparten nuestro sino, pues ennuestro caso también es el macho el que lleva loscuernos. – Un instante después, el señor Wrightrompió a reír, con una risa baja y chirriante quesiguió y siguió-. Discúlpeme -dijo finalmente,quitándose las lentes para limpiarlas-. A vecesme da por intentar ser gracioso. ¿Qué me decíadel marfil?

–Sí, señor, verá: se trata de un marfil denso yparticularmente duro. La cría de narval tan sóloposee dos dientes, ambos en la mandíbulasuperior. El de la derecha por lo generalmantiene un estado rudimentario; el otro crecedando forma a una columna, capaz deextenderse seis o siete pies, y de pesar unascatorce libras o más.

–¿Cuál es su función?–Desconocida. No hay informes de que la

utilicen como arma (no han atacado a ningúnbote) y, aunque se ha visto a algún que otro

narval juguetón cruzar el cuerno con su semejantesobre la superficie, no se peleaban, y parece quese trata de una especie de juego. Respecto aque lo empleen como lanza para pescar, unanimal sin manos tendría serios problemas parallevar la presa atravesada del cuerno a la boca;además, las hembras carecen de este cuerno, ypese a todo no se mueren de hambre. Existeninnumerables suposiciones, todas ellas basadasen los escasos conocimientos de quedisponemos. Sin embargo, hay un fenómenoindudable y observable a simple vista: la curiosaforma del cuerno. No sólo presenta un grannúmero de espirales paralelas ascendentes enmedia docena de giros a la izquierda, desde labase hasta casi la punta, completamente lisa,sino que presenta, además, diversos toros uondulaciones pronunciadas que siguen la mismadirección ascendente en forma toroidal. Todoesto me intriga enormemente, aunque meconsidero un fisiólogo devoto de la osteologíacomparada. Me gustaría mucho preguntarle si laforma de este cuerno podría deberse a lanecesidad de reforzarlo, sin añadir más materia

a su bulto, por otro lado ya considerable, y si untoro mayor podría ayudar al animal, que esrápido nadando, a disminuir la turbulencia quedebe afrontar en cada remada. Soy consciente,señor, de que la turbulencia es una de lasprincipales materias de estudio entre loscaballeros que se dedican a su profesión.

–La turbulencia. Sí, la turbulencia -dijo elseñor Wright, al tiempo que sacudía la cabeza-.Cualquiera que se proponga construir un faro, oun puente, o un embarcadero, debe primeropensar largo y tendido en la turbulencia, y en latremenda fuerza que ejerce el agua en constantemovimiento. Pero, ¡ah, los aburridos cálculos, laincertidumbre! Visto así, señor, sus suposicionesparecen razonables. La ondulación de lasuperficie a menudo aumenta la resistencia aciertas formas de presión; es muy posible queese toro de usted pueda ejercer un efectofavorable al desviar el flujo en espiral por elcuerpo que avanza, y al contrarrestar la fuerzarotatoria, dado que su animal se propulsamediante la cola, ¿no es así?

–Así es. Se trata de una cola horizontal, por

supuesto, como la del resto de los miembros desu especie.

–Nos enfrentamos a un problema interesante.Sin embargo, cualquier sugerencia que yo puedahacer, únicamente basada en una descripciónverbal, por muy detallada que esta última puedaser, apenas vale el aliento empleado. Si pudieraver ese cuerno, medir su extensión, el ángulo queforma la espiral en su punto álgido, mi opiniónquizá poseería cierto valor.

–Señor -dijo Maturin-, si me honrara ustedcon su compañía durante la comida de…digamos que durante la comida de mañana, meencantará mostrarle mi cuerno, un pequeño peroperfecto espécimen.

Jack y Stephen se reunieron en los propiospeldaños del Crown.

–Saludos, amigo mío -exclamó Jack a pocadistancia.

Stephen observó su rostro y su modo deandar, y se preguntó si estaba sobrio.

–Te veo muy alegre, querido -dijo llevándoleen dirección a las escaleras Pigtail-. Espero queno te hayas cruzado con ninguna de esas jóvenes

complacientes, a las que tanto impresiona el hilodorado de los galones.

–Nada de eso -dijo Jack-. En la Armada mellaman Aubrey el Casto. Aunque te confieso quesí me he cruzado con una persona joven, pero delas que se afeitan cuando pueden permitírselo.Stephen, quizá recuerdes todo lo que te dijerespecto a nuestra lamentable falta de ayudantesdel piloto, y lo mucho que ansío encontrarreemplazo para el pobre Wantage.

–No creo que lo hayas mencionado más dediez veces al día.

–No tiene nada que ver con esosguardiamarinas ascendidos a segundos delpiloto sólo para que puedan presentarse alexamen de teniente al finalizar su período deservicio (tú sabes, por supuesto, que tienen quemostrar una serie de certificados, conforme hanostentado esa responsabilidad a lo largo de dosaños). No, no, se trata de un auténtico segundodel piloto de derrota de un barco, si me sigues,cuya única ambición consiste en convertirse enpiloto, experto navegante y encargado de losefectos del barco, el oficial con certificado de la

Junta Naval y todo, y no un guardiamarinaascendido con carácter temporal a tal efecto. Ahítenemos a Salmón, pero no sabes cuántoansiaba disponer de otro, aunque sólo sea paraayudar al pobre y cansado Woodbine. Nuestrosguardiamarinas son buenos chicos, pero no sonmatemáticos, y su navegación da pena, muchapena.

Un ojo atento a bordo de la Surprise habíareparado en los amplios gestos del comodoro,destinados a ilustrar la pena que daban loscálculos matemáticos de los guardiamarinas, ysu bote emprendió la remada de inmediatorumbo al muelle. Le llevó algún tiempo abrirsecamino a través de los demás barcos yembarcaciones auxiliares que por sus aguasnavegaban o fondeaban, pues toda la escuadrase pertrechaba a toda velocidad; mientras tanto,Jack continuaba hablando.

–En fin, que el joven al que me he encontradoes John Daniel. – Miró a Stephen a la cara, enbusca de un mínimo atisbo de inteligencia, con laesperanza de que reconociera el nombre, pero,aparte de sus facciones, no halló ni atisbos ni

nada-. John Daniel -repitió Jack-. Fuimoscompañeros poco tiempo a bordo del Worcester.Y estuvo en el Agamemnon. Woodbine loconoce bien, y muchos otros oficiales. Le dieronla paga de remate durante la paz y se enroló enun corsario…

–Señor, señor, oh, señor, si es tan amable -llamó un muchacho con voz de pito y el rostrovioláceo de tanto correr-, el almirante desea quele transmita sus mejores deseos, y que le pidaque le entregue esto al doctor Maturin.

–Mis mejores deseos para el almirante -dijoJack, que cogió la carta y se la tendió a Stephen-, y puede decirle también que ha cumplido consus órdenes.

Bajaron los escalones hasta el bote que losaguardaba; al caminar, Stephen volvió la cartadel derecho y del revés con expresión pensativa.

–No te preocupes por mí -dijo Jack. El proel,un veterano marinero que conocía bien aStephen, estaba a mano para asegurarse de queel doctor salvaba la regala de un único y firmepaso.

Bonden apartó el bote en cuanto el comodoro

se hubo sentado.–¡A bogar! – ordenó, y la falúa se adentró en

aquel maremágnum sin apenas rozar una solaembarcación, hasta amadrinarse al costado dela fragata con la perfección acostumbrada.

–Jack -dijo Stephen, ya en la cabina-, metemo que he cometido la torpeza de invitar alseñor Wright a comer a bordo sin antesconsultarte. Deseo conocer su punto de vista enlo que respecta a la acción del agua que fluye porel cuerno, esa teoría que tú mismo me explicastehace tiempo, la naturaleza de la turbulenciacreada por espirales o circunvoluciones, y en elefecto causado por las más suaves espiralesascendentes.

–En absoluto podría considerarlo una torpeza,Stephen -dijo Jack-. Yo también estoy muyinteresado en conocerle, pero no invitemos anadie más. Aunque he pasado en la mar lamayor parte de mi vida, poseo una lamentableignorancia acerca de la hidrostática, excepto enlo que a lo pragmático se refiere, y a un modointuitivo de entenderla. Claro que podríamosinvitar también a Jacob, y quizás así

interpretaríamos algo de música. Sé que el señorWright, al igual que algunos de los miembrosmatemáticos de la Royal Society, disfruta de lafuga. Oh, y Stephen, hablando de John Daniel, sime lo permites, el reemplazo de Wantage: elpobre está tan desharrapado que sería unacrueldad presentarlo así en la cámara. Es unacriaturilla pobre, bajita, encorvada, escuálida yfea, muy parecido a… Es decir, que tú eres elúnico adulto a bordo cuya ropa le sentaría comoun guante. Por supuesto la recuperarás, encuanto pueda arreglarse algo para que sepersone en el alcázar con la debida propiedad.

–Killick -llamó Stephen, que apenas levantó eltono de voz, dado que sabía perfectamente queel valioso sirviente que compartía con Jackescuchaba tras la puerta; Killick tenía unaespecie de constipado de pecho, y su hondarespiración podía oírse a gran distancia-. Killick,ten la amabilidad de traerme una buena camisablanca, la casaca azul a la que cosías un botón,un corbatín, un par de pantalones de loneta,medias, zapatos… que sean de hebilla, y unpañuelo.

Killick abrió la boca, pero para asombro delcapitán Aubrey volvió a cerrarla, guardó silenciounos segundos y dijo:

–A la orden, señor. Una camisa blancapasable, la casaca azul, corbatín, pantalones,medias, zapatos de hebilla, eso es. – Y se alejóapresuradamente. A Stephen no le sorprendió sureacción, no era sino otro ejemplo de esasingular deferencia que no sólo respondía a suestado de reciente viudedad, sino también al deaquellos hombres condenados a muerte.

–Jack, por favor, háblame de tu ayudante depiloto -dijo.

–Se llama John Daniel y proviene deLeominster, donde su padre era librero al pormenor. Recibió una buena educación en la tiendade su padre, y también en la escuela local. Sinembargo, el señor Woodbine, cuya familia vivióallí, me ha dicho que en aquel pueblo no se leíamucho, y al decaer el negocio los clientesempezaron a no pagar sus cuentas. La tiendaestaba en un estado lamentable, empeoraba yempeoraba, y para impedir que su padre pudieradar con los huesos en la prisión de deudores, el

joven Daniel hizo un hatillo y se dirigió al barcode reclutamiento anclado en Pompey. Lodestinaron junto a un montón de desgraciados ala Arethusa; fíjate que era el único capaz de leery escribir su propio nombre. Nicholls, EdwardNicholls, por entonces primer teniente de lafragata, no lo miró con buenos ojos, pues no eramarinero, era demasiado débil para halar,carecía de habilidad para los trabajos manuales,y estaba a punto de clasificarlo como hombre detierra adentro y marinero del combés cuando sele ocurrió preguntarle qué podía hacer que fueraútil a bordo. Daniel respondió que habíaestudiado matemáticas y que podía encargarsede las cuentas. Nicholls le hizo algunaspreguntas, comprobó que decía la verdad y dijoque si Daniel podía escribir con letra clara, lesería de ayuda al contador o al escribiente delcapitán, y quizás incluso al piloto. En todo ayudópara satisfacción de sus superiores, pero encuanto dejaron atrás el Canal, el contador y elescribiente tuvieron poco trabajo que darle, yDaniel pasó la mayor parte de su tiempo con elpiloto, Oakhurst. ¿Recuerdas a Oakhurst,

Stephen? Servía en la Euryalus, frente a Brest,un gran experto en la luna. Comió con nosotrosen una ocasión, y nos hizo partícipes de lo muchoque le enojaban esos lampazos que tantodependen de los cronómetros.

–Le recuerdo como hombre apasionado ensus convicciones, irascible incluso.

–Sí. El caso es que fue muy amable conDaniel, a quien le atraía todo lo relacionado conla navegación, las estrellas, los planetas y la luna;de modo que le prestó un antiguo cuadrante, y elchico medía altitudes constantemente o lasdistancias entre la luna y diversas estrellas. Leencantaba la belleza de las matemáticas, seregocijaba en los números… Más adelante,cuando la gente de la Arethusa transbordó a laInflexible, lo clasificaron como simple marinero y,por ser pequeño y liviano, lo destinaron al tope.

–Debió de encontrarlo muy duro.–Estoy seguro de que así fue, y no quiero ni

imaginar en qué estaría pensando el oficial quelo destinó al tope, pero, en fin, lo cierto es queandaban faltos de gente, aunque, aun así… Sinembargo, sobrevivió. Llevaba un tiempo en el

mar, y cuando pitaban a toda la dotación a haceruna tarea ahí estaba él, acostumbrado al modode hacer de la Armada. No era un extraño, sinoun hombre rodeado de compañeros detripulación, uno más, y ellos lo ayudaron. Al cabode un año, más o menos (hablamos de alguiencapaz de aprender rápido), tenía una vaganoción del gobierno de un barco, al igual que desu navegación. Sin embargo, se alegró cuando laInflexible entró en puerto para someterse aalgunas reparaciones, y Oakhurst pidió a sucapitán que clasificara a Daniel como segundodel piloto del viejo Behemouth. Sucedióentonces, como no podía ser de otra manera,que, al igual que tantos otros barcos de guerra, elBehemouth fue desarmado durante la paz. Traspasar una temporada en tierra, después dehacer cualquier cosa por cama y techo, se enrolóen un corsario armado para perseguir y apresarpiratas bereberes, pese a no estar el barcoacondicionado para la tarea. Uno de losprimeros piratas con los que toparon, de Tánger,les dejó tan maltrechos que sólo pudieron arribara Oran, donde embarrancó y embarcó agua. Una

tartana genovesa le dio trabajo a cambio delpasaje hasta Mahón, donde esperaba encontrara alguien conocido, pero el caso es que lodespojaron de todas sus posesiones. Apenastenía una camisa que ponerse cuando loencontré sentado bajo las bóvedas. Y ahora,volviendo al tema de nuestra comida, creo quehablaré personalmente con mi cocinero, y si elseñor Wright accede a ello, podríamos interpretarpara él la fuga de Zelenka que tocamos los tresel domingo. Insólita pieza, a fe mía.

* * *La comida organizada en la fragata para el

señor Wright resultó un éxito inesperado. Se lucióel cocinero del capitán, con todos los manjaresmenorquines al alcance de su mano, y comieroncon apetito, y bebieron también con gran deleiteel vino tinto local de Fornells, seguido de un añejomadeira. Lo que más complació a Stephen fue elmodo en que el gran ingeniero, por lo generalproblemático invitado muy proclive a lahosquedad, congenió no sólo con Jack Aubrey,sino también con Jacob. Tuvieron una encendidadiscusión sobre las variantes locales de griego

moderno y las curiosas versiones de turco quehablaban las diversas naciones súbditas delinmenso imperio turco.

–Tenía mano con Homero en la escuela -dijoWright, con la copa en alto-. Athesphatos oinos,por cierto… Pero cuando se me pidió construirlos muelles y rompientes en Hyla, descubrídecepcionado que de nada me servían misconocimientos de griego, de nada en absoluto, yme vi obligado a contratar intérpretes allá dondequiera que fuera. Sin duda usted, señor, pudoprepararse mejor para vivir en el Mediterráneooriental.

–Verá, señor -observó Jacob-, no fue tantodebido a virtud ni presciencia por mi parte, sinoal hecho de haber tenido la buena suerte dehaber pasado mis años mozos, años en los quela lengua fluye en la mente sin esfuerzo intelectualalguno, entre turcos, griegos y gentes quehablaban diversas variantes de árabe y beréber,al igual que el hebreo arcaico de los judíos deBeni Mzab. Mi gente eran mercaderes judíos,instalados principalmente en el Levante, peroque viajaban mucho, incluso a Mogador en la

costa atlántica, por un lado, y a Bagdad por elotro.

–Estoy convencido, doctor, de que debe deser un negocio peligroso eso de andarmerodeando por montañas y desiertos con unabolsita de piedras preciosas en el bolsillo o en laalforja -dijo Jack-. Me refiero a que, aparte de lasbestias salvajes y de los leones deseosos dehacer presas, es probable encontrar bandidos,¿o me equivoco?

Se oyen lamentables historias acerca de losárabes. Y recuerdo bien que, en Tierra Santa,donde sin duda la gente es ahora mejor queentonces, el Buen Samaritano encontró a unpobre tipo herido y golpeado, al que habíanrobado en el camino. Cuando haya avanzado unpoco la guardia despacharé dos convoyes,fuertemente armados, para proteger a algunosmercantes con tal que arriben a salvo al río deLondres, cargados con pasas de Smyrna ycosas así; vamos, que ni siquiera llevan una solaperla o diamante a bordo. Personalmente, jamásme arriesgaré a vagar por el desierto llevando unsurtido de gemas, sin contar con una escolta de

jinetes armados que me proteja.–Ni yo me arriesgaría a hacerme a la mar en

una frágil balsa de madera a la deriva y a merceddel viento, a menos que tuviera envuelta el almacon tres láminas de bronce. Sin embargo, comoseguro sabrá mejor que yo, la costumbre haceque aquello que nos parece arriesgado acabeconvirtiéndose en algo rutinario, casi en el pan decada día. Tanto montañas como desierto puedenresultar mortíferos para quien no estáacostumbrado a ellos; pero después de algunasgeneraciones no parecen más peligrosos queuna visita a Brighton.

Entró un guardiamarina, se acercó al costadodel comodoro Aubrey y, discretamente, letransmitió los mejores deseos del señor Harding,junto a la noticia de que el oficial al mando delconvoy pedía permiso para separarse de laescolta.

–Discúlpenme, caballeros -dijo Jack allevantarse-. Será sólo un momento.

Y en efecto, Jack tardó sólo unos minutos envolver a aparecer, aunque la conversación habíaproseguido, y Jacob repetía al señor Wright la

palabra «Mzab» con cierto énfasis, mientras suinterlocutor adelantaba el cuerpo con la mano enel oído, a modo de bocina.

–Discúlpeme, señor-dijo Jacob-. Estabaexplicando cómo generaciones de comerciar conjoyas de forma itinerante pueden enseñarle a unoa sobrevivir. El entresijo de asociados en los queuno confía, a menudo emparentados, lacostumbre de viajar en pequeños gruposfamiliares, mujeres de mediana edad y niñospequeños, pocos guardias, y estos a ciertadistancia, con un modesto séquito de caballos ocamellos por toda propiedad visible. Yo hacíahincapié en llevar conmigo a niños sucios, a serposible, y desarrapados, porque los bandidos nopiensan que puedan encontrar riquezas alasaltarlos. Y lo hacía para explicar al doctorMaturin cómo me familiaricé con el dialectozeneta de Berbería, y con el hebreo arcaico deMzab.

–Familiaridades que envidio -dijo Jack.Jacob inclinó la cabeza y prosiguió.–Me había llevado a algunos primos

alejandrinos, que interpretaron a la perfección el

papel de niños sucios; pero cuando llegamos allugar donde solíamos dormir habitualmente entrelos Beni Mzab, me dio tal mordisco un camello(uno de esos que no curan) que se vieronobligados a dejarme a mí y a mi tía abuela paracontinuar el viaje y no faltar a una cita importanteque quedaba a un buen trecho. Y fue allí dondeaprendí el doblemente gutural hebreo de los BeniMzab, y donde llegué a sentirme como en casacon las raíces triliterales del beréber. – Acontinuación, puso algunos buenos ejemplos delhebreo en cuestión, así como de la gramáticaberéber, ilustrándolos con citas de Ibn Khaldun.

–Con su permiso, señor -exclamó Killick paraalivio de Jack, no sólo porque había visto elabundante perro moteado que Killick se habíaempeñado en servir, sino porque empezaba aobservar que el interés del señor Wright por elhebreo arcaico, que en un principio no eraexcesivo, se desvanecía rápidamente.

Su atención hacia la comida, sin embargo,estaba a la altura de la de Jack, a pesar de suedad.

–Los franceses podrán decir lo que gusten, y

sin duda lo que preparaba Apicio, con susanguilas alimentadas con esclavos, eradelicioso; pero me parece a mí que la civilizaciónhace de verdad honor a su nombre cuando logracrear un pudín levemente moteado como éste,empapado en una salsa tan grasienta -dijo elseñor Wright al cabo de un rato, en un tonocargado de autoridad.

–No podría estar más de acuerdo con usted,señor -aplaudió Jack-. Permítame servirle unpoco más del extremo translúcido de estribor.

–Bueno, si no hay más remedio, si no haymás remedio -dijo Wright, que le ofreció su platosin necesidad de que Jack insistiera.

Poco a poco desapareció el pudín, y lasjarras realizaron la ronda establecida. JackAubrey sacó a colación el tema de la música.

–Hasta hace bien poco -observó-, jamáshabía escuchado a un compositor de Bohemiallamado Zelenka.

–Dismas, según creo.–Me obsequiaron con una copia de su

ricercare para tres voces -explicó Jack, despuésde inclinar la cabeza-, que hemos interpretado en

varias ocasiones y que me pareció podríaofrecerles con el café; a menos, por supuesto,que prefieran el trío en do mayor de Locatelli.

–A decir verdad, querido comodoro, yoprefiero a Locatelli. Hay un algo desapasionadoe incluso geométrico en el trío que me llega a lomás hondo, quizá del mismo modo que suensayo sobre la nutación y la precesión de losequinoccios, considerado desde el punto devista de un navegante, y que publicó usted en elTransactions. Pero antes de nada, ¿me haría elhonor el doctor Maturin de mostrarme su cuerno?Mientras escucho, al estar al mismo tiempo encontacto físico con los problemas planteados poreste improbable diente, quizá la intuición melleve a dar con la solución, como me ha sucedidoya en tres o cuatro felices ocasiones.

Jack Aubrey había mencionado el café, algotan inevitable como el amanecer. No obstante, enese momento los estómagos más capacesseguían volcados en los restos del perromoteado, y todos seguían bebiendo madeira.Todos ellos, puesto que Killick, su ayudante y elpaje (éste de tercera clase), quienes le ayudaban

en retaguardia, apreciaban en todo su valor estevino añejo y generoso, hasta tal punto que habíanperfeccionado un modo de sustituir una botellallena por una medio vacía al final de cada ronda:el canijo muchacho de tercera clase retiraba laprimera jarra, para vaciarla por completo envasos que los tres apuraban medianteapresurados tragos, siempre que surgía laocasión.

Stephen había reparado en ello desde hacíarato. En cualquier caso, conocía la tendencia deKillick a aprovechar los restos que dejaran loscomensales, así como a animar a estos a noterminar sus platos, aunque rara vez habíallegado a tales extremos. Poco tenía Stephenque decir en términos morales, pero le parecíaque el paje de tercera clase, un bellacoesmirriado de apenas cinco pies de altura,estaba a punto de rebasar el límite, puesto quehabía disfrutado de más oportunidades que losotros dos y, por supuesto, carecía de suresistencia. De modo que supuso un auténticoalivio para Stephen que retiraran la última jarratras los brindis de rigor a la salud del rey,

momento en que Jack, el señor Wright y Jacob lemiraron expectantes.

–Killick -dijo-, ten la amabilidad de acercartea mi cabina y traer la funda para arco que cuelgatras la puerta.

–A la orden, señor -exclamó Killick, máspálido de lo que Stephen hubiera deseado, y contendencia a mirarle con los ojosdesmesuradamente abiertos-. La funda de arco.

Pero de funda de arco, nada. Killick habíaconsiderado más apropiado sacar directamenteel cuerno de ella, y pudieron ver su siluetadurante un instante recortada por la luz de lapuerta abierta, haciendo gestos obscenos con lapunta del cuerno al paje de tercera clase, queapuraba los restos del vino.

–Oh, oh -gritó el muchacho. Tosió antes decaer de bruces al suelo, en plena borracheraadolescente, al tiempo que vomitabainverosímiles chorros de madeira y cogía a Killickde las rodillas hasta que ambos terminaron en elsuelo. Cayó también Killick de bruces, encimadel cuerno que apretaba contra su pecho, que separtió por la mitad con un agudo crujido, y una

astilla salió despedida hasta la cámara.Todo esto había sucedido en la sobrecámara,

el modesto apartamento situado a babor y aproa, generalmente utilizado en tales ocasiones.Jack se acercó a ambos cuerpos, gritando a vozen grito al contramaestre, a los lampazos y almaestro de armas.

Bonden se hizo cargo de la situación deinmediato; presa de una furia fría y silenciosa,llevó a empellones a proa al por fin mudo Killick,mientras el maestro de armas arrastraba alescuálido y lamentable muchacho hasta labomba de agua más cercana. Los lampazos,veteranos en su trabajo, pusieron manos a laobra sin decir palabra. Con extraordinariaceleridad, sin hacer comentarios, la gente de lafragata limpió y despejó el lugar, e incluso antesde terminar se había secado ya por completo lacubierta, y la cabina había recuperado la pulcritudy un aspecto civilizado.

El señor Wright permanecía sentado en lacómoda que discurría a lo largo de la cámara dela Surprise, junto a la curva de los ventanales depopa, cuando volvió Stephen, cargado con el

violoncelo y las partituras. El anciano caballerohabía dispuesto cuidadosamente los pedazos decuerno de narval a su lado, unidos, y la astilla dedieciocho pulgadas colocada en su lugar, demodo que a simple vista el cuerno parecíaentero.

–Querido doctor Maturin -dijo-. Me temo quedebe de estar usted muy enfadado.

–No, señor -respondió Stephen-. La verdades que no me importa.

Wright titubeó un instante antes de continuar:–Pero créame si le digo que ésta es una de

esas cosas que puedo hacer realmente bien. Laprovidencial astilla me ha mostrado la naturalezade la sustancia interna. Se ha quebradolimpiamente, pero poseo un cemento que losunirá de tal modo que el diente recuperará sufuerza original; ese cemento sería la panacea deldentista si no fuera tan venenoso. Le ruego queme permita llevármelo a casa. ¿Qué le parece?

–Le estaría eternamente agradecido, señor,pero…

–Solía dedicarme a labores semejantes conlos esqueletos de mi prima Christine, aunque de

eso hace ya muchos años. Y mientras tocanustedes dedicaré la mitad de mi atención a laparte inferior del cuerno, donde las espiralesdestacan visiblemente. Extraordinario enigma,sin duda.

–¿Aún quieres tocar, Stephen? – murmuróJack a su oído.

–Pues claro que sí.–Bonden -ordenó Jack-, coloca luz y atriles

alrededor del violín, ¿me has oído?–A la orden, señor: luz y atriles alrededor del

violín.CAPÍTULO 4

De nuevo rugió el trueno con el saludo de lasbaterías, mientras la escuadra de Jack Aubreyabandonaba con esfuerzo y peligro puertoMahón: cortas bordadas por la angosta cala deSan Esteban, con un caprichoso viento del sur encontra y todo aquello que la marejadamediterránea pudiera enviar para obstaculizar suavance. Era una escuadra pequeña, puesto queel Briseis, la Rainbow y la Ganymede habíansido despachadas para proteger el comerciooriental, mientras que la Dover seguía escoltando

a los inchimanes que navegaban rumbo aInglaterra.

La Ringle, que navegaba de cabo de fila, semostraba ágil y briosa con las velas de estay,como corresponde a una goleta de su clase, y sesentía más o menos en casa en aquellas aguas;igual que la Surprise, gobernada por un hombreque había navegado a bordo durante la mayorparte de su carrera en la mar, y que la amaba detodo corazón (un barco, además, bendecido conuna infrecuente y elevada proporción deauténticos marineros de primera, acostumbradosa sus modos y a los de su capitán). Y no es queestuvieran la mar de contentos, pues alestrecharse el canal se hacían más frecuenteslas voces de «Todos a virar», y en esa operaciónlos infantes de marina recién embarcados (almenos había uno por cada brigada de cañón),torpes y patosos, se veían obligados a respondera los saludos al gallardetón, y hacerlo conprecisión, lo cual exigía una actividad frenética.

Pese a todo, los sufrimientos de losmarineros de la Surprise, sentidos y a menudoaireados, no tenían ni punto de comparación con

los de la marinería de la Pomone, dotaciónapretada a las órdenes de un capitán que jamáshabía comandado un barco superior a la sextaclase. Su primer teniente se sentía contrariado, elsegundo teniente era nuevo, y en ese momentoera, además, el oficial de guardia. No conocía anadie a bordo, y a menudo sus órdenesresultaban confusas o no eran comprendidas y, aveces, eran voceadas por exasperados yasustados segundos del contramaestre,demasiado ocupados en otros menesteres. Todoello en una fragata poco marinera, más inclinadade lo normal al cabeceo y con demasiada lonamareada a proa que, por tanto, ejercía presión enla busarda.

El comodoro y sus oficiales observabandesde el alcázar. Cada vez más a menudoarrugaban los labios para silbar, y sacudían lacabeza empujados por la gravedad de un malaugurio. De no haber sido por el celoenloquecedor del veterano condestable yayudantes de la Pomone, jamás hubieracontribuido ni una décima parte a los saludos, eincluso así dio una pobre impresión.

–¿Podré algún día contar con sus potentesandanadas en el Adriático? – murmuró Jack parasí-. ¿O en cualquier otra parte, para el caso?Trescientos desgraciados y torpes sodomitas,por el amor de Dios -añadió al ver que laPomone estaba a punto de faltar a la virada, yque su botalón de foque rozaba la implacableroca.

Al contrario de lo que parecía en ocasiones,incluso la cala de San Esteban tenía un final.Primero la Ringle franqueó la punta, adrizó ytomó el viento a popa del través. Luego, losdemás siguieron a la goleta. Aunque contra todopronóstico habían evitado el naufragio, no cedióel joven y concienzudo capitán Vaux (al contrarioque muchos de sus compañeros de tripulación)al alivio y la autocomplacencia.

–Silencio de proa a popa -ordenó con unvozarrón digno de la Armada, para despuésañadir en el conmocionado silencio resultante-:Señor Bates, aprovechemos que los cañonesestán calientes y que los mamparos estáncolocados e ice la señal «Permiso para efectuaralgunas salvas».

Por suerte el señor Bates, cuyas habilidadesno bastaban para hacer de él personarecomendable en ninguna parte, disfrutaba de laayuda de un eficiente segundo del piloto, asícomo de un suboficial de señales muycapacitado; entre ambos sacaron las banderasdel arcón, colocaron los fardos en la driza y lasizaron en lo alto. Apenas ondearon al viento,cuando otro avispado segundo del piloto, elrecién enrolado John Daniel, murmuró al señorWhewell, tercer teniente de la Surprise:

–Le ruego que me perdone, señor, pero laPomone solicita permiso para efectuar algunassalvas.

El señor Whewell confirmó esta inteligenciacon su propio catalejo y la opinión del suboficialde señales. Después, se acercó a Jack Aubrey,se descubrió y dijo:

–Discúlpeme, señor, pero la Pomone solicitapermiso para efectuar algunas salvas.

–Responda: «Tantas como pueda permitirse,pero con cargas reducidas y a popa del través».

El capitán Vaux había nacido en el seno deuna familia adinerada y generosa, y temía dar la

impresión de pertenecer a ese tipo de oficialesque debían su empleo y temprano ascenso a susinfluencias. Quería que su barco fuera tancombativo y eficiente como la Surprise, y sialgunos quintales de pólvora empujaban a lafragata en esa dirección, estaba más quedispuesto a pagarlos de su propio bolsillo, sobretodo teniendo en cuenta que podría pertrecharseen Malta.

Por tanto, unos minutos después de izar elcomodoro la señal, se reanudó el estruendo, quepartió de los cañones de caza y de alguna queotra carronada. Las regulares andanadas delcostado envolvieron a la fragata en una densanube de humo blanco, andanadas éstas que sehicieron perceptiblemente más y más regulares amedida que transcurría el tiempo.

La punzante llamarada y la desazonantetrapisonda que acompañaba al ejercicio defuego de los cañones largos casi siemprelograba impregnar de alegría a los corazones; depor sí el ruido era estimulante, y el estímulo tienecierta afinidad con la alegría. Pese a que loscañones de la Pomone rugieron y aullaron de

forma prodigiosa, había poca alegría a bordo desu cercana vecina, la fragata Surprise.

Después de comer (dos libras de ternerafresca de Menorca por cabeza), y de disfrutar delagradable grog de la comida, así como despuésde cenar, persistió la melancolía. La desdicha deKillick era conocida hasta el último detalle; lascabriolas del malhadado muchacho corrieron deboca en boca, y lo hicieron una y otra vez, asícomo el terrible tropiezo y el hecho de que tanvalioso cuerno se hubiera hecho añicos.

Y así siguió sucediendo al día siguiente, y alotro; y también cuando Mahón no fue más que unrecuerdo distante, a popa, oculto tras elhorizonte, cuando ni siquiera los vigíasencaramados al tope de mayor podían soñar converlo, y la escuadra mantenía rumbo a Malta conun suave y entablado viento de gavias quetomaba por la amura de estribor.

No había alegría entre la gente de la Surprise,porque la suerte había abandonado a todo elbarco al romperse el cuerno. ¿Qué podíaesperarse de un cuerno roto, por muy bien quehubieran podido reconstruirlo? Más de una vez

mascullaron los marineros veteranos algo acercade la virginidad, comentarios que, con unasacudida melancólica de la cabeza, insinuabantanto como era posible insinuar. Tampoco en laPomone había alegría, dado que no sólo sunuevo patrón demostraba ser un tártaro,dispuesto a ordenar el ejercicio de cañonesmañana, tarde y noche, y prohibiendo el grogpara toda una brigada de cañón por habercometido cualquier error por pequeño que fuera,sino porque algunos de los heridos comoconsecuencia del retroceso, de la pólvora en losojos o de quemaduras causadas por la fricciónde los cabos, tuvieron que ser transbordados albuque del comodoro, ya que su propio cirujanosufría una sífilis de aúpa y prefería no arriesgarsea tocar a los pacientes más delicados. A bordode la Surprise, los marineros de la Pomone notardaron en enterarse de lo sucedido. Lo mismoocurrió con la Ringle, puesto que su capitánhabía sido invitado por el comodoro, y ladotación que lo había llevado a la fragata habíapasado la tarde en compañía de amigos yprimos. Así que de alegría en la pequeña

escuadra, nada de nada.No obstante, el oficial de la infantería de

marina destacada en la Surprise, el capitánHobden, tenía a un cojo y patilargo perro depelaje amarillo, llamado Naseby, cuya madrehabía pertenecido al Real Cuerpo de Artillería, unperro que se regocijaba con el olor de la pólvora,incluso el que olía a distancia procedente de laPomone, la esforzada Pomone. Era una jovencriatura muy amistosa, acostumbrada a la vidade a bordo y escrupulosamente limpia, aunquealgo proclive al robo; pero al menos era muyalegre, el animal. Apreciaba a los infantes demarina y su uniforme, que le resultaba familiar,pero también gustaba de la compañía de losmarineros. Como el capitán de infantería Hobdenera muy aficionado a tocar la flauta (terror de losperros) mientras sus hombres pasaban el tiempolibre limpiando las armas, puliendo metales,cepillando uniformes y blanqueando correas,Naseby no tardo en encontrar consuelo en elcírculo de fumadores que se reunían en la cocina.No era un lugar muy jovial y animado, pero lorecibían con amabilidad, y las mujeres

acostumbraban a darle una galleta o, incluso, unterrón de azúcar. Fuera como fuese, allí se sentíabien acompañado.

–Vaya, Naseby, otra vez por aquí -dijo Pollcuando se encontraban lejos, muy lejos de tierrafirme, y empezaban a asomar las estrellas-. Almenos, no fuiste tú. – Le dio un trozo de pastel ysiguió hablando-: Ahí los tienes, al doctor y a suayudante, o, más bien dicho, a ambos doctores,dando saltos en cubierta presa de la furia,mascullando palabras que no repetiré en público,como si fueran un par de leones enloquecidos.

En ese momento entró Killick con unainverosímil montaña de camisas en los brazos,cuyo equilibrio mantenía haciendo presión con lapuntiaguda barbilla que lo caracterizaba. Ropablanca que secar en la cocina, cuando seencendiera el fuego. Había estado lavando,planchando y almidonando (cuando eraapropiado) todas las camisas de Jack yStephen, así como los corbatines, pañuelos,chalecos, pantalones y calzones, además desacar brillo a toda la plata de la cámara hastaobtener una brillantez que daba fe de sus ansias

por ganarse el perdón. Sin embargo, desde lacámara a la cocina, e incluso en los excusadosdel barco, aún lo miraban con un desagrado en elque se mezclaba a partes iguales la decepción yel malhumor. Las mujeres, e incluso los pajes delbarco, habían dejado de llamarlo señor Killick.

La preocupación que sentía había llegado acerrarle el estómago, a quitarle las ganas defumar e, incluso, a impedirle conciliar el sueño,mas su intensa curiosidad no sufrió menoscaboalguno, de modo que preguntó por qué razón losdoctores juraban de esa forma.

–Bueno, Killick -respondió Poll Skeeping-. Mesorprende que no lo sepas, tratándose como setrata de tu Mano de Gloria, esa mano que debíahacernos ricos a todos.

–Oh, no -susurró Killick.–¡Oh, sí! – exclamó Poll, inclinando la cabeza-

. Como bien sabes, los doctores la teníanguardada en un jarrón, sumergida en un alcoholfuerte con tal de mantenerla fresca y limpia. ¿Quésucedió? Te diré qué sucedió, si es que enverdad necesitas que lo haga. Algún condenadocabrón, o cabrones, se han dedicado a cambiar

el licor por agua, de modo que ahora el aguaestá teñida de puñetera sangre y poco más; laMano se ha vuelto tiesa. Se han echado a perderlos tejidos blandos, aunque por lo visto la hanpuesto a secar, y confían en poder sacar lostendones y coser los huesos mañana por latarde.

Vana esperanza la suya. En uno de losescasos momentos libres de que disfrutaron (losejercicios de la Pomone arrojaban un sangrientoparte de bajas, y además había estallado en laSurprise un asombroso brote de forúnculos,perturbador por su parecido con el botón deAleppo), ambos médicos se acercaron a la mesainstalada junto a la escotilla donde habían puestoa secar (más bien a disecar) la pobre mano. Sinembargo, no encontraron nada a excepción deun rastro de sangre apenas perceptible, la mesade madera para practicar disecciones y la huellade la pata derecha de un perro grande impresaen el taburete acolchado.

–¡Tu magnífico regalo, profanado, seencuentra ahora en las mandíbulas de ese vilperro mestizo!

–¡Ese chucho ha arruinado nuestro empeño!– exclamaron ambos, que a continuaciónmaldijeron al perro en gaélico y beréber con unarabia sin parangón.

Stephen encontró a Hobden en la cámara deoficiales, haciendo ejercicios de digitación con ladesdichada flauta, mientras dos tenientes que noestaban de servicio jugaban al backgammon.

–Señor -dijo, pálido de la rabia-. Debeentregarme a su perro. Ha robado la mano queatesoraba y debo, o bien abrirle las tripas, odarle a beber un fuerte vomitivo, antes de quesea demasiado tarde.

–¿Y cómo sabe usted que ha sido mi perro?Ahí tiene a todos esos gatos que rondan por elbarco, ladrones donde los haya.

–Acompáñeme a la cocina y se lo mostraré.Efectivamente, Naseby se encontraba en la

cocina, instalado cómodamente entre lasmujeres, que los miraron sorprendidas al entrar.Stephen cogió al perro y levantó su temblorosapezuña derecha, que mostró a Hobden.

–Ahí tiene la prueba que me pedía.–Tú no has robado nada, ¿verdad, Naseby? -

preguntó Hobden. Naseby era un chuchointeligente, capaz de encontrar una perdiz y hacertodo tipo de cosas, como por ejemplo contarhasta las ocho campanadas y abrir una puertacon picaporte; sin embargo, era incapaz dementir. Consciente de la acusación, encorvó susorejas y se relamió sin poder evitarlo,confesando así su culpabilidad.

–Debo abrirlo y recuperar mi mano, o darle unfuerte vomitivo. Si éste no surte efecto, tendréque aplicar el bisturí.

–La culpa ha sido suya por dejar esa mano ala vista de todos -protestó Hobden-. No tocará ami perro, cabrón pragmático.

–¿Está usted dispuesto a defender suspalabras, señor? – preguntó Stephen tras unabreve pausa, con la cabeza inclinada a un lado.

–Hasta el día en que muera -respondióHobden en un tono de voz quizá demasiadoelevado. Stephen abandonó la estancia con unasonrisa en los labios. Encontró a Somers, elsegundo teniente, de pie en el castillo de proa,admirando la belleza de las velas que brillaban alsol, y un poco menos a la sombra blanca.

–Señor Somers -dijo-. Le ruego que disculpeesta interrupción (precioso espectáculo, desdeluego), pero tengo un desacuerdo con el capitánHobden, que ha empleado, y defendido, uninsulto que tan sólo puedo tachar de bellaco,hecho en público, en la cocina nada más y nadamenos, por el amor de Dios. ¿Me haría el favorde ser mi segundo?

–Por supuesto que sí, querido Maturin.Cuánto lo lamento. Me entrevistaré con él deinmediato.

* * *–Adelante -ordenó Jack Aubrey, al tiempo

que levantaba la mirada del escritorio.–Le ruego que disculpe esta interrupción,

señor -dijo Harding, primer teniente de la fragata-, pero tengo algunos asuntos urgentes quecomentarle -dijo en voz baja.

Jack le llevó a popa, junto a la cómoda quehabía bajo los ventanales, donde podían hablarcon total tranquilidad; en aquel barco de cientoveinte pies de eslora y con doscientos hombresque lo atestaban, la intimidad suponía todo unlujo, cosa que sabía por experiencia.

–Verá, señor -explicó Harding, que no parecíamuy contento con el papel de informador que lehabía tocado representar-, el doctor Maturin haretado a duelo a Hobden; por lo visto el perro deéste se ha comido la mano, señor. Y Hobden,cuando se le dijo que debía recuperarse lareliquia ya fuera por la acción de un bisturí o deun purgante, ofendió a Maturin. Se lo digo porquela gente está muy descontenta. No deborecordarle, señor, que los marineros, o al menosnuestros marineros, son tan supersticiosos comoun hatajo de ancianas. Por lo visto considerabanel cuerno como una garantía de buena suerte, yademás del cuerno, o incluso más que éste, a laMano Gloriosa… ¿Sabe de qué le estoyhablando, señor?

–Pues claro que sí. Gracias por contármelo,Harding, ha sido muy propio de usted. Ahora, leruego que le diga a Hobden que deseo verlo deinmediato. Que no pierda el tiempo con eluniforme.

Llamó al cabo de un minuto.–Adelante -dijo de nuevo Jack, antes de que

Hobden se presentara en mangas de camisa y

pantalones-. Capitán Hobden -dijo Jack en untono que daba fe del enojo que sentía-, tengoentendido que su perro se comió la mano enconserva del doctor Maturin, y que cuando lepresentó a usted los hechos usted lo insultó oalgo peor. Debe usted retirar el insulto ypermitirle recuperar la mano, o abandonar estebarco cuando arribemos a Malta. No puedo darlemás de cinco minutos para pensarlo, teniendo encuenta la velocidad a la que digieren los perros.Pero mientras reflexiona usted, quiero querecuerde esto: en el calor del momento,cualquiera puede soltar una expresión insultantey humillante, pero al cabo cualquier persona quetenga un ápice de sentido común debedesdecirse. Una breve nota de disculpa bastará,si cree posible que, llegado el momento, puedanatragantársele las palabras.

Hobden cambió de color una o dos veces,mientras una miríada de emociones cruzaba porsu rostro, todas ellas igual de desdichadas.

–Si quiere escribirla ahora mismo, aquí tienepapel y pluma -dijo Jack, señalando con lacabeza el escritorio y la silla.

* * *Jacob y Stephen Maturin llevaban un buen

rato conversando en la enfermería del solladoacerca de la parte agradable de la velada quepasaron con el señor Wright, todo ello mientrasafilaban el instrumental junto a la lámpara deArgand con la ayuda de un surtido de piedras deesmeril. Cuando terminaron de comentar sudesapasionada y geométrica opinión del trío deLocatelli, Jacob dijo:

–Y un poco antes de ese comentario temíhaberme mostrado demasiado locuaz, con todosesos ejemplos del dialecto zeneta y las doblesguturales del hebreo local; al menos no os aburrícon un relato de lo que quizá sea lo más curiosoacerca de los Beni Mzab, curioso pero difícil deexplicar en pocas palabras. Me refiero al hechode que no sólo son herejes los musulmanesibaditas, sino que muchos de los judíos soncainitas, igualmente erróneos según lo ortodoxo.

–No sé nada de los cainitas -dijo Stephendespués de reflexionarlo unos instantes, mientrasseguía afilando el instrumental.

–Su ascendencia se remonta a los kenitas,

que consideran al hermano de Abel, Caín, comosu ascendiente común. Es más, los iniciados aúnllevan su marca, aunque con discreción, puestoque por lo general prefieren que no se sepa,pues aún existen vulgares prejuicios en su contra.Esta marca compartida de Caín supone el lazode unión más fuerte que quepa imaginar, muchomás que el existente entre francmasones, y deuna antigüedad infinitamente mayor.

–Ya lo supongo.–En los primeros tiempos de la cristiandad

algunos de ellos formaron una secta gnóstica; noobstante, quienes pertenecían a los Beni Mzabhan recuperado sus antiguas costumbres, ysostienen que Caín nació de un poder superior,que Abel lo hizo de uno inferior, y que eraantepasado de Esaú, Korah y los sodomitas.

–Adelante -dijo Stephen.El capitán Hobden se detuvo justo bajo el

dintel de la puerta.–Le ruego que me disculpe por haberles

interrumpido, doctor Maturin. Le pido perdón.Aquí tiene mi disculpa -dijo al tenderle la carta-, yaquí traigo a mi perro.

–Es usted muy amable, señor -exclamóStephen al levantarse para después estrechar sumano-. No tema por Naseby, se trata de unaoperación muy sencilla y no le haría daño pornada del mundo.

* * *El doctor Maturin sabía por experiencia que

los marineros valoraban más que la mayoría dela gente aquellos remedios que podían verse yque ejercían una acción inmediata. La botica dela Surprise poseía un variado surtido de potentesvomitivos.

–No albergo esperanzas -dijo Stephen aldeslizar la dosis por la garganta del sumisoNaseby-. Con lo tarde que es no creo que hayaninguna en absoluto.

–Por otro lado, la temprana localización delanimal, y la consiguiente aceptación de la culpa,pueden haber reducido e incluso atajado sussecreciones digestivas.

–Sostén el cubo. Ahí. Ahora, apártate.Enfermo, tan enfermo como el perro, se

sentía él. Pero ya era demasiado tarde.–Al menos tenemos casi todos los huesos -

dijo, hurgando con un par de re tractores-. Yprácticamente están intactos. El resto no tieneimportancia, pero en cuanto hayamos hervido loshuesos podremos coserlos con alambre. Lamano volverá a tener aspecto de mano, lo cualtranquilizará sin duda a la tripulación. Poll. ¡Poll!Ten la amabilidad de pedir un par de lampazos,que yo voy a devolver a este pobre diablo a suamo.

El cosido con alambre se llevó a cabo con laayuda de los martillos perforadores delcarpintero; el resultado fue muy convincente, y laoperación terminó antes de finalizar la segundaguardia de cuartillo, lo cual sin duda tranquilizólos ánimos de la tripulación. Aguardaron en filapara ver aquellos dedos muertos, extendidas laspuntas hacia arriba, apoyados sobre el carpo,que habían pintado con brillante brea negra, todoel conjunto guardado en un fanal de popa. Cadagrupo, después de haberlo contemplado duranteel minuto de rigor, volvía de nuevo a la cola parapoder verlo de nuevo. Todos sin excepcióncoincidieron en decir que no había mano másgloriosa. Si bien no se les ocurrió cometer la

estupidez de mentar a la suerte, los marineros dela Surprise lucían una mirada de profundasatisfacción, que decía mucho más que cualquierotra muestra de abierta algarabía.

Al tocar al día siguiente la generala, seguíanmostrándose alegres y animados a pesar delviento, que no sólo había caído, sino que ademáshabía girado tan al este que muy bien podíaperjudicarlos antes de dar por terminado elejercicio. Además cargaba bruma y, a veces,lluvia. Pero ni siquiera la nieve hubiera bastadopara enfriar o humedecer sus ánimos, de modoque sacaron y metieron los cañones con alma.

Entonces, justo antes de tocar el tambor aretreta, y ordenar contramaestre y ayudantesdescolgar los coyes a toque de pito, alguien convoz aguda gritó desde el tope de trinquete:

–¡Cubierta! ¡Cubierta! Dos velas a cuatrocuartas por el través de estribor. Rumbo sudeste.A punto de asomar el casco.

–Señor Daniel -dijo Jack al segundo delpiloto-. Reúnase arriba conmigo, después derecoger en la cabina mi catalejo de noche, ¿deacuerdo? – Se había acomodado en la cruceta

del mastelerillo para cuando llegaron Daniel y elcatalejo; el comodoro resoplaba, pero Daniel,pese a lo que había corrido, no.

–Allí, señor -informó el vigía, algo adelantadoen la verga-. Justo detrás del contraestay. – Y allí,en efecto, durante un instante, vio una manchablanca, quizá dos manchas blancas, antes deque unas nubes bajas las ocultaran por completo.

–Joe -dijo el comodoro, que conocía al vigíadesde la niñez-, ¿qué aventurarías sobre ellas?

–Cuando di la voz, señor, las veía conclaridad. Yo diría que una era un barco de guerra,una fragata media. Bien gobernada, peroextranjera. Quizás un mercante seguía su estela.Ambos cubiertos de lona. Pero cuando volví averlos habían cambiado el rumbo ybarloventeaban; estoy casi seguro de que lafragata ondeaba en un palo una bandera blanca,como si quisiera hablar.

Asintió Jack con una sonrisa. La banderablanca, que obedecía a la rendición o a laausencia de intenciones hostiles y al deseo dehablar, se empleaba a menudo a modo de tretade guerra para obtener información o, en

ocasiones, incluso para ganar ventaja táctica. Decualquier modo no tenía pensado permitir que laescuadra cediera el barlovento a ningún enemigoen potencia. Pero antes de dar las órdenes queimpedirían tan incómoda situación, un rasgón enlas nubes y la mortecina luz de la luna le mostrócon claridad ambas velas. Ya no navegabancubiertos de lona, pero llevaban largadas másvelas que la Surprise o la Pomone y,efectivamente, su rumbo les proporcionaría todaslas ventajas del barlovento: la facultad de atacaro rehuir el fuego según lo creyeran conveniente, ycierta sensación de seguridad. También vio,aunque pálida, pálida y fugaz, la bandera blancaque Joe Willett había mencionado; pero prestópoca atención, pues su mente calibraba elcaprichoso viento y la corriente, así como lasimperfecciones de la Pomone, todo ello con talde asegurarse de que, al despuntar el alba, laescuadra se encontrara a barlovento de losextraños.

Abajo, mientras daba vueltas a las mil y unaposibilidades que se le ocurrían, los infantes demarina tocaron a retreta, se oyó el pitido que

ordenaba descolgar los coyes, y a las ochocampanadas se llevó a cabo el cambio deguardia. Todas estas operaciones fueronejecutadas a la perfección, quizás incluso concierta ligereza, caracterizada por toda suerte decomentarios jocosos, risas estruendosas ypayasadas con los coyes.

Era el piloto, el señor Woodbine, quien corríacon la responsabilidad de la guardia. Jack leordenó procurar que la escuadra se cubrierapoco a poco de lona, sin que pareciera quetenían prisa, y que navegaran de orza de talmodo que al alba mantuvieran el barlovento.Después voceó a la Ringle, a cuyo capitán dijo:

–William, no voy a pedir a la Pomone que seacerque a la voz con este mar de proa, de modoque acércate, ponte por su amura de babor y dileal capitán Vaux, con mis mejores deseos, quehay dos velas desconocidas al este-nordeste.¿Las ves?

–Sí, señor. Las vimos asomar un par deveces entre la oscuridad.

–¿Qué te parecen?–Pensé que podrían ser fragatas. Una llevaba

una bandera blanca para parlamentar.–Condenado sea el parlamento, William.

Esos malditos salvajes pretenden ganar elbarlovento, pero nosotros vamos a hacer lopropio, y que el último pague la ronda.

–Amén, señor. Que así sea.–Pues acércate a la Pomone, ¿quieres? Es

un barco marinero, pese a que sus amurasparecen el culo de un carnicero. Después hazavante y navega de orza para ver si puedesdescubrir cualquier cosa sobre ellos con lasprimeras luces.

La Ringle se cubrió de lona, dispuesta aobedecer sus órdenes. Jack se dirigió a lacabina e inspeccionó las cartas náuticas,considerando las probables corrientes deaquellas aguas con aquel tiempo y en aquelmomento del año. Había llevado a caboespléndidas mediciones lunares y sus doscronómetros coincidían de forma admirable. Conla actual oscuridad, no podía contar con unaconfirmación externa, pero estabarazonablemente seguro de la posición exacta delbarco; de cualquier modo, no había crueles

costas ni incómodos bajíos en aquel trozo demar. Teniendo en cuenta la fuerza del viento,incluso si soplaba con el doble de intensidad,disponía de suficiente mar para maniobrar contrael potencial enemigo hasta el mediodía del díasiguiente. La Pomone era lo único que lepreocupaba, la fragata y la incapaz dotación quela gobernaba. No quería emplear linternas paralas señales, ni en lo alto de la jarcia ni en la popa,pues la luz delataría sus intenciones al enemigo.Sin embargo, con tal que tanto el pobre Vauxcomo su panda de bobos no extraviaran laposición del comodoro, había largado un reciobote con provisiones a popa, a bordo del cualBonden y media docena de compañeros detripulación guiarían a la fragata con un fanal depescador, en caso de que llegara a extraviarse.

Solucionado el problema, echó un últimovistazo a la pizarra y a las anotaciones de lacorredera, dibujó un disco en su carta, anotandola hora exacta, y volvió a cubierta para dedicarsea la familiar tarea de gobernar la nave abarlovento, aprovechando la menor oportunidadque un cambio de viento o de mar, por leve que

fuera, pudiera proporcionarle. Rodeado de lossuyos, atentos a sus órdenes y ejecutándolas coninteligencia y celeridad, hizo un precioso avantehasta dos campanadas después, momento enque el primer teniente, Harding, titubeó a la horade rogarle que le disculpara, e informarle de quela Pomone se perdía a popa, eso por nomencionar que el cúter que remolcaban podíatumbar en cualquier momento.

Aquellas palabras dieron pie a la indignación,una intensa indignación por parte de quienes lasescucharon.

–Por Dios -exclamó Jack al mirar en torno-,tiene usted razón, Harding… Estoy forzándolademasiado. – Levantó la voz y dio órdenes parareducir andadura, órdenes que fueronobedecidas con cierta parsimonia y miradashoscas, órdenes que no obstante redujeron encuestión de minutos el tono del mar en la tajamar,en los costados y bajo el timón, de modo que lasituación pasó de la más apremiante de lasurgencias a algo más normal.

–Le ruego que me perdone, señor -dijoKillick-, pero la cena estará servida en cuanto le

plazca.Stephen ya se encontraba en la cabina,

intentando interpretar pellizcando las cuerdas unamelodía que apenas recordaba, armado con elsegundo mejor violín de Jack, instrumento que loacompañaba en la mar.

–Pude oírla hace mucho tiempo en unaencrucijada al norte de Derry, en el condado deDonegal. Era el tipo de reuniones musicales(música, canto y, sobre todo, baile) quellamamos ceilidh; sin embargo, no logro recordarcómo concluía.

–«Volveré a ti en mitad de la noche» -dijoJack-. Acerca la silla, por favor, y vamos a darbuena cuenta nosotros de la comida. Estoymuerto de hambre.

Tomaron una enorme cantidad de sopa decola de buey, que Jack se zampó como si fueraun muchacho, seguida de medio atún pequeño,atrapado con red por la borda, y después elhabitual queso tostado al que tan aficionadoseran, un queso duro de Menorca, no muy distintoal Cheddar, que se dejaba tostar de maravilla.

–Qué alegría supone satisfacer el deseo -

observó Jack cuando hubieron terminado. Vacióla copa, dejó la servilleta en la mesa y añadió-:¿No prefieres irte a dormir, Stephen? Es muytarde. Yo no voy a poder dedicarme a nadaaparte de gobernar la nave a barlovento. Habrápaz hasta bien entrada la guardia de alba, que escuando confío encontrar a sotavento a esoscondenados bribones.

Reconfortantes palabras. No obstante,apenas habían descolgado los coyes (al dar lasseis campanadas por ser la mañana deldomingo) y apenas el sonido de estibarlos en lasbatayolas se había impuesto al de laconcienzuda limpieza de las cubiertas, cuandopudo oírse el estallido de algo muy similar a uncombate, que empezó con un lejano cañoneo,seguido por el estruendo ronco de un cañonazono muy lejos de su posición.

No por ello se interrumpió el enconadolampaceo arriba, en la cubierta superior, ni laazotaina sobre el húmedo e inmaculado alcázar,que pasó a convertirse en inmaculado y seco,todo ello sin gritos, ni órdenes y, por supuesto,sin que se hubiera tocado a generala. Cuando la

Surprise respondió al fuego Stephen despertó,no sin dificultad, pues seguía inmerso en unextraordinario y vivido sueño, un sueño encolores, en el cual unía el esqueleto de unpequeño primate, mientras a su lado ChristineWood dirigía o realizaba los movimientos másdelicados; reparó en que no se trataba de uncombate, sino de un monótono, ordenado,desapasionado y milimétrico saludo derespuesta.

Entró a toda prisa un joven caballero que sesituó junto al coy de Stephen.

–Señor, si es tan amable -dijo con voz depito- y está usted despierto, el capitán desearíaque subiera a cubierta, vestido de uniforme. –Obviamente, le habían ordenado poner énfasisen las últimas palabras, y lo hizo con tal pasiónque su voz ganó una octava respecto al tononormal, agudo de por sí.

Por lo visto, las órdenes respectivas aluniforme y la respetabilidad habían llegado aoídos de Killick.

–Discúlpeme, señor Spooner -dijo al abrir lapuerta de la cabina-, pero debo atender al

doctor. Son órdenes del capitán. No hay unmomento que perder, que el último pague laronda y nada de brea caliente. – Aquellas últimaspalabras estaban lejos de ser comprensibles,pero Killick logró deshacerse del muchacho y,con un celo tan sólo equiparable a su deseo deser perdonado, desvistió a Stephen, mojó yenjabonó su rostro, le afeitó hasta dejarlo comoel culito de un bebé, le vistió con unos calzoneslimpios, una camisa de batista y las demásprendas de rigor, siseando todo el rato como sicon ello pretendiera calmar los ánimos de uncaballo inquieto; también le arregló el corbatín yle puso y alisó la mejor de sus pelucas, y todoello sin responder a ninguna de las impacientespreguntas formuladas por Stephen más que conuna intensidad de movimientos que movía alrespeto. Después le acompañó al alcázar, dondele confió a Harding, que estaba junto alcabrestante, con un pellizco final.

–Vaya, ahí estás, doctor -exclamó Jack alvolverse del pasamanos de estribor-, que tengasmuy buenos días. Mira qué magnífica vista.

Entornó los ojos para protegerlos del sol, y

después siguió la línea invisible dibujada por eldedo de Jack. Allí navegaba una orgullosafragata, en conserva con un barco de peoraspecto, más pequeño, que probablemente erauna corbeta de veintidós cañones. Ambasenarbolaban la bandera de los Borbones, unabandera blanca con una cruz también blanca; y amedio camino de los franceses y la Surpriseavanzaba a remos callados la falúa del capitán.

Stephen se había sumido de tal forma enaquel sueño que, pese a la brusquedad con quele habían manipulado y al claro amanecer que loenvolvía todo, experimentó cierta dificultad a lahora de concentrarse en la explicación de Jack.

–Y ahí lo tienes en su falúa, acercándose paradesayunar. ¿No lo reconoces, Stephen? Seguroque sí. Ten, toma el catalejo.

Stephen obedeció. Enfocó la falúa y allí,perfectamente bañado por la luz del sol, vio elrostro familiar y alegre del capitán Christy-Pallière, el hombre que les había apresado pocoantes del combate de Algeciras en 1801, ydespués su anfitrión en Tolón durante la brevepaz que siguió.

–¡Cuánto me alegro de verlo! – exclamó.–Sí. Se declaró leal al rey de inmediato, al

igual que los oficiales que servían bajo su mando.Casi habían terminado de pertrecharse en unmodesto astillero al sur de Castelnuovo, exceptopor algunas perchas y cierta cantidad decabuyería. Muchos de los demás oficiales demarina que navegaban la costa estaban a favorde Bonaparte o se declararon independientes, yalgunos de ellos se disponían a hacerse a la mar.Había planeado poner rumbo a Malta, dondetenía amigos, pero el viento no le ayudó, igualque no nos ayuda ahora a nosotros, de modoque fue por Messina, y en los estrechos recogióesa corbeta, comandada por uno de sus primos.

Los infantes de marina empezaban a formaren el alcázar; el contramaestre empuñaba el pitoque reservaba para las ceremonias, y los pajessituados a ambos lados del portalón lucíanguantes blancos. Stephen intentaba ponerse ensituación, no tan rápido como hubiera deseado,pues aún seguía dando vueltas al sueño deaquella noche. Echó un vistazo a popa, dondepermanecía la Pomone con el velacho al pairo,

zarandeada por la marejada. Al verla, aunque noera una nave capaz de ganarse su afecto,Stephen se sintió más cerca del mundo presente.La Ringle, con la modestia de un buque depertrechos, paireaba también a sotavento delcomodoro.

La falúa francesa enganchó con el bichero.Los pajes descendieron con los cabosacolchados y, en cuanto el capitán Christy-Pallière puso el pie en los tojinos, elcontramaestre se llevó el pito a los labios y losaludó con toda la elegancia que requería lasituación.

–Capitán Christy-Pallière -exclamó Jack,ofreciéndole afectuosamente la mano-, cuántome alegra verle aquí, con tan buen aspecto.¿Supongo que no tendré que presentarle aldoctor Maturin?

–No hay la menor necesidad -dijo Christy-Pallière en el perfecto inglés que lecaracterizaba-. Querido doctor, ¿cómo seencuentra? – Se estrecharon la mano, y Jackcontinuó-: Pero permítame presentarle al primerteniente, el señor Harding. Señor Harding, este

caballero es el capitán Christy-Pallière, de lafragata Caroline, perteneciente a su muycristiana majestad.

–Es un placer, señor -dijeron ambos al tiempoque se inclinaban. Después, Jack condujo alinvitado bajo cubierta.

–Primero, comodoro -dijo Christy-Pallière alsentarse en la mesa donde se había servido eldesayuno-, permítame felicitarle por sugallardetón. Jamás en la vida había tenido lasuerte de saludar a uno con la mitad de placerque en esta ocasión.

–Qué amable por su parte. ¿Me permitedecirle cuan agradable me resulta sentarle a mimesa en calidad de amigo y aliado? Aparte detodo lo demás, sé lo necesitado que anda debarcos el pobre almirante Fanshawe en Mahón.Le recibirá a usted con los brazos abiertos,aunque sea para que escolte algunos mercanteshasta el Canal.

–¿Puedo pedirle el favor de escribirme unacarta de presentación?

–Por supuesto que la escribiré. ¿Desea quele sirva otra salchicha?

–Oh, si es usted tan amable. No olía estadivina combinación de tostadas, beicon,salchicha y café desde la última vez que tuveocasión de visitar a mis primos en Laura Place.

Conversaron acerca de los primos y de Bathdurante unos minutos, y después se dispusierona concentrarse en la comida. Grimble, elayudante de Killick, había sido carnicero entierra, y si le proporcionaban un buen cerdo eracapaz de convertirlo en sabrosas salchichas deLeadenhall.

Al cabo, llegaron a las tostadas, lamermelada y la tercera cafetera.

–Mis órdenes me llevan al Adriático -dijo JackAubrey-. Con viento favorable arribaré a Malta,tengo la esperanza de encontrar posibles peroimprobables refuerzos y de recibir las recientesnoticias de la zona; después, pondremos rumboa Durazzo y más allá, con el propósito de apoyara los monárquicos y de capturar o destruircorsarios o barcos de guerra bonapartistas.¿Cometería una indiscreción si le preguntaracómo se dispone el terreno a lo largo de lacosta? Es decir, en qué lugares encontraré

astilleros que puedan interesarme con uno u otropropósito.

–No lo considere usted una indiscreción, miquerido Aubrey -dijo Christy-Pallière-. Le dirétodo cuanto sé. No obstante, la situación allí estan compleja, tan plagada de dudosas lealtades,motivaciones ocultas y errores garrafalesoriginados en París, que tengo que pensar muybien en lo que digo… Creo que podría ponerle alcorriente mucho mejor de cómo estaban lascosas cuando partí de Castelnuovo si pudieraconsultar sus cartas.

Stephen comprendió sin lugar a dudas queChristy-Pallière consideraba los asuntosrelacionados con la inteligencia militar fuera delugar en una conversación entre caballeros. Nopodía estar más de acuerdo, y dos tazas de cafédespués se disculpó ante ambos. No sólo debíaatender las rondas matinales en la enfermería,sino que, además, tenía que llevar a cabo unaoperación sin importancia.

–Volveremos a verte en la enfermería cuandoconcluya el pase de revista de las compañías -ledijo Jack, quien explicó al volverse a su invitado-:

Me alegra tanto que usted se encuentre aquí endomingo. Podré enseñarle una de lasceremonias exclusivas de nuestra Armada. Lollamamos pase de revista a las compañías. O«compañías», para abreviar.

–¿Oh? ¿De veras? – preguntó Christy-Pallière-. En tal caso, le ruego que permita alescribiente de la Caroline presenciarla. Leinteresan muchísimo estas cosas, y por lo vistoestá escribiendo un estudio comparativo de laseconomías navales de diversas naciones, quetambién contempla regulaciones, ceremonias ydemás.

–¿Entiende el inglés el caballero en cuestión?–Ni una palabra -respondió Christy-Pallière,

que rompió a reír ante semejante idea-. ¿Inglés?¿Richard? Oh, pobre de mí, no. Habla con fluidezel latín, pero respecto al inglés… ¡Oh, ja, ja, ja!

–En tal caso, quizás el doctor Maturin puedareunirse con nosotros en cuanto se inicien lascompañías -dijo Jack, que dedicó una miradainquisitiva a Stephen.

–Será un placer -aceptó el doctor Maturin contotal tranquilidad, puesto que Jacob estaría

presente, con todo perfectamente en ordencuando el comodoro y su invitado bajaran ainspeccionar la enfermería. De modo que cuandosonaron las cinco campanadas de la guardia deocho a doce de la mañana ahí estaba él, tanincreíblemente bien vestido que su presenciacasi hacía honor a la fragata. El contramaestrepitó a compañías, y, mientras sostenía las notas,el comodoro, su invitado y el señor Hardingpasearon por el alcázar, seguidos por Stephen yRichard.

Allí, dispuestos pese al oleaje con tantaprecisión como las piezas de un tablero deajedrez, formaban los infantes de marina de laSurprise, de pie a popa y a estribor, con eloficial, el sargento, el cabo y el tamborilero.Vestían sus mejores casacas rojas, chalecoblanco, ceñidos calzones y polainas blancas;habían apretado el nudo de los corbatines negrostodo lo posible sin estorbar la respiración, ymostraban con orgullo los centelleantesmosquetes, las espadas y los botones. Por logeneral, cuando colaboraban en las faenasmarineras o tomaban parte en la brigada que

servía un cañón, llevaban pantalones de marineroy, a veces, una vieja casaca roja o un casquete.Tan sólo alcanzaban aquel alto grado deesplendor militar cuando hacían guardia o en esemomento preciso de la semana. Por unacuestión de pura y simple caridad, Jack losinspeccionó primero, de tal forma que pudieranromper filas y librarse del asfixiante calor del sol.

Hecho esto, con taconazo marcial,presentaron armas y el tamborilero acarició alredoble el tambor, momento en que el comodoropudo volcar su atención en el aspecto puramentenáutico de las compañías.

–Como puede usted apreciar -murmuróStephen-, las diversas compañías, cada una almando de un teniente, con las subcompañías almando de un guardiamarina o segundo delpiloto, forman ya en línea en lugaresdeterminados de la cubierta. Visten sus mejoresropas de marinero, están recién afeitados, y hanvuelto a hacerse la coleta. Esto les ha llevadounas dos horas y media; y tanto guardiamarinascomo tenientes los han inspeccionadometiculosamente. Ahora, como ve usted, el

comodoro procede a inspeccionarlos de nuevo.Mire, mire, ahí lo tiene, amonestando a unguardiamarina por no llevar guantes. En generalhay poco que reprochar… muy poco quereprochar a una dotación tan veterana ycompetente como la nuestra.

–¿No van a azotar a nadie?–No, señor. No durante las compañías.–Me alegra oírlo. Es un espectáculo que

encuentro extraordinariamente bárbaro.Jack había terminado con la primera

compañía. Dijo algo muy amable al teniente y alguardiamarina de mayor antigüedad, y siguióadelante. El grupo que acababa de inspeccionarestaba compuesto por marineros de popa y delcombés, aunque en un barco como la Surprisecasi todos ellos eran buenos marineros, si bienalgunos podían ser más o menos ágiles queotros. Stephen conocía a todos los presentes abordo, exceptuando a quienes habíanembarcado para sustituir las bajas del últimocombate; aunque, entre estos nuevos marineros,había uno con el que había servido a bordo delWorcester. Cruzó unas palabras con todos, en

particular con aquellos a los que había tratado,llamándolos por el nombre, hasta llegar a lamitad de la línea, momento en que se encontrócon un rostro particular, típico en tanto en cuantopertenecía a un marinero de mediana edad,moreno, arrugado, con pendientes de oro, unrostro que, sin embargo, le confundía una y otravez, como parecía saber muy bien el marinerodel combés. Estaba acostumbrado a ello, demodo que dijo:

–Walker, señor, con su permiso; y muchomejor gracias al pildorón. – Ambos rieron.

–Debería recetarme uno a mí mismo, aunquesólo sea para refrescarme la memoria -dijoStephen.

–¿Es habitual esta familiaridad en laArmada? – preguntó el escribiente de laCaroline.

–Sólo entre aquellas dotaciones que hanservido juntas mucho tiempo -respondió Stephen.

–Un comentario así en un barco ruso… -empezó a decir el escribiente, pero calló alacercarse al siguiente grupo, al mando deWhewell, el tercer teniente, y de tres

guardiamarinas o segundos del pilotocomparativamente más maduros. Los hombres,todos ellos buenos marineros, se las apañaronpara asomar las bocas de los cañones de crujíade un modo y a una velocidad que complaciósobremanera a Jack. Muchos de ellos eranoriginarios del curioso y modesto puerto deShelmerston, y habían embarcado cuando laSurprise hacía el corso. Stephen no sólo losconocía a ellos, sino también a sus familias; loshabía tenido a su cuidado en múltiplesocasiones: heridas de gravedad, escorbuto,almorranas… toda la lista de enfermedadespropias de la profesión. A muchos, si no a lamayoría de ellos, los llamaba siempre por sunombre de pila.

–Bueno, Tom -dijo-, ¿cómo te va?. – Elcomodoro, el capitán francés y el señor Hardingse habían adelantado, de modo que algunos delos compañeros más ingeniosos de Tomrespondieron por él con roncos susurros: denuevo Tom se había liado con una jovencita, y porlo visto había vuelto a dejarla embarazada, lo quemotivaba el recochineo de los marineros.

Siguió adelante la ceremonia, y seinspeccionó a los marineros del castillo de proa,los más veteranos, la mayoría de ellosprofesionales del mar, después a los pajes (losescasos pajes de a bordo), bajo el mando delmaestro de armas, y la cocina, con susrelucientes calderos y cobres, que Jack repasócon un pañuelo como era costumbre, observandodespués la superficie inmaculada, hasta llegar ala enfermería. Poll Skeeping y sus amigos lahabían reducido a una pulcritud tan sobrenaturalque los dos pacientes, aquejados de disentería ytumbados con los coyes arreglados y lassábanas sin delatar una sola arruga, no seatrevieron a hablar ni a moverse, sino queyacieron allí como si el rigor mortis hubieraalcanzado todo su apogeo.

La enfermería, por muy gratificante que fuera,tan sólo constituía el paso preliminar al clímax delas compañías. Cuando Jack, Stephen y Christy-Pallière volvieron al alcázar lo encontraron todopreparado, colocadas las sillas para los oficiales,así como una especie de atril improvisado parael capitán, cubierto por una bandera inglesa, que

en realidad era un armero.–Compañeros -dijo con una mirada

significativa-, este domingo no voy a leeros unsermón. Vamos a cantar el Old Hundredth.Señor Adams -dijo a su escribiente-, tenga laamabilidad de darnos un la.

El señor Adams sacó del pecho un diapasón,tocó la nota alta y claramente, y la dotación delbarco se unió sin temor a su capitán en un salmopara dar forma a un espléndido coro de voces.La fragata tomaba un viento moderado por laaleta de babor, y la Pomone no se hallaba muylejos a popa; cuando los marineros de laSurprise entonaron el enfático amén, el himno delos de la Pomone les llegó a través del agua,admirable en su altura y claridad. Jackpermaneció inmóvil, escuchándolo unosinstantes. Después, se situó ante el atril, abrió ellibro que le alcanzó el escribiente y, con vozfuerte y grave, leyó los artículos del Código Militarde la Armada, hasta llegar al XXXV:

–«Cualquier persona que sirva y reciba pagaa bordo de cualquiera de los barcos yembarcaciones de su majestad, y que cometiera

en tierra, en cualquier lugar o lugares fuera de losdominios de su majestad cualquiera de loscrímenes punibles por estos artículos yordenanzas, será susceptible de ser llevada ajuicio y castigada por los mismos, de acuerdocon la letra de la ley, como si estos se hubierancometido en la mar, a bordo de cualquiera de losbarcos o embarcaciones de su majestad». – Y elartículo XXXVI, a menudo empleado a modo decomodín-: «El resto de los crímenes, cometidospor cualquier persona o personas pertenecientesa la Armada, que no aparezcan contempladospor los anteriores artículos, o para los cuales nose contemple castigo alguno, se castigarán deacuerdo con las leyes y costumbres observadaspara tales casos en la mar».

Durante la lectura de esta familiar serie deartículos (veintiuno de los cuales contemplabanpor castigo la pena de muerte), Stephen habíaestado pensando en aquella feliz e inusualmañana, y en la evidente buena voluntad querespiraba al pasear por las cubiertas. Rara vezveía a sus compañeros de dotación juntos en unmomento determinado. Hacía tiempo que

aquellos compañeros con los que serelacionaba, ya fuera por trabajo o placer, sehabían mostrado graves y, si no reservados, algomuy parecido. Preocupados por lo que teníanentre manos, poco proclives a hablar un rato,incluso incómodos, sin mostrar abiertamente susimpatía, y mucho menos sus condolencias, almenos hasta que se partió el cuerno, momentoen que Bonden y Joe Plaice y algunos otros a losque conocía desde hacía tiempo dijeron que erauna pena, una pena muy grande, y quelamentaban mucho su dolor.

Aquel día, Stephen comió en la cámara deoficiales, con Richard de invitado. Continuóteniendo aquella sensación de encontrarse agusto. Subyacía una negra desolación, comosabía bien, pero ambas coexistían en un mismoser. Parte de la camaradería propia de la cámarade oficiales podía deberse a la presencia de suinvitado; parte de su alegría al hecho de quehablaba en francés la mayor parte del tiempo(lengua que le recordaba la alegría, el amor eincluso el entusiasmo político de sus tiempos deestudiante en París), y parte a la exquisita

comida. Sin embargo, había un algo que teníaque atribuir a su regreso, después de todosaquellos años, al seno de su propio pueblo, a ladotación del barco, a esa compleja entidad másfácilmente sentida que descrita: parte de suhábitat natural.

La larga pausa tras la comida en la cámarade oficiales, mientras Jack y Christy-Pallièreconversaban en la cabina, tuvo por protagonista,en lo que a Stephen y Richard concernía, a laconsulta médica.

–No pretendo de ningún modo criticar lacomida de la Armada real -dijo Richard cuandoestuvieron a solas-. Una comida excelente,palabra, y un vino a la altura. Pero, ¿a quéobedecía esa masa informe, glutinosa y, pese aello, crujiente, envuelta en una salsa dulce, quesirvieron al final?

–Ah, es pudín de sebo, favorito de favoritosen la Armada.

–Bueno, estoy seguro de que es muy buenosi uno está acostumbrado, pero me temo queuna cocina tan pesada para el estómago noconviene a mi digestión, delicada desde la niñez.

Francamente, señor, creo que me voy a morir.Después de las preguntas de rigor, las

palpitaciones y otras medidas, Stephen sugirió laingestión de un cómodo vomitivo, sugerencia quefue rechazada por Richard, que sacudió lacabeza. Sin embargo, una copa de brandyejerció cierto efecto benéfico, y pasaron el restodel tiempo jugando, sin apostar y con ciertoabandono, una serie de manos a los cientos,manteniéndose despiertos gracias al café.

Finalmente, sin embargo, oyeron el pito delcontramaestre y cómo formaba la guardia decubierta en el costado. Entró un guardiamarinaque les transmitió los mejores deseos delcomodoro, y les informó de que la falúa de laCaroline bogaba hacia la fragata.

Ambos comandantes se despidieron conmuestras de gran afecto, pese a tener la vozronca de tanto hablar. Cuando Jack Aubrey sevolvió en el costado después de agitar porenésima vez la mano a Christy-Pallière, teníaaspecto de estar cansado.

–¿Podrías dedicarme un minuto? – preguntóa Stephen-. No sabes lo que hubiera dado por

tenerte ahí, con nosotros -continuó cuandoambos se hubieron sentado junto al ventanal depopa, observando al barco francés orzar rumbo aMahón, seguido por la maltrecha corbeta con laque navegaba en conserva.

–No merecía la pena.–No. Supongo que no… pero ojalá alguien

hubiera tomado notas. Es un tipo estupendo y unmarino de primera, pero tiende a divagar cuandohabla y a levantar falsas liebres. Además, comodijo a menudo, la del Adriático es una situaciónextraordinariamente compleja. Lealtadesdivididas, algunos buenos hombres a amboslados, aunque la mayoría parecen estaresperando a ver de qué lado decantarse, o,como Christy dijo: «intentando salvarse» sucedalo que suceda. Algunos, por supuesto, se hanechado al mar para sacar tajada, ya sea con laintención de hacer el corso por cuenta propia ode navegar con los rebeldes argelinos. Lamayoría de ellos creen que Boney ganará; y locierto es que ha reunido a un númeroextraordinario de seguidores… Una de las cosasque sorprendieron más a Christy fue la confusión

que reinaba en París. Estuvo allí el año pasado, yacudió a una recepción importante después dehacer las correspondientes declaraciones, llevara cabo los mismos juramentos una y otra vez ensu Almirantazgo, y quejarse en los lugaresadecuados por el continuo retraso en los pagospara el reaprovisionamiento y reparaciones de laCaroline, fondeada en Ragusa. Por lo visto habíaallí mucha gente, y a buena parte de los hombrespresentes jamás los había visto vestir uniformede la Armada, aunque algunos eran oficiales dealta graduación, y lo miraban fijamente. Reinabauna curiosa atmósfera de precaución y demaniobra para conseguir una posición. Eraconocido el hecho de que provenía del Adriático,y algunos de sus conocidos en la Armada loevitaban. Pero cuando el rey le habló conamabilidad y pidió a un edecán que solicitara amonsieur Lesueur que lo recibiera aquel mismodía, se produjo un cambio visible, pues trabarconocimiento con él ya no suponía un peligropotencial. Pese a todo, el cambio no habíaafectado al Ministerio, donde encontró una clasedistinta de oficiales que no lo conocían, que no

sabían nada en absoluto ni de él ni de su barco(¿Cómo se llamaba? ¿A qué clase deembarcación se refería?), y que, al mirarlo con lasuspicacia de unos ojos entornados, le obligarona pasar de nuevo por todas las formalidades.Monsieur Lesueur no estaba libre, le dijeron;quizá mañana por la tarde. Así fue, y aunque hizoesperar durante una hora y tres cuartos a Christy-Pallière, dijo que lo lamentaba, que Christycomprendiera que en momentos así no eradueño de su tiempo, que el Ministerio apreciaríaen su justo valor un informe detallado de laposición en el Adriático, donde se temía quepudieran darse irregularidades, y que el capitánChristy-Pallière haría bien en visitar al almiranteLafarge.

»De joven, Christy-Pallière había servido a lasórdenes del almirante Lafarge. Entonces jamáshabían llegado a gustarse, y ahora tampocollegaron a hacerlo. El rostro de Lafargeconservaba el color escarlata de su últimaentrevista y en el mismo tono de enfado,preguntó a Christy-Pallière quién diablos le habíapermitido tomarse un permiso para visitar París;

después restó importancia a sus explicaciones yle dijo que su majestad no le pagaba para ir deputas a la capital y cultivar influencias en subeneficio. Tenía el deber de regresar deinmediato a su barco, supervisar lasreparaciones y el reaprovisionamiento, yaguardar órdenes. El almirante no deseabaescuchar sus excusas, ni volver a verlo.

»Christy me dijo también que este almiranteLafarge tiene un hermanastro y un primo quesirven en el Adriático; se decía de ambos quehabían estado en contacto con Bonapartecuando estuvo en Elba, y puede que esojustifique su presencia allí. Aunque no sé en quésentido puede justificarla, pero te diré una cosa,Stephen, tengo la cabeza como embotada. Nosólo temo olvidar la mitad de las cosas que meha contado Christy, sino que además me sientofuera de mi terreno en lo que a esto concierne.Cuando llegó a la descripción de su regreso albarco (y pobre, por lo visto tuvo un viajetremendo), me dijo que le resultaría más fácilexplicarme la situación en el Adriático, como él laconocía, con una carta náutica delante. ¿Te

parece que hagamos lo propio?–Por supuesto.–Bien, aquí está Castelnuovo, en la punta

norte de la Boche di Cattaro. La Caroline estabasometida a reparaciones y reaprovisionamientoen un astillero de intachable reputación, que seencuentra justo al doblar el promontorio. En elinterior de la bahía se estaban armando dosbergantines de guerra, y no estaban lejos debotarlos. Hacia arriba ahora, hasta RagusaVecchio, donde hay una fragata de treinta y doscañones casi dispuesta a echarse al mar,después de haberse pertrechado durante largotiempo en dos astilleros distintos; casi dispuesta,si no fuera por las carencias que yo mismoexperimenté y por una completa falta de cable ycalabrote. Al mando de esta fragata está unferviente bonapartista, de nombre Charles de LaTour, un tipo raro que en cierto modo a Christy lecae bien. Es buen marino y nada tímido. Hatomado parte en diversos combates derenombre, y fue él quien llevó a cabo esaincursión nocturna sobre la Phoebe, que a puntoestuvo de costamos la embarcación. Es un

ferviente romántico, gran admirador de Byron;por lo visto aprendió inglés con el propósito deleerlo en el original. Lo único que Christy-Pallièreno puede soportar es su sentida pasión porBonaparte. La Tour se conoce al dedillo todaslas campañas terrestres de su emperador, y sedice que siempre lleva en el pecho uno de susguantes. Es de buena familia y tuvo unaexcelente educación. Por cierto, debería habertedicho que, aunque la mayoría de los oficiales demarina que hay en la costa están casiconvencidos de que Bonaparte ganará, no haymuchos que se hayan declarado abiertamente asu favor. Este barco de Ragusa Vecchio, quesegún los rumores está en parte financiado porun grupo de argelinos, se encuentra anclado alpie de un castillo en ruinas. Ahora, si seguimoshacia el norte por las islas, encontramos almenos media docena de pequeños astillerosempeñados en la construcción de cúteres,jabeques y bergantines, que obviamente tienenpor objeto hacer el corso. Sin embargo,recientemente la construcción ha cesado casipor completo debido a la falta de fondos y

material. Más arriba, en Spalato, se encuentra laCerbère, dispuesta a hacerse a la mar, cuyocomandante, a quien jamás gustó ni el imperio niel emperador, estaría totalmente dispuesto arendirse a los aliados de Luis XVIII, si estosaparecieran en fuerza lo bastante mayor comopara que el pobre no tuviera que empeñar elcombate, y organizaran una barahúnda de mildemonios. Por otro lado, Christy verá ciertopeligro en el gran número de gente sentada en lavalla, y en la cantidad de daños que harían si lascosas se inclinaran un poco del lado deBonaparte. La destrucción que podrían causar enlos pertrechos de los astilleros de Valetta:madera, cabuyería, y todo lo que proviene de lascostas de Dalmacia.

Hizo una pausa.–Incluso estaba más preocupado por una

especie de conspiración que ha llegado a susoídos de tercera o segunda mano, pero que ni élni su informador de mayor confianzacomprendían del todo: el inglés del informadordistaba mucho de ser perfecto, y el griego deChristy y su lengua franca es todavía peor. Pero

por imperfecto que fuera el relato, su mensaje leimpresionó profundamente. Parece ser que losmusulmanes del país se disponen a enviar unafuerza de mercenarios veteranos y bien armadosal norte, para impedir la unión de los ejércitosruso y austríaco y, a ser posible, paraconvencerlos por separado de que el otroejército les ha traicionado. En definitiva, quepretenden retrasar su marcha conjunta hacia eloeste, y proporcionar tiempo a Napoleón paraponer en orden la reserva del sudeste yprocurarse una buena posición para la batalla.Tenía la impresión de que era una informaciónmuy importante, y por eso se hizo a la mar conmás de la mitad del agua y cabuyería aún entierra.

–Estoy seguro de que está en lo cierto -dijoStephen-. Y también lo está el Almirantazgo: ésaes la razón de que estemos aquí. Sabrás queJacob, mi ayudante, me fue asignado por sirJoseph. Trabaja desde hace años en nuestrodepartamento. Habla las lenguas de estos larescon extraordinaria fluidez. Lo que me gustaría essubirlo a bordo de la Ringle, y pedirle a William

Reade que lo lleve lo más rápido posible a Kutali,pues tenemos buenos amigos en esa espléndidaciudad, según creo. Allí podrá averiguar todo loque puedan contarle el bey Scihan y su visir, elobispo ortodoxo, el obispo católico y todos loscontactos de que allí disponga, y regresardespués con la misma extraordinaria rapidez,para reunirse con nosotros en Malta o, si mepermites el apunte, en nuestro recorrido costa deDalmacia arriba.

Jack Aubrey observó a su amigo con lamayor seriedad durante un minuto de reloj.

–Muy bien -dijo tras asentir-. Dale al doctorJacob tantas órdenes y cartas de presentacióncomo creas conveniente, yo me encargo deavisar a la Ringle. -Hizo sonar la campana y, alentrar Killick, le indicó-: Presenta mis mejoresdeseos al doctor Jacob, y dile que me gustaríaverlo en cuanto pueda.

–Doctor Jacob -dijo al cabo de pocosminutos-, siéntese, por favor. El doctor Maturin leexplicará el motivo de mi llamada, en ciertomodo abrupta. Entretanto, subiré a cubierta.

Una vez en cubierta se dirigió al

guardiamarina de señales de la siguiente guisa:–Haga señal a la Ringle conforme solicito la

presencia a bordo de su capitán.William Reade subió por el costado, brillante

su garfio y con la mirada del perro inteligente queestá convencido de haber oído a alguiendescolgar un ave. Jack le condujo bajo cubierta.

–Veamos, William -dijo ya en el cuarto dederrota y abriendo la carta-. Aquí está Kutali,espléndida ciudad, que asciende como lasescaleras del Monumento; o así era la última vezque estuve allí. La vía de acceso está muy clara ycogerás fondo en quince a veinte brazas de aquía allá, sólo que te recomiendo tener dos anclaslargadas a proa casi todo lo que te dé el cablepor si acaso sopla el Bora. Tienes que llevar allíal doctor Jacob. Probablemente andarás másque nosotros, de modo que, a menos querecibas órdenes indicándote lo contrario,pondrás rumbo a Spalato en cuanto el doctorJacob regrese a bordo. Todo ello sin la menordilación.

–O sea, a Kutali, señor, y después a Spalato,en ambos casos sin la menor dilación -dijo

Reade-. ¿Está preparado el caballero?Preparado o no, Jacob fue conducido

apresuradamente a bordo de la goleta, con lacorrespondencia que Stephen tuvo tiempo deescribir a sus amigos en Kutali, una camisalimpia doblada por Killick y su mejor casaca,además de las palabras de Stephen quereverberaban en su oído: «Tu misión consistebásicamente en descubrir si han despachado yaa los mensajeros de la Cofradía, y, en casoafirmativo, si aún pueden ser interceptados. Eldinero no tiene la menor importancia».

* * *La Ringle andaba más que la Surprise y la

Pomone, aunque no tanto como podría haberlohecho si el capitán Vaux no se hubieraacostumbrado ya a los hábitos del barco y nohubiera cambiado la estiba, cargándola a popa,de tal forma que la fragata ganaba casi un nudonavegando con viento de aleta. Seguíanavistando a la Ringle desde el tope, cuandodoblaron al alba Cabo Santa María, aunque notardó en desaparecer al salir el sol. Este se alzósobre las montañas montenegrinas, y durante un

rato la lejana costa permaneció sombría, aunqueya brillaba el cénit con un tono que casi podíaconsiderarse azul cielo. Tanto Jack comoStephen estaban familiarizados con esta costaoriental, pues en aquel mismo barco habíannavegado por ella procedentes del Mar Jónico,costa arriba hasta alcanzar una alturaconsiderable.

Esta vez lo hicieron junto a la costa, conviento de juanetes por la aleta de babor; el marse pobló poco a poco de faluchos, trabaculos,mercantes de muy diversos aparejos y arqueosque hacían por la Bocche di Cattaro, o quefranqueaban el espléndido y enorme puerto, asícomo de pescadores, algunos a bordo derápidos jabeques con cañas de veinte pies delongitud, que asomaban a ambos costados comolas antenas de enormes insectos.

Uno saludó a la Surprise y, al abarloarse,señaló la pesca, un solitario atún que, sinembargo, era tan gigantesco que copaba elfondo del bote, un pez que podía muy bienalimentar a doscientos hombres. El piloto,hombre jovial, avisó a Jack.

–Barato, barato, oh, muy muy barato. – E hizoel gesto de comer, de comer con sumo placer.

–Avisen al cocinero -ordenó Jack, quedespués, cuando éste llegó a su lado y mientrasse limpiaba las manos en el delantal le dijo-:Franklin, embarque usted en ese bote. Mire a versi es fresco, y, en caso de que lo sea, negocie unprecio justo. – A Franklin lo consideraban un juezmuy capacitado para tasar la pesca, y eracompetente con la lengua franca.

–Fresco y recién pescado, señor -informóFranklin, levantando la mirada desde el bote-.Sigue caliente.

–¿Habla usted en sentido figurado? –preguntó Stephen.

–¿Disculpe, señor?–¿Se refiere a caliente caliente, como se

dice por ejemplo de un conejo al que se acabade cazar y sigue caliente?

El cocinero pareció algo inquieto, pero norespondió, de modo que Stephen descendió porel costado, tropezó con la regala del jabeque yfue a caer de rodillas sobre la sangre del atún.

–Diablos, señor -dijo el cocinero mientras le

ayudaba a ponerse en pie-, acaba de echar aperder sus pantalones, ya sabe que esa sangreno se quita, de modo que podría muy bien ponerla mano en el lugar donde lo engancharon, quees por donde sangra.

–Por Dios, tiene usted razón -exclamóStephen, levantando y estrechando la mano deun reticente Franklin-. Es contranatura, estoyasombrado, asombrado y encantado.

El cocinero acordó el precio tras unapasionado regateo que duró cinco minutos,informó al contador y éste asintió.

–Usted primero, señor -dijo a Stephen-, ustedprimero. – En la fragata envergaron un aparejodel palo mayor para izar a bordo aquel señoratún.

Stephen subió a cubierta de nuevo, dejando asu paso un rastro de sangre.

–Ha sido maravilloso, maravilloso -exclamó aldeshacerse de la servicial mano de Killick-.Tengo que ir bajo cubierta a por un termómetro.

Toda la dotación comió aquel día de aquelenorme pez. Por ser jueves, día de asueto en quecosían la ropa y disfrutaban de un rato libre, se

sentaron en cubierta, algunos bastanteempachados, todos deleitándose con la suavebrisa que templaba el sol.

–No puedo recordar un día más agradable -dijo Stephen al levantar la mirada de sus notas-, yallí, justo sobre las tierras altas que hay trasCastelnuovo, hay un par de águilas pomeranas,casi en el mismo lugar donde las vi por primeravez. Lo único que lamento es que Jacob no estéaquí para ver, para experimentar la sangre delatún. Menudo ensayo podré leer ante la RoyalSociety, ja, ja, ja… -Mojó la pluma en el tintero,tomó otro sorbo de café y siguió escribiendo.

–Con los mejores deseos del señor Harding,señor -dijo un guardiamarina-, quien deseainformarle de que el cúter está abarloado. – Jacklo siguió.

–Bien hecho, señor Whewell -dijo al mirarhacia abajo a la miserable embarcación-. Nocreo que nadie relacione ese bote con la Armadareal.

–Espero que no, señor -dijo Whewell,inspeccionando la grasa, el cieno, la porquería ytoda la vergüenza que había esparcido por la

embarcación de proa a popa, con la jarciaayustada, así como a la tripulación, compuestapor llamativos criminales lunáticos queprácticamente iban en cueros-. Prefiero no subira bordo vestido de semejante guisa.

–La cámara de oficiales en pleno podríasonrojarse al ver semejante despliegue decolorete -dijo Jack-. Bueno, pues aparte laembarcación, señor Whewell, si es tan amable.Por suerte el viento gira, y no creo que tengausted que remar a la vuelta.

Y así fue. Vieron el cúter doblar la punta alalba, navegando de orza y marchando susbuenos cinco nudos. La dotación había pasadola mayor parte del tiempo adecentando tanto albote como a sí mismos, y si bien ni velamen nicabuyería hubieran dado una buena imagen de laSurprise hasta pasar por las manos delcontramaestre y del velero, Whewell no titubeó ala hora de subir a bordo, ni tampoco a la hora dedesayunar con el comodoro y el cirujano.

–Bueno, señor -dijo-, ahí estaba, fondeadadelante del viejo castillo, como usted dijo. El casoes que la acompañan dos polacras armadas, o

más bien una polacra y una polacra saetía.Ambas argelinas, seguro.

–¿Cuántos cañones artillan?–Me resultó muy difícil averiguarlo, señor,

puesto que las portas estaban cerradas ycolgaban por ambos costados lonas y cabuyería,pero aventuraría que probablemente sean doceen una, y ocho en la otra. De nueve libras,imagino, aunque no puedo asegurarlo. Habíamucha gente a bordo.

–¿Baterías costeras? – A Jack no se le dabamuy bien fingir. Stephen reparó en lo artificial desu tono de voz, pero no por ello apartó la miradadel café que se había servido en la taza.

–Sí, señor. Hay una en cada extremo delmuelle. No quise estar mucho rato con el catalejo,pero me pareció distinguir seis emplazamientospor cabeza. No puedo decirle nada respecto a lanaturaleza de los cañones.

–No, claro que no. – Hizo una pausa-. SeñorWhewell, sírvase usted más beicon, por favor. Lotiene usted a su derecha, en el plato cubierto.

CAPÍTULO 5Cuando el capitán Vaux subió a bordo del

buque del comodoro en respuesta a la señal, lacámara conservaba el agradable aroma delbeicon, el café y las tostadas.

–Buenos días, Vaux -saludó el comodoro,ofreciéndole una silla-. El señor Whewell acabade entregarme su informe sobre RagusaVecchio, donde fondea esa fragata bonapartista.Como usted sabrá, está anclada junto al muelle,delante del viejo castillo. Por lo visto ha sufridociertas carencias de pertrechos y cabuyería, peroahora parece probable que disponga de ambascosas tanto para sí misma como para susamigos argelinos. Hay dos barcos que laacompañan, una polacra y una polacra saetía, lasdos armadas hasta tal punto que artillan en totaluna veintena de cañones, de nueve o, comomucho, de doce libras. Hay también dos bateríascosteras con emplazamientos de seis cañonescada una, cuyo calibre ignoramos. Ahora, sicomo parece probable tiene cables y calabrotescomo para hacerse a la mar, es posible queemprenda un crucero con sus amigos argelinos.La situación actual hace pensar a algunos queNapoleón no tardará en subir de nuevo al poder,

en una restauración. De modo que no veo motivoque nos impida encargarnos de inmediato deesta fragata. Navegaremos costa arriba,dispuestos para el combate, y les conminaremosa rendirse. Si se niegan, pues mucho peor paraellos. O posiblemente para nosotros, puesto queartilla cañones de dieciocho libras. Ya que hoy esdía baniano, he ordenado servir ternera en lugarde guisantes secos, dado que es mejor tener elestómago lleno antes del combate. Considereusted la posibilidad de hacer lo mismo.

–También ordenaré servir ternera, señor -dijoVaux.

–Con este viento y el barómetro quieto, creoque podríamos llegar a Ragusa Vecchio a lascuatro o cinco campanadas de la guardia dedoce a cuatro de la tarde. Sin embargo, quedapendiente la cuestión de las baterías costeras. Elseñor Whewell me ha informado de que hay unaemplazada a cada extremo del muelle.Acompáñeme a echar un vistazo a la carta. Aquíestamos. No pudo averiguar qué tipo de cañonesartillan, pero incluso unos de nueve librasinteligentemente servidos (y por lo general la

artillería francesa es muy capaz) podríanestorbarnos cuando nos acerquemos, echando aperder perchas e incluso palos. Tengo entendidoque dispone usted del destacamento de infantesde marina al completo.

–Así es, señor. Al mando está un oficialexperimentado y muy capaz, el teniente Turnbull.

–Bien, con lo cual sumamos entre ambossesenta y cinco. Se me ocurre que, si losdesembarcáramos aquí -y señaló una pequeñabahía, situada justo al sur de Ragusa Vecchio-,podrían cruzar la elevación hasta la siguienteplaya, y tomar las baterías por retaguardia. Elmuelle los protegerá de los cañones de lafragata, en cuanto las alcancen. Dejemos quenuestros oficiales de infantería de marinaconsideren el plan y nos den su opinión.¿Supongo que ese señor Turnbull es el de mayorantigüedad?

–Sí, señor. Por lo visto ha encabezadoalgunos ataques terrestres muy corajudos.

–Excelente. Que le den vueltas a la cabezamientras nosotros cargamos los cartuchos ycolocamos los mamparos. Creo que deberíamos

levar anclas a eso de las cuatro campanadas, locual nos proporciona tiempo suficiente paracomer con tranquilidad y hacer zafarrancho sinque esto se convierta en un manicomio.

Y reinó tal tranquilidad que, cuando algo antesde llegado el momento Stephen se acercó apopa procedente de las amuras, donde habíaestado observando una bandada de pelícanosrizados (llegados con toda probabilidad del lagoScutari), encontró a Jack Aubrey tocando el violínen la cabina, cabina casi a todos los efectosvacía, aunque no lo bastante como paraconsiderarla lista para el combate.

El comodoro prestó atención al relato de lospelícanos, de los cientos y cientos de pelícanos yde sus curiosas evoluciones, asociadas sin dudacon la estación de apareamiento.

–Poco sé de aves -confesó al cabo-, comobien sabes. Pero permíteme contarte un ejemploreseñable de humanidad por parte de nuestrapropia especie. Los oficiales de la Real Infanteríade Marina me visitaron para darme su opiniónrespecto al ataque que había propuesto sobrelas baterías costeras. Lo consideran un plan

excelente, y parecen muy complacidos ante laperspectiva de tomar la posición, escudados porel muelle; sin embargo, me propusieron, almenos en esta ocasión, por hacer el calor quehace, librar a sus hombres de los calzonesceñidos en favor de los pantalones, y nada depolainas ni de medias.

Cuatro campanadas, altas y claras. El señorHarding se hizo oír, alto y claro, al dar la orden dearmar las barras del cabrestante. A partir de esemomento, no tuvo el menor sentido tocar el violínni conversar, dado que si bien el cabrestante delalcázar no se encontraba sobre sus cabezas, lasbarras, por fin armadas, besaban prácticamentela rueda, y en cuanto se aseguró la margarita a lacadena, en cuanto ésta sobrellevó la tensión y elcontramaestre voceó aquello de: «¡Vira!», unmarinero enjuto del castillo de proa, enjuto y depiel apergaminada, se encaramó al cabrestanteflautín en mano, para tocar la melodía de«Viramos, viramos y viramos con brío, adelantemuchachos, apretemos el paso hasta quenuestros pies hayan obedecido». Entonces, bajocubierta, la cabina se vio inundada por una

enorme confusión de sonidos, encabezada por elcompás rítmico de los hombres a los linguetes,puntuada por innumerables gritos y por elindescriptible sonido de la húmeda cadena alcobrarse, abardenada a la margarita. Después,una vez desamarraron, cayó pesada la cadenasobre el pozo que iba formando en el sollado,donde hombres muy fuertes la adujaron yestibaron.

La fragata se deslizó briosa por las aguas delpuerto, después lo hizo con mayor lentitud, conmayor lentitud hasta que voceó el contramaestre:

–¡Forte virar!A lo que el oficial de guardia respondió con la

siguiente voz:–¡Al cabrestante y a levar! – Voces que

instantáneamente encontraron eco en lasprofundidades del barco, gracias a la penetrantevoz de Eddie Soames, eunuco de a bordo,siempre proclive a reírse de todo.

Los marineros de la Surprise, que habíanllevado a cabo esta maniobra cientos de vecesantes, encaponaron y alotaron el ancla en laserviola, antes de trincarla con tortores. Cumplida

la maniobra de levar el ancla, se apresuraron aocupar sus puestos para dar la vela. Sinembargo, no se dio en popa la orden a tal efecto.Tanto Jack como Somers habían reparado enque los de la Pomone, menos hábiles,experimentaban alguna dificultad para encaponarel ancla. De hecho, dos de ellos habían caído alagua desde la serviola.

–¡Al cabrestante y al agua! – voceó EddieSoames, tergiversando la voz marinera-. Ja, ja,ja.

Sin embargo, por lo visto los pescaronrápido, dado que en ese momento la Pomone secubrió con la práctica totalidad de su lona y, pocodespués, asumió la posición asignada a un cablede distancia a popa del comodoro. De ese modonavegaron a lo largo de la costa, ambos barcoscompletamente dispuestos para el combate.Todo aquello susceptible de romperse se habíaguardado en la bodega, las chilleras estaban arebosar de balas, los mamparos se habíancolocado alrededor de los pañoles, la arena,húmeda y esparcida, afilados los alfanjes ypreparados para ser empuñados, además de las

hachas de abordaje y las pistolas. Mientras,abajo, en el sollado, la mesa de operaciones deStephen (los arcones de los guardiamarinasatados entre sí y cubiertos por lona del númeroocho tensada) estaba igualmente dispuesta, lalinterna colgaba de los baos, y las compresas ylos rollos y rollos de vendas cubrían sutilmente lascadenas forradas de cuero, necesarias parasegún qué operaciones. A un lado se alineabanlas horribles sierras, los retractores, la tenácula,el escalpelo y los bisturíes (afilados y de puntaroma), fórceps, trépano, cuchillos de amputaciónde única hoja y cuchillo de doble hoja, todos ellosdispuestos con cariño y cuidado por Poll y suamiga la cuñada del contramaestre, ambasvestidas con delantal almidonado, babero,manguitos y cofia blanca, con los cubos y lahabitual profusión de lampazos a su lado.

Prácticamente navegaban con el viento a filde roda; no era en absoluto la mejor posiciónpara la Surprise, pero al menos de ese modocedían el balanceo y el cabeceo, y la perfectaregularidad de la marejada que los seguíapotenciaba la impresión de hallarse sumidos en

un sueño. El tiempo apenas existía, excepto porla sucesión de campanadas, y, pese al aspectomarcial, la dotación bien alimentada tendía aobservar ensimismada la costa desierta, amedida que ésta se deslizaba lentamente alalcance de la mano, y también a dormitar. A esavelocidad, se producían pocos ruidos a bordo,hasta tal punto que podían oírse los bostezos deun aburrido Naseby, encerrado en la bodega.

Jack, el piloto y Stephen se encontraban enlas amuras, el piloto con una brújula azimutal.

–Tengo la impresión -dijo Jack- de que unavez doblada esta punta nos encontraremos enuna bahía de aguas poco profundas, desde cuyaparte más lejana se domina Ragusa Vecchio.¿Tú qué opinas, doctor? Has estado aquí un parde veces.

–Si hay una isla llana en mitad de la bahía,sobrevolada por bandadas ingentes decharranes en esta época del año, entonces estoyconvencido de que tienes razón -dijo Stephen-,puesto que incluso puede verse la torre de uncastillo en ruinas, la punta de la torre, a mediocamino de la ladera situada en el otro extremo.

–Esta aguja no es tan precisa como desearíaque fuera -dijo el señor Woodbine-, pero meinclino a darle la razón.

Ambos barcos doblaron la punta, y allí, anteellos, a estribor, se encontraba la bahía de aguaspoco profundas con la isla en medio; desdedonde se encontraban, incluso podían distinguirel ir y venir de innumerables aves, y Stephen, quetomó prestado el catalejo del comodoro sinapenas murmurar nada aparte de un «con tupermiso», lo apoyó en la serviola y procedió aenumerar las especies.

–Pagaza piconegra… La piquirroja, ¡quéalegría! Otra… Ése es un charrán patinegro…Hay muchos, muchos charranes comunes, qué

criaturas tan preciosas… Un cha rrancito…negro… Sí, creo que ése es un fumarel aliblanco.Asombroso.

Se volvió dispuesto a compartir su asombro,sólo para descubrir que sus dos acompañantesya no estaban con él. A esas alturas descendíanlos botes de ambos barcos, y los infantes demarina, con los mosquetes relucientes y lascasacas rojas brillantes a la luz del sol, sedisponían a embarcar.

Se alejaron los botes, cargados hasta laregala (la pinaza de la Pomone habíaenmudecido los remos inútilmente) y rumbo a laplaya situada inmediatamente debajo de la puntadonde la torre del castillo en ruinas quebraba eluniforme horizonte.

Desembarcaron los soldados, mientrasapenas se rizaba la mar en la ribera. Entonces,cuando los botes bogaban ya hacia la puntanorte de la bahía, Jack ordenó dar vela parasubirlos a bordo. Cinco minutos después,Ragusa Vecchio apareció ante su mirada; era unpueblo dejado, disperso, al norte del castillo enruinas. Fondeada en sus aguas se hallaba la

fragata en cuestión, acompañada por las dosnaves argelinas. Los botes cruzaban de un lado aotro sobre el agua cristalina, y la suave brisa dejuanetes seguía soplando del sudsudoeste.

Tanto en la Surprise como en la Pomone sepitó a zafarrancho de combate. Jack ordenó izarla bandera inglesa.

–Señor Woodbine -dijo al piloto-, sitúeme aveinticinco yardas de su amura de babor ydespués ponga en facha las gavias. Doctor,tenga la amabilidad de quedarse a mano paratraducir.

La fragata francesa bullía de actividad, yparecía estar largando amarras. La polacra habíacobrado ya su única ancla y su compañera aúnrecogía cadena.

La Surprise navegó entre ambas y lafrancesa puso en facha dos de sus gavias ypermaneció ahí, inmóvil, meciéndose consuavidad.

Jack saludó al francés con la habitual vozmarinera.

–¿Qué barco anda? – Sus palabrasencontraron un eco en la voz de Stephen Maturin.

Fue un joven bastante atractivo en el alcázar,vestido con uniforme de capitán de navío ysombrero de dos picos (que levantó a modo desaludo), quien respondió:

–La Ardent, de la Armada imperial.Siguió un impresionante grito al unísono de

«Vive l'Empereur!», procedente de la dotaciónde la Ardent.

–Querido señor -continuó Jack tras responderal saludo-: Ahora Francia está gobernada por sumuy cristiana majestad Luis XVIII, aliado de mirey. Debo pedirle que ice la banderacorrespondiente y que me acompañe a Malta.

–Lamento decepcionarle, señor -dijo elcapitán de la Ardent, pálido de rabia-, pero si lohiciera faltaría a mi deber.

–Me apena tener que insistir, pero si no meobedece nos veremos obligados a emplear lafuerza.

Durante este tiempo, alargado por lanecesidad de la traducción, los argelinos habíanestado haciendo cortas bordadas. Por fin sehabían situado al pairo, uno por la amura debabor de la Surprise, y el otro por la aleta. A

bordo de ambas embarcaciones reinaba elgriterío, ya fueran órdenes o consejos.

–Abre las portas de ambos costados -ordenóJack.

Las brigadas de marineros que servían loscañones habían estado aguardando la orden, demodo que abrieron a la vez las portillas pintadasde rojo; dos segundos después asomaron lasbocas de las piezas con un sordo estampido quereverberó en la bahía.

Lo mismo sucedió a bordo del barco francés.-Messieurs les anglais -dijo el capitán de la

Ardent-, tirez les premiers.Jamás pudo resolverse la duda de quién fue

el primero en ofender al enemigo, puesto que encuanto se desató el estruendo se produjo unaexplosión fortuita a bordo de la polacra saetía, yambos bandos entablaron combate con tantapremura como pudieron, lo cual desencadenóuna trapisonda ensordecedora que devolvió eleco desde el castillo y el muelle, mientras loscañonazos cubrían la costa cercana de un densohumo blanco, atravesado una y otra vez porlacerantes llamaradas anaranjadas.

Al principio, la Surprise no pudo disparar conla suficiente rapidez, pues no disponía de lagente necesaria para servir las baterías deambos costados a un tiempo. Sin embargo, losbarcos argelinos, de inferior calado,comprobaron que no podían soportar el peso desus andanadas y se retiraron lejos del alcance delos cañones.

El rugido del fuego en el costado de la Ardentse vio apoyado inicialmente por las bateríascosteras, que montaban cañones de dieciocholibras; pero incluso en pleno tumulto del combatelos marineros de la Surprise aprovecharon elrápido declive del enemigo, y quienes pudieronarrancar unos segundos al tiempo inclinaronsonrientes la cabeza al compañero, diciendo:«Soldados…».

En el instante en que los infantes de marinasilenciaron la última de las baterías, pudieronoírse tres disparos bien dirigidos, efectuados porlos cañones situados a popa de la Surprisecuando ésta se hallaba en el seno de una ola,que atravesaron el costado de la Ardent,alcanzando el pañol del farol. Hubo una pequeña

explosión, un conato de incendio, y unossegundos después otra explosión muy superior ala primera. Una ingente columna de humo yllamas se alzó al cielo, apagando la luz del sol.

La tercera parte del casco a popa de lafragata quedó completamente destrozada. Losrestos se hundieron sin más, y después la fragatalos siguió tras zambullirse lenta y horriblemente,hasta topar con el fondo. De la Ardent tan sóloasomaba el palo trinquete, y antes incluso dequedar inmóvil del todo el mar se vio agitado,azotado, por una lluvia de restos compuestaentre otras cosas por el tope de mayor y variospies del mastelero, perchas enormes, apenasquebradas, innumerables motones eirreconocibles pedazos de madera. De algúnmodo la mayoría de estos restos derivados de laexplosión fueron a caer playa adentro, perominutos después seguían lloviendo trozospequeños, y algunos dejaban a su paso unaestela de humo.

–¡Alto el fuego! – voceó Jack en mitad delsepulcral silencio que siguió-. ¡Batiportacañones! Señor Harding, echen al agua todos los

botes disponibles. – Sin ir más lejos, la lancha,estibada en el combés, presentaba diversosimpactos-. Y ordene a la Pomone acercarse a lavoz.

Se dirigió corriendo bajo cubierta, dondeStephen se incorporaba después de entablillarun brazo roto que Poll procedía a vendar conrapidez y destreza.

–Enseguida el doctor te pone en condiciones,Edwardes -dijo Jack al paciente, y, tras apartar aStephen, le preguntó cuan urgente creía que erasu misión en Spalato.

–No hay nada que sea más urgente -respondió Stephen. Jack asintió.

–Muy bien -dijo-. ¿Qué daños hemos sufrido?–Harris ha muerto como consecuencia de un

tiro de mosquete. Seis heridas de astillas, unapeligrosa; y tengo a dos contusionados, debido aque les ha caído encima un motón.

Un parte de bajas pero que muy modesto.Jack tuvo unas palabras para cada uno de loshombres que aguardaban su turno para seratendidos por el doctor, y después volvió acubierta. La Pomone ya se había situado de

costados paralelos.–¿Han sufrido muchos daños? – preguntó.–Muy pocos, señor, para un combate tan

reñido por muy breve que fuera. Cuatroquemaduras de pólvora, un cañón volcado,cuatro pares de obenques cortados y daños en lajarcia de labor. Algunos heridos comoconsecuencia de los motones caídos de la jarcia,o por las astillas. Sin embargo, todos nuestrosbotes están en condiciones.

–En tal caso, le ruego que los echen al agua.Recojan a cuantos supervivientes sea posible, yvayan a por nuestros infantes de marina.Desembarquen a los prisioneros en Ragusa (lanueva Ragusa, costa arriba), y después sígame aSpalato sin perder un minuto.

* * *Durante la última parte del viaje a Spalato,

tedioso debido a los caprichosos vientos queoscilaron entre el furioso Bora, que soplaba delnorte y soltaba la vela de estay de la relinga, y lassuaves brisas a popa que a menudo seadelgazaban hasta convertirse en calma chicha,pero también a la peligrosa naturaleza de la

costa de Dalmacia, con sus diversas islas (porno hablar de los traicioneros arrecifes), Stephenpasó buena parte del tiempo subido a lascrucetas del tope. A fuerza de práctica se habíaacostumbrado a trepar a la cofa de mayor,aunque lo cierto es que nadie era muy amigo depresenciar su ascenso, por muy chicha que fuerala calma. El aseguraba ser capaz de subirincluso más alto, hasta la cruceta, sin el menorproblema. Sin embargo, esta intención nuncarecibió el beneplácito de nadie, y Jack se vioobligado a pedir a John Daniel que acompañaraal doctor si en algún momento éste se mostrabainclinado, a contemplar cualquier cosa desde unaaltura superior a la cureña de un cañón de caza.

Daniel había navegado por aquellas aguas enun barco perteneciente a la escuadra de Hoste y,en cuanto hubo superado su timidez, no sóloreveló a Stephen los nombres de diversospromontorios e islas, sino que, además, tambiénle describió algunos de los combates en los quehabía participado, haciendo a menudo un fielrelato del número de balas rasas disparadas, ydel peso total de pólvora empleada.

Stephen congeniaba con el joven, que eraabierto, amigable y cándido, y un día, sentadosahí arriba, le dijo:

–Señor Daniel, diría que confiere usted unaimportancia particular a los números.

–Así es, señor. Los números me parecen lasustancia principal de todas las cosas.

–He oído a otros decir lo mismo. Un caballeroque conocí en la India me dijo que los númerosprimos poseían una cualidad muy especial.

–Cierto -dijo Daniel, asintiendo-. Soncapaces de proporcionarle a uno un placerinconmensurable.

–¿Podría usted explicarme la naturaleza desemejante placer?

–No, señor. Pero la siento en lo más hondo.–Los números, como percepción de la

cantidad, sin duda constituyen un aspectolamentablemente limitado de la naturaleza; pero,¿cuántos pies diría usted que nos separan de lacubierta?

–Bueno, señor -dijo Daniel, mirando haciaabajo-, diría que ciento doce. ¿O prefiere quediga ciento trece, por ser número primo? – Miró

a Stephen a la cara, esperando observar elmismo placer que experimentaba él, peroStephen se limitó a sacudir la cabeza.

–Hay desdichados para quienes la música nocomporta el más mínimo placer. Temo vermeexcluido no sólo de la dicha proporcionada porlos números primos y los sordos, sino también delas matemáticas en general. Cuanto desearíaque fuera de otro modo. Me encantaría sentir queformo parte del cuerpo de matemáticos,compuesto por gente como Pascal, Cardan…

–Oh, señor -protestó Daniel-. Yo no soymatemático en ese sentido tan glorioso. Tan sólogusto de jugar con los números: calcular laposición del barco tras realizar cierta cantidad deobservaciones, con apenas la longitud de unsombrero de dos picos como único error,calcular la velocidad del barco, los interesesderivados de una inversión de diez libras,sometidas a un dos coma setenta y cinco porciento hace mil años, y cálculos así.

–En un bestiario antiguo -dijo Stephen trasuna larga pausa-, un anticuario al que conocí memostró una vez el dibujo de una amphisbaena,

una serpiente dotada de dos cabezas en cadauno de sus extremos. He olvidado sutrascendencia moral, pero recuerdo su forma, suenvidiable facultad de mirar tanto a proa como apopa -Y enfatizó levemente los términos náuticos,para después continuar-: Yo, en cambio, durantetoda esta última campana que llevoretorciéndome y pensando como un almaatormentada, intentando distinguir a la Pomone,a popa, y a la Ringle, qué Dios la bendiga,además de a la fabulosa ciudad de Spalatodelante, sólo he conseguido que me duela eltrasero una barbaridad.

–Señor, creo que podría sugerirle unasolución si me dijera usted qué es lo que prefierever primero -dijo Daniel.

–Oh, la Ringle, sin duda.–En tal caso, yo en su lugar me volvería hacia

popa; y si la Pomone apareciera antes delanochecer, o en cualquier momento en que ustedprefiera estar bajo cubierta, le avisaré de ello.Pero antes de despedirnos, permítame rogarleque observe de nuevo Brazza, esa enorme islasituada más allá de punta Lesina. Después, a la

izquierda de Brazza, tiene usted esa costa llanay, cuando estemos un poco más cerca, podrá verun pasaje estrecho entre ésta y Brazza. Dehecho, ya podría verlo con el catalejo.

–Así es. Muy oscuro y no menos estrecho.–Bueno, pues a juzgar por el modo en que

dispone la lona, yo diría que el señor Woodbinepretende llevarnos a través del pasaje, pese asoplar viento de través. Posee un extraordinarioconocimiento de estas aguas. No es largo,gracias a Dios, y el nuestro es un barcomarinero. Cuando lo hayamos franqueado, podráusted ver Spalato a su derecha.

* * *Efectivamente, ahí se encontraba, a la

derecha, ante sus ojos, una vez superado elmiedo ante la visión del oscuro y angosto pasaje.La puesta de sol cubría de una confusa peromaravillosa gloria en movimiento el enormerectángulo del palacio diocleciano.

Y antes de que la Surprise hubiera superadotodo el canal, el vozarrón del vigía en el grátil dela vela trinquete informó:

–¡Cubierta, cubierta! ¡La Ringle por la amura

de estribor!Al oír esa información, Jack dio una serie de

órdenes. Antes de alcanzar mar abierto, lafragata había desnudado los palos, y sedeslizaba al anclote con la suave corriente quefluía afuera. Para cuando la Ringle se huboabarloado, y Reade transbordó acompañado porel doctor Jacob, había caído la noche y elestrecho estaba repleto de luciérnagas.

Jack condujo a ambos a su cabina. Jacob sehabía caído al subir por el costado, y habíasufrido una herida que sangraba profusamente,causada, con toda probabilidad, por una astillade la regala. Stephen tuvo que llevárselo a laenfermería, donde ordenó de inmediato empaparsus calzones en agua fría y cosió el corte, quedespués Poli vendó, antes de ir a buscar un parde pantalones de loneta que le sirvieran.Mientras hacía todo esto, Jacob le preguntó:

–¿Recibió usted alguno de mis informes?–Ni uno solo. ¿Han partido los mensajeros de

la Cofradía?–Hace tres jornadas. Sus amigos de Kutali

me recibieron con los brazos abiertos, y

compartieron conmigo muchos datos. Permítamehacerle un resumen. En primerísimo lugar, eljeque de Azgar ha prometido la suma exigida porlos mercenarios; la noticia llegó hace más de unasemana. Los rusos y los austríacos siguenperdiendo el tiempo: se dice que en ambosbandos aumenta la desconfianza y la malavoluntad. El celo entre los bonapartistasmusulmanes alcanzó un punto enfermizo cuandoun peregrino que regresaba de los lugaressagrados chiítas del lejano Atlas notificó habervisto cómo pesaban el oro en presencia de IbnHazm, cuando pasó por Azgar. Los cabecillas dela Cofradía se reunieron en un pobladomusulmán, solucionaron todas las dificultadeshabidas y por haber motivadas por rencillas yrivalidades personales, y nombraron a cinco desus miembros de mayor peso, dos de ellospersonas influyentes en Constantinopla.Cabalgaron por medio de las postas del bajáhasta Durazzo, donde tomaron uno de losguairos más marineros rumbo a Argelia. Allítienen que rogar al dey que les proporcionetransporte para el dinero, para el tesoro

prometido por el jeque. Podría ser posibleinterceptarlos entre Pantellaria y Kelibia.

Jack abrió la puerta de la enfermería y asomóla cabeza al interior.

–Discúlpenme la interrupción -dijo-, peroquería preguntar al doctor Jacob dónde seencuentra la fragata francesa.

–Junto al Marsa, señor, en el amplio extremonorte. Muy cerca de allí se encuentran algunosmercantes de la costa de Berbería.

–¿Cuántos cañones artilla?–Lamento decirle que ni siquiera me fijé,

señor, pero tantos, según su escribiente, que nopodría arriar la bandera con honor ante unafragata que artillara cañones de nueve libras.

–Ya veo -dijo Jack-. Gracias, doctor.–Temo haberlo ofendido -dijo Jacob cuando

la puerta se hubo cerrado.–En absoluto, colega -dijo Stephen-.

Continúe, por favor.Pero Jacob estaba tan preocupado por

aquella fría mirada de desagrado que vio en losojos de Jack, que tardó unos segundos enencauzar el resumen.

–Sí -dijo al fin-, bueno, me encargué de avisara nuestros amigos de Ancona, y de arreglar unencuentro con los cabecillas carbonarios encuanto usted llegara. Espero que la perspectivano le desagrade.

–No, en absoluto. ¿Han acordado la hora dela reunión?

–Justo al salir la luna.–¿Ya qué hora saldrá la luna?–Será de noche, por supuesto, pero lamento

decir que no puedo ser más preciso.–He visto la luna de día, algo tímida en

presencia del sol. Creo que se lo preguntaré alcomodoro.

* * *–Comodoro, querido -dijo apenas unos

instantes después-, ¿no sabrás a qué hora salela luna esta noche?

–A las doce y treinta y tres minutos; seencuentra justo a cinco grados bajo el planetaMarte. Y Stephen, permíteme decirte algo: LaPomone se encuentra en este canal, no muylejos, a popa. Si dependiera de mí, despacharíaa un oficial que hablara francés a bordo de la

fragata francesa, para decirle al capitán que laPomone, una fragata de treinta y dos cañones dedieciocho libras, y que la Surprise, de cañonesde doce libras, entrarán a puerto con lasprimeras luces del alba, y que efectuarán mediadocena de salvas a corta distancia, a las cualesdebe responder también con salvas. Y queentonces, conservado el honor, todos nosharemos a la mar, marinaremos por el ampliopasaje del noroeste si se mantiene este vientofranco, como espero que suceda, y pondremosrumbo a Malta. ¿Supone esta decisión unestorbo para tus planes?

–En lo más mínimo. Y si quieres yo mismo meencargaré de transmitir tus propuestas a laCerbère.

–Eso sería muy amable por tu parte, Stephen.¿Quieres que las anote?

–Si eres tan amable.Jack estuvo escribiendo un rato.–Verás que he subrayado la palabra «salvas»

siempre que aparece -dijo al darle la lista-. Perodado que estará nervioso, al pobre quizá no se leocurra quitar las balas después de oír la primera

descarga. Debes recalcárselo, si eres tanamable… pero con tacto, con mucho tacto, sientiendes a qué me refiero.

–¿Qué momento sería más adecuado paraefectuar esta visita? – preguntó Stephen, que ajuzgar por su tono de voz no parecía haberle oído,mientras reflexionaba sobre la letra grande, clara,algo redondilla y femenina de su amigo, sobre larapidez con que reaccionaba en momentos decrisis en la mar, y en sus nada infrecuentespruebas de ineptitud.

–En cuanto te hayas puesto el uniforme buenoy Killick haya encontrado tu mejor peluca. Tendréun bote y una silla del contramaestre preparados.

* * *

El capitán y los oficiales de la Cerbèreconstituían un grupo de hombres inteligentes, ypuesto que los capitanes solían rodearse depersonas afines, todos ellos se sentían

insatisfechos con la situación actual. Ansiabanabandonar tan ambigua postura, y fue unasatisfacción para todos observar al bote quebogaba hacia la fragata a la manera de laArmada, procedente de la estrecha embocaduradel puerto de Spalato. Todos ellos dirigieronhacia él su catalejo de noche para observarlo conatención, y cuando comprendieron que tenía laobvia intención de subir a bordo, el oficial deguardia ordenó arranchar la silla delcontramaestre, pues todos ellos habíanexperimentado el casi fatídico intento del doctorJacob por subir a bordo por el costado.

Saludaron al bote, y se sorprendieron al oírque pertenecía al barco del comodoro inglés, nopor eso, sino porque, si bien la respuesta habíasido dada en francés, no era el francés del doctorJacob. No obstante, descolgaron la silla yStephen subió a bordo con toda la elegancia queuno pueda tener al emplear semejante vehículo,aunque al menos lo hizo seco, limpio y encondiciones.

Respondió al saludo del primer teniente,expresó su deseo de hablar con el capitán, y le

condujeron a la cámara.El capitán Delalande le recibió con seriedad y

cortesía, y escuchó en silencio lo que Stephenhabía ido a decirle. Cuando Stephen huboterminado, el capitán dijo:

–Tenga la amabilidad de decir al comodoro,con mis mejores deseos, que estoy de acuerdocon todas sus propuestas, y que responderé alas salvas, tanto a las de su barco como a las dela fragata con que navega en conserva, con igualnúmero de descargas, también de fogueo, y quedespués los seguiré por el Canale di Spalato,para finalmente poner rumbo a Malta. – Tosió,inclinó un poco la cabeza y le ofreció café.

Cuando ambos hubieron apurado la segundataza de café y saboreado dos galletas dealmendras de Dalmacia, había desaparecidotoda la tensión que pudiera haber en un principio.Stephen preguntó si el capitán había oído algunavez de alguien que, tras efectuar salvas a modode saludo, hubiera respondido de formainvoluntaria con un cañonazo en toda regla pordescuidar la carga del cañón.

–No, señor -respondió Delalande-. Jamás.

Cuando efectuamos un saludo o cualquier cosade esa naturaleza, nos gusta que el cañón hagatanto ruido como sea posible. Con este finretiramos la bala que, además, nos resultavaliosa, se lo aseguro a usted, y es muy preciadapor el Ministerio. Suele ser reemplazada por máslanadas y, a veces, también por uno o dos discosde madera.

Stephen le dio las gracias y se despidió,escoltado por un teniente; y no sólo en el alcázar,sino también entre la marinería, observó miradasamistosas y congeniadoras. No sólo en laArmada real, concluyó, la intimidad era el lujomás preciado a bordo de un barco.

–Querido William -dijo cuando hubo subido abordo del buque de pertrechos-. Me atrevería adecir que la luna no tardará en asomar.

–Dentro de una media hora, señor -confirmóReade.

–Entonces, si puede prescindir de él, megustaría que tuviera la amabilidad de prestarmeel bote pequeño y la ayuda de un hombre desobriedad y confianza para llevarnos al doctorJacob y a mí a la costa en… pongamos, veinte

minutos.–Por supuesto que sí, señor. Será un placer.–Jack -dijo al entrar en la cabina, donde el

comodoro y su escribiente repasaban conatención los libros de cuentas del barco-. Teruego que me disculpes por tan inoportuna…

–Mañana por la mañana seguiremos, señorAdams.

–… En fin, antes que nada debo decirte queel capitán Delalande ha aceptado sin reparostodas tus propuestas. Te espera mañana por lamañana, con las primeras luces.

–Oh, estoy tan…–Por otro lado, los mensajeros de la Cofradía

han partido ya hacia Argelia. Ahora debo escribirun informe para Malta, y después tengo queacudir a una reunión que se celebrará en tierra.Hasta mañana, pues, hermano.

–Los doctores desembarcan -constató JoePlaice a su viejo amigo Barret Bonden.

–No los culpo -dijo éste-. A mí me encantaríadisfrutar de Spalato. Me atrevería a decir que vana poner alguna que otra vela a un santo.

–Es un modo suave de decirlo -dijo Plaice.

* * *Al dar las seis campanadas de la segunda

guardia regresaron los doctores, cuando todoslos cañones de babor, y casi todos los deestribor, hubieron asomado las bocasrecargados con la pólvora que Jack reservabapara los saludos. Fueron amablemente ayudadosa subir a bordo por fuertes marineros, y despuésarrastraron los pies, cansados y cabizbajos, endirección a sus respectivos coyes.

–Están que no se tienen en pie -dijo unsegundo del condestable-. Dios santo, apenaspueden andar.

–En fin, todos somos humanos -dijo elpañolero.

–Ah, ahí están, caballeros -saludó elcomodoro desde la rueda-. Por fin de vuelta.Permítanme recomendarles que duerman todo loque puedan, aunque ahora quizás hayademasiado ruido.

–Anclote arriba -exclamó Whewell desde lasamuras.

–Hágase con él sin perder un momento,señor Whewell -dijo Jack, que acto seguido

proyectó la voz a popa-: ¿Preparado,condestable mayor?

–Preparado, señor, a la orden -respondió elcondestable, ese toro de Bashan.

–Señor Woodbine -dijo Jack al piloto-, lallevaremos ahora, sólo gavias. ¿Doy por sentadoque distingue usted los fanales del francés?

–Oh, sí, señor.–En tal caso, arrumbe a una cuarta a un cable

de distancia a popa respecto de ella y, después,navegue de costados paralelos a cincuentayardas por su costado de babor. Aunque a esasalturas yo ya estaré de nuevo aquí. – Se dirigió apopa y voceó a las negras aguas-: ¡Pomone!

–¿Señor? – respondió el capitán Vaux.–Estoy a punto de hacerme a la mar.

–Muy bien, señor.–¡A dar la vela! – dijo el piloto al

contramaestre, que de inmediato pitó la vozmarinera-. ¡Gavieros arriba! – ordenó el piloto.En un silencio casi total, los marinerosdestacados en tomadores, escotas, chafaldetesy brioles, ostagas, drizas y después, brazas,desempeñaron sus tareas con apenas unapalabra y a una gran velocidad, un excelenteejemplo de ritmo, coordinación y sólida destreza,por si alguno de los allí presentes no daban estascosas por sentado.

Se alzaron las gavias, cazadas las escotas altomar el viento la lona. El barco echó a andar,con una cálida brisa entablada por la aleta debabor. En cuestión de escasos segundos,respondió el timón, y el agua susurró a amboscostados con tanta suavidad como lo hacía elviento en la jarcia. Al abandonar el abrigo deBrazza, la fragata empezó a cabecear ybalancearse un poco, prueba de que volvía a lavida tras haber facheado.

No había luz, aparte del tenue contorno quedibujaba la luna, oculta tras un banco de nubes

muy altas; tampoco se veía una sola estrella,aunque unas luces dispersas aquí y allá, queobedecían a los fanales de los barcos,asomaban por la amura de estribor, además delas luces que iluminaban el lejano muelle, oscuroy silencioso, tan oscuro que incluso las gavias sedesdibujaban a la altura de las crucetas.

En toda la banda de estribor, las brigadasque servían los cañones permanecían mudas,algunas apenas visibles sobre las linternassordas. Los guardiamarinas o los ayudantes delpiloto permanecían a su lado, y los tenientes juntoa cada una de las divisiones.

El señor Woodbine mantuvo la mirada fija enla iluminada linterna de la Cerbère en cuantohubieron franqueado el canal. Se hizo másgrande, más y más brillante. Se volvió alcomodoro, que asintió.

–A virar por su costado -dijo Woodbine almarinero que gobernaba la rueda, y después,cuando la virada de la Surprise la situó decostados paralelos con la Cerbère, añadió-: A lavía, muy bien, así. – Y el marinero mantuvo elrumbo. Cuando las amuras alcanzaron la altura

de la aleta del francés, el piloto ordenó poner enfacha la gavia mayor, arrebatando a laembarcación la capacidad de navegar.

–¡Fuego! – ordenó Jack.Y al instante, el costado del barco estalló en

un rugido enorme y en un inmenso penacho dehumo iluminado por brillantes destellos, humoque cayó a sotavento con uniformidad sobre laCerbère, la cual respondió con una barahúndaaún mayor, mayor, sí, aunque Jack pudocomprobar satisfecho que no había sidoefectuada con la misma coordinación.

Stephen Maturin estaba agotado como un parde medias viejas y sucias tras eternas horas denegociaciones, la mayor parte de las cuales sellevaron a cabo en lenguas eslavas que nocomprendía más que el turco, y que tuvieron quetraducirle, todo ello en un ambiente asfixiante,con personas en el exterior que tocaban lachirimía para impedir la posibilidad de que nadiepudiera escuchar lo que ahí dentro se hablaba,chirimías con una tesitura musical desconocidapara él. Nada más tumbarse en el coy se habíasumido en el estupor, en lugar de hacerlo en un

sueño cristiano.Su cuerpo abandonó el coy al oír el primer

estampido, pero la mente siguió allí, y cuandoambos se reunieron se descubrió sentado junto ala puerta, tenso el cuerpo como el de un gatoasustado. Por fin recordó las palabras delcomodoro y comprendió lo que sucedía, pero nolo hizo hasta la siguiente andanada. Reconoció ellugar en el que se encontraba, y se dirigió comopudo hasta cubierta.

Llegó para presenciar la siguiente respuestadel francés. Por encima del humo el cielo estabailuminado, los mercantes argelinos se cubrían delona a toda prisa, innumerables luces en tierracorrían de un lado a otro, iluminada toda laciudad por las momentáneas llamaradas.

La Surprise echó a andar para hacer sitio a laPomone, a quien había llegado el turno desaludar a la fragata francesa. Si cabe suscañones de dieciocho libras se mostraron másruidosos, soltando un rugido inverosímil. Denuevo y otra vez, por ambas partes, lossimultáneos destellos iluminaron el cielo, ybandadas de aves volaron asombradas hacia lo

alto, sin rumbo fijo, presa del pánico.–Bueno, doctor -dijo el comodoro a su lado-.

Me temo que has podido dormir muy poco. No tepreocupes, esto acabará pronto. SeñorWoodbine, creo que ya podemos virar. – YaStephen, en un aparte, mientras el contramaestrepitaba a toda la gente a virar por avante-: Ahípuedes ver a ese enorme jabeque de Kutali,navegando preocupadísimo, como si acabara depresenciar el fin del mundo. Ja, ja, ja.

–Pues a juzgar por el ruido, parece realmenteel fin del mundo -admitió Stephen, que acontinuación murmuró-: Solvet saeclum in favilla.

Se encontraban en la otra amura, navegandocon suavidad de costados paralelos a laCerbère. Llegó el turno a los cañones de babor, yen esta ocasión estaban tan cerca que algunosde los tacos franceses fueron a caer en cubierta,apartados con gran algarabía y, también, conindignadas y a menudo enfadadas voces desilencio de proa a popa por parte de losguardiamarinas.

Otra bordada, seguida por una nueva seriede apocalípticas andanadas, aullidos y chillidos

en tierra, tambores y trompetas lejanas, así comopor las campanadas de una iglesia. Después dedar la orden de cargar las piezas con laadecuada bala rasa, se procedió a batiportarambas baterías. Jack ordenó poner rumbo alCanale di Spalato, seguido por la Cerbère y laPomone, con la Ringle por sotavento, y tambiéndio orden de encender los fanales de popa y lasluces de los palos, recordó al señor Harding queordenara retirar a la guardia de estribor encuanto hubieran largado las mayores, y se fuebajo cubierta, caminando ridículamente depuntillas. En la cabina habitada por él desdehacía años, el lugar donde dormía, encontró aStephen, y no precisamente dormido, sinoescribiendo.

–Espero no interrumpirte -dijo.

–En absoluto. Tan sólo escribo un sucintoresumen, dirigido al oficial de inteligencia delalmirante en Malta, de mi reunión en Spalato conciertas organizaciones. En cuanto lo haya

terminado, mi deber, al menos así lo veo,consiste en ir a Argelia tan rápido como puedallevarme un barco.

–¿Qué crees tú que deberíamos hacer?–No puedo dar órdenes a un comodoro; pero

en lo que concierne al único objetivo de frustraresta intervención de mercenarios bonapartistas,esta «potencialmente peligrosa intervención»(como la denominó el secretario de Estado),creo que deberíamos recorrer la costa, atentos alo que puedan ocultar los astilleros y a cualquierbarco que esté a punto de echarse a la mar; porlo demás, en cuanto hayamos examinadoDurazzo, directos a Argelia, ojo avizor por sivemos un guairo que navega entre Pantellaria yKeliba. Después, si llegamos a Argelia y nohemos capturado a esa embarcación, yo deberíasubir a bordo de la Ringle para convencer al deyde que no transporte el prometido tesoro,mientras tú permaneces en el horizonte comouna amenaza inmediata, con tu potente y famosafragata a la vista de todo mercante que entre ysalga de puerto.

–¿Y la Pomone?

–Sus cañones de dieciocho libras están bien,pero ya no se trata de la fuerza física. Hemosdespachado a las dos fragatas pesadas máspeligrosas, y yo (diría que a un precio enorme) heemprendido una serie de medidas que noslibrarán de diversas embarcaciones menoresque, no obstante, no dejan de suponer unaamenaza, pues siguen reparándolas o están apunto de echarse a la mar. Te hablo debergantines armados, de corbetas, de trescañoneras… Permitir a la Pomone regresar enconserva con la Cerbère me parece un golpemaestro.

–Muy bien -dijo Jack después deconsiderarlo-. Haremos lo que tú dices. Encuanto hayas terminado el resumen, lo enviaré enbote a la Pomone, que lo entregará en LaValetta.

Un fuerte chubasco de diez minutos habíadespejado el cielo sin que cayera el prósperoviento de juanetes. Amanecía limpio al este, y alvolver Jack su atención hacia el sur, hacia losbarcos que los acompañaban, vio que la Cerbèrehabía enarbolado la bandera monárquica

francesa.–Señor Rodger -dijo al guardiamarina de

señales-, tenga la amabilidad de izar la siguienteseñal destinada a la Ringle: «Envíe un bote abordo del buque insignia».

El joven había presenciado muchos ejercicioscon los cañones, pero lo cierto es que nuncahabía tenido que soportar tanta salva, de modoque estaba prácticamente sordo, e igualmenteatontado por la necesidad de un sueñoreparador. Jack repitió lo dicho elevando un pocoel tono de voz, pero el aturdido guardiamarina lehabía oído la primera vez, pese a lo cual no teníadel todo los fardos de banderas preparados,aunque estaba en ello.

–Stephen -dijo Jack-. No creas que pretendoapremiarte, pero, en cuanto hayas terminado, unbote se encargará de llevar tu resumen a laPomone. ¿Quieres que adjunte las intencionesde mi escuadra?

–Me parece bien. Bastará con un simple:«Hemos acordado que, etc.». Pero no incluiré tucarta en mis documentos. – Atrajo la vela, derritióel lacre y selló el breve resumen. De hecho, lo

envolvió en seda engrasada e introdujo elpaquete en una bolsita de loneta que tambiénlacró, y que luego tendió a Jack.

«Me pregunto cómo alguien tan torpe puedemostrarse pulcro como una costurera, a la horade hacer paquetes; o de abrirte las tripas, para elcaso», reflexionó Jack.

–La práctica hace al maestro -observóStephen.

–No he dicho una palabra -protestó Jack-.Estaba mudo como un cisne.

Se abarloó el bote de la Ringle. El jovenoficial recogió con gravedad la bolsa, y Jackordenó virar la nave para llevarla de vuelta a lacosta, con el viento a dos cuartas de la aleta,seguido por la Ringle. Al pasar junto a los quellevaban destino Malta, cruzaron saludos, algunosformales y, otros, efectuados desde las portasabiertas, burlones e incluso de naturalezabastante obscena. El comodoro tenía planeadorespetar la antigua tradición naval, consistente enenarbolar una señal que hiciera cierta referenciaa sus órdenes. «Oh, que mis palabras estuviesenescritas, oh, impresas en un libro», fue la cita que

el almirante Gambier le dirigió en el Báltico,cuando se mostró demasiado lento a la hora depertrecharse. Sin embargo, antes de que pudierapensar en una referencia, el paradisíaco aroma acafé y a arenque ahumado inundó el alcázar.

–Señor Rodger -dijo al guardiamarina deseñales-, ¿querría usted desayunar en la cabina?

–Oh, sí, señor, si es usted tan amable.–Pues presente mis mejores deseos al señor

Harding, y comuníquele que me encantaría quese reuniera con nosotros.

Fue aquel un desayuno animado, y no menoscopioso, como solían ser los desayunos de JackAubrey cuando tenía a mano una costa civilizada.Su actual cocinero, Franklin, era un veterano delMediterráneo, un auténtico genio a la hora decomprar en lengua franca, en gesticular y repetiralegremente con voz más y más alta, hasta quesu pobre víctima (dálmata, en este caso) lecomprendió. Por supuesto que los arenques losconservaban en salazón desde que partieron deInglaterra, pero los estupendos huevos frescos, lamantequilla, la crema y las chuletas de terneraprovenían de la isla de Brazza, y la saca de moca

auténtico de un amistoso barco turco que seencontraron frente a Bocche di Cattaro.

Harding había servido en el Adriático conHoste en 1811, ocupando la plaza de segundo almando de la Active, de treinta y ocho cañones, ypuesto que podían ver la isla de Lissa por losventanales de popa y por la aleta de estribor, sinnecesidad de apretarle demasiado hizo un vividorelato del famoso combate, una de las escasasbatallas libradas entre fragatas, diez en total seenfrentaron (además de embarcacionesmenores), e ilustró las evoluciones de lasescuadras con la ayuda de unos pedazos decorteza.

Fue un desayuno tardío por necesidad, y elrelato exacto de aquel combate en queparticiparon tantos barcos en constantemovimiento aún lo retrasó más. La Favoriteacababa de embarrancar en mitad de laconfusión cuando entró un guardiamarina que,tras rogar al comodoro que lo disculpara,preguntó si podía decirle al doctor Maturin que eldoctor Jacob deseaba hablar con él.

–Espero no tardar nada en volver -dijo

Stephen-. No quiero perderme una solamaniobra.

–¿He hecho mal en llamarte? – preguntóJacob-. Pensé que te gustaría ver los primerosresultados de nuestras conversaciones enSpalato. – A la brillante luz del sol no podía versedel todo bien, pero la enorme columna de humoal oestenoroeste no podía ser más elocuente-.Es el astillero de Bertolucci, por supuesto -dijoJacob-. Tenía a medio completar la Nérèide,una… ¿qué es inmediatamente inferior a unafragata?

–Un corbeto.–Eso es, un corbeto. Llevaban tres semanas

o más sin pagar a los carpinteros. Me parecepoder ver a los marineros franceses intentandoapagar el fuego.

–¿Quieres trepar a esa plataforma de ahíarriba con un catalejo?

–No, en absoluto. En absoluto. Además,tenemos pendientes las rondas matutinas, y yase me ha hecho tarde. ¿No habrás olvidado aljoven señor Daniel, tu ángel de la guardia?

Una dotación tan veterana como la que

formaba la Surprise podía, por lo general,efectuar una rápida serie de andanadas sinperjudicarse mucho, pero en aquella ocasión,quizá debido a la alegría y a las risas, había treso cuatro hombres en la enfermería, algunosdebido a quemaduras en las manos, causadaspor la fricción de los cabos cuando intentaroncontrolar el retroceso de las piezas, y otros porencontrarse donde no debían. John Danielconstituía una excepción, y era la única baja: Elcapitán Delalande, como su oponente, preferíaque el fuego de los cañones, por muy formal quefuera la ocasión, hiciera todo el estruendoposible, de modo que también él había cargadoel ánima con discos de madera. Uno de éstoshabía adelantado en su vuelo a la lanada,golpeando a Daniel en pleno pecho, yfracturándole la clavícula, por no hablar del lívidomoretón.

Stephen no lo había olvidado. Aquellamañana, más tarde, después de vendar y visitara todos los pacientes (en el caso de Daniel fuenecesario darle una considerable dosis deláudano), se alegró de poder subir hasta la cofa

mayor sin escolta, mientras la fragata navegaba(o, más bien, se arrastraba, pues el viento nohacía más que caer) entre Sabbioncello yMeleda.

El astillero de Papadopoulos por un lado, y elde Pavelic por el otro, ya habían sido destruidos.Tan sólo las columnas de humo se alzaban de lasvelerías y los pañoles, de los andamios y de losennegrecidos cascos. Observó atentamente elextremo sur de Sabbioncello, donde, según sulista, había un modesto astillero propiedad de unBoccanegra. Este Boccanegra, siciliano paramás señas, tenía un suegro entre los carbonariosy sus a menudo curiosos aliados, de modo queStephen ignoraba si ese astillero formaba partedel pacto. Contempló el lugar con una atenciónque fue en aumento, en tanto la fragata se movíacon suavidad por el calmo Adriático, enfocando yvolviendo a enfocar el catalejo de Jack, mientrasuna parte de su mente reparaba en las ochocampanadas y en la reunión de oficiales querealizarían las mediciones del mediodía, en elalegre sonido de los marineros a los que pitabanal rancho o, finalmente, al oír la solitaria

campanada, en el pitido que anunciaba lamedida de grog correspondiente, pitidoesperado con impaciencia, cierto, y por ellodoblemente bien recibido.

Seguía percibiendo con claridad los vítores ygolpes de platos de madera en las mesas delrancho que saludaban al grog, pese a efectuarsebajo cubierta, cuando un paje nervioso, vestidocon una impecable chaqueta azul, que ocupabanominalmente la posición de paje de Maturin,asomó en la cofa.

–Oh, señor, si es tan amable… Oh, señor, leruego que me perdone -dijo-, pero el señor Killickme ha pedido que le recuerde que el comodoro,su señoría, comerá en la cámara de oficiales… yque está usted hecho un asco. Y también que haempolvado su mejor peluca.

–Gracias, Peter. Puedes decirle que hasentregado el mensaje -dijo Stephen, que se mirólas manos-. No estoy precisamente hecho unasco -murmuró para sí-, pero es cierto que lohabía olvidado.

Aunque complicaba sobremanera la vida dePeter a bordo, Killick aún no había recuperado el

poder, influencia y aprecio que le eran propiosantes de romper el cuerno, ni nada por el estilo,ya fuera en la cabina o entre quienes habitabanlas cubiertas inferiores, lo cual no le impidióanunciar en un tono poco sumiso que loscaballeros ya se habían reunido, que sóloesperaban al comodoro, y que los calzoneslimpios del doctor Maturin, la mejor chaquetacepillada y la peluca, recién empolvada, estabanen esa silla de ahí. No tenía tiempo más que parapasarse la esponja por la cara en esa jofaina deagua caliente de allá, y que cómo se las habíaapañado para meterse en semejante lío.

–No lograremos hacerlo a tiempo, oh, Diosmío, oh, Dios.

No obstante, lo lograron, y cinco o inclusodiez segundos antes de entrar el comodoro porla puerta, Stephen se encontraba sentado en sulugar, entre Whewell y el piloto, con el sirvientetras la silla y el doctor Jacob sentado frente a él.Cruzaron una mirada tranquila al abrirse la puertay entrar el comodoro. Todos se incorporaron ensus asientos.

–Acomódense, caballeros, se lo ruego -

exclamó Jack-. Llego tan tarde que no merezcotanta cortesía por su parte. Para ser alguien queapela a la puntualidad más que a la fe, laesperanza o la caridad, acabo de dar una pobreimpresión. No se lo creerán, pero mi retraso sedebe a que no encontraba el catalejo. He miradoen todos los lugares posibles, pero no ha habidomanera de dar con él. Sin embargo, he aquí miconsuelo -dijo antes de apurar un admirablejerez.

Stephen sintió que se le helaba el corazón.Había cogido el catalejo sin su permiso, y,llevándolo colgado del cuello como hacían losmarineros, o al menos de un modo muy similar,había trepado a la cofa. Además, conmocionadopor las noticias de Peter, lo había dejado allíarriba, encima de un fardo perfecto de lona. Parasalvar la culpa que sentía, dijo:

–A menudo oíamos a los demás llamar a sushijas Fe, Esperanza, Caridad e, incluso,Prudencia, pero nunca Justicia, Fortaleza oTemplanza, ni siquiera Puntualidad, aunque estoyconvencido de que tendría su encanto. – Sesirvió la sopa y fluyó la conversación. Nadie dijo

nada particularmente ingenioso, profundo omemorable por su estupidez, pero fue aquéllauna charla agradable, amistosa, acompañadapor una comida aceptable y por un más queaceptable vino.

* * *Cuando hubieron brindado a la salud del rey,

Stephen se disculpó porque «había olvidado algoimportante», dijo al presidente de la mesa,evitando la mirada de Jacob. Y así era, aunquetambién había pasado por alto la dificultad, paraquienes no tienen en común gran cosa con laagilidad del primate, de trepar vestido concalzones ceñidos, zapatos de hebilla y unaexcelente de largos faldones. Con las prisas, nodejó de resbalar una y otra vez, dado que elbarco, casi encalmado a sotavento de unpromontorio, más que balancearse se revolcabade un modo nada propio en él, con escasaelegancia. A veces quedaba colgando de ambasmanos, y pataleaba hasta tocar pie en losmarchapiés; otras, colgaba de una sola mano.Así fue, en semejante tesitura, confusas lasideas, cuando Bonden trepó a toda prisa por los

obenques, le aferró con mano de hierro, le dio lavuelta hacia el mar y, después de oír su jadeantepetición, lo encaramó a la cofa, donde de pasopudo devolverle el zapato de hebilla que se habíaprecipitado a cubierta. No formuló preguntaalguna, no le dio ningún consejo; sin embargo, síobservó pensativo el catalejo del comodoro,porque, después de todo, era el timonel de JackAubrey.

–Barret Bonden -dijo Stephen cuando huborecuperado el aliento-. No podría estarte másagradecido. Estoy profundamente agradecido,palabra. Pero no es necesario que menciones lodel catalejo al comodoro. Estoy a punto dellevárselo y le daré de paso las explicaciones deri…

–¡Vaya! – exclamó el comodoro, cuya fuerteconstitución asomó por la plataforma de la cofa-,pero si ahí está mi catalejo. Lo había buscadopor todas partes.

–Lo siento mucho, créeme si te digo que nopretendía causarte ninguna molestia. Gracias,Bonden, por tu puntual ayuda. Ten la amabilidadde decirle al doctor Jacob que puede que llegue

unos minutos tarde a nuestra cita. – CuandoBonden hubo desaparecido, Stephen continuó-:Ese excelente tipo me echó una mano cuando deveras la necesitaba, porque, verás, estoscalzones y los zapatos son un auténtico engorro.Lo cierto es… -Titubeó unos instantes-. Lo ciertoes -continuó más convencido- que había algo entierra que me interesaba mucho ver. No podíaestar seguro de lo que veía sin tenerlo máscerca, de modo que al ver tu catalejo en el lugarhabitual, y por no estar tú presente, me tomé loque podríamos considerar como ladesautorizada libertad de cogerlo y trepar a lacofa tan rápido como me lo permitió micapacidad. Palabra de honor que valió la pena elviaje. Y, aunque me esté mal decirlo, tambiénvalió la pena tomarse tamaña libertad.

Durante toda la explicación (a la que dedicóun tiempo considerable, porque la falta deconfianza en sí mismo redujo bastante lacapacidad expresiva, por lo general fluida, de

Maturin, hasta trabar su lengua con frecuentespausas), Jack había estado examinando suprecioso catalejo, una de las acromáticas obrasmaestras de Dollond, con cierta desconfianza enla mirada.

–Bueno, me alegra saber que viste lo quequerías -dijo al no apreciar un solo rasguño-. Unáguila dálmata bicéfala, sin duda.

–¿Ves ese humo de allí, en el promontorio, unpoco a la izquierda?

–Sí. Parece como si hubieran quemado laaulaga, aunque la primavera se me antoja unmomento poco propicio para hacer tal cosa.Cabo San Giorgio, creo. ¿Te has percatado dela dificultad que tienen los extranjeros paraescribir correctamente los nombres ingleses?

–Pobres desgraciados, aunque espero queéste, aunque distorsionado, sea un buen augurio.Más allá de esa nube de humo se encuentra elpueblo de Sopopeia, con sus manantiales desiderita; y en una profunda y resguardada cala,pongamos que a un estadio de distancia al sur,podríamos encontrar el astillero de SimónMacchabe, sórdido despojo, aunque empeñado

en la construcción de una cañonera hasta quesus carpinteros, a quienes no se pagaba,depusieron las herramientas. Creo queprendieron fuego al astillero hace unas horas, yeste humo, que no es lo que era la primera vezque lo vi, se alza de los restos calcinados.

No estaba muy seguro de cómo se tomaríaJack esa forma de hacer la guerra. El barcodobló el cabo, para abrirse a la cala deMacchabe, cuyas desdichadas ruinas negruzcasencaró Jack con el catalejo; las inspeccionó conmucha atención, antes de cerrarlo con unchasquido.

–Whewell vio un astillero recién incendiado enla costa de Curzola. No figuraba en nuestra lista,aunque ése de ahí sí, y a estas alturas debería dehaberle echado un vistazo, ya fuera pormediación de la Ringle, o de los botes.

–Teniendo en cuenta el cariz de la situación,hubieras prendido fuego a la cañonera a medioconstruir. Incluso de haber dispuesto de tiemposuficiente, y no es así como sabesperfectamente, no hubiera valido la pena haceruna presa tan despreciable. Jack, tengo que

decirte, y que quede entre nosotros, quedisponemos de algunos aliados en tierra, unosaliados curiosos, lo admito, que son quienes seencargan de este tipo de operaciones. Espero yconfío que veas arder en la distancia a más de unastillero antes de que arribemos a Durazzo. Soyconsciente de que este tipo de guerra no casacon tu estilo, querido. No tiene nada de glorioso.Pero, como puedes apreciar, resulta efectivo.

–No me tengas por un sanguinario, Stephen,por uno de esos espadachines bravuconescapaces de arriesgar la vida cada dos por trescon tal de vencer. Créeme si te digo que prefierover arder hasta el sollado un navío de primeraclase, a sufrir la pérdida o mutilación de un pajede mi barco. – Se inclinó sobre el pasamanos ydio órdenes para alejar la fragata de la costa-.Vamos abajo a incluir tus datos en la lista deChristy-Pallière -propuso-. Te ruego quedesabroches los botones de las rodillas, quedejes la casaca en ese fardo para que elmuchacho la baje después, y que desciendas porla boca de lobo. Yo guiaré tus pasos.

La lista se había visto muy enriquecida

gracias a la información aportada por Jacob yStephen, y con el viento entablado un tanto alsudoeste que refrescaba a viento de juanetescostearon a gran velocidad. No pasó una solanoche sin que avistaran un incendio, grande opequeño, a babor. Stephen observó que Jack yel piloto atinaron más de lo habitual con lamedición de las distancias, y que siempre que elbarco se encontraba frente a un astillero, JackAubrey subía a la cofa y Reade se encaramaba alo más alto de la arboladura de la goleta,observando las ruinas con ceñuda satisfacción.También se percató de que la cámara deoficiales adolecía de cierta inquietud y tensión.Eran conscientes de que el espionaje tenía quever con lo que sucedía, y no era algo de lo quepudieran hablar abiertamente. Somers, sinembargo, pescador de corazón, dijo de un cascoenvuelto en llamas que correspondía a unacorbeta a medio terminar, y que aquello eracomo comprar salmón en la pescadería, en lugarde pescarlo como hacía un cristiano.

No obstante se respiraba cierta satisfacción;satisfacción que alcanzó su cénit frente a

Durazzo, cuando encontraron los siete astilleros(incluidos los situados en los suburbios)envueltos en llamas que iluminaban el cielo,incendios en los que ardían como antorchas lospalos y vergas de una pequeña fragata y doscorbetas.

–En fin, puede que no tenga nada deglorioso, Stephen -dijo Jack-, pero por Dios quetus aliados han limpiado la costa comoauténticos expertos. Aunque hemos perdido unamodesta fortuna en dinero del botín, lo cierto esque nos han ahorrado mucho tiempo. Despuésde todo, quizá deba considerar con otro prisma atu san Jorge y sus augurios.

CAPÍTULO 6La escuadra dejó atrás Durazzo, con los

incendios por la aleta de babor, navegando poraguas tranquilas y con un favorable viento dejuanetes. Sin embargo, al cabo de dos días,poco después de dar las siete campanadas dela segunda guardia del cuartillo, el templadoviento del norte que los había llevado tan lejoslanzó un último suspiro y flaqueó. Quienesconocían bien esas aguas, dijeron:

–Quedamos a merced de un buen levante,compañero.

Jack observó el cielo. Sus oficiales, elcontramaestre y los marineros más veteranosobservaron a Jack, y nadie se sorprendiócuando, justo antes de que llegara el momentode pitar a la dotación para descolgar los coyes,el comodoro dio una voz a cubierta para colocarlos contraestayes, los aparejos de rolin, aferrarlas juanetes y envergar la lona de tormenta, tantolas velas de estay como los foques, además debatiportar los cañones, tan tesos contra loscostados que crujieron los bragueros, así comotodas las piezas excepto el cañón de caza debronce, responsable del cañonazo del alba.

Los marineros cumplieron las órdenes a laperfección, por muy poco que complacieran aquienes dormían bajo cubierta. Trabajaron conbrío, y apenas fue necesario dar voces paraenfatizarlas, en parte porque todos los hombresde la Surprise eran auténticos marineros deprimera, en parte también porque todos los de laguardia de babor querían descansar tras la largajornada, y, finalmente, también porque todos

sabían lo violentos, imprevistos e informales quepodían llegar a ser esos vientos delMediterráneo.

Cuando por fin se oyó el estampido delcañonazo del alba, y el contramaestre pitó elcambio de guardia, la primera ráfaga del levanterecorrió las aguas levantando una tímida nube deespuma que alcanzó a la Surprise por popa,golpe que empujó considerablemente el trinqueteal mar, de tal modo que la embarcación picoteóde pronto como un caballo al saltar un seto ydescubrir que al otro lado el terreno era muchomás bajo de lo que esperaba. Fue un movimientotan inesperado que Stephen y Jacob se vieronzarandeados por una fuerza invisible por toda lacámara de oficiales, junto al tablero debackgammon, con los dados y las piezas.

–Ahí tienes el temible golpetazo del trueno -dijo Stephen.

–No me encuentro en posición decontradecirte, colega, por ser tu subordinado -dijo Jacob-, pero opino que se trata del primerazote del viento de levante. Me parece recordarque Shakespeare lo llamó thunder-stone.

–No me considero una autoridad enShakespeare -dijo Stephen.

–Ni yo. Lo único que sé del caballero es quetenía una segunda mejor cama.[1]

–Sabía que perder al backgammon dosveces seguidas te había contrariado, pero hastaeste punto… -bromeó Stephen mientras recogíanel estropicio-. Me pregunto cómo habránsobrevivido tanto tiempo los juegos competitivos,teniendo en cuenta el resentimiento queprovocan. Incluso a mí me disgusta perder alajedrez.

Jacob, que acababa de recoger el últimodado, estaba a punto de hacer un comentariolacerante cuando entró Somers.

–Bueno, caballeros -dijo éste-, por nada delmundo permitiré que suban a cubierta sin uncapote y una lona engrasada. Estoy empapadocomo un arenque, y debo cambiarme de ropa deinmediato. – Y se dirigió a su cabina.

–¿Llueve? – preguntó Jacob.–No, no. Es debido a los tremendos rociones

que levanta el viento; es como si nos echarancubos enteros de agua.

–Le ruego que me perdone, señor -dijo Killicka Stephen, pues rara vez incluía en susconsideraciones al ayudante de cirujano-. Elseñor Daniel ha dado una voltereta, y Poll creeque podría tratarse otra vez de su clavícula.

Y se trataba de la clavícula, y era un estúpidopor haberse caído a cubierta desde una defensa,y golpearse la cabeza y el hombro con un cañón ysu braguero. Stephen lo levantó, alivió su dolor ehizo que dos fuertes jóvenes de su división, quelo apreciaban pese a ser un recién llegado, lollevaran al coy, donde podría descansar cuanto lepermitiera el balanceo y cabeceo del barco, queno eran menospreciables. Navegaba la fragatacon el viento a dos cuartas del través, muy rápidoy, aparte de por el producido por el agua quelamía sus costados, en relativo silencio. Puestoque era un barco saludable y con poca gente,Daniel tenía hueco en la enfermería. Sinembargo, Stephen no estaba satisfecho con elaparente estado del enjuto muchacho, y menosaún con su confusión y su aspecto en general. Sesentó a su lado hasta que el joven pareciócalmarse, incluso adormilarse, y después ordenó

a Poll darle tanto de beber como pidiera,además de obligarle a tomar sopa con huevobatido en el cambio de guardia, e impedir queningún sabiondo pudiera visitarle armado de losconsejos de rigor acerca de lo que tenía quehaber hecho.

El cirujano volvió a la cámara de oficiales,donde encontró a Jacob observando a Somers yHarding, que jugaban al ajedrez en un tableroapto para el mal tiempo, con agujeros paraintroducir las piezas.

–Trataste a Laennec mucho más que yo, ¿noes cierto? – preguntó a Jacob después dellevárselo a un lado.

–Eso creo. Solíamos hablar largo y tendidoacerca de la auscultación. Leí su primer ensayo ehice algunas sugerencias que tuvo la amabilidadde contemplar en la versión final.

–En tal caso, te ruego que me acompañes aechar un vistazo a nuestro último paciente.

–¿El cocinero escaldado?–No. El señor Daniel, segundo del piloto. El

comodoro lo enroló en Mahón. No me gustacómo suena su pecho, y agradecería una

segunda opinión.Dieron golpecitos y escucharon, y otra vez

dieron golpecitos y volvieron a escuchar,intentando distinguir entre los ecos de los golpesy el trabajo del barco. Ahora navegaba a mayorvelocidad gracias a un viento más intenso, y lavibración del tenso aparejo, transmitida al cascopor los diversos puntos de fijación, llenaba laenfermería de un eco perpetuo, acompañado porlos chirridos o el tableteo de innumerablesmotones.

La segunda opinión no estuvo cargada demayor convicción que la primera, aunque sí tuvomás de corazonada.

–Ese amable joven tuyo se encuentra en unestado lamentable, como bien sabes.Desnutrido, exiguo. No puedo diagnosticardirectamente una tisis incipiente, pero si mañanao pasado se declarase una neumonía lo cierto esque no podría decir que me ha sorprendido. Yesa contusión podría empeorar. Creo que nodisponemos de sanguijuelas.

–Los guardiamarinas las robaron parahacerlas servir de cebo.

Cuando sonaron las cuatro campanadas dela primera guardia, Stephen recordó latradicional cita con el comodoro y las tostadas dequeso fundido. Subió apresuradamente pordiversas escaleras, agarrándose con ambasmanos y reflexionando al subir en que era algoque surgía del chico de forma natural. ¿Quépodría hacer el joven Daniel con el mal tiempo yuna sola mano para aferrarse a las cosas? Diocon la respuesta de inmediato: Podía sentarseen la cabina del piloto y llevar a cabo los cálculosnecesarios para una óptima navegación. Elseñor Woodbine había dicho de él que tener a unayudante tan listo con los cálculos como Newtono Ahasuerus era como maná caído del Cielo.

Llegó temprano por una vez, aunque no másque el aroma del queso tostado y los elegantesplatos de porcelana. Killick le observó a travésde una hendidura de la puerta. Stephen dispusode mucho tiempo para reflexionar acerca delperíodo que mediaba entre la percepción de unaroma agradable y la salivación, y también parallevar a cabo una serie de experimentos,ayudado por su maravilloso, austero y preciso

cronómetro Breguet, antes de que se abriera lapuerta y entrara el comodoro con pie firme pesea lo inestable de la cubierta, salpicando la cabinade agua.

–Ah, aquí estás, Stephen -exclamó sonrojadoy con una mirada encantada en sus brillantesojos azules, tanto que de hecho parecía diezaños más joven-. Lamento haberte hechoesperar, pero jamás había disfrutado tanto comohoy de un viento de levante. Ahora se haentablado mucho teniendo en cuenta el vientoque es, y navegamos con las gavias y mayoresmuy arrizadas, casi a catorce nudos develocidad. ¡Catorce nudos! ¿No querrías subir acubierta y ver las olas que levantamos a proa?

–Con su permiso, señor -dijo Killick en unherido, u ofendido, tono de voz-, pero ya estánlistas las tostadas.

–Entró sobrio como una piedra, serio comouna roca, con las tostadas, el queso y lalamparilla de alcohol que despedía llamitasazuladas, seguido por un Grimble, su ayudante,igual de serio y sobrio. Éste llevaba una jarra deRomanée-Conti-. Y están pidiendo a gritos que

las coman en este mismo instante -dijo Killick,comentario mediante el cual acusaba alcomodoro de haberse retrasado. Finalmente,sirvió el plato de forma ceremoniosa.

Fue aquél un espléndido desayuno,compuesto por media docena de platitosrectangulares colocados unos sobre otros en undiminuto estante metálico, cuyo nivel inferiorposeía un hueco para la lamparilla de alcohol.Era obra de un platero dublinés que no habitabalejos de Stephens Green. No obstante, ambosestaban demasiado hambrientos como paraadmirar su factura hasta que hubieron devoradodos platos, rebañados con la escasa provisiónde pan dálmata que tenían; entonces observaronla pieza con cierta satisfacción y apuraron elexcelente vino, con la copa en alto para que la luzde la lámpara brillara a su través.

–No me gusta alardear de las cualidades delbarco -dijo Jack-, pero toco madera y, si nosufrimos ningún accidente, cometemos error uomisión, cubriremos sin problemas unasdoscientas millas en veinticuatro horas, comohacíamos a veces con los alisios, o incluso

mejor. Si no perdemos ningún palo, y si estebendito levante no se esfuma en un solo día,como hace en ocasiones, el viernes podríamosavistar tu Pantellaria y ese cabo Bon que tan amenudo mencionas. Uno, tres, seis o nueve díases lo que suele durar este viento.

–Lo mismo sucede con la tramontana de mitierra. Pero, Jack, ¿no temes los innombrableshorrores de la costa a sotavento?

–Dios mío, Stephen, ¡mira que eres raro! ¿Nosabes que ya estamos en el Jónico, con caboSanta María lejos, a popa, y sin una costa asotavento en cien millas náuticas?

–¿Qué diferencia hay entre una milla náutica yuna terrestre?

–Oh, no mucha, excepto que la milla náuticaes algo más larga, y mucho, mucho más húmeda,¡ja, ja, ja! Dios mío, qué bromista soy -dijosecándose las lágrimas cuando terminó de reír-.Mucho, mucho más húmeda. Bromas aparte,otros tres días y, si no perdemos el tiempo enMalta, llegaremos a poniente de Pantellaria.

* * *Y llegaron al oeste de Pantellaria antes de

que el viento de levante cayera tras dar mediadocena de tristes aullidos. Ambos cirujanoscontemplaron la costa desde el coronamiento,así como el modesto puerto de pescadores.

–Después de mucho reflexionar -dijo StephenMaturin-, creo que no tiene mucha importanciasaber si los mensajeros han pasado o no, puesen cualquier caso nuestra misión es la misma:disuadir al dey de que transporte aquello que aúnno posee. Y con este viento, el señor Aubrey meha asegurado que nada puede haber partido deArgelia, aunque el dey tenga el tesoro bajo sucustodia, cosa harto improbable. También me haasegurado que es muy difícil que un guairopueda haber sobrevivido a semejante temporal,porque un guairo no es un jabeque. Queprobablemente se habrá refugiado en ese puertode ahí -dijo inclinando la cabeza en dirección aPantellaria-, y, puesto que siempre he sido de losque piensan que es mejor confirmar unaprobabilidad que no hacerlo, te ruego queacompañes al bote que está a punto de echar almar el contramaestre, con la excusa de comprarcuero de caballo, sebo, estropajos y ese tipo de

cosas, y preguntar si se sabe algo de un guairode Durazzo. Tu italiano es mejor que el mío. Ydespués, ricos en conocimientos, podremosseguir adelante y pasar por cabo Bon, que ansíover en esta época del año. ¿Alguna objeción aembarcar en el bote?

–Ninguna en absoluto, querido colega. Nadiepuede afirmar que mi resolución pueda verseafectada por olas de seis pies. Y por cierto, ¿quédiferencia hay entre un guairo y un jabeque?

–Oh, existen tantas diferencias según laregión, que sin un sinfín de detalles técnicos nopodría explicártelo de forma que pudierasentenderlo. Pero, a grandes trazos, te diré que unjabeque es más largo, robusto y mucho másestanco. Querido colega, ahí tienes el bote. Porfavor, recuérdales que no hay un minuto queperder.

No perdieron un minuto, y después de que elseñor Candish comprara el cuero de caballo y,con la ayuda del doctor Jacob, dos pellejos de unfamoso vino local, regresaron. Pero lo hicieroncon las manos vacías en lo referente a lasnoticias del guairo de Durazzo. El capitán del

puerto, que les había vendido el cuero y el vino,no había oído hablar de una embarcación deesas características que recalara o pasara delargo por el puerto, y dudaba mucho de que unbarco tan ligero hubiera sobrevivido al ventarrón.No obstante, dijo, no tenían nada que temer: almenos durante tres días no habría viento deningún tipo, sólo leves brisas del oeste quetraerían la ansiada llovizna. Al final, inclusoañadió que si los caballeros deseaban compañíamientras permanecían fondeados frente a la isla,estaría encantado de enviarles algunas jóvenes.

Su previsión no pudo resultar más acertada.Permanecieron día tras día fondeados frente a laisla, que no siempre podían ver a través de lallovizna. Las gentes de la fragata dedicaron sutiempo a toda clase de tareas; hicieron rabos derata a los cabos, forraron de nuevo las quijadasde la boca de picos y botavaras, y, por supuesto,pescaron por el costado. La llovizna les impidióbailar en el castillo de proa, pero hubo muchavisita a bordo, y Jack y cuantos oficiales cupieronalrededor de la mesa comieron con WilliamReade a bordo de la Ringle. La previsión de

Jacob, sin embargo, no se cumplió. Fue elprimero en admitir que el tórax de Daniel ya nohacía los extraños ruidos que tanto habíanalarmado a ambos. Aunque sí sostuvo queprobablemente la clavícula tardaría en soldarse, yque no era recomendable que llevara a caboactividades físicas como trepar por los palos, almenos de momento.

–No creo que pueda decirte nada que nosepas acerca de los problemas que acarrea unafractura de clavícula -añadió-. Perdóname, porfavor.

–Oh, estoy completamente de acuerdo contodo lo que dices -dijo Stephen-. Cuando losjóvenes recuperan la salud, a menudo esnecesario contenerles; en cuanto Poll, las demásmujeres o sus propios compañeros no puedanhacerle compañía, yo mismo me encargaré de

ello. En una enfermería como la nuestra, tan pococoncurrida, no es raro que se dé el aburrimiento,un aburrimiento que puede crecer hasta alcanzaruna magnitud intolerable.

De hecho, el comodoro, el piloto, los demásoficiales y quienes se alojaban en la camareta deguardiamarinas lo visitaban a menudo paraahuyentar el tedio. No obstante, no había dejadode dolerle el hombro, y después de apagar lasluces, lo cual le impedía leer, le satisfacía muchocontar con la compañía de Stephen. Cuando lacalma chicha de Pantellaria se transformó ensuaves vientos variables, que a menudo trajeronlluvias consigo, Daniel ya había superado sutimidez inicial hacia el doctor, y la Surprisenavegaba rumbo a Argelia, aprovechandocualquier cambio favorable.

Cabo Bon supuso una cruel decepción. Locruzaron antes de que saliera el sol, y cuando porfin asomó el reticente día, lo único que pudoverse fue la distante costa africana desde unaaltura de veinte pies. Todo lo que había porencima era una algodonosa nube gris y, si bienpodían oírse los cantos de las aves migratorias

que viajaban en bandada (el estruendo de lagrulla, el perpetuo cuchicheo del pinzón), nopudieron ver ni una, por mucho que en esa épocadel año cabo Bon fuera un famoso punto departida para las últimas aves migratorias.

–Confío en que haya podido ver las grullas,señor -dijo Daniel cuando Stephen fue a hacerlecompañía aquella noche.

–En fin, al menos he podido oírlas. Unestruendoso chillido por encima de las nubes.¿Alguna vez ha oído usted a una grulla, JohnDaniel?

–Jamás, señor. Pero creo haber oído a lamayoría de las aves de nuestra tierra; sobre todogarzas, señor, y en ocasiones al avetoro. Elseñor Somerville, nuestro coadjutor y maestro,nos las mostraba. Ya media docena de nosotros,la mayoría hijos de granjeros, nos daba unpenique por cada nido que descubríamos… Merefiero a los de según qué aves, señor, a las másparticulares, no a cualquier cuervo o palomatorcaz. Nunca nos permitía tocar los huevos. Eraun buen maestro.

–Hábleme de la escuela.

–Oh, señor, era un edificio antiguo, con unaestancia de techo elevado, tanto que apenaspodían distinguirse bien los travesaños. La regíaun párroco, su hijo e hija, y el señor Somerville, elcoadjutor. La educación que recibíamos no eragran cosa. La preciosa señorita Constanceenseñaba a los pequeños a leer y a escribir ensu habitación, ¡cuánto la queríamos! Una vezadquiridas estas nociones básicas,ascendíamos a la estancia principal, donde seimpartían tres clases a la vez. Los muchachoseran principalmente hijos de granjeros o detenderos de cierta posición. A pesar del ruido,los más espabilados aprendían bastante latín sise quedaban un tiempo, además de historia,historia sagrada y algo de contabilidad. Nunca seme dio bien el latín, lo mío eran las sumas y loque llamábamos medidas. Entonces ya amaba elcálculo, y jamás olvidaré la alegría queexperimenté cuando el señor Somerville meenseñó la utilidad de los logaritmos.

–Es la hora de que el señor Daniel tome susgachas -anunció la señora Skeeping-. Veamos,señor, permítame dárselas con la cuchara. – Lo

levantó hasta incorporarlo en el coy no sólo conuna facilidad fruto de la costumbre, sino tambiénporque Daniel no pesaba mucho, y con una granprofesionalidad y rapidez le dio a comer elcontenido de la escudilla, hasta que la huborebañado por completo.

–Gracias, Poll -le dijo Daniel cuando laenfermera se retiraba, tumbado y jadeando-.Logaritmos -continuó-. Sí, pero eso fue después,cuando mi padre me tuvo que sacar de laescuela, y empecé a llevar la tienda mientras élse dedicaba a catalogar las librerías de loscaballeros o a pasear por los mercados. El señorSomerville me daba clases particulares, y concierto espíritu de desafío copiaba yo sus ensayosmatemáticos con buena letra. Él tenía una letramuy difícil, y hacía muchas, muchas correcciones;la mía es más limpia. Se alojaba en nuestracasa, en la primera planta, como ya creo haberledicho. Sufrimos mucho cuando murió.

–Me temo que debió de suponer una tristepérdida para usted.

–Y así fue, señor. Una pérdida terrible,terrible. – Tras unos segundos de silencio,

añadió-: Y aunque suena muy cruel decir esto, nopudo suceder en peor momento. Las ventashabían caído de forma alarmante, y sin los pocoschelines que nos daba nos vimos sumidos en lapobreza.

Permanecía todo el día sentado en la tienda,pero no entraba nadie. Y leía y leía… Dios mío, loque debí de llegar a leer en aquella desdichadaépoca.

–¿Qué leía usted, en general?–Oh, los libros de matemáticas del señor

Somerville, al menos todo lo que entendía porquela mayor parte de su contenido estaba fuera demi alcance. Aunque gran parte del tiempo lodedicaba a los libros de viajes, una afición queya tenía cuando era niño. Mi padre se habíaprocurado una buena provisión de estascolecciones: Harris, Churchill, Hakluyt y muchosotros. Había aprendido a leer gracias a esospesados libros. Eran preciosos, estaban llenosde maravillas, pero nadie los compraba. Lagente ya no compraba libros, y si aparecíaalguien era para vender, no para comprar. En lostiempos en que la gente compraba, mi padre

había llegado a vender a crédito, a un crédito alargo plazo. Pero por muy largo que fuera, nadiepagaba sus cuentas. Y entonces un ancianocaballero, cuya librería había catalogado mipadre durante largo tiempo y que le debía unafuerte suma de dinero de la que dependíamos,murió. Sus herederos pleitearon por eltestamento y ninguna de las partes satisfizo lacuenta de mi padre; dijeron que el tribunaldecidiría a quién tocaba pagar. En el pueblo sedecía que el juicio duraría años, y que mi padreno tenía un penique. Algunos comerciantesmencionaron la posibilidad de denunciarlo, dadoque también debíamos mucho dinero. Nadiequería exponerse a vender a cuenta, de modoque vivíamos casi en la miseria, vendiendo esto yaquello, haciendo lo que podíamos. Entonces, unlibrero londinense a quien mi padre habíaadquirido algunos excelentes libros dearquitectura y demás para caballeros que no loshabían pagado, se acercó a la tienda, vio cómoestaba la situación y dijo que quería cobrar. Estosucedió al mismo tiempo que llegaban losimpuestos y el alquiler, y aunque uno de los

caballeros nos escribió desde Irlanda paradecirnos que satisfaría la cuenta a mediados demes, nadie lo creyó y nadie quiso prestarnos unahogaza de pan. Saltaba a la vista que mi padreno tardaría en dar con sus huesos en la prisiónde deudores, de modo que me acerqué aHereford, a «la cita», como la llaman, y me enrolévoluntario en la Armada. Me observaron consuspicacia, pero no era fácil conseguirmarineros, de modo que me dieron el dinero(todo en oro), más de lo que necesitábamos paravivir con modestia durante un año después dehaber pagado las deudas, y lo envié a casa pormediación de un correo en el que confiaba.Entonces, llegó el grupo de reclutadosforzosamente y…

–Oh, señor, disculpe -dijo Poll-. El doctorJacob dice que el capitán Hobden ha sufrido unataque, y que vaya usted a echarle un vistazo.

Resultaba obvio que Jacob, médico conexperiencia en tierra, no había servido losuficiente en el mar como para diagnosticar alinstante un coma etílico, estado no muyinfrecuente en oficiales que navegaran a bordo

de las embarcaciones de su majestad, dado queellos, al contrario que los marineros, teníanpermitido subir a bordo cualquier medida dealcohol y licor, según sus preferencias y bolsillos.Además, el doctor Jacob había ejercido sobretodo entre judíos, gente que bebe poco, ytambién entre musulmanes, quienes, al menos enteoría, no beben en absoluto.

A Hobden lo llevaron al coy dos marinerosque, a juzgar por su expresión, lo admiraban y loenvidiaban a partes iguales. Allí quedó tumbadoe inmóvil, respirando lo justo, carente su rostro detoda expresión, aparte de su habitual rictus dedescontento.

–Podemos dejar aquí al paciente -dijoStephen-. Al futuro paciente, mejor dicho, puesincluso existe un término para definir el cuadroque sufrirá dentro de veinticuatro horas, términoque se me escapa.

–Crápula-dijo Jacob-. Condición odiosa, quehe visto rara vez.

Stephen volvió a la cámara, donde encontró aJack dictando una carta al escribiente. El señorCandish, el contador, permanecía sentado al

lado, con una pila de cuentas que debíancomprobar para dar el visto bueno. De todosmodos, casi había llegado el momento de llevar acabo las rondas nocturnas, que se limitaban a unpar de casos de obstinadas gonorreas y a uncaso de retención de orina; sólo cuando las huboatendido, dijo a Jacob:

–Voy a supervisar el último vendaje de Danielcon Poll, si tienes la amabilidad de sentarte juntoal paciente comatoso y anotar pulso, ritmorespiratorio y sensibilidad a la luz.

El vendaje era un ejercicio simple, pero Poll,al pasar la mano por encima del hombro deDaniel, exclamó:

–¡Ya estamos, señor!

–Bien hecho, Poll -dijo Stephen-, ya estamos,así es. Tráigame una lanceta y unas buenas

pinzas, y la sacaremos en un abrir y cerrar deojos. – Poll fue corriendo al dispensario, y volvióal cabo de nada-. Ahí -dijo Stephen a Daniel,mostrándole una astilla del hueso-. Así podráusted recuperarse rápida, limpia eindoloramente. Le felicito, y también la felicito austed, Poll. A ver -continuó mientras Poll sesonrojaba con la cabeza gacha, antes de llevarseel material-, hace un rato me hablaba usted de labelleza y la fascinación de los números. ¿Creeque tiene algo que ver con el placer de lamúsica?

–Quizá sí, señor, pero he escuchado tan pocamúsica que no puedo darle una respuestainformada. Respecto a esta astilla, señor -dijososteniéndola en alto-, puede deberse a que mishuesos son como una mala madera, quebradiza,porque hace años también me quitaron un trozocomo éste. Fue sirviendo en la Rattler, dedieciséis cañones, cuando navegábamos a todavela tras un corsario francés que había salido deLa Rochelle y que había apresado a dosinchimanes en la Bahía. Nuestro barco navegabarumbo a Inglaterra, cargado hasta el tope de la

regala, con toda la lona que pudimos marear, y elpatrón gobernaba el barco, lo gobernaba a él y atodos los marineros que íbamos a bordo, y,aunque teníamos sucios los fondos después depairear durante semanas en el golfo de Benin,ganábamos terreno cuando perdimos elmastelerillo del palo mayor. Yo me encontraba enlo alto, y abajo que me caí. Estuve aturdido y sinatinar durante un buen rato, y cuando recuperé elsentido vi a todos mis compañerosdecepcionados.

Habíamos perdido al francés, por supuesto,pero al parecer la Dolphin lo había atrapado a lamañana siguiente y se lo había llevado aDartmouth. Lo declararon presa de ley deinmediato, y en total, entre el casco, lamercancía, el dinero por corsario y demás,resultó que valía unas ciento veinte mil libras.¡Ciento veinte mil libras, señor! ¿Imagina ustedsemejante cantidad de dinero?

–No sin la mayor de las dificultades.–Puesto que andábamos faltos de gente

debido a las fiebres del golfo, mi parte y mediacomo marinero hubiera ascendido a setecientas

sesenta y ocho libras. Setecientas sesenta yocho. Por suerte, no me lo dijeron hasta que hubesuperado la peor fase de la recuperación, de otromodo creo que me hubiera vuelto loco. Fuecuando me afeitaron la cabeza que apareció laastilla del hueso de la que le he hablado por elcuero cabelludo. Aun así, me obsesioné, meobsesioné totalmente por esa suma. Setecientassesenta y ocho libras. No era un número primoespecialmente atractivo, ni lo que la genteconsideraría una fortuna, pero para mí suponía o,más bien, hubiera supuesto librarme del trabajoduro y, sobre todo, librarme de la continuaansiedad que carcome la vida de las personascorrientes: la pérdida de empleo, el descenso dela clientela, incluso la pérdida de la libertad. A uncinco por ciento me hubiera reportado unosbeneficios de treinta y ocho libras con ochochelines al año, es decir, dos libras condieciocho chelines y once peniques al mes, unmes lunar, al modo de la Armada. Tenga usteden cuenta que un marinero de primera no cobramás que una libra, trece chelines y seispeniques. No, no es lo que podría considerarse

una fortuna, pero me hubiera permitido llevar unavida tranquila en casa, leer y mejorar misconocimientos matemáticos, e incluso pescar devez en cuando, cosa que me gustaba muchohacer. Dios santo, cuando perdimos ese Paraísono pude apartarlo de mi pensamiento y hacerlo aun lado, sólo fui capaz de amontonar esassetecientas sesenta y ocho libras, y los cuartosde penique que podían contener, en el rincón dela locura. Pero, ¿cómo podía estar seguro dequé pertenecía a la locura? Las fiebres seapoderaban de mí a diario. Pero por Dios, señor,temo haber agotado su pacienciacompadeciéndome a mí mismo de esta forma yparloteando así.

–En absoluto, John Daniel. Antes de irme,hábleme de forma sucinta del reparto del botín enla Armada, ¿quiere? He oído hablar en muchasocasiones del asunto, pero por alguna razón nohe podido retener los principios.

–Verá, señor, el capitán obtiene dos octavaspartes del total de la presa; sin embargo, si seencuentra bajo las órdenes de un comandante enjefe, debe entregar al almirante una tercera parte

de lo que reciba. Después vienen los tenientes,el piloto y el capitán de infantería de marina, quese reparten a partes iguales otra octava parte.Luego, los tenientes de infantería de marina, elcirujano, el contador, el contramaestre, elcondestable, el carpintero, los segundos delpiloto y el capellán, que se reparten partesiguales de otra octava parte. El resto se repartela otra mitad del botín, aunque no de igual forma,puesto que los suboficiales se quedan con cuatropartes y media por cabeza, los oficiales de mar,como por ejemplo el cocinero y demás, trespartes; los marineros, tanto los de primera comolos ordinarios, una y media; los hombres de tierraadentro y sirvientes una, y los pajes media partepor cabeza.

–Gracias, señor Daniel. Intentaré recordarlo.Ahora mismo le diré a Poll que le ponga cómodo,y le deseo muy buenas noches.

Cabo Bon había supuesto una decepción,pero Argelia y la bahía de Argelia no lo fueron. Alromper el alba, el comodoro Aubrey envió a unode los muchachos que sus antiguos compañerosde tripulación le habían confiado (un niño

paticorto y bracilargo, muy similar a un mono) adespertar a Maturin, y a pedirle que subiera deinmediato, en camisón o como quisiera, pero deinmediato.

–Dios, cuánta luz -protestó, subiendo comopudo la escalera que daba al alcázar, con losojos entornados para protegerlos de la claridad.Jack le tendió la mano al poner un pie en elúltimo peldaño.

–¡Mira, mira!–¿Hacia dónde?–¡Por la aleta de estribor, a un cable de

distancia por la aleta de estribor!Con fuerza, le obligó a girar sobre sí mismo,

mientras el viento hacía ondear el camisón, y allívio una gran bandada de garcetas, blancas comola nieve, tan cerca que incluso pudo distinguir suspatas amarillas; un poco más allá de ellas habíaotra bandada más numerosa, y todas ellasvolaban al norte con una tremenda concentración.Stephen supuso que se dirigían a cualquierpantano de las Baleares. Y con el primer grupovolaba una brillante ibis, especialmente llamativabajo aquella luz por su pelaje negro y por las aves

que la acompañaban, que lanzabacontinuamente una expresión de descontento,entre el graznido y el graznido propio de un pato.De vez en cuando, atravesaba la formación delas aves que volaban en cabeza con un chillidomás audible.

Stephen tuvo la impresión de que la zancudase sentía muy indignada por la conducta de lasgarcetas. Claro que una migración tan tardía,bien entrado el mes de mayo, era inusual, pocorecomendable e iba en contra de la costumbreestablecida. Sin embargo, las preciosas avesníveas no le hacían el menor caso, y aquellaextraña las dejó con un chirrido final y se lanzó lomás rápido que pudo hasta un grupo que volabamás lejos, compuesto por aves que, quizás,atenderían sus consejos.

Stephen no tuvo oportunidad de ver eldesenlace, puesto que Jack le llevó a la amurade estribor (el barco navegaba con las gavias yla vela de estay de trinquete), desde dondepudieron observar un extenso mar azul y unconvoy numeroso compuesto por mercantes.Quizás había un centenar de barcos ingleses,

holandeses, escandinavos y norteamericanosreunidos en Trípoli, Túnez y más al este, con doscorbetas y el bergantín que Jack habíadespachado a protegerlos navegando abarlovento, mientras que, aún más lejos, unobservador experto hubiera podido distinguir alos corsarios de bajo bordo que aguardaban suoportunidad.

–He ahí una fina estampa de cómo funcionael negocio, ¿no crees? – dijo Jack-. Prodigioso.Pero acompáñame al costado opuesto y podrásver otro espectáculo. – Apartó la vela de estay yguió a Stephen hasta la serviola de babor, dondeambos observaron una extensión de mar si cabemás azul que la anterior, extensión que besabalas costas africanas. La Surprise había recorridotoda la bahía y, a esas alturas, el sol cubría ya lasmontañas que se alzaban sobre la ciudad, para,al cabo de poco, caer sobre los espléndidosedificios que se encontraban situados en laelevada y simétricamente redondeada colina, lacolina perfecta sobre la cual se había construidola ciudad.

–Ahí tienes la kasbah, donde está el palacio

del dey -dijo Jack.Minuto a minuto cayeron los brillantes rayos,

iluminando innumerables casas de tejado blanco,construidas muy cerca unas de otras. Altosminaretes, desordenadas callejuelas, apenasuna sola calle, algunos solares que,probablemente, harían las veces de espaciosasplazas si uno pudiera verlos desde cierta altura…E hilera tras hilera las casas que descendíanmás y más hacia la prodigiosa e imponentemuralla de piedra, al puerto, al amplio muelle y alpuerto interior.

–Es impresionante. Destila una extrañabelleza -dijo Stephen-. No veo el momento deconocerlo mejor.

–Sí -admitió Jack-. Y cuando estemos máscerca tendré que pedir al doctor Jacob quedesembarque para preguntar al cónsul británicosi, estando al mando de un barco de sumajestad, tengo que saludar al castillo y si estesaludo será devuelto. Si la respuesta esafirmativa, de lo cual estoy prácticamente seguro,espero que no tarde en arreglarlo todo para quepuedas ver al dey tan pronto como sea posible.

–Si no te importa, querido, prefiero ir yomismo, acompañado por el doctor Jacob, quesin duda me indicará el camino. Tengo una cartaque debo entregar en persona al cónsul. ¿Medejarás subir a bordo de la Ringle paradesembarcar con mayor majestuosidad?

–Por supuesto que sí. Aunque en tal casoquizá debas esperar al terral nocturno para lavuelta. Casi siempre la bahía de Argelia es unacosta a sotavento.

A pesar de las palabras de Jack, fue lamajestuosa Ringle la que los llevó a puerto;después de todo, sería el chinchorro de la goletael que bogaría hacia la Surprise tan pronto comofuera posible con la respuesta del cónsulreferente al saludo, mientras la Ringle aguardaríaen el muelle a Stephen y a un viento favorable.

Lucía espléndida al entrar en puerto, arrimarel costado al muelle y fondear allí, despertando laadmiración de todos los presentes. Sin embargo,ahí terminó la majestuosidad de la misión. Eldoctor Maturin había eludido la vigilancia deKillick, quien había supuesto que ambosdoctores habían transbordado sólo para visitar a

sus amigos, y que no habían reparado en laajada casaca negra, en los calzonesdesabrochados a la altura de la rodilla, o en elarrugado pañuelo que llevaban alrededor delcuello, manchado de sangre después de unreciente afeitado. Además, aquella mañanaestaba marcada para Killick con el signo de laindiferencia. En virtud de su posición dedespensero del capitán, había propinado unempujón a Billy Green, segundo del armero, alpasar por el portalón, empujón que Green habíadevuelto con tal fuerza que Killick se precipitó porentre las defensas del través a la cubiertainferior, hasta caer sobre dos marineros quetrabajaban allí y desparramar sus herramientas.Cuando Killick reprendió a Green, ésterespondió: «Tú y tu jodido cuerno de unicornio»,la emprendieron contra él a empellones ypuñetazos; hubo uno que incluso lo amenazó conuna cabilla, llamándole «abyecto reptil» yordenándole callar la boca y dejar de provocar aldesafortunado a la par que desdichado hijo deuna puta rancia. Por suerte, el oficial de guardiano tardó en poner punto final a tan desagradable

situación, pero Killick comprendió que el sentirde todos los presentes seguía estando en sucontra.

Se sentía apenado y enfadado; y más sehubiera apenado y enfadado de haber visto aldoctor Maturin caminar por el muelle con Jacob yuno de los pajes de la Ringle,, calzado con unoszapatos cómodos pero maltrechos, y que apenastenían tacones; zapatos que Killick le habíaquitado y escondido, aunque por lo visto no muybien. Tenía una facha que daba pena, torcida lapeluca y las lentes azules en la punta de la nariz.Para mayor escarnio, su acompañante no vestíamucho mejor. El doctor Jacob llevaba puesta unaropa vieja, confeccionada en el este o el oestedel Mediterráneo: caftán gris con botonesforrados en telas multicolores, casquete gris,babuchas grises.

–Es una muralla impresionante -dijo Stephen.–Cuarenta pies de altura-dijo Jacob-. La medí

en dos ocasiones, hace mucho, con un hilo.Entraron en la ciudad a través de una puerta

fortificada y, para sorpresa de Stephen, no huboformalidades: los guardias turcos les observaron

con curiosidad, pero al dirigirse Jacob a ellosafirmando escueto que venían del barco inglés,se limitaron a inclinar la cabeza y a hacerse a unlado. Tras algunas callejuelas angostas ydespués de una placita con un almendro, el pajede la Ringle exclamó:

–¡Oh, señor, señor! ¡Mire, un camello!–Sí, así es -dijo Jacob-. Es un camello

hembra. – Y les hizo rodear a la extraña criaturapara tomar otro laberinto de callejuelas que dabaa una plaza mayor que la anterior. Era unmercado de esclavos, señaló flemático, aunqueno habría ni mercaderes ni mercancías hastaúltima hora del día. El muchacho tenía que fijarseen el camino que tomaban, puesto que despuéstendría que volver solo.

–Sí, señor -dijo. Y al mismo tiempo, pese alreciente comentario de Jacob, vieron a unanciano cansado que arrastraba lentamente suscadenas por el mercado en dirección a la fuente,visión que sorprendió al muchacho, quien loobservó con toda su atención y que inclusocaminó de espaldas para verlo durante mástiempo, de modo que Stephen decidió pedir al

cónsul que uno de sus sirvientes acompañara aljoven de vuelta al muelle. Otro amplio rectángulo,y Jacob señaló la casa donde había vivido.

–La compartí con una amiga, hija del últimodescendiente de una antiquísima familia dehunos. Por desgracia, no estuvimos a la altura denuestras mutuas expectativas. En la esquina dela izquierda hay un café a la sombra, dondeharíamos bien en tomar una taza, porque la etapaque nos espera a continuación consiste en unascenso de unos quinientos peldaños, casi hastael mismísimo palacio. ¿Quieres que entremos?

Entraron y, después de los educadossaludos, Jacob y Stephen se acomodaron enunos cojines de cuero junto a una mesa de nuevepulgadas de altura, cerca de la entrada delnegocio (donde también se vendía hachís ytabaco), mientras el muchacho, encandilado,tomaba asiento en el suelo.

–¿Quizás el joven prefiera un sorbete? –sugirió Jacob.

–Oh, sí, señor, si es tan amable -dijo elmuchacho, que lo apuró con deleite mientrasobservaba la caravana de camellos que cruzó

con parsimonia por delante, cargados condátiles, cestos flexibles llenos de dátiles ycubiertos por hojas de palmera.

Circulaba la gente en mayor número. Lamayoría eran árabes, pero había muchos negrosafricanos, y algunos que Jacob señaló comojudíos de diversos tipos, griegos y libaneses.Entonces, tras beber la segunda taza de café yotra escudilla de sorbete, rechazaron el narguileque les ofrecían y emprendieron el ascenso; enabsoluto encontraron atestado el camino.

–¿Es hoy día sagrado para los musulmanes,un día festivo, para que haya tanta gente en suscasas? – preguntó Stephen-. Imaginaba Argeliacomo una ciudad bulliciosa y muy poblada.

–Y así es, por lo general -respondió Jacob-.Creo que todo aquel con oportunidad de hacerlose ha desplazado al campo o a las poblacionescercanas. He oído a los hombres que sesentaban a nuestro lado dar por sentada laprobabilidad de un bombardeo inglés, y el hechode encontrar vacío el mercado supone unanovedad para mí, ni siquiera se ve así en tiemposde epidemias. – Ya jadeaba al decir esto, y unos

peldaños más arriba señaló un hueco y dijo-:Aquí solía sentarme cuando me dirigía a palacio.

Descansaron en un banco de piedra, gastadopor el peso de innumerables posaderas.

–¡Oh, señor! – exclamó el muchacho-. ¿Havisto esas aves gigantescas?

–Sí -dijo Stephen-. Se trata de buitres,Fulvous común… -Calló, pues no deseabadecepcionarlo, y añadió-: Tienen una espléndidamanera de volar. ¡Mira cómo giran!

–He visto un buitre -dijo el muchacho, más omenos para sí, henchido de satisfacción.

Otros doscientos peldaños más, y Jacob sevolvió a la derecha.

–Ahí está el consulado -dijo señalando unacasa elegante con un jardín lleno de palmeras-.¿Prefieres recuperar el aliento antes de queentremos?

Stephen palpó el bolsillo de la casaca paraasegurarse de que llevaba la carta ministerial, yescuchó un crujido que le alivió.

–Ni hablar. No perdamos un minuto.Muchacho, tú espéranos aquí, sentado a lasombra de una palmera.

Jacob y él entraron en el edificio por unapuerta lateral que obviamente estaba destinadaa los asuntos oficiales, y encontraron a un jovensentado con los pies sobre el escritorio.

–¿Quiénes diantre son ustedes? – preguntó-.¿Y qué es lo que quieren? Súbditos británicos enapuros, supongo.

–Me llamo Maturin, doctor Stephen Maturin,cirujano de la Surprise, fragata de su majestad, ydeseo ver al cónsul, a quien he traído una carta yun mensaje verbal.

–No pueden ver al cónsul. Está enfermo.Deme la carta y confíeme ese mensaje -dijo eljoven, sin quitar los pies de encima del escritorio.

–La carta es del Ministerio y tan sólo puedoentregarla personalmente al cónsul. El mensajees de un carácter igualmente privado. Si deseapuede entregarle mi tarjeta, para que decida porsí mismo si quiere recibirme o no. – Sacó unatarjeta, escribió unas palabras en el dorso y ladejó encima del escritorio. El rostro del jovenmudó de color.

–Hablaré con su señora esposa.–Doctor Maturin -exclamó ésta, que entró

corriendo; era una mujer atractiva de unos treintay cinco años-. No me recordará, pero nosconocimos en Sierra Leona, cuando Petertrabajaba bajo las órdenes del desdichadogobernador Wood. Comimos en extremosopuestos de la mesa, por supuesto que lerecibirá, aunque espero que no le importevisitarlo en el dormitorio, puesto que guardacama. Es esa ciática que tanto le hace sufrir… -Sus ojos se llenaron de lágrimas.

–Querida lady Clifford, la recuerdoperfectamente. Llevaba usted un vestido grisperla, que, como observó la señora Wood, lesentaba perfectamente. ¿Me permite presentarlea mi colega el doctor Jacob? Tiene másexperiencia que yo en el terreno de la ciática ydolencias similares, y es posible que se hayaencontrado con algún caso parecido.

–¿Cómo está usted, señor? – preguntó ladyClifford, que acto seguido los condujo escalerasarriba a un dormitorio que estaba patas arriba.

–Doctor Maturin, debe usted disculparme porrecibirle en este estado -dijo el cónsul-, pero nome atrevo a levantarme. Acaba de remitir el

dolor, y temo despertarlo… -Dedicó a Jacob unamirada cortés, pero inquisitiva. Stephen explicóel motivo de su presencia, y la total confianza queel Ministerio tenía depositada en él. Entonces letendió la carta que llevaba. Sir Peter sonrió conamabilidad a Jacob.

–Discúlpeme -le dijo. Ya Stephen, al tiempoque rompía el lacre-: Sí -dijo, haciendo a un ladola carta-, está todo muy claro. Pero, queridoseñor, creo que va a encontrarse usted con unasituación totalmente nueva. ¿Han tenido noticiasde Argelia desde primeros de abril?

Stephen hizo memoria y, después depensarlo unos instantes, respondió:

–No, me temo que no. Entre Durazzo y estepuerto sólo hemos recalado en Pantellaria,donde nadie pudo decirnos nada, ni bueno nimalo, sólo que ningún guairo había pasado orecalado ahí, y que ningún guairo hubiera podidosobrevivir al fuerte viento que nos alcanzó.Tampoco hablamos con ningún barco, aunque elcomodoro Aubrey quizás esté haciéndolo ahoracon alguno de los capitanes que despachó aproteger el comercio oriental… Y, señor, antes

de proseguir, querría cumplir con una parte demis deberes. El comodoro me pidió que lepreguntara si el castillo responderá a la salva desaludo, en caso de entrar a puerto con una partede su escuadra.

–Dios mío, pues claro. Sin duda alguna,después del modo en que ha estado haciendo eldiablillo en el Adriático.

–Entonces, le ruego que me preste unsirviente para mostrarle el camino de vuelta almuelle al paje del barco que nos haacompañado. El muchacho tiene quecomunicárselo al comodoro, pero ésta es laprimera vez que ha salido de Stow-on-the-Wold yencuentra maravillas a cada paso que da, por loque temo que pueda perderse.

–Claro que sí. Enviaré a uno de mis guardias,un discreto turco de barba gris -dijo el cónsul.Hizo sonar la campana, y al acudir el guardia leconfío la escolta del muchacho al muelle junto auna nota que decía «El saludo será respondido»,que Stephen escribió en una cuartilla.

–¡Oh, santo Dios! – dijo el cónsul al tiempoque recostaba con sumo cuidado la espalda en

las almohadas-, hemos oído tales historias aquíde los franceses que se unieron a ustedes, de losfranceses hundidos de los argelinos vapuleadosy astilleros que ardían por doquier pasto de lasllamas… Los únicos corsarios en el mar son losque vienen del muy lejano oriente, pues todos losnuestros están encerrados en el puerto interior.Pero volvamos al asunto que nos concierne. Sino han tenido noticias recientes de esta zona, esimposible que sepan que la situación hacambiado por completo y que mi influencia con eldey ya no es tal. Fue estrangulado por losjenízaros, y algunos días después eligieron alactual Agha, Omar Bajá, como nuevo dey.Apenas lo conozco. Su madre era turca y hablaturco y árabe con igual fluidez, y también un pocode griego; no sabe leer ni escribir en ninguno deestos tres idiomas, pero tiene la reputación deser hombre de carácter muy fuerte e inteligente,claro que de otro modo no lo hubieran elegido.

–Lo que usted nos cuenta resulta de lo másinquietante. ¿Tiene noticias del avance aliado?

–Tengo entendido que los rusos y losaustríacos siguen avanzando con mucha lentitud,

y que todavía se ven separados por grandesextensiones montañosas, ríos y ciénagas,además de por la mutua desconfianza que seprofesan.

–¿Cree usted, señor, que podría arreglarsecon prontitud una reunión con el nuevo dey?¿Mañana, quizá?

–Me temo que no. Ni mañana ni en un futuroinmediato. El dey ha salido a cazar el león delAtlas, su empresa favorita; y el visir, si no loacompaña (puesto que la persecución del leónno es de su gusto), debe de encontrarse en eloasis más cercano.

–Cónsul -dijo Stephen tras una pausa queaprovechó para considerar el asunto-, ¿le pareceprudente para un usurpador ir a buscar leones alas pocas semanas de hacerse con el poder, ydejar la capital en manos de los enemigos yrivales que se habrá granjeado tras lausurpación?

–Me parece inverosímil, absurdo incluso; peroOmar es un caso aparte. Lo criaron los jenízaros,a quienes conoce a fondo, y aunque es iletradosirvió con éxito como cabecilla de lo que podríallamarse el antiguo servicio de inteligencia deAgha. Opino que ha viajado al Atlas paradescubrir quién de entre los jenízaros estádispuesto a formar partidos en su ausencia.Tiene informadores en todas partes, y estoyconvencido de que en cuanto lo crea oportunovolverá silenciosamente, reunirá a un cuerpocompuesto por personas afines a su causa ydecapitará una veintena de ambiciosas cabezas.

Jacob no había tomado parte en laconversación excepto para asentir y sonreír, conlo cual daba muestras de que prestaba atencióna lo que allí se decía. Sin embargo, al oír estasúltimas palabras, pronunció un muy enfático:

–Sí, por supuesto.

–¿Puede usted decirme, señor, cuántainfluencia posee el visir? – preguntó Stephen.

–Mi impresión es que posee una graninfluencia. Era el equivalente al actual jefe deEstado Mayor del dey, y su principal partidario,un hombre culto y muy inteligente con contactosen las altas esferas de Constantinopla. Comosabrán ustedes, los deys tan sólo han mostradode un tiempo a esta parte una lealtad nominal ala Sublime Puerta, pero los títulos del sultán,órdenes y condecoraciones poseen un valor realaquí, sobre todo para personas como Omar.Aparte de todo, Hashin está relacionado con losjefes de los estados musulmanes de África yLevante. Puedo añadir que, además, habla confluidez el francés.

–En tal caso -dijo Stephen-, creo que eldoctor Jacob y yo tendríamos que dirigirnos alAtlas sin la menor dilación, sino directamente aldey…

–Acercarse al dey en persona sin contar conuna posición oficial o una relación anterior va encontra de las normas de la etiqueta. ¿Mepermiten aconsejarles visitar antes al visir?

–De acuerdo, iremos a ver al visir, para hacerlo que podamos con tal de impedir el transportedel dinero, transporte que podría resultar fatídicopara nuestra causa. ¿Lo cree ustedincorruptible?

–No podría afirmarlo, aunque tampoco lonegaría. Pero en estos lares, como sabe muybien, rara vez se rechaza un obsequio. Le hevisto con un aguamarina en el turbante. Oh, oh…-El cónsul se inclinó hacia delante, contraída laexpresión por el dolor. Ambos lo tumbaron decostado, le quitaron la ropa, palparon yencontraron la raíz del espasmo. El doctor estabaa punto de abrir la puerta cuando apareció ladyClifford, visiblemente inquieta. Jacob le preguntócómo ir a la cocina, preparó un emplastocaliente, muy caliente, lo aplicó y se dirigióapresuradamente a la ciudad, de donde regresócon un vial de tintura tebaica.

–Tintura tebaica -murmuró a Stephen, queasintió antes de pedir una cuchara. Levantó unpoco la cabeza del pobre cónsul, y administró ladosis para después recostarlo con suavidad enla almohada.

–Gracias, gracias, caballeros -dijo al cabo depoco el cónsul-. Ya me siento mejor… Oh, Señor,¡qué alivio! Querida Isabel, no recuerdo unacceso de dolor tan breve, ¿qué te parece sitomamos todos un té… o café, si es que estoscaballeros lo prefieren?

Mientras tomaban el té, oyeron el sonido deuna serie de salvas perfecta y regular:efectuadas por los cañones largos de la Surprisedesde la bahía: veintiuna en total. Era elcomodoro Aubrey, que saludaba al castillo.Apenas había desaparecido el eco de losveintiún primeros cañonazos entre las torres, lasmurallas y las baterías de Argelia, cuando todaslas fortificaciones encaradas al mar estallaron enun enorme, enorme estruendo a modo derespuesta, una serie de salvas se fundió con lasiguiente, y la prodigiosa nube del humo de lapólvora empezó a caer a sotavento sobre elagua.

–¡Cielos! – exclamó lady Clifford al apartarlas manos de las orejas-. Jamás había oído nadaparecido.

–Ha sido cosa del nuevo Agha, empeñado en

mostrar su celo. Si hubiera dejado una sola piezasin disparar, el dey hubiera ordenado empalarlo.

–¿Cuántos cañones cree usted que habrántomado parte? – preguntó Stephen.

–Entre ochocientos y un millar -respondió elcónsul-. Hice que los contaran hace un tiempo,pero mi hombre fue detenido antes de llegar a labatería de la Media Luna, lo cual fue una suertepara él, puesto que tienen atados a leones yleopardos que sólo los artilleros saben cómotratar. Su cuenta había alcanzado las ochocientascuarenta piezas, creo recordar. Puedo hacerleuna copia de la lista que elaboró, si le interesa austed.

–Gracias, señor. Es usted muy amable, peroprefiero no correr el riesgo de que me encuentrensemejante documento encima, hecho que sinduda sería seguido de un festín para leones yleopardos, que quizás estaría precedido de uncruel empalamiento. En un viaje como el quecontemplamos, conviene sobre todo ver a losleones en su ambiente. Si no está usted muycansado, señor, después de ese cruel acceso delo que parecía ciática, pero que podría resultar

ser otra cosa que no llamaré benigna, aunque síal menos tacharía de transitoria y poco maligna,si no está usted muy cansado, decía, mepregunto si podríamos hablar de destinos,medios, mulas e, incluso, y que Dios nos proteja,camellos, guardias, pertrechos y cualquier otracosa que pueda usted considerar útil paranosotros en virtud de su experiencia.

–No me siento cansado, gracias, después deese maravilloso bebedizo, por no mencionar lacataplasma, cuya calidez me resultareconfortante y, sobre todo, por sustranquilizadoras palabras. Sin embargo, no creohaberle oído mencionar a un intérprete.

–No. El doctor Jacob habla árabe y turcodesde que era niño.

–Oh, excelente -dijo el cónsul, que dedicó aJacob una inclinación de cabeza-. Mucho mejor.Respecto a los medios, no se preocupen,pueden recurrir al consulado para disponer de unmillar de libras, siempre y cuando considerenseguro viajar con tanto oro. En lo que respecta allugar de destino, y por supuesto al imprescindibleguía, tendremos que recurrir al mapa. Caballos,

mulas para la carga y, para según qué terrenos,supongo que camellos. Podremos alquilar todoello sin mayores problemas, para lo cual hablarécon el mozo de confianza. Quizá los guardias nosean absolutamente necesarios, puesto que eldey y su escolta han transitado hace poco la ruta,pero lamentaría sobremanera verles marchar sinprotección.

–¿Me permite recomendar a los turcos? –preguntó Jacob, al pronunciarse casi por primeravez-. Quizá no destaquen como regentes, perotengo al turco normal por un tipo excelente. Amenudo he viajado con ellos en el Levante.

–Estoy de acuerdo con usted, señor -dijo elcónsul-. La experiencia me ha demostrado que elturco es hombre de palabra. La mayoría de misguardias son turcos. Y ahora que lo pienso, unode los nuestros conoce la zona del Atlas como lapalma de la mano. Cuando no prepara aquíinformes, archivos y la correspondencia, sale acazar el jabalí y diversos animales más. Y estámuy familiarizado con los alrededores de Shatt elKhadna, adonde tengo entendido que pretendedirigirse el dey.

–¿Se refiere usted al joven que nos harecibido hoy?

–Santo Dios, no. El caballero en cuestión fuesecretario del consulado. Lamento que hayantenido que conocer a ese joven: la mayoría de losfuncionarios argelinos se han ausentado de laciudad, acompañados por sus familias, y no hetenido más remedio que sentarlo al escritorio. Esel hijo de un íntimo amigo mío, ya difunto lamentodecir. No se parece en nada a su padre, loexpulsaron de la escuela por borracho, estúpidoy maleducado. Lo expulsaron aunque su padre ysu abuelo se habían educado en la mismainstitución. Su familia deseaba que emprendierala carrera diplomática, puesto que su padrehabía sido embajador en Berlín y Petersburgo, yme rogaron que lo tuviera aquí un tiempo, paraque al menos aprendiera los rudimentos delnegocio. Su madre, que Dios la bendiga, tenía lacerteza de que en los países mahometanos nose permiten ni el vino ni los licores, ni siquiera lacerveza. No, no, yo me refería al antiguosecretario, persona culta, cazador y botánico.

–¿Cree usted que al menos estaría dispuesto

a acompañarnos un trecho del camino?–Irá con ustedes en espíritu, de eso estoy

seguro. Pero un enorme jabalí al que habíaherido le destrozó la pierna, que debido al dolortuvieron que amputarle. Sin embargo, podrárecomendarles a un guía que sea de su enteraconfianza.

CAPÍTULO 7–Cuánto me recuerda a mi tierra, qué

agradable y familiar -dijo Stephen Maturin. Seencontraban sentados en la ladera de una colinacubierta de hierba que se alzaba sobre el terrenoque acababan de atravesar. Stephen estaba a laizquierda, Jacob en medio y, a su lado, el guía deconfianza-. Las mismas especies de retama,tomillo, romero, diversos piornos, la mismaspeonías de suave aroma repartidas entre loscantos de la ladera, el mismo tordo propio denuestra tierra, además de las collalbas y arrieros.

–¿Ha dicho el caballero que le recuerda a sutierra? – preguntó el guía, disgustado. Hacíatiempo que frecuentaba el consulado y hablabamuy bien el inglés; sin embargo, estaba tanacostumbrado al asombro de los extranjeros que

visitaban su país, que la ausencia del mismo lemolestó.

–Creo que así es -dijo Jacob.–¿En su hogar tienen esas aves enormes? –

preguntó el guía al señalar un grupo compuestopor buitres comunes que volaba en círculocorriente arriba.

–Oh, sí -respondió Stephen-. Tenemosmuchos buitres: quebrantahuesos, zopilotesnegros, buitres comunes y alimoches.

–¿Y águilas?–Pues sí, de varias especies.–¿Osos?–Por supuesto.–¿Cerdos?–Ay, diría que demasiados.–¿Monos?–Naturalmente.–¿Escorpiones?–Bajo cualquier pedrusco.–¿Y de dónde es el caballero? – preguntó el

indignado guía.–De España.–¡Ah, España! Mi cuarto tatarabuelo era

español, de un pueblo situado justo a las afuerasde Córdoba. Casi tenía dieciséis acres de tierrasde regadío y diversas palmetas datileras. Era unsegundo paraíso.

–Sí, sí -dijo Stephen-, y en la misma Córdobasigue en pie la mezquita de Abd-ar-Rahman,maravilla del mundo occidental.

–Mañana, señor, espero poder mostrarle unleón o un leopardo -dijo el guía, después deinclinarse hacia delante y a un lado para dirigirsea Stephen, haciendo caso omiso de Jacob-,puede que si Dios quiere los vea usted a ambos,o al menos encontraremos su rastro en la orilladel arroyo Arpad, que fluye hacia el Shatt, dondeseguro que se aloja el dey.

–Debemos ponernos en marcha -dijo Jacob-.El sol se acerca a las cimas de las montañas.

Se reunieron con los demás y, una vezsuperada la reticencia de los camellos paralevantarse, reemprendieron la marcha tomandoun sendero maltrecho que hacía pendiente, hastallegar a un paso frío a partir del cualdescendieron a Khadna y sus campos, últimopueblo antes del oasis, y de allí al Shatt y el

desierto. Cayó la noche antes de que pudieranalcanzarlo, y al poco repararon en la figuravestida de azul de una niña pequeña, queaguardaba frente a unos espinos.

–¡Sara! – llamó la niña cuando salieron alclaro, pues ella sí los había visto con claridad.

El camello famélico, alto, torpe, malhumoradoy particularmente feo que había llevado aStephen por extensiones de arena y esquisto,echó a andar más rápido y, al alcanzar a la niña,agachó el cabezón para que lo abrazara. Loscamellos pertenecían al poblado, y se dirigieronal lugar donde solían descansar incluso antes deque pudieran librarlos de la carga. Poco ratodespués, los guardias y ayudantes estabanmontando las tiendas. Stephen y Jacob fueronconducidos a la casa del jefe, donde se lesobsequió con café y galletas regadas de unacálida miel que les costó impedir que sederramara sobre las preciosas alfombras en lasque tomaron asiento.

Jacob se sentía como en casa. No habló másde lo adecuado, bebió la apropiada cantidad dediminutas tazas y distribuyó los presentes de

rigor, bendiciendo la casa al salir de ella seguidode Stephen. Al cruzar el cercado en dirección alas tiendas, oyeron una hiena no sin ciertasatisfacción.

–Solía imitarlas cuando era pequeño -dijoJacob-. A veces responden.

La jornada siguiente fue dura, arriba y abajo,pero más arriba que abajo, más y más piedra yaridez. A menudo fue necesario tirar de loscaballos. Llegados a ese punto, había másvegetación nueva, una collalba que Stephen nopudo identificar con seguridad, algunas tortugasy una cantidad sorprendente de aves de presa,alcaudones y halcones pequeños, casi un avepor cada árbol o arbusto de los que encontraronen tan desolada región.

En lo alto de una cumbre pelada, mientras losturcos preparaban café, observó Stephen uncuervo africano de cuello castaño que volaba porel extenso trecho de cielo azul, y que no dejó decontestar con rasposa voz a un compañero queal menos distaba una milla.

–He ahí un ave que siempre había querido ver-dijo al guía-, un ave que no existe en España. –

Esto complació al guía más de lo que Stephenhabía esperado; condujo a sus acompañantescincuenta yardas más o menos por el senderohasta llegar a un punto donde la pared rocosacaía en precipicio y el sendero descendía ydescendía hasta un valle seco con una manchaverde, un oasis con un solitario manantial quejamás se extendía más allá de sus límites. Másallá del valle volvía a alzarse el terreno, y aún másallá, a la izquierda, brillaba una extensasuperficie de agua, Shatt el Khadna, alimentadapor un arroyo que podía distinguirse por laderecha, antes de que la montaña lo ocultara.

–¿Ven a un jinete allí al fondo, antes de lallanura? – preguntó Stephen mientras se hacíacon el catalejo de bolsillo-. ¿Acaso no cabalgapor el precipicio?

–Es Hafiz, que monta su yegua de firme trote-dijo Jacob-. Mientras observabas el cuervo loenvié de avanzadilla para que anunciara nuestrallegada al visir. Es la costumbre habitual dellugar.

–Bien, pues buena proa -dijo Stephen-.Aunque yo no descendería esa loma a semejante

velocidad, a menos que cabalgara a lomos dePegaso.

–He estado pensando -dijo Jacob un estadiodespués, cuando redujeron el paso y el oasis seencontraba cada vez más cerca-. He estadopensando…

–… Que ahora pisamos piedra caliza, con uncambio en la vegetación, ¿en el tomillo, quizá, oen esa jara completamente distinta?

–Sí… Bueno… Pero también se me haocurrido que quizá sería mejor hacerme pasarpor un simple intérprete. Puesto que el visir hablael francés con fluidez, no es necesaria mipresencia, y alcanzaréis un acuerdo con mayorrapidez si conversáis a solas. Estoy seguro deque te habrás percatado de que un hombreenfrentado a dos interlocutores se encuentra endesventaja, y que tiene la sensación de que debereafirmarse. Voy vestido de tal modo que podríahacerme pasar por cualquiera o por cualquiercosa. Te las apañarás mejor solo, sobre todo site granjeas su buena voluntad con el broche deturbante laspislázuli, preciosa piedra con motasdoradas que un primo mío cainita, mercader

argelino (de cuyo puesto podía decirse queestaba junto a la botica) me permitió conservar.Me dijo que había otro cainita, uno de los BeniMzab, que era calígrafo en la corte del visir, otromotivo por el cual sugiero presentarme comonada más que un simple intérprete, al menos enesta ocasión.

–¿Me permites verlo?–Te lo mostraré antes de que nos reciba,

cuando entregues la carta de presentación delcónsul. Podrás admirarlo con discreción, puestoque lo llevo guardado en una cajita que se abre yse cierra con un clic.

–¿Escribiste la carta?–Sí, en turco, y dice que tu misión es de

naturaleza privada y confidencial, emprendida ainstancias del Ministerio. Al principio incluye loscumplidos de rigor, y también lo hace al final.Casi ocupan toda la hoja.

–Muy bien. Es el servicio de inteligencia máspúblico que he experimentado jamás, y seguroque me impedirá realizar otras tareas de estanaturaleza, claro que hay mucho en juego.

–Mucho, hay muchísimo en juego.

Habían alcanzado terreno llano, y cabalgaronen silencio hasta que un ave propia de la zonaemprendió el vuelo bajo sus narices y loscaballos hicieron cabriolas, aunque sindemasiada convicción tras la agotadora jornada.

–¿Son tórtolas del Senegal? – preguntóStephen.

–Estoy seguro de que así es -dijo el doctorJacob, que no pudo decir más; sin embargo, sevolvió en la silla y añadió-: Quizá deberíamospermitir que los demás nos alcanzaran, para quepodamos entrar del modo apropiado.

Y del modo apropiado hicieron su entrada,puesto que los guardias turcos montados acaballo se mostraron ceremoniosos, ycabalgaron por los campos cultivados del oasis,por relucientes campos verdes bajo las palmerasdatileras, hasta el estanque central (con lainevitable polla de agua) y, de allí, a una casa detecho bajo con establos y graneros repartidos asu alrededor.

–Es el pabellón de caza del dey -dijo Jacob-.Estuve aquí una vez cuando era pequeño.

Un oficial y algunos mozos salieron del portal;

el oficial les dirigió unas palabras que Stepheninterpretó como un saludo. También reparó en laparticular mirada que cruzaron Jacob y el oficial,rápida y huidiza, nada evidente para todo aquelque no conociera bien a Jacob y no estuvieramirando en esa dirección. Después, los mozoscondujeron a los caballos y a las mulas a losestablos, mientras Stephen y Jacob accedían alantepatio.

–Te presento a Ahmed ben Hanbal,subsecretario del visir -dijo Jacob. Stephen seinclinó, el subsecretario se inclinó, llevándose lamano a la frente y al corazón-. El secretarioacompaña al dey. ¿Entramos?

En el interior del patio, con sus curiosascolumnas, cerrado con elaborados mamparos dehierro, Jacob dirigió unas palabras a Ahmed,quien a continuación asintió con la cabeza y sealejó apresuradamente.

–Aquí tienes la carta -dijo Jacob,tendiéndosela-, y aquí tienes la cajita.

Stephen la abrió con un chasquido metálico,observó con admiración el espléndido pedruscoazul, cuyo tamaño y forma le recordaron a un

huevo cortado en dos mitades, y sonrió a Jacob.–Ahora te dejo -dijo éste-. El… ¿Cómo

llamarlo? El anunciador entrará por esa puertadentro de uno o dos minutos -dijo señalándolacon una inclinación de cabeza-, y te anunciará alvisir.

El minuto se alargó, y Stephen aprovechópara observar con discreción la piedra. Rara vezhabía visto un azul tan puro, y el ribete de ororeflejaba de forma admirable las motas doradasdel pedrusco. Sin embargo, una comparaciónpoco afortunada estaba a punto de aflorar a lasuperficie de su mente, puesto que Diana habíaposeído un extraordinario diamante azul (queenterraron con ella), un azul de distintanaturaleza, por supuesto, pese a lo cual se sintióatenazado por un dolor familiar, una indiferenciagélida que prácticamente lo empañaba todo. Demodo que agradeció el hecho de que se abrierala puerta, en cuyo umbral se recortó la alta figuraanciana de un hombre de expresión cruzada,cuya altura se veía aumentada por un turbanteblanco que lucía altanero. El anciano le pidió quese acercara con una displicente inclinación de

cabeza, y le condujo al interior de una estanciadonde un hombre de mediana edad, vestido deblanco, permanecía sentado de piernas cruzadasen un cojín, fumando en una pipa de agua.

–El cristiano -anunció en tono grave, oficial.Se inclinó casi hasta tocar el suelo y se retirócaminando de espaldas.

–Buenos días tenga usted, señor -saludóStephen en francés-. Traigo una carta depresentación para su alteza el dey de parte delcónsul de su británica majestad en Argelia, peroantes de entregársela personalmente y de llevara cabo el resto de mi misión, he juzgadoapropiado presentarle a usted mis respetos, y,quizá, si es costumbre, mostrarle la carta. Puestoque me han dicho que habla usted perfectamenteel francés, no me acompaña mi intérprete.

El visir se levantó, se inclinó y dijo:–Sea usted muy bienvenido, señor. Por favor,

siéntese -dijo dando una palmada al cojín-. Aligual que usted, hablo bien el francés, puesto quees mi lengua materna dado que una de lasesposas de mi padre era de Marsella. Tambiénle diré que es costumbre mostrar cualquier

documento destinado al dey a su primer ministro.Le ruego que fume, si le apetece, mientras lo leo.

Rara vez se había enfrentado la cortesía deStephen a semejante prueba; escogió la boquillamenos mordida de la pipa y fumó con la mayorcompostura de que fue capaz. No obstante, notuvo que esperar mucho: El visir prescindió delas cortesías de rigor incluidas al principio y alfinal de la carta, y enseguida volvió a dirigirse aStephen.

–La carta menciona un asunto privado yconfidencial. Dado que siempre discute conmigoel dey los asuntos de esta naturaleza, quizá seahorraría tiempo y muchas agotadoras jornadasde viaje (de las que me temo hoy habrán tenidouna muestra) si me familiarizara con el particular,al menos a grandes trazos.

–Por supuesto. Pero antes permítame rogarleque acepte esta minucia como muestra de miaprecio personal.

Coloco la cajita al alcance de su mano. Elvisir la abrió y, al ver su contenido, le cambio lacara. Cogió con sumo cuidado el broche y lomiro a la luz.

–¡Menuda piedra! – exclamó-. Jamás habíavisto nada parecido en cuanto a perfección.Muchas, muchísimas gracias, mi querido señor.Este viernes la llevaré en el turbante.

Stephen emprendió los gestos y murmullosde rigor para quitarle importancia, y, volviendo alviaje de aquel día dijo que, si bien físicamentehabía resultado agotador, en calidad denaturalista aficionado se había sentidocompensado por las plantas, aves y, si no por losanimales, si al menos por las huellas deanimales, depredadores, que había visto.

–¿Caza usted, señor?–Teniendo en cuenta mis limitaciones, así es,

señor.–Yo también; no estoy a la altura de su alteza,

por supuesto, quien, como ya sabrá, seencuentra en este momento cazando al león delvalle Khadna. Sin embargo, cuando hayamosdiscutido este asunto y haya usted descansado,podríamos ir a cazar juntos. Pero ahora, señor -dijo con una última mirada a la piedra azul-,podríamos volver al motivo de su presencia, a sutan bienvenida presencia, en estos parajes.

–Vera, señor, en primer lugar debo decirleque ha sido puesto en conocimiento delMinisterio británico que varias confederaciones yhermandades chiítas a lo largo de las costas delAdriático y el Jónico, y también en el interior deSerbia, partidarias de Bonaparte, hancombinado esfuerzos para intervenir en su favor yhacer todo lo posible por impedirir o, al menospor estorbar y retrasar, la unión de las tropasrusas y austríacas en su marcha para reunirsecon los aliados. Para que su intervención resulteefectiva, necesitan un número considerable dehombres armados. Los mercenarios están bienpertrechados, son formidables y estándispuestos a intervenir, pero el caso es que no loharán si no se realiza el pago. Han recurrido aestas tierras para hallar tan considerable fortuna,y, finalmente, la han encontrado. Por lo visto, unregente marroquí está dispuesto a adelantar lapaga de dos meses en oro y, desde Durazzo, sehan despachado recientemente mensajeros aArgelia con la misión de rogar al dey que seencargue de transportar este tesoro para quepuedan ponerse en marcha las tropas de

inmediato. El tiempo se ha comportado de talmodo que quizá no hayan llegado aún, pero encualquier caso el gobierno de su británicamajestad se sentiría terriblemente agraviado sise ayudara de cualquier modo a estas personas.

El visir le observó con una benevolencia noexenta de perplejidad.

–Querido señor -dijo finalmente-, ¿no creerásemejantes chismorreos un hombre de susingular perspicacia? Su alteza es un sunita muyortodoxo, mientras que los agitadores deHerzegobina y esos lugares, de quienes amenudo he oído hablar, son feroces chiítas; hanrecurrido a un notorio jeque chiíta de Marruecos.Para ellos, sería impensable pedir ayuda a undey ortodoxo. Es como si una pandilla decalvinistas tuviera que pedir ayuda al Vaticano.¿Qué cree usted? Nuestro dey, suponiendo queno odiara a Bonaparte desde su vil conducta enJaffa, Acre y Abukir, admira y se siente muyunido al rey Jorge, cuya Armada real, además,ha cosechado recientes éxitos en el Adriático,monarca a quien ningún dey argelino estaríadispuesto a ofender voluntariamente… ¿Cree

usted que recurrirían a él en busca de ayuda parasu causa? Él mismo podrá decírselo en persona,cuando lo vea; y creo que su abierta franqueza,propia de un soldado, resultará mucho másconvincente que nada de lo que yo pueda decirle.Pero permítame ofrecerle un baño relajante; mipropio masajista se encargará de tonificar porcompleto el cansancio de sus miembros;después, cuando haya recuperado fuerzas,tomaremos un refrigerio e iremos a cazar. Tengodos preciosas escopetas de Londres, y aquíabundan las tórtolas del Senegal, bastantemansas, por cierto. Mañana temprano lesproporcionaré decentes monturas a usted y a suintérprete, y les confiaré a uno de los montaracesdel dey, que les llevará por la carretera particularde su alteza a través de la montaña hasta elbosque y, de allí, a la orilla opuesta del río Arpad,cuyas aguas bañan Shatt el Khadna. Lesmostrará todo tipo de aves, bestias y flores, o almenos sus rastros. Es un coto de caza enorme,donde no se permite a cualquiera cazar sinpermiso. Quienes se atreven a hacerlo sonempalados, y el último dey ordenó empalar a

cinco jóvenes y a un hermafrodita en una solasesión, por considerar que supondría la mejor delas medidas disuasorias posibles.

* * *A la mañana siguiente, temprano, Stephen y

Amos Jacob cabalgaron al sur a través del oasis,siguiendo los angostos senderos practicadosentre cosechas (la mayoría de cebada, con algode garbanzo). A pesar de la presencia deabundantes tórtolas del Senegal, y al haber sidoaquella una noche impregnada de rocío, el albaseguía brumosa y las aves preferían permanecerinmóviles, con el pecho henchido. Había muchas,muchas tórtolas, dado que el visir no tenía ni ideade cazar aves al vuelo y, en cuanto Stephen sedio cuenta de ello, aprovechó para cazarlasmientras observaran ingenuamente a loscazadores desde las alturas.

La despedida había sido muy cordial, aunqueera muy temprano y al visir se le veía cansado(tenía tres esposas, y un aspirante a un altopuesto le había enviado hacía poco unaconcubina circasiana). Le dijo a Stephen quehabía dado al montero instrucciones particulares

respecto a que debía enseñarle todo cuantopudiera resultar de interés a un filósofo natural,incluido le club des lions; y le confió todas lasposibles expresiones de lealtad y devoción paracon el dey.

Cabalgaron, pues, en ese amanecer, húmedoe incluso brumoso; Stephen y Jacob montabanyeguas y el joven montero iba a lomos de unsolícito poni. Al entrar en el monte bajo quesurgió de forma abrupta inmediatamentedespués del verde oasis, una paloma emprendióel vuelo desde un espino. Ibrahim hizo girargrupas al poni y gritó:

–¡Ave, ave!–Dice que hay un ave -tradujo Jacob.–No sería razonable esperar que sepa lo que

tienen en común Arklow y Argelia -dijo Stephen-.¿Serías tan amable de pedirle que sólo nosadvierta de los reptiles, los cuadrúpedos y de susrastros?

Así lo hizo Jacob, con mucha amabilidad.Antes de transcurridos diez minutos después deabandonar el oasis, el joven Ibrahim les habíamostrado las pisadas de varios chacales, de una

hiena y el rastro de una considerable serpientede cinco o seis pies de largo.

–Estoy casi seguro de que correspondía a laMalpolon monspessulanus. Cuando era niñotuve una de mascota.

–¿Satisfactoria como tal?–Había cierto grado de reconocimiento, una

especie de tolerancia. Pero nada más.La carretera se volvió más empinada,

discurría en una espiral esculpidalaboriosamente en la roca y el terraplén. Amedida que el sol ascendía, hombres y caballosse cansaban más y más, y en un particularrecodo a mano izquierda señalado por Ibrahimtuvieron la suerte de dejar la carretera yacomodarse en una pequeña superficie, dondeuno de esos inverosímiles manantiales, que amenudo se encuentran en la piedra caliza, fluíade una grieta; el agua dibujaba una tira verdecolina abajo, por espacio de cien o más yardas.Mientras descansaban, vieron a otro jinete enuna espléndida montura, que ascendía por dondeellos lo habían hecho; y mientras comían dátiles ylo observaban, oyeron el eco de unos cascos

arriba, en la carretera. Ambos jinetes doblaron elrecodo casi al mismo instante. Les saludaron avoz en grito, pero no tiraron de las riendas. Eraevidente que se trataba de los mensajeros deldey.

Adelante. Arriba, arriba, esta vez hasta lamismísima cima de la cresta, donde empezabael bosque, un bosque abierto y generoso, yaunque los árboles parecían sufrir el perpetuoembate del viento, no habían descendido ni cincominutos cuando la carretera empezó aserpentear a través de espléndidos robles, conhayas aquí y allá, castaños y, en ocasiones, algúnque otro tejo, cuya presencia sorprendió aStephen. En el lugar donde el sendero seestrechaba para pasar por entre altos peñascosa ambos lados, había una puerta con chozaspara los soldados a izquierda y derecha. Másallá observaron una amplia llanura.

Ibrahim se adelantó para mostrar a lossoldados el salvoconducto extendido por el visir.Los guardias abrieron la puerta, saludando a laelegante manera musulmana. En la llanura, quese extendía por espacio de más o menos diez

acres de hierba, los jinetes detuvieron lasmonturas para observar desde arriba el marcompuesto por las copas de los árboles quealcanzaba el vasto territorio de Shatt el Khadna.El valle regado por un pequeño arroyo quedabaoculto a la vista por las montañas, que subían ybajaban como olas irregulares. No obstante, ellago propiamente dicho constituía un espléndidoespectáculo, esplendor aumentado por lapresencia de las aves cercanas, que conferíancierta sensación de altura, distancia einmovilidad por un lado, y un algo de unanaturaleza totalmente distinta por el otro. Lasaves, buitres en su mayor parte, dos lejanaságuilas y algún que otro milano negro, volaban encírculos, totalmente libres en el cielo infinito, y labandada más cercana, compuesta íntegramentede buitres comunes, volaba en un constante ir yvenir, trepando y trepando en espiral, a merceddel capricho de la corriente que ascendía de lacálida ladera.

–Ibrahim dice que esas de ahí son lasestacas que emplean para empalar -dijo Jacob.

–Eso parece -replicó Stephen-. Y puesto que

los buitres suelen ser leales a su fuente desuministro, me estaba preguntando si alguno deesos que vuela en lo alto descenderá paraaprovechar los restos. No me refiero a los buitrescomunes, que son muy cautelosos. Sin embargo,veo ahí un quebrantahuesos, amigo de mi niñez,al cual de mil amores querría ver de cerca, junto ados buitres negros, valientes y rapaces criaturas.¿Los ves?

–A mi juicio, todos se parecen como gotas deagua -confesó Jacob-. Enormes criaturas negrasque vuelan de un lado a otro.

–El quebrantahuesos es el que se encuentramás alejado del grupo, a mano derecha -dijoStephen-. Mira como se rasca la cabeza. Enespañol los llamamos así: quebrantahuesos.

–Disfrutas de una ventaja injusta debido alcatalejo de bolsillo.

–Ahora se lo está pensando. Sí, sí… Pierdealtura. ¡Desciende, está descendiendo!

Y así era. Majestuosa, el ave se posó sobrelos huesos dispersos que había tras las estacas,tiró de algunas costillas peladas, se hizo con unsacro maltrecho, lo cogió con fuertes garras y

emprendió el vuelo tras dar un salto, batiendo susalas con fuerza, con la clara intención de soltarloa gran altura sobre una roca. Sin embargo,apenas había emprendido el vuelo cuando dosbuitres negros lo alcanzaron; uno le golpeó en ellomo, y el otro arañó su rostro. El sacro cayósobre los densos matojos, perdido por completo.

–Qué típico del buitre negro: la avaricia, laprecipitación, la codicia -exclamó Stephen-. Y laestupidez. Un ave con la inteligencia de la pavareal lo hubiera alcanzado a cincuenta pies dealtura, con un compañero abajo para atrapar elhueso en pleno vuelo.

Ibrahim no comprendió una palabra, aunquesí entendió la decepción y frustración deStephen, y quizá por ello le señaló a lo lejos, muya lo lejos, al noreste, otra bandada que volaba encírculos. Jacob tradujo sus palabras.

–Dice que hay dos o tres veintenas demadres de la suciedad por ahí, aguardando aque los hombres del dey acaben de despellejarla caza de anoche. Pero antes le gustaríamostrarte el Shatt, donde por lo visto abundan lasaves rojas. Estamos obligados a ir por ese

camino, por el borde del lago y luego a la ribera,en parte porque las subidas son muypronunciadas, y en parte para no ahuyentar alciervo, a los jabalíes, leones y leopardos que eldey reserva enteramente para sí.

–¿Comería carne de jabalí un musulmándevoto? – preguntó Stephen mientrascabalgaban.

–Oh, pues claro -respondió Jacob-. El BeniMzab no titubea a la hora de comer nada. Entreestas gentes he disfrutado de más de un plato deexquisito encebollado de jabalí, aunque tiene queser salvaje, ya sabes, salvaje y peludo, o de otromodo no estaría limpio. Ya de paso te diré quetampoco observan el Ramadán, ni…

–¡Ahí! ¡Un halcón de Berbería! – exclamóStephen.

–Muy bien -dijo Jacob, no muy complacido alver rechazada su explicación acerca del BeniMzab en favor de un ave; y no muy complacidotampoco por el modo en que la silla de montaratormentaba su entrepierna.

Cabalgaron un rato en silencio, siemprecolina abajo, lo cual agravó la incomodidad de

Jacob. De pronto, Ibrahim detuvo su montura y,con un dedo en los labios, señaló en silencio doshuellas recientes a un lado del fangoso camino.Susurró al oído de Jacob, y éste, inclinado junto aStephen, murmuró:

–Leopardo.Y sí, ahí estaba la adorable y manchada

criatura, repanchingada con insolencia en unamusgosa rama horizontal. Los observó con totaldespreocupación durante un rato, pero cuandoStephen hizo ademán, un muy cuidadosoademán, de coger el catalejo, el leopardo saltóde la rama sin hacer ruido y desapareció.

Siguieron adelante. Y ahora que la pendienteera menos pronunciada, la silla de Jacob lecausó menos dolor. Recuperó su buen humor, almenos en parte, lo cual no le impidió decir:

–Querido colega, puedes considerarlo craso,pero en lo que a aves, bestias y flores concierne,lo único que me preocupa es que entrañenpeligro, resulten útiles o puedan comerse.

–Querido colega -dijo Stephen-, Te ruegosinceramente que me perdones, pues temohaberte aburrido todo este tiempo.

–No, en absoluto -dijo Jacob, avergonzado desí mismo. A lo lejos, a la izquierda, a unadistancia que no pudieron determinar, un leónlanzó lo que podría llamarse un rugido, un rugidograve, muy grave, repetido cuatro o quizá cincoveces antes de cesar por completo. Aunque nodaba la impresión de constituir una amenaza, sídaba fe de su fuerza.

–A eso me refiero -dijo Jacob tras guardarsilencio unos instantes-. Me interesa más él, queun curioso y posiblemente indescriptibletrepatroncos.

El terreno se nivelaba, y poco despuésrecorrieron una arboleda de altos y fuertestamariscos que alcanzaba el borde del lago.Cuando se hubieron abierto camino a través delúltimo de esta suerte de mamparos, ante ellos,muy cerca, vieron incontables flamencos, lamayoría de ellos hundidos hasta la rodilla en elagua, con las cabezas de largo pico sumergidas,mientras algunos otros miraban a su alrededor ocuchicheaban con un sonido parecido al delganso. Aquellos que se encontraban a veinteyardas de los jinetes alzaron el vuelo en un

espectacular despliegue de negro y, sobre todo,escarlata, y volaron, extendidas cabeza y patas,hasta el centro de la laguna. Los que sequedaron, la mayoría de hecho, siguieronfiltrando con su pico el alimento que les ofrecía elShatt. Stephen estaba en trance. Encarado elcatalejo, distinguió a lo lejos los montículos quesin duda eran los nidos, compuestos por barroapilado; a veces había un ave posada, y unamultitud de pajarillos blancos, torpes, patilargos.También distinguió algunas fochas cornudas y unaguilucho lagunero, hembra, además de algunasgarcetas. Era consciente de haber parloteadoaquel día más de la cuenta acerca del trepador,de modo que no dijo nada.

Sin embargo, Jacob volvió su rostro sonrientehacia él y dijo:

–Si por ornitología te refieres a eseincalificable y maravilloso espectáculo, entoncesyo también soy ornitólogo. No tenía ni idea deque existiera semejante belleza. Tienes quecontarme más, mucho más.

Ibrahim preguntó a Jacob si el caballero habíavisto a las aves rojas, y una vez éste lo tradujo,

Stephen sonrió al joven, hizo los gestosapropiados y, después de rebuscar en losbolsillos, sacó una de las pocas guineas queguardaba en el bolsillo del chaleco.

Cuando Stephen hubo terminado sudisquisición acerca de la anatomía del pico delflamenco, de los complejos procesos quepermitían al ave acomodarse (en lo que a losrequisitos exactos de salinidad y temperatura serefería), y de su aparente abandono de las crías,agrupadas, vigiladas y alimentadas por toda lacomunidad, así como de lo imprescindible queera continuar investigándolos para disponer demucha más información… Cuando huboterminado, Ibrahim se acercó a hablar con Jacoby señaló el lago con apremio.

–Dice que si no nos importa dar un rodeomás bien enfangado te mostrará algo que sabrásapreciar. Tiene motivos para considerarte unhombre inteligente y culto.

–Que tenga larga vida. Hagamos lo posiblepor disfrutar de eso que quiere mostrarnos.

Su naturaleza se hizo evidente al acercarse a

la parte del lago donde éste recibía las aguas delrío, un modesto delta de barro y arena que, conadmirable claridad, conservaba las huellas enambas orillas. Había infinidad de pisadas, puesera aquél el abrevadero ideal: chacales, ciervosde varios tamaños, hienas, leopardos, unsolitario oso, pero sobre todo leones,imponentes huellas de leones provenientes dediversas direcciones, que convergían en elestanque profundo donde el arroyo discurríarápidamente entre la roca desnuda hasta caer alShatt. Allí los rastros correspondían casi porentero a los leones, en gran número, rastros quese cruzaban y mezclaban.

–Ibrahim dice que algunas noches los leonesde nuestra orilla del río vienen a beber y aenfrentarse a los leones de la otra orilla, a los quemoran en las llanuras que se extienden al sur. Ycuando están todos reunidos, cada grupo le rugeal otro: primero todos los de una orilla, despuéslos de la otra. Los ha observado subido a eseárbol. Dice que es conmovedor.

–Estoy seguro de que así es -dijo Stephen-.¿Cuántos leones se reúnen por orilla, más o

menos?–A veces hasta ocho.–¿También leonas?–No, no, no. Dios santo, no -dijo Jacob.

Ibrahim sacudió la cabeza en un gesto dedesaprobación, y después habló durante unosminutos-. Dice que en ocasiones viene unaextraña leona, una leona de otra zona lejana quese acerca a estos parajes. Las leonas de poraquí se reúnen para atacarla, rugiendo como sifueran machos. Dice que deberíamosapresurarnos; por lo visto llegamos tarde y nodebemos hacer esperar al dey.

Retomaron el sendero.–De modo que el visir se refería a esto al

mencionar le club des lions -observó Stephenmientras cabalgaban-. Supongo que los leonesno trepan a los árboles, pero te quedaría muyagradecido si se lo preguntaras al joven para quepudiera confirmarlo.

–Lo confirma. Los leopardos, sí; los leones,no.

–En tal caso, creo que tengo que ver este«club», si el tiempo lo permite.

* * *Por lo visto hubo tiempo de sobra en el

campamento de caza del dey, compuesto poralgunas tiendas arracimadas en un inesperado ycasi invisible vallecito, situado a cierta distanciadel margen del río y de la carretera natural quediscurría a lo largo del arroyo, vía de paso paratodas las criaturas de la región. Había diferentessenderos humanos que conducían alcampamento desde allí, uno para cada día de lasemana, de tal forma que el lugar rio se hicierademasiado notorio. Por ser martes, Ibrahim loscondujo camino arriba a través de algunosrobles, donde, pese a la presencia relativamentecercana del hombre, los jabalíes habían arado elterreno en busca de bellotas y tubérculos en unaextensión de entre quince y veinte acres, de talforma que aquél parecía un campo arado ygradado a conciencia.

En el descenso vigilado que desembocabaen el vallecito, Ibrahim mostró de nuevo elsalvoconducto y fueron conducidos a una tiendaen cuyo interior había una pila de alfombrillas.Encima de éstas había una cuya tela poseía un

dibujo encantador y simétrico, y cuyos coloresbrillaban como joyas cuando los acariciaba la luzdel sol.

Stephen y Amos Jacob mataron el tiempohablando de enfermedades crónicas que habíantratado personalmente, y de las medidas quehabían emprendido para aliviarlas en todo loposible, sin olvidar hacer un recuentoaproximado del éxito cosechado, que a menudohabía sido leve y casi siempre inexistente,exceptuando uno o dos casos muy satisfactoriosy espectaculares. Se hallaban enzarzados en elrelato de dos extraordinarios, inexplicables yduraderos casos de remisión en la tisis y latetraplejia, cuando el montero mayor se acercó adecirles que Omar Bajá se disponía a recibirlos.

El dey parecía uno más de sus monteros,hasta tal punto que sus ropajes estaban llenos depolvo y mugre, pero estaba de buen humor.

–Permítame presentar los saludos y losmejores deseos del gobierno de su británicamajestad a su alteza Omar Bajá -dijo Stephentras inclinarse.

Jacob tradujo, pero en opinión de Stephen no

muy literalmente, puesto que el nombre de Diosapareció no una, sino varias veces.

Omar se levantó, se inclinó (todos hicieron lopropio) y dijo que se sentía muy agradecido porel amistoso mensaje de su primo inglés, elprimero que recibía de un regente europeo. Lespidió que tomaran asiento y después ordenóservir café y una pipa de agua.

–Acabo de tener la suerte de adquirirlos -dijoal reparar en que Stephen observaba fijamenteun par de rifles de doble cañón-. Saqué la chapapara observar el fiador, pero durante un tiempome tuvo intrigado cómo volver a ponerlo todo ensu lugar. Sin embargo, gracias a Dios heacabado consiguiéndolo. ¡Ja, ja! Bendito sea elnombre de Dios. – Jacob dio la respuesta derigor, y Stephen murmuró algo. El bajá parecíatan complacido con su habilidad que Stephen lepreguntó si podía inspeccionar el arma.

–Por supuesto -dijo el dey, que la puso en susmanos. Era mucho más liviana de lo que Stephenhabía esperado, y al llevarla al hombro parecíauna escopeta de caza, una sólida escopeta paracazar gansos o patos-. Veo que está usted

acostumbrado a las armas -dijo el dey,sonriendo.

–Lo estoy, señor -dijo Stephen-. He cazado amuchos animales gracias a ellas, en parte pordeporte, en parte por mi afán de estudiarlos.

Sirvieron la pipa y el café. Después de unalarga pausa, durante la cual fumaron y bebieron,Stephen quiso abordar el asunto que les habíatraído hasta allí:

–No creo que haya disfrutado en la vida de uncafé tan sabroso. Señor, con su permiso leentregaré el mensaje que me ha confiado elMinisterio de su majestad. Al parecer, ha llegadoa nuestro conocimiento que diversashermandades y confederaciones chiítas a lolargo de las costas del Adriático y del Jónico, asícomo en el interior de Serbia, que apoyan aBonaparte…

–Bonaparte, menudo hijo de perra -dijo eldey, cuya expresión se enturbió de rabia,mientras su mirada adoptaba un brillo cruel.

–… Se han aliado para intervenir a su favor yhacer cuanto puedan por… -siguió diciendoStephen, pese a ser consciente de haber

perdido la atención del dey, y de que lo estabaimportunando.

–Su señor debe de contar con consejerosmuy poco hábiles si eso es lo que creen -dijo eldey cuando Stephen hubo terminado-, despuésde que su Armada real vapuleara a los amigosde Bonaparte en el Adriático. Adoro la Armadareal, e incluso conocí a sir Smith en Acre… Sinembargo, dejo todos esos asuntos en manos demi visir, que entiende mucho más de política. Pormi parte entiendo a los soldados, a los soldadosy a su destino. Y sé que este Bonaparte tiene quecaer. No tiene ninguna importancia el hecho deque esa supuesta conspiración sea o no cierta, yque se lleve a buen puerto o fracase. Estáescrito. Ha ido más allá de lo permisible y, portanto, debe caer. Está escrito. – Inclinó la cabezay masculló algo, con una expresiónextraordinariamente desagradable; pronto sumirada recaló de nuevo en los rifles y, mientrassu rostro adoptaba una expresión más amistosa,dijo-: ¿De modo que le interesan los animales,señor? ¿Cazar y estudiar animales?

–Muchísimo, señor.

–En tal caso, ¿querría salir conmigo a cazarel león? Tengo pensado acecharlo mañana por lanoche.

–Me encantaría, señor, pero lamento decirleque no dispongo de un arma.

–Respecto a eso, puede escoger cualquierade éstas, y hacerse a ella disparando toda latarde. No nos falta pólvora y bala en estecampamento, eso se lo aseguro, y mañana, conel arma caliente y cargada, caminaremos por laorilla del río con el calzado empapado en sangre.

–¿Con el calzado empapado en sangre,bajá?

–Sí, claro. ¿No sabía usted que la sangre, lasangre de cerdo o la de ciervo, camufla el olorhumano? Recorreremos la orilla hasta situarnosbajo el peñasco de Ibn Haukal. A unos pies dedistancia peñasco arriba, hay una hendiduraconocida por el nombre de Cueva de Ibn Haukal,puesto que fue allí donde meditó un tiempodurante sus viajes. Es lo bastante grande comopara que quepan dos hombres, y queda ocultapor la hierba alta y la vegetación que cuelgasobre ella. Un poco más allá, corriente arriba, en

el mismo tipo de roca, hay una cueva másgrande y profunda donde este león, Mahmud, ysu pareja cobijan a sus crías. Aunque loscachorros ya han crecido lo suyo, siguealimentándolos, a ellos y a la leona. Tiene porcostumbre acercarse al arroyo, a unos arbustosdispersos cerca del habitual lugar de la aguada,para acechar al jabalí, al ciervo o a lo que quieraque surja: el pasado año devoró a uno de mishombres, que merodeaba por allí para atraparpuerco espines. Pretendo atacarlo cuandoregrese a casa, puesto que lleva la presacolgando a la izquierda, lo cual me permitirádispararle justo tras la oreja derecha y, quizá,matarlo de un solo disparo. Si Dios quiere,disfrutaremos de una estupenda luna durante susdos viajes.

–Que así sea, si Dios así lo quiere.–De modo que si mañana al anochecer está

usted satisfecho con el arma, y si se sientedispuesto a acechar en silencio, apenasrespirando durante media hora, y lo mismodespués durante su vuelta, iremos de caza.Saquemos una pajita para ver quién dispara

primero.Trajeron las pajitas y Omar, sin hacer el

menor esfuerzo por ocultar su satisfacción, sacóla más larga. De inmediato se dispuso a mostrara Stephen el manejo del rifle, un arma americanacon la que Maturin no estaba familiarizado, ycuando ambos salieron a campo abierto, primeropara efectuar algunos disparos al aire, y despuéspara abrir fuego sobre una vela, un león en ladistancia, situado quizás en la orilla misma,empezó a rugir y a rugir, rugidos que el vientonocturno arrastró con claridad.

* * *A la mañana siguiente, Stephen y Jacob,

después de coger un poco de pan y cordero parael camino, pasaron la mayor parte del tiempo aorillas del Shatt. Jacob se dedicó a mejorar losrudimentarios conocimientos de Stephen encuanto a las lenguas árabe, beréber y turco, yStephen le ilustró en materia de ornitología,apoyándose en las escasas aves que vieron.Cierto que había miriadas de majestuososflamencos, pero poco más aparte de éstos; y elhalcón y el resto de las aves no permanecían

cerca el tiempo suficiente como para poderobservarlos bien. Los flamencos constituían unfestín para la vista, y pudieron observarlos entodas sus fases: alimentándose, arreglándose elplumaje con el pico, alzando el vuelo en grandesescuadrones sin motivo aparente, para despuésgirar sobre sí con gran esplendor y posarse denuevo sobre las aguas, recorrerlas y nadar aplacer. Durante el transcurso del día, AmosJacob se familiarizó con el buitre común, con elbuitre negro, e incluso creyeron ver un buitreorejudo.

Sin embargo, su principal ocupaciónconsistió en aprender de la naturaleza,temperamento y potencia del arma. Stephendisparó a blancos inmóviles y declaró que «era elarma más dulce y certera que había manejado».

–No puedo opinar -dijo Jacob-, debido a miescasa experiencia; sólo he disparado conescopeta de cazar gansos, aunque alcancé loque pretendía en varias ocasiones, y en una deellas a una distancia considerable. – Hizo unapausa y continuó-: No se lo pediría a muchagente, pero estoy seguro de que no te burlarás

de mí si te ruego que me expliques la razón deesas ranuras en espiral, el estriado que hay en elinterior de los cañones.

–Hacen girar sobre sí la bala, de tal modoque sale girando sobre su propio eje a unavelocidad prodigiosa. Sirve para equilibrar lasinevitables descompensaciones de peso ysuperficie de la bala, y confiere a su trayectoriauna extraordinaria precisión. Losnorteamericanos cazan a las ardillas de su país,cautas y pequeñas, a grandes distancias. Lesdisparan con los rifles livianos de cazar ardillasque manejan desde niños. Durante la Guerra dela Independencia demostraron ser los tiradoresmás mortíferos. Sin duda, los rifles de Omar Bajáson versiones modificadas del rifle de cazarardillas.

En el camino de vuelta, al atardecer, seencontraron con Ibrahim, a quien habían enviadoa buscarles.

–Omar Bajá temía que pudieran perderse, ydice que quizás el cordero se haya recocido -observó-. Por favor, aprieten el paso. ¿Mepermite llevarle el arma?

–Ahí están -exclamó el dey cuando llegaron alvallecito, inundado por el aroma a leña al fuego ycordero asado-. Llevo más de media hora sinoírles disparar.

–No, señor -respondió Stephen, traducido porJacob-, contemplábamos una manada demacacos que perseguían a un joven y estúpidoleopardo; han saltado de rama en rama y se hanarrojado sobre él con toda suerte de chillidos,hasta que el pobre animal los ha dejado atrás encampo abierto.

–En fin, veo que ha tenido ocasión deestudiar a los animales -dijo Omar-. Me alegramucho saberlo, porque en los tiemposdegenerados que corren no abundan los monos.Pero vengan a lavarse las manos y coman algode inmediato, que así podrán digerirlo antes departir. Dígame, ¿qué le ha parecido el rifle?

–Jamás había tenido uno mejor en las manos-respondió Stephen-. Creo que a plena luz de undía sin viento podría alcanzar un huevo adoscientos cincuenta pasos. Es un armamaravillosa.

El dey rió complacido.

–Eso es precisamente lo que dijo sir Smithde mi espada -recordó. Tres sirvientes colocarontres cuencos a su alrededor, en los cuales selavaron las manos, momento en que el deyañadió-: Ahora sentémonos, y mientrascomemos le hablaré de sir Smith. ¿Recordaráusted el asedio de Acre? Sí, bien, pues en elquincuagésimo segundo día del asedio, cuandose divisaron los refuerzos al mando de HassanBey, la artillería de Bonaparte aumentó el fuegode forma considerable, y antes del anocheceratacó su infantería, que franqueó la brecha por elfoso seco, medio asfixiados todos por lasalmenas derrumbadas. Hubo allí un furiosocombate cuerpo a cuerpo a ambos lados de lasruinas. Sir Smith estuvo con nosotros, junto a unmillar de marineros e infantes de marina de susbarcos, en lo más reñido del combate. Mi tíoDjezzar Bajá permanecía sentado en una roca, aretaguardia del fuego, guardando cartuchos demosquete y recompensando a quienes lellevaban la cabeza de un enemigo, cuando depronto comprendió que, si caía sir Smith, sushombres lo acusarían y todo estaría perdido. Al

llevarle una cabeza, me pidió que exigiera aloficial inglés que se retirara del combate, y dehecho me acompañó para pedírselo, cogiéndoledel hombro. Mientras así lo teníamos, un francésatravesó el frente y le lanzó un tajo. Yo detuve elataque, y con la vuelta de la mano logré separarlela cabeza del tronco. Entre ambos logramosconducir a sir Smith al lugar donde se sentaba mitío, y fue al sentarse que me tomó de la mano y,señalando la cimitarra, dijo: «Es un armamaravillosa». Pero vamos, comamos de una vez.El cordero frío es peor que una muchacha pocoentusiasta.

–No sabía que sir Sidney hablara turco -dijoStephen en un aparte a Jacob, mientras Ornarcortaba el cordero.

–Estuvo en Constantinopla con su hermanosir Spencer, el ministro. De hecho, creo que entreambos compartían las labores del Ministerio.

* * *Cuando del cordero no quedaron más que los

huesos bien rebañados, y Omar, el monteromayor y ambos invitados hubieron comidopastelillos de higos secos y dátiles, regados con

miel y seguidos por el café, y cuando el fulgor dela luna empezó a teñir el cielo tras la montaña, eldey se levantó, murmuró una plegaria y pidió lasescudillas de sangre.

–Cabra, no cerdo -dijo con énfasis, dandouna palmada a Stephen en el hombro, como paraanimarle.

Y así, armados y con los pies rojos,emprendieron la marcha; treparon primero por elvallecito, después tomaron el camino delmiércoles hasta llegar al arroyo y a la orillaprácticamente pelada. A esas alturas, los ojos deStephen se habían acostumbrado a la penumbra,y era como si caminara por una amplia avenidailuminada, con Omar Bajá a unos pasos. Paraser un hombretón, se movía éste con granfacilidad, con paso flexible, sin hacer apenas unruido. Dos veces se detuvo, escuchando, alerta acuanto le rodeaba, olfateando el aire como unperro. No dijo una palabra, pero a veces volvía lacabeza, momento en que podía verse el brillo desus dientes recortados sobre la barba. Hubierasido el cazador ideal, pensó Stephen, con elpaso silencioso y la ropa que se confundía con

las singularidades del terreno, de no haber sidopor el hecho de que, al ascender la luna, éstaarrojaba más y más luz entre los árboles, hastareflejarse en el metal del rifle que llevaba colgadoal hombro. Stephen se había cubierto con la capaligera, y llevaba el cuerno por debajo de la rodilla;había vivido tanto tiempo en países húmedos yfríos, que el deber de mantener seca la pólvorahabía alcanzado una importancia religiosa.Pensaba en otras expediciones nocturnas,realizadas con objeto de luchar al alba, y almismo tiempo reflexionaba también complacidoen que mantenía el paso sin demasiado esfuerzo(a pesar de que el dey, que medía seis pies dealtura, tenía una larga zancada), cuando Omar sedetuvo, miró a su alrededor, señaló una masa deroca desnuda que asomaba por entre los árbolesy susurró:

–Ibn Haukal.Stephen asintió, y con infinita precaución

treparon hasta la pequeña cueva de techo bajo.Lo hicieron con infinita precaución, pero, aun así,Omar, el líder, removió un montoncito de esquistoque cayó rodando por el sendero, avalancha que

por minúscula que fuera no dejó de alarmarlos.Permanecieron inmóviles cuando un mochueloque de niño Stephen llamaba gloc, un mochueloeuropeo, lanzó su modesto canto, «tiu, tiu», caside inmediato respondido por otro, situado a uncuarto de milla. «Tiu, tiu.»

Omar, atento a otros ruidos que no llegaban,gateó hasta el interior de la cueva. Por supuestono podían ponerse en pie, pero la entrada quedaba al arroyo era lo bastante grande para queambos pudieran sentarse cómodamente, con elrifle en el regazo, observando el sendero más ymás iluminado a medida que la luna, a un pasode considerarse llena, ascendía y ascendía en elcielo, apagando la luz de las estrellas.

La atmósfera era cálida, invadida por unaextraña quietud. Stephen prestó atención al cantoinalterable de un par de chotacabras queperseguían polillas a lo lejos, quizá casi tan lejoscomo lo estaba el Shatt. Más y más luz, y, a suspies, empezaron a distinguir claramente elsendero un poco reducido por el peñasco de Ibn

Haukal, y lo vieron mejor aún en cuanto Omarcortó en silencio parte de la densa vegetaciónque lo cubría. En ese sendero vieron una hiena,una hiena rayada que, como un sabueso, seguíacuidadosamente el rastro que conducía a amboscazadores, el rastro de sus propios zapatosensangrentados. Y allá donde se hallabanapostados fue donde se detuvo, lanzó su habitualchillido agudo (Stephen observó como se alzó sumelena) y echó a correr en dirección a la cueva.Por un instante, el animal permaneció inmóvil enla entrada, después se volvió y huyó, mientras surisa enloquecedora reverberaba de una punta aotra del valle. Omar ni habló ni se movió. Stephenno hizo comentario alguno.

Una larga, larga pausa, tan sólo interrumpidapor el paso de un puerco espín. Y aunque lasilenciosa espera se hizo pesada, Stephencontaba con el consuelo de su reloj, un eleganteBreguet que le había acompañado y consoladodurante más años de los que recordaba confacilidad. Cada cuarto de hora más o menos,presionaba el botón y una vocecilla argéntea ledaba la hora al atento oído. Si Omar oyó el

sonido del minutero, no lo hizo evidente; perojusto a los veinte minutos se irguió, cambió lamano con que cogía el arma, y Stephen vio lapálida e imponente silueta de un león quepasaba grácil por su campo de visión, dederecha a izquierda.

El giro del arroyo y el sendero que lobordeaba, junto a unos matojos que crecíandispersos, bastaron para ocultarlo durante unossegundos. Sin embargo, Stephen tenía grabadala imagen diáfana de un animal de ágilesmovimientos, enorme, de piel clara y de melenasi cabe más clara. Los omóplatos asomaban demanera alternativa por entre una masa demúsculos. Se trataba de un animal atento,confiado e independiente, que mediría entrenueve y diez pies de largo, quizá tres y medio dealtura (aunque tenía la cabeza más alta), y quepesaría sus buenas cuatrocientas cincuentalibras, con un enorme pecho.

–Mahmud -susurró Omar, sonriendo. Stephenasintió, y ambos volvieron a sumirse en elsilencio. Pero no por mucho rato, pues muchoantes de lo que Stephen había esperado, lejos, a

la izquierda, hubo un estruendo de ramas, unmovimiento caótico a su alrededor, seguido poruna serie de chillidos desesperados y,finalmente, un gruñido grave, bajo, sostenido.

Pasaron los minutos muy, muy lentamente.Ambos aguardaban sumidos en unaextraordinaria tensión, y cuando Stephen abría laboca para coger una bocanada de aire, eracapaz de oír claramente los latidos de su propiocorazón.

Entonces llegó a sus oídos el sonido de loschacales, incapaces de mantenerse lejos cuandoel león se cobra una presa. Siguió la furia de susconatos de ataque cuando los chacales seacercaron demasiado, y, después de una larga yexpectante espera, indicios de movimiento entrelos arbustos que discurrían corriente abajo.

Mahmud apareció ante su mirada, a laizquierda, con un enorme jabalí entre sus fauces,cargado sobre el lomo izquierdo de tal modo queno le estorbara. Cerca. Cada vez más cerca. Ycuando hubo cubierto la mitad del recorrido,cuando empezaba a distanciarse de ellos, Omarse levantó y abrió fuego sobre él, apuntando tras

el oído derecho. Cayó el león, pero no tardó másque un instante en ponerse de nuevo en pie, conun tremendo rugido de furia. Omar volvió a abrirfuego, y en esa ocasión la bestia cayó hecha unovillo, y no volvió a moverse.

La leona, la leona estaba ahí. Agachó lacabeza sobre él, lamiendo la herida mortal altiempo que lanzaba un gemido. Levantóentonces la mirada, elevándola en la cueva y enlos hombres que en ella se ocultaban, y se lanzódirectamente hacia ellos cubriendo el espacioque los separaba con cinco saltos prodigiosos.

Stephen vio el blanco de sus ojos y el reflejode la luna en ellos. Era un tiro fácil, ylamentándolo mucho la mató al efectuar la leonael último de sus saltos.

* * *Los monteros del dey sabían perfectamente

que Mahmud era la presa que su señorpretendía, y cuando el silencio de la noche se viointerrumpido por tres disparos en lugar de poruno, pensaron que algo se había torcido. Cincode ellos llegaron a la carrera por el sendero máscorto, procedentes del campamento y armados

con antorchas, y allí encontraron a su amo y alinvitado, ocupados en proteger las presas de loschacales y las hienas, a quienes atrae el olor amuerte, por leve que sea.

A la luz de la hoguera, el segundo montero ysus hombres se encargaron de desollar aMahmud y a la leona, mientras el montero mayoriluminaba el camino al dey y a su acompañantede vuelta al campamento. Omar siempre ofrecíala mano a Stephen, cuando la pendiente delcamino se hacía pronunciada.

En cuanto llegaron al vallecito, Jacob fuellamado para traducir la gratitud y felicitacionesdel dey, expresadas con elegancia y convicción.Stephen rogó a Jacob que le dijera todo cuantofuera de rigor, sonrió y se inclinó ante él,ayudándose de gestos que le restaran todo elmérito. Al poco, se abatió sobre él un acusadocansancio derivado de la fuerza de aquellaemoción tan reciente e intensa, de tal modo queansió el silencio y la cama.

–Dice el dey-continuó Jacob- que mañanaenviará una mula recia para traer las pieles.Respecto a los cachorros de Mahmud, sonperfectamente capaces de cuidar de sí mismos,pues parece ser que ya han matado a variosjabalíes y a un par de cervatos. Sin embargo, tepromete que cada semana los alimentarán conuna o dos ovejas, al menos durante unos meses.Y respecto a esa locura del oro para los herejeschiítas, te asegura que ni una sola onza, ni mediaonza pasará por Argelia mientras él sea dey.Enviará al visir una orden escrita a tal efecto, porsi acaso haya surgido, o surgiera, el menorasomo de duda o malentendido.

Stephen asintió, sonrió y volvió a inclinarse.Omar le miró con afecto, y dijo a Jacob:

–En este momento, mi salvador andanecesitado de salvación. Por favor, lléveselo adescansar. – Dio una palmada en la espalda aStephen, seguido por un beso fugaz en la mejilla,se inclinó y se retiró.

* * *Durante la mayor parte del día siguiente,

Stephen y Amos Jacob cabalgaron al frente desus compañeros; no sólo deseaban conversar asolas sobre la impresión que les había causadoel dey, lo cual podrían hacer mejor sin laconfusión de las voces y los cascos de loscaballos, sino que también deseaban imprimir unbuen paso que llevara a todo el grupo al oasisdel visir antes del anochecer, a pesar de que lafiesta de despedida les había obligado aemprender el viaje mucho más tarde de lo quehabían planeado.

Estaban convencidos de que lo lograrían,puesto que ya habían recorrido aquella carretera(de algún modo, el hecho de conocerla la volvíamás corta, y se retrasarían menos puesto quehabía menos novedades de las cualesmaravillarse). Además, su conversaciónresultaba muy absorbente. En ocasionesdiscutieron los posibles orígenes de lamalformación en la mano que Jacob habíaregalado a su amigo.

–Sé que algunos de los colegas de Dupuytren

han atribuido a este mal el uso constante de lasriendas, y quizás haya algo de verdad en ello -observó Jacob.

–Es posible -replicó Stephen-, aunque no sehabía descrito antes de hacerlo Smectymnus;tampoco Jenofonte lo observa, y pocos hombresha habido en la historia que hayan manejado lasriendas más que Jenofonte.

–En fin… -dijo Jacob, que hizo una pausadurante la cual su mente divagó a un asunto másinmediato-: Aún no me has comentado quéopinión te merece el dey.

–Mi primera impresión fue que era un salvaje,un simple soldado. En ese momento, un salvajealegre porque había logrado realizar una tareamecánica, aunque me pareció perfectamentecapaz de volverse malvado, muy malvado.Entonces, cuando fuimos a acechar al león, susilencio y la capacidad de que hizo gala para lainmovilidad y la paciencia despertaron miadmiración. Al igual que lo hizo la franqueza ygenerosidad con que me elogió tras disparar a laleona, por no mencionar su serenidad en elpreciso instante en que ésta cargó sobre

nosotros. Sabes bien que algo entiendo deárabe y turco, y lo que dijo mientras subíamos porla colina me complació mucho; al igual, aunqueno tanto, que las palabras que tú me tradujiste, ycréeme: nadie excepto tú podría haberlo hechotan bien. Me dio la impresión de ser uncompañero de caza ideal, muy tranquilo, muyentendido, valiente por supuesto, y también jovialllegado el momento de mostrarse como tal. Peroaparte de eso, no me parece un hombreinteligente. No es estúpido, como otros soldadosencumbrados a una posición de poder, yprobablemente sea muy sutil en lo que a políticamilitar se refiere, pero personalmente no loencuentro muy interesante, por muy agradableque sea.

–¿Te preocuparon los empalamientos?–Los aborrezco con toda el alma, aunque

aquí son tan tradicionales como puedan serlo enInglaterra las ejecuciones públicas. Pero no fueeso lo que despertó mis suspicacias en primerainstancia. Después de todo, basta la sodomíapara terminar ahorcado en la Armada; en otrospaíses te queman vivo, mientras que aquí sólo

sirve para dar pie a toda suerte de mofas, comosucedía en la Grecia antigua. No, al cabo depoco empecé a preguntarme si la simplicidadera tanta como parecía (al igual que la enapariencia total división entre dey y visir en lo queconcierne a asuntos exteriores). Sin embargo,sabes tan bien como yo que un exceso dedesconfianza y suspicacia es el mal común denuestra profesión. A veces, incluso, alcanzaproporciones absurdas.

–Dos de nuestros colegas en Marsella fueronencerrados en una casa de locos cerca deAubagne, convencidos ambos de que susrespectivas amantes los estaban envenenandopor orden de una potencia extranjera.

–En mi caso no creo que merezca lascadenas, una cama de paja y los azotes, aunquetambién he llevado las cosas bastante lejos.Cuando descansamos para comer junto alarroyo, me acerqué a la mula de carga y descubríel regalo del dey, el maravilloso, precioso ydiscreto regalo que me había hecho, el rifleamericano con el cual maté a la leona. Una vezhube superado mi asombro inicial, hubo algo que

me empujó a inspeccionarlo desde la boca delcañón (ambas bocas, para ser exactos) a laculata, antes de ser capaz de agradecérselo detodo corazón. Alguien a quien ambos conocimosmurió como resultado de la explosión de unaescopeta que estalló al apretar el gatillo. Se lahabían regalado, por supuesto.

–William Duran. Era un incauto, mira quetener que aguantar a esa mujer. Pero aun así hayciertos límites. Uno no puede vivir en una urna decristal, como esa maravillosa figura del cuadrode Breughel. Por mi parte, lo encontré más sutil ymás inteligente que tú, puesto que si bien contigose mostraba parco, restringido al tema de lacaza, conmigo, obviamente, ha hablado muchomás y con atención a las palabras, sobre todo enturco, y tiene una facilidad de expresiónsorprendente en un simple soldado. Pero no sési será lo bastante listo como para manejar a losjenízaros, a los corsarios y a su curioso visir.¿Qué opinas de este último? Tú lo trataste másque yo.

–Es un político, eso seguro, con las mañaspropias de un político. Yo no confiaría en él

ningún asunto de importancia.Oyeron cascos en la distancia y el sonido de

un cuerno. Al volverse, vieron al guardia turcomejor montado de la comitiva cabalgar tras ellostras separarse de los compañeros.

–Dice que los demás no pueden mantenernuestro ritmo -tradujo Jacob las palabrasjadeantes del turco-. Teme, todo el mundo teme,que el Siroco nos alcanzará en una o dos horas.– Mirando al sur, añadió-: Si no hubiéramosestado conversando tanto rato sobre el carácterdel prójimo, yo mismo me habría dado cuentahace rato. ¿Ves esa nube oscura sobre latercera sierra a nuestra espalda? Eso es elprecursor. Ahora empezará a soplar el viento delsureste, y después el Siroco, más fuerte, que nosalcanzará con el aire lleno, lleno de arena muyfina. Será mejor que te cubras la nariz y la bocacon un pañuelo.

–Conoces bien el territorio, dime quédeberíamos hacer.

–No creo que sea un Siroco de los fuertes;probablemente no lleguemos al oasis y alpabellón de caza antes del anochecer, pero creo

que deberíamos apretar el paso. A menudo, elSiroco cae al ponerse el sol, y brillará la luna queiluminará para nosotros el camino. En cualquiercaso, creo que es mejor que acampar en eldesierto sin estar preparados, con poca agua ycon nuestros animales al descubierto, animales alos que lo más probable es que ataquen lasbestias salvajes.

–Estoy seguro de que tienes razón -dijoStephen; volvió grupas y, acompañado por losotros dos, cabalgó hasta reunirse con la banda,cuyos integrantes lo saludaron con cierta alegría-.Por favor, pregúntale a Ibrahim si podrá guiarnoscuando sea de noche, si será capaz dereconocer el camino con poca luz.

Al principio, Ibrahim escuchó la pregunta conincredulidad; después, contuvo la risa comopudo.

–Dice que es tan competente como sieteperros -tradujo Jacob.

–En tal caso, dile que si se las apaña bienrecibirá siete monedas de oro; pero que si no lohace terminará empalado.

Hacia el final del viaje, tuvieron serias

dificultades para avanzar, pues resultaba másdifícil hacerlo a cada yarda recorrida, debido a ladensa nube de fina arena que casi ocultaba laluna y se abría paso a través de la tela con la quese protegían, además del viento cálido que nohacía sino refrescar, hasta tal punto que inclusolos siete perros titubearon una y otra vez. Amenudo Ibrahim tuvo que rogarles que sedetuvieran, y se arracimaron unos con otros paraprotegerse mientras él miraba a su alrededor.Sin embargo, ponerse de nuevo en marcha yabandonar el refugio proporcionado por losanimales era arena de otro costal. Repetidasveces lo patearon, pellizcaron y vilipendiaron; yya estaba llorando cuando un claro en el veloformado por la arena en movimiento mostró eloasis y las dispersas linternas del pabellón decaza. Dispersas porque casi todo el mundo sehabía ido a la cama, y, aparte de las dos quehabía en la entrada principal, la única linterna queardía era la de la habitación donde Ahmed, elsubsecretario, terminaba de escribir una carta.Los porteros no deseaban correr las barras yabrirles la puerta. Sin embargo, Ahmed, al oír la

discusión y reconocer la voz de Jacob, no tardóen convencerlos para que cumplieran con sudeber.

Preguntó a Jacob si deseaba despertar alvisir.

–En absoluto -dijo Jacob-, pero si pudierausted encargarse de estas gentes, darles decomer y de beber, y permitir al doctor Maturin y amí darnos un baño, ambos le quedaríamossumamente agradecidos.

–Así se hará -dijo Ahmed-. Despertaré aalgunos sirvientes. Pero después de darse elbaño, mucho me temo que tendrán que dormir enmi habitación.

Por fin, por fin, por fin el bendito sueño.Stephen, libre de arena incluso en el cabello,comió y bebió envuelto en ropa limpia. Se sumióen una perfecta profundidad de la que ni siquierael tembloroso aullido del Siroco podríadespertarle.

Nada a excepción de alguien muy decididopodría encumbrarle a la superficie tan pocohalagüeña de la vigilia. Y así fue, y ahí estaba elinsufrible Jacob antes de asomar las primeras

luces del alba, preguntándole si recordaba lo quele había dicho acerca de los cainitas, insistiendoen la palabra «cainita» e incluso sacudiendo aStephen para lograr que se despertara del todo.

–Vete al diablo, Amos. ¿Me das un trago deagua, por el amor de Dios? – Después de bebery jadear, añadió-: Claro que recuerdo lo que mecontaste de los cainitas del Beni Mzab y de todaspartes, del modo en que fueron creados por unpoder superior y cómo llevan la marca de Caín.

–Sí. Escúchame: Ahmed también es cainita.Nos reconocimos de inmediato. Conoce agrandes trazos el motivo de nuestra visita (sabeque el propósito de nuestro viaje no consiste enrecabar conocimientos de medicina) y deseasernos de ayuda; está enteramente de nuestrolado, y nos ofrece sus servicios.

–Amos, querido, como agente de inteligenciacuentas con un gran bagaje. Dime seriamentehasta qué punto es fiable como fuente deinformación, qué clase de datos podríaproporcionarnos y a qué precio.

–No podríamos desear haber topado con unafuente de información más fiable. Respecto al

tipo de información, me ha mostrado una copiadel mensaje del visir escrito al jeque de Azgar,Ibn Hazm, en el cual le dice que se ponga encontacto con la caravana de inmediato, y quecargue el tesoro a bordo de un jabequeextraordinariamente marinero que a estas alturasha partido ya de Arzila, un puerto de pesca deaguas poco profundas en territorio chiíta, un lugarsituado justo al norte de Laraish. Yahya benKhaled, el capitán del jabeque y el corsario máscapacitado y afortunado de Argelia, aguardaráallí con un contingente de guardia hasta que elviento sople del este; después se hará a la vela,pasará por el Estrecho de Gibraltar en laoscuridad, con el viento y la fuerte corriente deleste que lo empujen a gran velocidad, rumbo aDurazzo por las rutas que mejor conoce, por lasrutas más rápidas.

Stephen permaneció sentado, reflexionandoen las palabras de Jacob.

–¿No mencionó nada de algunarecompensa? – preguntó.

–Ni una palabra. Creo que su oferta es así desincera, aunque me ha dado a entender que

agradecería con el tiempo, y no comoconsecuencia directa de este asunto, unapalabra amable a oídos del gobernador de Malta,que le permitiera establecerse en La Valetta,donde por lo visto viven unos primos suyos. Deningún modo lo ha puesto como condición.

–Muy bien. Dime, ¿a qué hora podríamosmarchar, como muy temprano? A propósito, yano oigo el viento.

–Cesó a las cuatro y media. De ningún modopodemos partir antes de la plegaria matinal,pues no sólo sería descortés, sino que tambiénpodría despertar sospechas. Sin embargo, conlas primeras luces ordenaré a los guardias turcosque se preparen.

–Espero que este condenado viento no hayaarrancado a la Ringle del fondeadero, niempujado a la Surprise contra una costa asotavento más allá de Cerdeña.

* * *El período que medió entre levantarse,

asearse, afeitarse y aguardar a que sepresentara el visir para las formalidades de ladespedida hubiera resultado insufriblemente

largo, de no haber sido por el hecho de queStephen, que salió a pasear por aquello que casipodía llamarse el bosque del oasis, volvió a verde nuevo a su anómalo trepador. No era un avemuy tímida, y pudo seguirla mientras tomabanotas hasta que Jacob asomó corriendo porentre los árboles y le dijo que el visir estabadispuesto a recibirle, pero que no había forma deencontrar el regalo del dey en su equipaje. Losturcos estaban desolados, y le pedíaninstrucciones para saber lo que debían hacer.

–No creo que nadie de nuestra escolta sehaya atrevido a robarlo, y bien podría ser que elbey se haya arrepentido de haberme hecho esteregalo. Sé que Omar Bajá valoraba mucho esepar de rifles -dijo Stephen-. Lo lamento, porqueaprecio ese rifle por los recuerdos que me trae, ypor el modo en que lo obtuve. Sin embargo,caben por supuesto otras posibilidades. Nomencionaré la pérdida.

Y no la mencionó, aunque cualquier personamenos sutil que el visir hubiera podido deducirde sus respuestas, tan educadas como secas,que no estaba muy complacido. Su primer

comentario fue:–Mucho me temo, señor, que nos veremos

privados del placer de su compañía nada másapurar esta excelente taza.

–Lamento sobremanera que no se meinformara de su llegada -dijo el visir-. Hubieradeseado disfrutar algunas horas más de sucompañía. Sin embargo, confío en que hayaquedado satisfecho tras conversar con el dey.

–Muy satisfecho, se lo agradezco, señor -dijoStephen al terminar el café y levantarse-. Sinembargo, tendrá usted que disculparme, porquenos espera un largo camino por delante.Permítame agradecer todas las muestras dehospitalidad que hemos recibido por su parte, yle ruego que transmita a su alteza todo mirespeto y mi agradecimiento por su amabilidad.

CAPITULO 8Largo camino, en efecto, y agotador,

abundante en arena fina allá donde encontrabancobijo, mientras que los jardines de las afuerasde Argelia, cuando finalmente llegaron hasta allí,parecían la desolación personificada, con las

parecían la desolación personificada, con lashojas colgando inertes o amontonadas en pilasmarchitas, jardines áridos y perjudicados por elviento del desierto. Al doblar un recodo delcamino de montaña, disfrutaron de una vistaclara del puerto y de los muelles, de modo queStephen pudo ver a través del catalejo que laRingle no se hallaba fondeada en aquellasaguas, ni amarrada al muelle. Tampoco la vio enla bahía, de modo que ni siquiera sintió ánimosde encarar el catalejo al horizonte, en busca delas velas mayores y, por tanto, más visibles, de laSurprise, aunque finalmente lo hizo durante unminuto de reloj, antes de cerrar decepcionado elcatalejo.

–Querido Amos -dijo algo después-, te ruegoque te encargues de satisfacer las cuentas connuestro guía y con estos buenos turcos, deofrecerles un festín de despedida en cualquierlugar que te parezca apropiado, además de unobsequio. Luego reúnete conmigo en elconsulado. Desde aquí veo el tejado y el poste.

Jacob parecía dubitativo, pero aceptó yambos se separaron en la siguiente encrucijadaque encontraron en el camino. Pese a la

inquietud que lo embargaba, Stephen no podríahaberse perdido; era la suya una inquietudracional e irracional, que no dejaba de aumentaren su corazón. Aquél era el territorio de la yegua,de modo que adoptó un suave galope y se abriópaso entre asnos, camellos, bueyes y caballoshasta llevarlo a la puerta. Le permitió desmontary, acto seguido, se dirigió a su propio establo.

A pesar de su inquietud, Stephen habíareparado en la atmósfera de emoción querespiraba la ciudad. Grupos de personas queconversaban en un tono más alto de lo normal,que miraban a su alrededor, que hacían gestoscuyo significado se le escapaba… Había tantagente que a veces casi le bloqueaban el paso,mientras la yegua empujaba con tal de avanzar.No había lugar para imprecaciones, pues laemoción superaba cualquier otro sentimiento,claro que Stephen, que aún vestía la ropa conque se había protegido del Siroco, no parecíafuera de lugar.

Sin embargo, el desdichado joven delvestíbulo le reconoció de inmediato, y le rogó quetomara asiento mientras avisaba a lady Clifford

de su llegada.–Querido Maturin -exclamó ésta-, cuánto me

alegro de verle. Habrá tenido un horrible viaje acaballo. Eso me temo. Un Siroco tan asfixiantecomo éste basta para que una eche de menoslas marismas de Yorkshire.

–Ciertamente, pero dígame, ¿cómo seencuentra sir Peter?

–Oh, muy bien, gracias por su interés. Jamáshabía visto semejante cambio en él; no, no creoque haya tomado una píldora mejor. Yo mismatomo dos, una por la mañana y otra antes deacostarme. Pero, ¿no quiere pasar a verle?Sigue en cama porque tiene mucho trabajo y lagente es tan aburrida; además, su secretariopersonal está enfermo.

El cónsul se levantó, casi con la mismarapidez de un león, pero con mayor brusquedadde la recomendable en alguien que había sufridohacía tan poco todos los síntomas de una ciáticaaguda.

–Doctor Maturin -saludó el cónsul, tomando aStephen de ambas manos-, cuan agradecido lesestoy a usted y a su colega por tan efectivos

remedios. Apenas he tenido motivos pararecordar ese acuciante dolor durante estos tresúltimos días. Qué purga tan benigna y sanadora(discúlpame querida). Siéntese, siéntese, se loruego. Habrá sido un viaje agotador. ¿Secruzaron con dos o tres escuadrones de caballosen el camino de regreso?

–No, señor.–Habrán tomado la carretera descendente.

Pero dígame, ¿cómo les ha ido el viaje? Querida-dijo a lady Clifford-, nos disculparás, ¿verdad?

–Por supuesto, por supuesto; y si a alguno deustedes le apetece una tetera, no tienen más quetocar la campanilla.

–Primero -dijo Stephen, después de abrir lapuerta a lady Clifford-, permítame preguntarle porlas actividades de la goleta Ringle. Tengonoticias importantísimas que debo comunicar alcomodoro Aubrey.

–Ay, me temo que durante las últimas horasde tan horrible ventarrón, el comodoro hizo señaldesde una inmensa distancia para que la goletase reuniera con él. He averiguado de quieneshan estado en contacto con los corsarios que

lograron refugiarse en puerto que un barco de laArmada real quedó desarbolado y muymaltrecho, y Aubrey necesitaba la goleta pararecuperarlo y remolcarlo, imagino que a Mahón.Lamento mucho darle tan malas noticias, tanmalas, malísimas noticias.

–Sí que lo son, las peores, de hecho. Ahorapermítame contarle los pormenores de mi misión,para que pueda juzgar el resultado por sí mismo.El doctor Jacob y yo llegamos al pabellón decaza en el oasis. Como usted nos dijo, el dey noestaba allí, sino cazando leones más allá, cercadel Atlas. Sin embargo, sí encontramos al visir, aquien mostré su carta y expliqué mis intenciones;habla el francés perfectamente, por cierto. Medijo que el rumor era completamente infundado, yme familiarizó con las diferencias religiosas y elodio que profesa el dey a Bonaparte. Finalmente,me sugirió que debía hablar con Omar Bajá enpersona y oír de su propia boca su rechazo por lacausa bonapartista. Y así lo hice, hablando pormediación de Jacob; también el dey lo negótodo, dijo que era una tontería, maldijo aBonaparte y habló con convicción de lo

necesario que era derrocarlo. También habló conadmiración de sir Sidney Smith y de la Armadareal, y me invitó a acechar en su compañía a unleón a la tarde siguiente, empleando para ello unpar de preciosos rifles que había adquiridorecientemente. Nada de importancia políticasucedió hasta el día siguiente, cuando él mató alleón, aunque lo hiciera con el segundo cañón delrifle, de modo que cuando la leona irrumpió enescena de forma totalmente inesperada el deyestaba desarmado. Yo misma la maté, a muycorta distancia. Se deshizo en halagos yadulaciones, y me dijo que enviaría al visir unaorden directa para asegurarse de que el oro nopasara por Argelia. En el viaje de vuelta alpabellón de caza, al echar por casualidad unvistazo a mi equipaje, encontré el rifle que habíaempleado para matar a la leona oculto bajo miotra camisa. Un poco después empezó a soplarel Siroco, que no tardó en acrecentar su fuerza,de tal modo que no fue sino hasta muy tarde quellegamos al pabellón de caza. Jacob se alojó conun antiguo conocido suyo y, creo, un colegacainita, que le mostró una copia de una carta del

visir al jeque Ibn Hazm…–¿El regente que debía proporcionar el pago

a los mercenarios de los Balcanes?–El mismo. Una carta en la que le sugería

ponerse en contacto con la caravana y cargar eltesoro a bordo de uno de los jabeques del dey enArzila, justo al sudoeste de Tánger. El jabeque yase encontraba de camino, y las órdenes delcapitán consistían en recibir a bordo el tesoro ycruzar el Estrecho de noche con la fuertecorriente del este y un viento favorable, rumbo aDurazzo y cubierto de toda la lona posible. Es eljabeque más rápido de toda la Berbería. Esta esla información que deseaba comunicar alcomodoro, para que él, que conoce tan bien elEstrecho, pudiera interceptar la nave.

–Lamento mucho que haya encontrado alcomodoro tan lejos. También lamento muchodecirle que a última hora de la noche, o quizámañana, se proclamará un nuevo dey, puesOmar Bajá morirá a manos de esos escuadronesque he mencionado antes. Estrangulado, igualque lo fue su predecesor. Ha empalado ademasiados jóvenes, un error de cálculo en el

cual confieso no haber reparado.Sir Peter tocó la campanilla. Apareció el té y,

cuando Stephen hubo tomado un sorbo,preguntó:

–¿Cree que el visir habrá tenido algo quever?

–No me cabe la menor duda. En primer lugar,ambos eran incompatibles. El visir despreciabaa Omar Bajá, a quien tenía por un brutoignorante, y el dey despreciaba al visir porrepulido, pese a lo numeroso de su harén, a sucolección de armas y a su posición dedestacado propietario en las asociaciones másimportantes de corsarios. Es más, el visiradmiraba en secreto a Bonaparte, y en secretoesperaba recibir una enorme parte del oro de IbnHazm. Sin embargo, ni siquiera en una corte tanpequeña como la de Argelia existe la intimidad,la verdadera intimidad. Según las circunstanciaspuedo resultar de mucha ayuda, de modo quedispongo de informadores voluntarios.

–No creo conocer la palabra «repulido» -confesó Stephen.

–Quizá no se utilice mucho, pero vivíamos en

una zona remota de Yorkshire y mi abuelo laempleaba a menudo. Según él, la mayoría de susvecinos eran repulidos, sobre todo aquellos quepreferían no cazar ni al zorro ni a la liebre. Conello venía a decir que eran algo afeminados,dados a los brocados y probablemente a lasodomía. Poco mejores que los Whigs.

Tras considerarlo durante unos segundos,Stephen dijo:

–Lo lamento por Omar Bajá. Poseía algunascualidades excelentes; era generoso y creohaberle considerado de una formavergonzosamente injusta.

–Adelante -dijo el cónsul.–Señor -dijo el mensajero-, me pidió usted

que le avisara en cuanto asomara la goleta.Moussa cree que acaba de asomar el casco alnorte.

–¿Quiere que vayamos a verlo? – preguntósir Peter-. Dispongo de un telescopio en eltejado.

–¿Cree que su pierna se lo permitirá?–Lo ha hecho desde que desapareció la

Ringle.

El tejado, al igual que todos los demástejados de la ciudad, protegía la casa del calordel sol con tejas o una capa de cal, y el conjuntoparecía un campo de sobrehumana blancura. Sinembargo, Stephen volcó toda su atención en elrecio telescopio que asomaba apoyado en untrípode de bronce, asegurado por pesas deplomo. A su lado, un muchacho negro tocado conun fez escarlata parecía estar encantado de serel responsable del artilugio, y en su rostro sedibujaba una sonrisa triunfal.

Sir Peter se acercó al telescopio, doblado elcuerpo para combatir la fuerza del viento, conmayor agilidad que cuando subió por la escalera,lo cual empujó a Stephen a jurarse para susadentros no precipitar ningún diagnóstico en loque le quedara de vida.

–Desde luego, es un barco de aparejo develas de cuchillo -dijo sir Peter-. Pero estecondenado viento me nubla la imagen. Venga averlo, aquí tiene la manecilla para enfocar.

Stephen echó un vistazo acercándose a lalente y haciéndose sombra con ambas manos. Elaire estaba muy turbio. Distinguió una mancha

blanca con cierta claridad, hasta quedesapareció por completo con un resplandor.

–Querría disponer de un ocular más pequeño-dijo sir Peter-. Esta atmósfera perjudica elaumento de la imagen.

–Lo tengo -exclamó Stephen-. Lo tengo…pero, ay, no es la Ringle. Es un barco de velalatina, y pierde terreno a cada bordada.

–Lo siento mucho -dijo el cónsul-. Lo sientomuchísimo, pero al menos hay esperanzas deque se acerque. Durmamos tranquilossabiéndolo; quizá mañana la encontremosamarrada al muelle.

–Sir Peter -dijo una voz a la altura de suspies, una voz cuyo poseedor se encontrabaapoyado en precario equilibrio en la escaleramovida por el viento-. El doctor Jacob me hapedido que le transmita sus mejores deseos, y lepregunte si puede usted recibirlo.

–Sir Peter -dijo Stephen-. Le pido disculpaspor la interrupción, pero mi colega, aunque es unexcelente médico -«Que Dios nos perdone aambos», pensó Maturin- y lingüista, no es unmarino. Bajemos si le parece para conversar con

él tranquilamente.–Por supuesto -dijo el cónsul, que echó una

mano a Stephen a la hora de superar el temibleabismo que mediaba entre el parapeto del tejadoy el acceso a la escalera.

–Sir Peter -saludó Jacob al levantarse-. Lepido disculpas por esta intromisión, pero mepareció que le gustaría saber que Ali Bey ha sidoelegido.

–¿En lugar de Mustafá? Estoy asombrado.–También a él le ha parecido asombroso,

señor. Y temo que lo ejecuten, porque se lollevaron preso. Pero me he tomado la libertad depresentarme con tanta informalidad para decirleque Ali será proclamado de inmediato, tras laplegaria de la noche.

–Le estoy sumamente agradecido, doctorJacob. Y, como le he dicho, estoy asombrado,porque de todos los candidatos posibles, Ali esel más favorable a los Aliados y contrario aBonaparte. Quizás haya entendido mal lasituación… -pensó en voz alta, antes decontinuar-: Les quedaría muy agradecido si ustedy el doctor Maturin acudieran en mi lugar (es de

sobras conocido que mi salud me impideabandonar la casa) para ser los primeros enfelicitar al nuevo dey Disponemos en elconsulado de las prendas apropiadas para lasgrandes ocasiones. Después, espero queambos nos hagan compañía a lady Clifford y a míhasta que este condenado viento del sur caiga lobastante como para permitir entrar a puerto a losbarcos. Estas ráfagas son muy raras, pero encuanto se emperran son capaces de durar seis osiete días. Aunque ahora que lo pienso, creo queles acompañaré. Cogeré el bastón y ustedes dosme ayudarán. Los dejaremos boquiabiertos.

Jacob miró a Stephen, entendió que ésteasentía con la mirada y, después de toseraposta, dijo:

–Señor, nos encantaría servirle de apoyo,puesto que somos sus médicos. Pero respecto asu amable invitación, por mi parte permítamerechazarla. Después de pronunciar las debidasfelicitaciones al dey, querría retirarme a unadiscreta casa de huéspedes que hay cerca de laPuerta de la Aflicción, una casa en la quealgunas de mis amistades argelinas o bereberes

menos presentables no despertarán lacuriosidad de nadie, al contrario de lo quesucedería de albergarlas en una residenciaoficial.

–Por supuesto -dijo el cónsul-. Y el señorMaturin que haga lo que quiera: Comer y pasar lavelada con nosotros, y pasear con usted de día, oreunirse con sus sin duda interesantes amigos.Estoy seguro de que también permaneceráatento al barómetro y al horizonte con tanto celocomo lo haremos Isabel y yo, o incluso más… Laceremonia se celebrará alrededor de las siete,supongo.

–Precisamente, una media hora después dela proclamación.

* * *La ciudad, sumida en un estado de intensa a

la par que refrenada agitación, se calmó depronto para la plegaria nocturna (no se oía casinada, a excepción del viento del sur que agitabalas palmeras). Apenas se habían pronunciado lasúltimas palabras, o enrollado las alfombrillas dela plegaria, cuando el estruendo ensordecedorde las baterías argelinas saludó al cielo; y al

morir el eco, millares y millares de jenízaros, ytodos aquellos ciudadanos que valoraban subienestar, aullaron el nombre de Ali, compitiendocon innumerables trompetas y tambores.

La ciudad se entregó a la alegría, aldivertimento y a la interminable conversación,tanto en las angostas calles como en las escasasplazas. El carruaje de sir Peter, tirado por cuatrocaballos, avanzó hacia palacio con lentitud ydiscreción, a pesar de su magnificencia. Allídescendieron los médicos del cónsul, elegantescon sus trajes para las grandes ocasiones, yambos ayudaron a sir Peter a caminar hasta lacámara del consejo, donde le saludó el nuevodey (el cónsul era el primer representante de unapotencia extranjera en hacer acto de presencia)con gran amabilidad, pidió éste un asientoacolchado para que pudiera sentarsecómodamente, y escuchó con gran satisfacciónlas fluidas, sonoras y sin duda elegantes fórmulasde felicitación turcas de Jacob, acompañadas deproverbios y citas persas. Fue un excelentediscurso, y, sobre todo, un discurso que no duróuna eternidad. Cuando hubo terminado, y cuando

Stephen le hubo regalado el sable ritual, el deyles dio las gracias, y solicitó la bendición delCielo y toda la paz posible para el rey Jorge. Acontinuación, dio una palmada y cuatro negrosfuertes llevaron a sir Peter en la silla acolchadahasta el carruaje, acompañado por un tripletrompetazo que sostuvieron más de lo queStephen había escuchado en la vida.

Para entonces era de noche y los caballos seabrieron paso entre los fuegos artificiales, entrela muchedumbre que vitoreaba, las hoguerasllenas de niños empeñados en saltar por encimade ellas, y entre un gran número de mosquetesque disparaban al aire, cuyo humo, ay, aún caíaal norte, quizá más rápido que antes.

–Dios mío -dijo Stephen mientras Jacob y él,después de cambiarse de ropa, descendían lasescaleras para cenar en el consulado-, quésobrecogedora riqueza de color, luz, ruido yemoción, tanta que no creo haber visto nadasemejante. Tampoco creía que pudiera habertanta gente en toda el África Menor. Pese a laansiedad que siento por la situación de laSurprise y la Ringle, y por el modo terrible en

que transcurre el tiempo, no creo que semejantetumulto me haya cerrado el estómago.

–Aunque lo hubiera hecho, creo que misnoticias aliviarán la situación. Sidi Hafiz, a quienconozco desde hace años, muchos años, me dijoque la enorme masa de caballería, infantería yartillería rusas estaba bloqueada porinundaciones en Podolia. La vanguardia losaguarda, de modo que la peligrosa proximidaddel momento en que nuestros Asesinos, nuestrosmusulmanes bonapartistas de los Balcanes,puedan atacarlos, dando pie a una terribleconfusión, mala voluntad, desconfianza y demás,se ha visto pospuesta durante al menos unasemana. Recibimos esta noticia por mediaciónde un mensaje enviado desde Turquía, alguiende confianza.

–Gracias al cielo -exclamó Stephen-. No hedejado de mirar el calendario; este malhadadomes avanza tan rápido… Y cada cambio en laforma de la cruel luna me ha entristecido elcorazón.

–Lo cierto es que ha adelgazado ustedmucho durante estos últimos días.

–Esta noche cenaré como un león. ¡Hemosganado una semana entera! Muchas gracias porcontármelo, querido Amos. Quizá nos sirvancordero.

* * *La cena de lady Clifford incluía cordero,

cordero hervido a la manera inglesa, con salsade alcaparras. Era delicioso para quienes estánacostumbrados a tales platos (y después deotras delicias lo siguió un recio, sólido pudín, delcual podría decirse lo mismo), pero en nadapodía compararse con el cordero tierno, asado ohecho a la parrilla en pinchos en los discretosaposentos de Jacob, cerca de la Puerta de laAflicción. Allí comió Stephen a diario cuando nocontemplaba el horizonte o paseaba por Argeliaacompañado de Jacob. Sin embargo, la tarde enque regresaba después de una de estascomidas, en los días del calendario que tenían demargen gracias a la inundación, Jacob y Maturinatravesaron el entonces activo y reanimadomercado de esclavos cuando Jacob, al ver aalguien conocido, pidió a Stephen que le hicierael favor de esperarle. Por herencia, Jacob era

comerciante de joyas, y la profesión, queanidaba aún en su pecho, afloraba siempre quesurgía la ocasión. No sólo conservaba unconocimiento profundo de las gemas, sino unamor ferviente por algunas de ellas, y deseabaintercambiar con su conocido una escudillapequeña y exquisita de jaspe por algunos de losdiamantes que siempre llevaba consigo,guardados en papelitos, ocultos por si surgía laocasión de hacer negocio.

–No tardaré mucho -dijo-. ¿Qué te parece sinos reunimos en la cafetería de la bóveda azul,en la esquina?

–De acuerdo -respondió Stephen.Así fue como Stephen vagabundeó

lentamente por la desdicha y la desolación quedestilaba el mercado, tolerables por ser loacostumbrado en el lugar, el pan de cada día,como si de una feria de ganado se tratara,cuando pudo oír una voz hundida en la miseriaque hablaba en gaélico:

–Oh, por el amor de Dios. – No lo dijo en vozalta, ni con un énfasis especial. Al volverse, vio ados críos, niño y niña, sucios, feos y delgados.

Ambos eran demasiado jóvenes para sobrellevarlas cadenas de rigor, de modo que los habíanatado del brazo con un cordel.

El mercader llamó la atención de Stephen,primero en árabe, luego en una lengua francaque tenía mucho de castellano, y le dijo que selos vendería por una miseria. Ambos gozaban deperfecta salud, y en cuestión de unos años, si losalimentaba bien, podrían llevar a cabo todo tipode trabajos penosos, incluso ahora podíanhacerlo, ja, ja, ja, como espantar a los cuervos ocomplacer a quien fuera.

–Hablaré con ellos -dijo Stephen, que así lohizo. El muchacho le dijo que eran mellizos, Keviny Mona Fitzpatrick, de Ballydonegan, donde supadre trabajaba para el señor MacCarthy. Habíanido a isla Dursey con el primo Rory en un bote depescar cangrejos. De algún modo, un ventarrón yla lluvia del norte dejaron al bote a la derivamientras Rory visitaba a su novia, y se vieronarrastrados mar adentro. Por la mañana, loscorsarios, árabes, los subieron a bordo. Habíanrecorrido la costa, pero sólo habían logradocapturar a un hombre, Sean Kelly. Y ese señor de

ahí, dijo el pequeño señalando con la cabeza almercader, lo vendió ayer. Sean les había dichoque la gente de Dungarvan y de algún lado alnorte había matado a dos docenas de árabes.

Una persona con aspecto de rata debiblioteca, de secretario (que a Stephen lesonaba haber visto en el séquito del nuevo dey)habló en privado con el mercader, que prestóatención a sus palabras con mucho respeto. Encuanto se hubo marchado, Stephen se dirigió almercader en un tono de voz marcado por laindiferencia de un vendedor de caballos.

–Me gustaría saber a qué tipo de precio sevenden estos bienes en la ciudad.

–Cuatro guineas por el muchacho, señor -respondió el mercader-, ésa es la cifra habitual, eincluiré a la niña por el placer de hacer negocioscon usted.

–Excelente -dijo Stephen, hundiendo la manoen el bolsillo-. Pero necesito que me dé unrecibo.

El mercader se inclinó, escribió algo en unahoja, la selló con lacre, extendió la mano pararecibir las monedas, cortó el cordel y entregó a

los niños con las bendiciones de rigor y unanueva inclinación. Stephen respondióeducadamente, informó a los niños de que loshabía comprado, y ordenó a ambos que lecogieran de la mano. Los mellizos obedecieronsin rechistar, y Stephen los condujo por elmercado hasta la cafetería de la bóveda azul.

–Amos -dijo-, ¿crees tú que en esta cafeteríapodrán servir algo adecuado para los niños?Acabo de comprar a estos dos.

–¿Tienen dientes?–Kevin y Mona, ¿tenéis dientes?Ambos asintieron con seriedad antes de

mostrárselos: espléndidos dientes, con loshuecos habituales para su edad.

–En tal caso pediré yogur azucarado y panblando. Dime, ¿en qué idioma les hablas?

–En gaélico, lengua que emplean muchos delos habitantes de Irlanda, si no todos.

Jacob levantó la mano, hizo el pedido ypreguntó:

–¿No hablan inglés estos niños?–Se lo preguntaré cuando tengan el

estómago lleno. Podrían echarse a llorar si lo

hiciera antes.El yogur y el pan blando desaparecieron a

gran velocidad. En cuestión de minutos, los niñosse parecían un poco más a un ser humano. Al serpreguntados, después de servir un segundoplato, Mona respondió que aunque no sabíamucho inglés podía recitar el Ave María. Kevin selimitó a inclinar la cabeza.

–¿Crees que esa amable lavandera de laPuerta de la Aflicción lavaría a estos niños, losvestiría con decencia e, incluso, estaría dispuestaa peinarlos?

–¿Fátima? Estoy seguro. Quizás inclusopueda calzarlos.

–Dudo que se hayan calzado en la vida. – Selo preguntó y ambos negaron con la cabeza-. ¿Nisiquiera para ir a misa? – De nuevo negaron conla cabeza; esta vez asomaron las lágrimas-. Séqué podría servirnos -dijo Stephen-. Ese calzadoque nosotros llamamos espardenyas, hechas deloneta, con suela de esparto y cordones paraatarlas. ¿Crees que podríamos encontrarlas enalguna parte? No me gustaría llevarlos descalzosal consulado.

–Seguro que sí. Quizá puedan hacérselas enla esquina sur de esta misma plaza.

Con este calzado (rojo para uno, azul para elotro), caminaron henchidos de orgullo hasta ladudosa guarida de Amos Jacob. Para cuandollegaron, caminaban con soltura y sus rostros demuertos de hambre habían adoptado unaexpresión más propia de un ser humano, inclusoparecían dispuestos a sonreír. Fátima, una mujerinteligente y trabajadora, los observó con máspena que desaprobación. Después de largo ratolos devolvió a su dueño lavados, vestidos,peinados y alimentados otra vez, casiirreconocibles, pero ansiosos por mostrarseafables.

–Mucho mejor, menudo cambio -dijoStephen-. ¿Te has dado cuenta de que el silbidodel viento no es tan pronunciado? Aunque nocreo que sean capaces de subir esos infernalespeldaños. ¿Crees que podríamos hacernos conun carruaje?

–Pues claro que sí, ya me encargaré yo deenviar a Achmet a por uno, si lo deseas.

–Te lo ruego.

–Y sí, confieso qué yo también creo habernotado que el viento amainaba. Ese viento escapaz de atenazar los órganos más internos, eldiafragma, el plexo solar y el pericardio, y hacerde ellos un nudo que ahora noto más suelto. Sitomamos un carruaje, tendremos que dar unlargo rodeo hasta el consulado; durante dosterceras partes del recorrido podremos ver elmar…

Y ahí estaba el mar, una vasta extensión demar espumoso con un horizonte que se alejaba yalejaba a medida que el carruaje subía y subía.Sin embargo, en su mayor parte estaba vacío,incluso cuando llegaron al consulado. Stephendejó a los extrañados niños con Jacob bajo laspalmeras, y entró en la casa. Le dijeron que sirPeter se encontraba reunido por asuntos delconsulado, pero en lugar de sentirse contrariadosonrió y pidió que avisaran a lady Clifford.

–¡Oh, doctor Maturin! – exclamó-. Lamentomucho decirle que sir Peter no está en casa. Eneste momento asiste a una de esas odiosasreuniones que se alargan y se alargan hasta laeternidad, sin que nada útil resulte de ellas.

–Lo lamento sinceramente por él -dijoStephen-. Aunque más bien venía a visitarla austed. Esta mañana he comprado a un par deniños en el mercado de esclavos, un niño y unaniña, mellizos, a quienes calculo una edad deentre seis y siete años. Aunque no hablan unapalabra de inglés aparte del Ave María, son,nunca mejor dicho, súbditos británicos en apuros.Los recogió un corsario argelino empeñado ensaquear las costas de Munster, salvados de unbote que andaba a la deriva en alta mar, traídosa Argelia y vendidos. ¿Sería tan amable dealbergarlos durante uno o dos días, mientrasdispongo lo necesario para enviarlos de vuelta asu hogar?

–Doctor Maturin -dijo ella sin el menor cambiode expresión o tono, al menos que él pudierapercibir-. Me gustaría complacerle, pero mimarido odia a los niños, los odia de todocorazón. No puede soportarlos.

–Tengo entendido que a menudo les sucedeeso a los hombres.

–Es parecido a lo que algunos experimentanhacia los gatos. No puede tolerarlos en ninguna

parte de la casa. Pero si, como supongo a juzgarpor su origen y por lo que usted me ha dicho, soncatólicos y romanos, entonces creo que deberíausted acudir a los Padres Redentores.

–Muy agradecido, señora -dijo Stephen altiempo que se levantaba-. Dé recuerdos de miparte a sir Peter.

Fuera, saludado con alegría por sus esclavos,que le mostraron orgullosos una hoja de palmaarrancada del árbol, comprobó con gransatisfacción que Jacob había retenido elcarruaje.

–Hemos hecho el viaje en balde -dijo-. LadyClifford no ha querido dar cobijo a los niños. Laverdad es que su franqueza me ha dejado mudo.

–¿De veras? – preguntó Jacob, mirándolecon curiosidad-. Da lo mismo, ya verás lo felicesque son en nuestra casa de huéspedes, aunquelamento que te hayas llevado una decepción.

Y menuda decepción, fue tal que hizo temblarlos cimientos de la buena opinión que tenía de sucapacidad de juicio. Envió una nota para que lodisculparan a la hora de comer, y pasó unaagradable velada dando de comer a los niños,

cándidas criaturas donde las hubiera,acompañado por Fátima. Jacob había ido avisitar a un primo libanes que tambiéncomerciaba con piedras preciosas, aunque amayor escala, y que al mismo tiempo negociabapréstamos. Al volver, a pesar de que Stephen sehabía ido a dormir, le preguntó si estabadormido.

–No, no estoy dormido -respondió Stephen.–Permíteme en tal caso decirte que mi primo

ha averiguado que la caravana de Ibn Hazmemprendió viaje ayer. Es un terreno difícil ytardarán diez días en llegar a Azgar, por nohablar de ese puerto insignificante cuyo nombreni siquiera recuerdo.

–Arzila, creo.–Arzila, eso es. De modo que, añadidos a

nuestra semana de gracia, calculo quedisponemos de una quincena más.

–Excelentes noticias, me alegro.–Y Abdul Reis, el cabecilla de uno de los

grupos de corsarios, dice que el viento caerámañana. Si queremos visitar algunas de susgaleras nos recibirá con los brazos abiertos en el

puerto, pero temprano, porque si el viento hace loque él supone que hará, podría hacerse a la marrumbo a Cerdeña antes del mediodía. Tieneciertas ventajas eso de que el dey te tenga bienconsiderado.

–Por supuesto. Escucha, Amos. ¿Has leído aun autor que dijo: «Jamás desestimes lacapacidad de una mujer para los celos, porilógicos, inconsistentes o contraproducentes quepuedan ser»?

–Creo que no, aunque esta idea está muyextendida entre quienes consideran al hombre ya la mujer como pertenecientes a dos nacionesdistintas; y entre quienes ansían mostrarseprofundos, por supuesto.

* * *El comportamiento de lady Clifford tenía

intrigado a Stephen, y hasta que se quedódormido no dejó de dar vueltas y más vueltas enla cama, sin dar con una respuesta quesatisficiera sus desvelos. Despertó al alba, nopor los habituales ruidos de una casadesordenada, ni por los ronquidos constantes,perseverantes, del doctor Jacob, sino por la

vocecilla de una niña que preguntaba a su oído sihabía vacas a las que ordeñar.

No las había, pero con la ayuda de Fátimapodrían sacar agua del pozo, lavarse la cara,rezar y disfrutar de un desayuno cristiano,desayuno celebrado en un modesto patiotrasero: las bananas y los dátiles eran susalimentos preferidos, también las tostadas conmiel, y el pan tostado, que descansaba en elmismo brasero encargado a cierta distancia demantener caliente el café.

–¿No tenéis frío, niños, llevando puesto nadamás que esas camisas? – preguntó.

–En absoluto; y no son camisas normales,sino ropa en toda regla. Achmet, aunqueanciano, no tiene nada más -respondieron-. Aquíestá el otro caballero. Buenos días, señor. QueDios esté con usted.

Jacob los bendijo en hebreo y tomó un largosorbo de café.

–Cuando ya estabas en la cama llegó unpaquete para ti -dijo a Stephen-. Preferí nodespertarte, pero ahí lo dejé, en tu habitación. Telo traeré en cuanto me despierte un poco.

Míralos, tienen tan buen aspecto después de unanoche de sueño reparador. Ya no podríasconfundirlos por macacos muertos de hambre.

Al poco, recuperado su buen carácter, Jacobfue a buscar el paquete de Stephen, enviadodesde el consulado, que a duras penas podíaconsiderarse como un paquete en el sentidooccidental del término, puesto que carecía depapel y cuerda. Ahí estaba, cubierto con unaespléndida túnica, atada por pañuelos de seda,el rifle con el que Stephen había matado a laleona. Encontró una carta adjunta, con laelegante explicación del visir del error cometidopor la gente encargada del equipaje, susdisculpas y su esperanza de que si la pérdidahabía sido mencionada a su actual alteza, ladevolución fuera de igual modo mencionada.Después de la firma europea, incluía unapreciosa posdata escrita en árabe.

–¿Serías tan amable de traducírmela? –preguntó Stephen.

–Se trata de una bendición, una serie debendiciones para ti y los tuyos, que mencionamuchos de los atributos de Dios: La compasión,

la piedad… Tengo la impresión de que el visirestaba tan convencido de que su amigo Mustafásería elegido para el cargo, que pensó que podíahacer cualquier cosa con total impunidad, y queahora cree estar en tus manos, atado ymaniatado.

Stephen consideró la cuestión, asintió y,sacando otro papel, dijo:

–¿Podrías leérmela también?–Es el recibo por cuatro guineas de oro

inglesas, del peso adecuado, en concepto delpago por dos jóvenes, macho y hembra, estaúltima virgen. Incluye fecha, sello y la debidafirma.

–Gracias. No quiero que me los arrebaten,que los reclamen. Estos niños ya han sufridomucho. – Observó el rifle durante un rato conintensa admiración, y después preguntó cuándose reunirían con Abdul Reis, el corsario.

–Podemos ir cuando quieras. El puerto seencuentra a unos pasos de la Puerta de laAflicción.

–En tal caso podrían acompañarnos losniños. Confiaré esto a los buenos cuidados de

Fátima -dijo dando unas palmaditas al rifleenvuelto-, y después podremos irnos.

La calle era extraordinariamente estrecha, ylos balcones casi se tocaban por encima de suscabezas. Partes de la calle estaban atestadas deovejas, jinetes a caballo y niños argelinos quejugaban a un juego que exigía a sus participanteschillar y correr. Muchos de ellos tenían un granparecido con Mona y Kevin, irlandeses de pelonegro, y vestían el mismo tipo de túnica.Después, tras abrirse paso por entre trescamellos cargados y de muy mal carácter,Stephen, Jacob y los niños franquearon la Puertade la Aflicción. El cielo se extendía congenerosidad, y el mar también se extendía, lejos,lejos, aún lleno de espuma, aunque algo menos.Y a ese lado, al norte, orzaba la Ringle al viento,rumbo a la costa, apenas visible desde la muralladel puerto, pero reconocible para cualquiera quela conociera bien.

Los niños se asustaron mucho al ver lasgaleras que copaban la zona más abrigada delpuerto; quedaron mudos, y ambos cogieron aStephen de la mano. El Reis, un formidable

hombretón de barba roja, se mostró muy afablecon Jacob, mostrándole la disposición y ordende su preciosa embarcación. En cuanto elmaestro velero llegara cargado con la nueva velalatina, partirían hacia Cerdeña.

–¿No van a remar? – preguntó Stephen,cuando Jacob se lo tradujo.

–Oh, no. Sólo emplean los remos cuando elviento no les sirve. En este momento el vientosirve para cualquier viaje cuya dirección seanordeste, norte o noroeste, sobre todo si el marcede cada media hora.

–Querido Amos, ten la amabilidad depreguntarle si esa embarcación que asoma porel horizonte, y que orza con tanta valentía alviento, arribará a puerto.

La pregunta de Jacob al Reis se viointerrumpida por la aparición del maestro velero,un hombre negro como el carbón, que llegóacompañado por dos pálidos esclavonios, algoencadenados y muy cargados; al cabo, cuandoempezaron a envergar la nueva vela latina en ellargo palo, Abdul volvió la vista al mar y sonrió alver que navegaba amurada a babor.

–La goleta americana… Sí, la había vistoantes, es el buque de pertrechos de la fragata.Con este viento que no hace más que caer,quizás entre cuando salga la luna; en cualquiercaso, lo hará durante las primeras horas de lanoche.

–Jacob -dijo Stephen-, si no me equivoco, notardará en situarse en la ruta de la galera, quepondrá rumbo a Cerdeña. Si el Reis nos llevara abordo le daría cualquier suma de dinero que teparezca apropiada. Aunque ganemos unaspocas horas, son muy valiosas.

–Tan seguro estoy de que aceptará, que voyahora mismo a la casa de huéspedes a arreglarlas cosas con Fátima y a recoger nuestraspertenencias -dijo Jacob, que inmediatamentehabló con Achmet, unidas las palmas de lasmanos, recibió una amistosa sonrisa y se alejócorriendo.

Ordenes, gritos, más o menos igual que en laArmada real, pero con algún que otro aullido enturco de más. En cuanto Jacob, ayudado porAchmet, subió a bordo el escaso equipaje, lagalera empezó a deslizarse suavemente hacia la

embocadura del puerto. Los niños, silenciosos,permanecían pegados a Stephen, puesto que sibien aquél no era un viaje de saqueo con lagalera llena hasta la regala de marinerosdispuestos a lanzarse al abordaje, sino unmercante normal y corriente que comerciaba conproductos de diversa índole de un lado a otro, latripulación estaba compuesta por corsarios detomo y lomo, para quienes la expresión ferozformaba parte de su equipaje, tanto como loscuchillos y las pistolas que llevaban al cinto.

Mar abierto. El Reis puso a la vía el timón,aventó escotas y prestó atención a lasexplicaciones de Jacob. Después se abrió subarba roja hasta dar forma y pie a una sonrisa.

–Si su amigo me garantiza que la goleta noabrirá fuego sobre mi barco, Dios sabe que lessubiré a su cubierta.

En cuanto Jacob tradujo sus palabras,Stephen se inclinó repetidas veces ante el Reis.

–Podría trepar a alguna altura y saludar con lamano, quizá con un pañuelo, cuando estemosmás cerca; lo que sea con tal de mostrar quevamos en son de paz -dijo a Jacob.

–Por supuesto, siempre y cuando encuentresuna altura adecuada y te agarres a ella paracombatir este endiablado cabeceo.

Stephen observó aquella jarcia desconocidapara él. Había una especie de cesto a popa deltope, aunque no veía el modo de subir a él, a noser que fuera levitando. Los obenques teníanflechastes para trepar, como en una escalera,pero mediaba un vacío inquietante entre elflechaste superior y el cesto, practicable quizápara un mono o un corsario bregado, pero nopara un doctor o un médico.

–Creo que me pondré de puntillas en proa,con el catalejo, y cuando estemos cerca harétodo tipo de bufonadas.

Las amuras de una galera que orzaba alviento no resultaron un lugar muy ventajoso, sobretodo para los niños, que no se despegaban deStephen. Los tres se agarraron con tolerablecomodidad a lo que en la galera pasaba por serel pasamanos de proa, donde Stephen lesmostró las maravillas de su catalejo de bolsillo. Yasí se entretuvieron hasta que las dosembarcaciones estuvieron tan cerca que podía

distinguir el brillo del garfio de acero de WilliamReade, aferrado en estribor a la obencadura deltrinquete. «Ahora, que nada se tuerza», rezóStephen para sus adentros, al tiempo queagitaba el pañuelo. El joven ayudante del piloto,de pie junto al capitán de la goleta, armado conun catalejo más potente, informó de lo que veía yReade le devolvió el saludo. Stephen pidió a losniños que se levantaran, pensando que supresencia justificaría la situación, y sólo por lagracia divina pudo impedir que cayeran al mar alcabecear la galera; sin embargo, la recia tela delas camisas aguantó al tirar de ellos, jadeantes yavergonzados.

Las horas tediosas que habían transcurrido apaso lento desde que se levantara aquellamañana parecieron de pronto avanzar a grandeszancadas. Pudo ver rostros reconocibles, oír susvoces. Stephen se dirigió a popa, desató elpaquete, envolvió el rifle con algunas camisas yun par de largos calzones de lana, y aferró lapreciosa túnica del visir contra su pecho. Alacariciarse ambas embarcaciones, losmarineros de la Ringle aferraron la galera y

tendieron un tablón entre regalas, prueba de lopoco digno de confianza que consideraban a sucirujano. Este, antes de aventurarse, caminandode espaldas como un cangrejo y con un niño encada mano, regaló la espléndida túnica a Abdul,mientras le obsequiaba con un torrente desinceras palabras de agradecimiento, que Jacobtradujo.

–¡Vaya, señor, ahí está usted! – exclamóReade, ayudándole a subir a bordo-. Cuánto mealegro de verle, y qué alegría se va a llevar elcomodoro. Ha estado en Mahón comiéndose lasentrañas. Adiós, señor -dijo a Abdul Reis-, ymuchas, muchas gracias a usted y a su preciosagalera.

Tanto estas últimas palabras como larespuesta del Reis se perdieron al separarseambos barcos. La Ringle puso rumbo a Menorcay la galera a Cerdeña, aunque las dotaciones deambas no dejaron de cruzar saludos hastadesaparecer en el horizonte.

–Estos niños son Mona y Kevin Fitzpatrick, deMunster -presentó Stephen-. Mona, no olvideshacer la reverencia ante el capitán. Kevin,

flexiona la rodilla -dijo en gaélico-. Los corsarioslos recogieron de un bote que andaba a la derivafrente a la costa, se los llevaron y los vendieronen el mercado de esclavos de la ciudad. Loscompré, y me he propuesto enviarlos a su hogaren el próximo barco que esté bajo el mando dealgún amigo que ponga rumbo a la cala de Cork.Poll se encargará de ellos en cuanto subamos abordo de la Surprise. Pero, ¿dónde podríamosestibarlos a bordo? ¿Y con qué vamos aalimentarlos?

–Oh, tenemos leche en abundancia, huevosfrescos y verduras… bueno, casi frescas, pueshemos tenido que vérnoslas largo tiempo coneste infernal ventarrón; en todo caso, soncomestibles. Respecto a dónde dormirán,colgaremos un coy en la cabina: ambos cabránen él con espacio de sobras.

–Quizá puedan darles algo de comer en lacocina y enseñarles dónde están los excusados.Percibo en ambos cierta inquietud que merecuerda a mis tiempos mozos.

–Por supuesto -dijo Reade-. ¿Hablan inglés?–Ni una palabra, aunque han aprendido a

hablar el árabe -respondió Stephen mirando aJacob, que asintió.

–En tal caso avisaré a Berry. Es padre, y fueesclavo en Marruecos durante algunos años. –Se avisó al marinero, al veterano marinero, ycogidos de su amable mano se alejaron losniños.

–Que Dios me perdone, William. Lo primeroes lo primero: Hábleme de la Surprise y delcomodoro -dijo Stephen.

–El café está listo, señor. ¿Querrá ustedtomarlo en la cabina? – preguntó el despensero.

–Claro. Doctores, ¿me acompañan bajocubierta? – Mientras servía el café, ordenó elcurso de sus pensamientos y dijo-: A última horade la tarde del terrible día que ese malhadadoviento empezó a soplar, el comodoro seencontraba a la mar auxiliando a un barco enapuros, el Lion, totalmente desarbolado aexcepción de unos diez pies del palo de mesana.Apenas pudimos distinguir la señal que nos hizopara que nos reuniéramos con él. De modo quelargamos amarras, estibamos los mastelerillosen cubierta, largamos la lona de capa y

franqueamos el puerto. Pronto tuvimos queapañárnoslas con la trinquetilla de capa y otrospedazos de lona. Cuando llegamos, guiados porlos cañonazos, no podíamos ver a más decincuenta yardas debido a la arena y a losrociones, aunque distinguimos que la Surprisehabía logrado tender un cabo de remolque alLion para volver su proa un poco, y poderrecuperar parte de los restos y envergar unajarcia de respeto que, al menos, le permitierahacer avante. Pasé por sotavento en busca deórdenes, y mientras me las transmitían, unholandés pesado, que formaba parte de unconvoy disperso, apareció de repente casi con lapráctica totalidad de los palos secos, nos vio enel último momento, metió el timón a sotavento ypartió el cabo de remolque hasta topar con laSurprise a popa de la serviola de estribor,llevándose por delante el bauprés, losexcusados, la busarda, buena parte del pie detajamar y sabe Dios cuántas cabezas de tablón.

Prestaron atención, asombrados. Ambossabían lo bastante del mar y de ese ventarrón enparticular como para tener una noción de lo

sucedido a los tres barcos de los que leshablaban. Sacudieron la cabeza, pero no dijeronnada.

–Resulta difícil creer que sobreviviéramosdurante sabe Dios cuantos días, pero al menos laRingle podía traer pertrechos, de modo quecontábamos con suministros de sobras. Porsuerte, el tiempo, aunque era tan malo comoquepa imaginar, no traía frío. Por suerte, digo,porque tuvimos que embutir todos los calzos quehabía a bordo de la Surprise en las cabezas delos tablones, por donde embarcamos aguadurante los dos primeros días, a pesar de toda laque llegamos a recoger con velas afelpadas deestopa. Las amuras de las embarcaciones deproa en punta son muy, muy difíciles de afelpar.Fueron horas muy duras, teniendo en cuenta sóloel manejo de las bombas; y créanme si les digoque jamás vi servir tanto grog que surtiera tanpoco efecto. La gente, al menos los nuestros, secomportaron muy bien, y no hubo una solapalabra cruzada. Al cabo, el Lion logró apañar unaparejo de respeto, suficiente como paraalcanzar los cinco nudos. El viento y nuestras vías

mejoraron, y la mañana del martes llegamos conla cojera a Mahón, donde fondeamos con estilo.Desembarcamos a los heridos (hernias,torceduras, contusiones por golpes de motón), elcomodoro ordenó inspeccionar a fondo laRingle, que encontraron en perfectascondiciones, tomamos algunos pertrechos y, conel viento rolando lo necesario como para salir deMahón, me envió a buscarles a ustedes, mientrasél y todos los carpinteros de los que pudieronprescindir en el Lion pusieron manos a la obrapara reparar la Surprise en el menor tiempoposible. Nos fuimos apesadumbrados, másapesadumbrados aún cuando el viento giró al sury creímos que jamás volveríamos a avistar lascostas de África. Tampoco creí que volvería abendecir una nueva tormenta del sur, aunqueésta es todo cuanto un hombre podría desearahora mismo.

* * *Y así era, un viento favorable como pocos,

que ya entrada la mañana del día siguiente losempujó a lo largo de la extensa cala de puertoMahón, de cuyos astilleros partía el estruendo de

los mazos que trabajaban el casco del Lion. Enplena corriente se recortaba la Surprise, queparecía encontrarse tan en condiciones comojamás lo había estado, con el capitán embarcadoen un bote bajo las amuras recién pintadas,indicando al carpintero dónde colocar las últimashojas de pan de oro en la busarda superior.

En cuanto se percató de la presencia de laRingle, envió al carpintero al costado, hizo virarel bote y bogó con rapidez por las aguas delpuerto. Vestía ropa de faena, pero los marinerosde la Ringle lo habían reconocido de lejos y fuerecibido con todos los honores de rigor a loscuales tiene derecho cualquier comodoro, y conmayor placer y buena voluntad que la mayoría.

–Bienvenidos de todo corazón -exclamó-.Jamás hubiera pensado que les vería tan pronto,con este viento tan entablado al sur.

–Y no nos hubiera visto, señor -dijo WilliamReade-, de no haber sido por un suceso pocofrecuente. No hacíamos avante alguno,virábamos y virábamos a la vista de Argelia, detal modo que perdíamos terreno a cada bordadadurante el último día, más o menos. Entonces,

una galera corsaria se nos acercó casi con elviento a fil de roda y las velas latinas extendidascomo orejas de burro a ambos lados, galeracorsaria que nos trajo al doctor Maturin, a susesclavos y al doctor Jacob.

–Doctores -dijo Jack, estrechando susmanos-, cuánto me alegra verles. Acompáñenmeal barco y comeremos juntos. Hoy espero a unosinvitados, entre ellos el almirante, de modo quehemos adecentado la fragata de quilla a perilla.

–Mona -dijo Stephen-, la reverencia alcomodoro; Kevin, flexiona la rodilla.

Jack devolvió el saludo a ambos con unainclinación de cabeza.

–Doy por sentado que éstos son tus«esclavos» -dijo.

–Eso mismo. ¿Podría llevarlos conmigo yconfiárselos a Poll?

–Por supuesto que sí -respondió Jack-.William, si abarloas la Ringle, creo que serámejor que andar de un lado a otro con los botes.

Fue como regresar al hogar. Mientrasobservaba la cubierta inmaculada, la impecableexactitud de las vergas y de la pintura brillante,

por no mencionar la forma que tenían todos losmetales habidos y por haber de centellear bajo elsol, Stephen tuvo la sensación de encontrarse abordo de una fragata recién botada del astillerode Sepping y Madeira, al pairo en New Mole, a laespera de la visita del comandante en jefe y delady Keith, más que en una nave que habíasufrido tanto y que había estado a punto de irseal fondo con todos a bordo. La verdad era queJack Aubrey parecía veinte años más viejo,estaba muy delgado, y que el trabajo duro y elcansancio habían hecho mella en la mayoría delos rostros, los sonrientes rostros que veía y queapenas era capaz de reconocer hasta que abrióla boca un hombre gris y encorvado que seacercó a él, se tocó el sombrero a modo desaludo y dijo:

–Feliz regreso, señor.–¡Killick! – exclamó, apartándose de Mona

para estrechar la mano del marinero-. ¿Teencuentras bien?

–No me quejo, señor; y a usted se le vetolerablemente ágil, si me permite la libertad dedecirlo. Encontrará ropa decente extendida en la

cama.–¿Debo cambiarme de ropa?–No querrá desacreditar al barquito con toda

esa porquería que lleva encima. – Y Killick señalóalgunas manchas de grasa del rifle, extendidas alo largo y ancho de la casaca-. El almirantecomerá a bordo.

Stephen se rindió ante lo inevitable.–Killick, por favor, ten la amabilidad rile

acompañar a estos niños con Poll, y salúdala demi parte. Pídele que los lave, los peine y los vistade forma adecuada; que les dé de comercualquier cosa que crea apropiada, y, sobretodo, que sea muy amable con ambos. Aún nohablan ni una palabra de inglés, pero Geogheganhará de intérprete.

–¿Amable, señor? – Aspiró con fuerza yañadió-: Bueno, así se lo diré.

Stephen explicó todo esto a los niños, aunquedudaba que ambos, con tantas experienciasnuevas y extraordinarias, con tanta gentedesconocida, hubieran siquiera entendido partede lo que les dijo. Sin embargo, aceptaron lamano de Killick y caminaron con él hasta la

escotilla de popa, lugar desde el cual sevolvieron para lanzarle una mirada extraviada einquieta.

Encontró a Jack y a Harding observando conmucha atención la nueva escala de portalón,armada a bordo con motivo de las visitas ilustresque esperaban.

–Discúlpame, Jack -dijo-, pero he de hablarcontigo. ¿Nos permite usted, señor Harding?Ardo en deseos de contártelo todo -continuó, yaen la cabina-, porque en la Ringle no hubo unsolo momento en que pudiéramos hablar a solas.Como bien sabes, uno de los principalesobjetivos de nuestro viaje consiste en impedirque el oro llegue a manos de los musulmanes delAdriático. – Jack asintió-. El por entonces deyaccedió a no permitir su paso vía Argelia, pero elhecho es que lo han traicionado y asesinado. Eloro se encuentra ahora a bordo de un bajel muyrápido, fondeado en el puerto de Arzila (a estasalturas ya lo habrán estibado, o estarán a puntode hacerlo). Esta embarcación, una galera, creorecordar, tiene que cruzar el Estrecho de nochecon viento favorable. ¿Sería razonable que los

esperáramos ahí, inmóviles? Ya en Argeliaconocía los hechos, lo cual casi me mató, puestoque era incapaz de decírtelo por culpa de esemalvado viento del sur. Y los días pasaban ypasaban.

–Comprendo perfectamente tu inquietud,querido Stephen -dijo Jack, que puso una manoen su hombro-. Pero no olvides que esos mismosvendavales del sur han soplado en todas partes,incluso más al oeste de las Canarias. Hanretenido en puerto a casi todas lasembarcaciones que marinaban en la costaoccidental de España y Portugal, y ni siquiera losnavíos de línea más recios y estancos, reciénsalidos del astillero, han intentado cruzar elEstrecho y su diabólica costa a sotavento hastael pasado lunes. Tu galera o jabeque moro jamásde los jamases hubiera intentado navegar entales condiciones. Así que tranquilízate, hermano.Toma una copa de ginebra para recuperar elapetito, y disfruta de la comida. Vendrá elalmirante, su consejero político, y también tuamigo el señor Wright, que no ha dejado depreguntar por ti.

–Cuánto me alivian tus palabras, Jack. –Stephen se sentó y respiró hondo durante unrato. Estaba tan pálido que Jack le sirvió unacopa de ginebra de inmediato, exprimió un limóny le urgió a tomar unos sorbos antes de que secambiara de ropa.

Llamaron a la puerta de la cabina antes deque pudiera apurar la ginebra. Era Simpson,barbero de a bordo, vestido con un delantalblanco e inmaculado y con una jofaina de aguacaliente en las manos.

–Simpson, señor -dijo-. Killick pensó que eldoctor necesitaba un afeitado.

Stephen se acarició la barbilla, como suelenhacer los hombres en tales ocasiones (se diceque incluso los papas hacen tal gesto), y asintió.Por tanto, fue un peinado, planchado y bienvestido doctor Maturin el que apareció encubierta justo antes de la hora señalada, detrásdel comodoro, su primer teniente y el oficial delreal cuerpo de infantería de marina, todos ellosigual de tersos y en todo su esplendor, azul ydorado para los marineros, rojo y dorado paralos infantes de marina. Cuando los relojes más

concienzudos de Mahón se dispusieron a dar lahora, el almirante Fanshawe bajó de un carruaje,seguido por su secretario y por el consejeropolítico; y antes de poner un pie en cubierta,volaron los sombreros, el contramaestre hizosonar el pito y los infantes de marina presentaronarmas con un estampido simultáneo, perfecto.

Poco después, un caballero desastrado yentrado en años, que vestía ropas propias deotra época, seguido por un par de porteadorescargados con un tubo de cobre, se dirigió conaire ausente a la escala de portalón, por la cualsubió no sin dificultad.

–Señor -dijo al oficial de guardia al coronar lacubierta-, me llamo Wright. El capitán Aubreytuvo la amabilidad de invitarme, aunque temohaber llegado un poco tarde.

–En absoluto, señor -dijo Whewell-.Permítame acompañarle a la cabina, mientrasalivio a sus hombres del peso que cargan.Wilcox, Price, vengan a coger ese tubo,¿quieren?

–Es usted muy amable -dijo el señor Wright,que siguió a Whewell a popa. Sin embargo, los

dos porteadores no permitieron que nadie lesayudara. Siguieron adelante hasta entrar en la yaatestada cámara con el tubo a cuestas, y lodejaron encima de la mesa, sin preocuparse lomás mínimo por el mantel, los platos y la plata.

–Una libra cuatro peniques, señor, si es tanamable -dijeron alto y claro.

–¿Cómo? – preguntó el señor Wright, enmitad de la conversación que mantenía con elcomodoro y el doctor Maturin.

Harding rodeó la mesa, les dio media coronay en tono bajo, algo virulento, muy virulento, lesordenó salir del barco. Killick y su compañeroGrimble, junto a los más presentables sirvientesde la cámara de oficiales, pusieron en su lugar elmantel, colocaron de nuevo la plata y loscubiertos, y observaron al señor Wright(totalmente ajeno a los aspavientos, lasinconveniencias y a lo inoportuno de lo sucedido)tirar de un extremo del tubo, ofrecer el extremoopuesto al comodoro para que lo sostuviera, ysacar del interior el reluciente cuerno de narval,perfecto todo él, con sus curvas y espirales, sin elmenor indicio de que hubiera sufrido daños.

–No veo ni rastro de la hendedura -exclamóStephen-. Es una obra maestra. Gracias, señor,muchísimas gracias.

Para pesadumbre del cocinero delcomodoro, todo esto no hizo sino retrasarbastante el inicio de la comida; sin embargo, alcabo, todos los presentes tomaron asiento. Jacka la cabecera de la mesa, el almirante Fanshawea su derecha, Reade a su lado, seguido por eloficial de infantería de marina, el secretario delalmirante, Harding en el extremo, despuésStephen y el señor Wright, el consejero políticodel almirante Fanshawe y, por último, el doctorJacob. Era un grupo numeroso de comensalespara una fragata tan pequeña, pero con la mesacolocada al través, y los cañones embutidos en lasobrecámara y la cabina dormitorio, pudohacerse. Y se hizo con gran éxito: las nuevas dela perfecta restauración del cuerno, del hecho deque se encontrase en un estado incluso mejorque antes de romperse (el señor Wright, tras suminucioso trabajo de pulido, le había conferido elbrillo del marfil viejo) se extendieron rápidamentepor la fragata. El barco recuperaba la buena

suerte. El rostro feo y la expresión de mal geniode Killick se mudaron en un gesto alegre, y suscompañeros de rancho, quienes prácticamente lehabían negado durante todo aquel tiempo lapalabra, sonrieron, guiñaron el ojo, inclinaron lacabeza ante él y le dieron una palmada en laespalda al ir de la cocina a la cámara.

El buen humor posee una encantadoracapacidad contagiosa, sobre todo a bordo de unbarco que hacía poco había pasado seriosapuros y que se encontraba en puerto, amarradoa proa y a popa. La conversación en la mesa notardó en alcanzar cierto volumen, y el señorWright tuvo que alzar su temblorosa voz parafamiliarizar a Stephen con los infinitos cálculosmatemáticos e, incluso, con los estudios de físicarelacionados con una fuerte corriente de agua,que sirven para determinar el efecto de lasespirales del cuerno de narval en las evolucionesde esta criatura, todo para no dar con nada, almenos por el momento, pese a tratarse de unproceso tan importante que debía de tener unafunción, casi con toda certeza una función decarácter hidrodinámico, que descubriría

mediante trabajosos procesos o una de esasmaravillosas intuiciones (o, quizá, el señor Wrightdebería decir repentinas iluminaciones) mediantelas cuales daría con la solución. Harding y elsecretario del almirante mantuvieron unaconversación fluida, y aunque el infante demarina tuvo dificultades para intercalar una fraseque fuera más allá del «Un día precioso, señor»a William Reade, sentado a su izquierda, dealgún modo descubrieron que ambos depequeños habían asistido juntos a la escuela delseñor Willis. A partir de ese instante, exceptocuando las buenas maneras exigieron queambos dijeran algo a sus vecinos de mesa obebieran una copa de vino con un conocidosentado con ellos, no dejaron de recordar al viejoThomas y al perro loco, el cuidado con que lasdoncellas servían el pudín frío del día anterior quehabía reposado en las ventanas posteriores de lacocina, así como la famosa zurra que Smithhabía propinado a Hubble. El almirante conocía aJack desde tiempos inmemoriales, y ambostenían un sinfín de noticias navales y recuerdosque intercambiar, mientras que Jacob y el

consejero político se mostraron correctos el unocon el otro, en cuanto acordaron tácitamente unterreno neutro del que pudieran hablar sin temora comprometer a nadie en absoluto, un lugardonde sus palabras no perjudicaran a nadie.

–Por el amor de Dios -dijo Joe Plaice,tomándoselo con calma en el alcázar, detrás dela rueda-. Menudo estruendo han organizado.Cualquiera diría que están en el salón pequeñode la taberna William de Shelmerston, un sábadopor la noche.

–Ni caso, compañero -dijo su primo Bonden-,acaban de servir las jarras de oporto y secalmarán en cuanto brinden a la salud del rey. Sehan comido dos lechoncillos enteros, que pesanen el estómago.

Efectivamente se produjo una pausa despuésde que todos los presentes murmuraran el «QueDios lo bendiga» y apuraran la copa. Cuando laconversación recuperó el tono de antes, Jacobse dirigió al consejero político de la siguienteforma:

–Creo que mi colega está deseoso de cruzarunas palabras con usted.

–Y yo con él, como podrá imaginar. Apenastenemos noticias del otro lado desde que el marenloqueció.

Con una sutileza que otras personas (suscompañeros de mesa y los sirvientes situados depie a sus espaldas) hubieran sido incapaces decomprender, acordaron una cita privada aquelmismo día. Sin embargo, sus esfuerzosprofesionales cayeron en saco roto cuando, alterminar la fiesta, el almirante pidió a Stephenante los allí presentes que le acompañara parahablar de sus experiencias en la costa deBerbería y del estado actual de los asuntos deArgelia.

Así lo hizo, con toda la franqueza y claridadposibles, mientras el almirante Fanshaweescuchaba con el entrecejo arrugado, con toda laatención puesta en sus palabras y sin interrumpir.

–Bueno -dijo cuando Stephen huboterminado-, lamento lo de Omar Bajá era unrufián muy agradable. Claro que ése es uno delos riesgos que debe correr el dey Desde unpunto de vista político, diría que el comandanteen jefe considerará que hemos salido ganando

con el cambio. Ali Bey siempre se ha mostradomás favorable a nosotros que a los franceses, ymás de un mercante nuestro tiene motivos paraagradecerle su moderación y, en ocasiones,incluso su amabilidad. Sin embargo, me temoque todo ello habrá supuesto una experienciaextenuante para usted.

–En fin, señor, ése constituye uno de losriesgos de mi función, y tuve oportunidad depresenciar preciosos espectáculos en el Atlas.Lo único que realmente lamento, y con muchaamargura, fue ver al buque de pertrechos de laSurprise intentando en vano orzar contra eseasombroso viento, cuando necesitaba de formatan urgente comunicar mis noticias en Mahón.Sin embargo, incluso tan extremo castigo parami ánimo desapareció cuando el capitán Aubreyme aseguró que por fuerza el mismo viento habráimpedido a la galera mora salir de puerto, demodo que la angustia que sentía carecía de basereal.

–Un vendaval en toda regla, sí. Todos losbarcos con destino a las Indias Orientales yTurquía se vieron obligados a permanecer en

Lisboa, y lord Barmouth tan sólo llegó a Gibraltar.–¿Lord Barmouth, señor?–Sí, el caballero sustituirá a lord Keith, y es a

él a quien debe usted dirigir su informe.–Lord Barmouth -exclamó Stephen, que

abandonó su habitual ecuanimidad-. Oh, sí.Recuerdo que lady Keith le dijo a Aubrey que sumarido no deseaba servir por más tiempo eneste puesto, y que ambos habían planeadoretirarse a una casita cerca de la casa de campodel gobernador, hasta que el tiempo en Inglaterrase volviera más tolerable. Sin embargo, no creíque sucediera tan pronto. Tampoco contaba conlord Barmouth.

–¿Eso no le complace, doctor Maturin? –preguntó el almirante con una sonrisa.

–Le ruego que me perdone, señor -dijoStephen-. No tengo ningún derecho paraformarme una opinión al respecto. Sin embargo,soy consciente de que lord y lady Keithmantienen una gran amistad con el capitánAubrey, y esperaba que el almirante hiciera todolo posible e imposible para reforzar su dispersaescuadra, con tal de aumentar las posibilidades

de captura de la galera de Arzila.–Oh, estoy seguro de que lord Barmouth hará

lo posible -dijo el almirante Fanshawe-. Perocomo usted bien sabe, dispone de fuerzas muyescasas. Aun así -dijo tras una breve pausa, altiempo que se levantaba-, le deseo todo el éxitodel mundo; al menos, disfrutarán ustedes deviento franco durante el viaje.

CAPÍTULO 9Era la clase de navegación que gustaba a

Stephen. Con un viento suave que soplaba untanto al nordeste, la Surprise, con el buque depertrechos a sotavento, hacía cuatro nudos ymedio con todo el aparejo o casi, y un balanceo ycabeceo que apenas notaba. Al principio sepreguntó por la ausencia de todas las alas yrastreras en toda su variedad, y por el plácidoavance de la fragata que le dolía en el alma, almenos hasta que, tras reflexionarlo, recordó queJack Aubrey era tan buen marino como pudieraserlo el mejor, que conocía las distancias entreArzila y Gibraltar, y que por fuerza sus planesdebían contemplar la luna como factorimportante. Ningún patrón corsario al mando de

una galera cargada de oro intentaría cruzar elEstrecho con luna llena ni nada semejante. Aunasí, a su parte irracional (parte nada desdeñableen un hombre) le dolió ver que se aferraban lasjuanetes con el cambio de guardia.

Aquella tarde, había subido a cubierta enbusca de aire fresco después de dejar laenfermería (más concurrida de lo normal, debidoa las enfermedades a menudo derivadas de unalarga estancia en puerto, así como por algunoscasos de fiebre tifoidea) en manos de Jacob. Sesentó en una aduja colocada a proa. Pudo oír alos niños chillar y reír en la cofa del palo mayor,puesto que los guardiamarinas y los marineroslos tenían muy consentidos. Ambos habíanaprendido bastante inglés, y hasta el momentono se habían hecho daño. Sin embargo, mientraspermanecía sentado pensando en ello,comprobó que estaba mucho menos preocupadopor ellos que por el nuevo comandante en jefe deGibraltar. El almirante lord Barmouth (de apellidoRichardson) había sido un famoso capitán defragata con diversos combates en su haber. Porsu parte, Jack Aubrey era un famoso capitán de

fragata, y uno o dos de sus combates habíansido, si cabe, aún más brillantes. Al principio desu carrera, Jack había servido bajo las órdenesdel capitán Richardson en calidad de segundodel piloto de la Sybille. En ocasiones amboshabían tenido sus más y sus menos, nada seriopero sí lo suficiente como para que el capitánRichardson no pidiera a Jack que lo acompañaracuando lo trasladaron a un nuevo barco, unafragata pesada a bordo de la cual, junto a unbarco del mismo porte, había destruido un navíode línea francés en la costa de la Bretaña. Jacklamentó no haber tomado parte en el combate, locual no impidió que aceptara a bordo al jovenArklow Richardson, a quien incluso nombrósegundo del piloto, una especie deguardiamarina mayor. No obstante, en lapersonalidad del joven Arklow se habíanreproducido todas las facetas de su padre (ahoralord Barmouth) que desagradaban a Jack, y auna escala mayor, más ofensiva. En la severadisciplina naval de entonces, incluso un segundodel piloto podía mostrarse duro, cruel y tiránico, yArklow hizo uso de todas las oportunidades que

se le presentaron para ello. Hasta cierto punto, uncapitán tiene la obligación de apoyar a un oficialsubordinado, y a regañadientes Jack reprendió,prohibió el grog o impuso otro tipo de castigos.

Al cabo de un tiempo, resultó obvio pensarque Arklow no tenía la menor intención de seguirlos constantes consejos, expresados con dureza,de su capitán. Es más, a bordo no hubo un solomarinero de primera que no viera que Arklow sediferenciaba de su padre en que no era unmarino. Cuando esto quedó demostrado másallá de toda duda, Jack se libró de él. Pero lohizo con tal tacto que el joven, que poseía unagran influencia, no tardó en obtener plaza deteniente. Después le concedieron el mando de unbarco propio, donde tuvo ocasión de azotar tantocomo le pluguiera. En consecuencia, sutripulación se amotinó, y el caso contra el jovenresultó tan flagrantemente obvio que jamásvolvieron a concederle un barco.

Barmouth no culpaba abiertamente de ello aJack Aubrey (ambos pertenecían al mismo clublondinense, y cruzaban educados saludossiempre que se encontraban), pero un

comandante en jefe tenía mucho poder; y si laSurprise no arribaba a Gibraltar en perfectascondiciones Barmouth podía perfectamentedestinar otra fragata, incólume, a emprender lacaza de la galera.

El caso era que la Surprise no había pasadoun examen riguroso en Mahón. Stephen noentendía cómo podía haber sucedido tal cosa,pero suponía que el almirante Fanshawe,consciente del apremio y poseedor de un afectosincero hacia Jack, había aceptado la palabra deéste respecto al perfecto estado de la fragata. Susuposición se vio reforzada por la inusualactividad del carpintero, de sus ayudantes ydotación, que estuvieron ocupados todo el día eincluso la noche en el pañol destinado paraencartuchar, o abajo, bajo cubierta, dándole almazo, a la sierra, hundiendo y encajandoenormes calces. Stephen había señalado queaquello no era muy recomendable por lo cercaque estaba de la enfermería; pero al observar laincomodidad de Jack, su inquieta yprobablemente falsa afirmación de que «no teníaimportancia», y que «de cualquier modo no

tardarían en terminar», no había ahondado en eltema, tanto más cuanto que Jacob resultó estarpresente en aquel momento, pues afinaba unviolín que había comprado en Mahón para quepudieran abordar una pieza de Haydn en remayor.

El carpintero también se mostró reticente,como si hubiera algo impropio o incluso ilegal enel hecho de trabajar tanto ahí abajo y en losalrededores; se comportó con una especie defurtividad que de inmediato se refugió en lostecnicismos: «Acabamos de armar a derechascables y columnas de bauprés», y Stephen sepreguntaba hasta qué punto podía apelar a lacadena de mando para dirigirse al carpinterocuando un pequeño calzón de indiana cayó a suspies y Poll exclamó:

–No, señor. No, por el amor de Dios. Ahí tienea esa pagana de Mona, corriendo desnuda comoDios la trajo al mundo, a excepción de lacamisola argelina. Ahora acaba de quitarse elcalzón. Verá usted, he intentado explicarle conayuda de la señora Cheal que no debe andar porahí enseñando sus vergüenzas, pero no sirve de

nada. Se limita a decir: «No inglés, ja, ja». Subea la cofa y arroja el calzón al viento.

–Lamento mucho las molestias, Poll, querida-dijo Stephen-. Pero le diré qué podemos ahacer. Barret Bonden es una excelente persona,y tiene mucha mano con la aguja e hilo. Le pediréque me haga un par (mejor, dos pares) depantalones de loneta del número ocho, prietos decintura, y anchos, con las costuras verdes. Legarantizo a usted que en cuanto se los ponga nohabrá manera de quitárselos. Y lo mismo paraKevin.

–Cuando pienso en toda esa excelente telade indiana. – Poll sacudió la cabeza-. En el corte,el esmero puesto a la hora de coser, lahechura… ¡Mire esos volantes! No crea que nome vienen ganas de darle una buena azotaina yconfinarla en el cuarto oscuro, a galleta y agua.

Los pantalones cosecharon el éxitoesperado: en ambos casos se convirtieron enmotivo de pecaminoso orgullo y jamás se losquitaban, sino que ocultaban día y noche laspartes pudendas de los niños, excepto cuandovisitaban el excusado; es más, sirvieron de

acicate para tal grado de agilidad y osadía, queun día ocioso, con leves vientos que soplabanprocedentes de todas las direcciones de labrújula (un día de remiendos para la dotación,cuya mayor parte se afanaba con tijera y dedal yaen el castillo de proa, ya en el combés del barco),Kevin, de camino al tope del palo mayor,distinguió una vela al oeste empujada por unaleve brisa. En parte por culpa de su madre, enparte por no recordar cómo se decía «oeste» eninglés, trepó los escasos pies que le separabande Geoghegan, el vigía, que había estadoobservando unos atuneros lejos, a popa, peroque tras cruzar cuatro palabras con el muchachodio la voz a cubierta.

–¡Cubierta, cubierta! Vela a tres cuartas porla amura de estribor. – Al cabo, añadió-: Unafragata, señor, creo. – Una pausa-. Sí. Es laHamadryad, y se cubre de lona.

–Qué alegría -dijo Jack a Stephen-. EsHeneage Dundas, procedente de Gibraltar. Aúnno lo he felicitado por su nuevo barco. Loinvitaremos a cenar: un par de pollos, porejemplo, ah, y aún tenemos lechoncillo de sobras.

Killick, Killick. Llamad a Killick. – Y cuando llegóel despensero del capitán, con su invariableaspecto de maltratado y de negarlo todo debuenas a primeras, cualquier cosa que pudieranachacarle, le dijo-: Killick, pon a enfriar elchampán, ¿quieres?

–No tenemos ni una botella, su señoría -objetó Killick, incapaz apenas de contener el tonotriunfal-. No desde que comió a bordo elalmirante. Oh, no, ni una.

–En tal caso, que sea vino blanco deBorgoña. Sumérgelo a veinte brazas deprofundidad.

Tampoco había vino blanco de Borgoña, peroKillick era muy capaz de paladear lentamente laspequeñas victorias, de modo que se limitó aresponder:

–A veinte brazas de profundidad, señor.–Veamos, señor Hallam -dijo Jack al

guardiamarina de señales-. En cuanto se hayancruzado las señales de rigor, tenga la amabilidadde invitar al capitán Dundas y al señor Reade acenar. Doctor, ¿te gustaría subir a la cofa paraver cómo se cubre de lona la Hamadryad?

En realidad no era un ascenso peligroso, nielevado, y Stephen había llegado incluso máslejos en ocasiones, por sus propios medios,aunque también lo habían encontrado tantasveces aferrado con uñas y dientes ainverosímiles componentes de la jarcia que Jacky Bonden cruzaron una mirada deagradecimiento cuando tiraron y empujaron de élhasta la cofa, a través de la boca de lobo.

Aunque la cofa no se encontraba a granaltura, disfrutaron de una espléndida vista delMediterráneo occidental. Habían llegado tarde alproceso emprendido por la Hamadryad paramarear toda la lona, aunque aún quedaban cosaspor ver: las alas y rastreras altas y bajas a amboscostados del trinquete y del palo mayor, porsupuesto, e incluso el estay de sobremayor, queascendía en lo alto, tal y como observó Jack,seguido por una sosobre que superó en altura ala de sobrejuanete mayor.

–Mira, mira, Stephen -exclamó Jack-, eseaudaz reptil ha largado una sosobre. ¿La ves?Es la de cuchillo que está encima de todo. Tenmi catalejo y distinguirás hasta la escota.

¿Habías visto alguna vez algo parecido,Bonden?

–Jamás, señor. Aunque en una ocasión,cuando servía a bordo de la Melpomene enplena zona de las calmas ecuatoriales, largamosuna vela por encima de la de sobre, que por sercuadra llamamos vela lunar.

Tan prodigioso despliegue llevó a laHamadryad a tiro de pistola de la pequeñaSurprise, y lo hizo antes de anochecer. Metió eltimón a sotavento, trazó una elegante curva,derramó el viento de las velas, plegó alas y, ahí,en el sendero invisible que separaba a ambasembarcaciones, se encontraba al cabo de unosinstantes su capitán a bordo de la falúa, con talpulcritud y buen hacer que hubiera avergonzadoa la flota del Canal.

–Querido Hen, ¿cómo estás? – exclamó Jackcuando le recibió en el alcázar con un fuerteapretón de manos-. Me parece que ya conocesal doctor Maturin y a mis oficiales. – El capitánDundas cumplió con los saludos de rigor-.Acompáñame bajo cubierta a disfrutar de unrefrigerio -dijo Jack-; debes de estar agotado

después de largar lona con tanta prisa. ¿Quévelocidad has alcanzado?

–No creas, diría que apenas hemos superadolos ocho nudos, pese a haber tendido toda lacolada -respondió Dundas, riendo-. Nuestrosgavieros son los que más lo han disfrutado.

–La verdad es que han logrado asombrar alos nuestros, los has asombrado e impresionado.¿Te apetece un jerez? ¿O prefieres una copa deexcelente ginebra de Plymouth?

–Oh, ginebra, gracias. Dos de nuestrosbarcos de pertrechos han tenido que abrigarseen las Berlings por culpa de ese condenadovendaval del sur, y no tenemos ni una gota deginebra. Por lo visto, ellos la llevaban toda. ¿Hallegado el viento hasta aquí?

–Sí, y hasta Alejandría, creo. Un viento de lospeores. Pero dime, Hen -dijo sirviéndole un buentrago, hablando con esa afectadadespreocupación que no lograba engañar aninguno de sus amigos-, ¿de qué fragatasdispone lord Barmouth?

–De ninguna en absoluto -respondió Dundas-.Algunos setenta y cuatro maltrechos, un navío de

sesenta y cuatro cañones, corbetas y, porsupuesto, el buque insignia. Verás, laHamadryad era la última fragata que tenía amano, porque al resto lo han despachado a Maltay al este. Claro que en cuestión de dos o tressemanas recibirá refuerzos, o quizás antes.También han sufrido un gran retraso debido altiempo; llevan a bordo a la nueva esposa delcomandante en jefe, y han tenido que abrigarseen Lisboa.

Satisfecho, Jack tomó un sorbo de jerez, yambos tomaron asiento para disfrutar de unacopiosa cena.

–¿Y dices que lord Barmouth se ha casadode nuevo? – preguntó al coger el tenedor-. Nohabía oído nada al respecto.

–Así es. Con la atractiva y joven viuda delalmirante Horton. Su ausencia le vuelve másirascible de lo habitual.

Jack asintió con aire ausente y, en la pausaque hubo entre las aves y el lechoncillo, preguntó:

–¿Saludaste a lord Keith?–Sí, por supuesto -respondió Dundas-. Tenía

que entregarle un mensaje de mi padre, pero

hubiera ido a verlo de todos modos. Siento ungran respeto por el almirante.

–Yo también. ¿Cómo estaba lady Keith?–Tan adorable, amable y culta como siempre.

Tuvo el detalle de invitarme a comer, y ella y elcapellán de uno de los navíos de setenta y cuatrocañones estuvieron conversando todo el tiemposobre ciertas particularidades del hebreo que sehabla en la comunidad judía del Peñón.

–¿De veras utilizan un hebreo coloquial? –preguntó Stephen-. Siempre pensé que hablaríanen su arcaico castellano.

–Por lo que pude entender, hablaban enhebreo cuando aparecieron los judíos de paísesremotos, países donde el árabe o el persasustituyó al castellano; tal y como sucede aquienes son más sabios que yo, que hablan enlatín cuando viajan a Polonia o, que Dios nosampare, a Lituania.

–Creo recordar -dijo Jack- que teníanintención de alquilar una casa cerca de laspropiedades del gobernador.

–Así es: Ballinden. Son tierras altas, peroestán cerca de la ciudad. Es un lugar encantador,

con una prodigiosa vista del Estrecho y unprecioso jardín atendido por un jardinero; quizásea demasiado grande para ellos, y me temoque los monos los importunan de vez en cuando.No obstante, parecen ser muy felices allí.

–Qué Dios los bendiga -dijo Jack, levantandola copa-. Siempre han sido muy amablesconmigo.

Llegó el pudín casi al terminar el brindis a lasalud de los Keith, un espléndido pudín de laArmada, el preferido de Jack y Dundas, y al queMaturin, al contrario que Jacob, había terminadopor acostumbrarse.

–Gracias pero no -dijo Dundas, que rechazóservirse de nuevo-, me temo que debo… -Antesde que pudiera pronunciar las palabras, lacampana de la Surprise sonó ocho veces y seabrió la puerta de la cabina.

–Señor, usted me pidió que… -dijo elguardiamarina que estaba al mando de la falúadel capitán Dundas.

–Cierto, Simmons-dijo Dundas-. Jack,gracias, muchísimas gracias por tan espléndidacena, pero si no me doy prisa me azotarán a

bordo de todos los barcos de la flota. Caballeros-dijo inclinándose ante Stephen y Jacob-, a suservicio.

Todo había terminado, despejada la mesa,todo a excepción del brandy. Jacob les habíadado las buenas noches y un curioso silencio seadueñó de la cabina.

–Ver a Dundas apresurarse con la celeridad ysentido del deber que corresponde a la Armada -dijo Stephen-, me hace pensar en una preguntaindiscreta que a menudo he sentido la tentaciónde plantearte; puesto que nuestra travesíatambién me preocupa, creo que éste es buenmomento para hacerla. Si Heneage Dundascorre peligro de que lo azoten en toda la flota pordemorarse y entretenerse por el camino, ¿nocorrerás tú el mismo peligro, cuando finalmente ya paso de tortuga arribemos a Gibraltar y tepresentes ante el comandante en jefe, que no esprecisamente tu mejor amigo?

–Stephen -dijo Jack-. Me atrevería a decirque eres consciente de que la luna experimentacambios tanto en su forma como en las horas alas que aparece y se pone.

–Pues claro que sí, es un astro de lo másinconstante. A veces apenas parece una hozvuelta a la izquierda, a veces a la derecha… Enotras ocasiones, tal y como no dudo que túmismo habrás observado, la luna no aparece porninguna parte. ¡Luna nueva! Recuerdo que enuna ocasión me desembarcaste en la costafrancesa en una noche sin luna. Pero no soyprecisamente un experto en el tema. Verás, unmonje del condado de Clare me explicó susevoluciones, pero me temo que no fui capaz deretener sus palabras.

–¿Te convenció al menos de que se tratabade un proceso regular? ¿De que los cambiospodían predecirse?

–Seguro que sí, eso supondría un consuelo.–En tal caso, yo mismo estoy dispuesto a

asegurártelo, Stephen. Has de saber que laprimera aparición de la luna nueva en ciertasestaciones posee una gran importancia parajudíos y musulmanes. Ahora sabes que elcomandante de la galera de Arzila pertenece auno u otro credo (seguramente al musulmán) y,de todos modos, es marino. Es más, es muy

probable que sea un marino de los buenos, demodo que, dependiendo del viento y el tiempoque haga, necesariamente deberá cruzar elEstrecho con la luna nueva, o tan cerca comopueda de ella, noche cuya fecha podrá predecirtan bien como nosotros. De modo que,consciente de que ambos pensamos del mismomodo, espero encontrármelo en algún punto alsur de Tarifa.

–Vaya, eso cambia mucho el asunto.–Además, no quiero perder ningún palo por

forzar de vela, ni permanecer allí fondeado a lavista de un comandante en jefe a quiendesagrado. Es un marino distinguido, eso loadmito, y su reputación de capitán combativo esmerecida; pero como almirante no ha tenidotanta suerte… Es lamentable, pero algo hay en lamesa de la sala de juntas del Almirantazgo quepor lo visto ejerce un efecto negativo en quienesse sientan a ella; hombres sensatos, capaces desalvar la embarcación de los rugidos de unacosta a sotavento, o de apresar una enormebelleza española como el Santísima Trinidad, secomportan con educación y humildad hasta que

les llega el momento de sentarse a la mesa dejuntas. No sucede siempre, pero he servido a lasórdenes de algunos que, una vez ascienden a laplaza de almirante, incluso a primer almirante dela Armada, de pronto se transforman en criaturasque se dan una enorme importancia, a quienesuno debe acercarse de rodillas y dirigirse entercera persona. No. Lord Barmouth tendrá sumonumento en la Abadía de Westminster, encuya lápida se citarán los muchos combatesgloriosos que habrá librado, pero le creoperfectamente capaz de jugar sucio, y prefierotributarle homenaje poco antes de la luna nueva ydespués hacer mi trabajo, tan bien disfrazado debarco mercante en apuros como sea posible.

* * *Un buen plan, que al menos sirvió para

impedir que el barco trabajara tanto como suelehacerlo durante una travesía apresurada, de talmodo que (poniendo aparte otrasconsideraciones) estuviera preparado para elansiado combate. Sin embargo, se basaba en lafalsa asunción de que el comandante en jefe seencontraba en Gibraltar.

De hecho, el comandante ejercitaba a losbarcos bajo su mando: a babor los navíos delínea, a estribor las corbetas y las embarcacionesde bajo bordo, todos formados en línea de frente.A popa y a distancia navegaba un numerosoconvoy de barcos mercantes.

Al despejar la mañana se informó de tansorprendente armada, poco a poco, desde lacofa, empezando por la división formada por lascorbetas, que era la más cercana. Jack tuvotiempo de cubrirse de lona, de mucha más lona,y de aprovechar el viento del nordeste antes deque dieran la voz a cubierta.

–¡Cubierta, cubierta! Buque insignia a doscuartas por la amura de estribor.

Por suerte la Surprise ostentaba una granpulcritud, pues las cubiertas ya se habían secadodespués de limpiarlas, los cañones estabaninmaculados como nunca, y todos los hombresen condiciones y sobrios, lo cual no impidió aHarding, a Woodbine y al oficial de infantería demarina quejarse por el barco, o a Killick revisar eluniforme de contralmirante, que Jack, en calidadde comodoro, lucía en las grandes ocasiones.

Despejó el día. El guardiamarina de señales ysu ayudante observaron el casi continuo flujo debanderas que ascendían por las drizas a medidaque lord Barmouth ordenaba a la flota un sinfín demaniobras y hacía un sinfín de comentarios, lamayoría de los cuales no eran muy halagüeños.Finalmente, flameó el número de la Surprise juntoa la señal que indicaba que el comodoro debíade personarse a bordo del buque insignia.

Bonden y la dotación de la falúa la habíanpreparado para echarla al mar, y en cuanto vio aJack salir de la cabina con el uniforme de gala,ceñido el espadín, y con la correspondienteprofusión de galones dorados, dio la orden y elbote se deslizó hasta posarse en el mar, seguidoal instante por los hombres que lo impulsaban ypor un segundo del piloto a la caña.

–En cuanto nos encontremos a un cable dedistancia, dé paso al saludo -dijo Jack a Harding-. Estoy seguro de que no olvidará usted tener unpar de salvas de sobra a mano, por si acaso unode los cañones prefiere guardar silencio.

Entonces embarcó en la falúa y, como erahabitual, Bonden la apartó de la fragata diciendo

a sus hombres:–A remos callados, a remos callados ahí. – Y

cuando se hubieron alejado a un cable dedistancia, la Surprise inició las salvas de saludoal comandante en jefe, diecisiete en total, dadoque aquella era la primera vez que lo saludabaen el puesto. Después de la decimoséptimasalva respondió el Implacable, aunque titubeó unpoco tras la decimotercera, como si pusiera enduda que Jack mereciera más, a pesar de quepodía verse flamear el gallardetón en lo alto. Ytitubeó hasta que una voz furiosa rugió desde elalcázar, momento en que efectuaron lasrestantes dos salvas casi al mismo tiempo.

El capitán del Implacable, Henry James,antiguo compañero de tripulación, recibió a Jackcon amabilidad al subir éste a bordo; los infantesde marina presentaron armas y el teniente debandera preguntó:

–¿Me permite conducirle en presencia delcomandante en jefe, señor?

–Me alegro de verle, señor Aubrey -dijo lordBarmouth, que se levantó un poco de la silla y letendió una mano fría.

–Yo también, por mi honor -dijo sir JamesFrere, capitán de la flota, cuyo apretón de manosresultó más cordial.

–Aunque no acabo de entender qué haceusted en estas aguas. Por favor, siéntese yexplíquemelo.

–Milord, el anterior comandante en jefe meconcedió el mando de una escuadra, cuyasórdenes consistían en dirigirse al Jónico y alAdriático y, después de asegurarme de que losmercantes llegaban a puerto, poner fin a laconstrucción de embarcaciones bonapartistas enesos lares, persuadir a cuantos barcos francesespudiera de reunirse con los aliados y apresar,hundir, quemar o destruir a todos aquellos que nolo hicieran. Un emisario de sir Joseph Blainetambién nos comentó la preocupación suscitadaen el Ministerio por ciertos informes recibidos,según los cuales una confederación de estadosmusulmanes pretende impedir que los ejércitosruso y austríaco se reúnan para marchar al oestey se unan a su vez a las fuerzas inglesas yprusianas, o, al menos, impedirlo el tiemposuficiente como para que la superioridad

numérica de Napoleón aplaste a las tropasaliadas por separado. Este movimiento por partedel grupo musulmán requiere, sin embargo,reclutar a un gran número de mercenarios,mercenarios a los que es necesario pagar. Eldinero debía salir de un estado musulmán en losconfines de Marruecos, y se esperaba queviajara vía Argelia. Finalmente nuestros agentesde inteligencia lo impidieron y ahora se sabe queviajará por mar, a través del Estrecho, tal y comohe informado a lord Keith en numerososdespachos, sin saber que había sido sustituido.Quizá deba añadir que sir Joseph tambiénproporcionó a mi consejero político un expertolocal, caballero que habla con fluidez turco yárabe, que me ha sido de gran utilidad. Con suayuda destacamos a una fragata francesa,destruimos otras dos, y quemamos una veintenade astilleros junto a las embarcaciones queestaban construyendo.

–Sí -dijo el almirante-, algo he oído alrespecto; y le felicito por el éxito que hacosechado… -«Menuda paliza les ha dado»,murmuró sir James-. ¿Tiene listo su informe?

–Aún no, milord.–En tal caso, acompáñeme de vuelta a

Gibraltar, y permítame leerlo en cuanto seaposible. Ha mencionado usted a su consejeropolítico y a su colega.

–Sí, milord.–Le quedaría muy agradecido si pudieran

reunirse de inmediato con mi consejero político.Ah, Aubrey, aunque lord Keith le dio a usted unapreciosa escuadra, lamento decirle que la hedispersado para escoltar a convoyes y demás.¿Y esa goleta con la que navega en conserva?

–Pertenece a mi cirujano, señor, y nos sirvede buque de pertrechos.

–Bien, es una preciosa embarcación, pero noconstituye una escuadra; de modo que quizáresulte más apropiado que arríe usted elgallardetón y vuelva a convertirse en un simplecapitán de navío.

Jack pretendía preguntar al comandante enjefe si tenía noticias de los ejércitos franceses oaliados, pero estas últimas palabras leparecieron tan poco serviciales que se limitó adespedirse. En cubierta, sin embargo, encontró

al capitán del Implacable, quien le informó deque aunque corrían rumores de todo tipo, comopor ejemplo los que hacían referencia a unlevantamiento en Irlanda y a la invasión francesade Kent, no había oído nada auténtico,exceptuando la exasperación de los soldados,expresada con frecuencia, por la lentitud del ruso.

Jack asintió satisfecho y dijo:–Lord Barmouth me ha ordenado enviaros a

mi cirujano y a un consejero político a bordo.Ambos son excelentes lingüistas y hombres muycultos, pero ninguno de ellos tiene ni idea desubir por el costado de un barco, de modo que situviera usted la amabilidad de preparar una sillade contramaestre se lo agradecería de todocorazón.

De regreso a la Surprise, se libró deluniforme de gala, procedió a arriar el gallardetón,ordenó a Harding seguir la estela del buqueinsignia rumbo a Gibraltar, y envió a buscar loscuadernos de bitácora. Adams y él seguíanestableciendo las bases del informe (en el cualabundaban muchos interrogantes que sóloStephen y Jacob podían resolver) cuando oyeron

regresar al bote, entre exclamaciones de alegríay el griterío de los niños:

–¡Bienvenidos a bordo, queridos doctores,bienvenidos, oh, bienvenidos a bordo!

Bajo cubierta, Stephen observó atentamentea su amigo, concentrado en los documentos, ydijo:

–Te veo alicaído, querido amigo.–Y así es. Que quede entre tú y yo, pero me

temo mucho que nos quedaremos sin galera,cruzados de brazos, fastidiados. Debido a quesoy un simplón, expliqué al comandante en jefeque la galera cruzaría el Estrecho y que habíapensado interceptarla. Le di a entender queseguía actuando bajo las órdenes dadas por lordKeith, pero me temo que me dejará a un lado yque alguien que cuente con su favor disfrutará deesta oportunidad.

–Sosiega tu mente, querido -dijo Stephen enun tono cargado de convicción-. Jacob y yoacabamos de hablar con el comandante en jefe ycon su consejero político. Se trata de MatthewArden, hombre inteligente que cuenta con unagran influencia en Whitehall. El Ministerio

considera crucial para el transcurso de la guerraeste teatro de operaciones, y nos han enviado auno de sus mejores cerebros, un hombre que harechazado ocupar cargos más elevados,muchísimo más elevados. También es amigoíntimo de lord Keith, que se sentiría ofendido demuerte si alguien se atreviera a oponerse a susmás que evidentes deseos. Arden y yo nosconocemos desde hace muchos años; nuncahemos mantenido ninguna disputa por nada quepudiera considerarse importante, y de nuevo enesta ocasión nos hemos compenetrado muybien. Es más, me alegra decir que pese a susmodales dominantes, lord Barmouth adora aMatthew Arden… Oh, veo que estás escribiendoel informe de nuestra modesta campaña, ya veo,ya veo… qué arduo, qué arduo. Recuérdame queno olvide apuntarte algunos comentarios sobrepolítica argelina y mis viajes por África. No sabescuánto te he echado de menos cuando Arden haempezado a hablar de tus hazañas en elAdriático, o cuando obligó al comandante en jefea admitir que la eliminación de ese peligro enparticular suponía una importante hazaña…

No, no, Jack; por muy valiente que sea lordBarmouth, no creo que por el momento se atrevaa maltratarte, dadas las circunstancias.

–Qué amable por tu parte contarme todoesto, Stephen -dijo Jack-. No lo hubiera creído deboca de ninguna otra persona, pero viniendo deti… -Dejó a un lado la pluma que había estadomordisqueando, atravesó la cabina, tomó el violíne interpretó una serie de relampagueantes trinos,que finalmente fue como si se esfumarandespués de ascender y ascender en tono.Después se sentó al escritorio y con otra plumaescribió varias listas; ordenó llamar alcondestable, a quien preguntó el estado en quese encontraban la pólvora y la bala.

–Podré decírselo con exactitud si dispongode cinco minutos para inspeccionar el pañol,señor -dijo el condestable.

–Excelente. Después rellene usted los datosen los huecos que he dejado a tal efecto, ydesembarque. Aquí tiene una guinea parafacilitar una entrega puntual. Y ahí va eso,también, para el encargado del astillero.

–Cohetes azules y rojos -murmuró el

condestable, repasando lentamente la lista-.Tenemos algunos, pero será mejor asegurarsede que sean recientes. ¿Congreves extra altos?No creo saber a qué se refiere, señor.

–Son lluvias de estrellas blancas, y enocasiones pueden resultar muy útiles. Bastarácon media guinea para todos los fuegosartificiales, ¿verdad?

–Oh, será más que suficiente, señor. Sinduda los traeré yo mismo.

–Debería procurarme algunos pertrechosmédicos -dijo Stephen una vez concluidas estaentrevista y algunas más que revelaron qué seproponía el capitán Aubrey-. Casi no tenemostabletas de sopa, y desde esa desafortunadaestancia en Mahón nos hemos quedado sinungüento azul. Dime, Jack, ¿me equivoco alsuponer que pasaremos aquí cuatro o cinco díasmás de lo que planeabas en un principio?

–No. Estás en lo cierto.–En tal caso, ¿visitarás a lady Keith?–Por supuesto. Y también al almirante.–¿Me permites acompañarte?–Claro que sí. Queenie siente un gran aprecio

por ti.El día de la visita, Stephen desembarcó

temprano, compró una peluca nueva en Barlowsy recorrió todo el mercado hasta encontrar unramillete de lilas que apenas empezaban abrotar. Al volver, obsequió a Mona y Kevin unpedazo de chocolate calculado para mandíbulassólidas y estómagos férreos. Pese a que se loagradecieron debidamente, no lo probaron ni semovieron, pendientes de algo situado encima dela cabeza de Stephen que observaron con unamezcla de extrañeza y preocupación.

–Se ha cambiado usted de pelo -dijofinalmente Mona.

–No te preocupes, querida. Sólo es unapeluca. – Y se la quitó para mostrársela,momento en que los mellizos rompieron a llorar.

* * *–Querida lady Keith -dijo al sentarse en el

salón desde el cual podían contemplar elespléndido jardín y el Estrecho, con la brumosacosta africana recortada en la distancia-.¿Recuerda la primera vez que vio usted a unhombre sin su peluca?

–No. Papá siempre se la quitaba cuando meenseñaba a nadar en Brighton, y yo estabademasiado preocupada chapoteando como parapercatarme del cambio, y si lo hice ni siquiera lorecuerdo. Es un cambio rápido, perfectamentenatural.

–Se lo pregunto porque mis dos niños, a loscuales compré en un mercado de esclavos deArgelia (un niño y una niña, mellizos), se echarona llorar con amargura cuando me quité la míaesta mañana, y no hubo forma de consolarlos.

–Pobres criaturas. Oh, mire, ahí están otravez esos malditos monos. Jack, ¿serías tanamable de cerrar las ventanas? ¿Qué edadtienen?

–Acaban de perder los dientes de leche. Uncorsario argelino los capturó frente a la costa deMunster, y tengo pensado enviarlos de vuelta consus padres, campesinos de un pueblo queconozco. Confío encontrar un barco del rey quenavegue con destino a la cala de Cork.

–No creo que sea difícil. Preguntaré alalmirante. Pero ¿qué piensa hacer con ellosentre tanto? ¿Si les ordenan hacerse a la mar,

por ejemplo, o poner rumbo a las Antillas?–Esperaba encontrar una familia adecuada,

una familia agradable, que pudiera cuidarlos hasque un adecuado y agradable barco de guerralos llevara a casa, con una carta dirigida a unpárroco que conozco en Cork, y una bolsa paraquien los lleve en carro a Ballydonegan.

–¿Hablan inglés?–Muy poco, y el poco que hablan es más bien

soez. Sin embargo, resulta increíble la facilidadcon que la mente infantil absorbe de oídascualquier lengua.

–Bueno, si quiere usted confiármelos hablarécon nuestro jardinero mayor para que losacomode. Tiene una buena esposa, una granjagrande y niños mayores. Habla inglés, inglés delPeñón, y es un hombre bueno y decente. Encualquier caso, yo misma procuraré que no lesfalte de nada.

–Qué amable es usted, lady Keith. ¿Puedotraerlos más tarde?

–Por favor. Tengo ganas de conocerlos. Yahora, dígame, doctor Maturin, ¿qué aves havisto en la costa de Berbería?

–Un trecho tierra adentro había un enormelago salino rodeado de flamencos y de una granvariedad de aves zancudas; buitres, de lasespecies habituales, el chotacabras pardo ocuervo cuellipardo… Entre los cuadrúpedoshabía hienas, por supuesto, y un eleganteleopardo. Sin embargo, lo que más le hubieracomplacido ver fue un anómalo trepatroncos.

–Dios mío, Maturin -exclamó lady Keith, quetenía un gran interés por los trepadores-, ¿en quéaspecto era anómalo?

–Se reconoce al instante que se trata de untrepatroncos, aunque posea una pequeñez quetacharía de absurda. Sin embargo, no tiene unasola mancha negra en la coro nilla, y todo sumanto es más cercano al azul de lo que pareceapropiado; su cola es incluso más corta que enotras especies, y su voz se parece más al cantodel torcecuello que a…

La descripción se vio interrumpida por la

irrupción del almirante.–Diablos, ya están ahí otra vez esos jodidos

monos -gritó indignado, tono que se transformóal reparar en las visitas-. ¡Aubrey! Bienvenidosea; y usted también, doctor. ¡Dios bendito,menuda zurra les dio usted en el Adriático!Recibí sus primeros despachos de guerra, porsupuesto; en Whitehall parecen la mar decomplacidos con ellos. Espero que también noscomplazcan ustedes con el placer de sucompañía viniendo el sábado a comer.

–Será un honor, milord, aunque aún no hemoscumplido sus órdenes del todo. Sin embargo,esperamos hacerlo pasada la luna nueva, ydespués nos consideraremos enteramente a sudisposición.

El rumor de un carruaje, seguido de otrocarruaje, seguido a su vez por las voces de dosgrupos separados de visitantes. Jack y Stephenaprovecharon la ocasión para despedirse, y porsuerte pudieron sortear a los recién llegados, queformaban una piña en el camino de grava ycomentaban en un elevado tono de voz lo muchoque les sorprendía haber llegado al mismo

tiempo.Caminaron de vuelta a la ciudad, y al recorrer

los muelles Stephen reparó en el barco diarioque cubría la ruta de Tánger, embarcación queperfectamente podría haber llamadotransbordador. Se llenaba ésta de moros, judíosgibraltareños y algunos extraños mercaderesespañoles. Jacob se encontraba entre ellos;vestía un caftán y se tocaba con un casquete, demodo que pasaba desapercibido. Stephen nohizo comentario alguno en ese momento, aunquedespués no le sorprendió encontrar la misteriosanota de su colega, en la que decía que cruzaba elmar para ver a alguien que quizá poseía unasjoyas muy valiosas para vender. Más tarde,cuando cenaba en compañía de Jack, dijo:

–Jacob no figura inscrito en el rol detripulantes, ¿verdad?

–Así es. Creo que lo llevamos comosupernumerario, sin derecho a tabaco, paga, ni allevar equipaje.

–¿Y quién le alimenta?–Supongo que tú. Sea como sea, todo cuanto

coma, beba o fume se descontará de tu paga

hasta el último medio penique, y con el mayorrigor del mundo.

–Tengo la impresión de haber entregado mivida a un atajo de desalmados tiburonesmercenarios -dijo Stephen con una sonrisa másbien forzada.

–Así es. Y los niños que compraste en Argeliacuentan con un apartado donde te anotamoshasta la última papilla, además de los platos debarro que rompan. Después de todo, hablamosde la Armada.

–Supongo que lo azotarán o lo encadenaránpor ausentarse sin contar con permiso.

–No. Para tales casos contamos con uncastigo conocido con la expresión «pasar por laquilla». Pero no permitas que te quite el sueño: amenudo las víctimas sobreviven… Bueno, muy amenudo. Oh, lo siento, disculpa si me muestrodemasiado jocoso; debes de echar mucho demenos a los mellizos. Son un par de criaturillasencantadoras, y te ruego que me perdones.

–Sí, admito que les echo de menos, aunquelady Keith ha sido tan amable y tan buena que nopodrían estar en mejores manos. Sin embargo,

les echo de menos, y cuando finalmentecomprendieron mi traición rompieron a llorar depena. Aunque mi dolor se vio atemperado por lomucho que parecían fascinarlos los monos quese reunieron a su alrededor, por la continuasuspicacia que despertaba mi seriedad, y por larisa alegre que solté estando lejos, casi al pie dela colina, al ver dos serpientes entrelazadas quese alzaban en el aire casi todo lo que les daba elcuerpo, sumidas en pleno ritual amoroso.

–Oh, señor -exclamó un mensajero enviadopor el señor Harding-, ¿podría el doctoracompañarme a echarle un vistazo a AbramWhite? Acaba de sufrir un ataque.

De hecho, Abram White estaba muy enfermo:comatoso, hinchado, muy contusionado, pese ano sufrir de apoplejía o epilepsia. Por razonesque sólo él conocía, había subido a bordo trespellejos ocultos de ron para disfrutar de elloslentamente, en privado, con deleite. Al creer queun suboficial del barco le había descubierto,había optado por deshacerse de las pruebas delcrimen ingiriendo todo lo que le quedaba, sehabía atragantado y había caído por una escotilla.

Yacía pálido, insensible, apenas respiraba y casino tenía pulso.

Stephen, tras años de servir en la mar, estabaacostumbrado a ver pálidos e insensiblesmarineros, y cuando se hubo asegurado de quelas extremidades de Abram, su columna y elcráneo no presentaban fracturas, lo movió yordenó llevarlo a la enfermería del sollado.Estaba perfectamente bien y volvía a su puestocuando regresó Jacob. Si alguien habíareparado en su ausencia debió de atribuirlo aasuntos oficiales o médicos (una visita alhospital, por ejemplo), dado que su regreso noprovocó comentario alguno, entre otras cosasporque de nuevo se había cambiado de ropa.

Encontró a Stephen contando las tabletas desopa.

–Espero que mi repentina desaparición nohaya resultado inconveniente. Recibí noticias deque un amigo se encontraba al otro lado delagua.

–No, en absoluto. Espero que el viaje hayavalido la pena.

–Júzgalo tú mismo. Al otro lado resulta

ridículo lo que entienden por seguridad, y heobtenido información nada más y nada menosque de tres fuentes distintas, todas ellascoincidentes. – Conversaban en francés, comosolían hacer cuando trataban temas médicos,privados o confidenciales; a pesar de ello, bajó eltono de voz antes de continuar-: La galera deArzila se encuentra en este momento en Tánger,cargada, con numerosa dotación y tan artilladacomo pueda estarlo una galera: dos cañones deveinticuatro libras en las amuras, y dos a popa,con mosquetes de sobras para cuando navega ala vela. Se dice que los cañones son deextraordinaria calidad: bronce, precisas cuñas depuntería y bala rasa perfectamente esférica.Yahya ben Khaled, que está al mando, pretendecruzar el Estrecho la noche del viernes, a menosque deba enfrentarse a un fuerte viento del este.Reinará una total oscuridad esa noche, y tienepensado poner rumbo directo a Durazzo,entregar el oro (por lo visto ha dejado a padres,esposas e hijos como garantía), recoger sudécima parte y volver, aprovechando toda sufuerza contra cuantos mercantes encuentre por el

camino.–Corajudo golpe.–En efecto. Murad Reis[2] se ha ganado fama

de dar corajudos golpes, que casi de formainvariable han cosechado éxito. Siempre ayudaal destino tanto como puede, y en esta ocasiónha alquilado dos galeras pequeñas que actuaránde señuelo: una de ellas navegará cerca de lacosta africana, y otra por mitad del canal,mientras que él, bajo Tarifa, intentará cruzar elEstrecho por la parte europea.

–Amos -dijo Stephen-, no sé cómo puedoagradecerte estas noticias. ¿Me acompañaspara informar al capitán Aubrey de todo lo quehas descubierto?

–Por supuesto.Jack le escuchó con atención, mientras su

rostro adoptaba de forma gradual la mirada deun águila, una de esas águilas enormes queobservan su presa a escasa distancia.

–Doctor Jacob -dijo, estrechando su mano-.Le agradezco de todo corazón esta inteligenciaque me brinda, esta incomparable informaciónque ha obtenido, tal y como creo que podríamos

llamarla. De modo que si el viento no tienecomponente oeste, Murad Reis se hará a la marel viernes, aguardará al pairo bajo Tarifa,supongo que hasta que suba la marea, y, pocodespués de la medianoche intentará cruzar elEstrecho. Tenemos que prepararnos paraimpedírselo. – Reflexionó unos instantes-. Dichoesto -continuó-, si corren tantas hablillas enTánger y si hemos obtenido esta información tanpronto, debemos suponer que cualquierindiscreción por nuestra parte podría llegarles aellos con la misma celeridad. A partir de ahorase acabaron los permisos en tierra, porsupuesto; y dado que mañana por la mañanadispondremos de todos los pertrechos, lo únicoque podría delatar nuestras intenciones dehacernos a la mar sería desembarcar a losenfermos. Me avergüenza admitir que norecuerdo el parte actual de bajas.

–Oh, respecto a eso -dijo Stephen-, tan sólotenemos un par de obstinados casos de sífilis yuna hernia; podría transbordarlos a laPolyphemus a última hora de la noche, dondequedarían en manos de mi viejo amigo Walker.

–Excelente, excelente. De este modo, cuandoa cualquier idiota se le ocurra irse de la lengua,nos encontraremos, si Dios quiere, en la mar.

CAPÍTULO 10El capitán Aubrey y sus oficiales pasaron la

tarde recorriendo el Estrecho a bordo de laRingle, explorándolo cuidadosamente y, ensegún qué lugares, sondando sus aguas durantela marcha. En un punto, lejos, al oeste, seencontraron con dos fragatas pesadas, la Acastay la Lavinia, con las cuales cruzaron el número deidentificación. Habían sufrido de forma visible eltemporal, pues ambas seguían bombeando sinpausa ni descanso, y el agua caía con fuerza asotavento.

Recorrieron la costa del Estrecho a lo largo ya lo ancho para afianzar el familiar recuerdo delcontorno; después, volvieron a última hora de latarde.

–Vista con perspectiva -dijo Jack a Stephen,a solas en la cabina-, tan perfecta e ideal es lainformación de Jacob que parece demasiadobuena para ser cierta.

–Perfecta e ideal. Sin embargo, creo que es

cierta. Jacob y Arden son los dos únicoshombres en estos asuntos de inteligencia porquienes me jugaría el cuello.

–En tal caso, querido Stephen, voy acambiarme de ropa, subir a bordo del buqueinsignia y pedir una entrevista con el almirante, oa dejarle esta nota. – Se la tendió a Stephen,quien la leyó: «El capitán Aubrey presenta susmejores deseos a lord Barmouth y, a la vista deinformación reciente, le ruega con carácter deurgencia permiso para hacerse a la mar estanoche. Se toma la libertad de añadir que suconsejero político coincide totalmente con él alrespecto».

–Bien escrito, Jack -dijo.Éste sonrió antes de llamar a Killick.–Killick, casaca y unos calzones decentes.

Ah, y dile a Bonden que necesito la falúa ya.Embarcó en la falúa, que le llevó por aguas

calmas hasta el buque insignia, donde, enrespuesta al saludo, Bonden respondió:

-Surprise.–Lamento tener que molestarle de nuevo,

Holden -dijo Jack, cumplidas las formalidades

debidas a un capitán de navío-, pero debo ver alalmirante o hacer que le entreguen esta nota.

Poco después regresó el teniente debandera, rogó al capitán Aubrey que leacompañara y lo llevó a la cámara, donde lordBarmouth, que parecía diez años más joven, lerecibió con mayor cordialidad que nunca, aunqueal almirante se le conocía por su caráctertemperamental y por lo visto era capaz de pasarde un extremo a otro.

–Respecto a esta nota -dijo el comandante enjefe-, ¿cuán satisfecho está usted de su fuente?

–Lo bastante satisfecho como para jugarmela vida, milord -respondió Jack-. Y el doctorMaturin coincide conmigo al respecto.

–En tal caso debe usted partir. Pero, Aubrey,no tenía ni idea de que fuera usted tan buenamigo de la infancia de mi mujer, casi unaespecie de primo. Por fin llegó la Acasta estatarde, con ella a bordo, rebosante de salud peseal mal tiempo (mi mujer es un espléndidomarino), y como traía un paquete para lady Keithfuimos ambos a visitarlos. Tuvieron la amabilidadde invitarnos a comer (una comida improvisada

para los cuatro solos), y no sé cómo fue, pero elhecho es que su nombre salió a colación, y depronto descubrí que ambas le conocían a usteddesde cuando aún no se ponía los calzones,antes incluso. Han seguido su carrera de barcoen barco en la Gazette y en el listado de laArmada, y cuando se equivocaban en algo(como sucedió por ejemplo con la fecha de sunombramiento para el mando de la Sophie), lordKeith las corrigió. Finalmente decidimos invitar acomer a los Keith, a usted y al doctor Maturin (aquien lord Keith tiene en gran estima), a bordodel buque insignia, mañana. Sin embargo, temoque esta petición suya pueda privarnos delplacer de su compañía.

–Me temo que así es, milord; no obstante,agradezco mucho su amabilidad, y estoy segurode que el doctor Maturin también lo hará.

El almirante inclinó la cabeza antes decontinuar.

–Volviendo al contenido de su nota, ¿estácompletamente seguro de la informaciónproporcionada por su agente?

–Completamente, milord. Tanto como para

empeñar mi barco y a mí mismo. Maturin está deacuerdo.

–¿Y corre tanta prisa?–No podría ser más urgente, milord.–En tal caso debe ir. Sin embargo, lady

Barmouth y yo desearíamos verles a ambos y alos Keith a su regreso. – Hizo sonar la campana yordenó al despensero servir un coñacdecididamente añejo. Cuando regresó eldespensero, llenó las copas y brindó-: Por eléxito de la Surprise.

–Delicioso coñac, desde luego que sí -dijoJack; tras una pausa, continuó con cierto reparo-:Jamás tuve el honor de servir a las órdenes delalmirante Horton, y por haberme ausentado tan amenudo de Inglaterra no me había enterado desu boda ni de su defunción.

–Se casó con Isobel Carrington pocodespués de ascender al empleo de almirante.

–¡Isobel Carrington! – exclamó Jack-. Puesclaro, debí pensar que era ella cuando hablóusted de su amistad con Queenie. ¡Isobel yQueenie! Dios mío, sus nombres me traen tandulces recuerdos… Tengo muchas ganas de

presentarle mis respetos a lady Barmouth. Y leagradezco de todo corazón que me dé permisopara hacerme a la mar, milord.

El comandante en jefe estrechó su mano, yambos se despidieron en mejores términos de loque Jack había creído posible.

De nuevo a bordo de la Surprise, vestido conel uniforme de faena, llamó al carpintero.

–Considerándolo todo, Astillas -le dijo-, ¿cuálcree usted que es nuestro mejor bote, el másmarinero?

–Oh, el cúter azul, señor. Sin duda, el cúterazul con el señor Daniel a la caña. Ese hombrees capaz de gobernarlo media cuarta más al ojodel viento, y ganar un nudo extra.

–Perfecto. Por favor, échele un vistazo alcúter, y si necesita algo hágaselo saber al señorHarding. El condestable le hará entrega dealgunos cohetes azules y rojos, y de una lluvia deestrellas. – Después, dirigiendo la voz a lasaguas calmas, voceó-: ¡Ringle! Señor Reade, notardaremos en salir al Estrecho, de modo que sitiene mujeres a bordo será mejor quedesembarquen ya. Cuando hayamos franqueado

el muelle, me gustaría hablar con usted.Qué sencilla la silenciosa partida de ambas

embarcaciones, poco después del cañonazo dela noche. Apenas fueron necesarias las órdenes,y apenas se dio una sola. Los marinerosadujaron los familiares cabos y halaron de lasbolinas al partir el barco del muelle, y despuéscazaron todo lo que había que cazar como si setratara de un acto reflejo. Sin embargo, Jackrechazó el procedimiento habitual de subir unaluz al tope, y ordenó encender un único fanal depopa. Los marineros de la Surprise se guiñaronel ojo e inclinaron la cabeza, conscientes de loque tenían entre manos: algo se cocía, y dehecho sabían perfectamente qué era ese algo.

Jack pidió a William Reade que se reunieracon él y sus oficiales en el alcázar.

–Caballeros -dijo-, saben ustedesperfectamente que emprendimos este viaje conobjeto de desalentar a Napoleón en el mar. Sinembargo, tenemos otro objetivo. Desde el puntode vista terrestre, los partidarios de Napoleón enBosnia, Serbia y otros lugares creían que silograban impedir que los ejércitos ruso y

austríaco se reunieran con los ingleses yprusianos Bonaparte podría derrotar a cada unode los aliados por separado, a pedacitos. Poresa razón tuvieron que reclutar a un gran númerode mercenarios musulmanes de los Balcanes.Nosotros impedimos que el dey de Argeliapermitiese pasar el dinero por su país, peroahora se dirige por mar desde Marruecos abordo de una potente galera que se ha propuestoesta noche cruzar el Estrecho. Según nuestrainformación, la galera tiene planeado mantenerseal pairo bajo Tarifa hasta que suba la marea, yentonces, si el viento es favorable, cruzar elEstrecho. Si el viento les falla, remarán. Puedenhacer siete o incluso ocho nudos así. Además,cuentan con la ventaja de la corriente del este. Elcapitán de la galera, un conocido corsario, haalquilado otras dos embarcaciones para que lesirvan de señuelo, una en la parte africana y otraen mitad del canal. No deberíamos preocuparnospor ellas, sino hacer avante a Tarifa, situada laRingle a babor, y el señor Daniel en el cúter azula estribor, ambos a tres cables por el través de laSurprise. El primero en avistar la galera

disparará un cohete azul si el enemigo seencuentra a estribor, rojo si a babor, y una lluviade estrellas si tiene la galera a proa.

–Azul a estribor, rojo a babor, blanco a proa -murmuraron. Reade regresó a bordo de subarco, mientras echaban al agua el cúter azul.

No había luna, pero sí una espléndida miríadade estrellas. Orion en toda su gloria Vega,enorme, centellaba por la aleta de babor, yDeneb más allá. A proa del través, ambas osas yla Estrella Polar; Arturo y la Espiga por la amurade estribor, y de no haberse interpuesto la velatrinquete, Stephen hubiera podido ver Sirio, peroen su lugar le mostraron Proción. Después, por laamura de babor, Capella, baja pero brillante aún,así como Castor y Pólux.

–Glorioso doble ese Castor-dijo Jack,señalándoselas a Stephen-. Tengo quemostrártelas a través del telescopio cuandovolvamos a casa. – Levantó la voz un poco-:Señor Harding, creo que podríamos acortar devela un poco -dijo al ver que los chorros de vapor,a los que no podía llamar nubes, que había bajolas estrellas se encontraban a esas alturas a

cinco o incluso seis grados más al sur de lo queestaban cuando se los señaló a Stephen.

El viento giraba, y a ese paso la Surprise seencontraría a barlovento de la galera paracuando llegaran a Tarifa. Es más, si Jackesperaba a la pleamar atlántica existía laposibilidad de que la galera emprendiera lahuida. Si bien podía navegar una cuarta máscerca del viento que un barco de aparejoredondo, en cuanto el corsario se adentrara en elEstrecho, la Surprise disfrutaría del barlovento yla galera no tendría más remedio que empeñar elcombate.

No había luna, por supuesto, pero la difusa luzde las estrellas proporcionaba al ojo experto unaclara visión del contorno de la costa española.Punta Carnero, Punta Secreta, Punta del Fraile yPunta Acebuche a popa. Tarifa no andaba muylejos.

–Sólo gavias -dijo Jack en voz baja, y elbarco perdió andadura.

–Cuatro nudos y dos brazas, señor, con supermiso -murmuró en un hilo de voz elguardiamarina encargado de la corredera.

Se mascaba la tensión a bordo, cada vezmás, y el cabo llevaba un buen rato haciendosonar la campana con los nudillos. Casi ni sehablaba, ni siquiera se susurraba en cubierta,donde las bocas de los cañones asomaban porlas portas, y ardía en las tinas la mecha decombustión lenta.

Fue Daniel, a bordo del cúter azul, el primeroen avistar la galera, a tierra respecto de él y a lavela, pues mareaba dos espléndidas y biencazadas velas latinas que besaba el viento.Lanzó un cohete azul, cuyo fulgor iluminó conclaridad al enemigo, el mar y la estela de humoque despedía, estela que cayó al sur empujadapor la brisa.

La galera no se había adentrado tanto en elEstrecho como Jack hubiera deseado, pero seencontraba en buena posición. En muy buenaposición. Hizo señal a la Ringle para querecuperara el cúter y le siguiera, ordenó largartoda la lona de la cual podía cubrirse la Surprisecon aquel moderado viento (lona que aumentó algirar éste), y ordenó también orzar tan cerca delojo del viento como pudo.

La galera, al ver que hasta tresembarcaciones de guerra la habían detectado(quizá más, si otros barcos al este habían visto laseñal), abandonó toda esperanza de cruzar elcanal, arrió velas y gobernó a remo, rumbo al ojodel viento.

Cuando la galera mostró la proa a la fragata,la profusión de velas blancas de la Surprisedestacó con suficiente claridad a la luz de lasestrellas como para que Murad Reis arriesgaraun disparo a larga distancia con el cañón decaza, situado en el costado de babor. No habíaforma de orientar los cañones pesados, puestenían que apuntarlos por mediación del rumbode la embarcación que los artillaba, y Reisgobernaba el timón con mano experta.

Fue un disparo efectuado a larga distancia;sin embargo, la combinación de puntería,excelente calibre y pólvora, y el zarandeo del marpermitió a la bala rasa de veinticuatro librasalcanzar al segundo cañón de la batería deestribor de la Surprise, y matar a Bonden, alcabo de cañón y al joven Hallam, guardiamarinade la división. En cuanto se hubo trincado el

cañón, Jack recorrió toda la batería,comprobando la dirección en que apuntaban loscabos (aunque, por supuesto, apenas sedistinguía con claridad el contorno de la galerade bajo bordo), ordenándoles elevar las cuñas,para después, en la cresta, gritar:

–¡Fuego!Ni siquiera armado con el catalejo de noche y

subido a la cofa pudo distinguir si había causadodaños con los cañones. Tras algunas descargasmás en las cuales la Surprise no recibió más queinofensivas balas faltas de brío, parecía probableque sí. En cualquier caso, pasados veinteminutos la andadura de la galera pareciódisminuir, ya fuera porque los remos habíansufrido daños, dado lo vulnerables que eran alfuego de una batería, o por el hecho de que trasbogar con alma los remeros estaban agotados.

Mientras encaraba el catalejo a lo que concasi toda certeza era la galera (puesto que susrumbos coincidían), Jack ordenó disparar uncañón de caza, gracias a cuyo destello distinguiócon claridad que largaba trapo.

Era una embarcación rápida, y el aparejo de

vela latina le proporcionaba cierta ventaja, peroteniendo en cuenta las posiciones relativas yaquel viento que no dejaba de girar, cualquierintento por su parte de cruzar la proa o popa dela fragata antes de que lo imposibilitara elcaprichoso viento la expondría al menos a tres ocuatro andanadas impunes. Una galera, por muypesada, bien gobernada y peligrosos suscañones de caza y guardatimones que fuera, nopodía soportar un combate a tocapenoles con unbarco de guerra que artillaba catorce cañones dedoce libras por banda, aparte de losguardatimones y los de caza, las piezas depivote en las cofas y el fuego de mosquete, porno mencionar la madera mucho más sólida delcasco.

Tampoco tenía opción de emprender elabordaje sin la certeza de que el enemigobarriera la cubierta a proa y popa varias vecesantes de abarloarse. Aunque Murad Reis habíaabordado a varios mercantes de mayor caladoque la Surprise, la certeza de la velocidad yeficacia de sus andanadas le convenció de queno se saldría con la suya, de modo que optó por

la única alternativa viable, la huida. Una galerapodía mostrarse muy rápida con la mar calma yun viento favorable, y tras forzar largo y tendido lavela rumbo oeste podría, quizá, robar al enemigoel barlovento y, por tanto, ganar la libertad.

El sol asomó sobre África y mostró a lagalera casi en la misma posición donde Jackesperaba verla, a unas dos millas a poniente.Las velas latinas asomaban por ambos costadospara aprovechar al máximo el viento de juanetesque soplaba en dirección sursuroeste. Y asínavegaron a lo largo de aquel día azul claro,carente de nubes, y también al día siguiente, undía en que el mar, el viento y la corriente semantuvieron constantes. No obstante, laextraordinaria tensión de ese primer día, cuandotodos a bordo, los hombres, las mujeres y losniños, intentaban azuzar a la fragata con losmúsculos del estómago apretados y unaextraordinaria diligencia a la hora de trepar a lajarcia y hacer lo posible por aumentar lavelocidad de la nave, se redujo hasta llegar a unpunto en que todos se limitaron a cumplir con susdeberes habituales: limpieza de cubiertas, colgar

y descolgar coyes, empapar las velas con lasmangueras con la esperanza de que cogieranmás viento, tomar el desayuno y demás, sin estarpendientes día y noche de la persecución. Inclusouno de los muchachos se acercó a Stephen paraseñalarle una curiosa ave, una boba prieta; y aStephen y Jacob los molestaron mucho menosestando en su lugar favorito de observación, aproa y a estribor, junto a la serviola. Poco o nadatenían que hacer en la enfermería de lo que nopudieran encargarse tranquilamente Poll yMaggie. Jack dedicaba todos sus esfuerzos, aligual que cualquiera de sus oficiales, a ganarhasta la última onza de empuje al viento y, detodos modos, Jack no era muy amigo de dedicarsu tiempo a otros asuntos. Estaba acostumbradoa que la muerte se presentara de formarepentina, por supuesto, pero en esa ocasiónsintió la pérdida de Bonden, admirable marino, ytambién la del joven Hallam, hijo de un antiguocompañero de tripulación. Sintió ambas muertesen el alma.

Aquel día hacía un extraordinario calor, y aldía siguiente, lunes, hizo aún más. Jacob, con

toda la naturalidad del mundo, se puso unturbante, y Stephen, sin prisa alguna, se anudó unpañuelo blanco en la cabeza.

–Podría durar una eternidad -comentó antesde comer, sentado en una aduja.

–La verdad es que estas largas estelas y lainfinita cantidad de mar se parecen mucho alaspecto de la eternidad -dijo Jacob-. O a unsueño. Por mi parte, no creo que dure muchomás. He estado a bordo de un corsario argelino yde un barco pirata de Salé; puesto que suprincipal objetivo consiste en tomar unaembarcación al abordaje, por lo general suelen ircargados de hombres. Es más, a menos quepretendan asaltar una costa lejana (que no es elcaso), Estrecho abajo y así hacia Durazzo, raravez llevan muchas provisiones. Cuando la galeraremaba a esa velocidad observé que contabacon una excepcional cantidad de remeros, ytodas esas bocas tendrán que alimentarse.

Ocho campanadas. Se llamó a la gente acomer, y seguían masticando, oliendo a ron oambas cosas cuando se dirigieron a toda prisa ala proa para ver cómo progresaba la caza.

–¿Qué opina usted, Tobías Belcher? –preguntó Stephen, dirigiéndose a un marinero depelo cano nacido en Shelmerston, compañero deantiguos viajes y miembro de la comunidad deSeth, famosa por su amor a la verdad. Belcherobservó la situación y consideró la respuesta, y alcabo dijo que «en ese tiempo había algo que noolía a cristiano».

En ese momento, el despensero de lacámara de oficiales se acercó para advertir a losdoctores de que estaban sirviendo la comida, demodo que ambos se apresuraron tras nohaberse hecho más que una vaga idea. Al volvera convertirse en un barco privado, la Surprisehabía perdido al oficial de la real infantería demarina, aunque seguía disponiendo de trestenientes, el piloto, el contador y amboscirujanos, de modo que la mesa estaba atestaday se habló largo y tendido acerca del probabledesenlace del día, bizantina conversación quefinalizó al servirse el pudín, momento en que seprodujo un tremendo estampido a proa comoconsecuencia del impacto de otro disparo,efectuado por los guardatimones de la galera.

Después, bajo el ardiente sol, empezó uncurioso tipo de guerra en el mar. El vientorefrescó un poco, alcanzó primero a la fragata,que ganó terreno hasta situarse a distancia delfuego de los guardatimones de la galera; dadoque no se encontraban en línea, la galera, a fin deapuntar estas piezas, tuvo que jugar con el timón,con lo cual expuso su aleta. Este peligro aumentócon el viento, que introdujo en el juego a loscañones de proa de la Surprise, con el peligroañadido de que podía meter el timón a banda,mostrando a la galera todo el flanco ydespidiendo ciento sesenta y ocho libras de balarasa sobre la madera relativamente frágil de lanave enemiga.

Ambos capitanes, uno a proa y a babor, elotro a popa y a babor, se observaban conintención de detectar el menor cambio que seprodujera para poder contrarrestarlo. Jack teníatodos los cañones de proa preparados, por sisurgía la oportunidad de abrir fuego. Cuando unaracha de viento favorable empujó la fragata unascincuenta yardas más cerca del enemigo, sedirigió a Daniel, que estaba al mando de los

cañones del costado de babor.–Señor Daniel, voy a ordenar meter el timón a

sotavento y disparar el cañón de caza. En cuantola fragata responda a la maniobra, haré fuego adiscreción. – Se acercó al cañón de caza, unapreciosa pieza de bronce de su propiedad,capaz de disparar balas de nueve libras, que yase encontraba a lo que a su juicio era laelevación correcta, y, arrodillándose ante la cuña,gritó-: ¡Timón a sotavento, con brío! En cuantoapareció la popa de la galera ante sus ojos,disparó. La bala mordió la estela y atravesó lavela latina que mareaba a popa, mientras los trescañones situados más a proa de la fragataarrancaban astillas a la popa de la galera; sinembargo, la habían alcanzado gracias al rebote.Poco después, el viento que había acercado a lafragata alcanzó y favoreció al buque corsario, aquien alejó de los cañones de la Surprise.

–Por Dios, qué calor -dijo Jack, que trasvolverse se refrescó en una de las tinas de agua,y fue imitado por todos los marineros.

Y así continuó la persecución día tras día bajoel ardiente sol; de noche, incluso la luz de la luna

parecía irradiar calor. Día a día, hacían todoaquello que la destreza, ingenio, artimaña ymalevolencia humanas podían hacer con tal dedestruir al enemigo, sin que ninguno de los dosganara una ventaja decisiva por mucho que sehirieran. Y se herían, pero no de muerte.

Si Jack y Adams, su escribiente, no hubieranmantenido al día el cuaderno de bitácora (dondese anotaban posiciones, distancias, cambios deviento, observaciones sobre el tiempo y demásfenómenos naturales), apenas hubiera sidocapaz de saber que fue un miércoles, el primermiércoles del mes de junio, cuando finalmentecayó el viento por completo y, de pie a la escasasombra que las flácidas velas podían arrojar,observaron a la galera sacar los remos y bogar,rumbo oeste, hacia lo que hubiera podido seruna nube en el horizonte si tan impío cielohubiera sido capaz de compartir su espacio conuna.

Aquel día, Stephen atendió tres casos deinsolación, y Jack, como medida de prevención ypor puro entretenimiento, ordenó arriar una velaal costado (con los puños bien lejos de aquellas

aguas infestadas por una ingente cantidad detiburones) antes de saltar él mismo, dispuesto aanimar a la dotación. Sin embargo, poco pudorefrescarse, dado que el agua que le salpicó eratemplada, por no decir cálida.

Ninguno de los cirujanos consideró adecuadounirse al chapoteo generalizado, y al ver quenadie los observaba, Stephen decidió guiar aJacob hasta la cofa, desde la cual (balanceado elbarco por la corriente) podrían ver la galera conun catalejo que había tomado prestado en lacámara de oficiales. El ascenso no entrañabapeligro, pero Daniel y tres guardiamarinas,desnudos de cintura para arriba, se encaramarona la obencadura y, de ahí, a la jarcia, no sólo paraofrecerles consejos, sino para empujarlos confuerza en los momentos de crisis.

Desde la cofa, Maturin los envió de vuelta alagua con sumo agradecimiento y todas lasseguridades de que podrían apañárselas solos ala hora de descender, sin más ayuda que laprestada por la gravedad.

–Amos, creo que no habías estado aquí antes-dijo después de recuperar el aliento.

–Jamás -admitió Amos Jacob-, pero mealegro mucho de haber subido. Dios, quépaisaje. Y Dios, qué cerca parece estar la galera.Está en movimiento. ¿Me permites el catalejo?Oh, Dios… -añadió muy enojado-. Estabaescrito.

Tendió a Maturin el catalejo. El viento habíainflado las velas de la galera, y los corsariosarrojaban por la borda a muchos de los esclavosencadenados.

Observaron la escena inmersos en un silenciorepleto de tensión.

–Capitán Aubrey -voceó Stephen tras asomarpor la cofa-, la galera tiene el viento. Navegahacia una isla que avistamos desde aquí arriba.

Y es que la nube se había convertido en unaisla, una isla cónica ahuecada en la parte máscercana, la parte oriental.

Jack, empapado, no tardó nada en trepar a lacofa.

–Había oído que hacían esas cosas paraahorrar comida y agua -dijo, y añadió tras unbreve silencio-: No conozco esa isla. Claro quenos encontramos fuera de las rutas conocidas.

–Creo haberla visto en Barcelona, en unantiguo mapa catalán -dijo Stephen-. Y meparece recordar que se llama Cranc, que es«cangrejo» en catalán.

–El viento nos alcanza -dijo Jack, que dioórdenes a todos los marineros para volver abordo. En cuestión de unos minutos, la fragatavolvía a la vida, hinchadas las velas, con losrociones que levantaba la proa. Y mucho antesde que finalmente se pusiera el infernal solhabían arribado a isla Cranc. No había un solohombre a bordo que no hubiera visto a losremeros (ya fueran esclavos o cautivos sinposibilidad de rescate) ser arrojados entre gritosal mar, al jodido mar, y no había uno solo que noodiara con toda su alma a los responsables.

En principio, la isla era de origen volcánico,un pico que tras una erupción se habíadesprendido de la parte este, creando unalaguna de aguas poco profundas con un muroalto tan sólo roto por un estrecho canal, queservía de entrada y salida al mar. Desde lascofas pudieron ver la galera amarrada bajo elmuro de roca cerca de la entrada, cerca de un

maltrecho muelle y de los restos de unas casas.Quedaba abrigada de todo a excepción de losmorteros, y la fragata carecía de éstos; tampocopodía entrar en aguas tan poco profundas paraemplear los cañones.

La suave brisa de juanetes la llevó alrededorde la isla, para explorar y sondar las aguas que larodeaban, un rodeo limpio que hicieron de unasola bordada. Aguas poco profundas, no habíaarrecifes, tampoco rastro de vegetación o deagua potable; tampoco, para asombro deMaturin, de aves marinas. En la parte occidental,bajo un acantilado, descubrieron un modestoarenal verde y gris.

Acompañado por Stephen, Jack ganó la orillaen bote. Al caminar por la escasa arena quehabía, Jack observó que estaban en la pleamar;que el mar debía de golpear con fuerza esa partede la isla después de un fuerte viento del oeste; yque confiaba en que Stephen hubiera encontradoalgunas interesantes criaturas en la cueva.

–He encontrado algo si cabe más interesante-confesó Stephen-. Una ausencia total de vida.Entrado el mes de junio, ni siquiera anida el

petrel. No hay aves, ni los desperdicios propiosde ellas, ni restos de plumas. Pero te diré a quése debe, hermano, y es que he notado uninquietante olor en esa roca, en esas fisuras (yaverás, acerca un poco la nariz a ésta de aquí). Nosoy químico, pero sospecho que emana un gasvenenoso, lo cual serviría para explicar la casitotal ausencia de vegetación, incluso estando enjunio. – Mientras consideraba su teoría se acercóDaniel.

–Señor -dijo a Jack-, uno de los marinerosque nos han acompañado en el bote, McLeod,sirvió a bordo del Centaurea el año cuatro. Diceque esta posición se parece mucho a la quetomó el capitán Hood, a Diamond Rock. De jovenera escalador de Saint Kilda, y ayudó a subir loscañones por el acantilado.

–No se me había ocurrido -admitió Jack-,pero es cierto que la situación es muy parecida.¿Cree usted que podría subir un calabrote hastala cima del acantilado? McLeod -voceó; unmarinero alto y de mediana edad, que habíatransbordado en Gibraltar procedente delErebus, se acercó con timidez-. ¿Cree usted que

podría subir un buen cabo allí? ¿Por la pared delacantilado?

–Creo que sí, señor -respondió McLeod en uninglés titubeante-, con una recia pica y clavijascon un motón para ayudarme a subir otras veintebrazas… No es tan pronunciado como el deDiamond Rock, pero parece más blando, ypodría no ser del todo sólido en la cima.

–¿Querría intentarlo? Si pierde solidez podrábajar sin tener nada de que avergonzarse.Probemos a ver qué pasa.

–Subimos cañones de veinticuatro libras -dijoMcLeod, que no parecía haberle oído.

–Pongamos de inmediato manos a la obra -dijo Jack mientras se encaminaba al bote.Bogaron con brío de vuelta al barco, ayudadospor la corriente, recorrido amenizado por losrecuerdos de lo sucedido en Diamond Rock, quefue una hazaña poco habitual. La Surprise habíafondeado de tal modo que su batería ofendiera elcostado de estribor de la galera en caso de queésta se atreviera a salir, mientras que la Ringleharía lo propio, pero por el costado de babor.

El contramaestre reunió adujas del cabo de

más gruesa mena que pudo encontrar. El armeroencendió la forja hasta el rojo vivo, y trabajó unaserie de clavos con agujeros para los cabos delmotón, forjó y templó una pica de mano, con unextremo en forma de martillo y otro en forma depico, todo ello bajo la supervisión de McLeod.

El hierro no se había enfriado aún cuando elbote volvió a morder el arenal. Entre tanto,McLeod y su primo cosieron loneta paraconfeccionarse unas zapatillas de escalada.

–He perseguido al bucardo de los Pirineos,que Dios me perdone, mamífero que habita enlos picos más elevados -dijo Stephen, con lasmanos a la espalda, sin perder detalle delascenso de McLeod-, pero jamás había visto anadie trepar de ese modo. Casi parece un geco.

Ver como aquel intrépido hombre de cientosesenta y ocho libras ascendía por la pared casiperpendicular del acantilado constituía unespectáculo extraordinario. Cierto que la paredno carecía de fisuras, aunque desde el arenal seantojaran lisas. Cuando alcanzó un trecho másescarpado donde pudo descansar y asegurar unclavo por el que pasar el cabo, todos los

marineros le vitorearon. Arrojó otra aduja, cuyoextremo ató alrededor de su hombro, y siguiósubiendo con mayor rapidez que antes, hastaalcanzar la mitad del ascenso, mientras su primoAlexander, aprovechando el primer cabo, ganabala anterior posición. En un tiemposorprendentemente corto se asomaron amboscon cautela por el borde del acantilado, y ante sumirada se extendía la laguna.

Después, mientras los valientes aunquemenos intrépidos marineros hundían clavos juntoa los cabos, empezaron a preparar una de lashamacas colgantes de ganchos fijos mástrabajadas que Jack había visto nunca; aunqueno tuviera ni punto de comparación con elsendero flotante de Diamond Rock, elcontramaestre estaba encantado, y al cabo todoquedó dispuesto para subir un cañón de nuevelibras hasta el borde del acantilado mediante unacadena, a fin de emplazar la pieza en un puntodesde el cual dominara la laguna. Si un cañón denueve libras se revelaba insuficiente, nada podríahacer el enemigo contra dos cañones de catorcelibras.

De noche la Surprise se acercó en labajamar, momento en que el nivel del agua habíadescendido lo suficiente como para impedir quela galera intentara salir de la laguna. Frente a laorilla, en un buen tenedero, echó al agua dosanclas y tendió después dos calabrotes a loshombres en tierra. Estos calabrotes subieron pormediación de fuertes aparejos por todos lospuntos hasta coronar la cima, donde losaseguraron a una compleja maraña de estacas,halados tesos por el cabrestante de a bordo.

–Ahí va el cañón de caza -dijo Jack, y elcañón de nueve libras de su propiedad fueasegurado a la cadena, colgada bajo éste deganchos de hierro.

Al grito de «A halar con alma, con alma» losmarineros situados en el virador, bajo el mandode Whewell, empezaron a virar con fuerza. Loslargos calabrotes, ayustados por ambosextremos, trabajaron entonces, suspiraron, sevolvieron rígidos y el cañón empezó a subir a lolargo de la cadena. La pieza, su cureña, lamunición… Todo ello supuso un esfuerzotremendo, pero al salir el sol que iluminó la

laguna y la galera recortada contra el muelle, nopodía decirse que nadie estuviera cansado.

Jack conocía muy bien ese cañón. Ladistancia, poco más de un estadio, no suponía unobstáculo para una pieza bien dirigida, pero, tal ycomo explicó a Stephen (a quien, acompañadode Jacob, habían subido a lo alto del acantiladocomo un simple paquete), pocas veces habíadisparado con un ángulo descendente tanpronunciado.

–Efectuaré una o dos descargas a modo deprueba -dijo-, dirigidas a esas casas derruidasde ahí. Arriba con él, compañeros. – El cañónencajó en la cureña con un ruido seco. Jackcambió la cuña de puntería, echó un vistazo a lolargo del cañón, llevó a cabo un mínimo ajuste yaplicó el botafuego, no sin antes arquear elcuerpo para evitar el retroceso del cañón denueve libras. Mientras los sirvientes metían lalanada, limpiaban el ánima, cargaban de nuevo,hundían el cartucho y volvían a apuntar la pieza,Jack permaneció de pie abanicándose con lamano para evitar el humo, sonriendo de purasatisfacción. El disparo había alcanzado el

blanco. Los moros corrían alrededor de la galeray el muelle como hormigas espantadas.

Eran corsarios, guerreros, y prontocomprendieron la situación, su desesperadasituación, de modo que atraparon a Murad Reis,lo maniataron y lo empujaron hasta el extremo delmuelle, cerca del acantilado; una vez allí, leobligaron a ponerse de rodillas y, al grito de«Nuestros pecados por su cabeza, nuestrospecados por su cabeza», uno de los corsarios lodecapitó de un solo tajo. Levantó la cabeza paraque la vieran quienes se habían situado en lo altodel acantilado, y gritó:

–Nuestros pecados por su cabeza. Danosagua y seremos tus esclavos para siempre.Tendrás la galera, tendrás el oro.

Algunos bebían la sangre, pero la mayoría lesmiraban con las manos en alto, en un gesto desúplica.

–¿Responderá usted, doctor Jacob? –preguntó Jack.

–Comprometería mi posición -respondióéste-. Esperemos un poco. Creo que tienen otrorecurso.

Y así era. Al cabo de unos instantes, unadocena de forzudos marineros semidesnudos,quemados por el sol, surcada su piel por lascicatrices de los latigazos pero obviamentehombres blancos, fueron empujados hacia elmuelle, y su líder se dirigió a lo alto del acantiladocon voz ronca y acento del puerto de Londres.

–Que Dios bendiga al rey Jorge. Somossúbditos británicos, apresados del ThreeBrothers, del Trades Increase y de otrasembarcaciones. Le estaríamos muy agradecidosa su señoría si nos diera una gota de cualquiercosa para aliviar la sed. Amén.

–Escúchenle -gruñeron los otros-. Resecosestamos. Hemos pasado la semana bebiendoorín.

–Atención -dijo Jack a voz en cuello-. Cojanlas armas de los moros y amontónenlas en elextremo del embarcadero; aten sus manos y haréseñal a la goleta para que eche al mar un botecargado de agua y algo de comer.

Los súbditos británicos vitorearon con vozronca y desafinada, Jack disparó tres o cuatroveces más al azar para mantener la tensión,

mientras el enemigo rendía las armas en elembarcadero.

* * *Los marineros de la Surprise, henchidos de

satisfacción y buen humor, transportaban frente ala laguna los pesados, los pesadísimos, losencantadoramente pesados arcones de la galeraa aquellos lugares en lo más hondo de la bodegadonde el peso pudiera contribuir mejor a lanavegación de la fragata. Los prisioneros moros,a quienes se había proporcionado una cantidadrazonable de agua y comida, fueron estibados enel sollado de los cables. Al menos por elmomento tenían el alma en los pies y la moral porlos suelos. Sin embargo, Jack había vistoexperimentar extraños y sorprendentes cambiosen hombres liberados de un peligro mortal, ycontaba con la capacidad de recuperación delespíritu humano, sobre todo del marítimo espírituhumano, de modo que, después de calcular laposición acompañado por sus oficiales, pusorumbo al punto más cercano de África, dondetenía intención de desembarcar a los prisioneros.

No obstante, de momento él y Stephen

desayunaban tranquilamente, observando concierta complacencia la isla Cranc.

–Me dice Jacob -dijo Stephen- que en árabese conoce a este lugar por el nombre de islaQuincena. Fue un próspero puerto de pesca ycorso: dátiles, algarrobas, perlas, coral… De ahíel embarcadero y las ruinas, al menos hasta eltiempo de Mulei Hassan, creo, que fue cuandouna nueva erupción acabó con los escasosarroyos, los acueductos y cisternas, y liberólentamente el vapor nocivo que descubrimos.Parece ser que uno puede respirarlo por espaciode catorce días sin sufrir más que dolores decabeza y molestias gástricas, pero aldecimoquinto día te mueres.

–Le pido disculpas por la interrupción, señor -dijo Harding-, pero me pidió que le avisaracuando lo tuviéramos todo a bordo. Sepa queacabamos de estibar el último arcón. – A medidaque hablaba, su rostro por lo general grave dibujóuna sonrisa que no podía resultar máscontagiosa. Ese último arcón, llevado a pasolento por fuertes marineros, pesaba sus buenasciento doce libras, y Harding, que no era hombre

avaricioso ni agarrado, sabía cuántas onzas deltotal le pertenecían en concepto de botín.

Se ha considerado al patriotismo, el ascensoy el dinero del botín como los tres palos de laArmada real. Sería mezquino asegurar que eldinero del botín era, de todos, el más importante,pero al abandonar la llana orilla norte de RasUferni en Marruecos, donde por fin habíanlogrado desembarcar a los prisioneros tras untedioso viaje con vientos de proa, lo cierto es quese convirtió en el tema preferido a bordo.

–Si ustedes quieren gobernar la galera yacompañarnos a Gibraltar -dijo el capitán Aubreya los esclavos-, recibirán la parte del botíncorrespondiente a un marinero de primera.

–Oh, gracias, señor -dijo Hallows, el portavoz-. Es muy amable por su parte, y le prometo quecumpliremos con nuestro deber.

–Estupendo -dijeron sus compañeros. Y locierto es que gobernaron la galera muy bien,claro que por otra parte también consideraronparte de su deber abarloarse a la fragata en tresocasiones distintas para rogar al oficial deguardia que acortara de vela.

–Hay demasiados huevos en esta cestacomo para arriesgarnos por nada -decían por logeneral, comentario que consideraban tanconciliador como ingenioso.

Jack se encontraba en cubierta la última vezque obraron así.

–Hallows, si no mantiene usted la posición losdesembarcaré a todos -dijo con tal convicciónque si bien se habían situado a la voz parainformar a la fragata de que había una enormehoguera en lo alto de cabo Trafalgar, se lopensaron mejor y optaron por contárselo a laRingle.

Cierto, había tantos fuegos a lo largo del ladoeuropeo del Estrecho que su visión motivó todasuerte de comentarios a bordo de las tresembarcaciones. Al ver que Gibraltar contaba coninnumerables hogueras encendidas, lleno supuerto de barcos engalanados, con bandas demúsicos, trompetas y tambores que tocabancomo locos, cesaron las conjeturas y la Surprise,después de identificarse, se deslizó en silencio asu amarradero habitual, acompañada por lagoleta y la galera.

–El teniente de bandera, señor, con supermiso -anunció un guardiamarina a su lado.

–Le felicito de todo corazón por tanespléndida presa, señor -exclamó el teniente debandera-. Por Dios que no podría haberplaneado mejor su llegada a puerto.

–Gracias, señor Betterton -dijo Jack-. Perodígame, ¿qué sucede?

El teniente le observó unos instantes con ojosmuy abiertos.

–Napoleón ha sido derrotado, señor -respondió con seriedad-. Hubo una gran batallaen Waterloo, en los Países Bajos, que ganamoslos Aliados.

–En tal caso soy yo quien le felicito, señor -dijo Jack, estrechando su mano-. ¿Conoce losdetalles?

–No, señor, pero ha llegado el barco correo ysin duda el comandante en jefe podrá dárselos.Cuando le informamos de que había arribadousted a puerto, me pidió que le recordara su cita.Lady Barmouth ha partido en carruaje pararecoger a los Keith.

–Le ruego que tenga la amabilidad de decir a

lord Barmouth que el doctor Maturin y yoestaremos encantados de verlo, sobre todo en undía como éste.

* * *–Por fin está usted aquí, Aubrey -saludó el

comandante en jefe, superado por losacontecimientos y algo sonrojado a causa delvino-. Doctor, para servirle a usted, señor, mealegro mucho de conocerle. Aquí está usted porfin, Aubrey, y con una señora presa a popa. Lefelicito, aunque me temo que ese tipo debió deobligarle a emprender una persecución infernal.

–Así fue, milord. Arribó a una isla de la quejamás había oído hablar, llamada Cranc, una islacon una laguna abrigada y de aguas pocoprofundas (demasiado poco profundas para laSurprise) y tuve que sacarlo de allí recurriendo ala táctica empleada en Diamond Rock, subiendoun cañón por un acantilado de quinientos pies dealtura, desde cuya cima les disparé.

–Bien, estoy seguro de que fue una acciónmeritoria y le felicito sinceramente. Sin embargo,daría lo que fuera por que la hubiera libradousted bajo el reinado de otro dey de Argelia (éste

ha resultado ser muy terco). Dice que se trata desu galera y que todo lo que hay en ella lepertenece. Me envió una carta furiosa en la queasegura que si no le devolvemos la galera ocompensamos sus pérdidas hostigará a nuestrosmercantes.

–Pero, milord, la galera fue la primera en abrirfuego. Eso la convierte en una embarcaciónpirata y en una presa de ley.

–El dey no lo considera de ese modo.–Es la palabra de un dey advenedizo que no

estuvo presente y que no sabe nada que puedaser tenido en cuenta contra la palabra de unoficial que sí estuvo presente y que sabe quésucedió.

–… Bajo otro dey -repitió Barmouth-. Miconsejero político considera la situación con granpesimismo, y me temo que igual le sucede alMinisterio. Han formado una comisión especial,compuesta por media docena de hombres degran distinción, para discutir las posibilidades deun tratado, puesto que Ali Bey siempre se hamostrado partidario de Inglaterra… ¿Se trata deuna fuerte suma de dinero, Aubrey?

–No sabría decirle, milord. Está compuestade lingotes de oro pequeños, del tamaño de unafalange. Había un arcón que debía de pesar unasciento doce libras, o quizá más.

–Cien libras… ¿De cuántos arcones estamoshablando?

–No los he contado, milord.–En fin, aunque sólo fueran ocho, la tercera

parte que me correspondería por ser elcomandante en jefe ascendería a unas cinco millibras. Sólo de pensarlo se me ponen los pelosde punta… -Jack estuvo tentado de decir que noactuaba en absoluto a las órdenes de Barmouth,sino que había cumplido las de Keith, que aúnseguían siendo válidas. No obstante, mantuvo laboca cerrada; Barmouth masculló un rato y, alvolver al presente, dijo-: Claro que es mucho peoren su caso, e ignoro cómo se las apañará ustedpara explicárselo a sus hombres sin dar pie a unmotín. Pero, silencio, aquí llegan los Keith.

Se abrió la puerta y entraron las damas,damas elegantes que irradiaban alegría, triunfo ysus mejores joyas, seguidas de lord Keith.

–¡Jack! – saludó una.

–¡Querido primo Jack! – saludó la otra; yambas le besaron con ternura.

–Queenie e Isobel, Isobel y Queenie -dijo conafecto y la felicidad en la mirada-, cuánto mealegro de veros a ambas juntas y tan bellas,queridas mías.

–¿Recuerdas…? – preguntó una.–¿Recuerdas…? – preguntó la otra, hasta

que el comandante en jefe impuso el orden entan indecoroso grupo al insistir en un tono que nopodía considerarse educado, ni siquieracorrecto, que los invitados podían sentarse a lamesa.

Se sentó a la cabecera de la mesa, conQueenie a su derecha y Arden, el consejeropolítico (que no sólo había llegado tarde, sinoque, además, estaba pálido de la emoción) a suizquierda; Isobel Barmouth se sentó al otroextremo, con lord Keith a su derecha y el primoJack a su izquierda.

El consejero político se había retrasado poralgunos detalles adicionales de la gran batalla, o,mejor dicho, la serie de batallas, detalles querelató a los comensales sin omitir nada, aunque a

partir de ese momento decayó la conversación.Habían experimentado muchas emociones aqueldía, y ambos almirantes acusaban la edad.Queenie y Stephen charlaron animadamentesobre la isla hasta que, después de intentar queel comandante en jefe hiciera a un lado suevidente malhumor, ella guardó silencio, y fueimitada por Stephen. Los únicos que disfrutaronde la velada fueron Jack e Isobel. Isobel eramucho más joven que Queenie. Ambos primostenían más o menos la misma edad, y deadolescentes había existido cierto grado deambigüedad en la naturaleza de su relación.Ahora, tal ambigüedad resultaba si cabe másevidente. Isobel hablaba sin parar y estaba demuy buen humor, y a Stephen le parecióevidente, pese a estar sentado en el extremoopuesto de la mesa, que ambos se habíancogido de la mano bajo el mantel.

Pensó que Isobel era algo libertina; unalibertina preciosa. No era improbable que suenojado marido, mayor que ella, fuera conscientede tal cosa, puesto que cuando su primo dijoalgo que provocó una risotada indecorosa, lord

Barmouth se irguió en la silla y se dirigió a Jackelevando el tono de voz.

–Aubrey, estaba pensando que ahora queusted no tiene nada que hacer con la Armada,podría largar amarras y hacerse a la mar parasondar las profundidades del estrecho deMagallanes. Los habitantes se lo agradecerán, yestoy seguro de que a las jóvenes del lugar lesencantará disfrutar de su alegre compañía.

El tono de su voz empujó a Isobel a levantarsede inmediato. Ella y Queenie se retiraron alsalón, dejando a un desconcertado grupo dehombres allí de pie, todos ellos víctimas de ladesventaja moral.

Aquello no era nada nuevo para los sirvientes,de modo que el oporto no tardó en hacer acto depresencia. Había dado la vuelta tres vecescuando un sirviente preguntó a Stephen si eldoctor Jacob podía tener unas palabras con él.

Stephen se disculpó y fue a encontrarse conJacob en el recibidor.

–Perdona la interrupción -dijo-, pero unmensajero de la delegación argelina me hainformado de la deposición de Ali Bey (a quien

por lo visto estrangularon en el mercado deesclavos); puesto que las noticias de la derrotafrancesa han llegado a Argelia antes que aEspaña, el nuevo dey, Hassan, los ha enviado afelicitar al comandante en jefe, a anunciar lasucesión, y a anular la absurda exigencia de supredecesor respecto al tesoro capturado. Sinembargo, quiere recuperar la galera, a la queconsidera parte de su flota, y agradecería muchoun préstamo inmediato de doscientas cincuentamil libras para consolidar su posición en Argelia.

–Estas noticias me alivian -dijo Stephen-,pero dado que ahí dentro no encontrarás a nadiemás, aparte del comandante en jefe, lord Keith, elconsejero político y el capitán Aubrey, creo quedeberías contárselo personalmente.

–Como quieras. Me acompaña el líder de ladelegación para corroborar lo que acabo decontarte. ¿Le pido que me acompañe?

–No, si va a tardar diez minutos enpresentarse. Debes darles la noticia en el acto.

–Muy bien.Stephen abrió la puerta, seguido de Jacob.–Milord -dijo a Barmouth-, permítame

presentarle a mi colega el doctor Jacob, unconocido de sir Joseph Blaine.

–Atención, atención -dijo el consejero político.–¿Cómo está usted, señor? – dijo Barmouth-.

Siéntese, por favor. ¿Le apetece una copa devino?

–Milores y caballeros -dijo Jacob, inclinadosobre el oporto-. Debo contarles que uno denuestros agentes de mayor confianza en Argelia,acompañado por un miembro de la comisiónespecial del Ministerio, el señor Blenkinsop,acaba de informarme de que mañana por lamañana una delegación del nuevo dey, Hassan,llegará a Gibraltar con objeto de felicitar a sumajestad por la derrota de Bonaparte, paraanunciar su ascenso al poder y para solucionar ladisputa relativa a la galera y a su cargamento.Prescinde de la absurda reclamación de suantecesor y, si bien le gustaría recuperar lagalera por considerarlo un deber de su puesto,reconoce que su comandante, por dispararprimero, privó a cualquier persona, excepto alcapitán de la fragata de su majestad británica, decualquier derecho a reclamar su contenido. Sin

embargo, agradecería mucho que le concedieranun préstamo inmediato de doscientas cincuentamil libras para reforzar su posición, préstamo quetiene pensado devolver enseguida.

Se produjo un silencio.–Doctor Jacob -dijo el comandante en jefe-,

no sabe cuánto agradecemos tan buenasnoticias y el hecho de que nos haya informadocon tiempo, dado que al menos podremos recibiral caballero como merece. Lord Keith, usted esel oficial de mayor antigüedad de los aquípresentes. ¿Me permite pedirle su opinión?

–Opino que deberíamos recibirle con losbrazos bien abiertos…

–Atención, atención -dijo el consejero político.Stephen y Jack, partes interesadas, guardaronsilencio; sin embargo, Jack no pudo evitar sentirque una alegría indecible inundaba su pecho.

–… Y puesto que yo fui en primera instanciael responsable de las órdenes dadas a Aubrey -continuó lord Keith-, y dado que conozco aconciencia los entresijos de los tribunales depresas, propongo poner el caso en sus manosde inmediato, y ordenar después al astillero que

engalanen la galera con pan de oro y lo que hagafalta, con tal de dar a la embarcación un aspectomás propio para un obsequio. Respecto alpréstamo al dey, obviamente ya no estoy enposición de hablar de las finanzas de la colonia,pero no me cabe la menor duda de que elMinisterio lo considerará bajo un prismafavorable.

–Atención, atención -dijo el consejero político.El comandante en jefe se limitó a asentir. Su

rostro cambiante, hacía poco domeñado por elmalhumor y la hosquedad, servía de espejo a unafelicidad que brillaba con luz propia. En eltranscurso de apenas unos minutos, su terceraparte en calidad de comandante en jefe del botínque correspondía a Jack, había pasado de sermotivo de tristeza a convertirse en un hecho tansólido como maravilloso.

* * *Lord Keith era un buen amigo de Jack

Aubrey. Aquella mañana, temprano, habíasorprendido trabajando a los marineros quelimpiaban la cubierta, y en cuestión de minutosaparecieron una serie de carretones de mano

junto a la Surprise, que transportaron bajovigilancia los pesados arcones a lasdependencias de tres importantes orfebresgibraltareños. Éstos se encargaron de fundir loslingotes en barras de una medida determinada,mucho antes de que arribara el barco argelinocon la delegación y un obsequio compuesto poravestruces.

Jacob estuvo presente en las diversasceremonias, pero Jack y Stephen estuvieronocupados en otras cosas: Jack persuadió a susoficiales, tanto a los de mar como a los de cargo,a los suboficiales y a los marineros, de queenviaran a Inglaterra al menos dos terceraspartes del botín, y también se ocupó de ultimarlos pertrechos para la primera manga del viaje.Mientras, Stephen hizo lo propio en sudepartamento, y también redactó un largoinforme cifrado a sir Joseph.

Por lo visto las ceremonias no pudieron habersalido mejor, sobre todo en lo referente alaspecto del préstamo, concedido en bandejasde plata. Sin embargo, aquella noche, despuésde que los argelinos se marcharan saludados por

salvas, tambores y trompetas, cuando los Keithse acercaron a despedirse acompañados porMona y Kevin, incapaces ambos de estarsequietos, incapaz de contenerlos la niñera, Jack yHarding descubrieron apenados que no habíanlogrado mantener sobrios a sus hombres.

No sucedió nada que luego hubiera quelamentar, y no era la primera vez que Queenieveía a un marinero borracho. Sin embargo, Jacksintió cierto alivio cuando largaron amarras y laSurprise, mareando la vela trinquete, se deslizópor las aguas rumbo a mar abierto.

–Que Dios os bendiga -decía Queenie.–Liberad Chile y volved a casa tan pronto

como podáis -decía su marido, mientras losniños chillaban y chillaban, agitando los pañuelos.Y en el extremo del muelle, cuando con vientofranco viró la fragata a poniente a lo largo delEstrecho, una mujer joven y elegante,acompañada de una sirvienta, se despidió deellos en silencio, saludándoles con la mano.Saludándoles con la mano. Saludándoles con lamano…

[1] Este críptico comentario hace referencia al

testamento del dramaturgo WilliamShakespeare, quien legó a su esposa Anne susegunda mejor cama. (N. del T.)

[2] Reis, o rais, es capitán en árabe (aunqueen un contexto político pueda equivaler agobernador), un título honorífico que por logeneral se daba a los almirantes de flotascorsarias o piratas que operaban en aguas delos diversos protectorados otomanos de la costanorteafricana. Sin embargo, eso no explica laconfusión del doctor Jacob con el nombre delcapitán de la galera, a quien pocas líneas antesllama Yahya ben Khaled. (N. del T.)

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