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Aurelia María Romero Coloma - Noticias de Ediciones ... · Dos hombres, grandes expertos en la obra de Velázquez, ... Juan Patricio Lombera La rebelión de los inexistentes

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Dos hombres, grandes expertos en la obra de Velázquez, pueden estar a las puertas de hacerun gran descubrimiento; quizá cuanto se ha escrito sobre Las Meninas no sea cierto, quizá estén apunto de desentrañar el último misterio de Velázquez. Pero hacerlo puede muy doloroso para alguienque ha dedicado toda su vida al estudio del artista hasta el punto de perder su vida familiar.

La autora nos hará movernos entre el tiempo actual y la vida del propio Velázquez paraentender mejor su obra y para comprender los enigmas que aún se plantean. Las intrigas se vandesentramando entre los estudios contemporáneos y las vivencias del pintor; en medio, una obramagistral, descomunal, que nos conmueve y excita nuestra curiosidad. Estaremos en la casa delpintor y en nuestros museos; después nada será igual.

Aurelia María Romero Coloma nace en Jerez de la Frontera (Cádiz), en el seno de una familia deprofundas raíces literarias. Se doctora en Historia del Arte con su Tesis sobre “Estudio histórico-artístico de la imaginería procesional jerezana”, en la Facultad de Geografía e Historia de Sevilla.Publica diversos trabajos sobre Velázquez, Francisco de Goya y El Greco. Autora de reciente éxitocon su extraordinario libro Goya, el ocaso de los sueños, ha publicado los libros La escultura andaluzaen el Siglo XVII y Estudio histórico-artístico de los Crucificados de Jerez. Ganadora del PremioFundación Montero Galvache, por su labor investigadora histórica-artística.

Es Doctora en Derecho por la Universidad de Sevilla. Académica de Ciencias, Artes y Letrasde la Real de San Dionisio, de Jerez. Ha publicado veintitrés Monografías jurídicas. En Marzo de2.007 publicó su primera Novela, Surcos de soledad.

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www.edicionesirreverentes.com

EdicionesIrreverentes

Colección IncontinentesMiguel Mihura El chalet de Madame RenardJosé Antonio Amorós Un mundo imperfectoRamón de España Europa mon amourAlfred de Musset Gamiani, dos noches de pasiónIgnacio Soret Fray Gerundio de CampazasLongo de Lesbos Dafnis y CloeJosé L. Alonso de Santos Dígaselo con ValiumÁlvaro Díaz Escobedo Esencia de mujerPedro Antonio Curto Los viajes de ErosAntonio López del Moral Cuando fuimos aguaAlberto Castellón Victoria y el fumadorRafael Dominguez La firma cristiana como marcaManuel Villa-Mabela Un degustador de fútbol de los de antes

Colección Rara AvisFrancisco Umbral La República Bananera USAJoaquina Gª de Fagoaga Putas de EspañaKonrad Lorenz El anillo del rey SalomónManuel Hidalgo El cutis de las monjasLuis Alberto de Cuenca De Gilgamés a Francisco NievaJavier Memba Mi adorada NicoleDaniel Padró Cartas a un aprendiz de brujo

Colección AqueronteAntonio López Alonso Carlos II, El HechizadoFernán Caballero La mitología contada a los niñosPedro A. de Alarcón Diario de un testigo de

la guerra de ÁfricaAntonio López Alonso Enanos en El Quijote y en el arteAntonio López Alonso A Miguel Hernández

lo mataron lentamenteStendhal Vida de MozartAlcalá Galiano Literatura española del siglo XIXAurelia María Romero Goya, el ocaso de los sueños

Novísima BibliotecaCarmen Matutes Andrea(s)Gustavo Vega Diccionario AnalfabéticoCarmen Matutes De chácharaSasi Alami Fragmentos de un sueño insomneJosé Antonio Rey Un instituto con vistasSantiago García Tirado Un preso que hablaba de StanislavskyGuillermo Sastre La Xpina Eva Mª Cabellos Perdidas en la selva José Manuel Fernández Argüelles Entre animalesAdelia Navarro Proceso LigspeaManuel Cortés Blanco Cartas para un país sin magiaJuan A. Piñera El escotillón de ÁguedaAntonio García Montes Los nuevos proscriosEnrique Galindo Pelirrojas españolasCésar Romero Todo suenaJon Obeso Ruiz de Gordoa Las edades del aguaJosé Miguel Molero Poemario, abril y espartoAntología de nuevos escritores 13 para 21Miguel León Intriga en La HabanaElena Yáguez Desde que llegó MauleenMaroussia Alexandrova Atanasova Cartas para un incréduloJosé María Morales El hombre de humoTomás Pérez Sánchez La oleada de la desesperaciónJosé Luís García Rodríguez La pirámide de las floresSasi Alami Manos de visón

Colección de teatroFrancisco Nieva Catalina del demonioLourdes Ortiz La GuaridaJuan Patricio Lombera Una noche con la muerteRaúl Hernández Garrido Los sueños de la ciudad

Colección CercaníasHoracio Vázquez Rial, Fernando Savater y otros Cuatro negrasMiguel Angel de Rus 237 razones para el sexo,

45 para leerRafael Domínguez Molinos Las aventuras de Dios

Colección de Narrativa

Miguel Angel de Rus Europa se hunde

Miguel Angel de Rus Dinero, mentiras y realismo sucio

Ana María Matute En el tren

Francisco Umbral Diccionario para pobres

Augusto Monterroso Amores que matan

Miguel Angel de Rus Malditos

Fernando Savater Episodios Pasionales

Mario Benedetti Del amor y del exilio

Fernando Savater El dialecto de la vida

Juan Patricio Lombera La rebelión de los inexistentes

Francisco Nieva Manuscrito encontrado en Zaragoza

Ramón de España La vida mata

Ramón J.Sender Donde crece la marihuana

José Luis Alonso de Santos El Romano

Francisco Umbral Carta abierta a una chica progre

Miguel Ángel de Rus Evas

Pío Baroja Susana

José Enrique Canabal El vidente

Juan Patricio Lombera Bestiario chicano

Marcel Proust La raza de los malditos

Mendicutti, de Rus y Gómez Rufo Pasiones fugaces

Francisco Nieva La mutación del primo mentiroso

Antonio López Alonso Tierra de sombras y de luna

Antonio López del Moral El cuaderno de los reflejos rotos

Henryk Sienkiewicz Liliana

Miguel Ángel de Rus Bäsle, mi sangre, mi alma

Fernando Savater Último desembarco

Pedro Antonio de Alarcón El amigo de la muerte

José Enrique Canabal Marea baja

Horacio Vázquez Rial La isla inútil

Antonio Gómez Rufo El señor de Cheshire

Ana Mª Díaz Álvarez Indianos

Antonio López Alonso Ecos de un dios lejano

Juan Antonio Bueno Álvarez La noche marcada

Varios autores Antología del relato español

Miguel Ángel de Rus Donde no llegan los sueños

Antonio López Alonso Soledad de otoño, infancia de silencio

Herminio Martínez Tan oscura noche de tormenta

Miguel Gómez Yebra La clepsidra de Neptuno

Miguel Arnas Buscar o no Buscar

Antonio López del Moral El Espejo

Aurelia Mª Romero Coloma Velázquez; la magia del espejo

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Aurelia María Romero Coloma

VELÁZQUEZ, LA MAGIA DEL ESPEJO

Colección de NarrativaEdiciones Irreverentes

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Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obrapor cualquier procedimiento y el almacenamiento o transmisión de la totalidad oparte de su contenido por cualquier método, salvo permiso expreso del editor.

©Aurelia María Romero ColomaDe la edición: © Ediciones Irreverentes Imagen de cubierta: La Venus del Espejo, de VelázquezAbril de 2008Ediciones Irreverentes [email protected]://www.edicionesirreverentes.comISBN: 978-84-96959-07-1Depósito legal: Diseño de la colección: Dos Dimensiones S.L.Maquetación: Absurda FábulaImprime:PublidisaImpreso en España.

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A mi sobrino, José F. Carvajal Romero

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MADRID. OCTUBRE 2007

Julio Hidalgo entró con paso rápido en el hotel de la callePrincesa. Al llegar a recepción, preguntó: «¿El señor Angulo, porfavor?»

El recepcionista, con una amplia sonrisa en los labios, le indicó,con la mano, hacia el fondo: «El señor Angulo le espera en la cafetería,señor».

Hidalgo, después de echar un vistazo a las personas que se encon-traban sentadas en el hall del hotel, se dirigió hacia donde le había indi-cado el conserje. Al entrar en la cafetería, vio a una de las mesas, a unhombre, de unos cincuenta años, moreno, con una barba cerrada, y ojosasombrosamente claros, leyendo una carpeta de color azul marino, total-mente concentrado. Supuso que estaba ante el prestigioso especialistade pintura y, en concreto, de la pintura velazqueña, y que, por fin, teníala oportunidad de conocerle personalmente.

–¿Luis Angulo?, –preguntó con un timbre de vacilación en la voz.El aludido levantó la vista de los documentos en los que estaba

enfrascado y una sonrisa iluminó su rostro.–Soy Luis Angulo, efectivamente. Y usted debe ser Julio

Hidalgo, ¿no?Ambos hombres se estrecharon las manos cordialmente. Tras las

primeras, e imprescindibles, palabras de bienvenida, tomaron asiento,uno enfrente del otro. El camarero, solícito, acudió enseguida. Anguloestaba tomando un café bien cargado. Hidalgo pidió lo mismo. Una vezsolos, entraron de lleno en el tema que les concernía a ambos. Hidalgohabía llamado a Angulo, meses atrás, allá por finales de la primavera,para pedirle que viniera a Madrid desde Sevilla, ciudad en la que ésteúltimo residía desde hacia más de cinco años, a impartir una conferen-cia en el Centro de Estudios Velazqueños, del que Hidalgo era presi-

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dente. Era ésta una institución privada, que Hidalgo había fundadohacía aproximadamente un año, aportando un capital no muy elevado,con la ayuda y colaboración, inestimable, de un grupo de personas–diez en total– cuyo único objetivo se centraba en estudiar a fondo lapersonalidad, tanto humana como artística, del que fuera el más gran-de artista de todos los tiempos, el genial sevillano Diego Rodríguez deSilva Velázquez.

Las diez personas que formaban este grupo eran todas ellas espe-cialistas en pintura y, en concreto, cuatro de ellas estaban dedicadas,desde hacía algún tiempo, a estudiar y analizar, con rigor y de un modoexhaustivo, las obras pictóricas de este artista del siglo XVII, su entornocultural, el ambiente en que vivió y realizó su obra y, en fin, cuantosdetalles y hechos pudieran, de algún modo, contribuir al mejor conoci-miento de este español universal.

Hidalgo había alquilado un pequeño inmueble, en pleno Paseode la Castellana, en Madrid, relativamente cerca del Museo del Prado,como sede del centro fundado por él. Allí había habilitado unas salasdestinadas a conferencias, mesas redondas y ponencias, así como unabiblioteca en la que ya contaba con un número bastante importante demanuales, tratados y estudios referidos a este pintor. En la pasada pri-mavera se habían pronunciado ya diversas conferencias, algunasmonográficas sobre una obra concreta del artista sevillano, y se habíacontado con la presencia de algunos reputados profesores de historiadel arte venidos incluso del extranjero, así como se había celebradouna interesante mesa redonda en la que dos historiadores del arteespecializados en Velázquez habían compartido –y discutido– suspuntos de vista en relación con el sevillano, habiendo logrado unaforo de público realmente exitoso.

Hidalgo estaba satisfecho, hasta ahora, con lo que, gracias a suesfuerzo, había conseguido aportar al conocimiento de un artista queera considerado como el más grande de todos los tiempos. Él mismoestaba también especializado en Velázquez y conocía perfectamentetoda su obra. Sin embargo, uno de los puntos que más le intrigaba, en

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relación con este conocimiento, era el relativo al lienzo titulado LasMeninas, conocido también –absurdamente– como La familia deFelipe IV, que se encontraba en el Museo del Prado, y al que siempreque tenía ocasión acudía para deleitarse en la contemplación del mejorlienzo universal, pero también, y ahí radicaba una gran parte de su inte-rés en el tema velazqueño, para intentar comprender y, en definitiva,averiguar el sentido último, el significado que aquella extraña pinturano desvelaba en apariencia. Por fin, tras muchas cavilaciones, habíadecidido llamar a un prestigioso profesor de la Universidad de Sevilla,que había escrito numerosos artículos monográficos sobre el artistasevillano, amén de un tratado de dos volúmenes, dedicado a su pinturay diversas conferencias por distintos puntos de la geografía española ydel extranjero. Era considerado como una verdadera eminencia en elconocimiento de Velázquez y, como crítico de arte, Luis Angulo era, sinlugar a dudas, un experto. Por todo ello, con impresionante curriculumvitae a sus espaldas, Hidalgo había tomado la decisión de llamarle, pro-ponerle impartir una conferencia en el centro y, a un tiempo, poderdebatir largamente con él acerca del tema que más le preocupaba: elcuadro de Las Meninas.

Hidalgo quería conocer, de primera mano, la opinión de Angulo,comprobar si ambos podían llegar a un acuerdo y escribir juntos unlibro sobre dicho lienzo.

Angulo había aceptado enseguida, a pesar de sus muchas ocupa-ciones, la propuesta de impartir una conferencia en Madrid. Se habíasentido halagado, en cierto modo, y, a lo largo del verano, había prepa-rado, a modo de esbozo, unas líneas directrices de lo que iba a ser suconferencia, al objeto de comentarlas, previamente, con el presidentedel centro. Las invitaciones habían sido ya cursadas y muchas perso-nas, especialistas en pintura, habían llamado al centro confirmando suasistencia a tan importante acto público, lo cual había llenado de satis-facción y orgullo a su presidente y, cómo no, al conferenciante.

Ahora, frente a frente, en la cafetería del hotel, a cuarenta y ochohoras de antelación de la conferencia, ambos especialistas en historia

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del arte tenían la oportunidad de contrastar opiniones, puntos de vista,conclusiones y razonamientos sobre el artista sevillano.

–Ante todo,y permíteme que te tutee, ya que somos colegas,quiero agradecerte tu presencia en Madrid y tu cariñosa acogida a miinvitación.

Angulo hizo un gesto de negación con la cabeza.–No tienes nada que agradecerme. Estoy, como supondrás,

encantado de poder contribuir con mi aportación, al desarrollo de lasinvestigaciones sobre nuestro genial pintor. Sé que por tu centro ya handesfilado importantes personalidades y, como comprenderás, me sientohonrado de poner un granito de arena más en este tema tan apasionante.

Hidalgo guardó silencio unos segundos. Después miró fijamentea su colega y decidió ir al grano.

–No sé si sabrás que llevo muchos años estudiando la pintura deVelázquez. Hasta ahora, todo lo que he leído no me ha aportado nadanuevo al conocimiento de un cuadro que, es para mí, el más misterio-so de todos los que pintó a lo largo de su vida: el lienzo de LasMeninas. Hay, en efecto, muchas teorías, infinidad de tesis, pero era miintención elaborar algo más que conjeturas. Sé que, antes de la confe-rencia, vas a ir al Museo del Prado y me gustaría que fuéramos juntos.Quizás así sería más fácil y, sobre todo, más rápido, comentar las ideasque me vienen a la cabeza cuando contemplo ese lienzo y, de paso,intercambiar opiniones, de cara a un futuro libro.

Angulo sonrió. Él también llevaba tiempo analizando ese lien-zo de Las Meninas, pero, al contrario que su interlocutor, para él teníamás misterio y, desde luego, muchos más enigmas el titulado El CristoCrucificado, que el artista había hecho para las monjas del Conventode San Plácido, en Madrid. Además, últimamente se había enzarzadoen el estudio de otro lienzo de Velázquez también enigmático: ElAguador. Y, por fin, tras muchas interpretaciones y valoraciones de unlienzo y del otro, Angulo había comenzado a analizar detenidamenteun cuadro de juventud del artista, el titulado Cristo en casa de Martay María.

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Ahora, recién llegado a Madrid desde Sevilla, Hidalgo le plan-teaba escribir juntos una Monografía sobre Las Meninas. Complejoreto. Indudablemente se le representaba como un desafío, pero, en elfondo, no sabía si tendría fuerzas, y tiempo, de llevar a cabo tan ardualabor. Ya había robado muchas horas al sueño estudiando, preparandoconferencias, clases prácticas y teóricas, escribiendo artículos mono-gráficos... Todo ello tenía un precio y él lo había pagado con creces.Había perdido a su familia. Su mujer, harta de pasar la vida sola en elpiso de la calle Sierpes, en Sevilla, había solicitado la separación. Conun hijo en común, de quince años, una noche le planteó un ultimátum:o pasaba más tiempo con ellos, o final de la relación matrimonial.Angulo había intentado llegar a un acuerdo con su mujer. Aún la que-ría, en realidad. Y, por encima de todo, quería a su hijo. Pero la pasiónpor la pintura, inexplicablemente, era más fuerte que él mismo. Nopodía dejar transcurrir un solo día sin adentrarse en las profundidadesde la pintura, de los artistas, especialmente de los más universales,como lo era Velázquez. Un día, un antiguo profesor le había dicho quesería oportuno fijar la atención un poco más en los pintores de segun-da fila, en aquellos artistas menos conocidos, no tan esplendorososcomo Velázquez, Goya o El Greco. Él había intentado seguir el conse-jo del experimentado colega, pero había fracasado. La pintura, y lasclaves de la pintura, estaban, precisamente, en los grandes, no en lospequeños ni en los mediocres.

Por el momento, su matrimonio se había ido al traste, aunqueella abandonó el piso de la calle Sierpes, porque decía que prefería viviren un lugar donde no tuviera aún recuerdos de él. Naturalmente, sellevó al hijo, porque la sentencia fue muy clara a este respecto y, ade-más, Sergio – que así se llamaba – deseaba estar con su madre hastacumplir la mayoría de edad. Al fin y al cabo, a su padre apenas le cono-cía, pues eran muy escasas las ocasiones que habían tenido de estar jun-tos, de compartir las vacaciones, los días en la playa, en el campo, deentablar juntos una conversación, un diálogo entre padre e hijo. Angulopasaba muchas horas en la Universidad y su horario, en realidad, no

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finalizaba nunca. Después de las clases, le gustaba caminar hasta elArchivo de Indias, o visitar por enésima vez el Museo de Bellas Artesde Sevilla. Muchos fines de semana viajaba fuera de Sevilla, inclusohacía rapidísimas escapadas a Francia e Italia. El tiempo que pasaba ensu casa lo dedicaba a encerrarse en su despacho, repleto de libros ypapeles del suelo al techo, y escribía con vehemencia, elaboraba teo-rías, desmontaba otras y se creaba un prestigio no sólo nacional, sinode ámbito internacional.

No era extraño, con esta clase de vida, que hubiera perdido a sufamilia. Su vida personal, privada, ya no existía. Sólo tenía vida profe-sional y ésta le llenaba casi por completo.

–Naturalmente. Iremos juntos al museo. Te prevengo porque yosoy muy tempranero. No te extrañe que antes de las nueve de la maña-na ya me encuentre esperando en la puerta.

Hidalgo rió y, lentamente, se llevó la taza de café a los labios.–No te preocupes por eso. Yo también aprovecho bien la maña-

na. Es, según dice mi mujer, uno de mis defectos. A ella no le gustamadrugar, así que, en ese punto, estamos encontrados. Te recojo aquí alas ocho y media, si te parece bien.

Angulo alzó las cejas, con un cierto deje de impaciencia.–No es necesario que me recojas en el Hotel. Quedamos directa-

mente en la puerta del museo.–De acuerdo. ¿Te molestaría que llevara conmigo a un alumno

de Arte? Es un gran estudioso de la obra de Velázquez, aunque aún lequedan tres años de carrera universitaria. Ya te puedes imaginar, unempollón en toda regla, pero de la mejor clase. Sabe razonar sobre lasobras que ve y algunas veces hasta me asombran sus teorías.

Angulo asintió con la cabeza.–Lo que me dices me suena muchísimo. Precisamente, en mi

clase, tengo a un alumno de tercero que es una verdadera maravilla.Siempre alza la mano para preguntar e incluso llega a interrumpirme enocasiones. Pero merece la pena. ¿Sabes lo que me dijo un día, dejándo-me perplejo? Estábamos estudiando el tema correspondiente a la pintu-

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ra del Siglo de Oro en España. Comencé explicando el ambiente quevivieron los artistas en el siglo XVII y, luego, continué abordando loscuadros más importantes de Velázquez, en cuanto pintor más represen-tativo de dicho siglo. Me detuve, en especial, en el lienzo que a ti temaravilla tanto, Las Meninas. Con varias diapositivas, empecé a «des-cubrir» el misterio de esta obra, el por qué de sus enigmas y algunas delas tesis más relevantes que se habían elaborado, a lo largo de lossiglos, sobre su significado oculto. Entonces, cuando todos los alumnosestaba tomando apuntes, de repente escuché su voz, potente y enérgica,diciendo que él creía que, en realidad, Velázquez no tenía ningún mis-terio, que no había ningún enigma que resolver en relación con susobras, que Las Meninas es un cuadro portentoso en cuanto a técnica,pero nada más, que no entendía por qué los teóricos – entre los que meincluía a mí – se devanaban los sesos buscando una explicación cuan-do todo era tan simple. Se armó un gran revuelo entre sus compañeros,porque todos querían aportar, en ese momento, su granito de arena a uncomentario tan atípico como éste. Tuve que imponer un poco de ordenpara que la clase no se me fuera de las manos. Una vez que todos estu-vieron callados de nuevos, me dirigí directamente a mi alumno Héctor,y le pregunté sin más preámbulos: «¿En qué te basas para afirmar, tanrotundamente, que la obra de Velázquez y, sobre todo, Las Meninas, notiene ningún misterio que descifrar? ¿Acaso sabes tú más que todos losreputados historiadores del arte que se han afanado, durante años yaños, en intentar aportar alguna idea interesante sobre la interpretacióny valoración de estas pinturas?»

Hidalgo, que escuchaba el relato de estos hechos sin pestañear,apremió, impaciente: –Y qué contestó el empollón?

Angulo se deleitó demorando la respuesta. Evidentemente, eltema le hacía feliz.

–No lo creerás. Se levantó del pupitre y se acercó hasta dondeestaba yo mostrando las diapositivas. Sin dudarlo un momento, con elpuntero, diseñó su peculiar interpretación de Las Meninas. Al final, meconvenció.

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Hidalgo fijó su mirada en Angulo con evidente estupor.–¿Qué quieres decir? ¿Piensas realmente que el cuadro de Las

Meninas no es sino una pintura más del artista sevillano?Angulo tosió un par de veces.–Bueno, me temo que mi aventajado alumno fue capaz de des-

truir, en un solo instante, todos los esquemas que tenía en mi cabezaacerca de esta magnífica obra. Y no creas que es fácil convencerme,pero él lo hizo.

–¿Cómo interpretó el cuadro?Angulo movió la cabeza varias veces. Estaba disfrutando con la

perplejidad que leía en los ojos de su colega.–Te explicaré la tesis que él elaboró. Es original, aunque pueda

parecerte, a simple vista, ridícula o poco razonada. Él decía que el lien-zo de Las Meninas o, mejor dicho, el cuadro así llamado, mal denomi-nado, según Héctor, era, en realidad, un retrato de la infanta Margarita,de la hija del rey Felipe IV de España. No es más que eso. Él elabora sutesis, afirmando que el artista sevillano tan sólo pretendió hacer unretrato, delicioso, sin duda, pero no más que eso, de la infanta. Lo quesucede, según él, es que el asunto se le complicó, porque la infanta nopasaba un momento sola, sin la compañía de sus meninas, y sin su pre-ciada enana Mari Barbola y el pequeño Nicolasito Pertusato, así comoel mastín castellano, que la seguía a todas partes. Es decir: Velázquezcomenzó pintando el retrato de la infanta, pero enseguida vinieron susdos criadas portuguesas y el acompañamiento que ya sabemos todos, loque motivó que, al final, acabara pintando a todos estos personajes jun-tos, sin haberlo pretendido, desde luego.

Hidalgo permaneció pensativo unos segundos. Luego, contraata-có con rapidez.

–Bien. No es disparatada, hasta cierto punto, esa teoría. Pero,lógicamente, en cuanto se profundiza un poco más en el cuadro, seobserva que hay demasiados cabos sueltos. Por ejemplo, qué significa-do tiene el espejo y los reyes en él reflejados? Supongo que la tesis detu alumno, tú mismo lo reconocerás, tiene muchos puntos débiles.

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–Efectivamente, en eso tienes razón. Pero Héctor postula unatesis que, en sí, es muy simple, tan sencilla que, como cualquier otracosa sencilla, es difícil de rebatir. Verás, él decía que el espejo no eramás que un añadido que el artista había colocado. En otras palabras:el lienzo, en sí mismo considerado, es el retrato de la infanta Margaritacon su acompañamiento, en un día cualquiera, a una hora cualquiera,en la Corte española. Todo lo demás, el espejo, los reyes de España,padres de la infanta, y el propio artista con el pincel en la mano, no sonmás que añadidos posteriores. No hay misterio alguno en estos añadi-dos, a juicio de Héctor. El artista quiso autoretratarse con la cruz deSantiago, una distinción a la que, sin lugar a dudas, aspiraba con vehe-mencia y que no consiguió hasta unos años más tarde.

Hidalgo suspiró profundamente. La conversación con su colegahabía tomado un giro inesperado y asombroso. Él no era partidario denuevas teorías elaboradas sin lógica, a golpes de intuiciones o de pre-sentimientos. Las teorías había que razonarlas y, hasta ahora, todo loque su colega le iba diciendo no parecía tener mucho sentido, aunquealcanzaba a vislumbrar que el alumno llamado Héctor tenía un puntoingenioso. Nada se había comentado acerca del espejo, el famoso yenigmático espejo que Velázquez había situado en el lienzo. Un ele-mento tan importante, y tan barroco, al que el genial sevillano habíaconcedido un protagonismo absoluto, un espejo que había dado lugar atantas y tantas teorías a lo largo de los siglos transcurridos...

–Imagino que no es preciso que te recuerde que el espejo es unode los elementos esenciales del lienzo y que de ese elemento tu alum-no no expone ninguna tesis.

–Efectivamente; el espejo es un punto esencial Es uno de loselementos que hizo reflexionar a Gautier, preguntándose: «¿Dóndeestá el lienzo?» Pero, aquí, Héctor se muestra categórico en su razo-namiento: «no existe tal espejo». Cree que el supuesto espejo no esmás que un cuadro, es decir, un cuadro en el cuadro, algo que ya sehabía hecho con anterioridad en el marco de la pintura europea. Esepretendido cuadro representa a los Reyes de España. No hay misterio.

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Hidalgo se mueve, inquieto, en su asiento. ¡Un alumno de arteestá negando la evidencia! ¡Un espejo que no lo es!

–Lo siento, Luis, pero esa tesis me parece inadmisible y nopuedo creer que tú estés de acuerdo con ella.

Angulo movió las manos en señal de desacuerdo.–No. No se trata de estar, o no, de acuerdo. Creo que es intere-

sante y aprovechable. Pero, antes de entrar a su valoración, reconozcoque hay que quitarse muchos prejuicios de encima y esto es algo queno todos los especialistas estamos dispuestos a hacer.

–¿Te parece un prejuicio afirmar que un espejo no es un espejo?En mi opinión, ese alumno tuyo ha llevado las cosas demasiado lejos.

Angulo juntó las manos, pensativo, sin dejar de escrutar aHidalgo.

–Sé que, en un primer momento, esta tesis, tan sencilla, puedeenfadar a cualquier experto. Evidentemente, hay muchos especialistasen este tema que han pasado horas y horas sin dormir, dedicados exclu-sivamente a descubrir –aunque nunca lo hayan conseguido plenamen-te– el misterio que encierra este cuadro y el enigma de su fascinanteespejo. Pero, si reflexionas detenidamente, sin apasionamiento, sobreel origen de esta tesis, verás que su simplicidad, su sencillez, es, preci-samente, lo que impacta más intensamente al investigador. Héctor loúnico que quería poner de relieve –y subrayar adecuadamente– era queVelázquez no tenía, en realidad, ningún misterio, y que su pintura no esmás que el reflejo de la sociedad de su tiempo, del ambiente en que letocó vivir, de sus cargos al servicio de la Corte y un largo etcétera quetú y yo conocemos muy bien. No hay más. Si estudiamos el cuadro deVelázquez libre de prejuicios, libre de ideas preconcebidas, al margende las teorías que han inundado de libros sobre su personalidad artísti-ca las estanterías de todas las librerías del mundo, observamos que loque nos queda es un artista que fue un genio, un precursor de algunosde los movimientos artísticos más interesantes del siglo XIX, como, porejemplo, del Impresionismo, pero sin que, por fuerza, por obligación,tengamos que escudriñar, en su obra y, en concreto, en el lienzo de Las

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Meninas, un significado oculto, un sentido casi esotérico, diría yo, deesta obra. A veces, la verdad radica en la sencillez. Quizás sea éste elmomento de plantearse el análisis de un Velázquez impregnado denaturalidad, de sencillez. De este modo, se produciría una revisión detodo lo planteado hasta el momento sobre él y su obra.

Hidalgo frunció el ceño. Un atisbo de preocupación se reflejó ensu mirada.

–¿Es así como vas a presentar tu conferencia del viernes? ¿Vasa comenzar diciendo que hay que revisar todas las tesis elaboradas,hasta el momento, por los más prestigiosos investigadores nacionalese internacionales, y que la imagen de Velázquez y de su obra, y, enespecial, de Las Meninas, no encierra ningún misterio ni exige ningu-na interpretación?

Angulo asintió varias veces.–Sí, pero no te preocupes, no pretendo soliviantar a la audiencia,

ni levantar ampollas con esta idea. Al fin y al cabo, la tesis no es mía,sino de un alumno aventajado que tampoco pretende, ni mucho menos,sentar cátedra. Yo sólo voy a exponer esa teoría como una más, sinrevelar que, en el fondo, estoy de acuerdo con ella. De modo que, otravez, volveré a exponer todas las teorías más relevantes sobre el lienzoe iré criticando, más o menos veladamente, cada una de estas teorías.Al final, sólo al final, cuando ya el público esté un poco cansado deescuchar ideas de otros expertos, expondré mi propio punto de vista ydejaré la puerta abierta para que Héctor, algún día, pueda exponer sutesis en un centro de prestigio como lo es el tuyo. Espero que este atre-vimiento no te moleste.

–En absoluto. Es más: creo que mis colegas estarían encantadosde dialogar con tu alumno, aunque, desde luego, no compartirán, creo,sus peculiares puntos de vista.

–Como ya te he dicho, no se trata de compartir sus ideas, sino derespetarlas y, en cualquier caso, admirar la originalidad que se despren-de de ellas. Piensa que nadie, hasta ahora, había descubierto a unVelázquez tan simple.

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–¿Estará tu alumno presente en la conferencia?–Posiblemente. Al fin y a la postre, es difícil sustraerse a la vani-

dad que ello supone.–A mí también me gustaría presentarte a un chico, hijo de un

amigo mío, que está haciendo ahora el Doctorado sobre Velázquez y supintura religiosa. Si te parece bien, podríamos quedar los tres estanoche para cenar en algún Restaurante del Madrid de los Austrias.

–Estupendo. Tú pones la hora y el lugar.Hidalgo extrajo de una carpeta unos folios grapados.–Entretanto, mientras descansas un rato antes de la cena, me gus-

taría que te quedaras con este Relato. Es un cuento, a mi juicio fasci-nante, de este doctorando. Se titula El espejo. Ya ves, un alumno tuyoniega que exista tal espejo, al paso que un antiguo discípulo mío afir-ma rotundamente que existe.

Angulo se recuesta sobre su butaca cómodamente, ahora másrelajado después de los breves momentos de tensión que el diálogo hasuscitado entre ambos colegas.

–Me encantará leerlo, naturalmente. Y, después, lo comentarécon vosotros.

Ambos profesores se levantan y se estrechan fuertemente lasmanos.

–Gracias, otra vez, por venir a Madrid, Luis.

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RELATO EL ESPEJO

El rey Felipe IV estaba pensando en las maravillas que su pintorhacía, en la grandeza de aquellas pinceladas que daba, que más pare-cían obra divina que humana, en la captación puramente aérea de laperspectiva y en el suave esfumado de aquellos trazos que, aun siendomás gruesos, conservaban el hálito de la delicadeza.

Posar para aquel artista sevillano, Diego Velázquez, era unauténtico placer. Aquella mañana, muy temprano, el rey y su esposa,Mariana de Austria, estaban pendientes de su pintor y pensaban quenada podía ser más importante – ni más urgente – que posar para él.Había que tener en cuenta que el artista era un hombre de pocas pala-bras y de flemático temperamento. Como no salía de su paso casinunca, había que aprovechar los momentos oportunos para que, por fin,terminara el retrato que a los reyes estaba haciendo y nadie en Palacioosaría interrumpir tan solemne instante.

En estos pensamientos andaba la mente del monarca cuando, demanera abrupta, inesperada, hizo su entrada en la estancia su hija, lainfanta Margarita, de unos cinco años de edad, seguida de cerca por dosde sus damas de compañía, Isabel de Velasco y Agustina Sarmiento, deuna enana y del pequeño Nicolasito Pertusato, así como de un mastíncastellano que, nada más entrar en la estancia, se ha echado a los piesde éste último, indiferente a lo que le rodea.

El artista, que, hasta aquel momento, estaba enfrascado plácida-mente en su tarea, ha dejado de trabajar. De repente, no le interesaseguir pintando a los reyes. La presencia de la niña, primorosamentevestida, ha transformado todo el programa que había en un principiotrazado. Ahora, su mirada se dirige directamente hacia la pequeña, perosólo de un modo fugaz, porque los reyes, sus padres, no han de sospecharlo que se dispone a hacer. En su retina, se agolpan las telas relucientes, la

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seda y la piel infantil, de un blanco translúcido, la plata y el cabello rubioy sedoso, las joyas resplandecientes y los infantiles y despiertos ojos azu-les. Para el artista, esta preciosa niña se ha convertido, de pronto, en eleje del cuadro que, tan armoniosamente, estaba pintando.

La pequeña saluda a sus padres con un gesto de las manos y,enseguida, r4eclama de una de sus damas de compañía, de AgustinaSarmiento, una jarrilla de agua, que ésta, solícita, se afana en ofrecerleen actitud de reverencia.

Velázquez entorna los ojos, para hacer más nítida esta escena ypoder representarla, dotándola de un sentido vital que, a un tiempo, seaenigmático, misterioso, que, en el futuro, haga cavilar a los críticos de arte.

El artista contempla a la infanta y piensa: «¡Qué preciosidad decreatura!»

A partir de este momento, ya no tiene ojos más que para lapequeña, ansioso por captar la intensa ternura que refleja su infantilmirada. Entonces, en este preciso momento, decide que colocará en laescena otros personajes, pero serán secundarios, porque nada ni nadieserá capaz de mitigar el brillo y el protagonismo de la infanta.

Una vez finalizada la sesión de la pose, el rey se dirige, presto, asu pintor, preguntándole impaciente: «¿Habéis acabado el lienzo?»

Velázquez esboza una sonrisa de complicidad y, con tono firme,replica: «Sí, Majestad».

Orgulloso de su obra, el artista tiende el cuadro hacia los ojos,ahora atónitos, del rey, que no acierta a comprender lo que está vien-do. Velázquez, con pasmosa tranquilidad, afirma: «Vuestra hija, lainfanta Margarita, entró en la estancia en el preciso momento en el quepintaba el retrato de Vuestras Majestades. Quedé tan maravillado porla intensidad de su mirada, por la belleza, sublime, que su rostro irra-diaba, que no puede evitar retratarla a ella. Pero el encargo, Señor, noobstante, está cumplido, pues Vuestras Majestades aparecen reflejadasen el espejo».

El rey, moviendo la cabeza en señal de incredulidad, expresa:«Vuestro ingenio, Velázquez, corre parejo con vuestra genialidad».

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Se marcha el artista sevillano, no sin antes hacer una reverenciaque va dirigida a Su Majestad. Está alborozado por las palabras elogio-sas del monarca y siente que, por una vez en su vida, no ha de reprimirsu alegría, sus sentimientos más íntimos. Siempre ha sido tenido en laCorte, y fuera de ella, como un hombre flemático, poco impulsivo y enmodo alguno propenso a revelar sus emociones, esas emociones a losque los seres humanos, por naturaleza, se sienten inclinados. Mucho seopina, en distintos medios, acerca del temperamento andaluz, de suforma de ser, festiva y tendente al jolgorio, a la diversión y a la bromay sonrisa fácil. Pero nada que ver con Velázquez, que, sin embargo,puede jactarse de haber nacido en Sevilla y de haber dado sus primerospasos en la bella capital, andaluza. Cuando el artista recuerda su trasla-do a Madrid, a la Corte, no puede evitar un regusto de melancolía, denostalgia, de desazón en su interior. Madrid fue su destino desde muypronto, siendo él muy joven, porque Sevilla estaba inundada de pinto-res locales y había que buscar fortuna y fama en la Corte y poner rumboa otros horizontes pictóricos más importantes. Pero su alma quedó enSevilla, donde había nacido, así como sus raíces.

Ahora, con las elogiosas palabras que el rey Felipe IV le ha dedi-cado, siente que su corazón late más deprisa y que necesita contarle aalguien lo que acaba de vivir. Y, ¿quién mejor que a su esposa? Ellasabrá comprenderle y compartirá con él ese momento de dicha.

Sin pensarlo más, Velázquez cruza la galería norte del Palacio y,corriendo, llega a sus aposentos. Juana, su esposa, se encuentra senta-da en uno de los gabinetes, haciendo una labor de costura. Su sosiegoes interrumpido bruscamente por el artista.

–¡Juana, Juana, escuchadme! –exclama, dando voces.Ella levanta, dulcemente, la vista de su labor y, con expresión

extrañada, le mira fijamente y pregunta: «¿Qué os ocurre, Diego, porDios? ¿Qué son esos gritos?»

Conociendo a su esposo –son ya muchos años de matrimonio, decompartir vivencias, de sufrir, a veces, en silencio– sabe que es increíbleque algo le haga reaccionar de esa manera tan aparatosa. Sin duda, pien-

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sa ella, una circunstancia importante ha debido de ocurrirle, un hechoextraordinario se habrá cruzado en su camino, porque, de lo contrario,Diego, su esposo, nunca exteriorizaría una emoción tan visiblemente.

–He hablado con el rey y, por primera vez, ha elogiado, sin reser-vas, mi pintura.

Juana sabe que su esposo está pintando un cuadro que, desde haceunos días, le tiene bastante perturbado. Según él dice, quiere represen-tar la atmósfera, el aire, al modo, además, de una instantánea, como sien un lienzo se pudiera pintar la transitoriedad, la fugacidad del instan-te. Ella, en repetidas ocasiones, le ha dicho que eso es un imposible, quela pintura no tiene vocación de fugacidad, sino de permanencia, pues eselienzo, una vez terminado, será contemplado por muchos espectadoresen la Corte y todos verán lo mismo: un retrato de Sus Majestades, losreyes de España. No puede pedirse más a la pintura, aunque el artista seempeñe en ello. Juana no está en condiciones de convencerle. Al fin yal cabo, sólo es su mujer y no ha de opinar de un oficio al que, en reali-dad, es ajena. Sin embargo, Diego le habla una y otra noche del cuadro,pues ese lienzo se ha convertido, para él, en una obsesión.

–Es natural que os elogie –afirma Juana, refiriéndose al monar-ca– pues os lo merecéis con creces.

El artista coge las manos de su esposa, dejando que la labor caigaal suelo. Su entusiasmo es tan evidente que no desea que nada distrai-ga la atención de sus palabras.

– ¡He pintado a la niña, Juana, he pintado a la infanta!Juana asiente, comprensiva. No alcanza a vislumbrar qué impor-

tancia, fuera de la habitual, puede tener que su esposo haya representa-do a la pequeña en el lienzo. Medita, en silencio, durante unos minutosy, al fin, una luz se deja entrever. Su esposo estaba pintando a SusMajestades, no a la hija. ¿Qué le ha hecho mudar de opinión? Apenaslogra expresar esta pregunta en voz alta, ya que Velázquez continúa ele-vando el tono de voz.

–¿No lo comprendéis, esposa mía? El encargo que su majestadme había hecho consistía en pintar un lienzo en el que representara a su

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real persona y a su esposa, Doña Mariana de Austria. En este encargome he encontrado todos estos días, aunque insatisfecho por los motivosque ya bien conocéis, cuando, de repente, he visto todo tan claro, tandiáfano, que he decidido romper con los moldes establecidos y pintarlo que de verdad deseaba: la atmósfera surgiendo de la figura, tierna yencantadora, bellísima, de la pequeña Margarita. Ella ha sido mi inspi-ración. Sin su presencia, no hubiera podido lograrlo. ¡Por fin, Juana, hecaptado la atmósfera y la luz que de esta niña irradia! Y, para contentaral rey, en un espejo he reflejado su rostro y el de su esposa!

Sonríe Juana y se siente regocijada interiormente. Su esposo haconseguido su objetivo, aunque esté lejos de entender el cómo y el porqué. No importan las razones. Sólo sabe que ahora es feliz, porque élse siente dichoso, si bien una sombra de duda recorre su mente: ¿sabráentenderlo el monarca? No hay que olvidar que su esposo está al servi-cio del rey, y que éste, a veces, es caprichoso y veleidoso, como corres-ponde, por otra parte, a Su real persona. En fin, es mejor no preguntarmás, no saber, no ahondar en los entresijos de la pintura de su esposo.Diego lleva toda su vida pintando para el rey, sirviéndole, cumpliendo,sin protestar, todas sus órdenes. El estar al servicio del monarca le haprivado, desgraciadamente, de poder ejercitar plenamente su arte, por-que no tiene tiempo con tantas obligaciones a su cargo. Ha pintadomucho menos de lo que hubiera deseado. Pero todo lo que ha hecho conlos pinceles es magnífico. Ella no entiende mucho, a pesar de que supadre, Francisco Pacheco, también fue pintor y teórico de la pintura. Enrealidad, Juana piensa que su padre fue más un teórico que un prácticode la pintura. Al contrario que su esposo, Diego, que es, de los pies a lacabeza, un artista. Está convencida que la obra de su esposo será valo-rada en la posteridad, cuando ya él no esté en este mundo. Ha saborea-do junto a él las mieles del triunfo, los halagos, elogios y alabanzasconstantes de los compañeros del artista. Cuando fue a Italia, en dosocasiones, ella se quedó en la Corte, esperándole sumisa. En aquel leja-no país, Diego vio mucho y conoció a otros artistas, colegas suyos,extranjeros. Sabe que quedó maravillado de muchas de las obras que

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