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Serafina, hija de Isabella, reina de Miromara, es criada con la expectativa —y la
carga—de que un día se convertirá en gobernante de la civilización más antigua del
pueblo de las sirenas. En la víspera de la ceremonia del dokimí, donde se decidirá si
es merecedora de la corona, Sera tiene un sueño extraño que predice el regreso de
un antiguo mal. Pero se olvida de su pesadilla al día siguiente, mientras se esmera
en practicar su canción mágica, espera ansiosa su reencuentro con su mejor amiga,
Neela y se preocupa por Mahdi, el príncipe heredero de Matali. Se pregunta si los
sentimientos de él por ella y su futuro compromiso han cambiado. Sobre todo, le
preocupa no estar a la altura de las expectativas de la madre de él.
El dokimí se lleva acabo, una exhibición de majestuosidad y poder
deslumbrantes hasta que un estremecedor giro de los acontecimientos lo
interrumpe: la flecha de un asesino hiere a Isabella. El reino entra en caos y se
confirman las más oscuras premoniciones de Serafina. Ahora ella y Neela deberán
embarcarse en la misión de descubrir al jefe del sicario y evitar la guerra entre las
naciones de las sirenas. Su búsqueda las llevará al encuentro de otras heroínas del
reino de las sirenas. Juntas formaran un lazo inquebrantable de hermandad,
mientras desenmascaran una conspiración que amenaza la propia existencia de su
mundo.
Prólogo
En lo más hondo de las montañas negras, en lo más hondo de la noche rumana,
en lo más hondo de las aguas frías y oscuras del antiguo Olt, las brujas del río
cantaban.
Hija de Merrow, deja ya de dormir.
Los días de infancia no pueden seguir.
El sueño morirá y nacerá la pesadilla.
No duermas más, abre los ojos, niña…
Desde su lugar en las sombras, la más anciana, Baba Vrăja, observaba el waterfire
azul, con sus brillantes ojos inquietos y alertas.
—Vino, un rău. Arată—te —susurró en su lengua milenaria—. Ven, malvado.
Déjate ver.
Alrededor del waterfire, ocho brujas de río continuaban con su canto. Tomadas de
la mano, nadaban en círculos, en el sentido opuesto a las agujas del reloj,
impulsándose en el agua con sus fuertes colas de pez.
Hija de Merrow, elegida,
comienza el fin, tu momento ha llegado.
El tiempo se acaba, nuestro hechizo se despliega,
palmo a palmo, nuestro canto se libera…
—Vin, diavolul, vin —gruñó Vrăja, acercándose más al círculo—. Tu esti lăngă…
te simt… Ven, diablo, ven… estás cerca… te siento…
Sin previo aviso, el waterfire se elevó, las llamas lamiendo como lenguas de
serpientes. Las brujas inclinaron las cabezas y se apretaron más fuerte las manos
unas a otras. De pronto, una de ellas, la más joven, lanzó un grito. Se dobló en dos
como si sufriera grandes dolores.
Vrăja conocía ese dolor. Te destrozaba por dentro como un filoso gancho de plata.
Nadó hacia la bruja más joven.
—Pelea, dragă —le dijo—. ¡Sé fuerte!
—No… no puedo. ¡Es demasiado! ¡Que los dioses me ayuden! —aulló la bruja. La
piel, gris moteada como las piedras del río, se le puso pálida. La cola de pez se le
sacudió descontrolada.
—¡Pelea! ¡El circulo no debe romperse! ¡Las iele no deben flanquear! —gritó Vrăja.
Con un grito desgarrador, la joven bruja levantó la cabeza y unió su voz al canto
otra vez. Cuando lo hizo aparecieron colores dentro del waterfire. Giraron juntos,
fusionándose en una imagen: una puerta de bronce, sumergida muy homdo bajo el
agua y cubierta de hielo. Se oyó un sonido, el sonido de miles de voces todas
susurrando.
—Shokoreth… Amăgitor… Apateón…
Detrás de la puerta, algo se agitó, como despertando de un largo sueño. Volteó su
cara sin ojos hacia el norte y se rio.
—Shokoreth… Amăgitor… Apateón…
Vrăja nadó hasta el waterfire, Cerró los ojos contra la imagen. Contra el mal y el
miedo. Contra la marea de color sangre que se avecinaba. Buscó muy profundo
dentro de sí misma y dio todo lo que tenía, y todo lo que era, a la magia. Su voz se
hizo más fuerte y se elevó por encima de las demás, ahogando el susurro, el crujido
del hielo, la risa grave, como un gorgoteo.
Hija de Merrow, busca cinco sirenas de valor
que mantengan viva la ilusión.
Una que llevará luz en el corazón,
una que sea profeta de gran visión.
Una que aún no cree,
no tenga opción y mienta.
Una de alma segura y fuerte,
Una que cante el canto de todos los seres.
Juntas encuentren los talismanes
pertenecientes a los seis gobernantes,
escondidos bajo aguas traicioneras,
después de que la luz y las sombras combatieran.
Estas piezas no deben unirse,
ni por furia, ni por rabia, ni por ambición.
Fueron esparcidas por la valiente Merrow
para que no abrieran la jaula de la destrucción.
Vengan a nosotras desde mares y ríos,
sean una sola mente, un solo lazo, un solo corazón,
antes de que las aguas y todas sus creaturas
¡sean arrastradas por Abbadón!
El ser que estaba tras las rejas gritó con rabia. Se abalanzó contra la puerta. El
impacto generó una onda expansiva que llegó hasta las brujas a través del waterfire.
La fuerza las zamarreó brutalmente, amenazando con romper el círculo, pero ellas
se mantuvieron firmes. La criatura sacó una mano entre los barrotes como si quisiera
meterla dentro de Vrăja y arrancarle el corazón. El waterfire ardió más alto y luego
se extinguió súbitamente. La criatura se había ido y el río estaba en silencio.
Una a una, las brujas se hundieron en el lecho del río. Quedaron acostadas en el
barro blando, jadeando, con los ojos cerrados, las aletas aplastadas debajo de ellas.
Sólo Vrăja permaneció, flotando donde había estado el círculo. Su cara arrugada
estaba cansada, su cuerpo viejo, vencido. Tenía mechones grises de su larga trenza
sueltos y enroscados como anguilas alrededor de su cabeza. Siguió con el canto ella
sola, con su voz elevándose a través del agua oscura, demacrada pero desafiante.
Hija de Merrow, deja ya de dormir.
Los días de infancia no pueden seguir.
Despierta ya niña, busca cinco sirenas de valor.
Mientras haya tiempo, mantén viva la ilusión.
Despierta ya niña, busca cinco sirenas de valor.
Mientras haya tiempo, mantén viva la ilusión.
Despierta ya niña…
Uno
—¡Despierta niña! ¡Por el amor de Circe! ¡Ya te llamé cinco veces! ¿Es que tienes
arena en los oídos esta mañana?
Serafina se despertó jadeando. Su largo cabello cobrizo flotaba enmarañado en
torno a su rostro. Sus ojos, de color verde oscuro, estaban llenos de miedo. Esa cosa
que estaba en la jaula… Todavía seguía oyendo el gorgoteo de su risa, sus gritos
horrendos. Seguía sintiendo su malicia y su ira. Miró a su alrededor, con el corazón
que se le salía del pecho, segura de que estaba allí con ella, pero en seguida se dio
cuenta de que no había ningún monstruo en su cuarto.
Sólo su madre, que era igualmente aterradora.
—Justo hoy, remoloneando en la cama. ¡El dokimí es esta noche y tienes
muchísimo que hacer!
La Serenissima Regina Isabella, gobernante de Miromara, nadaba de una ventana
a la otra, corriendo las cortinas.
El sol se filtró a través de los vidrios, desde la superficie de las aguas y despertó a
los plumeros de mar, apiñados por todo el cuarto. Los gusanos se abrieron como
flores y tiñeron las paredes de amarillo, azul cobalto y magenta. Los rayos dorados
entibiaron la fronda de las algas ancladas al suelo. Relumbraron sobre un espejo alto,
dorado, y se reflejaron en las paredes de coral lustrado. Un pequeño pulpo verde que
se había acurrucado a los pies de la cama —Silvestre, la mascota de Serafina—salió
disparado como una flecha, molesto por la luz.
—¿No puedes hacer eso con una canción mágica, mamá? —preguntó Serafina, con
la voz áspera de sueño—. ¿O pedirle a Tavia que lo haga?
—Mandé a Tavia a buscar tu desayuno —dijo Isabella—. Y no, no puedo usar una
canción mágica para correr las cortinas. Como ya te dije un millón de veces…
—Nunca desperdicies la magia en cosas mundanas —dijo Serafina.
—Exacto. Vamos, levántate, Serafina. Ya llegaron el emperador y la emperatriz.
Tus damas están esperándote en la antecámara, la canta magus viene para ensayar
tu canción mágica y tú estás aquí, acostada, ociosa como una esponja —dijo Isabella.
Luego espanto de la ventana un cardumen de lábridos de color purpura y miró hacia
afuera—. Hoy el mar está tan sereno que se puede ver el cielo. Esperemos que no
venga ninguna tormenta a agitar las aguas.
—¿Qué haces aquí, mamá? ¿No tienes un reino que gobernar? —preguntó Serafina,
segura que su madre no había venido aquí solo para hablar del tiempo.
—Sí, claro que sí, gracias —dijo Isabella en tono cortante—, pero dejé a Miromara
en las manos idóneas de tu tío Vallerio por una hora.
Atravesó el cuarto y se aceró a la cama de Serafina, con su traje gris de seda marina
que se arremolinaba detrás de ella, sus escamas plateadas y relucientes, su cabello
negro y abundante recogido en un peinado alto sobre la cabeza.
—¡Nada más mira todos estos caracoles! —exclamó, frunciendo el entrecejo al ver
la pila de conchillas blancas en el suelo, junto a la cama de Serafina—. Anoche te
quedaste despierta hasta tarde escuchando, ¿no es así?
—¡Tenía que hacerlo! —dijo Seradina a la defensiva—. Mi caracol de este semestre
sobre el Viaje de Merrow es la semana próxima.
—Con razón no puedo sacarte de la cama —dijo Isabella. Tomó uno de los
caracoles y se lo llevó al oído—. La conquista merrovingia de los páramos de Thira,
por el profesor Giovanni Bolla —repitió y luego lo echó a un lado—. Espero que no
hayas perdido demasiado tiempo con ese. Bolla es un tonto. Un comandante de
escritorio. Asegura que se logró contener a los opáfagos amenazándolos con
sanciones. Puras tonterías. Los opáfagos son caníbales y a los caníbales no les
importan nada los decretos. Una vez, Merrow envió un mensaje para avisarles que
los iban a sancionar, y ellos se lo comieron.
Serafina gruñó:
—¿Para eso estás aquí? Es un poco temprano para una lección de política.
—Nunca es demasiado temprano para la política —dijo Isabella—. Fue el sitio de
los soldados miromarenses, los acqua guerrieri, lo que derrotó a los opáfagos. La
fuerza, no la diplomacia. Recuerda eso, Sera. Nunca te sientes a negociar con
caníbales si no quieres acabar tú misma en el menú.
—Lo tendré en cuenta, mamá —dijo Serafina poniendo los ojos en blanco.
Se incorporó en la cama —una enorme ostra de color marfil—y se desperezó. Una
de las valvas, cubierta con una espesa capa de anémonas rosadas y esponjosas, era
donde dormía. La otra valva, un dosel, estaba suspendida sobre las puntas de cuatro
caracoles torrecilla bien altos. Los bordes del dosel estaban elaboradamente tallados
y tenían incrustaciones de vidrio marino y de ámbar. De allí colgaban exuberantes
cortinados de algas japonesas. Había gobios diminutos de color anaranjado y
dragoncitos de rayas azules, que entraban y salían de las cortinas a toda velocidad.
Los dedos carnosos de las anémonas se aferraron a Serafina cuando se levantó. Se
puso una bata blanca de seda marina bordeada con hilos dorados, láminas de nácar
y perlas irregulares. Sus escamas, que eran del color brilloso y titilante del cobre
nuevo, resplandecían en la luz submarina. Le cubrían la cola de pez y el torso, y
combinaban con el tono cobrizo más oscuro de su cabello. Tenía la pigmentación de
su padre, el Príncipe Consorte Bastián, hijo de la noble Casa de Kaden en el mar de
Mármara. Sus aletas, de un pálido tono rosa coral con destellos verdes, eran ágiles y
fuertes. Poseía el cuerpo flexible y los movimientos elegantes de una veloz nadadora
de las profundidades. Su tez era aceitunada y, por lo general, implacable; pero, esa
mañana, su rostro estaba pálido y había marcas oscuras debajo de sus ojos.
—¿Qué ocurre? —pregunto Isabella, al notar su palidez—. Estás blanca como la
panza de un tiburón. ¿Estas enferma?
—No dormí bien. Tuve una pesadilla —dijo Serafina, mientras se ataba el cinturón
de la bata—. Había algo horrible en un jaula. Un monstruo. Quería salir y yo tenía
que detenerlo, pero no sabía cómo. —Las imágenes regresaron a su mente mientras
hablaba, vívidas y aterradoras.
—Miedos nocturnos; no es más que eso. Las pesadillas surgen por los nervios —
dijo Isabella, restándole importancia.
—Las iele estaban en el sueño. Las brujas del río. Querían que fuera con ellas —
dijo Serafina—. Tú solías contarme historias sobre las iele. Decías que eran las más
poderosas de nuestra especie, y que si alguna vez nos convocaban, teníamos que ir.
¿Lo recuerdas?
Isabella sonrió, algo muy poco común en ella.
—Sí, pero no puedo creer que tú también lo recuerdes —dijo ella—. Te contaba
esas historias cuando eras una sirenita pequeña para que te portaras bien. Te decía
que las iele te iban a llamar para que fueras a su encuentro y que te iban a dar un
coscorrón si no te quedabas quieta, como corresponde a una principessa bien
educada de la Casa de Merrow. Era toda pura espuma de mar.
Serafina sabía que las brujas de río no existían, aunque habían parecido tan reales
en su sueño…
—Estaban allí. Justo fente a mí. Tan cerca que si estiraba el brazo, podría haberlas
tocado —dijo ella. Luego meneó la cabeza ante su estupidez—. Pero en realidad no
estaban allí, claro está. Y tengo cosas más importantes en qué pensar hoy.
—Por cierto que sí. ¿Está lista tu canción mágica? —preguntó Isabella.
—De modo que por eso estás aquí —dijo Serafina socarronamente—. No para
desearme que me vaya bien, ni para hablar de peinados, ni del príncipe heredero, ni
nada normal, como lo que cualquier madre hablaría con su hija. Viniste para
asegurarte que no eche a perder mi canción mágica.
Isabella le clavó sus feroces ojos azules
—Los buenos deseos no importan. Tampoco los peinados. Lo que sí importa es tu
canción mágica. Tiene que ser perfecta, Sera.
«Tiene que ser perfecta». Sera se esforzaba mucho en todo lo que hacía: sus
estudios, sus encantamientos con canciones, sus competencias ecuestres. Pero por
más alto que ella apuntara, las expectativas de su madre siempre eran más altas.
—No hace falta que te diga que tanto la corte de Miromara como la de Matali te
van a estar mirando —dijo Isabella—. No puedes darte el lujo de mover mal una aleta.
Y eso no va a ocurrir, siempre y cuando no te dejes vencer por los nervios. Los nervios
son tu enemigo. Domínalos o ellos te dominarán a ti. Recuerda: no es una batalla, ni
un punto muerto en el Parlamento; sólo es un dokimí.
—Tienes razón, mamá. Sólo un dokimí —dijo Serafina, con las aletas dilatadas—.
Sólo la ceremonia en que Alítheia declara que pertenezco al linaje… o me mata. Sólo
la ceremonia en que tengo que hechizar con mi canto, tan bien como lo haría la canta
magus. Sólo la ceremonia en que tomo los votos de mi compromiso y juro, dar, algún
día, una hija al reino. No en nada como para alterarse. Nada en absoluto.
Se hizo un silencio incómodo. Isabella fue la primera en romperlo:
—Una vez —dijo—fui yo quien tuvo un ataque de nervios terrible. Fue cuando los
principales ministros se unieron en mi contra, respecto de una importante inciativa
comercial, y…
Serafina la interrumpió enojada:
—Mamá, ¿puedes ser nada más que una mamá, aunque sea por una vez? ¿Y
olvidar que eres la regina? —preguntó.
Isabella sonrió con tristeza.
—No, Sera —le respondió—. No puedo.
Su voz, que por lo general era enérgica, había adquirido un tono melancólico.
—¿Pasa algo malo? —preguntó Serafina, repentinamente preocupada—. ¿Qué
sucede? ¿Llegaron bien los Matali?
Ella sabía que había grupos de bandidos que atacaban a los viajeros en los tramos
de agua más solitarios. Era sabido que los más peligrosos, los praedatori, robaban
todo lo que fuera de valor: dinero marino, joyas, armas, hasta los hipocampos que
montaban los viajeros.
—Los Matali están perfectamente bien —dijo Isabella—. Llegaron anoche. Los vio
Tavia. Dice que están bien, pero cansados. ¿Quién no iba a estarlo? Es un viaje muy
largo desde el océano Índico hasta el mar Adriático.
Serafina se sintió aliviada. El príncipe heredero y sus padres, el emperador y la
emperatriz, no eran los únicos que viajaban en el contingente de los Matali, entre
ellos también estaba Neela, la prima del príncipe heredero. Neela era la mejor amiga
de Serafina y ella anhelaba verla. Aunque pasaba el día rodeada de gente, Sera
siempre se sentía sola. Nunca podía bajar la guardia delante de la corte o de sus
sirvientes. Neela era la única con quien realmente podía ser ella misma.
—¿Desiderio salió a recibirlos? —preguntó ella.
Isabella dudó.
—En realidad, fue tu padre a recibirlos —dijo finalmente.
—¿Por qué? Pensé que iba a ir Des —dijo Serafina confundida.
Sabía que su hermano había estado ansioso por recibir a los Matali. Él y Mahdi, el
príncipe heredero, eran viejos amigos.
—Desiderio fue destinado a la frontera oeste. Con cuatro regimientos de acqua
guerrieri —dijo Isabella sin rodeos.
Serafina se quedó estupefacta. Y tuvo miedo por su hermano.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Cuándo?
—Anoche, tarde. Por orden de tu tío.
Vallerio, el hermano de Isabella, era el comandante en jefe de Miromara. Le seguía
solo a ella en jerarquía.
—¿Por qué? —preguntó Sera, alarmada. Un regimiento contaba con tres mil
guerrieri. La amenaza en la frontera oeste tenía que ser muy grave para que su tío
hubiera enviado tantos soldados.
—Nos comunicaron que hubo otro atque. En Acqua Bella, una aldea frente a la
costa de Cerdeña —dijo Isabella.
—¿Cuántos prisioneros tomaron? —preguntó Serafina, con temor a la respuesta.
—Más de dos mil. —Isabella se volteó, pero no antes de que Serafina alcanzara a
ver las lágrimas contenidas que brillaban en sus ojos. Los ataques habían empezado
hace un año. Hasta ahora, habían atacado seis aldeas miromarenses. Nadie sabía por
qué se llevaban a los pobladores, ni a dónde, ni quién estaba detrás de los ataques.
Era como si, sencillamente, se hubieran evaporado.
—¿Hubo testigos esta vez? —preguntó Serafina—. ¿Sabes quién lo hizo?
Isabella, ya recompuesta, se volvió hacia ella.
—No lo sabemos. Por todos los dioses, desearía que lo supiéramos. Tu hermano
piensa que son los terragones.
—¿Los humanos? No puede ser. Tenemos canciones mágicas que nos protegen
contra ellos. Las tenemos desde la creación del reino de Merrow, hace cuatro mil
años. No pueden tocarnos. Nunca pudieron —dijo Serafina.
Ella se estremeció al pensar en lo que ocurriría si alguna vez los humanos
aprendían a romper los hechizos de sus canciones. Las sirenas serían arrancadas de
los océanos, capturadas de a miles con redes despiadadas. Serían compradas y
vendidas, confinadas en peceras para divertir a los terras. Serían diezmadas como
los atunes y bacalaos. Ninguna criatura, ni terrestre ni marina, era tan codiciosa
como los traicioneros terragones. Hasta los feroces opáfados sólo se llevaban lo que
podían comer. Los terras arrasaban con todo.
—No creo que sean los humanos —dijo Isabella—. Eso le dije a tu hermano. Pero
avistaron un barco de arrastre en aguas cercanas a Acqua Bella, y él está convencido
de que tiene algo que ver. Tu tío cree que Ondalina está detrás de los ataques y que
también planean atacar a Cerúlea. Por eso envió los regimientos como muestra de
poder en nuestra frontera oeste.
Esa noticia daba mucho que pensar. Ondalina, el reino de las sirenas del Ártico,
era un viejo enemigo. Había desatado una guerra contra Miromara —y había
perdido—hacía un siglo y, desde entonces, hervía de rabia bajo el acuerdo de paz.
—Como tú sabes, los ondalinenses rompieron el permutavi hace tres meses —dijo
Isabella—. Tu tío cree que el almirante Kolfinn lo hizo porque quería arruinar tu
compromiso con el príncipe heredeto mataliano, y ofrecer, en cambio, a su hija
Astrid a los Matali. Para ellos, una alianza con los Matali es tan v aliosa como para
nosotros.
Serafina se preocupó al enterarse de las intrigas de Ondalina y se sorprendió
mucho —y se sintió halagada—de que su madre lo discutiera con ella.
—Tal vez deberíamos posponer el dokimí —dijo ella—. En lugar de eso, podrías
llamar al Concejo de las Seisa Aguas para advertir a Ondalina. El Emperador Bilaal
ya está aquí. Sólo tendrías que convocar al presidente de Atlántica, a los ancianos de
Quin y a la reina de Freshwaters.
El semblante turbado de Isabella se transformó en una expresión de impaciencia,
y Serafina supo que había dicho algo incorrecto.
—El dokimi no puede posponerse. De ello depende la estabilidad de nuestro reino.
Hay luna llena y la marea está alta. Ya se hicieron todos los preparativos. Un retraso
podría jugar en favor de Kolfinn —dijo Isabella.
Serafina, desesperada por ver un gesto de aprobación en los ojos de su madre,
intentó una vez más:
—¿Qué tal si enviamos otro regimiento a la frontera oeste? —preguntó—. Estuve
escuchando este caracol anoche… —Buscó con rapidez entre los caracoles que había
en el suelo—. Aquí está: Discursos sobre defensa. Dice que tan sólo con una muestra
de fuerza ya alcanza para detener al enemigo y que…
Isabella la interrumpió:
—¡No puedes aprender a gobernar un reino escuchando caracoles!
—Pero, mamá, una muestra de fuerza fue lo que funcionó con los opáfagos en los
páramos. ¡Tú misma lo dijiste hace cinco minutos!
—Sí, funcionó, pero esa fue una situación totalmente distinta. En ese momento,
Cerúlea no estaba bajo amenaza de ataques, de modo que Merrow podía darse el lujo
de movilizar a sus guerrieri fuera de la cuidad, hacia los páramos. Como, espero, a
esta altura ya sabes, Sera, ya hay seis regimientos acuartelados aquí en la capital en
este momento. Ya mandamos a cuatro a la frontera oeste con Desiderio. Si enviamos
otro, nos queda uno solo.
—Sí, pero…
—¿Qué pasa si los invasores que estuvieron atacando nuestras aldeas atacan en
cambio a Cerúlea y aquí nos queda un único regimiento de guerrieri para
defendernos a nosotros y a los Matali?
—Pero también tenemos tu guardia personal, los janiçari —dijo Serafina, con la
voz, al igual que su esperanza de impresionar a su madre, cada vez más débil.
Isabella hizo un gesto de desdén con la mano.
—Otros mil soldados como mucho. No son suficientes para organizar una defensa
eficaz. Piensa, Serafina, piensa. Gobernar es como jugar al ajedrez. El peligro viene
de muchas direcciones, tanto de un peón como de una reina. Tienes que jugar con
todo el tablero, no con una sola pieza. Estás apenas a unas horas de ser declarada
heredera del trono de Miromara. ¡Tienes que aprender a pensar!
—¡Pero si estoy pensando! ¡Por todos los dioses, mamá! ¿Por qué eres siempre tan
dura conmigo? —vociferó Serafina.
—¡Porque tus enemigos van a ser mil veces más duros! —le contestó Isabella a los
gritos.
Se hizo otro silencio difícil entre madre e hija. Lo interrumpieron unos golpes
frenéticos.
—¡Entre! —ladró Isabella.
Las puertas del cuarto de Serafina se abrieron de par en par. Un paje, uno de los
de Vallerio, entró nadando. Hizo una reverencia a ambas sirenas y luego se dirigió a
Isabella:
—El señor Vallerio me mandó a buscarla a su camarote, Su Alteza.
—¿Por qué?
—Hay noticias de un nuevo ataque.
Isabella apretó los puños.
—Dile a tu señor que estaré allí en un momento.
El paje hizo una reverencia y se fue de la habitación.
Serafina avanzó hacia su madre.
—Iré contigo —dijo.
Isabella meneó la cabeza.
—Prepárate para esta noche —dijo secamente—. Tiene que salir todo bien.
Necesitamos con desesperación esta alianza con Matali. Ahora más que nunca.
—Mamá, por favor…
Pero ya era demasiado tarde. Isabella ya había salido nadando del cuarto de Sera.
Se había ido.
Dos.
A Serafina se le llenaron los ojos de lágrimas cuando se cerró la puerta detrás de
Isabella, aunque las contuvo.
Casi todas las conversaciones con su madre terminaban en silencios incomodos o
en discusiones acaloradas. Ya estaba acostumbrada. Pero aun así, le dolía.
Un tentáculo delgado rozó el hombro de Sera. Otro se le enroscó en el cuello. Un
tercero se le enrolló alrededor del brazo. Silvestre, en fina armonía con cada estado
de ánimo de su ama, se había puesto azul por la preocupación. Ella apoyó su cabeza
contra la de él.
—Estoy muy nerviosa por el dokimí, Silvestre —dijo ella—. Mi madre no quiere oír
hablar de ello, pero quizá Neela sí lo haga. Tengo que hablar con alguien. ¿Y si
Alítheia me arranca la cabeza? ¿O si me equivoco en mi canción mágica? ¿O si Mahdi
no quier…
Serafina no pudo ni pronunciar esa última idea. La asustaba aún más que la odisea
que tenía por delante.
—¡Serafina! ¿Dónde diablos estás, niña? ¡Ya llegó tu estilista!
Era Tavia, su niñera, que la llamaba desde la antecámara. Silvestre salió disparado
al escuchar su voz. Ya no quedaba tiempo para preocupaciones, Sera tenía que irse.
La estaban esperando… Tavia, la canta magus, toda la corte.
—¡Ya voy! —le respondió con un grito.
Se encaminó hacia las puertas y luego se detuvo. En cuanto las abriera, ya no sería
más Serafina. Sería Su Alteza, o Su Majestad, o la Serenísima Principessa. Sería de
ellos.
Detestaba el clima de hervidero que se respiraba en la corte. Odiaba los cuchicheos,
las miradas furtivas, las sonrisas aduladoras. En la corte, tenía que lucir digna. Nadar
siempre con elegancia. Jamás levantar la voz. Sonreír y asentir con la cabeza, y hablar
de las mareas, cuando, en realidad, prefería cabalgar con Clío o explorar las ruinas
del reggia, el antiguo palacio de Merrow. Detestaba el peso sofocante de la
expectativa, la presión constante de tener que ser perfecta… y las miradas incisivas y
cometarios hirientes cuando no lo era.
—Dos minutos —dijo en un susurro.
De un coletazo, nadó rápido hasta la otra punta del cuarto. Abrió las dos puertas
de vidrio y salió al balcón, asustando a dos rubios que descansaban sobre la
barandilla. Más allá del balcón, estaba la ciudad real.
Cerúlea, vasta y en expansión, había ido creciendo a lo largo de los siglos, desde
el primer asentamiento de las sirenas, hasta convertirse en el centro cultural que era
hoy. Antigua y magnífica, había sido construida con cuarzo azul extraído de las
profundidades, debajo del lecho marino. A esta hora del día, los rayos del sol
penetraban a través de la Cola del Diablo, un matorral de espinas que flotaba encima
a modo de protección, y se reflejaban en los techos, haciéndolos brillar.
El palacio original se había construido en el centro de Cerúlea. Hacía varios siglos,
el techo se había derrumbado, y se había construido un nuevo palacio en lo alto de
una montaña submarina —una construcción de barroca de coral, cuarzo y
madreperla—para la familia real y su corte. Las ruinas del reggia todavía se
preservaban dentro de la ciudad como recordatorio del pasado.
Los ojos de Serafina recorrieron las calles sinuosas de Cerúlea, hasta las aguas del
kolegio, con sus profesores de túnicas negras y enormes ostrokones, hasta Golden
Fathom, donde estaban ubicadas las casas altas del pueblo, los restaurantes de moda
y los negocios más caros. Y más lejos todavía, más allá de las murallas de la ciudad
hasta el Kolisseo, donde flameaban las banderas reales de Miromara —una rama de
coral rojo sobre fondo blanco—y la de Matali —un dragón rampante que sostenía un
huevo azul plata—. El Kolisseo era donde, en apenas unas horas, Sera tendría qsu
dokimí frente a la corte, la realeza matalina, las sirenas de Miromara…
… y Mahdi.
Habían pasado dos años desde la última vez que lo había visto. Cerró los ojos y se
imaginó su cara: sus ojos oscuros, su sonrisa tímida, su expresión seria. Cuando
fueran mayores, se casarían. Esta noche se iban a comprometer. Era una costumbre
ridícula pero a Serafina le alegraba ser la elegida. Todavía podía oír las últimas
palabras que él le había dicho, justo antes de volver a Matali.
—Es mi elección —le había susurrado, tomándole de la mano—. Mía. No de ellos.
Serafina abrió los ojos. Su verde profundo estaba empañado por la preocupación.
Había recibido caracoles privados de parte de Mahdi apenas él regreso a su casa,
transportados por un mensajero de confianza. Cada vez que llegaba uno, ella corría
a su cuarto y se lo llevaba al oído, sedienta del sonido de su voz. Pero después que
hubo pasado un año, habían dejado de llegar los caracoles privados y, en cambio,
llegaban caracoles oficiales. En ellos, la voz de Mahdi sonaba forzada y formal.
Más o menos por la misma época, Serafina empezó a escuchar cosas sobre él.
Algunos decían que estaba de fiesta todos los días. Se quedaba nadando en grupo
hasta cualquier hora. Nadaba con una banda de juerguistas. Gastaba fortunas en
monturas para caballabongo, un juego muy parecido al polo de los terras. Ella no
sabía si creer en esas historias, pero ¿y si eran ciertas? ¿Y si él había cambiado?
—¡Serafina, tienes que salir ahora mismo! ¡Thalassa va a llegar en cualquier
momento y sabes que no le gusta que la hagan esperar! —gritó Tavia.
—¡Ya voy, Tavia! —exclamó Serafina y nadó de regreso a su cuarto.
Serafina…
—¡Por la gran diosa Neria, dije que ya voy!
Hija de Merrow, elegida…
Serafina se quedó paralizada. Esa no era la voz de Tavia. No venía desde el otro
lado de las puertas.
Estaba justo detrás de ella.
—¿Quién está allí? —gritó, girando en círculos.
Comienza el fn, tu momento ha llegado…
—Giovanna, ¿eres tú? ¿Donatella?
Pero nadie le contestó. Porque no había nadie allí.
Un movimiento rápido, repentino, a su izquierda, le llamó la atención. Contuvo la
respiración y luego rio aliviada. Era sólo su espejo. Una vitrina estaba dando vueltas
dentro de él.
Su espejo era alto y muy antiguo. Estaba comido por los gusanos, que la habían
hecho agujeros en el marco dorado, y el vidrio estaba salpicado de manchas negras.
Lo habían rescatado naufragio de los terragones. Dentro del espejo, vivían fantasmas
—las vitrinas—, almas de humanos bellos y vanidosos, que habían que habían pasado
demasiado tiempo contemplándose en él. El espejo los había capturado. Sus cuerpos
se habían marchitado y habían muerto, pero sus espíritus seguían viviendo,
atrapados para siempre detrás del vidrio.
En el espejo es Serafina, vivía una condesa, y también un duque joven y apuesto,
tres cortesanas, un actor, y un arzobispo. A menudo, le hablaban. La que acababa de
ver dando vueltas era la condesa.
Serafina de unos golpecitos en el marco. La condesa levantó su falda voluminosa
y corrió hacia ella, y se detuvo a apenas unos centímetros del vidrio. Llevaba una
peluca blanca con un peinado alto muy elaborado. Tenía la cara empolvada y los
labios pintados. Se veía asustada.
—Hay alguien aquí dentro con nosotros, principessa —dijo en voz baja, mirando
por encima del hombro—. Alguien que no es aquí.
La dieron los dos al mismo tiempo: una figura a lo lejos, estática y oscura. Serafina
había oído decir que los espejos eran puertas de entrada en el agua y que podían
abrirse si se sabía cómo. Aunque sólo los magos más poderosos podían desplazarse
su mundo de plata líquida. Serafina no conoce a nadie que lo hubiera hecho. Ni
siquiera Thalassa. Mientras el quiere condesa miraban, la figura empezó a moverse
hacia ellas.
—Eso no es ninguna vitrina —dice o la condesa—. Si entró puede salir. ¡Aléjate del
espejo! ¡Rápido!
Al acercarse la figura, Serafina vio que la sirena de río, con la cola moteada en
tonos marrones y grises. Llevaba puesta una capa de plumas negras de águila
pescadora. El cuello, hecho cuernos de ciervo entrelazados, se elevaba alto detrás de
su cabeza. Tenía el cabello gris y ojos penetrantes. Estaba cantando.
El tiempo se acaba, nuestro hechizo se despliega,
palmo a palmo, nuestro canto se libera…
Serafina conocía esa voz. La había oído su pesadilla. Pertenecía a la bruja del río,
Baba Vrăja.
La condesa y le había advertido a Serafina que se alejara, pero ella no podía. Era
como si estuviese congelada en el lugar, con la cara a unos centímetros apenas del
espejo.
Vrăja la atrajo hacia ella.
—Ven, niña —le dijo.
Serafina levantó la mano, como si estuvieran en trance. Estaba a punto de tocar el
espejo, cuando Vrăja de pronto dejó de cantar. Se volvió para mirar algo… algo que
Serafina no podía ver. Los ojos se llenaron de miedo.
—¡No! —Gritó. Su cuerpo se contorsionó y luego se desintegró. Cien anguilas se
retorcieron donde ella había estado y luego se sumergieron en la plata líquida.
Unos segundos más tarde, un terragón apareció caminando dentro del espejo,
formando olas de plata. Estaba vestido con un traje negro. Tenía cabello muy corto,
tan rubio que casi era blanco. Se paró de costado, contemplando cómo desaparecían
las últimas anguilas. Una de ellas fue más lenta que el resto. El hombre en la levantó
y le dio un mordisco. La criatura se retorció de agonía. La sangre le chorreó por el
mentón. Se tragó la anguila y luego se volteó, de frente al espejo.
Serafina se llevó las manos a la boca. Los ojos del hombre eran totalmente negros.
No había iris, ni parte blanca, sólo oscuridad.
El terragón caminó hasta el vidrio y sacó una mano a través de él. Sera gritó. Nadó
hacia atrás, chocó contra una silla y cayó al suelo. El brazo del hombre salió del
espejo, después el hombro. Estaba sumando la cabeza cuando Tavia levantó la voz.
—¡Serafina! ¿Qué pasa? —gritó a través de la puerta—. ¡Voy a entrar!
El hombre echó una mirada enfurecida en dirección a Tavia. Un segundo más
tarde, ya se había ido.
—¿Qué ocurrió, niña? ¿Estás bien? —preguntó Tavia.
Serafina se levantó del suelo temblando.
—Vi… vi algo en el espejo. Me asustó y me caí —dijo ella.
Tavia, que tenía las piernas y el torso de un cangrejo azul, corrió dando saltitos
hasta el espejo. Serafina vio que ahora estaba vacío. No había ninguna bruja de río
dentro. Ningún terragón vestido de negro. Lo único que sabía era el reflejo de su
niñera.
—Que vitrinas molestas. Probablemente, no les estabas prestando suficiente
atención. Se enojan sino las adultas lo suficiente —dijo Tavia.
—Pero están distintas. Eran…
Tavia se volvió hacia ella:
—¿Sí, niña?
«Una bruja aterradora y salida de una pesadilla y un terragón con unos ojos
negros muy extraños» era lo que estaba a punto de decir. Pero se dio cuenta que
sonaba descabellado.
—… Mmm, distintas. Jamás las había visto.
—Eso pasa algunas veces. La mayoría de las vitrinas están a la vista, pero, de vez
en cuando, aparece alguno tímido —dijo Tavia. Luego golpeteó fuerte contra el
vidrio—. A ver si se manda allí dentro, ¿me oyen? ¡O guardo este espejo en un
armario! —Sacó una manta de seda marina de una silla y cubrió el espejo—. Esto va
asustarlos. Las vitrinas odian los armarios. Allí dentro no hay nadie que les digan los
lindos que son.
Tavia enderezó la silla que había volcado Serafina y después la reprendió por
haber tardado tanto en unirse a la corte.
—Tu desayuno está aquí. Y también tu estilista. ¡Tienes que venir ya mismo! —Le
dijo.
Serafina echó una última mirada al espejo, ya dudando de sí misma. Vrăja no era
real. Era una iele, y las iele únicamente existían en los cuentos. ¿Y esa mano que salía
del espejo? Eso era sólo una ilusión óptica a causa de la luz, una alucinación
provocada por la falta de sueño y los nervios por su dokimí. ¿Acaso no le había dicho
su madre que los nervios eran su enemigo?
—¡Serafina, no voy llamarte otra vez! —la reprendió Tavia.
La princesa levantó la cabeza, cruzó nadando las puertas de su antecámara y se
unió su corte.
Tres
—¡No, no, no! ¡Las peinetas de rubíes no, gusano tonto, las de esmeraldas! ¡Ve a
buscar las peinetas adecuadas! —la retó la estilista. Su asistente salió corriendo.
—Lo siento, pero estás muy equivocada. La etiqueta exige que la duchessa di
Tsarno preceda a la contessa di Cerúlea hasta el Kolisseo —esa era lady Giovanna, el
ama de la cámara, que hablaba con lady Ottavia, encargada del guardarropa.
—Estas rosas marinas acaban de llegar de parte del príncipe Bastián para la
principessa. ¿Dónde las pongo? —preguntó una sirvienta.
Se oían un montón de voces, todas hablando a la vez. Hablaban sirenés, la lengua
franca de la gente del mar.
Serafina trató ignorar las voces y de concentrarse en su canción mágica.
—Todos esos saltos de octava —susurró para sí misma—. Cinco notas do agudas,
los vibratos y los arpegios… ¿Por qué Merrow la hizo tan difícil?
La canción mágica para el dokimí había sido especialmente compuesta para
evaluar el dominio de la magia de la futura dirigente. Estaba concebida totalmente
en canta mirus, o canción especial. Canta mirus en el tipo de magia muy exigente,
que requería una voz muy potente y una gran habilidad. Se necesitaban muchas
horas de práctica para dominarla y Serafina había trabajado sin descanso para
distinguirse. Los hechiceros mirus podían crear luz, viento, agua y sonido. Los
mejores podían embellecer las canciones mágicas existentes o crear nuevas.
La mayoría de las sirenas de la de Serafina sólo sabían canciones mágicas del tipo
canta prax, o canción simple. Prax era un tipo de magia práctica, que ayudaba las
sirenas a sobrevivir. Había hechizos de camuflaje para engañar a los depredadores.
Hechizos de ecolocalización para navegar en aguas oscuras. Hechizos para aumentar
la velocidad o por oscurecer una nube de tinta. Los hechizos prax eran los primeros
que se enseñaban a los niños sirenas, y hasta los que tenían poca habilidad para la
magia podían usarlos.
Serafina respiró hondo y empezó a cantar. Cantó en voz baja, para que nadie
pudiera oírla, mirándose en un panel de mica decorativo. No pudo ensayar el hechizo
entero porque habría destruido el cuarto, pero pudo practicar algunas partes.
—¿Alítheia? ¿Nunca la viste? ¡Yo ya la vi dos veces, querida, y debo decirte que es
totalmente aterradora!
Esa era la anciana Baronessa Agneta, que hablaba con la joven lady Cósmica.
Estaban sentadas en un rincón. La baronessa, de cabello gris, tenía un vestido un
tono púrpura estridente. Cósmica tenía una túnica azul. Una trenza rubia, gruesa, le
caía por la espalda. Serafina titubeó, perturbada por la conversación.
«No tienes por qué temerle, así que no lo hagas» Eso es lo que siempre le había
aconsejado Isabella, pero por lo que había oído Serafina sobre Alítheia, era más fácil
decirlo que hacerlo…
—Los dioses mismos la crearon. Bellogrim, el herrero, la forjó, y Neria le dio vida
con su aliento —prosiguió Agneta. En voz alta, porque era bastante sorda.
—¿Hay besos en el dokimí? Oí decir que había besos —dijo Cósmica arrugando la
nariz.
—Un poco al final. Cierra los ojos. Es lo que hago yo —dijo la baronessa, tomando
un sorbo de su te sargazos. El líquido caliente, espeso y dulce, como la mayoría de
las bebidas de mar, descansaba, pesado, en una taza muy refinada. La taza había sido
rescatada al igual que toda la porcelana del palacio, de un naufragio terragón—. El
dokimí consta de tres partes, niña: dos pruebas en la promesa.
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¡Quia Merrow decrevit! Es latín. Significa…
—Porque Merrow así lo ordenó —dijo Cósmica.
—Muy bien. Dokimí significa «prueba» en griego, y eso es lo que es, una prueba.
Alíthea aparecen la primera prueba, el sangrado, para asegurarse que cada
principessa sea una verdadera hija de sangre.
—¿Por qué? —preguntó Cósmica.
—Quia Merrow decrevit —respondió la baronessa. Hizo una pausa para apoyar la
taza—. La segunda prueba es el hechizo. Consiste en una canción mágica difícil como
el demonio. Una dirigente poderosa debe tener una voz poderosa porque, como tú
sabes, la magia de una sirena está en su voz.
—¿Por qué? —preguntó Cósmica—. Siempre me pregunté. ¿Por qué no podemos
dar un toque con una varita mágica y listo? ¡Sería mucho más fácil!
—Porque la diosa Neria, que no dio nuestra magia, sabía que los encantamientos
hechos con canciones se conducen mejor a través del agua que los encantamientos
con una varita mágica. El mal está lleno de peligros por todos lados, niña. La muerte
es una nadadora veloz.
—¿Pero por qué nuestros hechizos son cantados, baronessa? ¿Por qué no son
hablados?
La baronessa suspiró.
—¿No te enseñan nada en la escuela hoy en día? —preguntó—. Cantamos porque
tanto aumenta la magia. ¡El canto es magia! Cantare. Más latín. Significa…
—… cantar.
—Sí. Y de cantare vienen tanto canto como encanto, encantamiento, música y
magia. Piensan los sonidos del mar, niña… el canto de las ballenas, los chillidos de
las gaviotas, el susurro las olas. Son tan hermosos y tan potentes que todas las
criaturas del mundo oyen la magia que hay en ellos, hasta los terragones que tienen
tan mal oído.
La baronessa tomó un erizo de mar de un plato, le rompió el caparazón con los
dientes y lo tragó de un sorbo.
—Solamente si la principessa pasa las dos pruebas —dijo—, pasará luego a la
última parte el dokimí: la promesa. Ahí es donde hace sus votos de compromiso y
promete a su pueblo que va a casarse con el hombre sirena que eligieron para ella y
va a dar una hija de sangre al reino, tal como lo hizo su madre. Y su abuela. Y así
sucesivamente hasta remontarnos a Merrow.
—Pero ¿por qué, baronessa? —preguntó Cósmica.
—¡Por todos los dioses! ¿Otro por qué? ¡Quia Merrow decrevit! ¡Por eso! —Dijo la
baronessa con impaciencia.
—Pero ¿qué pasa sus Serafina no quiere casarse, ni gobernar Miromara, ni darle
una hija del reino? ¿Qué pasa si quiere, por ejemplo, abrir un bar y vender te de
burbujas?
—No seas ridícula. Por supuesto que quiere gobernar Miromara. ¡Las cosas que se
te ocurren!
Agneta tomó otro erizo. Cósmica fruncío el entrecejo. Y Serafina sonrió con pesar.
Porque, desde que tenía memoria, había estado haciendo las mismas preguntas y
saliendo a la misma respuesta: «Quia Merrow decrevit». Como muchas otras reglas
del mundo adulto, había un montón de decretos inescrutables de Merrow que para
ella no tenía ningún sentido. De todos modos había que obedecerlos, le gustara o no.
«¡Por supuesto que quiere gobernar Miromara!», había dicho la baronessa. Pero
la verdad era que, a veces, no quería. Durante unos segundos de rebeldía, se preguntó
qué sucedería si se rehusara a cantar su canción mágica esa noche y, en cambio, se
fuera nadando a vender té de burbujas.
Entonces llegó Tavia con el desayuno y empezó a charlar,by se desvanecieron
todos esos pensamientos tontos.
—Aquí tienes, cariño —dijo ella, apoyando una bandeja de plata sobre la mesa—.
Manzanas de agua, bayas de anguila, esponja en vinagre… lo que más te gusta —De
un golpe, sacó un tentáculo del medio—. ¡No toques, Silvestre!
—Gracias, Tavia —dijo Serafina, sin prestar atención a la bandeja. No tenía
hambre. Respiró hondo, preparándose para practicar su canción mágica otra vez,
pero Tavia no había terminado.
—Todavía no tuve oportunidad de contarte… —dijo abrochándole unas pinzas de
cangrejo azules en el pecho—, pero el doncella personal de la Emperatriz Ahdi estaba
en la cocina hasta mañana, buscando el té para su ama. Da la casualidad de que se lo
mucho que le gustan los gusanos de quilla de Córcega y me cercioré de que comiera
bastantes. Después del segundo tazón, me contó que el emperador está en buen
estado de salud y la emperatriz está tan mandona como siempre.
—¿En serio? —preguntó Serafina con suavidad. Sabía que no debía dejar entrever
su ansiedad por tener noticias de los Matali, sobre todo del príncipe heredero. Se
darían cuenta de la más mínima reacción que tuviera ante cualquier noticia sobre él
y lo comentarían—. ¿Y la Princesa Neela? ¿Cómo está? ¿Cuándo va a venir a mis
aposentos? Muera por verla.
—No lo sé, niña, pero la doncella de Ahdi, la que está la cocina, me contó más
cosas… cosas sobre el príncipe heredero —dijo Tavia en tono de complicidad.
—¡Qué bien! —Dijo Serafina. Sabía que Tavia, una terrible chismosa, deseaba
desesperadamente que ella le preguntaran de que «cosas sobre el príncipe heredero»
se había enterado, pero no lo hizo. En lugar de eso, practicó su vibrato.
Tavia espero todo lo que pudo, y luego, las palabras le brotaron:
—¡Ay, Serafina! ¿No quieres saber qué más dijo la doncella? ¡Me contó que las
escamas de príncipe heredero son del azul más profundo que existe y que tiene un
aro en la oreja y que lleva el cabello recogido hacia atrás en una cola de hipocampo!
—¿Mahdi tiene un aro? —exclamó Serafina, olvidando por un instante que,
supuestamente, no está interesada—. Es ridículo. Lo próximo que vas a decirme es
que se tiñó el pelo de rosado y se puso arito en su cola de pez. La última vez que lo vi
era flaco y tonto. Un verdadero gobio, tal como mi hermano. Lo único que querían
hacer él y Desiderio era jugar a Galeones y medusas.
—¡Principessa! —la retó Tavia—. ¡El príncipe Mahdi es el heredero del reino
Matali y el príncipe Desiderio es el comandante de este reino, y no creo que a ninguno
de los dos les cause gracia que lo llames gobios! ¡Pensé que, al menos, te aliviarían
saber que tu futuro esposo se ha convertido en un hombre sirena muy apuesto!
Serafina se encogió de hombros.
—Supongo que sí —dijo.
—¿Lo supones?
—¿Qué diferencia hay si es apuesto o no? —dijo Serafina—. El príncipe heredero
va a ser mi esposo aunque parezca una babosa de mar.
—Sí, ¡pero es más fácil y enamorarse de un hombre sirena apuesto que de una
babosa de mar!
—El amor no tiene nada que ver con esto, Tavia, y tú lo sabes. Mi casamiento es
una cuestión de Estado, no del corazón. Las alianzas reales se hacen para fortalecer
los lazos entre los reinos y promover intereses en común.
—En las palabras viniendo de alguien que jamás estuvo realmente enamorada —
dijo Tavia con desdén—. En esta como tu madre, de eso no cabe duda. El deber por
sobre todas las cosas —se alejó apurada para reprender a una sirvienta.
Serafina sonrió, complacida de haber despistado a Tavia. Si supiera… Pero no lo
sabía. Ni iba a saberlo. Serafina había guardado su secreto y no iba revelarlo ahora.
Respiró hondo otra vez y trató, una vez más, de practicar su canción mágica.
—¡Coco, deja de molestar a la baronessa y pruébate tu vestido! —Reprendió una
voz. Esta vez era lady Elettra, la hermana mayor de Cósmica, quien la interrumpía.
—Los vestidos son aburridos —dijo Cósmica mientras salía corriendo a toda
velocidad.
Y después Serafina oyó otra voz, que hablaba bajo y en secreto.
—¿Eso es lo que vas a ponerte para el desfile? No deberías esforzarte tanto por
opacar a la principessa.
Hubo risas roncas, en voz baja, y después una voz bella y seductora:
—No tengo que esforzarme. No hay competencia. Él solo va a cumplir con el
compromiso porque tiene que hacerlo. Todo el mundo lo sabe. Pero no le importa en
lo más mínimo. Ni le importa ella.
Las palabras fueron cortantes como los dientes de un tiburón. Serafina se salteó
una nota y le salió mal el compás. Miró hacia delante, al panel de mica. Allí vio a
Lucía Volnero y a Bianca di Rémora, dos de sus damas de honor. Estaban en el
extremo más alejado del cuarto, sosteniendo en alto un vestido espectacular y
cuchicheando. Ellas no lo sabían, pero el techo abovedado del cuarto trasmitía el
sonido. Lo que se hablaba de un lado del cuarto se podía oír del otro lado, del mismo
modo en que se podía ver a los que hablaban en los planes de mica.
Bianca continuó la conversación.
—Lo que todo el mundo sabe, mia amica, es que tú lo quieres para ti —dijo—. ¡Será
mejor que abandones esa idea!
—¿Por qué tendría que hacerlo? —dijo Lucía—. La hija de una duchessa también
es un buen partido, ¿no lo crees? Sobre todo esta hija de una duchessa. Él, por cierto,
parece que está de acuerdo.
—¿Qué quieres decir?
—Con un grupo, nos escabullimos anoche. Fuimos a la laguna.
Serafina no podía creerlo. La laguna, las aguas frente a la ciudad humana de
Venecia, no estaba lejos de Miromara, pero las sirenas tenían prohibido ir allí. Era
un lugar traicionero: laberíntico, oscuro y lleno de criaturas peligrosas. También
estaba lleno de humanos, las criaturas más peligrosas de todas.
—¡No puede ser! —dijo Bianca.
—Oh, sí que fuimos. Estuvo buenísimo. Nadamos juntos toda la noche. Los Matali,
yo y algunas otras sirenas. Fue una locura —dijo Lucía.
—¿Pasó algo? ¿Contigo y con el príncipe?
Lucía sonrió con malicia:
—Bueno, el sí que sabe nadar. Tiene algunos movimientos que se vuelve loca y…
Bianca dejó escapar una risita.
—¿Y? ¿Y qué?
La respuesta de Lucía quedó ahogada por un grupo de mucamas charlatanas que
entraban ajetreadas, trayendo vestidos.
A Serafina le hervían las mejillas; miró al piso. Estaba dolida y furiosa. Tenía
ganas de decirle a Lucía que había oído cada una de las palabras infames que había
dicho… pero no lo hizo. Ella era de la realeza, y la realeza no gritaba. La realeza no
golpeaba con su cola de pez. La realeza no perdía el control. Jamás. «Los que van a
controlar a otros deben tener primero control sobre sí mismos», decía su madre a
menudo. Por lo general cuando se quejaba de tener que sentarse junto a un
embajador aburrido en alguna cena de Estado. O cuando la atrapaban practicando
esgrima en el Gran Salón con Desiderio.
Echó un vistazo a Lucía otra vez. «Siempre está causando problemas. ¿Por qué
tiene que estar aquí siquiera?», se preguntó, pero ya sabía la respuesta: Lucía era
miembro de los Volnero, una familia noble muy antigua y casi tan poderosa como la
suya.
Las duchessas Volnero tenían derecho a estar en la corte y sus hijas habían
heredado el privilegio de servir a las principessa del reino.
Lucía… con sus ojos de zafiro, sus escamas de plata, su cabello azul como la noche
en un peinado recogido que dejaba sus hombros al descubierto. «Si luces así, puede
fallar en cientos de vibratos y nadie se daría cuenta», pensó Serafina. No era que
Lucía fuera fallar en nada. Tenía una voz preciosa. Se decía que los Volnero eran
descendientes de las sirenas canoras.
Serafina no sabía si era cierto, pero sabía que Portia, la madre de Lucía, una vez
había hecho un encantamiento al propio tío de Serafina, Vallerio. Portia y Vallerio
habían querido casarse, pero Artemesia —la regina y madre de Isabella y Vallerio—
se los había prohibido. En los Volnero tenían traidores en las ramas de su corral
familiar y ella no había querido que su hijo se emparentarse con una dinastía
corrupta.
Enojado, Vallerio sabía y donde se Cerúlea y había pasado varios años en Tsarno,
un pueblo fortificado al oeste de Miromara. Portia se casó con otro: Sejanus Adaro,
el padre de Lucía. Algunos dijeron que se había casado con él sólo porque se
pareciera a Vallerio, con su bello rostro, sus escamas plateadas y su cabello negro.
Sejanus murió apenas un año después del nacimiento de Lucía. Vallerio nunca se
casó, en lugar de eso, decidió dedicarse por completo al bienestar de su reino.
Portia le enseñó sus secretos a Lucía, pensó Serafina con envidia. Y suspiró,
pensando como su madre, en cambio, le enseñaba la forma correcta de dirigirse al
secretario de Relaciones Exteriores de Atlántica, o que el Parlamento únicamente se
puede convocar durante la marea de primavera, nunca durante una marea muerta.
Deseaba que aunque fuera una vez, su madre le enseñara algo que tuviera que ver
con las sirenas, como qué anémonas hay que besar para tener esos labios llenos,
delineados por picaduras de tentáculos, o cómo hacer resplandecer la cola de pez.
«Basta, Serafina», se dijo a sí misma. «No te dejes vencer por Lucía. Neela va a
saber si Mahdi fue la laguna o no. Tú dedícate a practicar tu canción mágica.» Se
consoló pensando en que su amiga vendría pronto. Con sólo ver su rostro, toda esa
odisea ya sería más fácil.
Serafina analizó la espalda, sacó pecho, y trató, todavía una vez más, de ensayar
su canción mágica.
—Su alteza, ¿me permite elogiarle su vestido? —se oyó una voz cansina a sus
espaldas—. Espero que se lo ponga esta noche.
Serafina levantó la vista hacia la mica. Era Lucía. Estaba sonriendo. Como una
barracuda.
—No, no voy a usar esta noche, pero gracias —dijo ella con cautela. No era típico
de Lucía ser tan generosa con los cumplidos.
—Qué pena. Debería usarlo. Es muy simple fresco. Absolutamente genial. El
contraste es, sin lugar a dudas, a lo que hay que recurrir en una situación como ésta
—dijo Lucía
—¿El contraste? —dijo Serafina desconcertada. Se volvió hacia Lucía.
—Su aspecto. El fabuloso contraste.
Serafina se miró el vestido. Era liso, azul claro, de seda marina. Nada especial. Se
lo había puesto a las apuradas, apenas entró nadando en la antecámara.
—Mi aspecto es todo del mismo color: azul. Y estamos en el mar, Lucía. Así que,
en realidad, no contrasta con nada.
—¡Ay! ¡Qué gracioso, Su alteza! Qué bien que bromee al respecto. Me alegro de
que no le moleste. No deje que eso pase. Los jóvenes sirenas siempre son así y, de
todos modos, seguro que a esta altura él ya la dejó.
El cuarto entero quedó en silencio. Todos lo que estaban haciendo para escuchar.
Los deportes sangrientos eran el juego preferido de la corte.
—¿Quién es él, Lucía? ¿Quién es ella? ¿De qué estás hablando? —preguntó
Serafina confundida.
Lucía abrió grandes los ojos. Se apoyó la mano en el pecho.
—¿No lo sabe? Qué tanta que soy. Pensé que sabía. Es decir… todo el mundo lo
sabe. Mmm… disculpe. No es nada. Me equivoqué. —Empezó a alejarse nadando.
Lucía jamás admitía haberse equivocado. Serafina vio la oportunidad de superarla,
de darle su merecido por todas las maldades que había dicho. Y aunque una voz
interior decía que no lo hiciera, aprovechó la oportunidad.
—¿En qué te equivocaste, Lucía? —le preguntó.
Lucía se detuvo.
—En serio, Su alteza —dijo con cara de estar muy avergonzada—. No quisiera tener
que decirlo.
—No. Dime.
—Si usted insiste… —respondió Lucía.
—Insisto.
Apenas salieron esas palabras de sus labios, Serafina se dio cuenta de que era ella
la que se había equivocado. Lucía se dio vuelta. Su sonrisa barracuda había vuelto.
Ella sólo había estado fingiendo estar cansada.
—Me refería al príncipe heredero y a su novia —dijo ella—. Bueno, la más reciente.
—¿Su… su novia? —preguntó Serafina. Apenas podía respirar.
—¡Suficiente, Lucía! ¡Estás yendo demasiado lejos! —siseó Bianca.
—Pero, Bianca, ¿me estás diciendo que desobedezca la principessa? Ella quiere
que hable —replicó Lucía. Clavó en Serafina sus ojos relucientes—. Lamentó tanto
ser yo quien se lo diga. Sobre todo, en el día de su dokimí. Estaba segura de que lo
sabía. De lo contrario, ni lo hubiera mencionado. Sólo quería ser un cumplido al
decirle que su espectro contrastaba con el de ella. Lo único que tiene ella es cabello
rubio, escamas turquesa y más curvas que un remolino.
Lucía, triunfante, bajo la cabeza. Serafina se sentía humillada, pero estaba
decidida a no demostrarlo. Esto había sido culpa suya. Había caído en la trampa de
Lucía como una tonta y, ahora, tenía que salir a flote.
— Muchísimas gracias por contármelo, Lucía — dijo sonriendo—. Es un gran alivio
saberlo. Espero que ella le haya enseñado algo.
—¿Cómo, Su alteza?
—Mira, todos lo sabemos, no es ningún secreto. La última vez que el príncipe
heredero nos visitó, era un poco gobio y bastante inútil con las sirenas —observó
Serafina.
—¿No está molesta?
—¡Para nada! ¿Por qué habría de estarlo? Sólo espero que ella haya hecho un buen
trabajo con él. Que le haya enseñado algun movimiento de baile o cómo mandar un
caracol de amor bien hecho. Alguien tiene que hacerlo. Los hombres sirena son como
los hipocampos, ¿no crees? No son divertidos hasta que se los doma. Ahora, si me
disculpas, en serio, tengo que practicar.
Lucía, frustrada, giró sobre su cola de pez y se fue nadando, y Serafina, todavía
con una sonrisa falsa en el rostro, siguió con su canción mágica. La actuación le costó
mucho, pero nadie lo había notado. Acostumbrada a las maneras de la corte, a sus
garras y dientes afilados, en una experta en ocultar sus sentimientos.
No así Silvestre, sin embargo.
Rojo de ira, el pulpo se fue nadando detrás de Lucía. Cuando estuvo cerca,
absorbió toda el agua que pudo acumular y después le lanzó un grueso chorro, que
le pegó de lleno en la parte de atrás de la cabeza. Su peinado alto se desmoronó.
Lucía se quedó paralizada. Se llevó las manos a la cabeza.
—¡Mi cabello! —chilló, dando vueltas en círculo.
—¡Silvestre! —exclamó Serafina horrorizada—. ¡Pide disculpas!
Silvestre fingió una expresión de remordimiento y, luego, le tiró un chorro de agua
Lucía otra vez… en la cara.
—¡Estúpido animal! ¡Voy a destriparte! —soltó ella—. ¡Avarus! ¡Atrápalo!
La mascota de Lucía, un pez escorpión, corrió detrás del pulpo. Silvestre se metió
con la velocidad del rayo debajo de la mesa donde estaba la bandeja con el desayuno
de Serafina. Avarus los siguió. La mesa se dio vuelta; la bandeja salió volando.
Silvestre tomó una manzana de agua y se la revoleo a Avarus. Avarus la esquivó y se
abalanzó sobre él. Nado hasta Silvestre y lo aguijoneó. Silvestre aulló y, unos
segundos después, la antecámara de Serafina se sumergió en una nube turbia de tinta
negra.
Serafina no podía ver nada, pero alcanzaba a oír a sus damas tosiendo y chillando.
Se chocaban contra las mesas y las sillas, y unas contra otras. Cuando por fin se
disipó la nube, vio a Lucía y a Bianca limpiándose la tinta de la cara. Giovanna se la
sacudidas del pelo. Tavia amenazaba con colgar a silvestre de los tentáculos.
Y entonces se oyó otra voz, majestuosa y aterradora, por encima de la pelea:
—En los viejos tiempos, la realeza hacía decapitar a sus nobles rebeldes. Qué pena
que esa costumbre haya caído en desuso.
Cuatro
A Thalassa, la canta magus, no le pareció divertido.
Estaba flotando en la entrada de la antecámara, con los brazos cruzados sobre el
pecho prominente y los tentáculos enroscados debajo de ella. Su cabello, gris como
un cielo huracanado, estaba peinado con una elegante torzada. Tenía un ramillete de
anémonas rojas en la nuca, que brotaban como si fueran rosas. Llevaba un vestido
color carmesí y una larga capa de valvas negras de mejillones. Chasqueó los dedos, y
dos jibias se la quitaron.
Todo el cuarto había quedado en silencio. Thalassa, la guardiana de la magia de
Miromara, era la hechicera musical más poderosa del reino. Nadie se comportaba
mal en su presencia… jamás. Hasta Isabella se sentó más erguida cuando Thalassa
entró en la habitación.
—¿O través causando problemas, Lucía? —dijo por fin—. Es de esperar, viniendo
de una Volnero. ¿Recuerdas lo que le pasó a tu antepasado Kalumnus debido a su
mal comportamiento? ¿No? Déjame recordártelo. Su cabeza terminó en un canasto.
Lo mismo le ocurrió tu tía abuela, Livilla. Yo en tu lugar, tendría más cuidado.
Los ojos de Lucía destellaron, amenazantes, ante el recuerdo poco grato de las
hazañas de sus ancestros. Kalumnus habían intentado asesinar a Merrow y gobernar
en su lugar. Lo habían atrapado y decapitado, y habían exiliado su familia. Dos mil
años después, Livilla Volnero trató de levantarse en armas contra los merrovingios.
A ella también ejecutaron. Aunque todo eso había ocurrido hacia siglos, las
sospechas aún envolvían a los Volnero como la bruma marina.
—Y tú, Bianca —prosiguió Thalassa—. Una verdadera di Rémora. Siempre
siguiendo a algún pez gordo. Deberías revaluar tus lealtades. Los merrovingios son
Miromara y siempre lo serán. Alítheia se ocupó de que así sea —Hizo un gesto con
una mano cargada de joyas—. Fuera. Ya mismo —ordenó—. Todos menos la
principessa.
Serafina sabía que Thalassa había venido a hacerle practicar su canción mágica.
Ella era su profesora.
—Tu dokimí es apenas unas horas. Hasta el día de ayer, es el vibrato del quinto
compás no estaba donde debería estar. Tendría que ser rápido y alegre, como
delfines saltando, no pesado como un tiburón ballena. Tenemos mucho que practicar
—dijo Thalassa.
—Sí, magistra —respondió Serafina.
—Desde el principio, por favor.
Serafina empezó a cantar… y enseguida trastabilló.
—De nuevo —exigió la canta magus—. Sin errores esta vez. Se supone que la
canción mágica debe demostrar excelencia, ¡y tú ni siquiera están mostrándome de
aptitud!
Serafina empezó de nuevo. Esta vez, entonó la canción mágica mucho mejor y,
aparte del vibrato difícil, sin ningún error. Sus ojos, que habían estado fijos en la
pared que tenía un frente, dijeron la mirada a Thalassa.
—Bien, bien, pero no te tragues las palabras —la retó Thalassa—. Legato, legato,
¡legato!
Serafina asintió con la cabeza para demostrar que entendía y trató de suavizar las
palabras, deslizándose suavemente de una frase a la otra. Ahora estaba haciendo algo
más que apenas cantar: estaba siendo magia con su música.
La canción mágica de Merrow, si estaba bien cantada, contaba el origen del pueblo
las sirenas a quienes la estuvieran escuchando. Como todas las principessas
anteriores a ella, Serafina tenía que cantar el hechizo original y, después, componer
varios movimientos propios que ilustraran la evolución de su pueblo a partir del
gobierno de Merrow. Tenía que cantar sobre su lugar en esa evolución y el de su
prometido, y tenía que usar color, luz y movimiento al hacerlo. Cuanto mayor
dominio de la magia tuviera, más impactante sería su canción mágica.
Justo estaba conjurando una imagen de Merrow cuando Thalassa empezó a agitar
las manos.
—¡No, no, no! ¡Para! —gritó.
—¿Qué pasa? ¿Qué hice mal? —preguntó Serafina.
—Las imágenes… son demasiado pálidas. ¡No tienen vida!
—No… no entiendo, magistra. Acerté todas las notas. Tenía esa frase totalmente
bajo control.
—En ese problema, Serafina… ¡Demasiado control! Ese es tú problema siempre.
Quiero emoción y pasión. Quiero la tempestad, no la calma. ¡Otra vez!
Serafina respiro hondo, y retomó donde Thalassa la había interrumpido. Mientras
cantaba, la canta magus giraba en torno de ella, la empujaba, la desafiaba, no
aflojaba nunca. Cuando Serafina empezó una parte muy complicada de su canción
mágica, un tributo a su futuro esposo, Thalassa nadó más cerca, impulsándose con
sus fuertes tentáculos.
—¡Expresión, Serafina, más expresión! —le exigió.
Serafina había conjurado un remolino como parte de un efecto. Agregó dos más.
—¡Bien, bien! ¡Ahora usa la magia para hacerme sentir algo! ¡Sorprendeme!
Haciéndose de los remolinos con su voz, Serafina los hizo más altos y más veloces.
Se olvidó de que estaba dentro del palacio, se olvidó de mantener la magia controlada.
Su voz se hizo más alta, más fuerte. Moviendo una mano con gracia frente a ella, hizo
que los remolinos se curvaran. Los hizo curvarse una vez, dos, tres veces, doblando
el agua sobre sí misma, obligándola a refractar la luz.
—¡Excelente! —gritó Thalassa.
La voz vez Sera se elevaba. Se zambullía en arpegios, subía y bajaba octavas sin
ningún esfuerzo. Dobló el agua una y otra vez, y una docena de veces más hasta que
se resquebrajó y se quebró formando esquirlas, y de ella brotó la luz en tantas
direcciones que parecía una montaña de diamantes reluciendo en medio del cuarto.
Ya estaba llegando a la parte en que tenía que comulgar una imagen del príncipe
heredero.
Trató de hacer la imagen más hermosa que podía imaginar, pero apenas vio la
cara de Mahdi brillando ante ella, su voz se quebró. En lo único que podía pensar era
en que Lucía le había dicho que él tenía novia. ¿Y si ella tenía razón?
De golpe, sucumbió a la emoción. Perdió el control de su canción mágica. Los
remolinos se desarmaron violentamente y se derramaron en el suelo, volteando una
mesa, destruyendo una silla y rajando dos ventanas.
—¡No puedo hacerlo! —gritó enojada, golpeando en el agua con su cola de pez—.
¡Es una canción mágica imposible! —Se volvió hacia Thalassa, habiendo perdido por
completo la compostura—. Dígale mi madre que el dokimí se cancela. ¡Dígale que no
soy lo suficientemente buena! ¡No soy lo suficientemente buena para ella! ¡Ni lo
suficientemente buena para cantar este hechizo infame! ¡Ni lo suficientemente
buena para el príncipe heredero!
Cinco
Thalassa se puso la mano sobre el pecho.
—¿A qué se debe este estallido? —preguntó—. Esto es típico de ti, niña. Te sabes
la canción mágica de punta a punta. ¡Lo único que tienes que hacer es cantarla!
—Sí, claro. Eso es todo —dijo Serafina acaloradamente—. Sólo cantarla. Frente a
toda la corte. Y a los Matali. ¡Y… ah, qué se yo, diez mil miromarenses! Es demasiado
difícil. No voy a poder hacerlo bien. Me voy a equivocar en ese vibrato. Mi voz no es
lo suficientemente fuerte. No es tan hermosa como otras voces. No es tan hermosa
como… como…
Thalassa levantó una ceja.
—¿Como la de Lucía?
Serafina asintió con tristeza. Para su sorpresa, Thalassa no le dio un sermón ni la
reprendió. Por el contrario, se rio.
—Dime, ¿de dónde viene la voz? —inquirió.
Serafina alzó la vista al techo.
—De la garganta. Es obvio —respondió.
—Eso es cierto para muchos —convino Thalassa—. Y sin duda es cierto para Lucía.
Pero no es cierto para ti. Tu voz viene de aquí —Y la tocó en el lugar del corazón—.
Es una voz hermosa. Lo sé. La he oído. Lo único que tienes que hacer es dejar la salir.
Muéstrame tu corazón, Serafina. De allí viene la magia más verdadera.
Serafina río con amargura.
—¿Mostrar mi corazón? ¿Aquí en la corte? ¿Para qué? ¿Para qué Lucía Volnero
pueda clavarle un puñal?
—Oí lo que dijo Lucía. No le hagas caso. Ella desearía ser principessa. Quiere el
poder, el palacio y al apuesto príncipe heredero —manifestó Thalassa.
A Serafina se oscurecieron los ojos por la preocupación al oír las palabras
«príncipe heredero». Enseguida el oculto con un parpadeo, tan rápido que habría
pasado inadvertido para cualquiera. Pero Thalassa no era cualquiera.
—Ah —dijo ella sabiamente—. Con que eso es lo que está detrás de todo esto. —Se
sentó el sofá y una palmadita en el lugar junto a ella—. Dime, ¿él te ama?
—Sí. No. ¡Ay, no lo sé, magistra! —dijo Serafina entre lágrimas—. Eso creo. Eso
creía. Pero ahora no estoy segura. No después de lo que dijo Lucía.
Se sentó junto a su maestra.
—Ay, Serafina —dijo Thalassa, rodeándola con un brazo—. ¿Le contaste a alguien
cómo te sientes? ¿A tu madre? ¿A Tavia? ¿Qué dicen ellas?
Serafina meneo la cabeza.
—No les conté. No se lo conté a nadie. No voy a decir nada.
—¿Por qué no?
—Porque algún modo se va a divulgar. Las cortesanas van a descubrirlo y ya no va
a ser algo mío. Va a ser de ellas. Usted no entiende, magistra. Mi vida entera es
pública. No puedo ir a ningún lado sola. No puedo hacer nada por mi cuenta. Cada
movimiento, cada palabra, cada mirada se comenta y se desmenuza. Quería esto,
esto únicamente, para mi sola.
Thalassa en la tomó de la mano.
—Te equivocas, ¿sabes? Claro que entiendo. Algo sé de tener una vida pública.
Después de todo, yo soy la canta magus.
Serafina se miró con un gesto interrogación.
—Descubrieron mi talento cuando era pequeña —dijo Thalassa—. Una voz como
la mía, dijo mi profesora, aparecía una vez en un milenio. Podía doblar el agua,
arrojar luz y arremolinar el viento cuando tenía cuatro años. Me separaron de mis
padres y me mandaron al kolegio a los seis. A los ocho, ya estaba cantando hechizos
para tu abuela Artemesia y su corte.
—¿Y usted cómo hizo para lidiar con todo eso, magistra? —preguntó Serafina.
Thalassa se rio.
—Muy mal. Cuando era niña, disfrutaba de la música. Cantaba hechizos porque
me encantaba hacerlo. Pero a medida que fui creciendo y empecé a cantar para la
corte, comencé a escuchar lo que decían los otros. Oía sus comentarios, algunos de
ellos maliciosos y crueles, y les creía. Deje que sus voces se metieran dentro de mí,
en mi corazón.
Thalassa soltó la mano de Serafina. Se llevó los dedos al pecho, al corazón, y
después los alejó con un gesto de dolor, arrastrando finos hilos de sangre. El rojo
carmesí se esparció en el agua formando espirales como el humo en el aire y, después,
se fusionó en forma de imágenes. Al formarse esas imágenes, Serafina vio la canción
de sangre: los recuerdos que vivían en el corazón de su profesora. Vio nobles de la
corte de su abuela cuchicheando entre ellos, tapándose las bocas con las manos.
—Nunca va a llegar a ser maga… Su voz no es lo suficientemente fuerte… Es muy
baja… Es muy alta… Sus vibratos son turbios… Es demasiado gorda… Es demasiado
flaca… No es linda…
Thalassa hizo un gesto con la mano en los recuerdos desaparecieron.
—Traté de complacer a las voces. Empecé a hacer música para ellos, no para mí, y
mis canciones mágicas empeoraron —explicó ella—. Por suerte, vi lo que las voces
me estaban haciendo y juré no volver a dejarlas entrar jamás. Resguardé mi corazón
con ferocidad. Lo cerré. No dejé que nadie entrara. Nada que no fuera mi música.
—Yo voy a ser lo mismo —dijo Serafina decidida.
—No, niña. Te estoy contando estas cosas para convencerte de que no cierres tu
corazón.
—Pero usted acaba de decir…
—lo que yo no te dije aún es esto: si no dejas que nadie entre en tu corazón, evitas
el dolor, sí, pero también el amor. Cuando yo tenía dieciséis años, quería ser una
canta magus. La música y la magia eran lo único que me importaba. Tú, en cambio,
vas a ser regina y el mayor poder de una regina viene del corazón… del amor que
siente por sus súbditos y el amor que ellos sienten por ella.
Serafina pensó en las palabras de Thalassa. Había ansiado poder compartir sus
sentimientos por Mahdi con alguien. Había ansiado abrir su corazón, pero tenía
miedo. Por impulso se llevó los dedos al pecho y extrajo una canción de sangre. Dio
un grito ahogado al hacerlo, porque era mucho más joven que Thalassa y sus
recuerdos eran más nítidos. Le dolía sacarlos.
—Me conmueve tu confianza, niña —dijo Thalassa—. ¿Estás segura de que quieres
mostrarme esto a mí?
Serafina asintió con la cabeza y Thalassa observó, la sangre se arremolinaba en el
agua, tomando forma y color, haciendo visible la memoria. Serafina también
observaba. Había pasado hacía dos años, pero, para ella, era como si fuera ayer.
Había ocurrido antes de los ataques y las desapariciones. Antes de las tensiones con
Ondalina. Antes de que las aguas se volvieran tan traicioneras.
Había ocurrido en las ruinas del antiguo palacio de Merrow.
Seis
Serafina estaba escondida.
De su madre, de sus ministros, de sus sirvientes y de Mahdi. Se había escabullido.
Volvió locos a todos por la preocupación, pero necesitaba unos minutos al día, todos
los días, para estar libre de los ojos y oídos de la corte. Y hoy, lo necesitaba
especialmente. Ya habían decidido cuál sería su pareja. Ya lo habían anunciado.
Serafina había conocido a su futuro esposo… y nada en él le gustaba.
Mahdi había llegado Miromara hace una semana con sus padres —el emperador
y la emperatriz—, sus primos Neela y Yazeed y su séquito real para conocer a su
futura esposa, como exigía la tradición. Tenía dieciséis años, era serio, elegante y
tímido. No montaba. No practicaba esgrima. Prefería la compañía de Desiderio —el
hermano de Serafina, un joven sirena de su edad—y la de Yazeed, antes que cualquier
otro. A Serafina que eran dos años menor, apenas le hablaba. Era cortés con ella,
como lo era con todos, pero nada más.
—Es un gobio. Preferiría casarme con Palomon —le dijo a Tavia, refiriéndose al
hipocampo malhumorado de su madre.
Su primera conversación verdadera surgió sólo de casualidad.
Serafina estaba sentada en los jardines del Cenador sur, escuchando un caracol,
cuando Mahdi y su chaperón, el embajador Akmal, pasaron nadando. No la vieron.
Ella se había escondido en un arrecife de coral encima de ellos, detrás de un abanico
submarino gigante.
—¿Qué opina de la princesa, su majestad? —Había oído preguntar al embajador—.
Es encantadora, ¿no?
Serafina sabía que no debería estar escuchando escondidas, pero no pude evitarlo.
Con curiosidad, se apoyó contra el abanico submarino.
—¿Importa lo que yo opine? —dijo él—. La elección es de ellos: de mis padres, mis
consejeros… no mía. Yo no tengo opción.
En ese preciso instante, el abanico submarino, viejo y quebradizo, Se rajó bajo el
peso de Serafina. Se cayó del arrecife de coral y se derrumbó con todo su peso en el
fondo del mar, levantando una nube de limo al caer. Cuando, por fin, la nube se
depositó en el fondo, Sera espió por encima del arrecife. Mahdi miró hacia arriba y
la vio.
—Uy. Qué vergüenza —dijo ella.
—Nos oyó —dijo él.
—No fue mi intención —respondió Serafina—. Estaba sentada aquí escuchando un
caracol y justo ustedes pasaron nadando y… bueno, no pude evitarlo. Mire, lo siento.
Me voy.
—No, no se vaya. Por favor —dijo Mahdi. Se volvió hacia el embajador—. Déjanos
solos —le ordenó.
—¿Es conveniente, su majestad? La gente va a hablar.
—Déjanos solos —repitió Mahdi apretando los dientes.
El embajador hizo una reverencia y se fue. Apenas se hubo ido, Mahdi nado hasta
Sera y la ayudó a salir por encima de los bordes afilados del abanico submarino roto.
Se sentaron juntos en una roca cercana.
—Yo soy el que lo siente —dijo—. No debí decir eso.
—No hace falta que se disculpe. Sé cómo se siente.
Él se dio vuelta para mirarla.
—Pero pensé…
Serafina se rio.
—¿Pensó que? ¿Qué porque soy una sirena para mi está todo bien?
¿Comprometerme a los dieciséis y casarme a los veinte? ¿Con alguien elegido para
mí, no por mí? Que sabía de su parte, su alteza. Estamos en el siglo XLI, ¿sabe? No
en el X. Y para ser honesta, prefería toda la vida hacer un doctorado en historia
antigua de Atlántida antes que casarme con usted.
Después de aquello, a menudo sentía los ojos de Mahdi sobre ella. Eran ojos
hermosos: oscuros, expresivos y enmarcados en largas pestañas negras. Ella
levantaba la vista en una cena o durante un desfile y lo sorprendía mirándola. Él
siempre desviaba la vista.
La siguiente vez que estuvieron solos fue porque Serafina lo encontró escondido a
él. Ella tenía que escuchar otro caracol de historia y había logrado escabullirse de la
corte para hacerlo. El único problema fue que alguien había llegado antes que ella a
su escondite. Mahdi estaba sentado allí, en un bosquecito de algas marinas, con un
cuchillo en una mano y un pequeño objeto de color marfil en la otra. Cuando la oyó
acercarse, trató de esconderlos.
—¿No puedes darme ni un minuto de paz? —preguntó con desgano.
Serafina retrocedió.
—Disculpe. No quise molestarlo —dijo.
Mahdi levantó súbitamente la cabeza ante el sonido de su voz.
—Uy, no —dijo—. Disculpe, Serafina. Pensé que era Akamal. Nunca me deja solo.
—Está bien, Mahdi. Voy a buscar otro lugar para…
—No, espere, Serafina. Por favor —Abrió la mano y le mostró el objeto que había
tratado de esconder. Era un pulpo chiquito, de unos siete centímetros, hecho de un
trozo de hueso intricadamente tallado.
—¡Es idéntico a Silvestre! —exclamó ella encantada.
—Esa era la idea —dijo él.
—¡Es hermoso, Mahdi!
—Gracias —respondió él sonriendo con timidez—. Nadie sabe qué sé tallar. Logré
mantenerlo en secreto. Ni siquiera sé por qué lo hago —Miro para otro lado—. Es
que… a veces quieres una cosa, únicamente una cosa…
—… que sea sólo para ti —terminó ella tuteándolo.
Era como si se estuvieran viendo por primera vez.
—Yo tengo eso con Clío —reveló ella.
—¿Clío?
—Mi hipocampo. No tengo permiso de montarla sola, porque soy principessa y
todo eso. Si quiero salir, tengo que ir con guardias. Pero siempre me las arreglo para
adelantarlos y, por un ratito, somos sólo Clío y yo. Lo único que oigo es el sonido de
sus aletas golpeando el agua Su una manada de delfines pasa nadando, la veo yo sola.
Si pasa una ballena, oigo su canción yo sola —Sonrió apenada. Claro, que si me caigo
de Clío y me rompo el cuello, estoy sola también.
Cuando ella terminó de hablar, Mahdi le tomó la mano y le puso el pulpito en la
palma.
—Para ti —le dijo.
Unas noches más tarde, ella sintió que él le tomaba la mano de nuevo. Esta vez
fue en la oscuridad, durante la exhibición de aguas danzantes hecha en honor a
Mahdi. Él la había mirado, preguntándole con sus ojos oscuros si estaba bien. Ella le
había respondido que sí con los suyos. Y después, una noche en que estaban jugando
a las escondidas con Desiderio, Neela, Yazeed y los miembros de la corte más jóvenes
de la reggia, él la arrastró de pronto a lo más profundo de las ruinas derrumbadas.
—Te encontré —dijo mientras flotaban muy juntos bajo el agua.
—No, Mahdi, así no se juega. ¿Ustedes no juegan a las escondidas en Matali? No
es tu turno. Le toca a Desiderio —lo reprendió ella, con un ojo alerta en su hermano.
—No hablo del juego —dijo él—. Te encontré a ti, Serafina. Tú eres eso. Eso que es
sólo para mí. —La empujó hacia él y la besó.
Fue muy tierno ese beso. Lento y suave. Serafina suspiró al revivirlo… y luego se
ruborizó cuando se acordó de que Thalassa también estaba mirando su canción de
sangre.
Hubo más besos en los días que siguieron. Robados detrás de las columnas. O en
los establos. Hubo largas charlas cuando podían alejarse, sonrisas y miradas cuando
no podían. Y después, cuando Mahdi ya se iba de Miromara para volver a su casa, le
había dado un anillo a Serafina. No era de oro ni era ninguna joya invaluable de la
corona extraída de las bóvedas matalinas. Era una alianza sencilla con un corazón en
el centro, tallado en un caracol blanco. Lo había hecho para ella, solo en su cuarto, a
la noche. Cuando le estaba dando la despedida oficial en frente de la corte, él se
inclinó para besarle la mano. Mientras se la sostenía, le había deslizado el anillo en
el dedo.
—Es mi elección —le había susurrado—. Mía. No de ellos. Lo único que deseo es
que también sea la tuya, Serafina.
Con eso, la canción de sangre formó un espiral en el agua y se esfumó, y con ella
se fue el pasado.
Thalassa miró a Serafina.
—¿Y te preguntas si te ama, sirena tonta? —le preguntó.
—Nunca lo había dudado, magistra —respondió Serafina. Le contó a Thalassa de
los caracoles privados que le había mandado Mahdi y de cómo, de pronto, habían
dejado de llegar—. Sólo tuve unas pocas comunicaciones oficiales durante el último
año. Nada más. Y ahora… —La voz se le fue apagando.
Thalassa inclinó la cabeza.
—¿Y ahora? —la impulsó a hablar.
—Y ahora parece que fuera un joven sirena totalmente distinto del que me
enamoré. Un joven sirena con mucha onda, con el pelo largo y un aro en la oreja,
según Tavia. Y con una novia, según Lucía —dijo Serafina con tristeza.
—Lucía diría lo que fuera con tal de molestarte. Tú lo sabes. Nada le gustaría más
que verte fracasar hoy, así que, en lugar de eso, debes triunfar. Ven, practiquemos
ese vibrato otra vez, y los...
Las interrumpió el sonido de una puerta que se abría de golpe.
—iSerafiiiiiiiiiiiiina! —chilló una voz.
Serafina se dio vuelta, sobresaltada. Había una sirena flotando en la entrada de la
antecámara. Llevaba puesto un sari amarillo. Tenía el cabello negro azabache
brillante, largo hasta la aleta de su cola de pez. La piel le brillaba con un lindo color
celeste. Estaba rodeada de sirvientes, vencidos bajo el peso de las cajas doradas, las
valvas de moluscos adornadas con cintas y las bolsas de gasa que cargaban.
—Gran Neria, ¿quién diablos… ? —empezó a decir Thalassa.
Pero Serafina reconoció a la sirena al instante.
—iNeeeeeela! —gritó ella, olvidando todas sus preocupaciones con la alegría de
ver a su mejor amiga.
—¡Pastelito de esponja! ¡Aquí… estás! —dijo Neela—. ¡Te traje taaaaantos regalos!
Las dos sirenas nadaron una al encuentro de la otra y se abrazaron, dando vueltas
y vueltas en el agua, riendo. Ahora Neela estaba azul brillante. Era bioluminiscente,
como un pez linterna o un calamar luminoso. Su piel emanaba una luz hechizante
cuando se disparaban sus emociones o cuando había otros seres bioluminiscentes
cerca.
—No deberías estar aquí, Princesa Neela —la retó Thalassa—. ¡Estamos en medio
de la práctica de su canción mágica! ¿Cómo entraste?
—¡Tavia! —dijo Neela con una gran sonrisa.
Thalassa frunció el entrecejo.
—¿Cuántas bolsas de bing-bangs te costó sobornarla esta vez?
—Dos —respondió Neela—. Más una caja de ze zés. — Soltó a Serafina, sacó una
caja rosada muy bonita de una pila tambaleante y nadó hacia Thalassa— Lamento
interrumpir, magistra, en serio. ¿Puedo ofrecerle un ze zé? —preguntó y abrió la caja.
—No, no puedes —dijo Thalassa con firmeza—. Ya sé lo que te propones. A mí no
puedes sobornarme con golosinas.
—¿Un chilaguonda, entonces? ¿Y un cañaibuju? No puede decirle que no a un
cañaibuju. Y estos son los mejores de los mejores A los chefs del palacio les lleva tres
días hacerlos. Tienen ocho capas y cinco encantamientos distintos —contó Neela y
se metió uno en la boca—. iMmm! Kril relleno con algas acarameladas ¡Qué rico! ¿Lo
ve?
—Veo que en este momento tenemos la mente en otra cosa.
Thalassa olió y tomó una golosina de la caja.
—No puedes quedarte mucho tiempo, ya sabes, Princesa Neela. Sólo un minuto o
dos. De veras tenemos que practicar.
—Por supuesto, magistra. Sólo un minuto o dos —afirmó Neela.
Thalassa, aplacada, probó la golosina:
—Mmmm. Mis dioses. ¿Es de alga marina al curry?
Neela asintió con la cabeza. Le alcanzó otro.
—Ciruela de playa con medusas peine y huevos de cangrejo salados. Es
insuperable.
Thalassa le dio un mordisco.
—Ah, esto sí que está bueno —dijo—. Supongo que tal vez un recreo de media hora
estaría bien —consintió con los dedos revoloteando encima de la caja.
Neela le dio la caja. Mientras Thalassa llamaba a las jibias que la servían para que
le trajeran un tazón de té, Neela tomó de la mano a Serafina y la arrastró fuera de la
antecámara, hacia un vestíbulo amplio con ventanas a ambos lados, que estaban
todas abiertas para que entrara el agua fresca.
—¡Choquemos aletas, sirena! —le susurró y cerró las puertas detrás de ella—. Mi
plan malvado tuvo éxito. Pensé que te vendría bien un recreo.
—Pensaste bien —dijo Serafina sonriendo.
—Oh, oh. Opáfago enfrente —dijo Neela.
No era un opáfago, sino un guardia del palacio que venía nadando hacia ellas.
—¿Su Alteza? ¿Hay algún problema? No debería andar por los vestíbulos sin
escolta —dijo el guardia.
Serafina gruñó. Privacidad, soledad, un rato a solas con una amiga. Eran cosas
que ansiaba muchísimo, pero eran casi imposibles de encontrar en el palacio.
—Grandes tiburones blancos a la izquierda —susurró Neela, señalando con un
movimiento de cabeza a un grupo de mucamas que avanzaban con escobas y baldes.
—Buenos días, Sus Altezas, buenos días —saludaron las mucamas haciendo una
reverencia.
—Un calamar gigante detrás de ti.
Esa era Tavia.
—¿Serafina? ¿Princesa Neela? ¿Por qué están flotando por los vestíbulos como
unos vulgares meros? —Fue rápido hacia ellas, echando chispas por los ojos.
—Estamos rodeadas, capitán. Me temo que hay una sola salida —dijo Neela en voz
baja.
Serafina soltó una risita.
—No puedes estar hablando en serio. No hacemos eso desde que teníamos ocho
años. Y aún en esa época nos metíamos en problemas cuando lo hacíamos.
—Me llamo Jacquotte Delahaye —dijo Neela.
—¡Tú siempre haces de Jacquotte! —protestó Serafina—. ¡Es la mejor pirata!
—No seas tan chiquilina. Tú puedes ser Sayyida al Hurra.
Neela nadó hasta la ventana del lado norte del vestíbulo. Miró a Serafina
entrecerrando los ojos y dijo:
—¡A abandonar el barco, balde de carnada! ¡La última en llegar a las ruinas es un
palurdo terrestre!
Esas eran las palabras exactas que le decía a Serafina cuando eran chiquitas y
jugaban a ser reinas piratas y se desafiaban una a la otra a nadar una carrera.
Serafina nadó hasta una ventana del lado sur.
—¡Come mi estela, rata de cloaca!
—¡Uno... dos... tres! —gritaron juntas las sirenas.
Al instante, Serafina y Neela se zambulleron desde las ventanas del palacio y se
fueron.
SIETE
Decidida a ganar la carrera, Neela bajó en picada rodeando la punta de un tejado
y se hundió de cabeza. Precipitándose a través del agua, pasó a toda velocidad por
debajo de una arcada, asustando a los dignatarios de Matali que venían en sentido
contrario, y se dirigió hacia las ruinas de la reggia de Merrow. Estaba nadando
demasiado rápido, pero no le importó. Era maravilloso surcar el agua, sentirse fuerte
y libre.
Serafina se lanzó a toda velocidad, rodeó una torrecilla y pasó por debajo de un
puente, y ahora la estaba aventajando. Neela se impulsó más rápido pero Serafina la
alcanzó. Tocaron la pared del frente del viejo palacio o lo que todavía quedaba en pie
de él— las dos a la vez y, luego, se desplomaron sobre una Pila de algas de coral rojo,
riendo y sin aliento.
—¡Te gané! —gritó Neela.
—¡No me ganaste! Fue empate —dijo Serafina.
—Sí, salvo que yo gané.
—No puedo creer que nos zambullimos desde las ventanas. Estamos en problemas.
Neela sabía tan bien como Serafina que salir nadando por las ventanas era de
gente poco educada. Las sirenas civilizadas entraban y salían por las puertas. A la tía
Ahadi esto no le iba a gustar nada.
—Sí, es muy probable, pero valió ja pena —replicó ella y sacó dos golosinas del
bolsillo.—. Aquí tienes: esponja púrpura con erizo de mar en vinagre. No tienes idea
de lo rica que es. Mejor que cualquier muchacho.
—¿Tan rica? —preguntó Serafina tomando la golosina.
—Mmm… mmm —masculló Neela, dando un mordisco a la suya. Estaba comiendo
demasiadas golosinas. Hacía eso cuando estaba nerviosa. Como ahora. Sera iba a
preguntarle por él. Eso podía darlo por hecho. ¿Qué diablos iba a decirle?
Neela se estiró sobre las suaves algas de coral y miró hacia arriba, a las aguas
salpicadas de sol.
—Qué bueno estar aquí por fin —dijo—. El viaje me destrozó los nervios. Los
dragones que montábamos espantaban a todos los lebistes. Los elefantes marinos
que cargaban nuestros baúles se escaparon dos veces. No podía dormir porque tenía
pesadillas todo el tiempo.
—¿En serio? ¿Qué clase de pesadillas? —preguntó Serafina.
—Ni siquiera me acuerdo —dijo Neela. Sí que se acordaba, pero no quería hablar
del tema. Eran muy tontas—. Y el tío Bilaal estaba realmente como loco por los
praednton. Pensaba que Kharkarias, su líder, le saltaría encima en cada curva. A
pesar de que ni siquiera sabe como es Kharkarias, ya que nadie lo vio nunca.
—No los atacaron, ¿no? —preguntó Serafina.
—No, estuvimos bien. Había un montón de guardias con nosotros. Pero no puedo
ni explicarte cuánto me alegró ver las torres de Cerúlea anoche.
—De veras, me alegra que estés aquí, Neela —dijo Serafina—. No puedo ni
imaginarme pasar por esto del dokimí sin ti.
Sera todavía no le había preguntado por él. Bueno. Quizá podía mantener las cosas
así
—¿Cómo va la canción mágica? ¿Estás nerviosa? ¿Qué vas a ponerte? —le
preguntó Neela.
—No muy bien. Estoy muy nerviosa. No sé —dijo Serafina.
Neela se incorporó y, al hacerlo, asustó a unos peces aguja muy curiosos que se les
habían acercado
—¿No sabes qué vas a ponerte? ¿Cómo puedes no saber? ¿El dokimí no se viene
organizando desde hace años?
—Mi vestido es un regalo de Miromara. Está hecho por los mejores artesanos del
reino. Sólo mi madre lo ve con anterioridad. Y, de todos modos, el vestido no es lo
que importa —dijo Serafina.
—El vestido siempre es lo que importa.
—Voy a cantar un hechizo, no a competir en un concurso de belleza. Esto es algo
serio, ¿sabes?
—Mi amiga sirena, nada es más serio que un concurso de belleza. La vida es un
concurso de belleza. Al menos eso es lo que dice siempre mi madre —dijo Neela—,
No veo la hora de mostrarte lo que yo voy a ponerme. Es absolutamente insuperable.
Es un sari rosa oscuro: el manto es de seda marina, pero la parte de arriba y la falda
están hechas de miles de caracoles diminutos cosidos sobre tul. Quería que fuese azul
eléctrico, pero mi tía insistió con el rosa. Lo hice yo misma.
—No te creo.
—Sí. Lo juro. Pero shh, no le digas a nadie, Ya sabes cómo son las cosas en Matali.
Que los dioses no permitan que alguien de la realeza realmente trabaje en algo —dijo
Neela, un poco triste.
—¿Problemas con tus padres? —preguntó Serafina con los ojos llenos de
preocupación.
—Eso sería minimizar la cosa. Nos peleamos por eso durante semanas. Un gran
drama. Te apuesto a que comí veinte cajas de ze zés. En un día.
El sueño de Neela era convertirse en diseñadora, pero sus padres no se lo
permitían. Ni eso ni ninguna otra cosa. Ella era una princesa matalina y las princesas
matalinas se tenían que vestir bien, ser decorativas y casarse algún día... y eso era
todo. Aunque Neela quería mucho más. El color le hacía palpitar el corazón. Las telas
cobraban vida en sus manos. Tenía pasión y talento, y quería usarlos.
Serafina la tomó de la mano.
—Oh, bueno. Nunca voy a poder ser diseñadora, pero puedo simular
—Tú eres diseñadora —afirmó Serafina, enfurecida de pronto—. Los diseñadores
diseñan. Es lo que tú hiciste. Y no importa a quién le guste y a quién no.
Neela sonrió. Sera era fiel como un pez león, siempre lista para defender a sus
seres queridos. Era una de las muchas razones por las que Neela la adoraba.
—Sólo espero que a Alíthea no le guste el rosado. No quiero que piense que me
parezco a un ze zé grande y sabroso —dijo Neela—. ¿Es cierto que mide tres metros?
—Sí.
—De acuerdo, como que... ¿por qué?
—Quia Merrow decrevit.
—¿Por qué la larga y tortuosa canción mágica?
—Quia Merrow decrevit.
—¿Por qué un compromiso a los dieciséis años? Eso es de la era del oscurantismo.
Espera... no me digas nada. Déjame adivinar.
—Quia Merrow decrevit.
—Pero Merrow lo decretó hace como cuarenta siglos, Sera. Las mareas ya subieron
y bajaron unas cuantas veces desde esa época, ¿sabes?
—Ya lo sé, Créeme, Neela, escuché tantos caracoles sobre Atlántida y Merrow en
varios cursos y todavía no puedo explicarme por qué hizo todos esos decretos
extraños. Todo esto del dokimí es salvaje y primitivo. Viene de una época en que la
expectativa de vida era corta y las principessas tenían que estar preparadas para
gobernar desde muy jóvenes —dijo Serafina—. Lo más insólito es que la ceremonia
me declara adulta y apta para gobernar, cuando sé tanto de gobernar Miromara como
de volar a la luna. Ni siquiera puedo dirigir a mi propia corte. —Exhaló un profundo
suspiro.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó Neela buscando con la mirada en los ojos de Sera.
—Mi corte —explicó Serafina haciendo una mueca—. Hay una sirena... Se llama
Lucía...
—Me acuerdo de ella —intervino Neela—. La última vez que estuve aquí, la piel me
empezó a brillar y ella me dijo que parecía una luz antiniebla. Lo dijo con toda
amabilidad, claro.
—Eso es típico de Lucía —afirmó Serafina--. Dijo algunas cosas sobre Mahdi,
Neela.
«Uy, no», pensó Neela. «Hora de cambiar de tema.»
—Eh, ¿sabes qué? Vamos a nadar —invitó—. ¿Por qué no nos metemos en las
ruinas? ¿Y elongamos nuestras colas de pez? Podríamos charlar mientras nadamos.
De un tirón, Neela levantó a Sera de las algas de coral y par-tieron, nadando, a
través de lo que alguna vez había sido una puerta. El tiempo había derrumbado su
antigua arcada. Las paredes del viejo palacio se habían venido abajo, y el techo con
ellas. Las anémonas, los corales y las algas habían invadido los pisos de mosaico. En
lo que alguna vez había sido el gran salón de Merrow, todavía se erigían pilares de
cuarzo muy elevados, que daban una idea de la gloria perdida.
—Tienes que ver el collar de rubíes que me voy a poner esta noche. Es de mi madre.
Es totalmente insuperable —dijo Neela mientras nadaban juntas. Estaba
parloteando, desesperada por evitar que la conversación se desviara otra vez hacia el
tema de Mahdi.
—¿Cómo están tus padres? —preguntó Serafina.
—¡Genial! ¡Fantástico! Te mandan sus mejores deseos y les gustaría poder estar
aquí. Pero alguien tiene que vigilar el fuerte mientras el tío Bilaal no está.
—¿Y cómo están el emperador y la emperatriz? ¿Y tu hermano... y Mahdi?
—Excelente, de verdad. Aunque hoy todavía no los vi. Llegamos anoche a eso de
las ocho. Estaba muy cansada y me fui directo a mi cuarto, y me desplomé en la cama.
Todos los demás hicieron lo mismo.
—Neela...
—¡Ah! ¿Te conté de la última visita de Estado que hicimos? ¡Ah! ‘Es una historia
tan divertida! —exclamó Neela. Y se lanzó a contar todos los detalles.
Aunque Serafina, en realidad, no estaba escuchando.
—¿Entonces? Eh... ¿cómo está Mahdi? —la interrumpió al final.
A Neela se le cayó el alma a los pies. Se le desvaneció la sonrisa. Serafina dejó de
nadar.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—Nada —dijo Neela alegremente—. Mahdi está bien.
—¿Está bien? Mi tía abuela Berta está bien. ¿Qué es lo que no me estás diciendo?
Neela sacó otra golosina del bolsillo.
—Ah, delicioso, mmm. Platelminto acaramelado con miel de hierba marina.
¡Pruébalo! —dijo.
—¡¡Neela!!
—Bueno, probablemente esté un poquito distinto de lo que tú recuerdas —titubeó
ella—. Es decir, la última vez que lo viste fue hace dos años. Todos estamos distintos
de como éramos entonces.
—Mira, sé que eres su prima —dijo Serafina—. Pero también eres mi amiga. Tienes
que decirme la verdad.
Neela suspiró.
—Está bien, entonces... aquí va: Su Alteza Mahdi parece estar atravesando una
etapa difícil. Al menos, así la llama la tía Ahadi. Ella le echa toda la culpa a Yazeed.
—¿Tu hermano? ¿Y él qué tiene que ver?
—Yaz vive de fiesta. Él es siempre el que lleva el pez lámpara en la cabeza. Mis
padres ya no saben qué hacer y mi tía Ahadi está furiosa. Dice que él está llevando a
Mahdi por mal camino. Los dos salen todo el tiempo. Empezó hace un año. Fue
cuando se hicieron perforar las orejas. La tía Ahadi puso el grito en el cielo. Ella y mi
madre los amenazaron con vararlos de por vida.
—No me suena al Mahdi que yo recuerdo —murmuró Serafina, jugueteando
nerviosa con el ruedo de su vestido—. Neels, tengo que preguntarte otra cosa. Lucía
dijo que...
Neela desenvolvió otra golosina y la mordió. Hizo una mueca.
—Puaj. Erizo de mar fermentado. —Se lo dio a un pez damisela que pasaba.
—... ella dijo que Mahdi tenía novia. Dijo que él… —Serafina de pronto dejó de
hablar.
Neela, que estaba ocupada limpiándose los dedos en una fronda de algas caulerpa,
levantó la vista. Ahí fue cuando los vio. Cuerpos. De dos jóvenes sirena. Estaban
tirados bajo un enorme coral que había al final del patio, inmóviles.
Serafina entró en pánico.
—No... no sabría decir si respiran o no. Tenemos que pedir ayuda, Neela. ¡Creo
que están muertos! —gritó y nadó hacia ellos.
Neela también entró en pánico, pero por otro motivo totalmente distinto.
—No, no están muertos —comentó en voz baja—. Pero si la tía Ahadi se entera de
esto, van desear estarlo.
OCHO
Neela alcanzó a Serafina y la tomó del brazo.
—¡Vamos! —dijo, tratando de alejarla de los hombres sirena—. Es peligroso.
Deberíamos llamar a los guardias del palacio.
—¿Pero qué pasa si están lastimados o sangrando? ¡No podemos dejarlos así!
—Sí que podemos. Claro que sí.
Serafina se soltó de la mano de Neela y nadó de vuelta hasta los cuerpos.
—¡No están muertos! Respiran y... oh. ¡Guau! No me imaginé eso.
Neela cerró los ojos. Se apretó el puente de la nariz. «¿Cómo pueden ser tan
estúpidos?», se preguntó. «¿Cómo?»
—Eh... ¿Neela? Es Mahdi...
—... y Yazeed —dijo Neela.
Ella los miró. Los dos jóvenes sirena estaban acostados de espaldas. Mahdi, con
una chalina púrpura atada alrededor de su cabeza y manchas de lápiz labial en la
mejilla. Tenía un aro de oro en forma de argolla en una oreja. Su cabello negro estaba
recogido en una cola de hipocampo. Yaz tenía un par de aros brillantes. Alguien le
había dibujado una carita sonriente en el pecho con lápiz labial. Tenía un mechón
rosa entre su pelo corto negro, una cadena de oro pesada alrededor del cuello y un
tatuaje en el brazo. Mientras ella seguía mirándolos, una hembra de pez Napoleón
grande y feúcha nadó hacia Yaz. Le dio un golpecito en el mentón. Yaz la rodeó con
el brazo, la acercó hacia él y la besó. Mientras Mahdi seguía roncando, Yazeed
murmuraba elogios al pez acerca de su hermoso cabello rubio.
Neela, lívida, les dio un golpe fuerte con la aleta de su cola a los dos muchachos.
—¡Ay! —gritó Mahdi.
—¡Maldición, sirena! —aulló Yaz y soltó al pez—. Lo único que dije fue... ¿Neela?
—Parpadeó al ver a su hermana.
Con un gesto de molestia por la luz, Mahdi dijo:
—¡Yaz, mira que eres calamar, eh! ¿Dónde estabas? Te estuve esperando. Decidí
esperarte aquí hasta que me alcanzaras. Debo haberme quedado dormido. ¿Por qué
siempre eres el más lento?
—¡Sácate esos aros ridículos, Yazeed! ¡Y levántense, los dos! —los retó Neela—.
Está Serafina.
Mahdi se puso pálido.
—¿Qué? —dijo—. ¡Oh, no! —Se incorporó—. ¿Serafina? ¿Eres tú?
—Yo también me alegro de verte, Mahdi —dijo Serafina.
Su voz sonó fría, pero Neela alcanzó a notar la confusión en sus ojos. Había tenido
la esperanza de poder ocultarle a Sera la estupidez de su primo. Esperaba que se
portara bien durante su estada. Pero, al parecer, eso era demasiado pedir.
—Mira, Serafina, déjame explicarte —empezó a decir mientras se levantaba.
—Eh. .. ¿Mahdi? ¿Estás brillando? —preguntó Serafina.
—Espera un minuto... ¿está brillando? —se sorprendió Neela.
Nadó hasta Mahdi y lo examinó, y luego a Yazeed. Algunas partes de sus cuerpos
brillaban y otras eran completamente transparentes. Ella tomó la cadena de su
hermano y se la sacó por encima de la cabeza. Tenía colgado un pequeño caracol de
buccino. Al darla vuelta, cayeron dos perlas de color rosa.
—Perlas de transparocéano —comentó ella—. Déjame adivinar... ustedes dos se
hechizaron con perlas anoche y después se escabulleron. Cuando intentaron volver
sin ser vistos, todas las puertas estaban cerradas. También las ventanas. Así que
pasaron la noche aquí; se desmayaron bajo un coral. Lo único que cabe preguntar es:
¿adónde fueron?
—A ningún lado —esquivó Yazeed con tono inocente—. Sólo a nadar.
—Ay, por favor. Apuesto a que fueron a la laguna. Fueron, ¿no? —inquirió Neela,
cruzándose de brazos.
Yazeed miró a su alrededor, de pronto interesado en la arquitectura.
Neela miró otra vez a Sera. Los ojos de su amiga estaban fijos en los besos de lápiz
labial que tenía Mahdi en la mejilla. De allí, rumbearon a la chalina de su cabeza.
Tenía una L bordada. «L de Lucía», pensó Neela. Se le estrujó el corazón al ver el
dolor en la cara de Sera.
—Eres un caso serio, Mahdi —le reconvino enojada—. Somos huéspedes de los
merrovingios y te digo más, nos invitaron aquí para tu compromiso... ¿y tú te vas a
nadar en grupo?
—No estábamos nadando en grupo. Estábamos, eh, en un concierto. Ampliando
nuestros horizontes culturales —mintió Yaz.
Neela levantó los brazos en el aire.
—Basta —lo frenó. Se volvió hacia su primo, le limpió una marca de lápiz labial de
la mejilla con el pulgar y se lo mostró—. ¿Ampliando sus horizontes?
Mahdi tuvo el buen tino de sonrojarse.
—Neela —musitó Serafina con un hilo de voz—. Tengo que volver.
Pero Neela no la oía. Estaba retando otra vez a su hermano. Mientras ellos seguían
discutiendo, Mahdi se acercó a Serafina nadando.
—Eh... Sera... —dijo con la voz entrecortada.
—Lo siento, Mahdi. Me tengo que ir —contestó Serafina.
—No, espera. Por favor. Lo lamento. En serio. Esta no es la manera en que pensé
que nos reencontraríamos. Sé la impresión que doy, pero las cosas no son lo que
parecen
—Supongo que los hombres sirena tampoco son lo que parecen.
Mahdi hizo un gesto de dolor.
—Serafina —dijo—, tú no tienes idea...
—...de ti —completó Serafina—. No tengo idea de quién eres tú, Mahdi. Ya no.
—Serafina! —gritó Yaz—. iAyúdame a salir de esta, sirena! Dile a la señorita
Tsunami que me dé una tregua. Lo único que hicimos fue quedarnos un rato en el
Corsair. Tocaban los Dead Reckoners. Son mi banda preferida. Y de Mahdi también.
Teníamos que ir. Si no, MAPA total.
—¿MAPA?
—«Miedo a Perderse Algo» —dijo Yaz.
—No lo alientes, Sera. Se cree que es un lábrido rudo con su estúpida jerga terra
—criticó Neela.
—Nos pusimos a bailar, y unas sirenas tontas reconocieron a Mahdi y
enloquecieron, y nos dibujaron por todos lados con lápiz labial. Después unos
espadachines nos dijeron que había movida toda la noche en Cerúlea, así que
nadamos de vuelta hasta aquí —dijo Yaz—. Eso es todo lo que pasó. iLo juro!
—¿Movida toda la noche en las ruinas de la reggia? —inquirió Neela—. ¿En serio
esperas que creamos eso? iEs un monumento nacional!
—¿Estamos ahí?. Se supone que estamos en el kolegio —dijo Yaz. Le echó una
mirada a Mahdi—. ¿Navegamos tanto?
Yaz estaba mintiendo. A lo loco. Neela estaba segura. Trataba de cubrir lo que
fuera que habían estado haciendo en realidad.
—Mira en serio tengo que irme —insistió Serafina. Era buena para esconder sus
sentimientos, pero, esta vez, ni siquiera podía pretender que no pasaba nada.
—Espera, Sera —dijo Mahdi con cara de desesperación—. Lo siento. Estás herida,
sé que lo estás...
—No. Estoy perfectamente bien, Su Alteza —respondió Serafina, parpadeando
para contener las lágrimas.
Mahdi meneó la cabeza.
—¿Su Alteza? Vamos, Sera, soy yo.
—Sí, así es. Supongo que Lucía tenía razón —dijo Sera en voz baja. Meneó la
cabeza—. No te preocupes, Mahdi. Estoy bien. Estaría herida... si me importara.
NUEVE
—¡Buenos días, Su Alteza!
—¡Buenos días, principessa!
—¡Todo lo mejor para usted en este día feliz, su excelencia!
En el Gran Salón, los cortesanos le hacían reverencias y le sonreían. Serafina les
agradecía, aceptando sus buenos deseos con gentileza, pero todo el tiempo las
lágrimas amenazaban con escapársele. Tenía el corazón destrozado. Se lo había
entregado a Mahdi, y él lo había destruido. Él no era quien ella había creído que era.
Era desatento y cruel, y ella no quería volver a verlo más. Sera estaba nadando rápido
hacia el camarote de su madre, donde se dirigían los asuntos del reino, para contarle
lo que había pasado. Sabía que su compromiso era un asunto de Estado, pero
seguramente, en los tiempos que corrían, nadie iba a pretender que se
comprometiera con alguien como Mahdi.
Cuando llegó al camarote, los guardias de su madre se inclinaron ante ella y le
abrieron las enormes puertas. Tres de las cuatro paredes del cuarto estaban cubiertas
del piso al techo con madreperlas destellantes. Las adornaban altos paneles de
piedra dura: incrustaciones hechas en elaboradas piezas de ámbar, cuarzo,
lapislázuli y malaquita que retrataban a las reginas del reino. Había veinte sólidas
arañas de vidrio soplado colgadas del techo. Cada una tenía dos metros y medio de
diámetro y contaba con miles de globos de lava diminutos. En el extremo más alejado,
había un único trono de oro, diseñado en forma de abanico submarino, eles vado
sobre una tarima de amatista. La pared de atrás estaba cubierta por un vidrio
espejado muy costoso.
El camarote estaba vacío, lo cual significaba que probablemente Isabella estuviera
en su sala de recepción, trabajando. Eso alegraba a Serafina. Podría tener a su madre
para ella sola por cinco minutos.
La sala de recepción era una habitación mucho más chica. Despojada y funcional,
estaba amueblada con un escritorio amplio y varias sillas, y tenía estantes llenos de
caracoles que contenían de todo, desde peticiones hasta minutas del Parlamento. Los
únicos autorizados a entrar eran la familia de Isabella y sus asesores más cercanos.
Al acercarse a la puerta, Serafina notó que estaba entornada. Justo estaba por entrar
corriendo, con los sollozos ya asomando en la garganta, cuando la detuvo el sonido
de unas voces.
Su madre no estaba sola. Sera espió por la abertura y vio a su tío Vallerio y a un
puñado de ministros de alto rango. El Conte Orsino, el ministro de Defensa,
observaba un mapa en la pared. Era de Miromara, un imperio que se extendía desde
el estrecho de Gibraltar en el oeste, a través del Mediterráneo, hasta el Mar Negro en
el este.
—No sé si esto tendrá algo que ver con los ataques recientes, Su Alteza, pero un
buque pesquero fue avistado en el golfo de Venecia justo esta mañana. Uno de los de
Mfeme —dijo Orsino—. Se lo veía demacrado y con ojos soñolientos, como si no
hubiera dormido.
Vallerio, que estaba mirando por la ventana con las manos entrelazadas detrás de
la espalda, maldijo al oír mencionar el nombre Mfeme.
Serafina lo sabía; todo Miromara lo sabía. Rafe laoro Mfeme era un terragón.
Dirigía una flota de buques pesqueros. Algunos eran arrastreros de fondo: barcos
que arrastraban redes enormes y pesadas por el fondo del mar. Atrapaban grandes
cantidades de peces y destruían todo a su paso, inclusive arrecifes de coral de cientos
de años. Otros eran palangreros. Arrojaban líneas provistas de anzuelos que
surcaban el agua por kilómetros. Las líneas mataban mucho más que peces. Sus
anzuelos enganchaban a miles de tortugas, albatros y focas. A Mfeme no le importaba.
Su tripulación recogía las líneas y tiraba por la borda las criaturas ahogadas como si
fueran basura.
—No creo que el arrastrero tenga algo que ver con los ataques —dijo Isabella—.
Los saqueadores no dejaron a nadie vivo en las aldeas, pero dejaron los edificios
intactos. Las redes de Mfeme habrían destruido los edificios también. —Su voz
sonaba tensa, y su cara lucía preocupada y cansada.
—También recibimos informes de praedatori en la zona de los ataques —dijo
Orsino.
—Los praedatori se llevan los bienes, no tocan a las personas. Son una pequeña
banda de ladrones. No tienen la cantidad de gente como para saquear pueblos
enteros —dijo Isabella con desdén.
Sera se preguntó cómo ella sabría eso. Los praedatori eran tan sombríos que nadie
sabía mucho acerca de ellos.
—Tampoco es Mfeme. Es un terra. Tenemos hechizos que nos protegen contra
ellos —dijo Vallerio. Había abandonado su lugar junto a la ventana y estaba nadando
de un lado a otro, controlando apenas su enojo—. Es Ondalina. Kolfinn es el que está
detrás de los ataques.
—No lo sabes, Vallerio —dijo Isabella—. No tienes pruebas.
Los ministros cruzaron miradas. Serafina sabía que su madre y su tío casi nunca
estaban de acuerdo.
—¿Te olvidas de que el almirante Kolfinn rompió el permutavi? —preguntó
Vallerio.
El permutavi fue un pacto entre las dos aguas establecido pués de la Guerra de la
Cordillera Submarina de Reykjanes. Decretaba un intercambio entre los hijos de los
gobernantes. El hermano menor de Isabella y Valierio, Ludovico, había sido enviado
a Ondalina hacía diez años a cambio de la hermana de Kolfinn Sigurlín. Se suponía
que Desiderio iría a Ondalina y Astrid, la hermana adolescente de Kolfinn, vendría a
Miromara. Sin ninguna razón, el almirante envió un mensaje, una semana antes del
intercambio, que anunciaba que no iba a mandar a Astrid.
—Además —continuó Vallerio— mis informantes me dicen que los espías de
Kolfinn fueron vistos en la laguna.
—Kolfinn todavía no nos informó por qué rompió el permutavi. Tal vez haya
alguna explicación —dijo Isabella—. Y los espías ondalinos en la laguna no son nada
nuevo. Todos los reinos envían espías a la laguna. Nosotros enviamos espías a la...
Vallerio la interrumpió:
—Tenemos que declararles la guerra y lo tenemos que hacer ya mismo. Antes de
que nos ataquen. Lo vengo diciendo hace semanas, Isabella.
Serafina tembló ante las palabras de su tío.
Isabella se inclinó hacia adelante en la silla.
—Desiderio envió un mensajero para comunicar que no vio nada: ni ejércitos, ni
artillería, ni siquiera un solo soldado ondalino. Tengo mis dudas sobre declarar la
guerra basándome en acusaciones tan endebles sin convocar al Consejo de los Seis.
Vallerio gruñó:
—¿Tienes dudas sobre declarar la guerra? ¿Dudas dices? Sigue dudando por más
tiempo... el Consejo de los Seis va a ser un Consejo de los Cinco!
—iNo voy a dejarme presionar, Vallerio! Yo soy quien gobierna aquí. Harías bien
en recordarlo. No es mi vida lo que me preocupa, sino la vida de mi pueblo, muchos
van a ser sacrificados si estalla una guerra!
—¡Cuando estalle una guerra! —le replicó Vallerio a los gritos. se dio vuelta y, en
su enojo, tiró de un golpe una gran valva de la mesa. Se hizo añicos contra la pared.
La sala quedó en silencio. Isabella miró a Valierio con furia y Valierio le lanzó una
mirada igualmente asesina a Isabella.
Conte Bartolomeo, el más anciano de los consejeros de Isabella, se levantó de la
silla. Había arbitrado en estas competencias de gritos desde que Isabella y Vallerio
eran niños.
—Si me permite, Su Alteza, ¿puedo preguntar cómo marchan los preparativos
para el dokimí? —preguntó el consejero, intentando reducir la tensión.
—Muy bien —respondió Isabella en tono tajante.
—¿Y la canción mágica? ¿La principessa la domina?
—Serafina no va a defraudar a Miromara.
Bartolomeo sonrió.
—¿La principessa está contenta con el candidato? ¿Está enamorada del príncipe
heredero? Según tengo entendido, todas las sirenas de Miromara lo están.
—El amor llega con el tiempo —respondió Isabella.
—Para algunos. Para otros, directamente no llega —afirmó Vallerio bruscamente.
El rostro de Isabella adoptó una expresión triste.
—Tendrías que haberte casado, hermano. Hace años. Tendrías que haberte
buscado una esposa.
—Lo habría hecho si no me hubieran negado a la que yo quería. Espero que
Serafina encuentre la felicidad con el príncipe heredero —dijo él.
—Eso espero —replicó Isabella—. Y, más importante aún, como líder de su pueblo.
—En ese mismo pueblo tienes que pensar ahora, Isabella. Te lo ruego —pidió
Vallerio. La urgencia había vuelto a su voz.
Serafina se mordió el labio. A pesar de que siempre peleaban, su madre valoraba
el consejo de su tío por sobre el de todos los demás.
—¿Qué pasa si tengo razón con respecto a Ondalina? —le preguntó—. ¿Qué pasa
si yo tengo razón y tú estás equivocada?
—Entonces que los dioses se apiaden de nosotros —dijo Isabella—. Dame unos
días, Vallerio. Por favor. Somos un reino muy chico, el más chico de todas las aguas.
Tú lo sabes. Si vamos a declarar la guerra, tenemos que estar seguros de los Matali.
—¿No estamos seguros de ellos? El dokimí es esta noche. Cuando Serafina y
Mahdi se hayan unido, se habrán unido sus reinos. Sus votos no pueden romperse.
—Como estoy segura de que recuerdas, las negociaciones con Bilaal por el
compromiso fueron largas y difíciles. Sospecho que Kolfinn puede haber estado
negociando con él al mismo tiempo en favor de su hija —dijo Isabella—. Al igual que
el anciano líder de Qin, por su nieta. Quién sabe qué ofrecieron ellos. Sus
embajadores están aquí en la corte para presenciar la ceremonia. Hasta donde yo sé,
todavía están haciendo ofertas. No puede decirse que algo esté hecho hasta que no
se haga. No voy a descansar tranquila hasta que Sera y Mahdi hayan intercambiado
alianzas.
—Y una vez que lo hagan, ¿vas a declarar la guerra?
—Sólo si al hacerlo puedo evitarla. Si le declaramos la guerra a Ondalina nosotros
solos, Kolfinn ni siquiera va a pestañear. Si lo hacemos con el apoyo de los Matali, va
a dar media vuelta y huir.
Serafina se acordó de la visita de su madre a su cuarto hacía un rato. Ahora
cobraba un sentido nuevo. Por eso ella estaba tan preocupada por su canción mágica
y le había dicho que necesitaban con urgencia una alianza con Matali. La necesitaban
para evitar una guerra con Ondalina. O para ganarla.
Hacía unos minutos, Serafina había estado desesperada por ver a su madre. Ahora
estaba desesperada por escabullirse sin ser vista.
Isabella trabajaba sin descanso por sus súbditos, siempre poniendo el bienestar
de ellos por delante del propio, siempre soportando estoicamente la carga y los
sinsabores que traía aparejados la corona. Sera no quería ni imaginar lo que su
madre le hubiera dicho si ella hubiera irrumpido en la sala quejándose porque Mahdi
había herido sus sentimientos.
Tenía que hacerlo. Tenía que hacer a un lado su dolor y su pérdida para
intercambiar votos con un hombre sirena a quien no quería ni ver y, así, salvar a su
pueblo de la guerra. Era lo que habría hecho su madre y lo que haría ella también.
«Siempre la defraudo, pero esta noche no. Esta noche la voy a enorgullecer»,
pensó Serafina.
DIEZ
—Ustedes son unos gusanos de mar. Los dos. No, en realidad, gusanos de mar es
un halago para ustedes. Sanguijuelas sería mejor—siseó Neela—. Lábridos. Moluscos.
Unos verdaderos lebistes.
—¡Chst! —los calló la Emperatriz Ahadi—. ¡Siéntense quietos y hagan silencio!
Neela hizo silencio durante dos largos segundos y después le dio un golpecito a
Mahdi en la espalda.
—No la mereces. Es demasiado buena para ti. No me sorprendería que no
apareciera. Yo no me comprometería contigo.
—Voy a hablar con ella después de la ceremonia. Le voy a explicar —afirmó Mahdi.
Neela puso los ojos en blanco.
—¡Ah, Mahdi, qué buena idea! —dijo sarcástica.
—¿Tengo que separarlos como a niñitos? ¡Está por empezar la ceremonia! —los
retó la Emperatriz Ahadi.
Neela, Yazeed, Mahdi y el resto de la corte real matalina estaban sentados en el
recinto real dentro del Kolisseo, un enorme teatro de piedra en aguas abiertas que se
remontaba a la época de Merrow.
Isabella y Bilaal estaban sentados juntos en la parte delantera del recinto, en dos
tronos de plata. La regina lucía espectacular con una corona de oro y joyas, y su largo
cabello negro recogido en la nuca. Una pechera ceremonial hecha de caracoles de
abulón azul le cubría el torso y, por debajo, le sobresalía una amplia falda de gasa de
seda marina de color índigo. El Emperador Bilaal se veía espléndido con una
chaqueta amarilla de cuello alto y un turbante fucsia adornado con perlas,
esmeraldas y, en el centro, un rubí tan grande como una pelota de caballabongo.
El padre de Serafina, el Príncipe Consorte Bastián, y su tío, el Principe del Sangue
Valierio, estaban sentados justo detrás de Isabella. No había re, o rey, en Miromara.
La regina era la autoridad máxima. Los hombres podían ser príncipes de sangre si
eran hijos de una regina o príncipes consortes si se casaban con una.
Y adelante de todo, en un estrado de piedra, había una diadema de oro repujado,
adornada con perlas, esmeraldas y coral rojo: la corona de Merrow. Era antigua y
valiosa, símbolo sagrado del poder ininterrumpido de los merrovingios.
La emperatriz y el príncipe heredero se sentaban justo detrás de Bilaal. Neela y
Yazeed se sentaban detrás de ellos. Sentados en forma de abanico tras el recinto real
se encontraban los magi miromarenses: Thalassa, la canta magus, guardiana de la
magia; Fossegrim, el liber magus, guardián del conocimiento; y las poderosas
duchessas del reino. Neela reconoció a Portia Volnero. Sabía que el tío de Sera había
estado enamorado de ella alguna vez. Ya veía por qué: Portia, vestida de color
púrpura real, con su largo cabello castaño rojizo, suelto y ondulante, estaba
imponente. Lucía Volnero también estaba allí, atrayendo todas las miradas con su
brillante vestido plateado. Detrás de las duchessas, se sentaba el resto de la corte:
cientos de nobles, ministros y consejeros, todos con sus costosos atuendos de Estado.
Era un espectáculo suntuoso de poder y riqueza.
—¿Dónde está Sera? —susurró Yazeed.
—Todavía no está en el Kolisseo. Los janiçari la traen aquí para el sangrado, la
primera prueba —respondió Neela.
Ella se asomó para ver el anfiteatro. A lo largo de todo el perímetro, flameaban las
banderas de Miromara y de Matali en las corrientes nocturnas: la rama de coral de
Miromara y el dragón rampante con el huevo azul plata de Matali. Ella sabía que el
dragón representado era un dragón de boca de navaja mortífero y que, en realidad,
el huevo era de un color marrón muy feo. Al diseñador de la bandera, suponía ella,
el huevo le había parecido demasiado feo y le había cambiado el color a azul plata.
Todos los asientos del Kolisseo estaban ocupados y una energía tensa y expectante
llenaba el agua. Las aguas oscuras estaban iluminadas por lava blanca. Hervía y
chisporroteaba dentro de globos de vidrio que habían sido encastrados en caracoles
de buccino y colocados con soportes en la pared. Para obtener la lava, el magma era
canalizado desde fallas profundas bajo el mar del Norte por duendes mineros, los
malhumorados feuerkumpel, una de las tribus kobold. Se lo refinaba y blanqueaba,
y después era volcado por duendes sopladores de vidrio, los igualmente
desagradables höllebläser, dentro de un vidrio lo bastante resistente como para
soportar su calor mortal.
En el fulgor de la lava, Neela alcanzaba a ver las caras de la multitud. Muchos
estaban excitados. Otros parecían nerviosos, hasta asustados. «Y con justa razón»,
pensó ella. Aquí habían sido coronadas generaciones de jóvenes sirenas herederas
del trono de Miromara, pero otras, las impostoras, habían sufrido muertes atroces.
Sus ojos parpadearon ante la pesada reja de hierro que cubría la abertura cav ernosa
del piso del Kolisseo. Había veinte fornidos hombres sirena parados junto a ella,
vestidos con armaduras y con escudos en la mano. Los dedos helados del miedo le
estrujaron el corazón al tratar de imaginar lo que acechaba debajo.
«Serafina debe de estar aterrada. Tiene razón: esta es una ceremonia salvaje»,
pensó Neela. Era difícil asociar a los miromarenses, un pueblo tan culto y refinado,
con un ritual tan truculento
—¡Está por empezar! —exclamó Yazeed—. ¡Se oye la música! ¡Mira, Neela!
Señaló la arcada al otro lado del Kolisseo. Se hizo silencio entre la multitud cuando
un hombre sirena, espléndido y majestuoso, emergió de ella. Avanzaba con paso
señorial y con su atuendo rojo flotando detrás de sí. Su traje combinaba con un
turbante que adornaba su cabeza, del cual sobresalía un colmillo de narval. Colgada
del cinturón, llevaba una cimitarra con empuñadura de oro e incrustaciones de joyas.
Neela sabía que era el mehterbasi, líder de los janiçari, la guardia personal de
Isabella. Eran luchadores feroces de las aguas frente a la costa sur de Turquía,
vestidos con pecheras hechas de caparazones de cangrejo azul y charreteras de
cráneos de águila pescadora. Una hilera de dientes de orca recorría la parte superior
de cada uno de los cascos de bronce.
Los janiçari siguieron a su líder a través de la arcada, nadando en una ceñida
formación. Algunos tocaban los boru: unas trompetas largas y finas. Otros tocaban
los davul: bombos hechos con valvas gigantes. Los demás cantaban sobre la valentía
de la regina con voz grave y resonante. Era un sonido atronador, que tenía la
intención de intimidar a los enemigos de Miromara. A Neela le pareció que lo estaban
logrando.
Después de que veinte hileras de janiçari entraran marchando en el Kolisseo,
apareció otra figura bajo la arcada, muy distinta de los soldados aterradores.
—Oh, ¿no está preciosa Sera? —susurró Neela.
—Está tan sexy esta sirena que me derrite —dijo Yazeed.
—Guau. Qué apropiado, Yaz —se irritó Neela.
Mahdi observaba en silencio.
Serafina estaba montada de costado sobre un elegante hipocampo hembra gris.
Llevaba un vestido sencillo de seda marina color verde claro. Ese color que usaban
las novias sirenas, simbolizaba su lazo con su gente, a su futuro marido y el mar.
Sobre el vestido, llevaba un bellísimo manto de brocado, del mismo verde profundo
de sus ojos. Estaba ricamente bordado con hilos de cobre y tenía incrustaciones de
coral rojo, perlas y esmeraldas: las joyas de la corona de Merrow. Su cabello castaño
cobrizo le flotaba alrededor de los hombros. No llevaba ningún adorno en la cabeza.
La cara, con sus pómulos altos, era elegante y delicada. «Pero son los ojos los que la
hacen verdaderamente hermosa», pensó Neela Destellaban inteligencia y gracia, se
oscurecían por la duda algunas veces y, en lo más hondo, brillaban de amor. No
importaba cuánto ella se esforzara en tratar de ocultarlo.
En cuanto los miromarenses la vieron, se levantaron a aclamarla. El ruido resonó
por todo el anfiteatro como una tormenta. Serafina, con la solemnidad que exigía la
ocasión, mantuvo la mirada al frente.
El mehterbasi llegó hasta la base del recinto real y se detuvo. Sus tropas, con
Serafina en el medio, lo imitaron. Se golpeó el pecho con el puño y luego saludó a su
regina. Era un gesto de amor y respeto. En perfecta sincronía, los cien janiçari
hicieron lo mismo. Isabella se golpeó el pecho, luego respondió al saludo y se oyó
otra ovación. Los músicos hicieron sonar sus borus a todo volumen.
A la hipocampo de Serafina le disgustó el ruido. Pataleó en el agua con los cascos
delanteros y agitó su cola serpentina. Sus ojos, amarillos y hendidos como los de una
serpiente, se movían nerviosos.
Mientras Serafina la calmaba, el mellterbasi se volvió hacia sus tropas y levantó
su cimitarra, y luego la bajó cortando el agua. En ese momento, los janiçari
avanzaron y desarmaron la formación en el centro, de modo que una mitad marchó
hacia la derecha y la otra mitad hacia la izquierda. Cuando estuvieron dispuestos
alrededor del anfiteatro, el mehterbasi enfundó su cimitarra, nadó hacia Serafina y
la ayudó a desmontar. Ella se quitó el manto y se lo dio.
Iba a enfrentar a Alítheia sólo con el vestido. O bien sería su traje de coronación,
o bien su mortaja.
El mehterbasi le entregó su cimitarra y luego se llevó su hipocampo. Serafina
estaba sola en el centro del anfiteatro. Cuando las ovaciones se hubieron apagado,
habló con una voz que resonaba sobre las antiguas piedras.
—Ciudadanos de Miromara, estimados huéspedes, Su Excelentísima Regina: me
presento ante ustedes esta noche para declararme perteneciente a la sangre, hija de
Merrow y heredera al trono de Miromara.
Isabella, majestuosa, desde lo alto de su trono, habló a continuación:
—Mis amados súbditos, nosotras las sirenas somos un pueblo nacido de la
destrucción. El final de Atlántida fue nuestro inicio. Durante cuatrocientos años,
hemos sobrevivido. Durante cuatrocientos años, los merrovingios gobernaron
Miromara. Los mantuvimos a salvo, trabajamos incansablemente para verlos
prosperar. Descendientes de nuestra creadora, estamos obligados desde nuestros
corazones y nuestras almas, por juramento y por la sangre, a seguir adelante con su
reinado. Les entrego a mi única hija, hija de mi cuerpo y de mi corazón, pero no
puedo entregarles a su heredera. Sólo Alítheia puede hacerlo. ¿Qué dicen ustedes,
buena gente?
Los miromarenses estallaron en ovaciones otra vez.
Isabella respiró hondo. Tenía la espalda erguida. La actitud relajada. Pero Neela
alcanzó a ver que le temblaban las manos.
—iLiberen a la anarachna! —ordenó.
—¿Qué está pasando? —susurró Yazeed.
—Es el sangrado, la primera parte del dokimí—explicó Neela—. En la que
descubrimos si Serafina es descendiente verdadera de Merrow.
—¿Y qué pasa si no lo es? —preguntó Yazeed.
—Ni lo menciones, Yaz —dijo Mahdi—. Ni siquiera lo pienses.
Neela lo miró y vio que tenía los puños cerrados.
Los hombres sirena protegidos con armaduras que estaban apostados en torno de
la reja de hierro, en el centro del anfiteatro, trabajaron juntos para levantarla. Había
cadenas pesadas, enganchadas a gruesas argollas de hierro en el borde delantero.
Los hombres sirena tiraron de las cadenas y, poco a poco, la reja se levantó. Al final,
viró sobre sus bisagras y cayó con gran estruendo contra el piso de piedra. Los
miromarenses, inquietos y tensos, murmuraban entre sí. Algunos, muy osados o muy
estúpidos, gritaron el nombre de la anarachna.
—¿A quién llaman? —preguntó Yazeed—. ¿Qué hay en el pozo?
Neela había estudiado la ceremonia del dokimí. Se inclinó cerca de él para contarle
lo que había aprendido:
—Cuando Merrow era vieja y estaba por morir —explicó—, quiso asegurarse de
que sólo sus descendientes gobernaran Miromara. Así que le pidió a la diosa del mar,
Neria, y a Bellogrim, el dios del fuego, que forjaran una criatura de bronce.
—Obvio, Neels. Eso lo sé. No soy tan burro.
—Eso es altamente discutible —dijo Neela—. Cuando los feuerkumpel estaban
derritiendo el mineral para la criatura, Neria trajo a la agonizante Merrow hasta la
fragua. En cuanto el metal derretido estuvo listo, hizo un tajo en la palma de Merrow
y la sostuvo sobre la tina para que la criatura tuviera la sangre de Merrow en sus
venas y pudiera distinguirla de la sangre de los impostores. Neria esperó hasta que
volcaron el bronce en el molde y se enfrió, y después ella misma le dio vida a Alítheia
con su aliento.
—Guau —se sorprendió Yazeed.
—Sí —respondió Neela. Miró a Mahdi. Se le había ido todo el color de la cara.
Parecía terriblemente enfermo.
Yazeed también lo notó. Se inclinó hacia adelante.
—¡Mahdi, si serás calamar! Te dije que te alejaras de los gusanos de arena anoche.
Estaban demasiado condimentados. ¿Vas a vomitar? ¿Quieres mi turbante?
—Estoy bien —dijo Mahdi.
Pero no se lo veía bien. Para nada, pensó Neela. Tenía los ojos clavados en Sera.
La mano apoyada en la cimitarra que llevaba en su costado. Estaba tenso, como si
fuera a saltar de su asiento en cualquier momento.
De pronto, un rugido alto, agudo y metálico sacudió el anfiteatro. Sonaba como si
el casco de un barco se estuviera partiendo contra rocas filosas. Una pata articulada,
filosa como una daga en la punta, salió del pozo formando un arco y se apoyó dando
un golpe contra las piedras. La siguió otra, y otra. Se asomó una cabeza. La criatura
siseó, mostrando unos colmillos curvos de treinta centímetros de largo. Un grito
ahogado, en parte de asombro y en parte de horror, surgió de la multitud cuando se
arrastró por completo del pozo.
—No. .. puede... seeer... —tartamudeó Yazeed—. ¿Estás viendo eso, M.? Porque si
tú no lo ves, entonces, es como que... estoy totalmente loco.
—Sera, no —suplicó Mahdi.
Yazeed meneó la cabeza.
—No puedo creer que esa cosa sea Ala... Alo...
—A-líii-thee-ia —dijo Neela—. En griego significa...
—Araña marina monstruosa, terrorífica, enorme y horripilante —se adelantó Yaz.
—«Verdad» —completó su frase Neela.
La criatura se encabritó, arañando el agua con las garras de sus patas delanteras.
De sus colmillos cayó una gota de veneno ambarino. Ocho ojos negros recorrieron
con la mirada todo el anfiteatro... y se detuvieron en su presa.
—Impossssstora —siseó.
Se dirigía a Serafina.
ONCE
Quia Merrow decrevit.
«¿Pero cómo?», se preguntó Serafina desesperada. «¿Cómo pudo haber hecho
esto? ¿Cómo pudo haber obligado a todas las que la sucedieran a soportar esto?»
Al levantar la vista hacia la monumental criatura, con su cuerpo de bronce
ennegrecido por el tiempo, Serafina tuvo la certeza de que se desplomaría de terror.
—¡Me tienes miedo! Como debe ssssser. Te voy a sssacar la ssssangre,
imposssstora. Te voy a sssacar los huessssos...
Alítheia se acercó a ella dando saltos, con el cuerpo inclinado, cerca del suelo, y
los ojos negros horribles y centelleantes.
Serafina contuvo un grito. En su cabeza, oía la voz de Tavia, contándole la historia
de una contessa traidora que había vivido hacía cientos de años. La contessa había
robado a la verdadera principessa cuando era recién nacida y había puesto a su
propia hija —con un encantamiento para que pareciera la principessa verdadera—
en su lugar. La propia joven sirena, la regina y todos los demás en Miromara creyeron
que ella era la verdadera principessa... Todos menos Alítheia. Ella hundió los
colmillos en el cuello de la sirena y arrastró a la pobre impostora adentro de su
guarida. Su cuerpo jamás fue recuperado.
—Nunca sabemos quiénes somos, niña, hasta que nos ponen a prueba —había
dicho Tavia.
«¿Qué pasa si no soy quien creo que soy?», se preguntó Serafina. Se imaginó que
los colmillos de Alítheia se le clavaban en el cuello y que la arrastraba, todavía medio
viva, hasta su guarida.
La araña avanzaba de a saltitos sobre las piedras. Ahora estaba a apenas unos
metros de distancia.
—No eresssss heredera... Eresssss usssssurpadora. .. Muerte a todassss lasss
farsssssantessss...
Caminó en círculo alrededor de la sirena, cada vez más cerca, y luego inclinó la
cabeza hasta que los terribles colmillos estuvieron a sólo unos centímetros de la cara
de Serafina. Otra gota de veneno cayó sobre las piedras.
—¿Quién eressss tú, imposssstora?
Serafina sintió que su valor flaqueaba. Retrocedió, alejándose de la criatura, y
desvió los ojos de su cara horrenda. Al hacerlo, su mirada se posó sobre las sirenas
sentadas en el anfiteatro: eran miles y miles. Ella era su principessa, la única hija de
Isabella. Si las defraudaba, si escapaba nadando como una cobarde, ¿quién iba a ser
su líder cuando el tiempo de su madre hubiera acabado? ¿Quién iba a protegerlos
con tanta valentía como lo había hecho ella?
Y de pronto, supo la respuesta a la pregunta de la criatura. Y saberlo la llenó de
renovado valor y de fuerza. Con valentía, Serafina enfrentó a la araña.
—Soy de ellos, Alítheia —dijo—. Yo soy mi pueblo. Esa soy yo.
Levantó la cimitarra que le había dado el mehterbasi y se pasó la hoja a lo largo
de la palma de la mano. Se le abrió la carne. Brotó sangre de la herida. Ella levantó
la mano que sangraba con la palma hacia arriba. La araña avanzó.
—Soy Serafina, hija de Isabella, princesa de sangre. Declárame como tal.
Alítheia siseó. Presionó sus palpos puntiagudos contra la herida y probó la sangre
de Serafina. Luego se encabritó, gritando con rabia. Giró y se apartó de Serafina, y
golpeó las patas contra el suelo, rajando las piedras debajo de sí.
—iNo essss carne para Alítheia! iNo ssssson huessssos para Alítheia! —chilló.
Dio vueltas por el anfiteatro, amenazando a sus guardianes, tratando de pasarles
por encima y de atacar a los miromarenses. Las sirenas gritaban y corrían de sus
asientos, pero los guardianes retuvieron a la araña blandiendo globos de lava. La
roca blanca derretida, lo bastante caliente como para fundir el bronce, era lo único
en el mundo a lo que le tenía miedo la araña.
—¡Alítheia! —Se oyó una voz que gritaba bien fuerte. Era Isabella—. ¡Alítheia,
escúchame!
La araña se volvió hacia ella hoscamente.
—¿Cuál es tu sentencia?
No se oyó ni un sonido. Era como si el mismo mar estuviese conteniendo el aliento.
La araña se arrastró hasta el recinto real y tomó la corona de Merrow entre sus
colmillos. Volvió hasta Serafina y se la colocó sobre la cabeza. Después inclinó las
patas delanteras en una reverencia y dijo:
—Viva Sssssserafina, hija de Merrow, princesssa de ssssangre, jusssta heredera al
trono de Miromara.
Serafina hizo una profunda reverencia a su madre. La ovación que provocó fue
ensordecedora. Después de unos minutos, se levantó, balanceando con cuidado la
corona de Merrow. Era más pesada de lo que había imaginado. El corazón todavía le
palpitaba con fuerza por el encuentro con Alítheia y la palma de la mano le latía, pero
se sentía orgullosa y entusiasmada. En todo el anfiteatro, todo el pueblo del mar se
puso de pie y siguió aclamándola. En el recinto real, se levantaron Isabella y Bilaal,
y el resto de la corte real siguió su ejemplo. Un destello brillante de color azul llamó
la atención a los ojos de Serafina.
Era Mahdi. Llevaba una chaqueta de seda turquesa y un turbante rojo. Le dolía
tener que admitirlo, pero era muy apuesto. Había visto su cara en sueños durante los
últimos dos años. Estaba distinta de lo que recordaba. Mayor. Más angulosa. Él cruzó
la mirada con la suya y sonrió. Su sonrisa era hermosa. Pero también era un poquito
tímida. Un poquito al estilo gobio. En esa sonrisa, Serafina vio al Mahdi de antes.
Le partió el corazón ver a ese Mahdi. ¿A dónde se había ido? No tuvo mucho
tiempo de mortificarse con esa pregunta ni con la tristeza que le hizo sentir. Los
músicos que tocaban el boru empezaron a tocar una fanfarria. El mehterbasi nadó
hasta ella con su manto y la ayudó a ponérselo otra vez. Después le puso un vendaje
en la mano herida.
El sangrado había llegado a su fin. Sabía lo que venía a continuación: la segunda
de sus pruebas, el hechizo. Se le estrujó el estómago por la aprehensión. Ese era el
momento para el que tanto se había esforzado, el momento en el que se aunaban
talento, estudio y práctica.
O no.
DOCE
Serafina liberó su mente de todos y de todo, excepto de su música y su magia.
La magia dependía de muchísimas cosas: la profundidad del don que se tuviera,
la experiencia y la dedicación, la posición de la luna, el ritmo de las mareas, la
proximidad de las ballenas. No se asentaba hasta que una ya había crecido por
completo; Serafina lo sabía. Pero necesitaba que, ahora, todo su talento estuviera con
ella y rezó a los dioses para que así fuera.
Respiró hondo, apeló a toda la fortaleza y la seguridad que poseía dentro de sí y
empezó a cantar. Su voz era alta y clara, y se transmitía perfectamente bajo el agua.
Cantó una bienvenida sencilla y encantadora para los Matali, diciéndoles lo feliz que
estaba Miromara de recibirlos. Cuando terminó, se inclinó hacia el suelo, tomó un
puñado de limo y lo arrojó sobre su cabeza. Nihil ex nihil. Esa era la primera regla de
la magia marina: «Nada surge de la nada». La magia precisaba de la materia.
La voz de Serafina atrapó el limo mientras se elevaba en el agua, lo modeló y luego
lo embelleció con color y luz, hasta que adquirió la apariencia de una isla exuberante
con bulliciosos puertos, palacios y templos. Ella agrandó la imagen hasta que ocupó
todo el anfiteatro. Luego convocó a un grupo de pequeños peces plateados. Los
transformó en los habitantes de la isla y, al hacerlo, su imagen se convirtió en un
cuadro viviente.
La isla, les contó a sus oyentes, era el antiguo imperio de Atlánfida, enclavado en
el mar Egeo. sus habitantes eran los antepasados de las sirenas. Lo que ella estaba
cantando era su historia. Su voz no era la más hermosa del reino, ni la más refinada,
pero era pura y sincera, y tenía al público fascinado.
Por medio de su magia, les mostró cómo los humanos de todo el mundo, artistas,
estudiosos, médicos, científicos, los mejores y los más inteligentes de su época,
habían venido a Atlántida. Les mostró a los granjeros en sus campos, los marineros
en sus barcos, los mercaderes en sus almacenes... todos prósperos y pacíficos. Cantó
sobre los magos poderosos de la isla, los Seis que Reinaron: Orfeo, Merrow, Navi,
Pyrrha, Sycorax y Nyx. Cantó sobre su gloria y su fuerza.
Y después cantó sobre la catástrofe.
Cargada de emoción, su voz se precipitó en clave menor, contando cómo se
destruyó Atlántida por un violento terremoto. Atrayendo la luz de arriba, empujando
y doblando el agua, conjurando imágenes, representó la destrucción de la isla: la
tierra abriéndose en pedazos, la lava brotando de las heridas, los gritos de su pueblo.
Cantó sobre Merrow y de cómo salvó a los atlantes, llamándolos al agua y
suplicándole a Neria que los ayudara. Mientras la agonizante isla se hundía bajo las
olas, la diosa transformó a su aterrado pueblo y le dio la magia marina. Al principio
lucharon contra ella, peleando por mantener sus cabezas fuera del agua, por respirar
el aire, gritando mientras sus piernas se entrelazaban y de su carne brotaban aletas.
A medida que el mar los fue hundiendo, trataron de respirar agua. Fue una agonía.
Algunos lo lograron. Otros no, y las olas arrastraron sus cuerpos.
Serafina dejó que las imágenes de la Atlántida destruida cayeran por el agua y se
desvanecieran. Después arrojó otro puñado de limo y conjuró una nueva imagen: la
de Miromara.
«Muéstrales tu corazón», le había dicho Thalassa. Eso haría. Miromara era su
corazón.
Con alegría, cantó sobre los que sobrevivieron y de cómo hicieron a Merrow su
líder. Cantó sobre Miromara y de cómo se convirtió en el primer reino de las sirenas.
Su voz se elevó, subiendo de octava en octava, alcanzando cada nota a la perfección.
Estaba conjurando imágenes de las sirenas, mostrándolas en toda su belleza: algunas
con brillantes escamas plateadas de caballa, algunas con patas de cangrejos o
caparazones de langostas, otras con colas de caballos de mar o tentáculos de
calamares. Cantó sobre los dones de Neria: canta mirus y canta prax.
Les mostró cómo el pueblo del mar de Miromara se esparció por todas las aguas
del mundo, saladas y dulces. Algunos, que añoraban los lugares que habían
abandonado cuando todavía eran humanos y viajaron a Atlántida, volvieron a las
costas de sus tierras nativas y fundaron nuevos reinos: Atlántica, Qin en el océano
Pacífico, los ríos, lagos y lagunas de Freshwaters, Ondalina en las aguas del Ártico y
el imperio de los Matali en el océano Índico.
Después Serafina tiró de unos rayos de sol a través del agua, los hizo girar
formando una esfera y la arrojó al fondo del mar. Cuando la esfera de sol aterrizó,
explotó hacia arriba en una fogata de luz dorada. Mientras iban cayendo las llamitas
de luz resplandeciente, ella representó a Matali y contó su historia, desde sus inicios
como un pequeño puesto remoto frente a las islas Seychelles hasta el imperio actual,
que abarcaba el océano Indico, el mar Arábigo y la bahía de Bengala.
Cantó sobre la amistad entre Miromara y Matali y conjuró imágenes
deslumbrantes del emperador y la emperatriz, elogiándolos por su gobierno
ilustrado y justo. Luego, a pesar de que la apenaba profundamente, se representó
ella junto a Mahdi, los dos flotando con sus trajes ceremoniales, como se verían en
breve al intercambiar sus votos de compromiso, y expresó su esperanza de que
gobernaran sus reinos con la misma sabiduría de sus padres, anteponiendo la
felicidad y el bienestar de su pueblo por encima de todo.
Las imágenes se fueron apagando y cayeron, como las brasas de fuegos artificiales
en un cielo nocturno. Serafina permaneció inmóvil mientras caían, con su pecho que
subía y bajaba, y después terminó su canción mágica como la había empezado: sin
imágenes, ni efectos, sólo su voz pidiéndole a los dioses que se aseguraran de que la
amistad entre las dos aguas perdurara para siempre. Al final, inclinó la cabeza, en
señal de respeto a todos los presentes, a la memoria de Merrow y al mismo mar: el
infinito y eterno azul profundo.
Había tanto silencio cuando Serafina saludó, que se podría haber oído toser a un
percebe.
«Demasiado silencio», pensó ella y se le fue el alma a los pies. «Oh, no. ¡Les
pareció horrible!»
Levantó la cabeza y cuando lo hizo, se alzó un fuerte sonido agitado. Un ruido
alegre. Su pueblo la aclamaba, aún más fuerte que antes del sangrado. Habían dejado
el decoro de lado por completo y arrojaban al aire sus sombreros y sus cascos.
Serafina buscó a su madre con la mirada. Isabella también aplaudía. Estaba
sonriendo. Le brillaban los ojos. No había nada de decepción en su cara, sólo orgullo.
Recordó las palabras de su madre a su tío en la sala de recepción: «Serafina no va
a defraudar a Miromara…»
Mientras su pueblo seguía aclamándola, Serafina sentía el corazón tan lleno de
alegría que pensó que le iba a estallar. Sentía que podría seguir flotando, sostenida
por el amor de su pueblo, por siempre.
Iba a recordar ese momento durante mucho tiempo; ese momento dorado,
glorioso. El momento antes de que todo cambiara.
Antes de que la flecha, negra y delgada, hubiese atravesado el agua para alojarse
en el pecho de su madre.
TRECE
Serafina quedó helada en el lugar.
El pecho de su madre jadeaba; la flecha se movía con cada bocanada de aire que
ella inspiraba. Había destruido su pechera y perforado su costado izquierdo. Isabella
se llevó los dedos a la herida. Cuando los sacó, estaban de color carmesí. Al ver la
sangre en la mano de su madre, chorreándole por la falda, Serafina salió de su trance.
—¡Mamá! —exclamó, yendo a los tumbos hasta ella, pero ya era demasiado tarde.
Ya la habían rodeado los janiçari. Protegían a Serafina del peligro, pero también le
impedían llegar hasta su madre.
—¡Suéltenme! —gritó, forcejeando para abrirse paso entre ellos.
Oyó los gritos de las sirenas y sintió el ruido de cuerpos golpeando en el agua. Los
espectadores entraron en pánico: nadaban unos contra otros, empujaban, se
atropellaban. Había niños que, separados de sus padres, gritaban aterrados. Una
niñita fue atropellada. Un niño recibió un latigazo de una cola de sirena.
Como no pudo pasar entre los janiçari, Serafina metió la cara entre dos de ellos y
espió a su madre. Isabella seguía mirando la flecha en su costado. Los janiçari
trataban de rodearla, igual que a Serafina, pero ella les ordenaba enojada que la
dejaran y fueran con los Matali. Con un movimiento rápido y despiadado, sacó la
flecha de su cuerpo de un tirón y la arrojó al suelo. Le brotaba sangre de la herida
pero no había miedo en su cara... sólo una furia terrible.
—¡Cobarde! —gritó y su voz enfurecida se alzó sobre los alaridos de la multitud—.
¡Déjate ver!
Nadó por encima del recinto real, girando en círculo, buscando al asesino con la
mirada por todo el Kolisseo.
—¡Sal de ahí, rastrero! ¡Termina tu trabajo! ¡Aquí está mi corazón! —gritó
golpeándose el pecho.
Serafina estaba enloquecida, pensando en que caería otra flecha contra su madre
en cualquier momento.
—¡Soy Isabella, líder de Miromara! ¡Y jamás me voy a asustar ante una escoria
marina como tú, que ataca desde las sombras!
—¡Isabella, cúbrete! —gritó alguien. Serafina conocía esa voz; era la de su padre.
Lo divisó entre la multitud. Él estaba mirando directamente hacia arriba—. ¡No! —
exclamó el hombre sirena.
Salió disparado del recinto real, como un destello de cobre.
Una milésima de segundo más tarde, estaba nadando sobre el anfiteatro... entre
su esposa y el hombre sirena de negro que estaba arriba de ella, y que sostenía una
ballesta cargada.
El asesino, apenas visible en las aguas más oscuras, disparó.
La flecha se hundió en el pecho de Bastián. Para cuando su cuerpo tocó el fondo
del mar, ya estaba muerto.
Serafina sintió como si alguien le hubiera metido la mano adentro del pecho y le
hubiera arrancado el corazón.
—¡Papá! —exclamó. Arañó a los janiçari, tratando de llegar hasta su padre, pero
ellos la sostuvieron con fuerza.
Más janiçari, dirigidos por Vallerio, rodearon a Isabella. El mehterbasi había
ordenado a otro grupo que se dirigiera al recinto real, donde habían rodeado a los
Matali y a la corte.
—¡Bakmak! ¡Bakmak! —gritó el mehterbasi—. ¡Miren arriba!
Desde las aguas nocturnas descendían más hombres sirena vestidos de negro,
cientos de ellos, montados sobre hipocampos y armados con ballestas. Dispararon
sobre el recinto real y sobre la gente. Los janiçari se lanzaron a la carrera por el agua
para luchar contra ellos, pero estaban en inferioridad de condiciones frente a sus
ballestas.
—¡Al palacio! —gritó Vallerio—. ¡Lleven a todos adentro! ¡Vayan!
Dos guardias tomaron a Serafina por los brazos y nadaron con ella fuera del
Kolisseo a una velocidad vertiginosa. Dos más nadaban sobre ellos, protegiéndola.
En cuestión de segundos, estaban de nuevo dentro de las murallas de la ciudad,
resguardados bajo el matorral de la Cola del Diablo. Siguieron hasta el palacio.
Cuando llegaron al patio de la regina, los guardias rompieron la formación y la
llevaron rápido adentro.
El Conte Orsino, el ministro de Defensa, la estaba esperando.
—Por aquí, principessa. Rápido —indicó—. A su madre la llevaron a su camarote.
Su tío quiere que usted vaya allí también. Es el cuarto que está más en el centro del
palacio y el más fácil de defender.
—¡Sera! —gritó una voz. Era Neela. Acababa de entrar nadando al palacio. Estaba
alterada y brillaba en un tono azul oscuro, profundo.
Sera le echó los brazos al cuello y enterró la cara en su hombro.
—Ay, Neela —dijo y se le quebró la voz—. iMi padre... está muerto! Mi madre...
—Lo siento, principessa, pero debemos irnos. Aquí no está a salvo —señaló Orsino.
Neela tomó a Serafina de la mano. Orsino las guio. Mientras nadaban, Serafina se
dio cuenta de que Neela estaba sola.
—¿Dónde está Yazeed? —le preguntó.
Neela meneó la cabeza.
—No lo sé. Él y Mahdi... se fueron nadando. No sé dónde estarán.
«¿Se fueron nadando?» , pensó Sera pasmada. ¿Mientras su madre, sangrando y
dolorida, desafiaba a su atacante a dar la cara? ¿Y su padre sacrificaba su vida?
—¿Bilaal y Ahadi? ¿Están a salvo? —preguntó ella.
—No los vi —dijo Neela—. Todo ocurrió muy rápido.
Los amplios pasillos de coral del palacio, los largos y angostos túneles entre piso
y piso nunca le habían parecido tan interminables a Serafina. Nadó a través de ellos
tan rápido como pudo, esquivando cortesanos heridos y aturdidos. Al acercarse al
camarote, oyó que de ahí venían gritos.
—¡Mamá! —vociferó. Abriéndose camino entre la multitud a los empujones, nadó
como un rayo hasta la otra punta del corredor. Allí se encontró con un espectáculo
horrendo. Isabella yacía en el suelo junto a su trono, agitando su cola violentamente.
Los ojos se le habían puesto en blanco y tenía manchas de espuma roja en los labios.
No reconocía a Vallerio ni a sus damas y le clavaba las uñas al médico que trataba de
detenerle la hemorragia. Serafina se arrodilló junto a su madre, pero su tío la apartó.
—No puedes ayudarla. Quédate atrás. Deja que el médico haga su trabajo —le dijo.
—¿Qué pasa, tío Vallerio? —chilló Serafina—. ¿Qué le está pasando?
Vallerio meneó la cabeza.
—La flecha...
—¡Pero ella se la sacó! No entiendo...
—Es demasiado tarde, Sera —explicó Vallerio—. La flecha estaba envenenada.
CATORCE
Serafina estaba enloquecida de miedo.
—¡No! —le gritó a su tío—. ¡Estás equivocado! ¡Estás equivocado!
Vallerio bajó el tono de su voz.
—El médico está seguro de que es veneno de escorpión mari-no, Sera. Reconoce
los síntomas. Sólo puede venir de una especie: el cótido ártico.
—Un cótido ártico —repitió Serafina estupefacta—. Eso significa...
—…que nos atacó el almirante Kolfinn. Los soldados tienen uniformes negros: el
color de Ondalina. Son las tropas de Kolfinn, estoy seguro. Esto significa que estamos
en guerra.
Serafina lo empujó a un lado, esquivó al médico, que estaba poniendo una
compresa limpia en la herida de Isabella, y se sentó en el piso junto a su madre. Se
sacudió de los hombros el costoso manto que llevaba puesto, lo hizo un bollo y lo
puso debajo de la cabeza de su madre.
—¿Mamá? ¡Mamá! ¿Me oyes? —preguntó, tomándole la mano.
La tenía cubierta de sangre. Isabella dejó de retorcerse. Fue como si la voz de
Serafina fuera una tabla de salvación. Abrió los ojos. Su mirada estaba lejos.
—Tu canción mágica estuvo muy hermosa, Sera —le dijo—. No llegué a decírtelo.
—Chst, no hables, mamá —la interrumpió Serafina, pero Isabella no le hizo caso.
—Están todos tan hermosos. La sala también, con todas las anémonas en flor y las
arañas encendidas... y tu padre y tu hermano, ¿no se ven apuestos?
Serafina se dio cuenta de que su madre pensaba que la celebración del dokimí
continuaba. El veneno le afectaba la mente.
—¿Por qué estás aquí, Sera? ¿Por qué no estás bailando con Mahdi? —preguntó
Isabella agitada—. ¿Por qué no se oye música?
—Los músicos se están tomando un descanso, mamá —mintió, Sera, tratando de
calmarla—. Vuelven en unos minutos.
—Él te ama.
«Caramba. Está totalmente ida», pensó Serafina.
—Lo miró un par de veces. En el Kolisseo. Tendrías que haberle visto la cara
cuando hacías tu hechizo musical. Me alegro por ti, Sera, y por Miromara. El lazo
entre los dos reinos va a ser aún más fuerte si los une el amor verdadero. —De pronto,
hizo una mueca—. Mi costado... algo está mal.
—Quédate quieta, mamá —ordenó Serafina—. Ahora tienes que descansar. ¿Qué
te parece si cambiamos de lugar por esta noche? Yo seré regina y tú principessa. Y
mi primera acción como monarca es ordenarte que vayas a la cama. Tienes que
levantar las aletas, escuchar caracoles de chismes y comer muchos cañaibujus.
Isabella intentó sonreír.
—¿Los trajo Neela?
—Y chilaguondas, bing bangs, yantiyaptas y ze zés. Mi cuarto parece un quiosco
matalino.
Isabella se rio, pero la risa le provocó un ataque de tos terrible. Le salpicó sangre
de los labios. Gimió lastimeramente. Se le cerraron los ojos.
—¡Ayúdela! ¡Por favor! —le susurró Serafina al médico.
Pero el médico meneó la cabeza.
—Es muy poco lo que puedo hacer —murmuró.
Después de unos segundos, Isabella abrió los ojos otra vez. Ahora su mirada ya no
estaba lejos, sino enfocada y lúcida. Le apretó la mano a Serafina.
—Todavía eres tan joven, cariño. No te prepare lo bastante bien. Todavía tienes
tanto que aprender. —Había cierta urgencia en su voz.
—Deja de hablar, mamá. Tienes que quedarte tranquila —dijo Serafina.
—No... no hay tiempo —advirtió Isabella con el pecho agitado—. acuérdate de lo
que te digo. Conte Bartolomeo es el más sabio de mis ministros. Valierio va a ser
regente, por supuesto, hasta que cumplas dieciocho, y Bartolomeo es el único lo
bastante fuerte como para poner a tu tío en su lugar. — hizo una pausa para tomar
aliento y luego continuó—: Al Conte Orsino le tengo absoluta confianza. Mantente
alerta con respecto a los Volnero y los di Rémora. Ahora son leales pero pueden
buscar la forma de sabotearte si detectan alguna ventaja en otro lado.
—¡Basta, mamá! —exclamó Serafina asustada—. Me estás asustando. ¡Lo de ser
regina era sólo una broma!
—¡Sera, escúchame! —La voz de Isabella se iba apagando. Serafina tuvo que
inclinarse muy cerca para oírla—. Si no logramos expulsar a los atacantes, tienes que
ir a las bóvedas. Y luego, si puedes, ve a Tsarno. A la fortaleza que hay allí... —Tosió
de nuevo. Serafina le limpió la sangre de los labios con el ruedo de su vestido.
Vallerio se les unió. El médico lo miró.
—Mande llamar a la canta magus —aconsejó.
Serafina sabía lo que significaba eso. Se mandaba llamar a la canta magus cuando
una regina se estaba muriendo para que cantara los antiguos cantos que liberaban el
alma de la sirena a fin de que volviera al mar.
—¡No! —chilló—. ¡Ella va a estar bien! ¡Haga que se mejore!
—Su Alteza —dijo el médico con los ojos aún puestos en Vallerio—, tiene que
mandar llamar a la canta magus ya mismo.
Vallerio empezó a hablar, pero Serafina no oyó sus palabras. Fueron ahogadas por
un rugido ensordecedor, un ruido tan fuerte que parecía el fin del mundo. Hasta los
cimientos del palacio temblaron, enviando ondas expansivas por el agua. Las olas
empujaron hacia atrás a Serafina. Por unos segundos, no pudo enderezarse; después,
lentamente, recuperó el equilibrio. Miró hacia arriba, todavía azorada, justo a tiempo
para ver caer un gran trozo de la pared este del camarote y estrellarse contra el suelo.
Los cortesanos gritaron mientras corrían para esquivarlo. Algunos no lo lograron y
los aplastaron las piedras que caían. Otros fueron envueltos por las llamas
provocadas por la lava que brotaba de las cañerías de calefacción rotas.
Los janiçari nadaron en formación hasta la fisura, armados y moviéndose rápido.
—¡Ejderha! ¡Ejderha! —gritaron.
«No», pensó Serafina. «Es imposible».
Se agarró del costado del trono de su madre y se impulsó hacia arriba.
Y entonces la vio.
Ejderha.
Y gritó.
QUINCE
Un dragón hembra garranegra corpulento, con la cabeza del tamaño de una orca,
metió la cara por el enorme agujero que había hecho en la pared. Extendió un brazo
a través de la brecha y golpeó a los janiçari con sus garras de treinta centímetros de
largo.
Los soldados atacaron a la bestia, pero sus espadas y sus hechizos eran inútiles
contra las gruesas escamas que cubrían su cuerpo, la máscara de bronce y las púas
rígidas que tenía alrededor del cuello. Había hombres sirena con uniformes negros
y gafas protectoras sentados en su espalda, en monturas acorazadas, que la
controlaban con bridas y riendas.
La dragona se golpeó la cabeza contra la pared del palacio y otro pedazo grande
cayó hacia adentro.
—¡Deténganla! ¡Deténganla! —exclamaban voces.
Pero no había forma de detenerla. El camarote estaba bien dentro del palacio. La
dragona ya había tirado abajo paredes muy gruesas para poder llegar ahí. Una pared
interna no sería nada para ella. Estaría dentro del cuarto en segundos.
—¡Lleven a la regina a las bóvedas! —Serafina oyó que gritaba su tío—. ¡A la
princesa también! ¡Llévenlas ya!
Ella sabía que se refería a las bóvedas del tesoro que había debajo del palacio,
donde se guardaba el oro del reino. El pasillo que llevaba hasta allí era demasiado
angosto para un dragón, y las puertas de bronce que las rodeaban eran de treinta
centímetros de ancho y tenían un encantamiento muy potente. Adentro se habían
almacenado provisiones de alimentos y medicinas en caso de un sitio.
Dos janiçari se dirigieron hacia Neela. Cinco más nadaron rápido hasta Isabella y
trataron de levantarla. Ella aulló de dolor y luchó contra ellos.
—Basta, mamá. Por favor. Tienes que dejar que te lleven. Allí vas a estar a salvo —
dijo Sera.
Isabella meneó la cabeza.
—Súbanme a mi trono —ordenó al guardia—. No voy morir en el piso.
A Serafina le dio un vuelco el corazón al oír las palabras de su madre.
—No vas a morirte. Sólo tenemos que llevarte hasta las bóvedas. Sólo tenemos
que...
Isabella tomó la cara de Serafina entre sus manos ensangrentadas.
—Me voy a quedar aquí para enfrentar a mis atacantes. Tú vas a ir a las bóvedas,
Sera. Tú eres regina ahora y no tienen que atraparte. Vive, mi niña querida. Por mí.
Por Miromara. —Besó a Serafina en la frente y la dejó ir.
—¡No! —chilló Serafina—. No voy a irme sin ti. No.
La interrumpió un golpe estrepitoso: la dragona estaba tirando abajo otra sección
de la pared. La criatura asomó la cabeza por el agujero que había hecho y un montón
de soldados, todos vestidos de negro, entraron nadando. Su líder señaló el trono.
—¡Ahí están! ¡Atrápenlas! —ordenó.
Les llegaron flechas por el agua. Cayeron muchos de los janiçari que rodeaban a
las princesas y a la regina.
—¡Vayan! ¡Ahora! —gritó Isabella.
—¡No puedo dejarte! —sollozó Serafina.
Los ojos atormentados de Isabella buscaron los de Neela
—Por favor... —le suplicó.
Neela asintió con la cabeza. Tomó a Serafina de la mano y se la llevó de un tirón.
Isabella encontró un puñal junto al cadáver de un miembro de los janiçari. Con su
magia formó un remolino en el agua y lanzó el puñal hacia el líder de los invasores.
El puñal dio en el blanco y lo derribó... Sus hombres se acercaron a socorrerlo, pero
él los apartó de un empujón.
—¡Atrápenlas! —ordenó en un gorgoteo, ahogándose en su propia sangre—.
¡Lleven a las princesas a Traho!
Pero Sera y Neela ya se habían ido.
DIECISÉIS
Neela nunca había nadado tan rápido. Era un borrón en el agua que se movía
como un marlín y tenía la mano aferrada a la de Serafina como si la tuviera
atornillada. Pero los hombres sirena que las habían perseguido desde el camarote las
estaban alcanzando. Serafina, en estado de shock, era un peso muerto. Estaba
retrasando a Neela.
—¡Vamos, Sera, espabílate! —gritó Neela—. ¡Necesito que nades!
Avanzaron por un pasillo que zigzagueaba y doblaba. Al girar en una curva, Neela
vio que terminaba en una T.
—¿Para qué lado quedan las bóvedas? —vociferó.
—¡A la derecha! —le contestó Serafina, reponiéndose.
Doblaron en la esquina. Delante de ellas, frente a las puertas de entrada a las
bóvedas, había por lo menos treinta soldados enemigos. Neela giró y se dirigió hacia
el otro extremo de la T, arrastrando a Serafina tras ella. Al pasar como tiro por donde
desembocaba el pasillo que habían atravesado para llegar allí, vio a los soldados que
las habían seguido.
—¡Allí están! —exclamó uno de ellos.
Neela cantó un hechizo velo.
¡Aguas azules,
oigan mi magia,
álcense detrás,
hágannos rápidas!
Dentro del pasillo, el agua se levantó como en una ola rompiente y empujó a las
sirenas a toda velocidad. Por el momento habían dejado atrás a sus perseguidores,
pero todavía tenían que encontrar un cuarto donde pudieran atrincherarse. Neela no
vivía allí y no sabía adónde ir. Ahora estaban en otro pasillo, uno lleno de retratos de
nobles miromarenses. Neela lo reconoció. De pronto, supo dónde estaban.
—¡Sera, podemos ir a mi cuarto!
Su suite no era ni en lo más mínimo tan segura como las bóve-das, pero era lo
único que tenían. Serafina, ya reanimada, se adelantó rápido y cortó camino por la
izquierda. Neela la seguía pegada a su aleta. Bajaron nadando por una galería y
después atravesaron una arcada de coral.
En unos segundos, estaban frente a la puerta de la suite de Neela. Pero era
demasiado tarde. No había tiempo para intentar abrirla. Los soldados habían hecho
sus propios velos mágicos y las habían alcanzado. En una movida desesperada, Neela
cantó un fragor lux, con la esperanza de retrasar a los atacantes mediante una
pequeña bomba de luz.
¡Ataca ya,
luz de lava!
¡Haz que mis enemigos
emprendan la retirada!
Había cantado el hechizo demasiado rápido. Era débil. Estaban perdidas, lo sabía.
Pero el hechizo no era débil.
Los globos del pasillo se atenuaron todos a la vez. Las luces que había en cada uno
se arremolinaron todas juntas y formaron una bola brillante, encendida. Se precipitó
por el agua, tocó el fondo a pocos centímetros de los soldados y explotó, lo que los
obligó a echarse atrás. Serafina abrió la puerta de la habitación de golpe. Las dos
sirenas entraron a toda velocidad y la cerraron de un empujón. Neela echó el pesado
cerrojo justo a tiempo. Apenas se cerró, un cuerpo dio contra la puerta con un golpe
seco.
—¿Qué clase de hechizo fragor fue ese? —preguntó Serafina, jadeando y sin aliento.
—No lo sé —respondió Neela—. Nunca lo había hecho antes.
Hubo otro golpe seco. La puerta vibró.
—La van a tirar abajo —dijo Serafina—. No podemos quedarnos aquí.
Neela nadó hasta la ventana. Afuera, las aguas estaban repletas de soldados.
—¿Adónde podemos ir? —inquirió frenética—. ¡Están por todos lados!
—Podríamos hacer un hechizo prax y camuflarnos contra el techo —propuso
Serafina.
—Van a revisar cada centímetro de estas habitaciones. Van a encontrarnos.
Se empezaron a oír golpes sucesivos, rítmicos y fuertes. Los invasores estaban
derribando la puerta. Neela vio que se estaba saliendo del marco con cada golpe.
—¿Hay algo aquí con lo que podamos defendernos? ¿Un cuchillo? ¿Tijeras? —
preguntó Serafina—. No voy a morir sin pelear.
Neela nadó como una flecha hasta su tocador y empezó a buscar entre los frascos
y tarritos que había ahí a los manotazos, tratando de encontrar cualquier tipo de
objeto filoso. Y entonces lo vio: el collar de caracoles de buccino de Yazeed. Se lo
había sacado cuando ella y Serafina lo habían encontrado con Mahdi en la reggia.
—¡Sera, aquí! —gritó—. ¡Rápido!
—¿Qué es?
—Las perlas de transparocéano de Yaz.
Neela sacudió los caracoles para que salieran las perlas. La canción mágica para
la invisibilidad se hacía con la sombra y la luz, y era un hechizo extremadamente
difícil. Los aplicadores de hechizos, artesanos altamente calificados, sabían insertar
el hechizo en perlas que una sirena podía llevar y utilizar al instante.
Neela y Serafina sostuvieron una cada una entre las palmas de las manos. Un
segundo después, eran invisibles.
—¡Vamos! —dijo Neela, abriendo una ventana.
No podía ver a Serafina, así que tanteó a su alrededor en el agua, la tomó del brazo
y la empujó hacia afuera por la abertura. La aleta de su propia cola apenas acababa
de pasar el alféizar cuando la puerta cayó estrepitosamente.
DIECISIETE
—No puedo seguir más lejos. Tengo que descansar. Sólo unos minutos —imploró
Serafina.
Ella y Neela habían estado nadando rápido durante más de una hora a través de
las aguas oscuras y estaban a casi quince kilómetros al oeste de Cerúlea, en dirección
a la fortaleza de Tsarno. Una antorcha de lava titilante que habían recogido en las
orillas de la ciudad era su única fuente de luz.
—Tenemos que seguir avanzando —replicó Neela, mirando a su alrededor con
cautela—. Estás brillando, Sera. Las perlas están perdiendo efecto. Vamos.
—Ya voy. Solamente necesito un minuto —dijo Serafina. Estaba exhausta. Se sentó
sobre una roca, se inclinó y vomitó.
Se le retorció el cuerpo con espasmos dolorosos hasta que ya no sintió nada dentro.
Nada más que las imágenes de la flecha enterrándose en el costado de su madre. De
su padre hundiéndose por el agua. De la dragona atravesando el muro del palacio.
—Aquí —dijo Neela, alcanzándole una hoja de alga marina.
Serafina la agarró y se limpió la boca. Un pulpito diminuto, asustado por sus
movimientos, salió disparado de entre las algas y se fue nadando. Al verlo, Sera pensó
en Silvestre. Lo había dejado durmiendo sobre su cama cuando salió para el dokimí.
No idea de si estaba vivo o muerto. No tenía idea de lo que le había pasado a Tavia.
A las damas de la corte. Ni siquiera del final de su madre.
Neela se sentó al lado de sera y la rodeó con el brazo. apoyó la cabeza en el hombro
de Neela. se le estaba pasando poco el aturdimiento que había sentido y se dio cuenta
de que le debía mucho a su amiga.
—En este momento, seríamos prisioneras si no fuese por ti
—No me agradezcas hasta que estemos en Tsarno —contestó Neela—. ¿Quiénes
son? ¿Quién hizo esto?
—Ondalina. Eso dijo mi tío. Estaba preocupado de que pasara. Quería que mi
madre le declarara la guerra al almirante Kolfinn. Yo no tendría que saberlo, pero los
oí mientras hablaban
—¿Por qué Kolfinn haría algo semejante? —preguntó Neela.
—No lo sé —respondió Serafina—. Lo único que sé es que rompió el permutavi sin
ninguna explicación. Y ahora hay cientos de muertos. Mi padre. Quizá mi madre. No
sabemos dónde están Ahadi y Bilaal. Ni Mahdi y Yaz.
Neela pronunció un grito ahogado.
—¿Qué pasa? —preguntó Sera.
—Ay, Sera. Una de las últimas cosas que le dije a mi hermano fue que era un
gusano de mar —explicó Neela con lágrimas brillándole en los ojos—. Quizá sea lo
último que le haya dicho en mi vida.
—Quizá sea lo último que le hayas dicho a alguien —retumbó una voz grave y las
dos sirenas dieron un salto—. Son carnada si se quedan aquí. Hace un rato pasaron
soldados cabalgando. Hombres sirena con uniformes negros.
—¿Qui... quién eres? —tartamudeó Neela.
—¿Dónde estás? —dijo Serafina, tratando de ver en la penumbra.
—Andan preguntando por dos princesas. Supongo que serán ustedes. Les
preguntan a todos los que ven, razón por la cual no me preguntaron a mí.
Un leve movimiento cerca de donde estaban sentadas llamó la atención de las
sirenas. Era un hombre sirena que parecía un pez escorpión. Con sus manchas y
líneas de colores, y los volande piel llenos de algas en la cara, quedaba perfectamente
camuflado contra la piedra cubierta de algas sobre la que estaba sentado.
Justo en ese momento, todos oyeron algo, vago y lejano. Sonaba como aletas
agitándose en el agua. El hombre sirena se levantó de su roca para escuchar mejor.
—Hipocampos. Probablemente sea la misma patrulla —explicó secamente—.
Vienen hacia aquí.
—Tenemos que escondernos —dijo Neela.
—Hay una cueva de anguila abandonada a unos noventa metros al norte de aquí.
Van a ver los restos de un buque pesquero azul. La cueva está a unos nueve metros
más desde allí. Naden rápido y lo van a lograr.
—Gracias. Ni siquiera sé tu nombre —agradeció Serafina. La amabilidad del
hombre sirena le había infundido ánimo. Era bueno saber que todavía quedaban
sirenas a quienes les importaba, aliados que la iban a ayudar.
—Zeno. Zeno Piscor.
—Gracias, Zeno. No vamos a olvidar esto.
Zeno le agitó una aleta. Se acomodó otra vez en su roca, con los ojos abiertos,
mirando las aguas. Serafina y Neela nadaron rápido. El sonido de los hipocampos se
hizo más fuerte.
—¿Dónde está el buque azul? —preguntó Neela ansiosa unos minutos después—.
Debería de estar aquí. ¿Lo pasamos por alto?
Serafina lo localizó. Guio a Neela hasta la cueva de la anguila. La entrada estaba
llena de huesos de las comidas de sus antiguos ocupantes. La cueva en sí era angosta
y oscura, con el techo bajo. Un minuto después, oyeron hipocampos y hombres
sirena. Neela que llevaba la antorcha de lava, la hundió rápido en el limo.
—¿Por qué paramos, capitán Traho? —exclamó una voz—. Ya revisamos esta zona
cuando salíamos.
—Para que descansen los animales —fue la respuesta.
Serafina oyó desmontar a los hombres sirena. Estaban muy cerca.
—¡Aquí hay una cueva! —gritó uno.
Con el corazón latiéndole muy fuerte, Serafina miró a Neela.
—Está vacía. La revisamos antes —dijo otro soldado.
—¡Revísenla otra vez! —bramó el capitán—. Pueden haber pasado por aquí
después que nosotros. Tengan cuidado. Las quiero vivas.
Neela dio un gemido ahogado. Serafina nadó hasta el fondo de la cueva,
arrastrando a Neela con ella. Cantó un hechizo prax para camuflarse las dos. Lo cantó
rápido y en voz baja, pero igual fue lo bastante fuerte para mezclarlas con la pared
de piedra gris.
El soldado, sosteniendo una antorcha de lava, nadó hasta la mitad de la cueva,
echó un vistazo y salió nadando otra vez.
—¡Vacía! —lo oyeron gritar.
El capitán maldijo.
—No pueden haber llegado a Tsarno —afirmó—. Nadie nada tan rápido, ni
siquiera con un velo. Alguien debe de estar escondiéndolas. ¡Sigan adelante!
Las sirenas no movieron ni un músculo hasta que los hipocampos se hubieron ido.
Luego las dos se desplomaron en el suelo de la cueva.
Serafina fue la primera en hablar.
—¿Por qué nos quieren vivas? ¿Qué quieren de nosotras?
—Me imagino que, sea lo que fuere, no es algo bueno. Vamos, salgamos de aquí.
No es seguro.
—Primero tengo que descansar, Neela. Sólo por un ratito.
—¿Te parece buena idea? —preguntó Neela.
—Está todo bien. Estamos fuera de su vista. Únicamente necesito unos minutos
para recuperar el aliento. Después salimos y seguimos el Plan nadar como locas hasta
Tsarno.
Neela pareció escéptica.
—Va a ser bastante difícil con soldados en hipocampos persiguiéndonos.
—¿Tienes un plan B?
—No, pero tengo un Plan Ze. Porque jamás en la vida necesité tanto de una
golosina reparadora como en este momento. La escoria invasora y asesina de marea
baja aumenta los niveles de estrés, sin lugar a dudas. —Metió la mano en un bolsillo
entre los pliegues de su falda sari y sacó dos ze zés—. Aquí tienes —le ofreció uno a
Serafina—. Almeja acaramelada con wakame crujiente. Muy rico.
Serafina sonrió cansada. Desenvolvió su golosina y la comió. Se alegró de tener
las golosinas.
Más aún se alegraba de tener a Neela.
DIECIOCHO
—Levántate.
Neela oyó la palabra, pero parecía venir de muy lejos. No quería levantarse. Se
había quedado dormida y quería permanecer así.
—¡Dije levántate!
Sintió un golpe agudo en su cola.
—¡Ay, Sera! ¿Qué pasa? —murmuró, abriendo los ojos.
Pero no era Serafina la que le había pegado. Era un hombre sirena nervudo,
parecido a una anguila, quien se inclinaba sobre ella. Llevaba un chaleco negro de
piel de tiburón. Tenía una hilera de púas rígidas que se extendían desde la frente
hasta el cuello. Cerca, brillaba una linterna.
—¿Quién eres tú? —gritó Neela, levantándose de un salto—. ¿Dónde está Serafina?
El hombre sirena se hizo a un lado y Neela vio a su amiga. Estaba sentada en el
piso de la cueva, con las manos atadas atrás y la boca cruelmente amordazada.
—¡Sera! —exclamó Neela. Trató de ir hacia ella pero la agarraron desde atrás. Cual
cuerdas vivientes, dos anguilas morenas se entrelazaron entre sus brazos y la
amarraron con firmeza.
—¡Suéltenme! —vociferó, luchando contra ellas.
Una morena, más grande que las otras, nadó hasta ella. Le enroscó su cuerpo
grueso alrededor del cuello y apretó. Su cara monstruosa flotaba a apenas unos
centímetros de la de ella. Le siseó, mostrándole sus largos dientes curvos. Neela no
podía respirar.
—Deja de forcejear y te va a soltar —dijo el hombre sirena.
Neela, boqueando, hizo lo que le decían. La morena se desenroscó y nadó hasta su
amo.
—Muy bien, Tiberius —canturreó el hombre sirena.
—¿Qué quiere de nosotras? —preguntó Neela enojada.
Las anguilas que sujetaban sus brazos se apretaron contra su piel y la hicieron
gritar de dolor.
—Calma, mis niñas, calma —les advirtió el hombre sirena a las anguilas—. Nos
van a dar un buen precio por ellas, pero sólo si están vivas.
—Tiene que dejarnos ir. Usted no sabe quiénes somos —dijo Neela.
El hombre sirena esbozó una sonrisa sombría.
—Baco sabe exactamente quiénes son. También sabe que el capitán Traho les puso
precio a sus cabezas. Baco Goga va a ser muy rico.
—¡No puede hacer esto! Vamos en busca de ayuda. Cerúlea está siendo atacada.
¡Puede caer! —afirmó Neela.
—Ya cayó, sirenita —señaló él—. Tsarno también cayó. Y todos los pueblos que hay
entre ellas.
—¡No! —soltó Neela—. ¡Está mintiendo!
El hombre sirena se rio. Con la mano, hizo el gesto de un pez alejándose.
—Muertos. Todos muertos. Como lo van a estar ustedes dentro de poco. Pero
primero, tienen que pagar la renta a Baco por quedarse en su cueva.
Hizo una seña a las morenas. Ellas nadaron hasta las sirenas y les empezaron a
sacar las joyas. Neela cerró los ojos, asqueada. Las sintió tirando de su collar, oyó el
sonido de sus dientes desprendiéndole los aros, sintió sus lenguas deslizándose por
sus dedos quitándole los anillos. Empezaban a tomar las pulseras, cuando oyó a
Serafina que gritaba detrás de su mordaza.
Los ojos de Neela se abrieron al instante. A una de las anguilas se le había caído el
collar que le estaba sacando a Serafina, y le metido la cabeza dentro del vestido para
recuperarlo. Sera, agitando su cola con furia, atrapó a otra anguila con sus aletas y la
lanzó girando como un trompo contra una pared. La anguila se estrelló contra la
piedra y cayó al piso de la cueva, inmóvil. Las otras se le fueron encima de inmediato,
gruñendo. Tiberius le hincó los dientes en la aleta de la cola. Sera gritó otra vez, y
trató de soltarse.
—¡Basta! —aulló Neela—. ¡Déjenla en paz!
Baco cruzó la habitación nadando y tomó a Serafina del mentón.
—¡Ese era mi Claudius! —siseó furioso y le clavó los dedos en la carne—. Más te
vale que lo lamentes. ¿Es así? ¿Lo lamentas?
Serafina, con los ojos abiertos por el miedo, asintió con la cabeza.
—¡Sanguijuela! ¡Quítale las manos de encima! —gritó Neela, forcejeando contra
las anguilas que seguían aferrándola.
—Búscame algo para hacerla callar —ordenó Baco. Tiberius le trajo un lienzo de
seda marina. Baco se lo metió a Neela en la boca y se lo ató fuerte detrás de la cabeza.
—Estas dos son un problema. Quiero que desaparezcan. Ve con Traho ahora
mismo —le dijo Baco a Tiberius—. Dile que tengo lo que busca.
La morena asintió con la cabeza y se fue nadando.
—¡Espera, Tiberius! —-dijo Baco.
La morena se dio vuelta. Baco le tiró un doblón. Tlberius lo atajó con la boca.
—Dale eso a Zeno. Y mi agradecimiento.
DIECINUEVE
Los soldados le quitaron las ataduras endebles de Baco. Sujetaron las muñecas de
Serafina con grilletes de hierro y le vendaron los ojos. Le pusieron una mordaza de
hierro en la boca por la fuerza y la envolvieron en una red. Después uno de los
soldados la lanzó sobre el lomo de su hipocampo y cabalgó rápido. Los otros lo
siguieron. La travesía fue una agonía. Los filamentos de la red le perforaban la piel a
Serafina. La mordaza, con su sabor amargo a metal negro, le producía arcadas.
Una hora más tarde, llegaron a lo que parecía algún tipo de campamento. Sera no
podía ver nada a través de la venda que le cubría los ojos, pero alcanzaba a oír a los
hipocampos que relinchaban, órdenes que se gritaban, y los rugidos de dragones
garranegra, que helaban la sangre. Uno de sus captores la cargó durante una
distancia corta y después la tiró al suelo. Trató de liberarse, pero en seguida se detuvo,
porque recibía una fuerte bofetada cada vez que se movía. Trató de llamar a Neela,
pero no podía porque estaba amordazada.
Acostada de lado, se esforzó para oír todo lo que podía, tratando de encontrar
claves en la conversación acerca de dónde se hallaba.
—... por orden de Traho. ..
—... focos de lucha, pero no pueden resistir...
—... encontrar al príncipe. Sencillamente ofrécele una sirena o dos...
«¿Quiénes son?», se preguntó. «¿Qué quieren de mí?» No tuvo mucho tiempo
para hacerse preguntas porque en seguida la levan taron y la posaron de nuevo. Esta
vez, en una silla.
—La principessa, señor —dijo una voz.
—Sácale la red.
Varias manos le retiraron la red. Le sacaron los grilletes y también la venda de los
ojos, pero no la mordaza. Miró a su alrededor con cautela, adaptando los ojos a la luz
de las linternas de lava. Todavía era de noche. «Probablemente, cerca de la
medianoche» calculó. Estaba dentro de una tienda bien amueblada. Había una mesa
grande de campaña en el centro. Una cama que se hallaba en un rincón y varias sillas
desparramadas.
Una mujer —obviamente inconsciente, con la cabeza que le colgaba— estaba
sentada en una de ellas. Serafina se horrorizó cuando se dio cuenta de quién era.
El hermoso cabello gris de Thalassa estaba suelto alrededor de sus hombros. Su
cara estaba llena de moretones. Tenía las manos esposadas cerca del pecho. Estaban
cubiertas de sangre que se arremolinaba y brotaba del muñón donde antes tenía el
pulgar izquierdo. Serafina trató de nadar hasta ella, pero la sentaron de nuevo en su
silla de un empujón brusco.
—¿Quieres ayudarla? —preguntó una voz. La misma voz que había indicado a los
otros que le quitaran la red.
Serafina buscó de dónde venía la voz y vio a un hombre sirena que flotaba en el
rincón. Tenía el uniforme negro de los invasores ondalinos. Tenía el pelo negro,
grueso, bien corto. Era morrudo y tenía una cara cruel.
—Me llamo Markus Traho —se presentó—. Voy a sacarte la mordaza. Sólo puedes
usar tu voz para hablar. Y únicamente conmigo. Intenta usar tu magia y la canta
magus perderá otro pulgar.
Serafina lo miró furiosa pero no le respondió.
Traho sacó un puñal de una funda que tenía en la cadera con un movimiento
rápido, fluido, lo clavó en el brazo de la silla donde estaba sentada Thalassa.
—Dije: ¿te queda claro?
Serafina asintió rápido con la cabeza.
—Muy bien.
Traho retiró su puñal y nadó hasta ella. Metió la punta del cuchillo debajo de la
tira de su mordaza y después tiró con la hoja hacia él.
Serafina escupió la mordaza.
—¿Qué le hiciste? —gritó.
—Yo no fui, principessa. Fue la canta magus que sacrificó su pulgar —dijo Traho,
guardando el puñal de nuevo en su funda.
—¿Para quién trabajas? ¿Para Kolfinn?
—Todo a su tiempo —respondió Traho—. Fuiste convocada, ¿no es así?
—¿Convocada? Me trajeron hasta aquí en contra de mi voluntad —contestó
Serafina furiosa.
Traho sonrió vagamente.
—Muy lista, principessa.
Serafina lo miró con desprecio.
—No trato de ser lista. Trato de obtener respuestas. Primero Kolfinn rompe el
permutavi. Ahora ataca Cerúlea, asesina a nuestro pueblo...
El golpe fue fuerte. Y tan rápido que Serafina ni lo vio venir. La cabeza se le fue
para atrás. Una luz estalló detrás de sus ojos. Contuvo un grito. Cuando pasó el dolor,
se incorporó otra vez y escupió una bocanada de sangre.
Traho se inclinó sobre ella, con la cara a unos centímetros apenas de la suya.
—Querida principessa, me parece que no me entiendes —sostuvo—. Yo hago las
preguntas. Tú las contestas.
Por primera vez en su vida, Serafina bendijo a su corte y las duras lecciones que le
había enseñado. Aprovechó lo que había aprendido y, escondiendo su miedo detrás
de una máscara, se obligó a sostener la mirada de Traho.
—No puedo contestar una pregunta que no entiendo —afirmó con serenidad—. Tú
no me convocaste, me secuestraste.
Traho nadó hasta la mesa de campaña, donde había un mapa, grabado con tinta
de calamar sobre un pergamino de algas marinas. Empujó soldaditos de caracol por
el mapa y, mientras lo hacía, recitó cuatro versos:
Hija de Merrow, deja ya de dormir.
Los días de infancia no pueden seguir.
El sueño morirá y nacerá la pesadilla.
No duermas más, abre los ojos, niña...
A Serafina el corazón se le salía del pecho, pero su cara no dejaba entrever nada.
Esos versos eran del canto de las iele. «¿Pero cómo lo sabe?», se preguntó. «No es
posible». Sólo le había contado a su madre lo de la pesadilla y no le había contado a
nadie lo del canto. Serafina no sabía por qué Traho había recitado los versos, pero
una vocecita interior le advirtió que no debía decirle nada.
—Ya es hora de acabar con los juegos —dijo él entonces.
Tomó un caracol de la mesa de campaña y lo colocó en el brazo de la silla de
Serafina. Sera se dio cuenta de que iba a grabar el interrogatorio.
—Las iele te convocaron, hija de Merrow. Sabemos que lo hicieron. Nosotros
también oímos su canto. También sabemos que convocaron a la Princesa Neela, la
que llevará luz en el corazón. Mencionaron a otras cuatro en el canto. Queremos
saber quiénes son. Y queremos saber dónde están los talismanes.
Serafina rio escéptica, fingiendo.
—No tengo idea de qué están hablando.
—Mis fuerzas destruyeron Cerúlea para capturarlas a ti y a la princesa matalina.
Vamos a destruir todas las ciudades de todos los reinos si eso hace falta para
conseguir los talismanes. Ustedes pueden evitar eso.
—Eres un demente. Las iele no existen. No son reales.
—¿No? ¿Entonces por qué le extendiste la mano a Vrăja cuando apareció en el
espejo?
A Serafina se le cayó el alma a los pies. «¿Cómo lo sabía?»
Nadie más estaba en el cuarto cuando ella tuvo la visión de la bruja y del terragón
de los ojos negros.
Traho esperó. Pasó un minuto. Luego dos. Después sacó su puñal otra vez.
Serafina juntó coraje. No iba a gritar. Él no le iba a quitar ni su valor ni su orgullo.
Ella era Serafina, principessa de Miromara, y él era escoria marina.
Mientras Traho se acercaba, una burbujita diminuta pasó flotando frente a la cara
de Serafina. Ella apenas la notó. Hasta que se reventó, suavemente, justo dentro de
su oído.
—Miente, niña.
Thalassa había recobrado el conocimiento, aunque no lo había manifestado.
Entonces le había enviado un hechizo bolla. Su magia era tan poderosa que no
precisaba cantar. Lo único que tenía que hacer era susurrar y meter el susurro en
una burbuja.
—¿Quiénes son ellas? ¿Dónde viven? No voy a preguntarlo otra vez —dijo Traho.
Serafina bajó la vista. Esperaba que pareciera como si estuviese luchando con su
conciencia, cuando en realidad estaba luchando por encontrar nombres.
—Mitsuko... —susurró.
—Más alto, por favor. Habla cerca del caracol.
—Mitsuko Takahashi. De Shiroi Nami en el mar del Japón. Alice Strongtail de Cod
Shoals en Atlántica. Natalya Kovalenko del Volga. Lara Jonsdôttir de Villtur Sjó.
—Bien. Muy bien —dijo Traho asintiendo con la cabeza. Tomó el caracol y lo
escuchó para cerciorarse de que todo lo que ella había dicho se había grabado.
Después miró de nuevo a Serafina
—Ahora —inquirió—, ¿dónde están escondidos los talismanes?
—No sé dónde están. Ni siquiera sé qué son.
—Vrăja, la bruja...
—No me dijo nada —aseveró Serafina. Extendió las manos, separando bien los
dedos—. Adelante. Córtamelos. Cuando hayas terminado, voy a decir lo mismo.
Traho sopesó sus palabras y luego se volvió hacia los dos soldados apostados en
la entrada.
—Lleven a las dos a la tienda para prisioneros —ordenó.
«Compró», pensó Serafina. Se sintió inundada de alivio.
—Dejen ir a Thalassa —pidió—. Les di lo que querían. Les dije lo que sé. Déjenla
ir.
—Todavía no —contestó Traho—. Sus poderes van a sernos útiles. Los tuyos
también, principessa. Pero ya es tarde y tienen que descansar. Buenas noches. Que
descansen.
Un guardia le alcanzó un trapo a Thalassa para que se vendara la mano y la guio
fuera de la tienda. Otro guio a Serafina hasta la entrada.
—Ah, y... ¿principessa?
Serafina se detuvo. Se dio vuelta.
Traho sonrió:
—Que los dioses te ayuden si me mentiste.
VEINTE
Serafina forcejeó cuando vio el grillete.
Se sacudió y trató de soltarse, pero uno de los guardias la tomó del cabello y le tiró
la cabeza para atrás, y la dejó inmovilizada. Lo único que podía hacer era parpadear,
con los ojos enloquecidos, mientras Otro guardia le cerraba el grillete alrededor del
cuello y le ponía un candado. Al igual que las esposas y la mordaza que le habían
puesto antes, el grillete estaba hecho de hierro y el hierro rechazaba la magia.
Mientras le tocara la garganta, no podría cantar hechizos musicales.
Apenas la soltó el guardia, ella se empezó a revolcar levantando limo del piso de
la tienda. El grillete era pesado y cruel, y estaba unido con una cadena a un poste de
madera. Ella se inclinó hacia adelante y tiró contra la cadena con todas sus fuerzas.
Golpeó su cola contra el poste. Se echó con el hombro contra él. Pero lo único que
logró fue lastimarse.
—Basta, niña. Es inútil.
Serafina nadó otra vez hasta el poste de madera. A Thalassa también la habían
encadenado a él. Miró la cara de su amada maestra, marcada por la violencia. Su
mano mutilada, envuelta en un trapo empapado de sangre.
—Magistra —le dijo con voz quebrada— . ¿Por qué? ¿Por qué le hicieron eso?
—Porque él cree que las iele son reales. Y cree que yo puedo tener alguna conexión
con ellas.
—¿Sera?
Serafina se dio vuelta al oír la voz de Neela.
—¡Neela! —habló entre lágrimas.
En la luz tenue de una única linterna, vio a su amiga, acurrucada en el suelo.
Estaba encadenada a otro poste, a apenas unos metros de distancia. Tenía el ojo
hinchado y amoratado. La piel estaba de un azul grisáceo enfermizo. Serafina se
precipitó instintivamente hacia ella, pero su propia cadena la retuvo en seco.
Neela se incorporó y extendió los brazos hacia Sera, pero estaba demasiado lejos
para llegar a tocarla. Serafina se acostó bien pegada contra el fondo del mar y se
estiró hasta donde se lo permitía la cadena. Le dio una palmadita a Neela en la aleta
de la cola con la suya. Neela le respondió con otra palmada.
—¿Traho te hizo eso en la cara? —preguntó Sera.
—Me lo hizo un soldado cuando traté de escapar.
—¡Silencio ahí dentro! —ordenó una voz severa.
Las tres sirenas miraron a la entrada de la tienda. En la puerta de la tienda se
traslucía la silueta de alguien que montaba guardia afuera.
Thalassa se llevó un dedo a los labios. Sera y Neela asintieron con la cabeza.
—Traho las va a interrogar a las dos mañana —susurró—. Prepárense. Tengan algo
que decirle. No hay manera de razonar con él.
—Está loco. —Meneó la cabeza—. Mira que atacar a Cerúlea por brujas
inexistentes, maltratarnos por sueños y cantos... no tiene sentido.
Neela se puso rígida.
—¿Qué sueño? ¿Qué canto? —preguntó.
—Traho lo sabe. No tengo idea de qué modo —comentó Serafina.
—Sera —dijo Neela con urgencia en la voz—, ¿qué pasaba en tu sueño?
—Las iele estaban cantando en círculo. Y había un monstruo en una jaula. Quería
salir. Casi lo logra...
—Abbadón —interrumpió Neela—. El nombre del monstruo es Abbadón. Hay una
bruja más vieja. Ella es la líder. Se llama Vrăja.
Serafina meneó la cabeza.
—No puede ser. ¡No puede ser! ¿Cómo sabes eso?
Neela, brillando en un azul eléctrico resplandeciente, respondió:
—Porque yo tuve exactamente el mismo sueño.
VEINTIUNO
—No puedes haber soñado lo mismo. No es posible —se sorprendió Serafina.
—Sí lo es —dijo Neela—. Porque lo soñé. ¿Te acuerdas cuando te dije, en la reggia,
que había tenido pesadillas durante el viaje desde Matali?
—Sí, pero dijiste que no las recordabas.
—Me daba vergüenza decirte que tenía miedo de unas brujas que no existen.
—¿Cómo dice el canto, niña? —preguntó Thalassa.
—»Hija de la luz, elegida... » —empezó a cantar Neela en voz baja.
Serafina la detuvo:
—La mía era distinta. Empezaba así: «Hija de Merrow, elegida...»
Neela se le unió y cantaron juntas el resto de la canción. Salvo por algunos versos,
la letra era exactamente igual.
—En mi sueño, cuando el canto llegaba a la parte de «busca cinco sirenas», en
lugar de «Una que llevará luz en el corazón», la iele cantó «Una que reinará, de
Merrow, por la razón» —contó Neela—. Esa eres tú, Sera. Eres descendiente de
Merrow y la heredera al trono de Miromara. Eres una de las cinco sirenas que las
brujas me mandaban a buscar
—Y tú eres una de las cinco que me mandaban a buscar a mí. Se supone que tenía
que buscar a «Una que llevará luz en el corazón» —siguió Serafina-—. Esa eres tú,
con la luz azul que emanas.
—Ajá, exacto —concordó Neela—. Excepto por una cosa: las iele no quieren que
encontremos a nadie, porque las iele no son reales. No existen.
Serafina se quedó callada por unos segundos y luego dijo:
—¿Y si existen?
—Los invasores lo creen —intervino Thaiassa—. Por ese canto, destruyeron
Cerúlea y mataron a montones de ciudadanos. Van a matar a más gente. Ya oíste a
Traho, Serafina. Dijo que iban a destruir todas las ciudades de todos los reinos si eso
hacía falta para conseguir los talismanes.
El miedo se apoderó de Sera. Todo empezaba a cobrar un sentido espantoso.
—Tiene razón, magistra —reconoció con seriedad—. Y creo que sé por qué. Kolfinn
quiere liberar al monstruo. Eso es lo que está detrás de todo esto. ¿Recuerdan los
versos sobre los talismanes? «Estas piezas no deben unirse / ni por furia, ni por rabia,
ni por ambición. / Fueron esparcidas por la valiente Merrow / para que no abrieran
la jaula de la destrucción». Está tratando de encontrarlos. Quiere usar el poder de
Abbadón.
Una rabia fría la enardeció por dentro. La destrucción, el derramamiento de
sangre, el terrible sufrimiento de sus padres y de tantas personas inocentes... todo
era por las ansias dementes de poder de un único hombre sirena.
—¿Le dijiste algo a Traho, Sera? —preguntó Neela.
Sera meneó la cabeza.
—Mentí. Le dije nombres inventados.
—¿Y qué hay de los talismanes? —inquirió Thalassa—. ¿Saben qué son?
—No tengo idea —dijo Serafina.
—A la mañana, cuando Traho te interrogue, inventa algo, o sólo los dioses saben
lo que es capaz de hacerte —aconsejó Thalassa preocupada—. No hay otra salida.
—Sí que hay otra salida. Nos escapamos —afirmó Neela.
—¿Cómo? No podemos soltarnos de estos grilletes. Necesitamos llaves para
abrirlos. Que no tenemos —dijo Serafina.
—Llaves... —repitió Neela pensativa— o una ganzúa.
—Que tampoco tenemos —dijo Serafina.
Pero Neela no la oyó, estaba ocupada sacándose el cinturón. Tenía una hebilla
adornada con joyas, con una punta larga. La hebilla había quedado escondida entre
los pliegues de su sari. Las anguilas de Baco Goga la habían pasado por alto cuando
les robaron.
—Una vez, cuando éramos chiquitos, Yazeed encerró a Mahdi en un baúl —relató
Neela—. Después perdió la llave. La tía Ahadi estaba fuera de sí. Vino el cerrajero
real. Nosotros lo miramos. Dijo que las cerraduras tienen pernos dentro. Lo único
que hay que hacer es empujar los correctos.
Asentando la punta de la hebilla entre el pulgar y el dedo índice, Neela la insertó
en la cerradura del grillete y empezó a retorcerla. No pasó nada.
—Jamás va a funcionar, Neels. Eres princesa, no violadora de cajas fuertes —opinó
Serafina.
—Gracias por tu voto de confianza —replicó Neela, acomodando el ángulo de la
punta. La retorció otra vez, y todas oyeron un ruido metálico. Sera echó un vistazo a
la puerta, nerviosa, pero el ruido no había llegado hasta el guardia.
—¡Funcionó! —exclamó Neela entusiasmada. Tiró del candado hacia abajo y sacó
el grillete—. ¡Nunca subestimes el poder de los accesorios!
—¡Vete, Neela, sal de aquí! —la urgió Serafina.
—¿Y dejarlas a ustedes con el comandante Escoria de Mar?
—El guardia puede venir en cualquier momento. ¡Tienes que irte!
Neela no hizo caso de lo que decía Serafina y se concentró en el candado de ella.
Después de unos minutos, pudo abrirlo también.
—Abre el de Thalassa. Yo voy a ver si hay alguna salida de aquí —dijo Serafina,
tirando su grillete—. Quizás alguna de las clavijas de la tienda esté suelta.
Empezó a empujar la lona con la esperanza de que pudieran levantar un sector y
nadar por debajo. Neela se dedicó al grillete de Thalassa. La cerradura era más
grande y más difícil de abrir.
—Tienen que irse, las dos. Déjenme —dijo Thalassa.
—No vamos a dejarte —afirmó Neela—. Puedo hacer esto.
Sacó la punta de la hebilla de la cerradura y levantó la mano. La piel le brillaba
intensamente, como cuando sus emociones eran muy fuertes. Usó la luz azul que
despedía para iluminar el agujero de la cerradura y vio que había una piedrita
atascada dentro.
La destrabó y probó de nuevo. En unos segundos, Thalassa estaba libre.
—¡Ja! Sí. Vaya si nos fuimos —dijo Neela, pero su triunfo duró poco.
—¡Chst! —la calló Thalassa.
Oyeron el sonido de aletas en el agua. Venía alguien.
—¡No encuentro ninguna salida! —informó Serafina desesperada.
—¡Pónganse otra vez los grilletes! ¡Hagan de cuenta que están dormidas! — siseó
Thalassa.
Las tres sirenas se pusieron rápido sus grilletes alrededor del cuello y pasaron el
pasador sin cerrarlo. Después se acostaron en el suelo, de tal modo que su pelo cayera
sobre el candado.
—¿Todo bien? —preguntó una voz.
—Estaban inquietas al principio, pero ahora se calmaron —respondió el guardia
de la puerta.
La puerta se abrió. Dos guardias entraron nadando. Uno iluminó a las sirenas con
una linterna. El otro se quedó en la entrada. Sera estaba segura de que podían oír el
latido de su corazón.
—Están durmiendo su sueño reparador —dijo un guardia.
—Lo van a necesitar —comentó el otro—. Traho se está impacientando y cuando
Traho pierde la paciencia, deja de cortar dedos y empieza a cortar cabezas.
Los guardias se rieron y salieron de la tienda. Uno siguió con sus rondas y el otro
retomó su posición junto a la puerta.
Las sirenas se sentaron y se sacaron los grilletes.
—Nada hasta el techo de la tienda —propuso Thalassa—. Quizás haya una
hendidura, un hueco, algo que puedas rasgar...
La hizo callar un ruido agudo, breve, fuera de la tienda, como de un grito
interrumpido. Fue seguido de un suave golpeteo, como de gotas de lluvia sobre la
vela de un barco. Antes de que la mente de Sera pudiera procesar qué eran esos
sonidos, la puerta se abrió de golpe y entró un hombre sirena nadando, arrastrando
un guardia detrás. El guardia tenía un corte en la garganta. Arqueaba la espalda y
agitaba la cola de pez. Los ojos, suplicantes y desesperados, se encontraron con los
de Sera. Ella dio un grito ahogado y se echó atrás.
El hombre sirena que arrastraba al guardia era alto y bronceado, con el pelo corto
y rubio, y una cola de pez azul. Lo seguían otros dos. Uno era pelirrojo y tenía la cola
de pez verde. El otro tenía ojos grises y cola gris. Todos tenían puñales enfundados
en sus caderas.
Neela se lanzó sobre el guardia moribundo. Le sacó la espada del cinturón y la
sostuvo delante de ella.
—Aléjense de nosotras —dijo. Tenía la voz firme, pero le temblaba la mano.
—Tienen que venir con nosotros. Ya mismo —respondió uno de los hombres
sirena.
—¿Quién eres? —exigió Neela.
—Soy Blu —contestó el rubio después de un segundo-—. Estos son Verde y Grigio.
—Sí, claro, esos son nombres muy convincentes —se irritó Neela—. ¿Por qué están
aquí? ¿Qué quieren?
—Sacarlas de aquí —-respondió Verde.
—¿Quién los envió?
—Un amigo. Después les explico.
De pronto, se oyeron gritos desde el otro lado del campamento. Se gritaban
órdenes. Una carrera de aletas agitó el agua.
—Hora de irse, chicas.
Neela tomó su decisión. Arrojó la espada al suelo y nadó hasta los hombres sirena.
Thaiassa se unió a ella. sera, con los ojos puestos en el guardia moribundo, no lo hizo.
Los labios del guardia dibujaron una última frase: «Por favor». Y falleció.
—¡Vamos! —siseó Grigio.
Sera, traumatizada, no se movió. Blu nadó hasta ella. Le tomó la barbilla con la
mano y le giró la cara hacia la de él.
—Mírame. .. mírame a mí, no a él.
Sera lo miró a los ojos.
—Él. .. él necesitaba ayuda. Me extendió el brazo —dijo con la voz quebrada.
—Y te habría matado también si se lo hubieran ordenado —replicó Blu—. Traho
viene hacia aquí. Lo asustamos, así que no va a esperar hasta mañana a la mañana
para obtener sus respuestas. Va a obligarlas a dárselas ahora. Aquí mismo. Y después
va a matarlas. Eso es lo que está haciendo en Cerúlea. O vienen con nosotros o se
quedan con él.
—Por favor, niña. No tenemos opción —la instó Thalassa.
Sera asintió con la cabeza, dura como una piedra. Blu le ofreció la mano. Ella la
tomó, y él la arrastró fuera de la tienda y a través del agua oscurecida por la sangre.
VEINTIDÓS
—Cinco minutos —dijo Verde, señalando una cueva—. Es todo.
—¡Necesita más de cinco minutos! ¡Mírala! —exclamó Serafina—. ¡No puede
respirar!
—Cinco minutos.
La cueva estaba encima de un banco de arena. Serafina y Neela entraron nadando.
Blu y Grigio las siguieron, cada uno con un brazo de Thalassa alrededor del cuello.
La bajaron al suelo, la apoyaron contra la pared y salieron para montar guardia.
Thalassa tenía la cara gris. El pecho le hacía un ruido sibilante. Había un poco de
plancton bioluminiscente en la cueva. Neela cantó una illuminata rápida y el
plancton empezó a brillar.
—Quédate con ella —le dijo Serafina a Neela—. Vuelvo en seguida.
Serafina encontró a Verde revoloteando en la boca de la cueva, oteando el lecho
del mar por si veía algún movimiento.
—No tendríamos que haber parado —reconvino él—. Sólo faltan unas horas para
que amanezca. Tenemos que seguir avanzando mientras todavía está oscuro.
Había otros cinco hombres sirena con él, incluidos Blu y Grigio. Uno de ellos
meneó la cabeza.
—No quedó otra, jefe. La anciana no está bien.
—¿Quiénes son ustedes? —inquirió Serafina. Por fin había tiempo de preguntar.
—Amigos —respondió Verde.
—¿Por qué nos están ayudando?
Verde se dio vuelta sin contestar. Hizo señas a los otros, y todos menos uno lo
siguieron y se dispusieron en abanico frente a la cara del banco de arena. Blu se
quedó junto a la cueva, cual centinela Serafina se sentó en la boca de la cueva. No
sabía cómo iba a hacer para levantarse y nadar otra vez en cinco minutos. .. ni cómo
iba a hacer Thalassa. Estaba cansada y hambrienta. La mordedura en la aleta de su
cola le estaba sangrando de nuevo. Había estado nadando a toda velocidad desde que
salió del campamento de Traho hacía una hora. Iban hacia el norte. Verde las había
guiado por las aguas nocturnas.
Apenas si lo habían logrado. Había sonado una alarma cuando escapaban, y
habían salido soldados en todas las direcciones con antorchas encendidas. Las
sirenas y sus misteriosos rescatadores nadaron por encima de un enorme arrecife de
coral y se escondieron del otro lado. Uno de los hombres sirena había asomado la
cabeza con unos binoculares en la mano para ver cuántos eran los que los perseguían.
—Cuarenta, por lo menos —informó—. Con hipocampos.
—Rápido, denme algo. Cada una de ustedes. Un cinturón, un pedazo de tela, lo
que sea —ordenó Verde.
Cuando Thalassa preguntó por qué, le arrancó una manga de su vestido. Neela en
seguida le dio su enagua. Serafina arrancó un pedazo de su dobladillo. Mientras lo
hacía, oyó un aullido.
—¿Qué es eso? —preguntó asustada.
—Cazones. Grandes, feos, y buenos rastreadores —respondió Verde, atando las
telas entre sí. Otro hombre sirena, alto y larguirucho, con cola dorada, tomó el atado.
—Van a saber que nos dirigimos a la laguna —le dijo Verde— Pero no van a saber
qué corriente tomamos. Nada en dirección norte con este atado y luego desvíate
hacia la ensenada del laido. Nosotros nos dirigiremos hacia el oeste y después
pegaremos la vuelta por la corriente crescita hasta Chioggia. Una vez que este-mos
en la laguna, los cazones van a perder el rastro. Búscanos en el palazzo.
El hombre sirena asintió con la cabeza y salió disparado.
—Ahora tenemos que movernos rápido. Muy rápido. Mantengan el ritmo —le
había dicho al resto—. Si no llegamos a Chioggia antes de que los jinetes de Traho
descubran lo que hicimos, se acabó todo.
Nadie había dicho ni una palabra hasta que Thalassa empezó a boquear. Serafina
les rogó que redujeran la marcha para que pudiera descansar, pero ellos no quisieron.
Dos de ellos la tomaron de los brazos y la ayudaron. Siguieron avanzando hasta que
prácticamente no podía respirar y Serafina les gritó que se detuvieran.
Ahora, Serafina se estaba estirando, primero la espalda, después la cola, para
aflojar los músculos doloridos. Al estirar los brazos, se miró las manos. Le habían
robado sus hermosos anillos. Todos, menos el corazoncito de caracol que le había
hecho Mahdi una vez. ¿Habría sobrevivido al ataque? ¿Y Yazeed? Se preguntó si
alguna vez volvería a ver a alguno de ellos.
Serafina se sacó el anillo del dedo. Era tan sencillo y tan inocente que el solo hecho
de mirarlo la hería. Le recordaba todo lo que había perdido. A Mahdi. A sus padres.
A Cerúlea. Toda su vida.
—Le perteneces a otra Sera, no a mí —susurró. Tiró el anillo y miró cómo se hundía
por el agua, hasta que ya no lo vio más.
Luego ocultó la cara entre las manos.
Un minuto después, una voz dijo:
—¿Estás bien? —Era Blu. Se sentó junto a ella.
—Sí, estoy genial. Jamás estuve mejor —respondió y bajó las manos.
—Ya no estamos tan lejos de la laguna. Vamos a lograrlo. Allí van a estar a salvo.
Serafina se rio con amargura.
—¿A salvo? Ya no estoy segura de saber lo que eso significa, señor Blu.
—Blu a secas está bien. Y Grigio. Y Verde. No somos ceremoniosos. ¿Qué le pasa
a tu cola? —le preguntó, señalándosela—. Está sangrando.
—Una mordida de anguila.
—Tienes que vendarla para que haya presión en la herida. Si no, no va a parar.
Puso las manos debajo del extremo de la cola y le levantó las aletas con suavidad,
observando la mordida. Los dientes de la anguila habían hecho un tajo largo,
irregular, en el tejido blando.
—Esto está muy feo —observó.
Serafina se sonrojó. No estaba acostumbrada a que extraños le tocaran su cola de
pez.
—Ejem, estoy bien. En serio —dijo y trató de soltarse de él.
—Disculpa, pero este no es momento para la modestia. No podemos dejarte
sangrando en el agua con cazones persiguiéndonos. —Le bajó las aletas y arrancó
una banda ancha de la parte de abajo de su vestido.
—¿Tienes un equipo de primeros auxilios que yo no haya visto?
—No, pero...
—Entonces esto es lo mejor que tenemos —replicó él, arrancándole dos tiras más.
Enrolló una tira y la apretó contra la mordida. Después le enroscó otra alrededor
de la aleta para que sostuviera la venda. Trabajaba rápido y con destreza. Serafina lo
miró mientras envolvía cuidadosamente con la tercera tira la punta de su cola y
después la venda, atándola de tal modo que no se pudiera salir. Tenía la piel marrón
clara y suave; el pecho y los brazos eran musculosos.
En el pecho tenía vello de color oro puro. En un momento alzó la vista y ella vio
que tenía los ojos del mismo azul profundo que la cola de pez. Cruzaron sus miradas
y las sostuvieron. Ella desvió la vista antes que él, sonrojándose otra vez.
—Ahí está —habló él cuando hubo terminado—. No es lo ideal pero debería
servirte hasta que lleguemos a la laguna.
—Gracias —dijo ella.
Él se encogió de hombros.
—No es nada.
—No sólo por el vendaje —aclaró ella—. Por salvarnos. Espero que me digas quién
eres... Cuando vuelva a Miromara y todo esto...
Blu la interrumpió:
—Eso no va a ocurrir. La ciudad está en ruinas. La controlan los invasores. Los
muertos se apilan en las plazas. Ni... ni siquiera llegan a enterrarlos...
Dejó de hablar y tragó saliva. Con dificultad.
—¿Perdiste a alguien?
—A mis padres —dijo Blu lacónico.
Serafina le tomó la mano instintivamente.
—Lo siento mucho —le dijo, estrechándosela.
Él también se la estrechó a ella.
—Gracias —habló en voz baja—. No puedes volver allá. Prométeme que no lo harás.
—Tengo que volver. Es mi ciudad.
—Ya no. Ahora es de Traho. Estuvo recorriéndola de una corriente a otra,
interrogando a la gente.
—¿Qué gente?
—Los nobles. Los cortesanos. Los sirvientes. Los peones. Cualquiera que pudiera
haber tenido contacto contigo. Cualquiera que él sospechara que te tenía escondida.
Si no le daban información, los hacía ejecutar
—Pobre gente —se lamentó Serafina, con el corazón destrozado—. Murieron por
mi culpa.
—No, murieron por culpa de Traho —replicó Blu con firmeza.
Serafina bajó la vista y se dio cuenta de que todavía estaba estrechándole la mano.
¿Qué hacía? Él era un completo extraño.
—Debo irme. Tengo que ver cómo sigue Thalassa —dijo con torpeza y se fue
nadando.
La cara de Thalassa todavía estaba cadavérica. Estaba sentada muy quieta con los
ojos cerrados. Neela meneó la cabeza en respuesta a la pregunta no pronunciada de
Serafina.
Un minuto después, se les unió Blu.
—No podemos quedarnos aquí mucho más —dijo—. Tenemos que...
—¡Praedatori! —gritó una voz, áspera y altisonante, desde afue-a de la cueva—.
¡Tengo a uno de los suyos! ¡Entréguenme a las sirenas y lo dejaré v ivir!
—¿«Praedatori»? —repitió Serafina anonadada. Se volvió hacia Blu—. ¿Ustedes
son bandidos?
—Según algunos.
Serafina se acordó de lo que le había contado Neela sobre la preocupación de
Bilaal por posibles ataques de praedatori durante su viaje.
—¿Por eso nos ayudaron? ¿Para poder entregarnos al mejor postor? —preguntó
ella en tono acusador—. ¡Confiamos en ustedes! ¡Y nos traicionaron!
—Piensa un minuto en lo que dices —señaló Blu—. El mejor postor, en ese caso,
sería Traho, ¿correcto? Nosotros las liberamos de él, ¿lo recuerdas?
Sera todavía desconfiaba.
—¿Entonces, adónde nos llevan? ¿Con su líder? ¿Con Kharkarias?
—Sí —contestó Blu.
—¿Qué quiere él de nosotras?
Sera miró a Blu a los ojos, buscando la verdad. Quería confiaren él, pero tenía
miedo. Había confiado en Zeno Piscor y acabó prisionera de Traho.
Apareció Grigio.
—Problemas. Mayúsculos —informó.
Blu salió nadando otra vez. Serafina y Neela lo siguieron. En las marismas debajo
de ellos, había hombres sirena con hipocampos, que llevaban antorchas. A la luz de
ellas, Serafina vio unos peces grises enormes, cazones, que nadaban en círculos. Uno
de los jinetes se adelantó. Arrastraba algo detrás de sí. Cuando salió nadando delante
de los demás, Serafina pudo ver qué era. O más bien, quién: el hombre sirena que se
había ido nadando hacía un rato para distraer a los cazones.
—¡Praedatori! —vociferó el líder—. ¡Tráiganme a las sirenas o mato al chico!
Serafina salió para las marismas. Blu la aferró del brazo.
—¡Déjame ir! ¡No quiero ser la causa de ninguna otra muerte! —rogó ella.
—No seas estúpida. Ya está muerto —explicó Verde.
—¡No, no está muerto! ¡Está vivo! ¡Está allí abajo!
—En el instante en que te entregue, los jinetes lo van a matar. A él, a mí y a todos
mis hombres.
—¿Por qué está negociando con nosotros? —preguntó Neela—. ¿Por qué no nos
atacó? Nos sobrepasan en número por mucho.
—Porque tiene miedo. Como bien debería. Sabe que ya no tengo un grillete de
hierro alrededor del cuello.
Era Thalassa, que se dirigía despacio hacia ellos.
—¡Magistra! —exclamó Serafina—. ¡Oh, gracias a los dioses! Los soldados de
Traho están allá abajo. Tenemos que irnos. ¿Puede nadar?
Thalassa meneó la cabeza.
—Yo soy la canta magus de Miromara, no un ladrón cualquiera que se escabulle
en medio de la noche. Ya es hora de que la escoria marina que nos persigue se entere
de eso.
Ella y Verde se miraron el uno al otro. Hubo algo que circuló entre ellos. Un
acuerdo.
—Podría poner un remolino gigante detrás nuestro —propuso él—. O una
tormenta de limo.
—Un juego de niños. —Thaiassa hizo un gesto de desdén—. Haré algo mejor.
—Un remolino los detendría —dijo Serafina con entusiasmo—. No estamos lejos
de la laguna, magistra. Podemos lograrlo, ahora que ya recuperó el aliento.
—Puedo darles treinta minutos, quizás un poco más —-estimó Thalassa, todavía
hablándole a Verde—. Júrame que las llevarás adonde estén a salvo.
Verde asintió con la cabeza.
—Por mi vida —prometió.
Y entonces, Serafina entendió. Ellos se iban, pero Thalassa no.
—No, magistra —dijo desesperada—. iNo!
—Serafina... —comenzó Thalassa.
—No puede quedarse. ¡No puede! —rogó Serafina y ahogó un sollozo—. Usted es
lo único que me queda de Miromara.
Thalassa apoyó su mano sana en la mejilla de Serafina.
—Y tú, niña, eres lo único que le queda a Miromara —afirmó.
Las palabras de Thalassa la impresionaron. No había tenido mucho tiempo de
pensar en lo que pasaría, sólo en lo que ya había pasado. Pero lo que había dicho
Thalassa era cierto: la ciudad de Cerúlea había caído, su madre estaba prisionera...
si todavía seguía viva. Su padre estaba muerto. No tenía idea de lo que le había
pasado a su tío. Ni de si su hermano estaba todavía en la frontera oeste. Eso
significaba que ella era la única esperanza de su reino.
—No puedo hacer esto, magistra. No sé cómo.
—Jamás olvides lo que te dije. Muestra lo que hay en tu corazón y todos los
corazones van a estar contigo —explicó Thalassa.
Abrazó a Serafina bien fuerte, y después la dejó ir.
Serafina iba a ir a la laguna porque tenía que hacerlo. Tenía que seguir con vida.
No podía ayudar a su pueblo si la atrapaban. Y Thalassa iba a quedarse aquí. Porque
ella tenía que hacerlo. Prefería morir protegiendo a Serafina, antes de ser la razón
por la cual la capturaran.
—Tenemos que irnos —urgió Verde.
Serafina meneó la cabeza, con los ojos todavía puestos en Thalassa.
—Todavía no. Por favor.
Thalassa salió nadando de la cueva. Miró hacia abajo, a los jinetes, por unos
segundos, como si los estuviese midiendo, y después alzó la cabeza y se puso a cantar.
Todos se quedaron inmóviles, hechizados. Serafina, Neela, Blu, hasta Verde. Nadie
dijo ni una palabra. Thalassa estaba maltrecha y ensangrentada, se enfrentaba a una
muerte segura, y aun así, jamás había sonado tan magnífica. Su voz era el sonido del
mismísimo mar: la agitación y el estruendo de las olas rompientes, el bramido de un
vendaval, el rugido de un tsunami.
Tiró del viento y lo metió en el agua, y formó espirales, remolinos gigantes, uno
detrás de otro, hasta que hubo levantado un muro de tifones que giraban. Ya no era
una mera sirena. Era un sistema de tormentas de categoría cinco. Y estaba
aplastando al enemigo.
—Serafina —la llamó Blu con suavidad.
Sera asintió con la cabeza. Ahora sí se iría. Se alejaría nadando rápido y con fuerza.
Con el sonido de la voz de Thalassa en su cabeza para siempre. Para siempre en su
corazón.
VEINTITRÉS
Había caras que se alzaban en la oscuridad gris de la laguna. Voces, quebradas y
desesperadas, que suplicaban pidiendo ayuda.
—Por favor, ¿podrías darme algo de dinero marino?
—Mi hijo está herido. ¡Necesita un médico!
—Mi marido está desaparecido. Se llama Livio. Es alto, de pelo negro. ¿Lo vieron?
La laguna estaba a sólo veinte kilómetros al norte de Cerúlea, apenas un poco más
de diez millas náuticas. Los refugiados de la ciudad, aturdidos y con heridas,
nadaban por las corrientes estrechas. Se acurrucaban en los portales y dormían en
los callejones.
—Mis hijos están hambrientos, ¿tienes algo de comida? —pidió una sirena. Tenía
dos niños pequeños aferrados a su cola y un bebé en los brazos.
Serafina se detuvo. No tenía comida ni dinero para dar. Se volvió hacia Blu.
—Tenemos que seguir avanzando —afirmó él—. Las aguas se están aclarando. Va
a amanecer en una hora.
—Debes tener algo contigo... una drupa o un cauri —dijo Serafina—. Dale algo o
no me muevo de aquí.
—¡Muévete!—siseó Verde.
Blu se sacó su aro, una argolla de oro, y se lo dio a la sirena.
—Véndela —le dijo Serafina—. Podrás conseguir algunos trocii. —La sirena abrazó
a Blu. Tomó la mano de Serafina y se la besó.
—Usted es la principessa, ¡Sé que es usted! La vi en el Kolisseo. ¡Gracias! ¡Oh,
gracias, principessa! —exclamó.
Un hombre sirena alcanzó a oírla y se dio vuelta.
—¡Es ella! ¡La principessa! —vociferó.
—¡Recupere Cerúlea! —gritó una sirena—. ¡Vénguenos!
Un hombre sirena de aspecto grasiento que las miraba desde un portal dio media
vuelta y se fue nadando. Verde movió a Serafina de un tirón.
—Se está corriendo la voz —afirmó—. Y eso no es bueno. Hay laguneros, muchos
de ellos, que te venderían a Traho por dos cauris.
—¿Tú vas a vendernos por más? —preguntó Serafina socarronamente.
Verde no se molestó en responderle.
Serafina todavía quería confiar en ellos, quería confiar en todos. Thalassa, al
parecer, había confiado. Pero eran praedatori. Bandidos. ¿Por qué iban a ayudar a
dos princesas?
El grupo siguió nadando, a través de antiguas arcadas, por corrientes apenas
iluminadas. Serafina miró a su alrededor y se preguntó dónde estaría la guarida de
Kharkarias. Nunca había ido a la laguna, pero había oído muchas historias. Estaba
en la frontera con la ciudad humana de Venecia y era parte de Miromara, pero no le
pertenecía a nadie. Hogar de criminales, sirenas canoras, estafadores y espías, era
también el lugar predilecto para los espadachines: jóvenes sirena que le levantaban
la aleta del medio a la sociedad vistiéndose de piratas.
A medida que se acercaban al corazón de la laguna, las sórdidas corrientes iban
dando paso a plazas bordeadas por bares y discotecas. Del lado de afuera, la lava
bullía dentro de globos de colores estridentes. La música a todo volumen salía por
sus puertas abiertas inundando las calles. Serafina vio negocios donde se podía
comprar de todo: perlas con canciones mágicas, plata de buques naufragados, raras
criaturas marinas, vino de posidonia.
Luego, las corrientes estrechas de la laguna derivaban en cana- les hechos por
humanos, y los bares y discotecas, en palazzos venecianos. su tío le había contado
que nobles y mercaderes terragones adinerados habían construido esas viviendas
grandiosas hacía siglos sobre pilares de madera introducidos bien hondo en la arcilla
dura de la laguna, y que habitantes del mar igualmente adinerados habían
construido sus palazzos debajo de ellos. Estos habitantes, de atuendos refinados y
esquivos en sus modos, ahora entraban y salían nadando de sus viviendas. Muchos
llevaban máscaras. serafina vio caras blancas con labios rojos. caras doradas con
delicado encaje negro. La cara de un ave acuática, con pico curvo, cruel. Un arlequín.
Una luna en cuarto creciente. La cara de la muerte.
El efecto le pareció inquietante. Las máscaras en sí eran estáticas e impasibles,
pero los ojos detrás de ellas eran vivaces y apredativos. Se decía que estos habitantes
de palazzos habían ganado sus riquezas dando conciertos secretos para los humanos.
Asociarse con los terragones era ilegal. En la laguna, sin embargo, el único delito era
ser tan tonto como para dejarse atrapar al hacerlo.
—Ese es el Gran Canal —apuntó Verde, señalando hacia delante—. El palazzo no
está lejos.
—Hay feo olor aquí —dijo Neela, haciendo una mueca.
—Son los terras —explicó Grigio.
A un cuarto de legua subiendo por el canal, Verde dobló en un canal más chico, o
un río.
—Aquí es —afirmó—. Camino de Calíope.
Nadó unos metros por el río y luego se detuvo frente a un edificio de mármol
blanco con un portal gótico elevado. Había antorchas de lava que relumbraban a cada
lado. Debajo de ellas, había rostros de ojos ciegos y bocas abiertas tallados en piedra.
Una imagen de la diosa del mar, Neria, con dioses menores a los costados, estaba
tallada en bajorrelieve sobre la puerta. Arriba de eso había una galería de arcadas en
punta, decoradas con un delicado friso de flores marinas, peces y caracoles.
Blu levantó la pesada aldaba de hierro y la dejó caer.
—¿Qui vadit ibi?
Eran las caras de piedra. Habían hablado al mismo tiempo.
—Filii maris —dijo Blu.
«Palabras antiguas. Dichas cuando se construyó el palazzo» pensó Serafina. Pudo
entender las palabras en latín. «¿Quién anda ahí?», era la pregunta. «Hijos del mar»,
era la respuesta.
Las puertas se abrieron hacia afuera.
—Por aquí —indicó Verde—. Él los está esperando.
Serafina y los demás lo siguieron adentro. Las puertas se cerraron detrás de ellos
con un estruendo ominoso. Giraron los tambores de la cerradura. Se cerró un cerrojo.
Ella alzó la vista y vio una luz que caía sobre el agua. Verde nadó hacia ella. Serafina
y Neela se miraron una a otra y luego hicieron lo mismo. Cuando salieron a la
superficie, se encontraron en una piscina grande, rectangular, que ocupaba la mayor
parte de una habitación cavernosa: una habitación que también contenía muebles,
una chimenea, luz eléctrica y aire.
Una habitación para un terragón.
—No... no entiendo —titubeó Serafina—. Pensé que era la casa de una sirena.
—Van a estar bien —le dijo Blu—. Tenemos que irnos.
—Mis dioses, Blu —habló Serafina al darse cuenta de lo que los praedatori habían
hecho—. ¿Nos vendieron a los humanos?
—¿Qué? ¡No! ¡No pueden hacer esto! -—dijo Neela con voz chillona por el miedo.
Blu ya estaba debajo del agua. Él y todos los praedatori.
—¡Blu, espera! —gritó Serafina.
Era demasiado tarde. Las sirenas estaban completamente solas.
VEINTICUATRO
—¿Qué es este lugar? —preguntó Serafina, mirando a su alrededor con cautela.
—Un gravísimo error —dijo Neela—. Tenemos que salir de aquí.
—No podemos. Estamos encerradas —afirmó Sera.
Con las aletas erizadas, nadó hasta el borde más alejado de la piscina. Unos
escalones anchos y planos que formaban un ángulo con la pared de la piscina
llevaban hacia afuera del agua y se metían en la habitación terragona. Usando su cola,
Sera se empujó hasta arriba y espió dentro del cuarto. El aire, tan rico en oxígeno, la
hizo sentir momentáneamente mareada.
Las paredes del cuarto estaban adornadas con mosaicos. Había leños ardiendo en
una chimenea de piedra enorme. El piso de piedra estaba cubierto por gruesas
alfombras de lana. En la repisa de la chimenea, en atriles y en las mesas, había
artefactos: ánforas, estatuas, tablas talladas, trozos de terracota. Había tomos
encuadernados en cuero que llenaban los altos estantes de la pared más alejada.
—Es el ostrokon de un terragón —dijo Neela—. Mira todos los biblos.
—Creo que se llaman libros —replicó Serafina.
Había viejas pinturas al óleo colgadas en las paredes: retratos de nobles terra
muertos hacía tiempo. Una llamó la atención de Serafina. Era un cuadro de una
mujer joven, no mucho mayor que ella. Llevaba una corona con joyas y un vestido de
seda bordado con un cuello rígido de encaje. Alrededor del cuello, tenía collares de
perlas perfectas, una gargantilla de rubíes y un magnífico diamante azul en forma de
lágrima.
—María Teresa, infanta de España y mi antepasada por parte de mi madre —dijo
una voz.
En un abrir y cerrar de ojos, Serafina y Neela estaban otra vez bajo el agua. Cuando
salieron a la superficie, bien en el centro de la piscina, vieron a un hombre sentado
en el borde. Era de contextura liviana, con pelo grueso, canoso, peinado hacia atrás
desde la frente. Detrás de los anteojos, sus ojos azules eran astutos y penetrantes.
Llevaba un saco de tweed, un chaleco y una corbata de seda que le daban una
elegancia pasada de moda. Tenía los pantalones arremangados y los pies en el agua.
—Sus joyas son bellísimas, ¿no? —indicó él, mirando el cuadro—. Fueron legadas
por las reinas españolas a sus hijas a través de muchas generaciones. Por desgracia,
se perdieron junto con la infanta en 1582. Iba navegando hacia Francia en un barco,
llamado Deméter, para casarse con un príncipe. Los piratas atacaron el barco y lo
hundieron.
Serafina, alarmada, empezó a cantar un confuto, un hechizo canta prax que hacía
que los terragones parecieran locos cuando hablaban del pueblo de las sirenas. Era
lo primero que hacía una sirena al encontrarse cara a cara con un humano... pero la
voz de Sera al cantarlo sonó metálica y las notas le salieron desafinadas.
—Por favor, no se exija innecesariamente, Su Alteza —dijo el hombre dándole la
espalda—. Los confutos no funcionan conmigo. —Su sirenés era impecable.
—¿Quién es usted? —reclamó Serafina—. ¿Por qué nos compró?
—Me llamo Armando Contorini, duca di venezia, líder de los praedatori. Este es el
praesidio, mi casa. Y no las compré. ¡Por todos los dioses! ¿De dónde diablos sacaron
esa idea? Son mis invitadas de honor y pueden sentirse libres de quedarse o irse.
—¿Usted es el líder de los praedatori? —inquirió Neela—. Pero eso significa que es
Kharkarias, el Tiburón.
El duca se rio entre dientes.
—Eso me temo. Un sobrenombre muy tonto, ¿no?
—No parece un bandido —-afirmó Serafina.
—Ni un tiburón —concordó Neela.
—En realidad, soy abogado, la peor clase de tiburón —dijo el duca y rio—. Mil
disculpas, queridas sirenas. Humor de la sala de justicia. Déjenme explicarles. El
ducado fue creado por Merrow. Durante cuatro milenios, los duchi di Venezia
llevamos a cabo la tarea que ella nos confió: proteger el mar y a sus criaturas de
nuestros compañeros terragones. Controlo una cuadra de luchadores en tierra y en
el agua. En tierra, nos llamamos los Guerreros de las Olas y...
—Eh... ¿Duca Armando? ¿Realmente dice que tiene terragones luchando contra
otros terragones en nombre de los mares? —preguntó Neela con una expresión de
duda en su rostro.
—Ah, sí. Muchos humanos aman a los mares tanto como ustedes... y luchan
duramente para protegerlos. Los Guerreros de las Olas recolectan evidencia contra
los saqueadores y contaminadores, y luego yo voy a la corte para detenerlos. En el
agua, a nuestros luchadores se los conoce como los praedatori, y somos un poco. —
Hizo una pausa—. Bueno, digamos sencillamente que no hacemos las cosas de la
manera habitual.
Neela entrecerró los ojos.
—Perdón, ¿no?... pero en Matali, se los llama ăparădhika. Criminales. Hace unas
semanas, y ni se le ocurra negarlo, los praedatori robaron la colección de plata de
naufragios del secretario de Asuntos Exteriores Tajdar. Vale casi trescientos mil
trocii.
El duca resopló:
—¿Negarlo? enorgullece! Fue un atraco brillante. A la colección de Tajdar no la
rescataron de naufragios. Se la dio, en el transcurso de varios años, un capitán de un
gran arrastrero a cambio de información sobre los movimientos de los atunes de
aleta amarilla. Mis espías vieron cómo se pasaban la mercadería en varias
oportunidades. ¿Hace falta que les recuerde el estado de peligro en que se
encuentran los atunes de aleta amarilla? El exceso de pesca los devastó. Los negocios
de su secretario de Asuntos Exteriores son más turbios que el mar revuelto, mis
queridas. Los praedatori no hicieron más que robarle a un ladrón.
—¿Habla en serio? —sospechó Neela.
—Por lo general.
—¿Qué hizo con el botín?
—Lo vendí para financiar operaciones encubiertas. Cortamos redes y palangres.
Instalamos hospitales de campaña para las tortugas, dugongos, leones marinos y
delfines lastimados. Trabamos hélices, enredamos anclas, perforamos pontones. Lo
que sea necesario para preservar la vida acuática. Hace falta muchísimo dinero
marino para financiar todo.
—Pero Duca Armando, el robo no deja de ser robo —replicó Serafina, todavía
desconfiando de este hombre—. Es un delito más allá de quién sea el que robe. O de
por qué lo haga.
—Dígame, principessa, si usted fuese pobre y tuviera una hija, y esa hija se
estuviese muriendo de hambre, ¿robaría un pote de gusanos de quilla para salvarle
la vida? ¿Cuál es el crimen mayor: robar comida o permitir que muera un inocente?
Serafina no respondió de inmediato. No podía rebatir su razonamiento ni que su
causa fuera justa, pero no quería admitirlo. NO antes de que supiera exactamente
por qué estaban allí ella y Neela.
Neela respondió por ella:
—Por supuesto que ella robaría los gusanos. Cualquiera lo haría. ¿Adónde quiere
llegar?
—A que, a veces, tenemos que luchar contra el mal mayor con uno menor. Las
aguas del mundo están en gravísimo peligro. Tuvimos algunos buenos resultados en
las cortes de los terragones contra los peores criminales, pero eso no es suficiente.
Por eso robamos a los ladrones para avanzar en nuestra causa. Me hace más feliz
liberar a Tajdar y a todos los que son como él de sus ganancias mal habidas si eso
salva a una especie de que la pesquen hasta que se extinga o evita que aparezca otro
lago de basura en el océano Pacífico, o que un magnífico tiburón sea asesinado por
sus aletas.
—¿Quiénes son los praedatori? —preguntó Neela.
—Eso no puedo decírselo. Sus identidades se mantienen en secreto para
protegerlos. Las caras, los cuerpos, las voces... todo se disfraza por medio de
poderosas canciones mágicas. Vienen de toda clase de mares y se comprometen a
defender las aguas de la tierra. —Su expresión se volvió solemne—. No es un
compromiso para tomar a la ligera. Los riesgos que corren son inmensos. A muchos
los matan en el cumplimiento de su deber. En los días que corren, los amigos del
agua tienen muchos enemigos. Apenas la semana pasada, dos de mis soldados
murieron saboteando una matanza de focas. Los lloré como si fueran mis propios
hijos. —Los ojos se le llenaron de tristeza y se le llenó de furia la voz—. Toda-vía no
nos recuperamos de esa pérdida y ahora nos enfrentamos a esto... esta carnicería en
Miromara.
Al oír mencionar a su reino, a Serafina se le volvieron a erizar las aletas.
—Duca Armando, ¿por qué estamos aquí? —le preguntó ella, incapaz de contener
sus temores por más tiempo—. Dice que los praedatori existen para luchar contra los
terragones, pero a Miromara la atacaron sirenas, ¿así que por qué se involucra? Esta
lucha no es de los praedatori
—Ah, sí que lo es —dijo el duca.
—Pero fue Ondalina quién nos atacó. La flecha que hirió a mi madre tenía veneno
de cótido ártico. Los uniformes de los atacantes eran negros: el color del almirante
Kolfinn. Eran hombres sirena, Duca Armando, no humanos —refutó Serafina.
—Vieron lo que Kolfinn quiso que vieran —explicó el duca—. Tuvo ayuda.
—¿De quién? —preguntó Serafina, asustada ante la idea de que otro reino de
sirenas se hubiera aliado con Ondalina—. ¿Atlántica? ¿Qin ?
—No, mi niña. De los terragones. Del peor de su especie. Rafe Iaoro Mfeme.
VEINTICINCO
—No puede ser —dijo Serafina, anonadada—. Los terragones nunca pudieron
encontrarnos, ni a nosotros ni a nuestras ciudades. Tenemos hechizos para
mantenerlos alejados; tenemos centinelas y soldados.
Estaba prácticamente balbuceando por el miedo. No quería aceptar lo que decía
el duca. No podía aceptarlo. Durante milenios, sólo la magia había protegido a las
sirenas de los saqueadores terragones. Los humanos no podían romper los hechizos
protectores de las sirenas, pero otras sirenas sí podían. ¿Era eso lo que estaba
haciendo Kolfinn?
—Si los terragones pueden atacarnos, van a destruirnos —continuó ella—. Duca
Armando, no hay manera de que Ondalina esté alineada con los terragones. Ni
siquiera Kolfinn podría cometer semejante traición. Ningún líder sirena lo haría.
—Piense, principessa —la instó el duca—. ¿De dónde venían los atacantes?
Serafina retrocedió mentalmente al Kolisseo. Lo veía todo con mucha claridad,
como si todo hubiera pasado hacía apenas unos minutos. Vio cómo herían a su madre.
Cómo mataban a su padre. Y miles de tropas bajando sobre la ciudad.
La verdad le cayó como una oleada.
—Desde arriba —dijo—-. Los transportó Mfeme. En la bodega de un arrastrero.
El duca asintió con la cabeza.
—Tres, para ser exactos. El Bedrieêr, el Sagi-she y el Svikari. Todos fueron vistos
en aguas de Miromara el día del ataque.
—Pero eso no tiene sentido —afirmó Neela —. ¿Cómo pudo transportarlos? Los
atacantes eran sirenas. No pueden subir caminando por la planchada de un barco así
como así.
—Creemos que llenó las bodegas de sus arrastreros con agua salada y subió a las
tropas a bordo en redes enormes. El armamento se cargó del mismo modo. Los
dragones de mar siguieron a los barcos.
—¿Cuál fue el precio? —preguntó Serafina con amargura— Mfeme ayudó y
encubrió a Kolfinn. ¿Qué le dio Kolfinn a él?
—Información, creemos —respondió el duca—. Es probable que le haya dado la
ubicación de los cardúmenes de atún, bacalao y pez espada. De los tiburones. Del
krill. De los lugares de cría de las focas. Mfeme saquea los mares en busca de
cualquier criatura de valor.
—Pero Duca Armando —intervino Neela— ¿Por qué querría Kolfinn atacar
Miromara?
—Por la disconformidad con los términos de paz del tratado entre los dos reinos.
Ondalina todavía está resentida por la pérdida de la Guerra de la Cordillera
Submarina de Reykjanes.
En ese momento, se abrió una puerta y entró una mujer pequeña y robusta que
llevaba una bandeja. Asustadas, las sirenas se sumergieron otra vez.
Armando las calmó cuando salieron a la superficie.
—Esta es Filomena, mi cocinera —explicó.
Filomena apoyó la bandeja en el más alto de los escalones.
Miró a las sirenas, en especial a Serafina luego se volvió hacia el duca y habló
rápido en italiano.
—Sí, si —dijo él con tristeza.
—¡Ah, la povera piccina! —sollozó ella, secándose los ojos con el delantal.
Sera entendía el italiano, pero Filomena hablaba tan rápido que el duca tuvo que
traducir.
—Me preguntó si usted era la hija de Isabella. Dice que usted tiene sus mismos
gestos. Es una gran admiradora de Isabella —explicó.
—¿Mi madre viene aquí? —preguntó Serafina—. No puede ser. Está prohibido.
—Los buenos líderes saben cuándo seguir las reglas y cuándo romperlas —
manifestó el duca—. Viene para averiguar sobre el accionar de los terragones y sobre
cómo podrían afectar a su reino.
Serafina no podía creer lo que le estaba diciendo. ¿Su madre había roto las reglas?
No era posible. Estaba mintiendo, tratando de ganarse su confianza. Pero después se
acordó de algo que había oído a escondidas cuando estaba fuera de la sala de
recepción de Isabella.
El Conte Orsino había mencionado que se habían avistado praedatori cerca de una
aldea atacada recientemente, e Isabella había dicho:
—Los praedatori se llevan cosas de valor, no a la gente. Son una pequeña banda
de ladrones. No tienen el número suficiente como para atacar poblados enteros.
En ese momento, Sera se había sorprendido por el tono displicente de su madre.
Ahora lo entendía: Isabella conocía al líder de los praedatori, y sabía que él y sus
soldados nunca harían daño a las sirenas.
El duca estaba diciendo la verdad.
—¿Tiene alguna noticia de mi madre? —preguntó Serafina con temor a la
respuesta—. ¿De mi tío? ¿De mi hermano?
—¿O de mi familia? —indagó Neela.
—Hay rumores, y quiero recalcar que son sólo rumores, de que su tío escapó,
Serafina. Y de que se dirige al norte, a las aguas de los kobold.
—Hacia las aguas de los duendes? ¿Por qué? —averiguó Sera.
—Para reclutar un ejército. Los kobold son guerreros temibles y la única fuente de
armamento de las sirenas —respondió el duca
A Serafina le pareció que su razonamiento tenía sentido. Las sirenas dependían
de las tribus de duendes para que extrajeran y forjaran metales para ellas. Los
duendes hacían las armas y las herramientas para las sirenas, y acuñaban su
moneda: trocus de oro, drupas de plata y cauris en monedas de cobre. Neria le había
prohibido la habilidad de trabajar el metal al pueblo de las sirenas, a fin de evitar que
usaran la magia para generar riquezas.
—Al menos podemos tener la esperanza de que esos rumores sean ciertos —
convino el duca—. Ahora coman. Por favor. Deben de estar las dos famélicas.
Serafina miró a Neela y vio sus propios pensamientos reflejados en los ojos de su
amiga. «¿Podemos confiar en él? La comida podría estar envenenada.»
—Entiendo su preocupación —intervino el duca, como si les hubiera leído la mente.
Se levantó, cruzó la habitación y tomó un caracol de un estante—. Si escucha, va a oír
la voz de su madre —afirmó y le pasó el caracol a Serafina.
Se lo llevó al oído.
—Serafina, mi querida hija, si estás escuchando este caracol, significa que estás en
el praesidio y yo estoy cautiva o muerta. Ahora tienes que confiar en el duca. La
relación de su familia con nuestra especie se remonta a miles de años. Le confiaría
hasta mi vida, Sera, y la tuya. Déjalo ayudarte. Él es el único que puede. Te amo, mi
niña. Gobierna bien y con sabiduría...
Serafina bajó el caracol, conteniendo las lágrimas. Era duro oír la voz de su madre,
saber que esos ecos en un caracol tal vez fueran lo único que le quedaba de ella.
Neela le sacó el caracol con suavidad y lo escuchó también. Cuando terminó, lo
apoyó en el borde de la piscina.
—Sera, si quisiera matarnos, ya lo habría hecho. Dudo de que la comida esté
envenenada.
—Muy cierto —estuvo de acuerdo el duca—. El veneno es demasiado lento. Ellos
— señaló la parte de atrás de la piscina— acaban con el trabajo más rápido.
Ninguna de las sirenas lo había notado, pero había media docena de aletas
dorsales que se asomaban en el agua. Los tiburones mako a los que pertenecían
nadaban en círculos perezosamente en el extremo más alejado de la piscina. Sera
sabía que los mako eran depredadores voraces.
El duca se agachó, metió la mano en el agua y dio tres golpecitos contra el costado
de la piscina. Los tiburones nadaron inmediatamente hasta él y asomaron la nariz.
Él le rascó la cabeza al más grande.
—El mejor sistema de alarmas posible —comentó—. Inteligente, veloz y capaz de
percibir la más mínima vibración en el agua. —El tiburón al que le estaba rascando
la nariz le empujó la mano con impaciencia—. Si, piccolo. Si, mio caro. Che ê un bravo
ragazzo? —canturreó el duca. Les tiró sardinas de un balde.
La ternura que el duca, un humano, demostraba a los tiburones disipó las dudas
de Serafina. «Cualquiera que acaricie a un mako y lo llame chiquito y mi querido y
buen chico es de confiar», pensó.
Famélica, nadó hasta los escalones y se subió a ellos. Neela la siguió. Había todo
tipo de exquisiteces en la bandeja que había traído Filomena. Una ensalada de
pepino de mar trozado y una manzana de agua, y melón de arena en rebanadas.
Neela comió un trozo de melón de arena. Y después otro. Se apretó una mano
contra el pecho, cerró los ojos y afirmó:
—Definitivamente insuperable.
El duca pareció confundido.
—¿Eso es algo bueno? —preguntó.
—Algo muy bueno —dijo Serafina sonriendo—. Gracias, Duca Armando —agregó,
echando mano a una lapa. Era difícil para ella no engullirse el bol entero.
—Faltaba más, es un placer —respondió, mirando su reloj— Son casi las cinco de
la mañana. Deben de estar muy cansadas. Tengo cuartos preparados para ustedes y
espero que les resulten cómodos. Antes de que se retiren, quisiera saber si puedo
hacerles una pregunta más... una que me tiene desconcertado. ¿Por qué las dejaron
vivir los invasores?
—Nosotras nos preguntábamos lo mismo —comentó Serafina, sirviéndose un
pedazo de queso.
—¿Se preguntaban? —inquirió el duca—. ¿Pasó algo que les diera las respuestas?
Serafina y Neela intercambiaron miradas inseguras.
—Por favor, tienen que decirme. Lo que sea, todo. Por más mínimo que parezca.
—No era mínimo. No para Traho —explicó Serafina.
El duca se inclinó hacia adelante, repentinamente alerta.
—¿Qué fue?
—Las iele —dijo Serafina.
El duca parpadeó.
—¿Perdón?
—Las iele —repitió Neela—. Las escalofriantes brujas de río.
—Sí, las conozco. Todo este tema de los mitos —intervino él—. Historias sencillas
que inventaban nuestros ancestros para explicar qué eran las tormentas eléctricas o
los cometas. A Traho obviamente no le interesan las brujas de cuento. La palabra
debe ser el código de algo, aunque no apareció en ningún operativo de inteligencia.
Serafina dudó y luego reveló:
—No es un código. Tuvimos un sueño, Neela y yo. Una pesadilla, en realidad. Era
la misma, aunque ninguna de las dos sabía que la otra también la había soñado hasta
que estuvimos en el campamento de Traho. Las iele estaban en el sueño. Nos estaban
cantando. Y Traho lo sabía. Sabía las palabras exactas del canto. Quería más
información y pensó que nosotras la teníamos.
El duca asintió con la cabeza en un gesto de complicidad.
—Veo que no nos cree nada —dijo Neela.
—Creo que en momentos de peligro, la mente, ya sea humana o de sirena, hace lo
que puede para sobrevivir. Ustedes quizá piensen que tuvieron el mismo sueño
porque su aterrador y violento captor se los dijo y seguirle la corriente les salvó la
vida. La sugerencia de él se convirtió en la realidad de ustedes. Ya lo he visto suceder
otras veces cuando atraparon a los praedatori.
—¡Duca Armando, signorine bisogno di dormire! —habló rápido Filomena. Había
entrado otra vez apurada a la habitación para retirar la bandeja.
—Sí, si —le respondió el duca. Se volvió hacia las sirenas—. Filomena tiene razón.
Las jóvenes realmente necesitan dormir. Las dos sufrieron terriblemente. Ahora
tienen que descansar. Seguiremos hablando mañana. Voy a llamar a Anna, el ama de
llaves de los dormitorios de agua del palazzo, para que las lleve a sus habitaciones.
—Gracias otra vez, Duca Armando —dijo Serafina—. Por la comida, por liberarnos
y por darnos un lugar donde dormir. Le estamos muy agradecidas.
El duca hizo un gesto con la mano como restándole importancia.
—Las veré a ambas más tarde durante el día. Mientras descansan, voy a enviar
mensajeros a los líderes de Atlántica, Qin, las Freshwaters y a su padre, Princesa
Neela, que está gobernando Matali ahora en ausencia del emperador y del príncipe
heredero, para informarles de la traición de Kolfinn. Sé que van a venir en su ayuda.
Duerman bien, mis niñas. Sepan que están a salvo. Las puertas por donde entraron
están cerradas con llave y trancadas. Los praedatori están aquí para protegerlas. Su
odisea terminó. Aquí nada puede hacerles daño.
VEINTISÉIS
—Por aquí, por favor, sus altezas —dijo Anna sonriendo.
Serafina y Neela la siguieron. Pasaron las puertas del lado del canal por donde
habían entrado a la casa del duca y bajaron nadando por un pasillo en penumbras.
Los muros sumergidos del antiguo palazzo estaban cubiertos de algas enmarañadas.
Había estrellas de mar carnosas de color naranja y erizos azules con púas —cuyos
colores brillantes eran una advertencia—, apiñándose en el techo. Las esponjas
tubulares, que salpicaban el suelo, rozaban las colas de las sirenas con sus dedos
hinchados. Los gusanos cintiformes entrelazados y las diminutas salpas con forma
de bolsas, asustados por la luz brillante de la antorcha que llevaba Anna, se
escurrieron dentro de las grietas y de las uniones. Los lirios de mar y los látigos de
mar, criaturas con bocas pero sin ojos, se estiraban hacia las sirenas a su paso,
atraídos por sus movimientos.
Serafina estaba tan terriblemente cansada que podría haber dormido en el piso.
Tenía el estómago lleno, pero la mente nublada, y su cuerpo estaba amoratado y
dolorido.
—¿Es cierto lo que dice el duca? —le preguntó a Neela mientras nadaban—. ¿Sólo
creemos que tuvimos el mismo sueño?
—No sé, Sera. Estoy tan cansada que no puedo ni pensar. Lo resolveremos más
tarde. Estamos a salvo. Estamos vivas. Por ahora, con eso basta.
—Mi dormitorio está al final del pasillo, por si necesitan algo durante la noche —
indicó Anna mientras abría la puerta del cuarto de Serafina—. Los praedatori
también están cerca. Duerman bien. Princesa Neela, su cuarto está aquí. Del otro
lado del pasillo.
Serafina le dio las gracias a Anna y abrazó fuerte a Neela. Neela le devolvió el
abrazo. Ninguna de las dos sirenas soltó a la otra por un buen rato.
—Te quiero, sirena —dijo Serafina—. Jamás habría llegado aquí sin ti.
—Yo también te quiero —respondió Neela.
Serafina entró a su cuarto y cerró la puerta. La recibió una cama con dosel, tallada
en ámbar amarillo y forrada con anémonas azules. Se veía tan suntuosa y tentadora
que era difícil no caer desplomada sobre ella al instante, pero no lo hizo. Quería
encontrar primero la gruta y refregarse hasta estar bien limpia. Al cruzar el cuarto,
echó un vistazo a las paredes pintadas con tintas de pulpo coloreadas, una silla y un
escritorio de bambú bañado en oro, un espejo alto en un rincón y un vestido de seda
marina azul colgado de un perchero. Una nota sobre una mesa cerca del vestido le
informaba que era para ella. No podía creer lo atento que era el duca.
La entrada a la gruta estaba en el fondo del cuarto. Serafina la cruzó nadando. La
gruta estaba embaldosada con mosaicos brillantes del tono del océano. Había una
bata de color marfil colgada de un gancho. Sobre una mesa de mármol, había tarros
de vidrio llenos de arena para frotar la piel y las escamas. Serafina vio arena negra
de las costas de Hawái, arena blanca de Bora Bora y rosa de las Seychelles. Casi
parecía demasiado pedir, después de todo lo que habían pasado: un buen baño largo
y una bata suave para ponerse.
Cuando se estaba por desvestir, le llamó la atención un movimiento en el espejo
de la gruta. Echó un vistazo y vio una figura que la miraba, demacrada y fantasmal.
Una vitrina, pensó. pero no. Nadó más cerca y se dio cuenta de que se estaba mirando
a sí misma.
El costado izquierdo de la cara tenía manchas moradas y negras, gracias a Traho.
El pelo era una maraña infernal, y la piel y las escamas estaban roñosas. su vestido,
que alguna vez había sido hermoso, estaba rasgado y manchado de sangre. Al mirar
la sangre, empezó a temblar. Las imágenes le volvieron a la mente, una tras otra. La
flecha perforando en el costado a su madre. El cuerpo de su padre cayendo por el
agua. Los dragones atacando el palacio. Traho. El guardia moribundo. Thalassa
cantando su última canción mágica. La madre refugiada y sus hijos.
Se sacó el vestido y lo tiró al suelo. Desnuda y temblando, tomó un tarro de arena
negra. Se volcó un poco en la mano y se refregó sin piedad hasta que la piel estuvo
rosada y las escamas brillantes. Después sacó la bata del gancho y se envolvió en ella.
El cuerpo le ardía de haberse frotado tan fuerte, pero no le importaba. Le venía bien
el dolor. Mantenía a raya las imágenes.
«Respira hondo», se dijo mientras nadaba hasta el dormitorio. «Todo va a estar
bien.»
Pero no fue así.
A unas pocas brazadas de la cama, Serafina se derrumbó. En un alarido de dolor,
se hundió al suelo.
Un segundo más tarde, se abrió la puerta y entró Blu nadando.
—¿Qué pasó, Serafina? Oí un grito. ¿Estás bien? ¿Te lastimaste? —preguntó y se
arrodilló junto a ella.
—Sí —dijo ella entre sollozos. Se había contenido durante mucho tiempo, pero ya
no aguantaba más.
—¿Dónde? ¿Qué pasó? Muéstrame —dijo Blu, haciéndola sentar.
—¡Aquí! —dijo ella y se golpeó el corazón con la mano—. Todo lo que amaba se
fue, mis padres, mi casa, mi ciudad... —Se le quebró la voz. El resto de sus palabras
se ahogó en un torrente de lágrimas.
Blu la levantó del suelo, la estrechó contra sí y la sostuvo en silencio. No había
nada que pudiera decir, nada que nadie pudiera decir para calmarla.
Cuando ya no le quedaban más lágrimas en su interior, Sera-Fina alzó la cabeza.
—Lo siento, Blu. Lo siento tanto. Aquí estoy llorando y armando un escándalo, y
tú también perdiste a tus padres.
—Está bien. Estás conmocionada. No tuviste tiempo de procesar lo que pasó y
ahora te golpea todo a la vez —dijo Blu—. Necesitas dormir. Es la única manera de
que recuperes fuerzas. Ahora descansa. Voy a estar aquí afuera.
Serafina le sujetó la mano.
—¡No! Por favor, no te vayas. Háblame. Dime algo. Lo que sea.
—Si lo hago, ¿te vas a meter en la cama?
—Sí —dijo ella.
—Tienes que soltarme la mano.
—De acuerdo —concedió Serafina.
Se subió a la cama. Las anémonas le acariciaron el cuerpo cansado. Su contacto
era suave y adormecedor. Se puso de costado, con un brazo doblado debajo de la
cabeza. Blu acercó una silla a un costado de la cama. Tenerlo cerca la calmó, pero
todavía estaba desesperada por distraerse.
—Cuéntame lo más aterrador que te haya pasado, Blu. O lo mejor. O cuál es tu
comida preferida. ¿Tienes una hermana? —le preguntó.
—No —contestó Blu.
—¿Tienes novia? Háblame de ella.
Blu titubeó.
—Oh, no. Ay, dioses, lo siento. Metí la aleta en la llaga, ¿no? Por favor, dime que
no está muerta.
—No, no está muerta. No es. .. bueno, ya no es más mi novia.
—¿Cortaron? —preguntó Serafina.
—Sí, supongo que sí.
—¿Qué pasó?
—Cosas.
—¿Cosas?
Blu miró al techo.
—Estar entre los praedatori es duro. Exige mucho de uno. A familia, a los amigos,
a las novias, no se lo puedes contar y entienden los sacrificios que uno tiene que hacer,
la doble vida que uno lleva.
—Quizá la recuperes.
Él meneó la cabeza.
—No creo.
—¿Cómo es ella?
—Inteligente. Hermosa. Buena. —Hizo una pausa y luego dijo—: Y valiente. Muy
valiente.
—Parece que todavía estás enamorado de ella —señaló Serafina.
—Aja, sí. Supongo que sí.
Hubo un silencio incómodo. Luego Serafina dijo:
—Cuéntame por qué te uniste a los praedatori.
—Por qué me uní a los praedatori... —repitió Blu pensativo.
—¿Por diversión y aventura? ¿Para ver lugares exóticos? —bromeó Serafina,
desesperada por hacer que siguiera hablando.
Entonces la miró, con tanta intensidad y tanta pasión en el rostro, que Serafina se
quedó sin aliento.
—Me uní a los praedatori porque amo el mar más que a mi propia vida —contó—.
Están pasando cosas malas. Los terragones están destruyendo los océanos. Están
cazando las criaturas del mar hasta extinguirlas. Las sirenas atacan a otras sirenas.
El duca dice que ahora hay sirenas que incluso se están aliando con los terragones.
Quiero hacer todo lo que pueda para detener todo eso.
Sus ojos le sostuvieron la mirada a Serafina, tal como lo habían hecho fuera de la
cueva, cuando le vendó la cola de pez. Y una vez más, descubrió que no podía apartar
la vista de ellos, atrapada por su profundidad como un nadador en aguas revueltas.
« ¿Quién eres?», se preguntó Serafina. Se obligó a interrumpir su mirada y dijo
rápido:
—Te debo una disculpa.
—¿Por qué?
—Antes, cuando nos trajiste aquí, estaba segura de que nos habías vendido a un
terragón. Ahora veo que jamás harías eso. Eres un bandido muy honorable, Blu.
Gracias por rescatarnos. Te debemos la vida.
Blu meneó la cabeza, cohibido.
—Cualquiera habría hecho lo mismo —respondió—. ¿Y tú? ¿Tienes a alguien? —
inquirió, tratando, obviamente, de cambiar de tema—. Espera... claro que sí. Estabas
por comprometerte con el príncipe heredero de los Matali, ¿no es así?
—Antes de que pasara todo, sí —contestó Serafina—. Antes de que desapareciera.
—Estoy seguro de que está tratando de volver contigo.
Serafina sonrió con tristeza.
—Puede que esté tratando de volver a una discoteca. O a alguna sirena canora.
Pero no a mí.
—¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Él no estaba...
—... ¿tan enamorado de mí?
—¿De una hermosa princesa? ¿Y buena y divertida, además? Está totalmente
enamorado de ti. Estoy seguro —afirmó Blu.
—Yo pensé que lo estaba. Me hizo creer que era así. Pero no era cierto. Fiestas,
otras sirenas, todo eso se volvió más importante para él. Y ahora yo sólo quisiera
saber por qué. La última vez que hablamos... bueno, en realidad no hablamos. Me fui
nadando. No quise tener nada más con él. Supongo que ahora nunca lo voy a saber.
—No tienes la certeza de que esté muerto.
—Aunque es muy probable, ¿no?
—Quizá deberíamos cambiar de tema otra vez.
—Hablemos de un tema que sea alegre y reconfortante —sugirió Serafina—.
Lástima que no haya ninguno. —Se incorporó se apoyó en un codo.
—Eh, se supone debes irte a dormir —consideró Blu—. Si el duca me encuentra
aquí, manteniéndote despierta...
—Sigue hablando. Por favor —rogó ella.
—No sé de qué hablar.
—Entonces cuéntame un cuento.
Blu resopló.
—¿Me parezco a un maestro de guardería para sirenas?
—Cuéntame uno de Trykel y Spume. Tienes que saber uno de esos. Todo el mundo
los conoce.
Trykel y Spume eran los dioses de las mareas, hermanos gemelos que estaban
siempre peleando por la hermosa diosa Neria. Uno vivía en la costa y el otro en el
agua. Se contaban muchas historias sobre sus planes para conquistarla.
—Está bien. Pero tengo una condición. Tú dejas de hablar. Ni…
—… una palabra más —completó Serafina.
—Una vez —empezó Blu—, la diosa del mar, Neria, se enamoró de Cassio, dios de
los cielos. Hizo planes para escaparse del palacio y encontrarse con él en el horizonte.
Trykel se enteró y se puso celoso. Fue a ver a Fragor, el dios de las tormentas, y le
pidió que llenara el cielo de nubes para poder esconderse en ellas, simular ser Cassio,
y robarle un beso...
La voz de Blu, que subía y bajaba, arrulló a Serafina. Aquí se sentía tan segura,
con él cerca. «Es amable y valiente y bueno. Tan distinto de Mahdi», pensó, llena de
melancolía. «La sirena que él ama tiene mucha suerte. Ojalá la recupere algún día.»
Serafina continuó escuchando el cuento de Blu y, antes de que se diera cuenta, el
sueño la estaba llevando como una suave creciente del mar. Sus ojos se cerraron. Su
respiración se hizo más profunda. Y se durmió.
Blu se quedó dónde estaba, muy quieto para no despertarla. Observ ó su cara por
un largo rato. Cuando estuvo seguro de que estaba profundamente dormida, le tomó
la mano, se la llevó a los labios y se la besó.
VEINTISIETE
Hija de Merrow, deja ya de dormir.
Los días de infancia no pueden seguir.
El sueño morirá y nacerá la pesadilla.
No duermas más, abre los ojos, niña...
Era la misma pesadilla. El mismo canto. Sólo que ahora el monstruo era más
fuerte. Cuando sacudió los barrotes de la jaula, los hizo gemir y crujir, y cayó hielo
de ellos.
De pronto, la vieja bruja, Vrăja, dejó de cantar. Se dio vuelta y miró a Serafina,
con los ojos desorbitados por el miedo.
—Él viene...
—No —murmuró Serafina entre sueños.
—Está cerca, niña... ¡tienes que escapar!
En ese momento hubo un estruendo terrible, tan potente, que sacudió las paredes
del palazzo.
Serafina se sentó erguida como una estaca y estiró el brazo buscando a Blu. Él se
había ido, pero no estaba sola. Había alguien más allí. Podía sentirlo. Miró fijo en la
luz gris de la madrugada barriendo el cuarto con la mirada, con el corazón latiéndole
fuerte. Ahí estaba. En el rincón. Una figura oscura, encapuchada.
—¿Quién eres? —preguntó aterrada. Y entonces se dio cuenta de que la figura no
estaba en el cuarto; estaba en el espejo. Una mano pálida se apoyó contra el vidrio,
del lado de adentro—. ¡Baba Vrăja! —susurró Serafina—. ¿Todavía estoy soñando?
Se levantó de la cama, nadó hasta el espejo y apoyó su mano contra la de Vrăja. El
vidrio, frío y duro al principio, brilló y luego cedió muy suavemente. Sera sintió como
si su mano se estuviese enterrando en un barro suave y espeso. Pegó un grito cuando
Vrăja le agarró la mano. La piel de la bruja era cálida, y sus garras duras y afiladas.
—Vete de aquí, niña! iRápid0! Él ya viene y ni siquiera los praedatori van a poder
detenerlo.
—¿Quién? ¿Quién viene?
—Tengo que irme. Es muy peligroso. Me está usando para encontrarte. Tienen que
venir a nosotras. Ambas. ¡Por favor, Serafina!
—¿Cómo? ¿Dónde están? ¿Cómo las encontramos?
—El río Olt. En las montañas negras. Diez kilómetros más allá del Salto de la
Doncella, en las aguas de los malacostraca. Sigan los huesos.
En ese mismo instante, la puerta del dormitorio de Serafina se abrió de golpe.
Blu entró nadando. Traía a Neela con él.
—Vístete, Sera. Rápido —ordenó.
—¿Qué pasa?
—No sé. Algo está pasando arriba. Quizá tengamos que sacar a Neela y a ti de aquí.
Por ahora, quédense aquí y tranquen la puerta. No le abran a nadie más que a mí —
advirtió él. Después se fue.
—Sera, ocurrió otra vez —contó Neela—. La pesadilla. La vi... a Baba Vrăja.
—Yo también. En la pesadilla y en mi cuarto. Dentro del espejo. —Se volvió hacia
el espejo pero estaba vacío.
—El duca está equivocado, sera. Es real. Tiene que serlo.
Serafina se acordó de las garras filosas de Vrăja contra su piel.
—Sí, Neela, es real —murmuró.
Neela ya estaba vestida. Sera se quitó el camisón, tomó el vestido azul del perchero
y se lo puso por sobre la cabeza. En una fracción de segundo, ella y Neela oyeron
gritos.
—¿Qué está pasando? —preguntó Neela ansiosa.
—No lo sé, pero tenemos que averiguarlo —respondió Serafina.
Las sirenas se fueron del cuarto de Sera. Nadaron por el pasillo, pasando las
puertas del lado del canal, y se trasladaron arriba a la piscina. Al salir a la superficie,
vieron al duca, todavía en su bata y pijama, gritando órdenes a una docena de
praedatori. Alguien estaba tratando de tirar abajo las puertas del palazzo, según lo
que les estaba diciendo. Iban a llevar a las princesas a donde estuvieran a salvo. Los
tiburones mako estaban agitados, nadando de un lado a otro. Recelosas de ellos, las
sirenas se abrazaron al borde de la piscina. Mientras se acercaban a los escalones de
la piscina, hubo un golpe estrepitoso que venía del piso de arriba, y un grito.
—¿Filomena? —gritó el duca—. ¡Filomena!
No hubo respuesta, sólo el sonido de unos pies en los escalones de piedra. El duca
corrió hasta una mesa, agarró un pequeño saco de tela que había encima y se lo tiró
a Serafina.
—Aquí hay algo de dinero marino. Vayan a una casa segura. Los praedatori van a
ayudarlas.
—Duca Armando, ¿qué pasa? —preguntó Serafina.
—¡Vayan! ¡Ahora! ¡Salgan de aquí! —gritó el duca.
Serafina y Neela estaban por sumergirse, cuando cuatro humanos entraron
corriendo en el cuarto. El líder tenía la cara escondida detrás de unos anteojos de sol
y la visera de una gorra, pero el duca lo reconoció.
—¡Tú! ¡Cómo te atreves a entrar en mi casa! —vociferó.
El hombre llevaba un fusil lanzaarpones. Ante la mirada de Serafina, se lo apuntó
al duca.
—¡No! —aulló ella.
El hombre giró de pronto... y le apuntó el fusil a ella.
Ocurrió tan rápido, que no tuvo tiempo de hacer un hechizo delecto. Por suerte,
el duca se lanzó sobre él y le agarró el brazo. El fusil se disparó. Arrastrando una
delgada línea de nailon, el arpón dio contra la pared y cayó al agua.
—¡Atrápenlas! —exclamó el hombre. El duca le tiró un puñetazo pero él se 10
bloqueó, agarró al duca y lo arrojó contra la pared.
El duca se estrelló contra el suelo y quedó inmóvil. Los otros tres invasores, todos
armados con fusiles lanzaarpones, se sumergieron en la piscina.
Serafina sintió unas manos que la tiraban para abajo a través del agua. Era Blu.
Grigio tenía a Neela. Los atacantes los perseguían, pero a una señal de Blu, aguda y
penetrante, los makos estuvieron sobre ellos. Los tiburones eran rápidos, pero no lo
suficiente. Los tres hombres tuvieron tiempo de dispararles. Dos arpones plateados
se enterraron hondo en dos makos y los hirieron de muerte. El tercero le perforó la
cola de pez a Grigio. La línea de nailon lo tiró para atrás. Serafina chilló mientras él
forcejeaba. Blu nadó hacia él con el puñal desenvainado y cortó la línea. Hubo un
grito débil, agudo, al hundirse los dientes de un mako en la carne de un atacante.
—¡Cúbrannos! —les gritó Blu a los otros praedatori mientras él y Grigio
arrastraban a las sirenas hacia abajo, a través de la piscina, hasta las puertas del canal.
Grigio estaba por deslizar el pesado pasador de hierro para abrirlas, cuando todos
oyeron dos voces profundas que decían:
—¿Qui vadit ibi? —En lugar de responder, quien fuera que estaba afuera empezó
a golpear las puertas—. ¡Cavete! ¡Cavete! ¡Interpellatores! —gritaron las voces de
piedra—. ¡Cuidado! ¡Intrusos! —insistieron.
Grigio se arriesgó a echar un vistazo rápido por la pequeña
ventana enrejada que había a la izquierda de la puerta. Maldijo y
se volvió hacia los demás.
—Es Traho —dijo con seriedad.
—‘Váyanse! —gritó Blu y empujó a las sirenas por el pasillo.
—¿A dónde? —gritó también Serafina.
—¡A su cuarto! ¡Cierren la puerta y quédense ahí!
Neela ya estaba dentro del cuarto de Sera cuando la puerta exterior cayó y entró
un arpón disparado a través del agua. Sera miró para atrás, justo a tiempo para ver
cómo le daba a Blu en la espalda con un espantoso toc y le salía del cuerpo por debajo
de la clavícula. Su atacante tiró de la línea unida al arpón, metiéndole la punta
punzante, cruel, dentro de la carne. Blu luchó enloquecido contra ella. Se dio vuelta
en el agua, con su cuchillo en la mano, tratando de cortar la línea. Lo único que
Serafina alcanzó a ver fue el borrón de su fuerte cola de pez, agua espumosa y sangre.
—¡Blu! ¡No! —aulló ella, nadando de vuelta hacia él.
—¡Sácala de aquí! —gritó Blu.
Grigio empujó a Serafina dentro de su cuarto. Le dio su cuchillo.
—¡Tómalo! —vociferó—. ¡Tranca la puerta!
Neela cerró la puerta, corrió el cerrojo, y se alejó de ella.
—Si Traho pudo atravesar la puerta de afuera, puede atravesar esta —dijo con voz
temblorosa.
—Neela, tenemos que volver allá afuera. ¡Tenemos que ayudarlos! —gritó Serafina.
—¡Ahí afuera está Traho, Sera! Nos quiere a nosotras. La única manera de ayudar
a los praedatori es salir de aquí.
—¿Cómo? iLa ventana tiene rejas!
—¿Son de bronce? ¿Podemos derretirlas con un hechizo licuesco?
Sera meneó la cabeza.
—Son de hierro.
—Quizás haya alguna puerta que nos conduzca a otro cuarto —dijo Neela con voz
desesperada—-. Tal vez haya un pasaje secreto, una puerta trampa hacia un túnel o…
Un ruido de golpes interrumpió sus palabras. Los hombres de Traho estaban del
otro lado de la puerta.
Neela hizo rápido un hechizo robus, con la esperanza de apuntalar la puerta.
—¡Rápido, Sera! ¡Ayúdame a levantar la alfombra!
Serafina deslizó el cuchillo de Grigio en un bolsillo profundo de su vestido.
Después, ella y Neela revisaron el piso desesperadas buscando el contorno de una
puerta trampa, pero no había nada.
Oyeron el sonido de la madera astillándose. El robus de Neela no era suficiente
para los hombres de Traho. Iban a estar dentro del cuarto en cualquier momento.
Ella giró en círculos, buscando una salida con desesperación, pero no había nada. Y
entonces, sus ojos se posaron en el espejo.
—Neela, ¿te acuerdas cuando dije que vi a Vrăja en el espejo?
—¿En qué nos ayuda eso exactamente en este momento? —preguntó Neela, con
los ojos puestos en la puerta.
—Ella estiró el brazo hacia mí y yo hacia ella, y mi mano atravesó el espejo.
Neela la miró.
—Imposible. Ni las canta magus pueden hacer eso. Podríamos morir ahí dentro.
—Vamos a morir aquí afuera si Traho nos atrapa.
La hoja de un hacha atravesó la puerta.
—Tenemos dos segundos, Neela.
Neela respiró hondo y tomó a Serafina de la mano.
Juntas, se sumergieron en el espejo.
VEINTIOCHO
Era como nadar en miel de lirio de mar. Miel de lirio de mar plateada.
—¿Neela? ¿Neela, dónde estás? —llamó Serafina con ansiedad.
—Aquí. Puaj. No me gusta esto, Sera.
Neela estaba detrás de ella, tratando de alcanzarla. Tan sólo respirar ya les costaba
esfuerzo en la plata líquida, ni qué hablar de moverse.
Sera miró más allá de ella, al espejo que acababan de atravesar nadando. Se podía
ver lo que pasaba del otro lado. Traho estaba en el cuarto. Estaba furioso. Sus
soldados habían arrancado las puertas de un ropero y habían dado vuelta la cama
buscándolas. Cuando las dos sirenas observaron la escena, Traho miró dentro del
espejo con los ojos entrecerrados y luego lo golpeó con el puño cerrado. Serafina se
estremeció. Neela tiró de ella y la alejó.
—Creo que puede vernos —dijo.
—Aunque pueda, es imposible que llegue a nosotras. No puede nadar a través del
espejo.
—Ejem, ¿Sera? ¿Y cómo lo hicimos nosotras?
—No sé —respondió Serafina—. En este momento, la pregunta más importante es:
¿podremos salir otra vez?
Las dos sirenas se dieron vuelta y observaron el lugar nuevo y extraño al que
acababan de entrar: un salón resplandeciente de techos altos que parecía no
terminar nunca. Había vitrinas por todos lados. Estaban desplomadas sobre los
sillones o en los bancos. O paradas inmóviles con las cabezas caídas. Unas pocas
yacían boca abajo en el suelo, sobre el piso de mármol, inertes como juguetes
descartados. Como las vitrinas eran fantasmas de terragones vanidosos cuyas almas
habían quedado atrapadas en el espejo, ellas ansiaban ser contempladas. Sin la
admiración de otros, se volvían apáticas.
Había arañas de cristal colgadas del techo y espejos de todas las formas y tamaños
que adornaban las paredes. Algunos estaban increíblemente decorados. Otros eran
lisos y modernos. Algunos ostentaban marcos de metales preciosos, adornados con
joyas. Otros estaban hechos de plástico barato.
—Debe de haber miles —dijo Neela sorprendida y tocó uno—. ¿Cuál tomamos? ¿A
dónde vamos?
Sera no respondió en seguida. Después, al final, contestó:
—Con las iele.
—¿En serio?
—Ya es hora de que dejemos de escaparnos de todo y empecemos a nadar hacia
algo.
—¿Sabes cómo llegar ahí? Porque yo no sé.
—Yo sí. Más o menos. «El río Olt», me dijo Vrăja. «En las montañas negras. Diez
kilómetros más allá del Salto de la Doncella en las aguas de los malacostraca. Sigan
los huesos.»
—De acuerdo, ¿pero cómo llegamos hasta ahí desde aquí?
—No sé. Aunque sí sé una cosa: estoy harta de tener miedo.
Harta de que me persigan. Harta de Traho y de esos terras con sus fusiles
lanzaarpones. Ya no van a ser más ellos quienes decidan lo que nos pasa.
Decidiremos nosotras. Vamos.
Sera condujo a Neela a un espejo. Presionaron la cara contra el vidrio. Empezó a
ceder y a derretirse alrededor de ellas, tal como había ocurrido con el espejo del
palazzo del duca. Del otro lado, había una joven humana en su dormitorio. No la
habían visto, pero ella las vio... y soltó un grito ensordecedor. Rápidamente,
volvieron a entrar al espejo.
—Será mejor que no volvamos a hacer eso o vamos a acabar tiradas sobre el
estómago en el piso de algún terragón —dijo Serafina—.
Si queremos llegar a las iele, tenemos que encontrar el espejo que usó Vrăja.
—Buena suerte con eso —dijo Neela, mirando el pasillo inter minable y su
multitud de espejos—. Necesitamos alguien que nos indique o un mapa.
—Tal vez podríamos preguntarle a las vitrinas cómo navegar aquí dentro —sugirió
Serafina.
—Hagámoslo rápido —convino Neela, mirando inquieta a su alrededor—. Este
lugar me da escalofríos.
Serafina nadó hasta una vitrina: una mujer con un vestido dorado muy elegante,
con el cabello corto impecablemente peinado y labios rojos carnosos.
—¿Hola? — saludó—. Discúlpeme... —No obtuvo respuesta—. ¡Oh, qué hermosa
es! —agregó Sera, que sabía cómo animar a una vitrina—. i Y su vestido es
espléndido!
La vitrina suspiró y abrió los ojos. El color le volvió a las mejillas.
—¡Oh, gracias! —dijo, incorporándose en su silla. Frunció el entrecejo—. ¿Pero
qué les parece mi pelo?
—¡Es tan hermoso! —elogió Serafina—. Por favor, señorita...
—Josephine.
—Ya sé por qué este lugar me eriza la piel —interrumpió Neela de pronto—. Aquí
no hay niños.
—Claro que no hay niños —explicó Josephine—. Rorrim Drol odia a los niños.
—¿Por qué? —preguntó Neela.
—Porque son fuertes y no tienen miedo. Sus espinitas dorsales están hechas de
acero. Lleva años ablandarlas. El miedo recién se instala cuando uno crece,
¿entiendes?
—¿Espinas dorsales? —repitió Neela confundida.
—¿Quién es Rorrim Drol? —preguntó Serafina.
La vitrina miró más allá de ellas.
—¡Chst! ¡Aquí viene! ¡Tengan cuidado! —advirtió—. No dejen que se les acerque o
las atrapará en el espejo para siempre a ustedes también.
Las sirenas voltearon y vieron a un hombre gordo y pelado, con una bata roja de
seda y pantuflas de terciopelo azul, que se acercaba arrastrando los pies.
Extendió los brazos, con una sonrisa amplia.
—¿Eso es como un grito para alentar en el caballabongo o algo así? —le dijo Neela
a Serafina en voz baja.
Frotándose las manos regordetas, dijo el hombre:
—Lo siento mucho, señor, pero no le entendemos —habló Serafina.
El hombre se apoyó una mano en el pecho.
—¡Por favor, discúlpenme! Estaba hablando en rursus, la legua franca de Vadus,
el reino de los espejos. —Hizo una reverencia—. Rorrim Drol, a su servicio.
Bienvenidas al Salón de los Suspiros.
Serafina pensó rápido. Ya sabía lo peligroso que era revelar su identidad a
extraños.
—Encantada de conocerlo —dijo—. Soy Sofía. .. y ella es Noor.
El hombre les hizo una sonrisa melosa, dejando ver unos dientes pequeños y
puntiagudos.
—¡Aquí no hace falta que finjan, mis queridas! Están perfecta- mente a salvo. Yo
sé quiénes son. Su fama las antecede —afirmó.
Señaló a Josephine con la cabeza—. Veo que estuvieron hablando con mi vitrina.
Es muy amable de su parte. Le encantan los admiradores. Nunca le bastan los elogios.
Vengan, les presentaré a algunas más. Se acercó a una mujer joven que llevaba un
vestido color masco con escote cuadrado y un canesú puntudo. Su cara era de una
palidez cadavérica.
—Esta es nuestra querida Katharine. Acabó aquí porque tenía la tez más oscura
de lo que estaba de moda en su tiempo y temía que eso arruinara sus posibilidades
de conseguir un esposo —comentó.
Katharine sonrió y Serafina vio que tenía los dientes negros. Rorrim le pasó la
yema de un dedo por la mejilla y luego les mostró la punta. Estaba cubierta por una
sustancia blanca, satinada.
—Albayalde veneciano. Lo usaban las damas renacentistas para blanquearse la
piel. ¡Y se las blanqueaba, mis queridas! Por desgracia, también hacía que se les
pudrieran los dientes y se les marchitara el cuerpo. Estaba totalmente repleto de
plomo y las intoxicaba —explicó alegremente.
Luego se acercó a otra mujer. Tenía un vestido de cuello alto con mangas
abullonadas. Tenía los ojos hundidos y vacíos, como dos agujeros negros en su
cabeza.
—Y por supuesto que aquí tenemos a la adorable Alice, que tomó arsénico
mezclado con vinagre para mejorar su tez. Estaba envejeciendo, ¡no tenía más de
veintitrés años!, y temía perder su belleza. El arsénico era furor en el siglo XIX. Los
vómitos y las convulsiones que producía eran un tanto desalentadores, pero me
alegra decir que Alice perseveró y triunfó. No hay nada más pálido que un cadáver,
¿no es así?
Sonriendo, se desplazó hacia una tercera vitrina. Tenía la cabeza rubia colgando
sobre el hombro, de tal modo que causaba náuseas.
—Y no debemos olvidarnos de nuestra dulce Lydia. Bel-la-don-na —silabeó,
disfrutando de cada sílaba—. Significa «bella dama». Lydia tenía miedo de perder a
su novio en manos de otra, así que se puso gotas de belladona en los ojos para que se
le dilataran las pupilas. Los hombres victorianos encontraban muy seductoras a las
mujeres con ojos de gacela, ¿vieron? Aunque, a decir verdad, no fue tan lindo cuando
perdió la vista por el veneno, cayó por el hueco de una escalera y se rompió el cuello.
Rorrim le sonrió a Serafina. Luego caminó en un círculo alrededor de ella.
—Me pregunto, pequeña principessa, ¿a qué le temes tú?
Sera sintió un escalofrío y se dio cuenta de que Rorrim le estaba pasando sus dedos
fríos por la columna.
—Uh, esto no está nada bien —opinó—. Demasiado fuerte. Voy a tener que
suavizarla o voy a morirme de hambre.
—¡Basta! —interrumpió Serafina enojada—. ¡Quíteme las manos de encima! —
Trató de alejarse nadando pero se dio cuenta de que no podía. De pronto, su cola
estaba pesada como una piedra. La plata líquida la sujetaba con fuerza. —¡Neela, no
puedo moverme! —gritó en un ataque de pánico.
Neela empezó a nadar hacia ella.
—¡No! ¡No te me acerques! ¡Va a atraparte a ti también!
—¡Aguanta, Sera! —vociferó Neela. Hizo un hechizo depulsio, una canción mágica
que se usaba para mover objetos, con la esperanza de alejar a Rorrim, pero no pasó
nada.
—Estás malgastando tu aliento, mi querida —señaló Rorrim—. Los primeros
espejos estaban hechos de hierro pulido. Hay una gran cantidad de ellos en el Vadus,
me temo.
—Busca la salida, Neela! ¡Apúrate! —la instó Sera.
Neela titubeó, indecisa, y luego se fue nadando.
—Espera un momento... ¿qué tenemos aquí? —dijo Rorrim tanteando los espacios
entre las vértebras de Sera—. Escondes bien tus miedos, princesa, pero encontré uno.
¡Ah! ¡Te atrapé!
Sera tuvo una extraña sensación, como si algo le reventara en la espalda, y
entonces Rorrim salió nadando de atrás de ella. Tenía algo blando y oscuro sujeto
entre los dedos. Se agitaba y chillaba.
—¿Qué es eso? —preguntó ella horrorizada.
—Se llama babosucho. Es un trocito de miedo. Se alojan en las vértebras. Unos
pocos ya son capaces de infectar una linda y fuerte espina dorsal y, luego, cuando los
huesos se debilitan, vienen más —explicó Rorrim. Se lo puso en la boca y se lo tragó—.
¡Mmmm! ¡Sencillamente delicioso! —exclamó, chupándose los dedos—. No hay nada,
nada en absoluto, tan sabroso como el miedo. La duda es rica, por supuesto. Las
inseguridades, la ansiedad... todas son suculentas, ¿pero el miedo? ¡Ah, el miedo es
exquisito! Y ese en especial era picante... ¡miedo por el delicioso señor Blu! Esa sí fue
una herida grave y la soportó por ti, ¿no es así?
Desesperada por escapar, Serafina luchó con más fuerzas para liberarse.
—No te molestes. Es inútil —advirtió Rorrim—. Aquí también hay mucho
mercurio. Los espejos más antiguos están repletos. Te debilita.
Rorrim estaba detrás de ella otra vez. Ella veía su reflejo en los espejos de las
paredes. Había engordado.
—¡Lucha contra él, Sera! —gritó Neela mientras iba de un espejo a otro, mirando
desesperada dentro de cada uno—. ¡Se está alimentando de tu miedo! ¡No se lo
permitas! —Como no lograba encontrar una salida, nadó hasta la vitrina del cuello
roto—. Lydia, eh —dijo inclinando la cabeza para mirar al fantasma a los ojos—.
Tengo que llegar al río Olt. ¿Puedes ayudarme?
Lydia cerró sus ojos de gacela.
Neela nadó hasta Alice.
—Alice, por favor —le suplicó.
Alice frunció el entrecejo.
—Más pálida. Podría ser aún más pálida. ¿No crees? Sé que entonces voy a
encontrar un esposo.
Neela avanzó hacia Katharine, pero Rorrim habló antes de que pudiera llegar a
ella.
—¡Mi queridísima Princesa Neela, hazme el favor de calmarte! Te ves tan
estresada. Aquí tienes, especialmente para ti. Un cañaibuju —ofreció, sosteniendo
una golosina en la palma de la mano—. Trágatelo, querida. Tal como te tragas todos
tus miedos y tus frustraciones. Dejan un sabor tan amargo, ¿no es así? Esto es mucho
más dulce.
Neela se quedó paralizada.
—Se torna muy cansador, ¿no? Siempre tener que sonreír y estar de acuerdo. No
poder decir nunca lo que piensas. Las golosinas lo compensan todo. Te metes una
bolsa de bing bangs en la boca y te olvidas por un rato cuánto detestas el rosa. Y el
palacio. Te olvidas de cuánto le temes a tu futuro: el aburrimiento, las ansias de hacer
otra cosa, de ser otra cosa.
—¿Có.. .cómo... cómo lo... —tartamudeó Neela.
—¿Cómo lo sé? Bueno, te vi, querida. En tu cuarto. Sola a la noche. Cortando y
cosiendo vestidos que jamás vas a ponerte. Escondiéndolos en el fondo del ropero. A
propósito, Suma lo sabe. Ten cuidado con ella.
A medida que Rorrim hablaba, a Neela le cambiaba la cara. Su expresión se volvía
vulnerable y herida, y Serafina supo que Rorrim estaba venciéndola a ella también.
Iba a sacar el corazón de Neela a la luz para que todos lo vieran, tal como había hecho
con el de ella.
Entonces, de pronto, Neela sacudió la cabeza, como si estuviera quitándose
espuma de mar de los oídos.
—Buen intento, sanguijuela —habló al fin. Nadó a lo largo del salón y siguió
buscando.
Viéndola a ella, Serafina cobró fuerzas y casi liberó su cola, pero antes de que lo
lograra, Rorrim dijo:
—Me pregunto si podemos ir más hondo. Sí, hay algo justo ahí... oh, es muy
profundo. ¡Ah! ¡Aquí vamos! —Hubo otra sensación de estallido en su espalda y
luego Rorrim continuó—: ¡Adorable! ¡Miedo al fracaso! Tiene un sabor tan intenso y
maravilloso. Tienes terror de demostrar que eres una decepción, ¿no es así? ya veo
por qué. Tu madre es, perdón, era, una líder increíble. Fuerte inteligente, tan
dedicada. No te pareces en nada a ella, querida. En absoluto.
Serafina se sintió más débil. Rorrim tenía razón... era inútil. Todo era inútil. No
importaba si se liberaba o no. ¿Para qué intentarlo siquiera? Sólo iba a fracasar.
Rorrim le pinchó la espalda otra vez.
—Esto se va a suavizar en seguida. El miedo pudre los huesos como las caries
pudren los dientes. —Sonrió con los ojos destellantes y dijo—: Y tú, mi querida, estás
llena de miedo.
—¡Principessa! —chilló una voz.
Serafina levantó la vista. Era Josephine. Estaba caminando hacia Serafina y estaba
furiosa.
—¡Principessa, dígale a su amiga que deje de ser tan irritante! ¡Está dando tal
espectáculo que llama la atención de todos y nadie se fija en mí!
—Ahora no, Josephine —le advirtió Rorrim.
—Sí, ahora, Rorrim —replicó la vitrina, golpeando el pie en el piso—. ¡Nadie me
mira! iTodos la miran a ella! —Volteó para mirar a Neela con furia.
Neela estaba bien lejos en el salón de los espejos. Sacudía los brazos por encima
de la cabeza, tratando de llamar la atención de Serafina. Apenas la tuvo, señaló un
espejo en la pared y le levantó el pulgar. Después se puso las manos alrededor de la
boca para gritar.
—¡No lo escuches, Sera! ¡Tú te enfrentaste a Alítheia! ¡Te enfrentaste a Traho!
¡Lucha contra este gusano de mar! —exclamó.
Las palabras de Neela fueron como una corriente poderosa que sacó a Sera de su
letargo. «Tiene razón», pensó. «He enfrentado cosas peores que Rorrim.» Enderezó
la espalda, alzó la cabeza y se sacudió la desesperanza que le había caído encima. Con
un gran grito desgarrador, tironeó y se liberó de la plata.
—¡Nada, sirena, nada! —aulló Neela.
Sera lo hizo. Nadó a la carrera por el salón hasta su amiga. Cuando estaba a sólo
unos pocos metros, Neela se sumergió en el espejo que le había estado señalando,
gritando:
—¡Sígueme!
Serafina arrancó a toda velocidad, dispuesta a sumergirse tras su amiga, mas
Rorrim estaba justo detrás de ella, sorprendentemente veloz para un hombre de su
tamaño. La sujetó del pelo y la tiró hacia atrás. El dolor fue electrizante. Gritó y trató
de liberarse, pero él la sujetó más fuerte.
—No tan rápido, princesita. Ahora eres mía.
La imagen de Blu vino de pronto a su mente. Lo vio cuando los soldados de Traho
lo atravesaron con el arpón. Lo vio tratando de cortar la línea que lo sujetaba.
Entonces se acordó del puñal que le había dado Grigio. En un instante, lo sacó de su
bolsillo, estiró el brazo detrás de su cabeza y se cortó los bucles.
Una milésima de segundo después, entró disparada en el espejo y dejó a Rorrim
Drol con un mechón de pelo en la mano.
VEINTINUEVE
—Ejem. .. entonces, Neela —dijo Serafina mirándose las aletas de la cola, que
estaban sumergidas en un inodoro de piedra bajo y ancho—, ¿las iele viven en un
inodoro?
Estaban en una pequeña gruta, de no más de un metro por un metro y medio.
Habían salido disparadas por un espejo angosto en la pared y Sera había aterrizado
de cola en el inodoro.
—Uf. Creo que algo salió mal —dijo Neela, apretada dolorosamente entre el
inodoro y la pared.
—¿Te parece? —ironizó Serafina y sacó sus aletas fuera del inodoro. Se las
sacudió—. Puaj. Qué asco.
—¡Tu pelo, Sera! —exclamó Neela.
—¿Tan mal quedó? —preguntó Serafina. Se miró en el espejo y se estremeció—.
Uh, qué mal. Qué feo que quedó. —Las puntas estaban todas de distintos largos.
Algunos mechones le rozaban el mentón y otros estaban más cortos y le bordeaban
las orejas.
—¿Qué pasó?
Serafina se lo explicó.
—Nadie tiene el pelo así, salvo los espadachines —afirmó Neela—. Vas a llamar la
atención. —Cantó un hechizo prax, un illusio, y recuperó temporalmente el pelo largo
de Serafina—. Esto tendría que funcionar durante una hora 0 dos. Ahora, ¿dónde
estamos exactamente?
La puerta estaba cerrada. Alcanzaban a oír voces y el ruido de platos golpeándose
entre sí que llegaban desde el otro lado.
Neela la abrió con cuidado.
—Parece ser una cafetería —dijo mientras salía nadando de la gruta. Sera la siguió.
Las dos sirenas miraron a su alrededor. El lugar estaba muy animado. La luz
brillante de la mañana se filtraba por las ventanas. Había sirenas desayunando,
sentadas a las mesas y junto a la barra. Una sirena que tenía un saco rojo les echó
una ojeada a Serafina y a Neela, y luego volcó otra vez la atención en su tazón de
algas. Serafina señaló una gran ventana de vidrio. Tenía escrito el nombre de la
cafetería.
—¿El río Old? —leyó—. Vamos bien, Neela. Necesitamos ir al río Olt.
Neela observó las letras, entrecerrando los ojos.
—No tienes ni idea de dónde estamos, ¿no? —preguntó Serafina.
—Bueno, estoy bastante segura de que estamos en un río, o cerca de uno.
—¿En serio? ¿Cómo te diste cuenta, detective? No habrá sido por la ventana de la
cafetería, ¿no?
—Ja. Muy graciosa, Sera. Me di cuenta por el olor a agua dulce. —Estornudó—.
Siempre me causa eso.
Justo en ese momento, un gracioso tortugo pasó nadando junto a ellas.
—Preguntémosle dónde estamos —propuso Neela.
—Yo no hablo tortugués —dijo Serafina.
—Yo tampoco. Voy a cantar un locuoro —anunció Neela. Los hechizos locuoro
permitían a las sirenas entender otra lengua temporariamente—. Disculpe, señor —
lo llamó después de hacer el hechizo.
El tortugo se detuvo y se dio vuelta... muuuy despacio. Neela sabía que las tortugas
hacían todo muuuuy despacio. Él levantó la cabeza y la miró con sus ojos grandes.
—Hola —dijo ella alegremente—. ¿Sabe qué pueblo es este?
El tortugo frunció el entrecejo. Se rascó la cabeza moteada. Parpadeó. pensó con
mucha concentración. Inspiró hondo, soltó el aire. se rascó la cabeza otra vez. Golpeó
las aletas. Y luego, por fin, habló:
—Z-d-r-a-s-t-i —dijo despacio.
—¿Sabe? ¿Qué dijo? —preguntó Serafina.
—Dijo «Hola» —respondió Neela.
—¿«Hola»? ¿Todo eso para decir «Hola»? ¡Nos va a llevar una semana averiguar
dónde estamos! Olvídate. Preguntémosle a otro.
Neela meneó la cabeza. La sirena del saco rojo las estaba mirando otra vez.
—Estamos llamando la atención. Salgamos de aquí.
Al abrir la puerta, oyeron más voces.
—¡Plata de barco hundido! ¡Directamente de un yate terra! ¡Todo de primera!
—¡Perlas de canción mágica! ¡Perlas de transparocéano! ¡La mejor calidad!
¡Hechizos duraderos, señores!
—¡Gusanos de quilla, gorditos y jugosos! ¡Gusanos cintiformes, dulces y babosos!
La cafetería estaba en la corriente principal del pueblo y había un mercado
matinal en plena actividad. En los puestos había todo tipo de mercaderías colgadas.
Los vendedores de comida ofrecían alimentos de agua dulce: trenzas de hierbas del
pantano, huevos de rana, cangrejo de río en vinagre, arañas acuáticas acarameladas
y pastelitos de sanguijuelas. Los importadores de agua salada exhibían almejas,
mejillones, vieiras, queso de morsa y los largos y enroscados sacos de huevos de
buccinos. Había un puesto de ropa de segunda mano y puestos de rescate que
vendían cualquier cosa que se pudiese encontrar en un barco naufragado: platos,
ropa, linternas, teteras, cuchillos y espadas, hasta las calaveras de los terragones para
quienes les gustara coleccionarlas.
—¿Voz muy débil, señoritas? ¡Elévenla y saquen todo afuera con el resaltador de
voz patentado! —gritaba un vendedor—. ¡Absoluta discreción! ¡Resultados
garantizados!
Mientras nadaban por la corriente principal, Serafina vio que el pueblo en el que
estaban era pobre y desordenado; nada que ver con Cerúlea. Era un lugar
deteriorado, hecho de objetos encontrados. Las sirenas de agua dulce, al vivir tan
cerca de los terragones, tenían algo en abundancia, no importaba lo pobres que
fueran: basura. Y hacían buen uso de ella. Serafina y Neela nadaron corriente abajo
y vieron un negocio construido con tambores de aceite y otro con baldes de plástico.
Otros estaban hechos con barcos destruidos, neumáticos apilados o contenedores de
barcos que se habían caído de los cargueros. Los tejados estaban hechos con latas de
aluminio aplastadas o botellas de plástico. Abajo, al final de la corriente, había un
centro comercial que estaba construido en un petrolero hundido.
—¡Pepinos de mar todavía jugosos! —gritaba un vendedor ambulante.
—¡Percebes cuello de ganso crujientes y dulces! —vociferaba otro.
Y entonces las sirenas oyeron otra voz, justo detrás de ellas:
—Ya vienen.
Neela se dio vuelta. Era la sirena de la cafetería, la del saco rojo. Tenía la cola y el
torso blancos con manchas anaranjado brillante, los colores de un pez koi. Tenía los
ojos rasgados y pómulos altos. Su pelo negro estaba recogido en dos rodetes sobre la
cabeza. Llevaba una bolsa de seda bordada sobre un hombro. Tenía una espada en
una funda colgada en la espalda.
—Ya vienen —repitió ella—. Deberían irse de aquí.
—¿Quién viene? —inquirió Serafina.
—Moarte piloti. Así los llaman los lugareños. Significa «jinetes de la muerte». Los
hombres de Traho.
—¿Quién eres tú? —preguntó Neela con cautela.
—Mi nombre es Ling. soy de Qingshui, en Qin. —Llamó a una raya que estaba
flotando por encima de ellas y le habló en perfecto rayano. Después preguntó algo
sobre un cardumen de anchoas en pesca. Al final, un espinoso le dijo lo que quería
saber.
—Son cincuenta. Con hipocampos —relató ella—. A quince kilómetros de aquí,
pero acercándose rápido.
A Neela se le empezaron a erizar las aletas.
—Hablas un montón de idiomas —señaló.
—Soy omnivoxa —señaló.
Neela sabía que los omnis, que podían hablar todos los dialectos del sirenés y
comunicarse con la mayoría de las criaturas marinas, eran muy excepcionales. La
sensación en sus aletas se hizo más fuerte. Sospechaba que Ling era más que una
sirena cualquiera de Qin.
—Ustedes ni siquiera se disfrazaron —continuó Ling—. Las van a identificar en
seguida. Incluso con ese corte de pelo espantoso.
—Ejem, gracias —ironizó Serafina—. Supongo que el illusio ya dejó de tener efecto.
—¿Cómo supiste quiénes éramos? —preguntó Neela bruscamente.
—Porque salta a la vista como aletas irritadas. Llevan vestidos que probablemente
cuesten más de lo que gana la mayoría de la gente de aquí en un año. Eso, y los
carteles de «Se busca» de Traho. Sus caras están por todos lados. Sus cabezas tienen
precio. Veinte mil trocii cada una. Todos los cazadores de recompensas y sus
hermanos están detrás de ustedes. Si yo las reconocí, ellos también lo van a hacer.
Tienen que irse de aquí. Voy a conseguir algo de comida y después voy a tomar las
corrientes que van al norte y buscar una cueva hasta que los jinetes de la muerte
hayan pasado. Les sugiero que hagan lo mismo.
—¿Sabes dónde estamos?
—¿Hablan en serio? ¿No saben dónde están? Ustedes dos son un caso perdido —
—dijo Ling y meneó la cabeza—-. Radneva. En el mar Negro. El río Dunárea está a
unos dos días de nado de aquí. Después son otros dos días, quizá tres, hasta el Olt.
—¿Pero tú cómo... ? —empezó a decir Serafina
—¿... sé dónde van? —completó la frase Ling—. Porque yo también voy para allá.
—Entonces se puso a cantar despacito el canto de las iele.
Mientras Ling cantaba, a Neela le resplandecían las aletas. Sus sospechas se
acababan de confirmar. Ling había oído el canto. Había tenido el mismo sueño. Las
iele la habían llamado a ella también.
—Yo soy la que «canta el canto de todos los seres». Vrăja me convocó a mí, tal
como te convocó a ti, hija de Merrow —le explicó Ling a Serafina—. ¿Tú cuál eres? —
le preguntó a Neela.
—La que «llevará luz en el corazón» —dijo Neela, echando una mirada sombría a
Ling.
—Claro —respondió Ling con descaro—. ¿Cómo se me pudo haber escapado eso?
Neela la miró, echando chispas por los ojos. Ella no quería esto. No le gustaba. La
asustaba.
—Disculpa que no haga brillar mi luz en este momento en particular. Acabamos
de pasarlo un poquito mal. Nada serio en realidad. Sólo una invasión y un secuestro.
Un ataque de rufianes con fusiles lanzaarpones. Tuvimos que nadar por nuestras
vidas algunas veces. Quedamos atrapadas en un espejo con un psicópata. Quizá
recupere mi brillo mañana —replicó en tono mordaz.
Ling la miró con gesto solemne.
—Lo van a pasar peor si no inventan un disfraz y no salen de aquí... —La voz se le
fue apagando. Su rostro adoptó un gesto distraído, como si estuviese escuchando
otra conversación.
—¿Qué pasa? —preguntó Neela—. ¿Oyes alguna otra cosa?
—No sé —respondió—. Tal vez sólo sea la charla de las caballas. —Frunció el
entrecejo—. Sin embargo, suena como una risa. Raro.
—Es el monstruo —afirmó Serafina con seriedad—. Yo también lo oigo.
—Pero nunca lo oí estando despierta. Sólo en mis pesadillas. Eso significa...
—…que se está haciendo más fuerte —completó la frase Sera.
—Sí —admitió Ling con gravedad—. Supongo que sí. Las veo en lo de las iele, quizá.
—Empezó a alejarse nadando.
Sera puso una mano en el hombro de Neela.
—Sé lo que sientes, pero tenemos que ir con ella. Es una de nosotras, Neela —
señaló.
Las palabras de Serafina le dieron un escalofrío a Neela. «Una de nosotras.» Una
parte de ella todavía quería creer que nada de esto era real. Una parte de ella aún
tenía esperanzas de que alguien —su tío Bilaal, su padre, o uno de los praedatori—
entrara montado en un gran hipocampo blanco y le dijese que todo había acabado,
que habían atrapado a Traho y que todo estaba bien y no tendría que emprender un
viaje peligroso, enfrentar a un puñado de brujas extrañas en una cueva oscura y, lo
peor de todo, a esa cosa en el waterfire. Encontrarse con Ling hacía todo eso mucho
más difícil.
—¿Neela?
—Bueno. Sí. Vamos —dijo Neela con voz un tanto temblorosa.
—¡Espera, Ling! Vamos contigo —gritó Serafina.
En su cabeza, Neela oyó el canto de las iele. Oyó a la bruja canosa que las llamaba.
—Una esperando, tres en camino, Baba Vrăja —suspiró ella.
Ella y Serafina se apuraron para alcanzar a Ling.
TREINTA
—En este momento, mataría por un bing bang.
—¿Cuándo no matarías por un bing bang, Neela? —preguntó Serafina.
Las sirenas iban nadando en las aguas de un banco de arena. Eran las primeras
horas de la noche. Habían salido de Radneva hacía dos días y habían estado en
movimiento desde entonces, parando sólo para dormir durante la noche. Al principio,
habían cantado hechizos velo para ir más rápido, pero habían dejado de hacerlo
cuando se dieron cuenta de que los velos, que ya eran bastante difíciles de hacer en
el agua salada, exigían todavía mucha más magia en el agua dulce. Usando las
contracorrientes, se habían abierto camino hacia el norte, siguiendo la costa de
Bulgaria hacia Rumania y la boca del Dunárea.
—Un chilaguonda tampoco estaría mal. O un ze zé. Dioses, me encantaría un ze
zé. También me gustaría una taza de té de sargazos. Ropa limpia. Peinetas bonitas.
Un masaje. Una cama blanda. Y una jugosa manzana de agua azul —enumeró Neela.
—En lugar de eso, aquí tienes algunas aceitunas arrugadas del arrecife y queso de
morsa rancio —le ofreció Serafina, alcanzándole la bolsa de comida que habían
traído del mercado de Radneva.
—¿Otra vez aceitunas y queso?
—Es lo único que nos queda. Será mejor que encontremos alguna aldea pronto.
—Así será. Aquaba queda en la boca del Dunárea —dijo Ling—. Estoy segura de
que estamos cerca.
Había sido difícil seguir las corrientes, remontándolas y, a veces, luchando contra
ellas, para llegar hasta donde estaban ahora Neela estaba cansada, sucia y
hambrienta, y añoraba su hogar con sus comodidades. Y a pesar de que estaban cerca
del Dunárea todavía les quedaban varios kilómetros por delante hasta llegar al río
Olt.
—¿Qué hicimos? ¿Rodeamos el banco de arena frente a Burgas por el oeste? ¿O
por el este? —preguntó Serafina, mirando a su alrededor. Sostenía un mapa de
pergamino de alga marina en la mano. Le pertenecía a Ling.
—Por el oeste. Sin dudas, por el oeste —respondió Ling—. Ese fue el atajo que
tomamos. ¿Te acuerdas?
Ling era buena navegante. Las había guiado para salir de Radneva hasta una
contracorriente y les había encontrado una cueva espaciosa donde refugiarse
durante su primera noche juntas. Habían evitado a los jinetes de la muerte y a los
cazadores de recompensas y, ante la insistencia de Ling, se habían cambiado el color
del pelo y de la ropa con hechizos illusio. El único problema era que un illusio, como
cualquier hechizo, a la larga perdía el efecto. Mantenerlo costaba esfuerzo y energía...
energía que se les iba en el nado constante. Ling siempre les estaba recordando que
rehicieran el hechizo. Neela se alegró cuando cayó la noche y pudo volver a su aspecto
real. Sabía que ella y Sera tendrían que pensar soluciones más permanentes, pero
eso requería que llegaran a otro pueblo donde pudieran comprar ropa.
A Neela le resultaba extraño que fueran tres en lugar de dos y no siempre se sentía
cómoda con Ling, ya que la sirena solía ser muy directa. También tenía una forma
desconcertante de interrumpir abruptamente las conversaciones para escuchar a un
grupo de blenias que pasaban o para decir algo como: «¿Alguna vez notaron la
superposición de clicativos sibilantes que hay en el delfinés y el marsopés?» Neela
nunca sabía realmente si Ling la estaba escuchando a ella o a una criatura marina
que justo pasaba por ahí.
Sin embargo, Ling era lista y fuerte, y las había salvado de que las atraparan.
También era la que sabía la ruta al río Olt, así que Neela no tuvo más opción que
aceptarla.
Las tres sirenas habían estado hablando mientras viajaban al norte. Serafina y
Neela habían contado sus historias y Ling les había relatado que pertenecía a un gran
clan, la mayoría de cuyos miembros vivían en su pueblo.
—En realidad, nosotros somos el pueblo —afirmó ella, riendo—. En cada casa hay
un pariente mío.
—¿Tu familia es muy grande? —preguntó Neela.
—¿Mi familia extendida? Somos más de cien. En mi familia inmediata, con mi
madre, hermanas y hermanos, abuelos, tías y tíos, y primos, somos cincuenta y tres.
Quizá cincuenta y cuatro —Se detuvo, escuchó y luego comentó—: Ahora. Una de mis
tías... El léxico de los caballos de mar es increíblemente grande, ¿no creen?
—Oh, totalmente —respondió Neela.
—Entonces, como les estaba diciendo, una de mis tías estaba embarazada cuando
me fui.
—¿Y viven todos en una casa? —inquirió Serafina.
—Una casa muy grande —contestó Ling y se le desdibujó la sonrisa—. Vivimos
todos allí, menos mi padre. Lo perdimos hace un año. Salió a explorar el Gran
Abismo, como le encantaba hacer, y no volvió. Mi madre apenas dijo dos palabras
desde que él desapareció.
—Lo siento mucho, Ling —dijo Serafina.
—¿Qué pasó? —quiso saber Neela.
—No sé —respondió Ling—. Lo buscó todo el pueblo. Por días y días. Pero jamás
lo encontraron. Quizá se hundió demasiado hondo y algo lo atacó. O tal vez se
desmayó. Lo único que sé es que lo extraño.
—Habrá sido duro para tu madre dejarte ir tan lejos —supuso Serafina—.
Especialmente, después de perder a tu padre.
—No me dejó ir exactamente. En realidad, ella no quería que me fuera. Pero en mi
cultura, la leyenda de las iele es muy fuerte. Mi abuela, Wen, es además la chamán
de nuestro clan. Es muy sabia y es la que conserva las tradiciones del clan. Cuando
le conté mi sueño, dijo que tenía que ir. Así que me fui. Y aquí estoy —relató ella—.
Estoy en las corrientes desde hace dos meses. Hace unos días, empecé a pensar que
estaba loca por haber venido. Y entonces las encontré a ustedes dos...
—-... y ahora ya sabes que estás loca —bromeó Neela.
Pero Ling no se rio.
—...y supe que no estaba loca. Las cosas que ustedes me contaron sobre el ataque
y sobre Traho, el hecho de que todas hayamos tenido el mismo sueño... las iele son
reales. Nos convocaron por alguna razón.
—Sí, así es. ¿Pero cuál es? Esa es la gran pregunta y la que más miedo me da —
expresó Sera. Luego ella y Ling, todavía leyendo atentamente el mapa, siguieron
cruzando las aguas sobre el banco de arena.
Neela las vio irse y las siguió de mala gana, sabiendo que cada brazada que daban
las llevaba más cerca de la respuesta.
—Esto no me gusta —dijo Ling con las manos en la cadera.
Habían llegado al borde del banco de arena. Caía empinado hasta un ancho lecho
marino que ahí era llano y abierto, y estaba cultivado con manzanas de agua, pero
todos los árboles estaban pelados.
—Es muy abierto. Nos pueden ver.
—No tenemos opción —afirmó Serafina—. Según tu mapa, Ling, no podemos ir en
dirección oeste hacia la costa porque los bancos de arena son muy altos. Tendríamos
que salir a la superficie cerca de las playas de los terras. Y no podemos ir al este, a las
aguas profundas. La corriente allí es muy fuerte. Nos va a desviar de nuestro curso.
—Apurémonos entonces —concedió Ling.
Las tres sirenas partieron. Siguieron la corriente hasta el lecho marino y
empezaron a cruzarlo, al ritmo del movimiento, atentas al sonido de voces o al
chasquido de aletas.
Neela siguió mirando detrás de ellas mientras nadaban, esperando ver que se
asomaran los jinetes de la muerte por encima del banco de arena en cualquier
momento, pero no aparecieron. Ya estaba empezando a creer que podrían cruzar sin
ser vistas, cuando oyó a Ling decir:
—Oh, oh.
Justo en medio de su camino, había un hombre sirena con una azada en la mano.
El filo brillaba intensamente aún en la luz del atardecer. Neela miró a izquierda y
derecha, y vio varios hombres sirena más que salían de atrás de los árboles, cargando
guadañas y horquetas. Estaban harapientos y flacos, y tenían las mandíbulas
apretadas.
—No parecen muy felices de vernos —dijo ella.
—No, para nada —concordó Serafina.
—Prepárense —ordenó Ling—. Cuando dé la señal, naden derecho hacia arriba.
—¿Qué pasa si nos siguen? —preguntó Neela.
—Con suerte, podremos perderlos. No tienen aspecto de tener mucha resistencia
para una persecución. De acuerdo, ¿listas? Uno, dos...
De pronto, el hombre sirena de la azada la bajó e inclinó la cabeza.
—¡Larga vida a Serafina, principessa di Miromara! —gritó. Uno por uno, los demás
siguieron su ejemplo. Cerraron la mano derecha en un puño, se golpearon el pecho
y luego saludaron.
—¡Viva Serafina, principessa di Miromara!
—¡Larga vida a los merrovingios!
—¡Muerte al tirano Traho!
Neela le echó una mirada a Sera. El hechizo illusio ya se estaba yendo otra vez.
El hombre sirena que tenía la azada en la mano nadó hasta ellas. Hizo una
reverencia y les dijo que se llamaba Konstantin.
—Perdónenos, principessa. Al principio no sabíamos quién era. Hay jinetes de la
muerte en estas aguas.
Serafina giró en círculo, mirando a todos aquellos hombres sirena reunidos en
torno suyo. Al hacerlo, otros se acercaron. Le tomaron la mano y se la besaron.
Apelaron a los dioses para que la favorecieran. Le contaron sus historias con voz
vacilante y emotiva.
—Me había ido a visitar a unos parientes. Cuando volví, el pueblo estaba desierto.
Es el próximo pueblo por allí. Se habían ido, todos...
—Vinieron de noche...
—¿A dónde fueron?
—¿Por qué, principessa? ¿Por qué se llevaron a mi familia?
—Ayúdenos a encontrarlos. Ayúdenos, por favor.
Serafina, Neela y Ling se enteraron de que los jinetes de la muerte se habían
llevado a casi todos los del pueblo. Sólo habían dejado un puñado de hombres sirena
para que trabajaran los huertos para ellos.
—Dicen que su tío escapó, principessa. Que está levantando un ejército de
duendes kobold en el norte. ¿Es cierto? ¿Usted tiene alguna noticia de él? —preguntó
Konstantin esperanzado.
Serafina meneó la cabeza.
—No. Ninguna.
—¿Y de la Regina Isabella?
Neela vio que los ojos de su amiga se ensombrecían de dolor al oír mencionar a su
madre.
—Espero que todavía esté viva, pero no lo sé con certeza. Me temo que estamos
solas. Viajamos en busca de ayuda contra el mal en nuestras aguas —respondió Sera.
Konstantin asintió con la cabeza, tratando de ocultar su desilusión. Se metió la
mano en el bolsillo, sacó un único cauri y se lo dio a Serafina.
—No puedo aceptar esto —protestó ella.
Konstantin no la escuchó. Tampoco los demás. Le dieron lo que tenían. Unos
gusanos de quilla envueltos en una hoja de alga marina... la única comida del día de
algunos de ellos. Una preciosa drupa plateada. Tres manzanas de agua chiquitas,
escondidas de los jinetes de la muerte. Un puñado de nueces de arena.
Serafina miró los regalos depositados en sus manos por hombres sirena que no
tenían nada y tragó con dificultad. Neela sabía que estaba tragándose las lágrimas.
También sabía que Sera no quería tomar sus últimas monedas o lo poco que les
quedaba de comida, pero si los rechazaba, los iba a herir.
—Gracias —dijo Serafina con voz temblorosa—. Gracias a todos. Les prometo, les
juro, que voy a hacer todo lo que pueda para ayudarlos. Si mi madre y mi tío todavía
viven, voy a encontrarlos y a contarles lo que les sucedió. Ellos van a encontrar a su
gente; sé que lo harán.
Eso suscitó ovaciones. Serafina agradeció a los campesinos otra vez, se despidió y
luego ella, Neela y Ling reanudaron su viaje. Mientras nadaban, Neela notó que
Serafina estaba extrañamente callada.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—Se inclinaron ante mí. Me abrazaron y me besaron. Y yo no lo merezco. No
merezco nada de eso.
—Les diste algo que necesitaban —opinó Neela—. Les diste esperanzas.
Serafina meneó la cabeza.
—Les di promesas vacías, eso es todo.
—Eh, ¿Serafina? —dijo con cierta ironía en la voz—. Esos hombres sirena que
había ahí no estaban ovacionando a tu tío. Ni a tu madre. Estaban ovacionándote a
ti.
—Es un signo de respeto por la corona, eso es todo —replicó Serafina.
Un gran cardumen de sábalos pasó por encima de sus cabezas y les tapó el sol. La
sombra repentina le pareció de mal agüero a Neela. Hizo que aumentara la tensión
que se estaba generando entre Sera y Ling.
Ling respiró hondo y comentó:
—Es sólo una expresión de deseos, Serafina. Lo sabes, ¿no? Lo que dice la gente
de que tu tío está en el norte, a eso me refiero. Estaba en el palacio cuando lo atacaron.
Tu madre también. Eso es todo lo que sabemos. El resto son sólo rumores. Otra cosa
que sabemos es que tu madre estaba herida de gravedad. Me lo dijiste tú misma. Tal
vez no haya sobrevivido...
—No digas eso —interrumpió Serafina con voz entrecortada.
—Tengo que decirlo —respondió Ling—. Los omnivoxas hablan todas las lenguas.
Mi abuelo también lo era y me dijo que con el don del lenguaje, viene aparejada la
responsabilidad de decir no sólo palabras, sino también la verdad. En este momento,
únicamente tenemos un objetivo: llegar a las iele. ¿Pero qué pasará después?
¿Cuándo las brujas nos digan lo que sea que quieren decirnos? ¿Vas a esconderte con
ellas para siempre? A todos lados donde vamos en este reino, tu reino, la gente está
sufriendo. Necesitan esperanzas. Necesitan una líder.
—Ya tienen una líder —dijo Serafina enojada.
—Serafina, tienes que enfrentar la...
—Estás equivocada. Ella está viva. ¡Sé que lo está! —gritó Serafina.
Se hizo un silencio incómodo en el grupo. Serafina fue quien lo rompió.
—Lo siento. Fueron días muy difíciles —se disculpó . Hay un cardumen encima de
nosotras. Me voy a unir a ellos. Las veo en un rato.
—¿Te vas a nadar en grupo? ¿Tú? ¡Es algo tan estúpido que sólo Yazeed lo haría!
—exclamó Neela—. Estamos cerca de la desembocadura de un gran río. Hay un
puerto. Con barcos. Y terras. No es una buena idea.
Pero ya era demasiado tarde. Serafina ya se alejaba nadando.
—Cayó Cerúlea. Están arrasando los pueblos. Si ella no lidera Miromara, toda
Miromara va a caer —expresó Ling—. Una vez que pase eso, ¿qué va a evitar que
Traho tome Qin? ¿Matali? ¿Las otras aguas?
—Ling, ser líder, al menos en Miromara, significa ser regina. La única, irrepetible.
No hay dos —dijo Neela con tono irónico—. ¿Entiendes?
Ling asintió con la cabeza.
—Serafina no puede aceptar ser la líder de su reino porque eso significa aceptar
que su madre está muerta. Apenas pasaron unos días. Ella lo perdió todo. Todo, Ling.
Necesita tiempo.
—Entiendo, Neela. Pero el tema es. .. que no tenemos tiempo.
TREINTA Y UNO
Junto a ella, pasaban como un rayo cuerpos brillantes del color del mercurio.
Escamas suaves, frescas, le rozaban la piel. Había miradas alegres y risas. Serafina
estaba en el cardumen.
Aumentó la velocidad, se detuvo y luego se dio vuelta. Se sumergió en las
profundidades oscuras y frías del mar, y luego subió otra vez en espiral a la superficie
cálida y espumosa. Era una sola con el cardumen y se olvidó de todo y de todos. Se
olvidó de sus pérdidas y de su dolor. Olvidó a Mahdi y todo lo que él no era; a Blu y
todo lo que él era. Por unos instantes preciosos, se olvidó de quién era ella misma.
El atardecer era suave y hermoso. Los rayos de sol que se extendían jugaban sobre
el agua. Los sábalos habían subido desde las profundidades frías para alimentarse
de las medusas luna que flotaban en las capas más cálidas de la superficie. Sus
movimientos ejercían una atracción muy fuerte sobre Serafina... una atracción que
ella, como la mayoría de las sirenas jóvenes, encontraba difícil de resistir. Era mágico
nadar con el cardumen. Era salvaje y alegre, pero peligroso también. Los
depredadores seguían a los cardúmenes. Una sirena podía estar nadando con miles
de sardinas sólo por un instante y encontrarse frente a frente con un tiburón al
minuto siguiente. Los padres de las sirenas siempre les advertían a sus hijos que no
debían ir a nadar en grupo.
¿Pero cómo podía resistirse? Los sábalos la llamaban. Miles de voces musicales,
como la lluvia en el agua, la atraían. Se decía que los terras pensaban que los peces
no hacían ningún sonido. Serafina se preguntaba si sería porque sólo escuchaban
con los oídos. Ella sabía que quienes amaban de verdad a las criaturas del mar las
escuchaban con el corazón. «Hermana», la llamaban. «Veloz como el mar. Ven, cola
de cobre. Ven, belleza. Nada con nosotros.»
Serafina nadó cada vez más rápido, su cuerpo elegante arqueándose, girando,
cortando el agua como un cuchillo. Únicamente existía el cardumen. Sólo el mar. Y
nada más. Y entonces:
—¡Serafina!
Una voz a lo lejos. Que la tironeaba. Que la arrastraba de nuevo a mil preguntas
que no sabía cómo responder. Mil reclamos que no podía satisfacer. De nuevo al
miedo y a la desesperación. A las voces entrecortadas preguntándole por qué,
pidiéndole ayuda, pidiéndole que hiciera algo que ella no podía hacer.
—¡Vamos, Serafina! —Era Neela. Ahora estaba cerca.
—No —respondió ella, internándose más en el cardumen—. No, Neela. No puedo.
Una mano se cerró sobre su brazo. Era Ling.
—¡Tenemos que irnos! ¡Ahora! —dijo con voz alarmada. Serafina se la sacudió de
encima.
—¡Sera! —gritó Neela—. ¡Hay una red de pesca! ¡Sal de ahí! ¡Apúrate!
Como una sirena que salía de un trance, Serafina se detuvo despacio. Miró a su
alrededor y sus ojos se agrandaron por el terror. Un entramado de filamentos la
rodeó. Lo estaba levantando un cabrestante y se estaba cerrando, como un saco, en
su parte superior. Los sábalos ya no se reían ni la llamaban. Estaban gritándose
desesperados unos a otros para liberarse.
Serafina salió disparada hacia la parte superior de la red. Con un golpe de su cola,
trató de impulsarse a través de lo que quedaba de la abertura. No lo logró. La red se
cerró alrededor de su cadera y se ajustó, causándole dolor. Agarró los bordes con las
manos y los empujó para abajo. Al mismo tiempo, sacudió su potente cola de pez con
todas sus fuerzas y logró salir retorciéndose, justo antes de que la red irrumpiera en
la superficie. Los bordes le habían arrancado algunas de sus escamas. Estaba
sangrando, pero estaba en libertad.
—¡Neela! —vociferó.
—Por aquí! —exclamó Neela, nadando hacia ella—. ¿Dónde está Ling?
La red siguió subiendo por el agua. Los aullidos de los sábalos eran
ensordecedores.
—¡No la veo! —gritó Serafina— ¡Ling! ¡Ling! —llamó, rodeando la red.
Y entonces la vio: una mano que salía a través de la red, tratando de alcanzarla.
Una cara aplastada contra la malla, con los ojos desorbitados por el terror, la boca
abierta en un grito.
Era Ling.
TREINTA Y DOS
—¡Neela, agarra la red! —gritó Serafina.
Las dos sirenas engancharon los dedos en el fondo de la pesada red cuando
salía a la superficie, con la esperanza de que el peso de sus cuerpos la arrastrara
otra vez para abajo, adentro del agua. El cabrestante hizo un chirrido. Empezó a
moverse más despacio, pero no se detuvo. La red estaba fuera del agua y seguía
subiendo. Los filamentos les cortaban los dedos, pero aun así no la soltaron. Las
levantó más, hasta que sólo las puntas de sus colas quedaron sumergidas.
—¡Es inútil! ¡Suéltala! —gritó Neela.
—¡Tenemos que ayudarla! —vociferó Serafina.
—¡Sera, suéltala antes de que nos atrapen a nosotras también! —gritó Neela
otra vez.
Serafina meneó la cabeza, pero la red subió todavía más arriba, hasta la
cubierta del buque pesquero, un arrastrero pequeño llamado Bedrieêr. Los
sábalos boqueaban agonizantes en busca de agua. Los aullidos desgarradores de
Ling cortaban el aire.
—¡No! —exclamó Serafina. Pero sus dedos ya no podían sostener más su peso.
Volvió a caer dentro del agua. Neela también. La red subió todavía más alto.
Serafina y Neela quedaron en su sombra, fuera de la vista de la tripulación del
arrastrero.
—¿Qué va a pasarle? —preguntó Neela atemorizada.
Serafina oyó voces, el ruido de los terras gritándose unos otros. Hubo un
silencio repentino y luego:
—¿Qué diablos? ¡Señor Mfeme! ¡Rápido! ¡Por aquí!
—No. No puede ser—dijo Serafina. Sólo tenía conocimientos rudimentarios de
la lengua terra llamada español, pero conocía ese nombre. se acercó al borde de la
sombra hasta donde se animó y miró hacia arriba.
Un hombre bronceado con el torso desnudo sujetó la red con un garfio y la
tironeó hacia el barco. otro hombre se le unió. Tenía pantalones vaqueros, una
remera negra desteñida, una gorra con visera y anteojos de sol.
Serafina dio un grito ahogado.
—Es él, Neela —afirmó—. El hombre que irrumpió en el palazzo del duca. El
que nos atacó. ¡Es Rafe Mfeme!
—Tráiganla a bordo! —vociferó Mfeme.
Los gritos de Ling llegaban a través del agua.
—Voy a intentar un remolino —dijo Sera desesperada por salvar a su amiga.
Empezó a cantar el hechizo pero le costaba proyectar su voz. En el aire, su
canción mágica sonaba débil y forzada. De todos modos, logró conjurar un
remolino de agua de unos tres metros y medio de alto. Lo dirigió hacia el
arrastrero, esperando que le pegara fuerte de costado y soltara la red del
cabrestante.
—¡Un tifón, señor Mfeme! —gritó alguien de la tripulación, justo cuando el
remolino estaba a treinta centímetros del barco.
Al oírse las palabras del hombre, el remolino se detuvo violentamente, como si
hubiese chocado contra una pared. El agua revuelta se aplanó y cayó como una
sábana al mar.
—Déjame intentarlo —dijo Neela.
Hizo un fragor lux usando rayos de sol y se lo arrojó al arrastrero con la
intención de agujerearlo, pero el fragor explotó inútilmente a treinta centímetros
del barco.
—Un tifón y ahora un parhelio -—comentó Mfeme—. Qué clima tan extraño
estamos teniendo.
Mientras hablaba, miró por sobre la barandilla del barco, hacia el agua, como
si supiera que ellas estaban ahí. Sera agarró a Neela y la empujó más adentro de
la sombra de la red.
—¿Qué está pasando? ¿Por qué no funcionan nuestros hechizos? —susurró
Neela.
—No sé —contestó Sera—. No tiene sentido. Los terragones no pueden hacer
magia ni deshacerla. —Y entonces, dio con la respuesta—: ¡Apuesto a que es el
casco del barco! Seguro que es de hierro.
—¿Qué vamos a hacer? ¿Cómo vamos a liberar a Ling si no podemos hacer
magia? —preguntó Neela.
Sera no tuvo tiempo de responder.
—¡RAFE MFEME! —resonó una voz de pronto. Las sirenas giraron y vieron que
la voz venía de otra embarcación, una lancha rápida y reluciente que acababa de
llegar por la proa de estribor del arrastrero.
—Rafe Mfeme, aquí el capitán William Bowen del buque Sprite. El Bedrieêr está
cometiendo una violación directa del Tratado del Mar Negro. No está permitido
pescar en estas aguas. La guardia costera rumana está en camino.
—Son los Guerreros de las Olas —gruñó Mfeme—. Arranquen los motores.
—Señor Mfeme, los Guerreros no pueden abordarnos, pero la guardia costera
sí. No podemos navegar más rápido que ellos, señor. Su embarcación es más
liviana y más rápida. Si suben a bordo... si ven lo que hay en la bodega...
Mfeme maldijo en todos los idiomas.
—¡Ni siquiera quería a los malditos sábalos! ¡Yo quería medusas! —Fue dando
zancadas hasta la caja de control del cabrestante y golpeó la palanca. Hubo un
chirrido fuerte cuando el cabrestante soltó la red. Esta cayó al agua y desapareció
bajo la superficie.
Mfeme enfrentó al Sprite.
—¿Qué red? —le gritó al capitán Bovven—. ¡No tiene pruebas en mi contra!
—¡Lo tenemos filmado, Mfeme! —vociferó el capitán Bowen, levantando una
videocámara—. ¡Va derecho a la corte!
Serafina no se quedó a escuchar más. Neela ya estaba bajo el agua. sera se
sumergió y se unió a ella. Juntas, tiraron de la red hasta abrirla y liberaron a Ling
y a los sábalos. Los peces, tosiendo y jadeando, se alejaron nadando rápido. Ling,
amoratada y sangrando se hundió hasta el fondo del mar. Tenía la muñeca tan
doblada que impresionaba.
—Perdón, Ling —dijo Serafina entre lágrimas—. Es todo culpa mía. Esto no
habría pasado si yo no me hubiera ido a nadar con el cardumen. Lo siento mucho
de verdad.
—El terra es quien debería disculparse —replicó Ling—. Casi me mata.
—Es Rafe Mfeme —afirmó Neela—. Casi nos mata a nosotras también. En lo del
duca.
Serafina se acordó de lo que les había dicho el Duca Armando sobre Mfeme:
estaba aliado con Ondalina y en su arrastrero había transportado precisamente a
las tropas que invadieron Cerúlea.
—Quédate con Ling, Neela. Enseguida vuelvo —dijo de pronto.
—¿A dónde vas? —preguntó Neela.
—A ver si puedo averiguar algo sobre Mfeme.
Serafina fue a toda velocidad hasta la superficie y asomó la cabeza con cautela,
temerosa de ser vista. Pero no había nadie mirando el agua. La tripulación de
Mfeme había puesto el Bedrieêr al lado del Sprite y el propio Mfeme lo había
abordado. Serafina oyó gritos y amenazas, y después Mfeme le arrancó la
videocámara de las manos al capitán y la tiró por la borda. Un hombre joven se
precipitó encima de él. Mfeme lo tiró por la borda a él también.
Mientras dos compañeros del joven trataban de subirlo de vuelta al barco,
Mfeme avanzó sobre una mujer, le sacó el celular de las manos y lo tiró al agua.
—¿Quiere ir usted también al agua? —vociferó. Asustada, ella retrocedió,
alejándose de él.
Veloz y fuerte, Mfeme parecía estar en todos lados a la vez. Serafina nadó rápido
a la popa y lo vio golpear con una llave inglesa la radio que comunicaba el barco
con la costa.
—¡Se los advierto, a todos! ¡Manténganse lejos de mí! —exclamó. Tiró la llave
inglesa a un costado, volvió a bordo de su barco y, a los gritos, dio órdenes de
partir.
Mientras se preparaba la tripulación, Mfeme apoyó las manos en la borda.
—Ella se dirige al Dunárea, Nils —le indicó a un miembro de la tripulación— .
La quiero. Ahora. Antes de que llegue al Olt. Hay otras con ella. Las quiero a todas.
Serafina se sumergió. Las aguas del puerto eran poco profundas. Neela y Ling
estaban sentadas en el fondo a unos nueve metros debajo del barco.
—Vámonos de aquí —dijo cuándo las alcanzó.
—Ling no puede nadar. Tiene la muñeca quebrada.
Serafina miró a Ling. Se sostenía el brazo contra el pecho. Tenía la cara gris por
el dolor.
—Vas a tener que hacerlo —aseguró—. Mfeme te quiere a ti. Y a nosotras
también. Sabe que nos dirigimos al Olt.
—¿Cómo? —preguntó Ling.
—No sé. Tenemos que irnos.
—Debemos ayudarla, Sera. Está muy dolorida —advirtió Neela.
Serafina miró a su alrededor. Sus ojos se posaron en la red de pesca.
—Podríamos acostarla en la red y arrastrarla detrás de nosotras —propuso.
—Oh, supongo que eso le va a encantar considerando que la red casi la mata.
Además, ¡es difícil nadar arrastrando una red! No vamos a poder impulsarnos lo
suficientemente rápido para...
—Espera un minuto, Neela... ¡Eso es!
—¿Qué?
—Podemos atascar la hélice! Eso va a detenerlo. Y va a darnos ventaja.
—¿Con qué? Nuestra magia no funciona contra su barco.
—Con la red. Aguanta, Ling. Dame la mano, Neela, —Las dos sirenas levantaron
la red, la arrastraron hasta el barco y la empezaron a enroscar alrededor de las
temibles aspas.
—Rápido, Sera. Si esto arranca, somos carnada —aseveró Neela.
Mientras trabajaban en eso, a Sera le pareció oír voces. ¿Eran sirenas? Sonaban
raro... cercanas y, sin embargo, apagadas se detuvo y miró a su alrededor con
cautela. No había nadie más en el agua.
—¿Oíste eso, Neela? —preguntó.
—Yo no oí nad..
Y entonces lo oyeron las dos.
Un gemido agudo y desesperado. Venía de adentro del Bedrieêr.
Sera nadó hasta el barco y apoyó la oreja contra el casco. Neela hizo lo mismo.
Pero ninguna de las sirenas oyó nada más.
—Quizá sean sábalos —consideró Serafina inquieta—. Alguien de la tripulación
de Mfeme dijo que no podían permitir que la guardia costera abordara el barco
por lo que tenían en la bodega. Probablemente, pesca ilegal.
—Sera... oh, dioses. Oh, ¡Sera!
—¿Qué? ¿Qué pasa?
Neela no pudo hablar más. Se llevó las manos a la boca. Serafina siguió su
mirada. Abajo, en el lecho del mar, a unos seis metros a babor del barco, había
cuerpos. Al menos una docena.
Serafina pronunció un grito ahogado. Nadó hasta ellos, esperando que lo que
le decían sus ojos no fuera cierto. Pero lo era. Estaban muertos. Algunos yacían de
espaldas. Otros, boca abajo. Otros tenían el tipo de heridas abiertas, enormes, que
eran provocadas por arpones. Otros tenían moretones en la cara. Muchos tenían
las muñecas atadas detrás de la espalda. Casi todas las mujeres tenían el cabello
trenzado y los hombres tenían túnicas de lino marino: el estilo elegido por los
campesinos de esas aguas.
—No —gimió ella—. Oh, gran Neria, no.
Eran miromarenses. Su pueblo. No eran soldados; eran civiles. Y los habían
masacrado. Sintió un dolor profundo y desgarrador en su interior y una furia
candente.
—Mfeme está tratando de capturarnos para entregarnos a Kolfinn porque
quiere los talismanes y piensa que nosotras sabemos dónde están. Pero ¿por qué
mataría a toda esta gente inocente? ¿Por qué?
Neela recobró la voz.
—Para obtener información. Debe de haber pensado que sabían algo acerca de
los talismanes. O sobre nosotras.
Por encima de ellas, empezó a sonar un zumbido. Se hizo cada vez más fuerte
y, luego, se convirtió en un rugido monumental cuando la enorme hélice comenzó
a girar.
—Vamos —dijo Sera, esperando contra todo pronóstico que su plan funcionara.
La hélice giró varias veces y cortó la red sin el menor esfuerzo. A Serafina el
corazón le dio un vuelco.
—Es hora de hacer olas —propuso.
—¡No, Sera, está funcionando! ¡Mira!
Mientras las sirenas observaban, los filamentos en jirones se iban enrollando
alrededor del eje de la hélice y la atascaban. El eje giró una vez más con dificultad
y luego se frenó.
—Lo detuvimos —dijo Neela.
Serafina meneó la cabeza.
—Sólo lo retrasamos. Él nos siguió hasta aquí. Él sabe adónde vamos. Tan
pronto como repare su hélice, nos volverá a perseguir.
—Sera —la interrumpió Neela—, Mfeme transporta jinetes de la muerte para
Kolfinn. El duca lo dijo. ¿Y si están a bordo ahora mismo? ¿Y si salen para ver por
qué se detuvo la hélice?
—Si estuvieran en el barco, Mfeme ya los habría enviado para que nos atrapen.
Pero eso no significa que no estén rondando por los alrededores. Tenemos que
seguir viaje. —Sera miró a los cadáveres una vez más—. Antes de que terminemos
como ellos.
TREINTA Y TRES
—Hola, gatito! ¡Gatito lindo! Por favor, ¡déjanos pasar, gatito lindo e
inteligente!
—le dijo Neela nerviosa al pez gato que nadaba alrededor de ella.
Había ocho en el agua oscura y eran monstruos. De casi dos metros de largo,
tenían la espalda moteada y la carne rosada del lado de abajo. Tenían unas
barbillas largas que les sobresalían como bigotes a ambos lados de su cara plana
y ancha. La boca tenía más de treinta centímetros de ancho, suficiente como para
deglutir un pato de un solo bocado y a una sirena en dos o tres.
Neela estiró la mano para acariciar a uno.
—Eh, ¿Neela? Yo no haría eso —advirtió Ling.
—Está bien. Está ronroneando —aseguró Neela.
—No está ronroneando. Está gruñendo.
El pez gato dio un tarascón. Neela retiró la mano hacia atrás.
—No tenemos tiempo para esto —dijo Serafina y echó una mirada preocupada
por encima del hombro.
—¡Díselo a él! —exclamó Neela, observándose los dedos.
Los jinetes de la muerte las seguían de cerca. Las sirenas habían llegado al
Dunárea y le habían sacado una legua de ventaja al barco de Mfeme cuando
oyeron venir a los soldados. Habían estado tratando de encontrar un lugar donde
esconderse. En lugar de eso, se encontraron rodeadas de enormes peces gato.
—Salgan de mi río —dijo una voz con brusquedad.
Neela levantó la vista. Había una sirena de agua dulce que flotaba cerca de allí,
agitando un palo de hockey. Era gris oscura con rayas y puntos de color castaño
claro. Una aleta puntiaguda le recorría la espalda. Llevaba aros colgantes hechos
de tapitas de botellas y un collar que no se parecía a ninguno que Neela hubiera
visto jamás. De él colgaban todo tipo de cosas terragonas: una cabeza de muñeca,
un chupete, un abridor de botellas, un encendedor, una pequeña linterna, una
pelota de golf. El pelo, recogido en dos colas de hipocampo que sobresalían a
ambos lados de la cabeza, estaba teñido de un tono rojo estridente. Tenía la boca
pintada del mismo tono. El lápiz labial no estaba exactamente sobre los labios.
—Perfecto. Justo lo que necesitamos. Una loca con un montón de peces gato —
susurró Ling.
La sirena había salido de una casa... o algo así. Neela nunca había visto nada
igual a eso tampoco. Parecía estar hecha de viejas partes de autos oxidadas:
puertas, capós, paragolpes de cromo. Las ventanas eran ruedas de bicicleta.
Clavado en el techo, arriba de todo, había un viejo paraguas negro de cuyo
contorno colgaban tenedores, cuchillos y cucharas que sonaban y repicaban.
Giraba con la corriente del río como una veleta.
—Zi buna, doamna —dijo Ling en rumano, tratando de sonreír mientras se
sostenía el brazo contra el pecho—. Buen día, señora.
—No me trates de «señora» a mí, sirena —retrucó la sirena de agua dulce en
sirenés—. Vete por donde viniste. Ya mismo.
—No podemos, señorita. .. señorita...
—Lena —respondió la sirena de agua dulce——. Esta sección del río desde la
roca y por todo su recorrido hasta la próxima curva es mía —agregó, señalándola
con su palo de hockey—. Y no me gustan los intrusos. Los intrusos molestan a los
gatitos. ¿No ven la hilera de guijarros que puse? ¡Se supone que no deben cruzarla!
Neela sabía que las sirenas de río eran muy territoriales. Además, no les
gustaba que las molestaran. Pero en el comportamiento de esta sirena había algo
más que una aversión a los extraños. Bajo las palabras bruscas y la postura
agresiva, había miedo. Neela lo percibía.
—Por favor, ¿nos dejas pasar, Lena? —preguntó—. Sólo vamos a cruzar y a
seguir nadando.
Lena se cruzó de brazos.
—¡Eso fue lo que dijo la sirena que quiso pasar por aquí ayer!
—¿Sabes quién era? ¿Averiguaste su nombre? —interrogó Serafina.
—Sava o Plava o Tava... algo así —contestó Lena.
Neela intercambió miradas con Serafina y Ling. Pudo ver que estaban
pensando lo mismo que ella: ¿Sería posible que Sava, Plava o Tava fuese una de
las suyas?
—Por favor, Lena. De veras necesitamos tu ayuda —pidió Serafina.
—¿Por qué debería ayudarlas? —preguntó Lena.
—Oh, por ninguna razón en particular —respondió Neela—. No es que el
destino de los océanos esté en nuestras manos ni nada que se le parezca.
Sera le dio una palmadita con la aleta de su cola.
—Porque hay hombres sirena que nos persiguen. Hombres sirena malvados —
dijo.
Lena bajó su palo de hockey. Ya no intentaba ocultar su miedo. Estaba
claramente escrito en su rostro.
—¿Los mismos que se llevaron a la gente? —inquirió.
—¿Qué gente? —preguntó Neela, mirando nerviosa por sobre su hombro. Cada
segundo que pasaba, los jinetes de la muerte estaban más cerca.
—Los de Aquaba, una aldea cerca de la boca del Dunárea. Ocurrió hace tres días.
Desaparecieron más de cuatrocientos. Sencillamente se esfumaron. Tuve miedo
de que quien fuera que lo hizo volviera por mí.
—No sé nada de eso —intervino Neela—. Pero vienen por nosotras tres; eso es
seguro. —Le contó a Lena lo que Traho y lo jinetes de la muerte les habían hecho
a Cerúlea, a la familia de Sera y a la suya.
Los ojos de Lena se abrieron enormes.
—¿Crees que van a llevarse a mis gatitos?
Serafina meneó la cabeza.
—No... —empezó a decir.
Estaba por decir: «No creo que Traho quiera peces gato». Neela estaba segura
de eso. También estaba segura de que la única forma de lograr que Lena las
ayudara era hacerle creer que Traho era un enemigo común.
—...no tengo ni la menor duda —interrumpió Neela—. Seguro que Traho quiere
esos gatitos. Son tan tan increíblemente... —Hizo una pausa, sin poder encontrar
las palabras.
—¿Hermosos? —le dio el pie Ling.
—¡Sí! Son tan hermosos que seguramente él los querría a todos.
Lena asintió con la cabeza, la boca apretada en una línea seria.
—Bueno, me gustaría verlo intentarlo siquiera. Tengo más, ¿saben? Muchos
más. Y no soportan a los matones.
Se llevó los dedos a la boca y dio un chiflido agudo. Aparecieron peces gato de
atrás de las rocas y de los árboles caídos. Salían de remolinos y de estanques.
Había por lo menos cincuenta.
—Guau —se sorprendió Ling.
—Gracias por advertirme —-dijo Lena—. Este Traho lo va a pensar dos veces
cuando vea cuántos tengo. —Frunció el entrecejo—. Supongo que les debo una por
eso. Pueden esconderse aquí hasta que pasen los soldados. será mejor que lo
hagan rápido.
Las sirenas comenzaron a nadar en dirección a su casa.
—Ahí no. Es el primer lugar donde van a buscar. Escóndanse con Anica.
—¿Dónde está?
—En la guardería. Por ahí —indicó Lena, señalando un cobertizo destartalado
hecho de llantas viejas—. No salgan hasta que yo les diga.
Abrieron la puerta, esperando que las recibiera una sirena llamada Anica. En
cambio, una docena de peces gato bebés salieron a la carga. Uno nadó hasta Neela
y le lamió la cara.
—Uh, ¡puaj! Qué asco! —-exclamó ella, alejando al bebé de un golpe.
Un gruñido estrepitoso y grave sacudió las paredes de la guardería. La mamá
del bebé, con sus ciento treinta kilos, se levantó amenazadora del nido. Hizo que
los peces gato de afuera parecieran piscardos.
—Creo que esa es Anica —dijo Ling.
Neela agarró otra vez al bebé.
—¡Mmmua! —gritó besándole la nariz—. ¡Oh, mi pequeño cuchi cuchi! ¿No eres
el más lindo? ¡Ven a ver a tu tía Neela!
El bebé balbuceó feliz. El gruñido de Anica se convirtió en un ronroneo, y se
instaló otra vez en su nido. Las tres sirenas la rodearon nadando por el fondo y se
agacharon detrás de ella.
Apenas unos minutos más tarde, la puerta de la guardería se abrió. Un soldado
vestido de negro entró nadando. Anica gruñó ferozmente al ver su arpón.
—¡Más de lo mismo, señor! —vociferó—. Este es más grande que los otros. Y
más feo también, aunque no lo crea.
Otro hombre sirena entró al cobertizo. A Neela se le heló la sangre cuando vio
quién era. Traho.
—Así es —dijo e hizo una mueca—. Sólo una loca podría tener estas cosas como
mascotas. Dioses, cómo odio Freshwaters. Vamos. Cuanto más pronto
encontremos a esas sirenas, más pronto vamos a llegar a la civilización.
—¿Deberíamos llevar a la sirena Lena con nosotros, señor?
—No, es demasiado peligroso. Nosotros somos sólo diez y estas cosas son
muchas más —consideró Traho y señaló con la cabeza a Anica—. Podrían
atacarnos. No la necesitamos. Mfeme ya tiene bastantes cautivos nuevos... —Su
voz se fue apagando a medida que él y sus subordinados se alejaban nadando.
Unos minutos más tarde, se abrió la puerta otra vez.
—Ya se fueron —habló Lena—. Ya pueden salir.
Neela salió de atrás del nido de Anica. Ling estaba justo detrás de ella. Lena
mostraba preocupación en su rostro.
—Tienen una jaula con ellos. Para ustedes —contó—. No deberían poner a las
sirenas en una jaula. No deberían poner nada en una jaula.
—Gracias por escondernos, Lena —dijo Neela—. Te arriesgaste mucho por
nosotras. Ahora ya nos vamos.
—No pueden —replicó Lena con voz resignada—. Ellos acaban de irse y se
dirigen hacia el río. Igual que ustedes. Por mucho que odie tener que decirlo, será
mejor que ustedes pasen la noche aquí. Tengo una olla de guiso de salvinia que
me pensaba comer yo sola. Ahora voy a tener que compartirlo. —Hizo un gesto
con la cabeza, señalando a Ling—. Voy a echar un vistazo a su muñeca también.
Siempre y cuando no grite.
Neela la miró, parpadeando.
—Este... gracias. Creo —dijo. Se volvió para hablar con Serafina, pero sólo Ling
estaba ahí—. ¿Sera? —la llamó—. ¿Dónde estás? —Su amiga seguía detrás del nido
de Anica. Miraba fijo hacia adelante y estaba inmóvil—. ¿Qué pasa? Estás blanca
como un pez fantasma. Está todo bien. Ya se fueron. Y Lena nos deja quedarnos.
Serafina volteó hacia ella.
—Ya sé por qué Rafe Mfeme no quería que la guardia costera abordara su barco.
Ya sé lo que lleva en la bodega de su arrastrero, y no son sábalos —aseveró.
—¿Qué es? —preguntó Neela.
—Los pobladores de Aquaba secuestrados.
TREINTA Y CUATRO
—Mfeme estuvo detrás de esto todo el tiempo —dijo Serafina—- Transporta a
los soldados de Traho en sus barcos hasta las aguas de las aldeas que quiere atacar.
Ellos descienden, suben a los habitantes a los barcos por la fuerza, y luego Mfeme
se los lleva. Por eso siempre parece como si se esfumaran sin dejar rastros. Y por
eso quería medusas y no sábalos. ¿Te acuerdas de cuando dijo eso? ¿Justo después
de que atrapó a Ling? Las medusas son comida de sirena. Las necesitaba para
alimentar a los prisioneros.
Nadaba de un lado a otro en la cocina de Lena, enojada y molesta. Neela se
apoyó contra una pared y la observó. Ling estaba sentada junto a una mesa,
sosteniendo su brazo.
—Pero estos ataques ocurrieron en todas las aguas, no sólo en las de Miromara.
Miles de pueblos de sirenas fueron atrapados. Mfeme no puede tenerlos a todos
en sus arrastreros. ¿Qué está haciendo con ellos entonces? —preguntó Neela.
—Creo que los está llevando a Ondalina. Para que Kolfinn pueda usarlos como
rehenes. Nadie va a atacar Ondalina si al hacerlo mata a su propia gente —aseveró
Serafina—. Tenemos que hacer algo. Tenemos que detenerlo.
—¿Cómo? —indagó Neela.
—No lo sé. Podríamos recurrir a tu padre. Después de que encontremos a las
iele. Ahora es emperador. Podemos contarle lo que está pasando. Él va a detenerlo.
Va a enviar un mensaje a los otros dirigentes de los reinos acuáticos...
Ling la interrumpió.
—Ejem, ¿Sera? Tú eres dirigente de un reino acuático —dijo.
Serafina miró para otro lado. Nadie habló. La tensión entre las dos sirenas
podía palparse, tan irritante como había sido antes de que Serafina se fuera
nadando con el cardumen. Sera se había disculpado y Ling había dicho que no era
su culpa, pero nada de eso había cambiado lo que llevó al desastre: el hecho de
que Sera no pudiera aceptar que su madre probablemente estaba muerta y que
ella era ahora líder de Miromara.
Lena rompió la tensión. Entró en la cocina trayendo vendas de lino marino,
pedazos de una hielera de plástico, tijeras y varias frondas de algas gracilaria, un
analgésico. Dejó caer todo sobre la mesa.
—Va a dolerte mucho. Muchísimo. Seguramente vas a gritar como loca,
orinarte encima y desmayarte —afirmó.
—Eh, Lena, ¿alguna vez oíste hablar de las mentiras piadosas? —preguntó Ling.
Lena no respondió. Miró hacia abajo, a un gatito enfermo que nadaba alrededor
de ella.
—¿Qué pasa, Radu? —dijo y rascó la cabeza de la criatura— ¿Todavía no te
sientes bien? Espera un poco, chiquito. Te traigo tu medicina en un minuto.
Ling observó la pila de cosas que había sobre la mesa.
—¿Alguna vez hiciste esto? —inquirió.
—No, pero compuse más alas de pato de lo que puedo recordar —respondió
Lena alegremente.
—Pato, sirena... todo lo mismo —dijo Ling. Levantó el brazo lejos del pecho. La
muñeca le cayó inerte—. Al menos no es la mano con que uso la espada.
Lena dejó escapar un silbido bajo.
—Parece que los dos huesos están rotos —opinó—. Neela sujetale el antebrazo
y mantenlo quieto.
Neela estaba horrorizada.
—¿Yo? ¿Por qué yo. ¡No puedo!
—Tienes que hacerlo —dijo Lena.
Neela levantó las manos.
—Espera necesito un ze zé. No voy a poder pasar por esto sin uno.
—¿Tú? ¿Y Ling? —preguntó Serafina.
—Chicas, ¿podemos hacer esto de una vez, por favor? —propuso Ling con los
dientes apretados.
—Mantén firme el brazo de Ling, Neela. Serafina, cuando yo diga, tira de su
mano. Directamente hacia afuera. Despacio y con suavidad —explicó Lena—.
Tenemos que separar los bordes quebrados.
—¿Hacía falta decir eso? —dijo Neela, poniéndose verde—. ¿Lo de los bordes
quebrados?
Serafina tomó la mano de Ling.
—Lo siento. Todo esto es culpa mía. Lo siento mucho —se disculpó en voz baja.
—Sólo hazlo —habló Ling.
—¿Estás lista, Neela? —preguntó Lena.
Neela asintió con la cabeza. Lena puso una fronda de alga gracilaria sobre la
mesa frente a Ling. Neela se la metió en la boca y la tragó.
—Eso era para Ling —informó Lena.
—Uh —dijo Neela—. Lo lamento.
Lena le dio otra fronda a Ling; Ling la masticó.
—De acuerdo, Serafina, vamos —indicó Lena.
Mientras Serafina estiraba el brazo de Ling y Neela lo sostenía, Lena se ocupó
de la quebradura. Con dedos firmes pero suaves, buscó los bordes de cada hueso
y los encastró. Neela dio un grito ahogado cuando ella lo hacía. Ling, sin embargo,
ni chistó. Las arrugas que le surcaban la frente fueron la única señal del terrible
dolor que estaba soportando.
—Eres una sirena muy fuerte —dijo Lena con admiración.
Cuando el brazo de Ling estuvo derecho otra vez, Lena lo entablilló con los
pedazos de plástico y luego aseguró las tablillas con tiras de lino marino. Después,
hizo un cabestrillo con una chalina vieja. Cuando hubo terminado, le dio a Ling
otra fronda de gracilaria.
—Gracias —dijo Ling con la voz entrecortada por el dolor.
—¿Ya terminamos aquí? Porque estoy realmente mareada, gente. Necesito
sentarme —expresó Neela.
Ling revoleó los ojos. Serafina limpió lo que Lena había traído para curar a Ling.
Y Lena preguntó si alguien tenía hambre. Todas estaban hambrientas. La sirena
de agua dulce se quejó de que le iban a comer la casa entera y luego les sirvió
tazones repletos de guiso espeso con hojas de salvinia, huevas de rana y raíces de
río.
Había caído la noche, pero Lena había prendido los globos de lava de la pared.
Su cocina llena de cosas era acogedora, y Neela se sintió inmensamente
agradecida de estar allí. Se estremeció al pensar qué habría pasado si no la
hubiesen encontrado. Después de que cenaron y levantaron los platos, Lena se
sentó en una mecedora que había fabricado con un cochecito viejo de bebé
terragón, sentó a Radu sobre su falda y le canturreó. Se notaba que el gatito estaba
dolorido.
—¿Qué pasa, bibic? —le dijo preocupada—. ¿Es tu estómago? ¿Por qué no
comes?
El gatito gimoteó lastimeramente. Ling, mirándolo, meneó los dedos en el agua
y llamó su atención. Después empezó a hacer una rara serie de chasquidos y
restallidos con su boca. El gatito a su vez, le respondió con chasquidos y restallidos
también.
—No es su estómago. Es su branquia izquierda. No está comiendo porque le
duele mucho y eso no le permite comer —explicó Ling.
Lena, con los ojos muy abiertos, dejó de mecerse.
—Acabo de preguntarle. Hablo dracdemara, su lengua. soy omnivoxa.
Lena dio vuelta la branquia del gatito con cuidado.
—¡Tiene una sanguijuela stagnala! —Fue rápido a buscar un par de pincitas y,
en cuestión de segundos, había sacado el parásito. Casi al instante, el gatito se
espabiló y le habló a Ling.
—Dice que se siente mucho mejor y que tiene hambre —le informó a Lena.
Ling sonrió.
Lena le preparó la cena a Radu, y cuando él terminó de comer, le besó la nariz
y lo puso a dormir en un cajón forrado con pasto del pantano, junto al hogar de
lava.
—Ahí, bibic. Ahí, mi dulce niño. Ahora duérmete.
Se volvió hacia Ling.
—Lo salvaste —señaló—-. Tengo algo para ti. Un regalo. Para agradecerte. Sólo
tengo que encontrarlo —confesó.
—Está bien, Lena, en serio —dijo Ling—. Ya hiciste mucho por mí, por todas
nosotras. Me alegra haber podido ayudarte.
—No, insisto. Es un juego que juegan los terras. Un juego de palabras. Tú eres
omni y a los onmis les gustan las palabras —apuntó Lena. Bajó una caja de un
estante y empezó a revolver adentro. Sacó un vestido, un abrigo, un tazón para
batir, un collar y un batidor de huevos—. Los vi jugar a esto cuando hacen picnics
en la ribera del río. —Hurgó un poco más. Salió una bocina de bicicleta. Un farol
de bronce. Un dinosaurio de plástico—. Una vez, uno se puso como loco cuando
perdió... yo lo vi. Arrojó el juego al río. Así es como lo conseguí yo. ¿Dónde está?
Se levantó, dejando el lío que había hecho, y bajó otra caja. De esa salió un
piloto, Una trompeta. Un volante. Mientras seguía sacando cosas, Neela se acordó
de las dificultades que tenían ella y Sera para mantener sus hechizos illusio.
Se levantó y empezó a buscar entre las cosas que Lena estaba desparramando.
Levantó un vestido y una túnica. Un rollo de tela. Un saco. Algunas alhajas. Un
bolso de mensajero. Un paquete de anzuelos. Aquí había posibilidades. Esa tela...
era justo del color apropiado. Y ese vestido... ¿cómo se vería sin las mangas? Neela
empezó a sentirse ansiosa y entusiasmada, como le pasaba siempre que tenía tela
en las manos e ideas en la cabeza.
—Ah, ¡aquí está! —anunció Lena después de vaciar la décima caja.
Le pasó una pequeña bolsa de plástico a Ling, quien la abrió, y luego la dio
vuelta. Cayeron docenas de fichas blancas de plástico con letras terragonas negras
sobre la mesa.
—¡Qué genial! ¡Gracias, Lena! —exclamó Ling y empezó enseguida a armar
palabras humanas con las fichas.
Neela, que todavía seguía inclinada sobre la pila de basura, se incorporó y
señaló las cosas que había encontrado.
—¿Puedo comprarte estas cosas, Lena? —Todavía les quedaba algo de dinero
marino de las monedas que les había dado el duca.
—¿Comprarlas? ¿Por qué?
—Necesitamos disfraces, Sera y yo. Nuestras cabezas tienen precio. Pensé que
podríamos usar estas cosas para convertirnos en espadachines —dijo Neela
esperanzada—. Sera ya se cortó el pelo, así que estamos a mitad de camino.
—No —se negó Lena con firmeza.
—Por favor, Lena. Vamos a pagarte bien —insistió Neela—. No podemos andar
como estamos. Alguien va a reconocernos.
—Quiero decir que no se las vendo. Llévenselas. Y detengan a los malos. Los
que vinieron aquí hoy. Deténganlos para que no sigan lastimando gente.
Lena miró a Neela y luego miró para otro lado. Pero no antes de que Neela
hubiera visto el fuego en sus ojos. Lena era tímida y torpe, y no tenía mucho tacto.
Se llevaba mejor con los peces gato que con las personas, pero también era amable
y valiente. Muy valiente. Si los jinetes de la muerte las hubiesen encontrado allí
ella habría pagado un precio muy alto.
—Vamos a hacer todo lo que podamos —dijo Neela y se tragó el nudo que se le
había hecho en la garganta—. ¿Me prestas unas tijeras, una aguja y algo de hilo?
Lena asintió con la cabeza. Mientras la sirena abría un cajón para tomarlas,
Serafina informó:
—Estoy cansada, gente. Me voy a dormir.
—Yo te sigo —declaró Ling.
Serafina y Ling dieron las buenas noches. Lena salió para poner a dormir a su
pez gato y ella también se fue a dormir. Y Neela se quedó levantada, trabajando
hasta altas horas de la noche junto a la luz de la lava en la cocina de Lena.
Estaba maltrecha y llena de moretones. Se sentía desconsolada y perdida, y
asustada por lo que tenían por delante. Y aun así, sola con su trabajo, con tela en
las manos y con un propósito en el corazón, también sintió algo más. Por unas
horas, se sintió desafiante y locamente feliz.
TREINTA Y CINCO
—Dos kilómetros y medio hasta la boca del río, como máximo —dijo Ling,
entornando los ojos contra los rayos brillantes del sol.
—«Diez kilómetros más allá del Salto de la Doncella en las aguas de los
malacostraca. Sigan los huesos.» Esos son los puntos de referencia que me dio
Vrăja, pero todavía no vimos ninguno —enumeró Serafina ansiosa.
Ella y Ling estaban consultando otra vez el mapa de Ling.
—Es probable que los puntos de referencia aparezcan sólo a partir del Olt —dijo
Ling.
—¿Esta agua me hace gorda? —preguntó Neela.
Ling la miró por encima del mapa.
—Estás bromeando, ¿no?
—¡Me siento como una ballena! Es tan difícil flotar en el agua sin nada de sal —
dijo Neela.
—Los jinetes de la muerte pueden aparecer en cualquier momento y tú te
preocupas por tu aspecto? ¡Esto no es un concurso de belleza!
—La vida es un concurso de belleza —afirmó Neela—. Si no, pregúntale a mi
madre. O a cualquiera de mis abuelas. O a cualquiera de mis tías. ¿Nos acercamos
algo a la cueva de las iele? Necesitaría tomarme una taza de té de sargazos, chicas.
Ling revoleó los ojos.
—Oigo cantar. Es la desembocadura del río. Tiene que ser —dijo—. Vamos,
tenemos que seguir avanzando.
Las sirenas habían salido de la casa de Lena hacía tres días con comida que ella
les había empaquetado.
—¡Adiós! ¡Fue horrible recibirlas! —había gritado alegremente saludándolas
con la mano—. ¡Ni se les ocurra volver!
Se habían mantenido cerca de las márgenes oscuras del río tratando de no ser
vistas, y habían cavado hoyos bajo las raíces de los árboles 0 detrás de las rocas
durante la noche. Había sido mucho más fácil mezclarse con su entorno, ya que
Neela las había transformado en sirenas espadachines con ropas grises y negras.
Sera echó un vistazo a su amiga y sonrió. Estaba casi irreconocible. Lo mismo
Ling. Sera sabía que ella tampoco se parecía nada a como era antes. Ella y Ling se
habían ido a dormir en la casa de Lena y se habían despertado con ropa nueva,
accesorios nuevos y nuevas identidades.
—¿Pudiste dormir algo? —le preguntó a Neela cuando vio todo el trabajo que
había hecho su amiga.
—No mucho, pero está bien. No estoy cansada. Y antes de que te pruebes tu
ropa nueva, tenemos que hacer algo con ese pelo —evaluó Neela, dando una
palmada en una de las sillas de la cocina de Lena.
Serafina se sentó. En sus dieciséis años, jamás se había cortado el pelo, ni
siquiera las puntas. Antes de que Rorrim enroscara sus dedos en él, le llegaba
hasta la mitad de su cola de pez. Mientras Neela se lo cortaba y dejaba caer los
bucles al suelo, Sera tenía la extrañísima sensación de que con ellos caían partes
de su ser. La parte que confiaba ciegamente. La parte que cumplía todas las reglas.
La parte que siempre dejaba que otros tomaran la iniciativa.
Después de cortarle el pelo y teñírselo de negro con una botella de tinta de
calamar, Neela llevó a sera hasta el espejo del cuarto de Lena. Sera comprobó
rápido que Rorrim no estuviese acechando adentro y luego observó su reflejo.
Neela había transformado su pelo mocho y desparejo en un corte al estilo hada,
elegante y atrevido. Unos mechones negros irregulares le caían sobre la frente a
modo de flequillo y terminaban en puntas a la altura de los pómu- los. El corte le
resaltaba su cuello largo y estilizado, y sus enormes ojos verdes. Quedó sin
palabras.
—¿Absolutamente brutal? ¿Absolutamente genial? ¿O absolutamente las dos
cosas? —preguntó Neela.
—¡Absolutamente maravilloso! Me encanta, Neela... ¡Gracias! —exclamó
Serafina.
—Por supuesto que te encanta —dijo Neela—. Ahora ponte esto.
Le dio a Serafina un vestido largo y ajustado de color gris. Le abía cortado las
mangas y abierto el escote. Iba con una túnica negra de tejido flojo encima. Neela
le enroscó cadenas de bicicleta alrededor de la cadera y entre ellas le deslizó el
puñal de Grigio. Le puso aros de plata en las orejas.
Después, le delineó los ojos y le pintó los labios con más tinta negra de calamar.
En las mejillas, le puso polvo plateado de caracol de abulón pulverizado.
—Luces con tanta onda, que no te reconozco —elogió Neela cuando hubo
terminado.
—Luzco con tanta onda, que ni yo me reconozco —repitió Serafina, todavía
contemplándose.
Neela también se había hecho un disfraz para ella, con un top de encaje
deshilachado, una falda voluminosa de seda marina, hecha con el rollo de tela de
Lena, y una chaqueta militar que había perdido los botones, todo en negro. Le
había arrancado el cuello al top de encaje, y había cerrado la chaqueta
enganchándola con anzuelos oxidados. Había encontrado un bolso de mensa- lo
había firmado con tinta plateada como «Anna Bonny Roolz». Después de
decolorarse el pelo hasta que le quedó rubio, se hizo un rodete alto y se lo aseguró
con el pico de un pez espada. Un par de anzuelos hicieron las veces de aros y un
diente de tiburón enhebrado en una línea de pesca sirvió de collar. se pintó los
labios de negro y se puso polvo negro azulado de valva de mejillón en los párpados.
Ling también recibió un cambio de imagen, aunque no lo quería, para que
pareciera como si las tres siempre hubieran estado juntas.
—Ningún jinete de la muerte en busca de dos princesas va a mirar dos veces a
tres sirenas espadachines —razonó Neela.
A las trenzas de Ling les tocaron reflejos de color púrpura. Una capa negra raída
reemplazó su chaqueta roja y le cubrió el cabestrillo. Completaron su atuendo
largos pendientes de caracoles torrecilla, un collar hecho de viejas llaves maestras
y la espada que llevaba colgada en la espalda.
—Aquí no hay ninguna princesa, señor Jinete de la Muerte —canturreó Neela,
riendo—. Sólo unas sirenas espadachines en camino para ver a Skwall jugar en el
Pantano.
Sera y Ling se lo habían agradecido profusamente. Neela les había dicho que
no era nada, pero Sera había visto lo fuerte que había brillado. También había
visto lo bien que había funcionado la estrategia de Neela. Las pocas sirenas que
habían cruzado en su camino, remontando el río, les habían echado un vistazo y
habían cruzado rápido al otro lado de la corriente.
«De algún modo, Neela tiene razón», pensó Sera, nadando detrás de Ling. «La
vida es un concurso de belleza. Y yo estoy harta de competir en él, saturada de ser
una princesita sonriente y bonita que siempre inclina la cabeza.» Ahora había otra
competencia que era más importante: una competencia por Cerúlea, por la vida y
la muerte.
Para ella, ya se habían terminado los vestidos de seda que se interponían en su
camino. Las joyas tan valiosas que era necesarioque tuvieran su propio cuerpo de
seguridad. Las coronas de oro y, tiaras de diamantes que le pesaban sobre la
cabeza.
Ahora vestía ropa que le permitía moverse y camuflarse. Tenía el pelo tan corto
que nadie podría sujetárselo y tirarla hacia atrás. En lugar de joyas alrededor del
cuello, llevaba un puñal en la cadera.
Por primera vez en su vida, no lucía como la realeza. Lucía feroz, osada y
combativa. Una sirena con la que no había que meterse.
Y le gustaba.
Las tres sirenas doblaron en una curva, ya en el Dunárea.
—¡Miren! ¡Ahí está! —señaló Ling.
A cuarenta y cinco metros delante de ellas estaba el Olt. Corría veloz y
caudaloso, y desembocaba en el Dunárea, girando en remolinos rápidos, espeso
por el limo. Como todos los ríos, tenía una voz. La del Olt era terrosa y grave, y
cantaba sobre las mon-tañas negras de donde venía, sobre el lobo, el oso y el ciervo
que bebían de él, sobre los árboles altos que crecían en sus riberas y sobre las
brisas dulces que soplaban en él. Las sirenas nadaron hasta la desembocadura del
río y se metieron a través de sus aguas turbulentas y agitadas. Asomaron unos
minutos después, tosiendo y estornudando, y muy maltrechas. Serafina se sacudió
el limo del pelo. Ling se sacó una rana del cabestrillo. Neela escupió un piscardo.
Aturdida, Serafina se abrió paso con dificultad desde la desembocadura del río
hacia la orilla, tratando de escapar de los rápidos. Apoyó la espalda en un
entramado de raíces de árbol retorcidas.
Y no vio lo que la acechaba a sus espaldas hasta que fue demasiado tarde.
—¡Sera, cuidado! —exclamó Neela.
De repente, Sera fue empujada contra las raíces. Oyó un gruñido y sintió un
hedor na useabundo. Aulló y trató de soltarse, pero la tironearon otra vez.
—¡Aguanta, Sera! —gritó Ling, desenvainando su espada.
La hoja se precipitó a la derecha de la cabeza de Sera. Al instante, estaba libre...
y un brazo humano yacía en el suelo. Se dio vuelta para ver qué la había atacado.
Era un terragón. O lo que quedaba de él. Estaba muerto. Tenía la ropa hecha
jirones y también la piel. La nariz había desaparecido. se le veían los dientes entre
una boca sin labios. Tenía un solo brazo ahora. Y un solo ojo. se movía
rápidamente en la cuenca huesuda mientras el terra caminaba enfurecido de un
lado a otro en su prisión de raíces.
—¡Limo bendito! —dijo Sera jadeando—. ¿Qué es eso?
—Un maldito podrido —respondió Ling—. Seguramente este es el trabajo de
algunos malus importantes, sirenas.
Serafina sabía que había magos muy poderosos que podían reanimar a los
muertos humanos y hacerlos obedecer sus órdenes usando canta malus o
canciones negras, un tipo de magia prohibida.
La criatura hizo un gruñido grave, gutural. Les lanzó un puñetazo con una
mano en estado de descomposición.
—Me pregunto si será un centinela de las iele —consideró Ling—. Nos vio, pero
nosotras nunca lo habríamos visto si Sera no se hubiese acercado tanto.
—Qué bienvenida —dijo Neela haciendo una mueca.
—Y ahí hay otro —apuntó Ling. Con su espada, señaló unos objetos blancos
medio enterrados en las hojas y el barro. Eran huesos pequeños. De una mano,
era lo más probable. Estaban ordenados en forma de óvalo con líneas cruzadas
que los atravesaban—. Es griego. Una letra theta en su forma arcaica —explicó—.
Significa «muerte».
—¿Muerte? —preguntó Neela—. ¿Y por qué no «Hola»? ¿O «¡Eh, chicas!»? ¿O
«Encantadas de verlas»?
—Es una advertencia, creo. Tiene el propósito de asustar a los intrusos —expuso
Ling.
—«Sigan los huesos» —recordó Serafina—. Eso es lo que me dijo Vrăja. Creo
que vamos por buen camino.
El maldito podrido dejó de gruñir. Se volvió hacia la desembocadura del Olt,
escuchando algo.
—Vamos —las apuró Ling, envainando otra vez la espada—. Este no es lugar
para pasar el rato.
Las tres sirenas siguieron remontando el río Olt, y el podrido se quedó donde
estaba.
Escuchando.
Mirando.
Y esperando.
TREINTA Y SEIS
Para el final de la tarde, las sirenas ya habían avanzado otros veinte kilómetros y
estaban llegando a la primera curva del Olt. No habían usado hechizos velo en el Olt,
ya que tenían miedo de pasarse de los puntos de referencia si iban rápido. Se habían
encontrado con más sirenas de río, territoriales y a la defensiva, y les habían rogado
que las dejaran cruzar sus sectores del río. Al llegar a la curva, oyeron voces, elevadas
y agudas.
—¿Y ahora qué? —dijo Neela con voz cansina.
Serafina, preocupada, se apoyó un dedo en los labios y señaló la orilla con el pulgar.
Las tres se pegaron a la ribera y avanzaron lentamente. Al doblar en la curva, las
recibió un espectáculo alarmante: tres fantasmas estaban atacando a una sirena. Los
fantasmas habían sido jóvenes terragonas alguna vez. Estaban vestidas con ropa de
otra época. La sirena también era joven. Era pelirroja y tenía pelo rizado, ojos azules
y algunas pecas en la cara. Usaba anteojos con marco de oro y la estaban colgando
de una oreja.
—¡Cómo te atreves a venir aquí! —le chilló un fantasma.
—¡Después de lo que hiciste! —aulló el otro.
—¡Robármelo a mí! —gritó el tercero.
Los fantasmas estaban pellizcando a la sirena. Abofeteándola. Tirándole del pelo.
Ella les estaba dando una dura pelea.
Ling suspiró.
—¿Todos los de agua dulce son tingjüs? —dijo.
—Qué es un... —empezó a preguntar Serafina.
—Un cretino.
Las tres se precipitaron a ayudar a la sirena pelirroja.
—¡Déjenla en paz! ¡Salgan de aquí! —gritó Ling.
—¡Fuera! —exclamó Neela.
Pero, en lugar de ahuyentar a los fantasmas, sólo los enfurecieron más. Tanto, de
hecho, que empezaron a atacarlas a ellas. Estaban en todos lados a la vez. Sus
bofetadas y pellizcos les dolían. Las sirenas los superaban en número, cuatro contra
tres, pero igual estaban sufriendo una paliza.
Uno de ellos, el fantasma de una rubia pechugona, le arranco el bolso de
mensajero a Neela del brazo y se puso a hurgar en él. Cuando descubrió que había
comida, se la trago con avidez. Los comestibles fueron cayendo despacio a lo largo
de su cuerpo transparente, al lecho del río. .. lo que la puso furiosa. Otro fantasma le
sacó las peinetas del pelo y las perlas del cuello a la pelirroja y trató de adornarse con
ellas. Pero también cayeron al lecho del río. El tercero trató de sacarle la espada de
la espalda a Ling.
—¿Qué quieren? —vociferó Neela.
—¡Yo quiero que me devuelva a mi Gregory!
—¡A mi Fyodor!
—¡A mi Aleksander!
—¡Sirenas, aquí me están pateando la cola! —gritó Serafina cuando uno de los
fantasmas le desgarró el cuello de su túnica.
—¿Qué vamos a hacer? —aulló Neela—. ¡No me los puedo sacar de encima!
—¡Meu Deus! —dijo una voz nueva—. ¡Acabo de verlo! ¡Está con ella!
Los tres fantasmas se detuvieron en seco.
—¿Qué?—dijo el primero.
—¿Lo viste? —dijo el segundo.
—¿Con ella? —dijo el tercero.
Una nueva sirena, con anteojos de lentes redondas y plateadas mucho fucsia y una
piraña sujeta a una correa asintió gravemente con la cabeza. su piel era de un cálido
tono chocolate. Tenía nas de trencitas negras, brillantes.
—Lo vi. Lo juro por los dioses. Estaba besándola. Se reían a carcajadas. De ti, meu
bem. ¿Me dices tu nombre otra vez?
—¡Elisabeta!
—¡Ileanna!
—¡Caterina!
—Ah, sí. Ese fue el nombre que le oí decir. Eras tú, mina, seguro.
Los tres fantasmas arrojaron los objetos que habían tomado y chillaron con rabia.
—¿Dónde está? —gritaron todos a la vez.
La sirena señaló río abajo.
—En esa dirección. Justo pasando el último pueblo.
Los fantasmas se fueron a toda velocidad.
—¡Tăo loucas! —dijo la sirena con una risita, mirando cómo se iban. Luego dijo—:
Soy Ava. ¿Tudo bem, gatinhas?
—Eh. .. todavía vivas... creo —respondió Ling. Giró hacia las otras—. Ava acaba de
preguntarnos cómo estamos. En portugués.
—No estoy segura —contestó Neela con el pelo tapándole los ojos—. ¿Qué fue eso?
—Se llaman rusalka. Así las llaman aquí, al menos —explicó Ava—. Son los
fantasmas de chicas humanas que saltaron al río y se ahogaron porque les rompieron
el corazón.
—¡El Salto de la Doncella! —exclamó Serafina entusiasmada—. ¡Es uno de los
puntos de referencia de Vrăja!
—El Salto de la Doncella —repitió Ava, meneando la cabeza—. ¡Malucas! Los ríos
deben de tener algo irresistible para las chicas tristes. Parece que no pueden evitar
tirarse a ellos. Vi un montón de fantasmas de río. Son como las vitrinas, sólo que
malignos. También los tenemos en mi río, el Amazonas, pero se llaman de otra forma.
—¿Cómo se llaman? -—preguntó Neela.
—¡Idiotas! —reveló Ava, desternillándose de risa—.¿Se imaginan? ¿Matarse por
un tipo? —Hizo una mueca—. ¡Eca! ¡Mio faz sentido! ¡Y no me importa lo bueno que
esté!
Las otras también rieron. Serafina se presentó, luego lo hicieron Neela y Ling.
—¿Y tú, mina? —preguntó Ava a la sirena pelirroja.
—Yo soy Becca. De Atlántica —-respondió—. Gracias por ayudarme.
Becca estaba de rodillas en el lecho del río, juntando sus cosas y poniéndolas
prolijamente en su valija de nuevo.
—Te hicieron algunos cortes muy feos. Te sangra la mejilla —señaló Ling—. No
puedo creer que estabas peleando tú sola contra ellos.
Becca, sonriendo, se encogió de hombros, restando importancia a la preocupación
de Ling.
—Es sólo un rasguño —afirmó . He tenido peores.
—Eres valiente. Podrías haber estado luchando contra ellos todo el día —la elogió
Ava.
—Si hubiera tenido que hacerlo... —dijo Becca. Entrecerró los ojos—. Y ellos
habrían salido peor parados... a la larga.
—«Una de alma segura y fuerte» —citó Ava—. Lo percibí al segundo de conocerte,
mina.
Becca dejó de guardar sus cosas y miró a Ava.
—¿Cómo sabes esas palabras? —preguntó.
Ava estaba por contestarle cuando se oyó un chasquido fuerte.
—¡Trató de morderme! —chilló Neela—. ¡Sólo trataba de acariciarla!
—Ten cuidado —advirtió Ava—. Tiene un montón de dientes y malos modales.
—¿Qué estás haciendo exactamente con una piraña con correa? —inquirió Neela
malhumorada.
—Ella es mi pez guía. Estaría perdida sin ella. ¿No es así, Baby? —dijo Ava,
sonriéndole a la piraña gruñona.
Baby dejó de gruñir y le devolvió la sonrisa.
—Espera, tú eres... no puedes… quiero decir, tú eres... —tartamudeó Neela.
—¿Ciega? Sí. Totalmente. No veo nada. —Ella se bajó los anteojos. Tenía los ojos
pálidos y nublados.
—Pero recién nos viste. Viste a los fantasmas —apuntó Serafina.
—Las oí. Y a los fantasmas. Las sentí, también. Mis ojos no funcionan pero igual
veo. Sólo que de otro modo. Puedo sentir las cosas. Las percibo. Como un. .. tubarăo.
¿Cómo se dice, meu bem?
—Tiburón —dijo Ling.
—Como un tiburón. Las sentí a ustedes hace días.
—Tú eres la que vio Lena, ¿no es así? —quiso saber Neela— Ella nos contó que
habías cruzado su sección del río... Pero ibas delante de nosotras. ¿Cómo quedaste
detrás?
—Sentí que ustedes venían y no sabía si eso era bueno o malo. Así que me escondí
para que no me vieran. Las dejé pasar. Las sentí. Tú —señaló a Serafina con un
movimiento de cabeza—, eres la hija de Merrow. Me di cuenta por cómo te
interpusiste entre los fantasmas y tus amigas recién, como una princesa guerrera. Tú
—señaló a Neela—, llevas la luz. La siento venir de ti; es cálida como el sol. Y tú —
señaló a Ling—, hablas las lenguas de todos los seres. Háblale a Baby, ¿quieres? Dile
que se porte bien.
Serafina y Neela se miraron una a la otra.
—«Una que sea profeta de gran visión» —dijeron juntas.
—Con Becca somos cuatro y con Ava somos cinco —indicó Ling—. ¿Dónde está la
sexta?
—Preguntémosle a las iele —sugirió Becca—. Quizás ellas puedan decirnos.
—¿«Quizás»? ¡Que diabo! —exclamó Ava—-. Será mejor que las brujas nos digan
quién es la sexta y muchas cosas más también. ¿Piensan que vine todo el camino
desde Macapá hasta este río frío, lúgubre y repulsivo para oír «quizás»?
Becca cerró la tapa de su valija con un golpe. Se paró y se sacudió el barro de sus
escamas.
—Deberíamos irnos —dijo apurada, empujándose los anteojos arriba de la nariz—.
Podría haber patrullas cerca y todavía estamos a diez kilómetros, lo cual, según mis
cálculos, nos llevaría hasta allá al anochecer si nadamos a un ritmo moderado y no
nos encontramos con más fantasmas, corrientes fuertes, cascadas, hombres sirena
con uniformes negros o...
Se oyó otro chasquido. Y un «¡Eh!» indignado de Ling.
—¿Qué pasa contigo, Baby? ¡Basta! ¡Ella es una amiga, no tu cena! —la retó Ava.
Serafina y Neela intercambiaron miradas.
—Creo que estaríamos más a salvo con Traho, los jinetes de la muerte y Rafe
Mfeme todos juntos que con Baby —susurró Neela.
Serafina se rio. Las demás partieron y ella las siguió a cierta distancia, mirando
como nadaban Neela con Ling y Ava con Becca. Le había gustado de inmediato la
colorida y risueña Ava, y le intrigaba Becca, que parecía tan organizada y eficiente.
Los jinetes de la muerte las estaban siguiendo en algún lugar detrás de ellas y las
iele estaban en alguna parte adelante, y unos y otros la asustaban. Pero, al mirar a su
más antigua amiga y a las tres nuevas que nadaban delante de ella, se sintió más
segura y más fuerte para enfrentar lo que vendría.
Neela se dio vuelta.
—Sera, ¿me dices otra vez cuál era el próximo punto de referencia? —le preguntó,
haciéndole un gesto para que se les uniera.
Sera nadó para alcanzarlas y las cinco sirenas siguieron remontando el Olt. Juntas.
TREINTA Y SIETE
El río se tornaba más turbio y más frío cuanto más lejos lo remontaban las sirenas.
—Ya estamos cerca —afirmó Serafina cuando dejaron atrás los últimos diez
kilómetros—. Tenemos que estar cerca. «Diez kilómetros más allá del Salto de la
Doncella»... eso fue lo que dijo Vrăja. «En las aguas de los malacostraca».
—¿Qué es un malacostraca? —preguntó Neela.
—No tengo idea.
Serafina miró a su alrededor, ansiosa por encontrar alguna señal de una cueva,
una entrada... cualquier cosa que pudiese llevarlas hacia las iele. El sol empezaba a
ocultarse. Mirando hacia arriba, a través del agua, Serafina vio una bandada de
cuervos que pasaban por encima de sus cabezas. Sus siluetas oscuras le parecieron
ominosas. Volvió a bajar la vista hacia las aguas frente a ella, recorriendo todo con la
mirada a izquierda y derecha, atenta al peligro. Había huecos en las orillas del río.
De ellos entraban y salían criaturas como flechas. Ella sentía que las observaban
cuando pasaban y esperaba que no hubiera más podridos acechando.
—Cada minuto que pasa estamos más cerca, ¿no? —quiso saber Neela—. Por favor,
di que sí. Este río me pone los pelos de punta.
—Será mejor que sea así —dijo Ava—. Siento algo. Que viene detrás de nosotras.
Viene rápido.
—Genial —replicó Ling, mirando por sobre su hombro.
—Según mis cálculos, la cueva debería estar justo aquí —indicó Becca y miró a su
alrededor.
—Por mucho que quiera llegar ahí —dijo Neela—, no quiero llegar ahí.
—Sé a qué te refieres —concordó Becca—. Yo no puedo creer esto. Viajé miles de
kilómetros, de buenas a primeras, todo por un sueño. Yo no hago esas cosas. Jamás.
Les dije a mis padres que estaba averiguando por una universidad en el Dunárea.
¿Cómo podía decirles la verdad? «Mami, papi... me voy a visitar a unas brujas. No sé
con certeza dónde viven, ni si realmente existen, ni qué se supone que haga una vez
que las encuentre. Pero, eh, sencillamente tengo que hacerlo. No me pregunten por
qué.» También tuve que tomarme una licencia en el empleo que tengo después de la
escuela.
—¿Dónde trabajas, mina? —inquirió Ava.
—En un negocio de perlas mágicas. Como aplicadora de hechizos. Agarro hechizos
ya hechos, después caliento perlas rosas del Caribe en una forja de lava hasta que se
expanden e inserto los hechizos. Exportamos las perlas a todo el mundo. El negocio
se llama Baudel's.
—¿Baudel's? —chilló Neela—. ¡Conozco Baudel's! Me encantan sus cosas. Mi
familia encarga toneladas de sus perlas mágicas: hechizos para decoración, para
fiestas, para peinados, para maquillaje. ¿Qué viene para la nueva temporada?
Serafina alcanzaba a notar la preocupación en sus voces por debajo de la charla
entusiasmada. Hablaban de cualquier cosa —de absolutamente cualquier cosa—
para sacar los temores de su mente. Los terras tenían una buena expresión para eso:
darse ánimos.
—Bueno —respondió Becca—, estoy muy entusiasmada con la nueva «Bomba
luminosa de perla giratoria». Es parte de nuestra línea «Hechizos duraderos».
—¡Me encanta! —exclamó Neela—. ¿Qué es?
—Tomamos una perla rosada y la llenamos de hechizos luminosos de diez
combinaciones de colores distintas. Cuando haces el hechizo, el pelo, los párpados,
los labios y las aletas brillan en plateado, en azul, en verde, lo que sea que elijas,
durante dos semanas. No se opaca ni palidece. Garantizado. —Sonrió con timidez y
luego agregó—: Fue idea mía. La primera que lancé.
Neela se llevó una mano al pecho.
—¿Cuándo puedo conseguirlas, cariño?
—Eh, ¿sirenas? —llamó Ling, parando en seco.
—Van a salir este invierno —contó Becca.
—¿Vienen en fucsia, mina? —preguntó Ava—. Todos me dicen que ese es mi color.
—¿Chicas? ¡Hooolaaa! —insistió Ling—. Creo que ya llegamos.
Señaló hacia adelante, al cangrejo de río más grande que ninguna de ellas jamás
hubiera visto. La charla se detuvo. Había dos. Eran marrón oscuro, muy robustos,
con ojos negros brillantes. Cuando las sirenas los miraron, se levantaron y apoyaron
las garras contra una enorme roca. Rodaron unos metros por el barro del río, dejando
a la vista un pasadizo. Una sirena de agua dulcecon el cuerpo salpicado de cientos de
tonalidades de marrón y gris salió nadando de él. Tenía la cara pálida, el pelo oscuro
y suelto. Llevaba un collar de dientes de zorro y un vestido a medida hecho de garzas
grises. Tenía esqueletos de serpiente enroscados alrededor de cada brazo.
Serafina la reconoció. Era una de las brujas que habían cantado en su sueño. Una
de las iele. Al fin. Lo habían logrado. Con la ayuda de las otras. Por fin habían llegado.
Pronto se enterarían de por qué las habían convocado. La bruja habló brevemente
con los cangrejos. Sus mandíbulas puntiagudas se abrían y se cerraban rápido. Sus
largas antenas se hamacaban. La bruja asintió con la cabeza y luego giró hacia las
sirenas.
—Yo soy Magdalena, de las iele. Los malacostraca me dijeron que perciben
enemigos a dos kilómetros y medio hacia el sur, y que están avanzando rápido —
anunció— . Por aquí, por favor. Apúrense.
Serafina, Ava, Ling y Becca entraron nadando. Neela las siguió, pero a último
momento, se acobardó.
—No puedo —manifestó—. Una vez que entre, no hay vuelta atrás. Esto es real.
Ustedes son reales. Durante todo este tiempo, una parte de mí estuvo deseando que
fueran sólo un sueño.
La bruja inclinó la cabeza a un costado.
—¿Sólo un sueño? —dijo en tono burlón—. Hace mucho tiempo, un gran mago
soñó con sacarles los poderes a los dioses. Abaddón nació de ese sueño. Atlántida
sucumbió por eso. Ahora, por otro soñador, todas las aguas del mundo pueden caer.
No hay nada más real que un sueño. —Con un movimiento de cabeza señaló las aguas
detrás de Neela. Se estaba levantando limo a la distancia, en grandes cantidades—.
El hombre sirena Traho sabe esto. Está viniendo. Si no me creen, tal vez él pueda
convencerlas.
Neela, paralizada por el miedo, se quedó donde estaba, con los ojos fuertemente
cerrados. El sonido de aletas que golpeaban era cada vez más fuerte. Los jinetes de
la muerte se estaban acercando.
Serafina empujó a la bruja y salió otra vez nadando del túnel.
Tomó a Neela de la mano.
—Entramos juntas, Neela —dijo—. Juntas, o no entramos.
Ava se unió a ellas.
—Juntas —repitió, apoyando la mano sobre las de Neela y Sera. Ling y Becca
hicieron lo mismo.
Neela abrió los ojos y Sera vio que el miedo se había ido. Lo había reemplazado
otra cosa: la fe. La fe en ella. La fe en las otras. La fe en el lazo que había entre ellas,
no importa cuán nuevo y frágil fuera.
—Juntas —afirmó Neela.
Entró nadando al túnel. Las otras la siguieron. En cuanto tuvieron todas adentro,
los malacostraca volvieron a poner la roca en su lugar y usaron las aletas de su cola
para barrer las huellas que habían dejado en el barro. Cuando terminaron, las
criaturas se escondieron: una bajo un tronco de árbol sumergido y la otra bajo un
colchón de hojas en descomposición.
Medio minuto después, Traho y cincuenta jinetes de la muerte pasaron como un
trueno.
TREINTA Y OCHO
Cuando los malacostraca hicieron rodar la pesada piedra otra vez hasta cubrir la
entrada a la cueva de las iele y bloquearon la luz que venía de arriba, Serafina sintió
como si la hubieran encerrado en una tumba.
—Ahora voy a llevarlas con la obarsie, nuestra líder —dijo Magdalena.
Las guio por un pasadizo turbio. Estaba iluminado por globos de lava centelleante
y bajaba en espiral, ramificándose en una red de túneles tallados en la roca por el río.
Cuando sus ojos se adaptaron a las aguas sombrías, Serafina vio que muchos
guardias, ranas altas de ojos dorados, flanqueaban el paso. Sostenían lanzas largas
con puntas de acero en ángulo con respecto a sus cuerpos, de modo que formaban
una X entre ellos. A medida que se acercaba la bruja, echaban las espadas hacia atrás
con elegancia, dejándola pasar. Serafina y los demás se apuraban a pasar detrás de
ella. El pasadizo estaba silencioso.
—Al menos, nadie va a poder entrar. No con esa roca gigante que bloquea la
entrada —susurró Becca—. Eso es un alivio.
—Y nadie va a poder salir —replicó Ling—. Eso no es ningún alivio.
—¿A alguien le sobra un ze zé? —preguntó Neela con voz temblorosa
Nadie le respondió, y la bruja las llevó más lejos por el pasadizo. Justo cuando
parecía que las iba a llevar al centro de la tierra, se detuvo frente a una puerta de
madera elaboradamente tallada con runas. Un esturión de aspecto feroz, de espalda
nudosa y puntuda, con barbillas tan largas que tocaban el suelo, la abrió de un tirón.
Magdalena las guio hasta dentro.
Serafina miró a su alrededor. El cuarto parecía ser el estudio de alguien. Había un
enorme escritorio de piedra, con la tapa elaboradamente adornada con ónix, en el
fondo del cuarto. Detrás de él, había una silla alta hecha con astas y huesos. Había
más sillas, todas hechas de la madera que traía el río, desparramadas por ahí. Había
estantes tallados en la pared que contenían calaveras de animales, caracoles de agua
dulce y jarras de piedra con criaturas extrañas, parpadeantes y escurridizas, que
sacaban medio cuerpo hacia fuera. Sanguijuelas gordas y negras subían despacio por
las paredes. Una salamandra moteada andaba a saltitos por el techo. Becca depositó
su valija. Neela dejó caer el bolso de mensajero al piso.
—Esperen aquí. Baba Vrăja va a verlas enseguida —informó Magdalena. Salió
nadando del cuarto y el esturión cerró las puertas detrás de ella. Las sirenas estaban
solas.
O eso creían.
El cuarto estaba tan lleno de objetos curiosos que a Serafina le llevó unos segundos
darse cuenta de que había otra sirena en él. Les estaba dando la espalda. Tenía un
chaleco largo de piel de foca bordado con hilos de plata. De su cintura, le colgaba una
vaina hecha de piel de anguila. Su cola tenía las audaces marcas blancas y negras de
una orca. Tenía dos trenzas adornadas a lo largo de ambos lados de la cabeza; el resto
de su cabello rubio platinado le caía largo y suelto. Se dio vuelta de pronto y Serafina
dio un grito ahogado al ver un par de helados ojos azules.
Era Astrid.
La hija del almirante Kolfinn.
De Ondalina.
TREINTA Y NUEVE
La cola de Serafina se agitó con furia. Sonaron alarmas en su cabeza
«iEs una trampa!», pensó. «¿Cómo pude haber sido tan estúpida?»
—¡Cobarde! —le gruñó a Astrid—. iHacernos una emboscada así! ¿Viniste sola?
¿O trajiste a tus asesinos a sueldo?
—¡Tú! —soltó Astrid—. Esta es la típica traición merrovingia. Menos mal que
trajiste refuerzos, principessa. ¡Vas a necesitarlos!
Astrid arremetió contra ella, con las aletas dilatadas. Serafina la esquivó. Las dos
giraron alrededor de una silla, listas para atacar. Baby se puso como loco. Ava apenas
podía contenerlo.
—Sirenas, eh, ya es suficiente —les advirtió Ling, pero Sera y Astrid no le hicieron
caso.
La furia de Serafina estaba viva. Podía sentirla, agitándose y retorciéndose dentro
de ella, envolviéndole el corazón con sus tentáculos rojos. Podía oír su risa,
borboteante y grave.
—Primero tus espías tratan de matar a mi padre poniendo un erizo de mar bajo su
montura, uno que sólo crece en aguas miromarenses —siseó Astrid—. Te
decepcionará saber que apenas se rompió algunas costillas, no el cuello. Después le
mezclaron veneno en su cena. El veneno de una medusa. Tú las conoces, ¿no es así,
Serafiera? ¡Crecen en los arrecifes de Cerúlea!
—¡No acuses a Miromara de usar los métodos de Ondalina! La punta de la flecha
con que los asesinos hirieron a mi madre estaba emponzoñada con veneno de cótido
ártico. Cerúlea fue atacada por soldados que llevaban el uniforme de Ondalina. Yo
estuve allí. ¡Los vi!
—¡Basta, las dos! ¡Por favor! —les rogó Neela.
—Los soldados de tu padre destruyeron mi ciudad! —gritó Serafina. Hizo una bola
con un puñado de agua y se la arrojó a Astrid, haciendo un hechizo stilo mientras se
la tiraba. Brotaron púas de la bola al acercarse a su objetivo.
—¡Isabella mandó matar a mi padre! —aulló Astrid, esquivando el misil con
destreza. No le devolvió el tiro con un hechizo propio. En cambio, desenvainó su
espada y se la arrojó a Serafina.
—¡Kolfinn mató a centenares de inocentes! —escupió Serafina, bloqueando la hoja
de la espada con un hechizo delecto. La espada se estrelló contra el escudo de agua
que ella había conjurado, salpicando gotitas como metralla.
Una puerta ubicada detrás del escritorio de piedra giró de golpe hacia atrás sobre
sus bisagras. Una sirena anciana la atravesó nadando. Estaba vestida con una capa
larga y negra, y tenía una gorguera de plumas de cisne color ébano en el cuello. Tenía
el pelo canoso, recogido atrás de la cabeza. En las manos tenía anillos tallados en
ámbar. Las puntas de los anillos sostenían globos oculares que giraban y observaban.
Sus propios ojos ardían con furia.
—¡Si serán tontas! ¡Cómo se atreven a comportarse así en presencia de las iele! —
vociferó.
Serafina y Astrid se quedaron inmóviles, ya roto el trance rojo de rabia.
—No fueron convocadas aquí para que pelearan. Eso es exactamente lo que quiere
el monstruo. Quiere que se destruyan entre ustedes.
—Usted es Baba Vràja, ¿no es así? —preguntó Neela con los ojos muy abiertos y la
voz débil por el asombro—. Oh. mis dioses No puedo creerlo. La vi en mi sueño. Pero
el Duca Armando dijo que las iele eran sólo mitos, como los que contaban los
antepasados para explicar las tormentas eléctricas. Dijo que ustedes eran
simplemente un cuento.
—Entonces su duca es un tonto —replicó la bruja—. Los cuentos no nos dicen lo
que es una tormenta eléctrica, nos dicen lo que somos nosotros. —Miró a las sirenas,
una por una, con los ojos centelleantes—. Vamos. Síganme y voy a mostrarles un
adversario con quien vale la pena pelear.
Antes de que nadie pudiera responder, Vrăja giró y se fue nadando por la abertura
de la puerta. Neela, Ling, Serafina y Becca fueron detrás de ella. Ava le advirtió a
Baby que se quedara quieto y luego siguió a las otras. Astrid las escoltó a la
retaguardia. Vrăja las condujo por un túnel sinuoso. Tenían que moverse rápido para
seguirle el ritmo. Algunas brujas de río jóvenes subían nadando por el túnel en
sentido contrario. Se tocaban la frente con sus manos puntudas cuando se
aproximaban a ella. Una tenía moretones. Otra, sangre. A una, casi inconsciente, la
llevaban en andas.
—¿Me dicen otra vez por qué vinimos aquí? —susurró Neela nerviosa.
—Creo que estamos a punto de averiguarlo —contestó Serafina.
—Oigo cantar —afirmó Becca.
—Yo también —dijo Ling—. Ava, ¿alcanzas a ver algo?
—Ni un piscardo —respondió Ava—. ¿Hay hierro cerca de aquí?
—Sí. Una puerta de hierro. Delante de nosotras —informó Ling.
—¿Dónde termina esta excursioncita disparatada, en todo caso? —gritó Astrid
desde el fondo.
—En el Incantarium. Regresen si tienen miedo -—comunicó Vrăja, deteniéndose
junto a la puerta de hierro.
—¿Miedo? Yo no tengo miedo —se burló Astrid—. Sólo quiero saber dónde voy a...
Vrăja la interrumpió:
—Hace un momento, dije que los cuentos nos dicen quiénes somos. Hay algo
detrás de esta puerta, y su cuento les va a decir quiénes son ustedes. Antes de que la
abra, asegúrense de que realmente quieren saberlo.
Nadie se dio la vuelta. Vrăja asintió con la cabeza y luego abrió la puerta de golpe.
Cuando lo hizo, el sonido del canto se hizo más fuerte. Un grito de furia resonaba
desde los gruesos muros de piedra. El agua estaba cargada de olor a miedo.
—Ay, dioses —murmuró Serafina al mirar dentro del cuarto.
Frente a sus ojos, cobró vida una pesadilla.
CUARENTA
En el centro del cuarto, ardía el waterfire.
Ocho brujas de río, las incanti, nadaban alrededor de él en sentido contrario a las
agujas del reloj, cantando, tomadas de la mano, tal como lo habían hecho en el sueño
de Serafina. Tenían la cara gris y demacrada. Había manchas de sangre en los labios
de una de ellas y a otra le chorreaba sangre de la nariz. La cara de una tercera estaba
llena de moretones. Sera notó que hacer magia les estaba costando muchísimo.
Vrăja rodeó a las brujas con sus ojos fijos en el waterfire.
—¡Du-te inapoi, diavolul, inapoi! —le gritó a la criatura que estaba dentro—.
¡Regresa, diablo, regresa!
Al acercarse nadando a las brujas, Serafina vio una imagen ondulante dentro del
círculo del waterfire. Ella la reconoció; era la puerta de bronce, hundida en lo
profundo, bajo el agua, y cubierta de hielo. Detrás de ella, había algo que se movía
con una gracia salvaje. Apareció una cara sin ojos junto a los barrotes. Encima de
ella, se alzaba un par de cuernos de color negro azabache, de aspecto cruel.
—¡Shokoreth! —aulló, como si de alguna manera supiese que Sera y las otras
habían venido para oírlo—. ¡Apateón! ¡Amăgitor!
El monstruo se lanzó contra las puertas. Estas temblaron y rugieron. El hielo que
las cubría se rajó—. ¡Daímonas tis Morsa!
—¡Aceasta le vede! ¡Consolidarea foc! ¡Tine-l inapoi! —ordenó Vrăja—. ¡Las está
observando! ¡Aviven el fuego! ¡Conténganlo!
Las voces de las brujas se elevaron. Una, juntando las últimas fuerzas que le
quedaban, cerró los ojos y se inclinó hacia adelante. Más cerca del waterfire. Más
cerca de la imagen ondulante. Fue un error.
El monstruo abrió su boca sin labios y lanzó un rugido. Ante la mirada horrorizada
de Sera, un brazo negro y fibroso, manchado de rojo, salió de golpe por entre los
barrotes de la puerta, atravesó el waterfire y se metió en el Incantarium. El monstruo
agarró a la bruja del cuello. Ella gritó dolorida cuando se le hundieron las uñas del
monstruo en la carne. Él dio un tirón hacia adelante y logró soltarla de las incanti a
cada lado de ella. El waterfire se apagó.
—¡E a rupt prin!¡ Condu-l inapoi! ¡Ínchide cercul inainte sá ne omoare pe toti! —
gritó Vrăja—. ¡Rompió el hechizo! ¡Hagan que regrese! ¡Cierren el círculo antes de
que nos mate a todas!
Hubo más gritos. Hubo sangre en el agua, terror y caos en el cuarto. Serafina
estaba justo en el medio de todo y, sin embargo, de pronto estaba por encima. Su
oído se agudizó, su visión cobró nitidez. Pudo ver el próximo movimiento del
monstruo y el que le seguiría, como si estuviera observando las piezas de un ajedrez
moviéndose en el tablero. Y pudo ver cómo bloquearlos.
—¡Becca! —gritó—. ¡Necesitamos un hechizo deflecto!
—¡En eso estoy! —vociferó Becca, que empezó a cantar conjurando un escudo
protector.
—¡Ling! ¡Ocupa el lugar de la bruja!
Ling se unió a las incanti, cruzando las muñecas para poder tomarse de las manos
con ellas a pesar del cabestrillo. Hizo una mueca de dolor cuando una de las brujas
le tomó la mano lastimada y después empezó a cantar. Al hacerlo, delgadas lenguas
de waterfire se alzaron del suelo frente a la prisión. Serafina sabía que llevaba tiempo
conjurar el fuego azul. Iba a tener que hacer salir al mounstruo.
—¡Eh! —llamó Serafina, batiendo fuerte las palmas—. ¡Por aquí!
El monstruo giró sobre sí. Salieron más manos por entre los barrotes. En el centro
de cada palma, había un ojo sin párpados.
—¡Vamos! ¡Por aquí, escoria marina! ¡Ven! —gritó Serafina.
El monstruo soltó a la incanta y le pegó a Serafina. Fue rápido y fuerte, pero el
deflecto de Becca, bien cantado y sólido, la protegió. Mientras Serafina distraía a la
criatura, Becca trataba de tironear de la incanta herida para alejarla del waterfire. El
monstruo la vio.
—¡No! —exclamó Serafina. Sin pensarlo, rodeó el deflecto y golpeteó el agua,
haciendo ruido con su cola.
El monstruo se apartó de Becca y se lanzó hacia ella otra vez.
Ella volvió disparada hacia atrás, pero no lo suficientemente rápido. Las garras
del monstruo le alcanzaron la cola de pez y le abrieron tres largos tajos. Serafina se
mordió los labios para contener el dolor.
—¡Ava, háblame! —vociferó—. ¿Puedes ver algo? ¿A qué le tiene miedo?
—¡A la luz, Sera! ¡Odia la luz!
—¡Neela, haz una explosión!
Neela hizo una bola apretada con la luz de lava y la arrojó a través de los barrotes
de las puertas. La lava dio contra el piso y explotó, lo que obligó al monstruo a
echarse atrás. Apenas unos segundos después, sin embargo, la criatura ya estaba
sacando el brazo por la puerta otra vez, aparentemente ilesa y alimentada su energía
con furia renovada. Los barrotes de bronce rugieron cuando el monstruo los sacudió.
Uno empezó a doblarse. El waterfire se estaba elevando, llenando el cuarto de luz
azul, pero todavía estaba débil. Becca, que acunaba a la bruja herida, unió su voz a
las incanti y el waterfire ardió más alto.
—¡Va a salir! —aulló Neela—. ¡Las llamas no son lo suficientemente fuertes!
De pronto, un borrón blanco y negro las pasó como un destello. Era Astrid,
moviéndose con la velocidad mortal de una orca.
—No si puedo evitarlo —gruñó.
—¡No, Astrid! ¡Estás demasiado cerca! —gritó Serafina.
Pero Astrid no la escuchó. Con el rugido de un guerrero, blandió su espada contra
el monstruo, con los músculos de sus fuertes brazos abultados. La hoja cayó sobre
uno de los brazos extendidos del monstruo y le cortó una mano.
El monstruo chilló de dolor y huyó a las profundidades de la prisión. Su mano
amputada escarbaba en el limo. Astrid la atravesó con la punta de su sable. Los dedos
agarraron la hoja y después se enroscaron en la palma, como las patas de una araña
moribunda.
Becca, con los ojos cerrados, cantó el hechizo con todas sus fuerzas. A medida que
se elevaba su voz, se alzaban las llamas del waterfire. Astrid se apartó de él.
—¡Fue estúpido hacer eso! —aulló Serafina—. ¡Pudo haberte matado!
—Funcionó, ¿no? —le replicó Astrid a los gritos.
—Las canciones mágicas también funcionan. ¿Alguna vez oíste hablar de ellas?
Astrid no respondió. Nadó hasta un muro y se apoyó contra él, jadeando. Tenía
un corte profundo en un antebrazo. Le sangraba la sien izquierda.
«Nos salvó la vida. A todas», pensó Serafina. «Incluso a mí.» No era lo que
esperaba de la hija del hombre que había invadido Cerúlea, y eso la hizo sentir
desestabilizada e inquieta.
Becca estaba sentada en el piso con Vrăja, que acunaba a la bruja de río herida.
Serafina volvió su atención a ellas.
—¿Cómo está?
Becca meneó la cabeza. La incanta tenía los ojos semicerrados. Le brotaba la
sangre de un tajo profundo en el cuello. Trataba de decir algo. Serafina se inclinó
para escucharla.
—…tantos... a sangre y fuego... yo los oí, lo sentí... Perdido, todo perdido… Ya
viene… Deténganlo...
Después sus labios dejaron de moverse, y Serafina vio que se iba la luz de sus ojos.
Vrăja alzó la cabeza; tenía el dolor de su corazón grabado en el rostro.
—Odihneite-te, curajos —dijo—. Descansa ya, valiente. —El corazón de Sera
también se llenó de tristeza.
Más iele, atraídas por los rugidos de la criatura, entraron rápido al Incantarium.
Vrăja les pidió a dos de ellas que se llevaran el cuerpo de su hermana y que lo
prepararan para el entierro, y a otra que tomara el lugar de Ling en el círculo para
seguir con el canto. Y después, se levantó con pocas fuerzas. Becca la ayudó.
—El monstruo estaba volviéndose cada vez más fuerte, pero yo no tenía idea de
cuán fuerte hasta ahora —informó Vrăja.
—¿Ese era... —empezó a decir Serafina.
—¿Abbadón? Sí —respondió Vrăja.
—¿Está aquí? ¿En el Incantariuyn? —preguntó Becca.
Vrăja rio sin alegría.
—Se supone que no —explicó—. Sólo su imagen. Vigilamos al monstruo con un
ochi: un hechizo para espiar muy poderoso. Abbadón atravesó el oclli recién y
también el waterftre. Eso ya es bastante malo. Pero, además, se manifestó
físicamente en este cuarto, lo cual es mucho peor. A algo así se lo llama arăta. Hasta
ahora, era sólo un hechizo teórico. Aunque muchos lo intentaron, nadie, ni siquiera
las iele, había podido jamás hacer un arata. El del monstruo fue débil, gracias a los
dioses. Si hubiese sido más fuerte, todas estaríamos muertas, no sólo nuestra pobre
Antanasia.
—Sabía que me tendría que haber quedado afuera —dijo Neela.
—Ah, no, luminosa —contestó Vrăja—. Si te hubieras quedado afuera, yo jamás lo
habría visto.
—¿Visto qué? —preguntó Neela.
—Lo magníficas que son juntas —respondió Vrăja—. Es tal como yo esperaba. Es
más de lo que yo esperaba. Cada una de ustedes es fuerte, sí, pero juntas. .. ah, juntas
sus poderes serán aún mayores. Tal como ocurría con los de ellos.
—¿Perdón? —intervino Ling—. ¿Magníficas? Una de sus brujas acaba de morir.
Las demás casi morimos también. Esa cosa casi se escapa. Si no fuera por Astrid, lo
habría hecho. No fuimos magníficas. Tuvimos suerte.
—La suerte no tiene nada que ver con esto. Abbadón es cada vez más fuerte, sí.
Pero ustedes también van a serlo. .. ahora que están unidas —comunicó Vrăja.
—No entiendo —dijo Serafina.
—¿No sentiste lo qué pasó? ¿No sentiste su fuerza? Tú, Serafina, dirigiste tus
tropas con tanta inteligencia como lo hizo tu bisabuela, la Regina Isolda, en la Guerra
de la Cordillera Submarina de Reykjanes. Y tú —señaló a Ling—, tú cantaste como si
hubieses nacido siendo una incanta. Neela irradió luz tan bien como lo hago yo. El
deflecto de Becca no llegó ni a agrietarse bajo los golpes de Abbadón. Ava vio a qué
le temía cuando nosotras, las iele, no hemos podido hacerlo nunca. Y Astrid atacó
con la fuerza de diez guerreros.
Serafina miró a las otras. Por las expresiones de su rostro, pudo ver que habían
sentido algo, tal como lo había sentido ella. Una claridad. Un saber. Una nueva fuerza
repentina. Había sido tan extraño sentirse tan poderosa. Confuso. Y un poquito
atemorizante. «¿Cómo había pasado?», se preguntó.
—Van a hacer más aún. Nosotras vamos a enseñarles —adelantó Vrăja, nadando
hacia la puerta—. ¡Vengan! Hay mucho que hacer. Vamos a volver a mis aposentos
ahora. Vamos a...
—No —interrumpió Astrid, envainando de nuevo la espada—. Yo no voy a ningún
lado. No hasta que nos diga por qué nos trajo aquí.
Vrăja se detuvo. Se dio vuelta, mirando fijo a Astrid con sus brillantes ojos negros.
—Para terminar lo que acaban de empezar —informó.
—¿Acabar qué? No lo entiendo. ¿Quiere que le corte más manos al monstruo?
—No, niña —respondió ella.
—Bien —dijo Astrid con cara de alivio—. Porque eso fue muy difícil.
—Quiero que le corten la cabeza.
CUARENTA Y UNO
La risa de Astrid resonó por encima del canto de las brujas.
—¡Que le cortemos la cabeza! Qué buen chiste, Baba Vrăja. O sea, ¿usted vio esa
cosa? Es muy fuerte y está muy enojada. Si hubiese podido, él nos habría cortado la
cabeza a nosotras. Así que, en serio, ¿para qué nos convocaron? —preguntó.
Vrăja no se reía.
—Espere, no puede... no puede estar hablando en serio.
—Nunca hablé más en serio. Deben ir al mar del Sur, donde está preso el monstruo.
Hay otro que lo busca con propósitos oscuros. Ese otro lo despertó. Ustedes tienen
que encontrar al monstruo y matarlo antes de que el otro lo libere. Si no lo hacen, los
mares y todo lo que hay en ellos van a caer en manos de Abbadón.
Serafina estaba muda. Todas lo estaban. Las seis sirenas se miraron unas a otras,
abriendo grandes los ojos, sin poder creerlo, y después empezaron a hablar todas a
la vez.
—¿Ir al mar del Sur? —inquirió Ling.
—¡Vamos a morir de frío! —se quejó Becca.
—¿Matar a Abbadón? —se preguntó Ava.
—¿Cómo vamos a encontrarlo siquiera? ¡El mar del Sur es inmenso! —exclamó
Neela.
—Esto es un disparate —afirmó Astrid—. Me voy de aquí.
Mientras Serafina miraba cómo Astrid nadaba hacia la puerta los versos de su sueño
volvieron de pronto a su mente.
Únanse ya desde mares y ríos,
sean una sola mente, un solo lazo, un solo corazón.
antes de que las aguas y todas sus criaturas
¡sean arrasadas por Abbadón!
Y de pronto supo lo que tenía que hacer. Tal como le había pasado hacía un rato,
cuando el monstruo las atacó. Tenía que mantener al grupo unido, no importaba lo
que pasara. «Una sola mente, un solo lazo, un solo corazón». No podía dejar que
ninguna se fuera.
—Espera, Astrid —intervino ella.
Astrid resopló.
—Después —respondió.
—Tienes miedo —expuso Serafina. Intuía que la única forma de detenerla era
desafiándola.
Tenía razón. Astrid se detuvo en seco y luego se dio vuelta, echando chispas por los
ojos.
—¿Qué dijiste?
—Dije que tienes miedo. Tienes miedo del cuento. Por eso quieres irte.
—¿Miedo de qué cuento? ¿De qué estás hablando? Estás tan loca como ella —dijo
Astrid y señaló a Vrăja con la cabeza.
Serafina se volvió hacia la bruja de río.
—Baba Vrăja, antes de abrir la puerta de este cuarto, usted dijo que lo que había
dentro tenía un cuento —dijo ella—. Y que ese cuento iba a decirnos quiénes somos.
Tenemos que oír el cuento. Ahora.
CUARENTA Y DOS
Tres globos oculares, engarzados en tres anillos de ámbar, giraron en sus engastes y
se fijaron en Serafina. Serafina, inquieta, les devolvió la mirada.
—¿Te gustan? —preguntó Vrăja mientras le alcanzaba una taza y un plato.
—Son muy, eeeh, inusuales —replicó Sera.
Vrăja había conducido a las sirenas otra vez a su estudio. Las había invitado a todas
a sentarse y había enviado a un sirviente a que trajera té.
—Son ojos de terragón —contó cuando se hubieron sentado.
—¿Se ahogaron o algo así? —preguntó Neela.
—O algo así —dijo Vrăja. Ella sonrió y Serafina advirtió, por primera vez, que tenía
los dientes muy afilados—. Uno arrojó petróleo en mi río. Otro mató una nutria. El
tercero derribó los árboles donde tenían sus nidos las águilas pescadoras. Todavía
viven, o más bien, existen, como cadavru. Los uso como centinelas.
—Ese maldito podrido que está en la desembocadura del Olt ¿es uno de ellos? —
preguntó Neela.
—Sí. Él tiene su ojo derecho y yo tengo el izquierdo. Lo que ve él, lo veo yo. Es muy
conveniente cuando rondan los jinetes de la muerte.
Ella terminó de servir el té y se sentó en el borde de su escritorio. se sirvió una taza
para ella, pero no la bebió. En cambio, tomó una piedra chata, lisa, que estaba junto
a la tetera, y la dio vuelta en sus manos. Tenía símbolos tallados en la superficie.
—La canción mágica para hacer un cadavru se llama trezi. Un hechizo rumano. Muy
antiguo —relató—. Tengo muchos hechizos de estos. Pasados de obărşie en obărşie.
Con estos hechizos es como nosotras, la Orden de las lele, hemos sobrevivido durante
tanto tiempo. Merrow nos creó hace cuatro mil años, y desde entonces hemos llevado
a cabo los deberes que nos ordenó para proteger a las sirenas.
—¿De qué? —preguntó Ling.
Vrăja sonrió.
—De nosotras.
Extendió su brazo con la piedra para que Sera, Neela, Astrid, Becca y Ling pudieran
verla y luego se la dio a Ava para que pudiera palparla. Baby, que dormitaba en el
regazo de su ama, gruñó entre sueños.
—¿Sabían que esta escritura tiene cerca de cuatrocientos años? —preguntó Vrăja—.
Viene de un templo minoico. Es uno de los pocos registros de Atlántida que
sobrevivieron. Nos cuenta, al igual que los relatos de Platón y los de otros antiguos
como Posidonio, Helánico y Filón, que la isla se hundió por causas naturales. —Miró
a las sirenas y luego reconoció—: Es mentira.
—¿Por qué? —inquirió Ava.
—Porque es lo que quiso Merrow que supiera el mundo sobre Atlántida: mentiras.
Los cuentos tienen mucho poder. Los cuentos perduran. Merrow sabía eso, así que
hizo eliminar todo lo que contaba la verdadera historia de Atlántida.
—¿Pero por qué iba a hacer eso? —quiso saber Neela.
—La verdad era muy peligrosa —respondió Vrăja—. Merrow había visto como a su
gente, hombres y mujeres, niños pequeños, la devoraba el fuego y el agua.
¿Entienden? No fue un terremoto ni un volcán lo que destruyó Atlántida, como sin
duda les enseñaron. Esos fueron sólo los mecanismos de su ruina. Fue uno de los de
la isla quien la destruyó.
—¿Cómo sabe eso, Baba Vrăja ? —preguntó Serafina. Estaba cautivada por las
palabras de la bruja. La historia antigua de Atlántida era su pasión. Toda su vida,
había tenido ansias de saber más sobre la isla perdida, pero había muy pocos
caracoles sobre ese período, muy pocos datos.
—Lo sabemos por la propia Merrow. Ella le contó la verdad a la primera obúrfie en
una canción de sangre. La obărşie la conservó en su corazón. En su lecho de muerte,
se la pasó a su heredera, y así sucesivamente. Tenemos prohibido hablar de ello a
menos que el monstruo se levante. Durante cuatro mil años, guardamos silencio.
—Hasta ahora —dijo Ling.
—Sí —repitió Vrăja —. Hasta ahora. Pero empecé por el final y los principios son
lugares mucho mejores por dónde empezar. «Lo que puedes hacer, o has soñado que
podrías hacer, debes comenzarlo. La osadía lleva en sí genio, poder y magia.» Un
terragón escribió eso. Algunos dicen que fue el poeta Goethe. Podría haber estado
escribiendo sobre Atlántida, porque eso es lo que fue: una osadía. Un lugar hecho de
genio y magia. ¡Ah, qué magia! —dijo sonriendo—. Nada podría comparársele.
¿Atenas? Una zona estancada. ¿Roma? Un pueblo montañés lleno de polvo. ¿Tebas?
Un pozo de agua. Las minas de cobre, estaño, plata y oro hicieron rica a Atlántida. El
suelo fértil la hizo fructífera. Las aguas caudalosas alimentaron a su gente. Esta isla
paradisíaca estaba gobernada por magos.
—Los Seis que Reinaron —añadió Becca.
—Sí. Orfeo, Merrow, Sycorax, Navi, Pyrrha y Nyx. Su gran magia provenía de los
dioses, que le habían dado a cada uno un poderoso talismán. Eran muy unidos, los
más grandes amigos, y sus poderes nunca eran tan fuertes como cuando estaban
juntos. Gobernaron Atlántida bien y sabiamente, y se los reverenciaba por eso No se
tomaba ninguna decisión relacionada con el bienestar de su pueblo si no era con el
acuerdo de los seis. Tampoco se llevaba cabo ningún juicio ni sentencia. Había una
prisión en la isla: el Carceron. Estaba construida con enormes bloques de piedra
encastrados y tenía pesadas puertas de bronce que encajaban entre sí con una
ingeniosa cerradura. Las puertas no podían abrirse ni para dar entrada ni para
liberar a un prisionero, a menos que los talismanes de los seis magos se insertasen
en los seis ojos de la cerradura.
Vrăja hizo una pausa para tomar un sorbo de su té.
—Ninguna sociedad es perfecta —continuó y apoyó la taza de nuevo en su plato—,
pero Atlántida era justa y pacífica. En ese entonces, se creía que la civilización de esta
isla duraría para siempre.
—¿Qué pasó? ¿Por qué no fue así? —preguntó Serafina, que escuchaba extasiada
cada palabra de Vrăja .
—No lo sabemos del todo. Merrow no quiso decirle a la primera obărşie. Lo único
que estuvo dispuesta a contar fue que habían perdido a Orfeo, que él le había dado
la espalda a sus deberes para con su pueblo a fin de crear a Abbadón, un monstruo
cuyos poderes competían con los de los dioses. Cómo lo hizo y con qué, no quiso
decirlo. Los otros cinco magos trataron de detenerlo y hubo una batalla. Orfeo soltó
a su monstruo y Atlántida fue destruida. Abbadón sacudió la tierra hasta que se
agrietó y se abrió. Brotó la lava, se agitaron los mares y la isla moribunda se hundió
bajo las olas.
Serafina se respaldó en su silla, meneando la cabeza en silencio.
—¿No me crees, niña? —inquirió Vrăja .
—No sé qué creer —respondió ella—. ¿Cómo podría Abbadón sacudir la tierra?
¿Cómo podría agitar los mares? ¿Cómo podría algo ser tan poderoso?
Vrăja respiró hondo. Se llevó los dedos al pecho y sacó una canción de sangre,
gimiendo de dolor al hacerlo, porque no era una madeja de sangre lo que salía de su
corazón, sino un torrente. Se arremolinó por el cuarto con una fuerza maléfica,
tirando caracoles de los estantes, destrozando jarras de piedra, oscureciendo las
aguas como la noche.
El sonido y el color giraron juntos violentamente, y luego las sirenas la vieron: la
ruina de Atlántida. La gente corría gritando por las calles de Elysia, la capital,
mientras el suelo temblaba y los edificios caían a su alrededor. Había cuerpos por
todas partes. El aire estaba lleno de humo y cenizas. La lava caía como un torrente
por una escalinata de piedra. Una niña, demasiado pequeña para caminar, estaba
sentada en la base de la escalera, gritando aterrada con su madre muerta al lado. Un
hombre corrió hasta la niña y la levantó. En cuestión de segundos, los adoquines
donde había estado sentada quedaron sumergidos bajo la roca derretida.
—¡Corran! —gritaba la voz de una mujer—. ¡Métanse al agua! ¡Apúrense! Viene para
aquí. —Un montón de gente corría hacia el mar—. ¡Ayúdalos, por favor... oh, gran
Neria, detén esta masacre!
Serafina no alcanzaba a ver a la mujer que gritaba pero sabía quién era: Merrow, su
antecesora. Ese era el recuerdo de Merrow.
Serafina primero oyó al monstruo. Su voz era como miles de voces, todas aullando a
la vez. El sonido era tan horroroso, que la hizo pegarse a la silla. Después vio a la
criatura. Era una oscuridad viviente, glaseada en rojo oscuro. Diseñada con forma
de hombre, tenía dos piernas y muchos brazos. Unos músculos potentes le daban
fuerza y velocidad. Su cabeza ciega y con cuernos se sacudía de un lado a otro, atraída
por el ruido de pies corriendo, de llantos y gritos. Unas manos espantosas con ojos
hundidos en las palmas guiaban a la criatura. Destrozaba a la gente indefensa que
trataba de escapar. Cuando mataba, echaba la cabeza hacia atrás, abría la fosa sin
labios que tenía por boca y rugía.
—¡Merrow! —llamó una voz.
Apareció un hombre que tropezaba a través de las calles devastadas. Era esbelto y de
tez oscura, con ojos ciegos. Tenía una una túnica de lino, sandalias y un anillo grande
de rubí. Tenía pomulos altos de Ava y sus largas trenzas negras.
—¡Nyx! —exclamó Merrow y corrió hacia él—. Gracias a los dioses que estás bien.
¿Dónde está?
—Se atrincheró dentro del Templo de Morsa.
—Tenemos que conseguir su talismán. Y los de todos los demás. Si logramos
reunirlos a todos, podemos abrir el Carceron y obligar al monstruo a entrar.
—Él nunca lo va a entregar. Tendríamos que matarlo para conseguirlo.
—Entonces lo haremos.
—No, Merrow Es Orfeo.
—¡No hay otra forma, Nyx! Él nos va a matar a nosotros. Busca a Navi. Yo voy a
buscar a Sycorax y Pyrrha. Nos encontramos en el templo.
Y después la canción de sangre se fue desvaneciendo y las aguas se aclararon, y las
seis sirenas quedaron sentadas en sus sillas, perturbadas y en silencio.
Vrăja fue la primera en hablar.
—Nyx fue asesinado por Abbadón antes de que pudiera llegar al templo, pero había
encontrado a Navi. Ella estaba gravemente herida, sin embargo, logró llegar al
templo con el talismán de Nyx y el de ella. Merrow pudo acorralar a Orfeo, matarlo
y sacarle el talismán. Los magos que sobrevivieron lograron hacer entrar a Abbadón
al Carceron, pero Navi y Pyrrha murieron en la lucha. Apenas el monstruo estuvo
encerrado, Merrow sacó los talismanes de la cerradura y guio a su pueblo hasta el
agua. Sycorax, con la ayuda de mil ballenas, arrastró al Carceron hasta el mar del Sur
y lo hundió debajo del hielo. Ella murió allí. Las ballenas la llevaron a su tumba
cantando. Y desde entonces, Abbadón duerme enterrado bajo el hielo. Olvidado.
Perdido en el tiempo. Pero ahora se está moviendo. Ahora alguien está tratando de
liberarlo. Y ya hace sentir su presencia maligna. Hay reinos que entran en guerra.
Las sirenas mueren. Las aguas se tiñen de rojo por la sangre. Y ahora ustedes deben
destruirlo. Tienen que reunir los seis talismanes, usarlos para abrir el Carceron,
luego entrar y matar al monstruo.
—¿Por qué nosotras, Baba Vrăja ? —inquirió Serafina—. ¿Por qué nos convocó a
nosotras, seis sirenas adolescentes, para matar a Abbadón? ¿Por qué no a
emperadores o almirantes, o a comandantes con sus soldados? ¿Por qué no a los
magos más poderosos de las aguas?
Vrăja las miró una por una, y luego dijo:
—Ustedes son los magos más poderosos. No hubo nadie tan poderoso en cuatro mil
años. No desde los Seis que Reinaron.
—De acueeeerdo. Yo creía que usted estaba loca. Ahora estoy segura de que lo está —
intervino Astrid.
—Una de ustedes sabe que esto es cierto. Una de ustedes lo ve —afirmó Vrăja .
Las sirenas se miraron unas a otras. Todas lucían confundidas menos Ava, que
asentía con la cabeza.
—¿Tú ves algo, Ava? —quiso saber Serafina—. ¿Qué es?
—No sé por qué no lo vi antes —dijo Ava.
—¿No viste qué? —preguntó Astrid—. Ninguna de nosotras es canta magus. ¡Esto es
una locura!
—No, no lo es —replicó Ava—. Todo tiene sentido. Había seis. Hay seis. Ellos eran
seis, nosotras somos seis.
Becca levantó las cejas.
—Espera, estás diciendo... no es posible, Ava. No puede ser.
—Pero lo es —declaró Vrăja —. Ustedes seis son las descendientes directas de los seis
magos más grandiosos que hayan vivido jamás. Herederas de sus poderes. Merrow,
Orfeo, Sycorax, Navi, Pyrrha, Nyx. .. Los Seis que Reinaron siguen viviendo dentro
de cada una de ustedes.
CUARENTA Y TRES
Astrid pestañeó.
Ava dejó caer la
Becca y Ling menearon la cabeza.
Neela se puso azul brillante.
Serafina habló:
—Baba Vrăja , ¿cómo podemos ser herederas de los poderes de los magos más
grandiosos que hayan vivido jamás? No tiene sentido. Astrid tiene razón... todas
seríamos canta magi con voces perfectas.
Vrăja sonrió.
—Te olvidas de que las canta magi son sirenas, y el poder del pueblo de las sirenas
está en su voz. La diosa Neria hizo que fuera así cuando transformó a los habitantes
de Atlántida. Fortaleció nuestras voces para que pudieran circular a través del agua.
Pero Merrow y los magos, sus ancestros, nacieron humanos. La magia humana
asume formas distintas. Quizás algunos de los poderes de ustedes también. Las
habilidades que mostraron mientras luchaban contra Abbadón, por cierto, indican
que es así. Neela y Becca cantaron hechizos contra Abbadón. Ling se unió al canto.
Pero tú no cantaste, Serafina. Ni tampoco Astrid ni Ava. Tal vez sus poderes sean una
mezcla entre la magia humana de sus ancestros magos y su propia magia marina.
—¿Quién desciende de quién? —inquirió Ava—. Serafina desciende de Merrow, claro
está, pero y las demás?
—Muy buena pregunta —-contestó Vrăja —. Nunca antes hubo seis descendientes
directos de la misma edad al mismo tiempo... tal como los seis originales. —Caminó
hacia Serafina y le apoyó las manos en los hombros—-. Como tú dijiste, Ava, Serafina
es la hija de Merrow. Ella era una gran líder: valiente y justa. Y una maga muy
poderosa. Sin embargo, su mayor poder era el amor.
—¿El amor? —se burló Astrid——. ¿Cómo puede ser eso un poder?
—Nada es más poderoso que el amor —respondió Vrăja .
—¿Ah, no? ¿Qué tal un lanzador de bombas de lava JK-67?
—Tienes mucho que aprender —le dijo Vrăja a Astrid—. Ni siquiera tu lanzador de
bombas de lava podría habernos salvado hoy. Sólo la rapidez de Serafina para pensar
pudo hacerlo. Ella se habría sacrificado por todas ustedes. La voluntad de entregar
la vida por los demás nace del amor.
—O de la estupidez —objetó Astrid.
Después le tocó el turno a Neela.
—«Una que llevará luz en el corazón» —se dirigió Vrăja a ella—. Tú eres la hija de
Navi. Ella era una mujer rica que había venido a Atlántida de la tierra que ahora se
llama India. Amable y de buen corazón, ella usó sus riquezas para construir
hospitales, orfanatos y hogares para los pobres. Se decía que podía sostener luz en
las manos y también en el corazón. Podía bajar la luz de la luna y las estrellas y, al
igual que ellas, le daba esperanzas a su pueblo en sus horas más oscuras.
Neela pareció dubitativa.
—Baba Vrăja , no sé cuánto poder de Navi heredé. O sea, a veces puedo hacer un
hechizo luminoso decente, otras veces apenas si puedo lograr que se ilumine un
puñado de medusas luna.
—Hay una explicación para eso. Yo creo que tus poderes, y los de tus amigas, se
fortalecen cuando están cerca unas de las otras ¿Cómo crees que tú y Serafina
pudieron escapar entrando al espejo en el palazzo del duca? Hay canta magi que no
pueden hacer eso.
—Tal vez usted tenga razón —admitió Neela—. Mis canciones mágicas siempre son
mejores cuando Sera está cerca.
Vrăja levantó una ceja.
—¿Tal vez tenga razón? —repitió—. Trata de hacer otra vez lo que hiciste en el
Incantarium.
Neela miró a su alrededor con timidez. Respiró hondo y cantó un hechizo fragor lux.
Esta vez, la bomba de luz que hizo girar a través del cuarto arrancó un pedazo de
pared.
—Guau —suspiró con los ojos muy abiertos—. ¿Cómo fue que... cómo hice para...
—La magia genera magia —sentenció Vrăja .
Becca fue la siguiente.
—«Una de alma segura y fuerte.» Tal como tu antecesora Pyrrha —le comunicó Vrăja
—. Ella era una comandante militar brillante... una de las más importantes. Venía de
las costas de Atlántica. Tú eres como ella.
—Eso no puede ser cierto —respondió Becca—. Soy sólo una estudiante que trabaja
en Baudel's después de la escuela. Pienso especializarme en Comercio cuando vaya
a la facultad para poder abrir mi propio negocio algún día. Tengo un montón de ideas
para perlas mágicas, pero no sé nada sobre la milicia.
—Pyrrha también empezó como artesana: era herrera. Podía convocar al fuego.
Tenía una fragua en Atlántida, como la que tú tienes en Baudel's —explicó Vrăja —.
Un día, ella vio que venían barcos enemigos y envió a un chico en hipocampo a la
capital para alertarlos. Invocó al fuego de su fragua y, rápidamente, transformó las
herramientas de labranza en armas para toda la aldea. Cuando entraron marchando
los invasores, los aldeanos les hicieron una emboscada y los contuvieron hasta que
llegaron tropas desde Elysia. Pyrrha ayudó a salvar Atlántida con su pensamiento
rápido. Como tú nos salvaste hoy con tu habilidad para convocar el waterfire.
—Nunca supe que tenía esa habilidad —declaró Becca—. No hasta hoy.
Después Vrăja nadó hasta Ava.
—Tú eres hija de Nyx. Él vino de las costas del gran río que hoy conocemos como el
Misisipí. Como tú, era ciego. Y como tú, él percibía las cosas que no podía ver. Tal
como lo hace un murciélago en tierra o un tiburón en el agua. La magia fortaleció su
don, de modo que no sólo podía ver lo que es, sino también lo que será. Ocurrirá lo
mismo contigo.
Cuando Vrăja terminó con Ava, quedaban dos sirenas: Ling y Astrid.
—Y ahora, la pregunta del millón: ¿quién es la descendiente de Orfeo?
Astrid dijo:
—Déjame adivinar... Ling no es.
—Sycorax es la antecesora de Ling —informó Vrăja —. Vino del este de China, en las
costas de Qin. Nació siendo una omnivoxa, y sus poderes mágicos fortalecieron su
don. No sólo podía hablar muchas lenguas, sino todas las lenguas. Y no sólo lenguas
humanas, sino las de los animales, los pájaros, las criaturas del mar, los árboles y las
flores. Era la jueza de la Corte Suprema de Atlántida. Resolvía disputas entre los
ciudadanos y negociaba los acuerdos entre los reinos. Era muy sabia.
Ling sonrió, pero con un dejo de amargura.
—Cuando era chiquita, la gente decía que yo era mentirosa porque les decía que oía
hablar a las anémonas. Al plancton. Hasta a las algas. No tengo que estudiar una
lengua para conocerla. Sólo tengo que oírla. Nunca supe por qué. Ahora lo sé —relató.
Astrid estuvo sentada con furia en sus ojos todo el tiempo en que Ling estuvo
hablando.
—Entonces yo soy la descendiente de Orfeo. Perfecto. Entonces es como que yo soy
la mala de la película, ¿no es así? —preguntó enojada, después de que Ling hubo
terminado.
—Orfeo era un sanador. Su pueblo lo amaba. También era músico y tocaba la lira
para calmar a los enfermos y a los que sufrían. Venía de Groenlandia. De los seis
magos que gobernaron Atlántida, Orfeo era el más grandioso. Sus poderes eran
insuperables. Como quizá sean los tuyos, niña.
Astrid soltó una carcajada maliciosa.
—Usted está equivocada, Vrăja . Muy equivocada. No es cierto. Orfeo no es mi
antecesor. La idea en sí es totalmente ridícula. Quiero decir, si usted supiera.
—¿Si supiera qué? —quiso saber Vrăja .
—No importa. Olvídese —respondió Astrid—. Ya no puedo formar más parte de este
jueguito de locos. Los reinos están al borde de la guerra, por si no lo notó. Me voy a
casa a ser útil para algo.
—No puedes irte —intervino Serafina, a pesar de la desconfianza que sentía hacia
Astrid—. Tenemos que ser seis, igual que los Seis que Reinaron... no cinco. Vrăja dijo
que nuestros poderes serían extraordinarios todos juntos. No hay esperanzas de
vencer al monstruo si no estamos todas.
—Tengo una noticia para ti. No hay esperanzas de vencerlo aunque estemos todas.
¡Somos seis niñas! Las únicas que están soñando son ellas. —Señaló a Vràja con el
pulgar—. Tienen que terminar con sus cantitos falsos, levantar un ejército y perseguir
a esta cosa.
—«Una que aún no crea» —recitó Vrăja .
—En eso tiene razón —dijo Astrid—. No puedo creer. No puedo creer que vine aquí.
No puedo creer que perdí mi tiempo en esto. No puedo creer que esté escuchando
estos disparates...
—Discúlpame. —Era Becca. Su voz, a diferencia de la de Sera y la de Astrid, estaba
calmada y serena—. Esto no nos está ayudando a avanzar en ningún sentido. ¿Dónde
está exactamente el Carceron? —preguntó, tomando un trozo de pergamino de alga
y un bolígrafo de tinta de calamar de su valija.
—Lo único que sabemos es que está en algún lugar del mar del Sur —respondió Vrăja .
—Bueno, eso sí restringe el margen de búsqueda —ironizó Astrid.
Becca hizo unas anotaciones y luego preguntó:
—¿Qué son los talismanes?
—No sabemos —informó Vrăja —. Merrow no nos lo reveló. Creemos que los
escondió para que nadie pudiera usarlos para liberar a Abbadón.
—Si le preocupaba tanto esa posibilidad, ¿por qué no los destruyó?
—Porque son indestructibles. Fueron otorgados por los dioses.
—¿Alguna idea de dónde los escondió?
—No —contestó Vrăja .
—¡Claro que no! —exclamó Astrid—. ¿Por qué sigues haciendo preguntas, Becca? iNo
obtienes ninguna respuesta! ¿Nunca te rindes?
Los anteojos de Becca se habían deslizado sobre su nariz. Los empujó hacia arriba
otra vez.
—No, Astrid, no me rindo. —Se volvió otra vez hacia Vrăja —. Y Abbadón... ¿tiene
alguna idea de qué está hecho? —investigó Becca.
—Parecía que estaba hecho de oscuridad, pero ¿cómo puede ser? —preguntó Ling.
—Sólo Orfeo tiene la respuesta a tus preguntas y hace cuatro mil años que murió. Ni
siquiera los cinco magos que lucharon contra Abbadón lo sabían. Por eso no
pudieron matarlo —respondió Vrăja .
—Los magos más poderosos de todos los tiempos no pudieron matar a Abbadón,
¿pero se supone que nosotras podemos? —dijo Astrid.
—¿Alguna vez oíste hablar de los pensamientos positivos mina? —preguntó Ava
malhumorada.
—¿Alguna vez oíste hablar de pensamientos racionales? ¿Cómo se supone que vamos
a matarlo? ¿Tirándonosle encima? ¡Tiene como una docena de manos! ¡Con ojos! Ni
siquiera vamos a poder acercarnos a él —pronosticó Astrid.
—¿Entonces qué deberíamos hacer? ¿Irnos a casa así como así? ¿Ir a nadar en grupo,
ir de compras? ¿Hacer como si nada de esto hubiera pasado? —inquirió Ling
acaloradamente.
—¡Sí! —gritó Astrid.
—Esperen, cálmense, todas. Respiremos hondo y veamos lo que sabemos —dijo
Becca.
—Lo cual es, estee, esperen, a ver... ¡nada! —exclamó Astrid— No sabemos qué son
los talismanes. Ni dónde están. No sabemos exactamente dónde está el monstruo, ni
qué es.
—Sí que sabemos —empezó Becca.
—¡Que nos van a romper el trasero a patadas! —vociferó Astrid—. ¡Abbadón mató a
miles de personas! ¡Hundió una isla entera!
—Apreciaría mucho que dejaras de interrumpirme —dijo Becca.
—Y yo apreciaría mucho que dejaras de ser chiflada.
—Eres grosera.
—Tú no tienes idea de nada.
—Basta de discutir, por favor —imploró Serafina, tratando de mantener unido al
grupo—. Esto no nos ayuda.
—Tienes razón. No nos ayuda —convino Astrid—. Así que, eh, envenenemos a todo
el mundo. Problema solucionado. ¿No es así como hacen las cosas en tu parte de las
aguas?
—¡Basta! —intervino Ling—. ¡Se acabó el tiempo!
—¡Te pasaste por completo de la raya, Astrid! —la increpó Ava.
Pero Astrid no la escuchó. Y Serafina, enfurecida, empezó a lanzarle insultos a ella.
Y todas las demás empezaron a hablar más fuerte. Unos minutos después, estaban
todas discutiendo, gritando, pegándose con las aletas de la cola.
—Yo me canso. Ahora voy a dejarlas —dijo Vrăja de pronto, con tono de derrota en
la voz—. Las principiantes les prepararon comida y cama. —Se dio vuelta para irse.
—Gracias, Baba Vrăja , pero no necesito una cama. Me voy —afirmó Astrid.
Vrăja giró en círculo. Sus ojos se clavaron en Astrid.
—Orfeo tenía grandes poderes, niña. Los más grandes que el mundo haya visto.
Tenía que elegir cómo usarlos. Eligió el mal. La magia es lo que tú haces de ella.
El gesto enojado de Astrid se quebró. Cayó de su cara como el hielo de un glaciar,
dejando ver el miedo en carne viva.
—Pero Baba Vrăja , usted no entiende! ¡No puedo elegir! —admitió.
Era demasiado tarde. Vrăja se había ido. Las puertas se cerraron detrás de ella.
Las seis sirenas estaban solas.
CUARENTA Y CUATRO
Serafina miró a Astrid.
—Qué fue todo eso? —quiso saber.
—Nada —replicó Astrid bruscamente—. Ha sido un gusto, sirenas. Buena suerte con
todo.
Trató de salir nadando del estudio de Vrăja , pero dos ranas armadas le bloquearon
el paso. Esperaron hasta que dejó de gritar y después una de ellas habló.
—¿Puedes decirme lo que dijo? —le preguntó Astrid a Ling.
—Lo lamento. No hablo con tingjü.
—¿Tingjü? ¿Qué significa eso? Los guardias no hablan tingjü. Hablan ánfobos.
Ling sonrió con gesto severo.
—Tingjü significa «cretino». Y no hablaba de los guardias.
—Perdón —dijo Astrid con frialdad—-. ¿Puedes, por favor, decirme lo que dijo?
—Dijo: «Vas a quedarte como indicó Baba Vrăja . Hay peligro en la oscuridad. Vas a
estar a salvo aquí».
—A salvo. Sí, seguro —murmuró Astrid y miró intencionadamente a Serafina—.
Siempre que no coma nada.
Serafina calló, pero se le dilataron las aletas. Apareció una joven bruja de río y
condujo a las sirenas a sus habitaciones. Una tenía una mesa redonda de piedra y
sillas, y la otra, camas. Otras dos brujas trajeron comida y las seis sirenas se sentaron
a comer una cena tardía. La comida era sencilla, pero fresca y deliciosa: huevos de
rana salados, arañas acuáticas en vinagre, sanguijuelas gordas con salsa de algas y
una ensalada de pasto del pantano cubierta con crujientes escarabajos de agua.
Sera estuvo callada durante la cena, sobrecogida por la inmensidad de todo de lo que
había aprendido en el estudio de Vrăja y de lo que había presenciado en el
Incantarium. Mientras comía, se dio cuenta de que todo lo que le habían enseñado
sobre los orígenes de su pueblo era mentira. Merrow había buscado proteger a las
sirenas borrando todos los rastros de su verdadero origen, pero, en cambio, las había
dejado peligrosamente vulnerables al mismo mal que trataba de derrotar.
Merrow, la primera regina, una sirena tan venerada que era vista como infalible por
el pueblo del mar, había cometido un error. Un error grave. Y ahora solucionarlo
dependía de Sera y de otras cinco adolescentes.
Sera se acordó de la estatua elevada de su antecesora que había estado ubicada en el
terreno del palacio. Se vio a sí misma, como era hacía apenas unas semanas, alzando
la vista y mirando a Merrow. Admirando a Merrow. Esa sirena, vestida con un
hermoso traje de seda, rodeada de janiçari, protegida de las crueldades del mundo
por su madre poderosa, ahora le parecía muy inocente y naíf, una niña... una niña
que había vivido en un mundo hecho para ella, no por ella. Mediante decisiones
tomadas en su lugar. Bajo los numerosos decretos de Merrow.
Parte de Sera todavía se sentía como esa niña y todavía añoraba la fortaleza y
sabiduría de su madre. Pero otra parte más valiente se daba cuenta de que la infancia
había terminado y de que tendría que buscar su propio camino en esto, tal como
venía buscando su camino desde que había escapado de Cerúlea.
Cuando todas hubieron terminado de comer, Ava le dio las sobras a Baby. Serafina,
Neela y Becca levantaron los platos. Ling tomó las fichas con letras que le había
regalado Lena y empezó a armar palabras con ellas. Astrid sacó una pelota de
caballabongo de su mochila y empezó a hacerla rebotar contra la pared, manteniendo
un ritmo parejo: pac-pac-pac.
Neela cantó una canción mágica para aumentar la luz del comedor. En lugar de
hacerse más brillantes, sin embargo, los globos de lava en seguida se opacaron.
—Epa —dijo ella avergonzada.
—«;Una que llevará luz en el corazón!» —recitó Ling con voz tenebrosa.
—¡Descendiente de la gran maga Navi! —se incorporó Becca.
Serafina restauró la luz y todas se lanzaron a reír a las carcajadas, incluida Neela.
Pero la risa duró poco. Neela, de pronto, agachó la cabeza y se cubrió la cara con las
manos, y expresó:
—Oh, dioses. No es gracioso. No lo es. ¿Una que llevará luz? Por favor. ¿Qué pasa si
encontramos el Carceron y, en lugar de lanzar una explosión sobre Abbadón, debilito
las luces?
—Ya lo sé —concordó Ling mientras reordenaba las letras con su mano sana—. Yo
estoy preocupada por lo mismo. O sea, ¿de qué manera van a ayudar a derrotar al
monstruo mis poderes con la lengua? ¿Qué se supone que haga? ¿Razonar con él?
—Dile que hable claro —bromeó Neela.
Ava, al reírse de eso, se ahogó con su bebida. El ruido que hizo al atragantarse hizo
reír a las otras también.
—Podrías decirle que el hostigamiento es totalmente inaceptable —sugirió Becca.
—O que tiene que empezar a hacer buenas elecciones —agregó Sera.
—Dile al monstruito gruñón que se va a ir al rincón si hunde una sola isla más —
añadió Astrid y atajó su pelota.
Las otras cinco la miraron, atónitas, y luego todas se echaron a reír a carcajadas y no
podían parar. Becca se reía tan fuerte que resoplaba como una morsa. Serafina
jadeaba. Ava se agarraba el costado. Ling tenía lágrimas en los ojos. Neela se puso
azul cielo.
—Eres graciosa, Astrid —concedió Ling cuando la risa se sosegó—. ¿Quién lo hubiera
dicho?
—No se lo digas a nadie —dijo Astrid, haciendo rebotar la pelota otra vez.
—Ah, gatinhas —intervino Ava—. ¿Cómo hacemos esto? ¿Por dónde empezamos?
—Excelentes preguntas —habló Becca.
—¿Cómo averiguamos qué son los talismanes? ¿Y dónde están? —preguntó Neela.
—Antes de que lo haga Traho —agregó Serafina.
—¿Quién es Traho? —inquirió Becca.
Serafina echó una mirada a Astrid, tratando de encontrar en su rostro alguna señal,
un tic, un movimiento de ojos, que delatara si conocía a este hombre sirena. Pero
Astrid no dio ninguna. O realmente no lo conocía, o bien era una excelente actriz.
—Traho y los ondalinenses atacaron Miromara —explicó Sera.
—Yo en tu lugar no diría eso —advirtió Astrid.
Sera no le prestó atención.
—Capturaron a Neela y a mí, y nos tuvieron prisioneras. Traho sabe de la pesadilla,
del canto y de las iele. Quería los nombres de las otras sirenas que habían sido
convocadas. Y quería saber si alguna de nosotras ya había encontrado algún talismán.
—¿Qué le dijiste?
—Que no sabía de qué estaba hablando, lo cual no funcionó muy bien. Me amenazó
con cortarme los dedos, así que le di nombres falsos. Por suerte, pudimos escapar
antes de que los corroborara.
—¿Traho sabe qué son los talismanes?
—Eso creo. Si no lo supiera, me lo habría preguntado. Sólo preguntó dónde estaban.
—¿Pero cómo podría saber qué son? Ni siquiera las iele saben eso —intervino Ling,
aún concentrada en sus fichas con letras.
—Tienes razón —admitió Sera—. Pero los está buscando, así que debe saber.
—Aunque encontrásemos los talismanes y llegásemos al mar del Sur antes de que
este Traho lo hiciese, no tenemos ni idea de cómo matar al monstruo —razonó Becca.
—Porque no podemos matarlo. Voy a decirlo otra vez: Merrow y sus compañeros
magos no pudieron. ¿Qué les hace creer que ustedes sí pueden? —preguntó Astrid.
«¿De qué tiene miedo?», se preguntó Serafina. «Luchó contra Abbadón como un
tiburón tigre. ¿Cómo alguien tan fuerte puede tenerle miedo a algo?»
—No se trata de si podemos —habló Ling—. Ya viste lo que le hizo esa cosa a Atlántida.
Va a volver a hacerlo si sale. Tenemos que dejar de preguntarnos «¿Podemos hacer
esto?» y «¿Deberíamos hacer esto?» Hay sólo una pregunta que tenemos que
hacernos... cómo.
Becca asintió con la cabeza.
—Ling está en lo cierto —opinó. Sacó el trozo de pergamino donde había hecho
anotaciones hacía un rato y lo examinó—. No podemos hacer nada hasta que
encontremos los talismanes.
—Es verdad —dijo Ava.
—Entonces tenemos que volver atrás. Tenemos que hacer un viaje lógico desde la
caída de Atlántida, cuando los talismanes fueron usados por última vez...
«Viaje.» A Sera la palabra le traía algo a la mente y tenía la sensación de que era, en
cierto modo, importante, pero no podía darse cuenta de cómo relacionarlo con
Abbadón, ni con el Carceron, ni con los talismanes, hasta el surgimiento de
Miromara, el reino de Merrow. Después avanzamos en nuestro viaje hacia...
«Viaje... Merrow.»
—¡Lo tengo, Becca! —gritó Serafina—. Viaje... ¡el Viaje de Merrow! ¡Eres una genia!
—¿Yo? —dijo Becca sorprendida.
—¿Sabes qué son los talismanes, Sera? ¿O dónde los escondió Merrow? —preguntó
Ava.
—No, no sé el qué ni el dónde. Ojalá supiera. Pero sirenas, creo que sé el cuándo.
CUARENTA Y CINCO
Serafina estaba tan entusiasmada que decía un millón de palabras por minuto.
—Este semestre estoy trabajando en un caracol sobre el Viaje de Merrow —explicó—.
Quiero decir, estaba trabajando en eso. Antes de que atacaran a Cerúlea. Pasaba
horas en el ostrokon..
—Espera, Sera, más despacio! —la frenó Ling—. ¿A qué viaje te refieres?
Serafina explicó:
—Diez años después de la destrucción de Atlántida, Merrow hizo un viaje por las
aguas del mundo. Dijo que estaba exploran- do lugares seguros donde pudieran vivir
las sirenas. Su pueblo estaba creciendo y ella sabía que necesi tarían más espacio del
que podía ofrecer Miromara. Llevó a un puñado de sus ministros con ella y a algunos
sirvientes. Fue la única vez que dejó Miromara durante todo su reinado.
—¿Crees que en realidad estaba escondiendo los talismanes? —quiso saber Ava.
—Eso creo.
—¿Por qué no habría de esconderlos en Miromara? —preguntó Astrid.
—Era demasiado riesgoso. Siempre había cortesanos a su alrededor. Alguien la
habría visto —expuso Serafina—. Como estaba diciendo, el ostrokon de Cerúlea tiene
una gran colección de caracoles sobre el Viaje de Merrow. Hasta ahora escuché
alrededor de veinte, pero hay muchos más. Quizás alguno pueda decirnos
exactamente a dónde fue. Y los lugares más peligrosos que visitó. Ahí es donde ella
habría escondido los talismanes.
Astrid la miró con escepticismo.
—Pero Merrow puede haber escondido los talismanes en cualquier lado.
—Ya sé eso, Astrid. Pero es algo. Es un comienzo —replicó Serafina.
—¡Sirenas! iAquí hay otro! —exclamó Ling, señalando sus fichas con letras—. ¡Miren!
—Ella había armado tres palabras: shokoreth, apateón y amăgitor.
—¿Que miremos qué? Son todas tonterías —criticó Astrid.
—Eso pensé yo también. Pero son palabras reales... palabras que dijo Abbadón. Yo
pensé que sólo estaba haciendo ruidos de monstruo. Pero no. Está hablando. La
primera palabra es árabe; la segunda, griego; y la tercera, rumano. Todas significan
lo mismo: «impostor».
—¿Por qué diría la misma palabra una y otra vez, y en distintos idiomas? —preguntó
Becca.
—No lo sé. Estas palabras de aquí —señaló otra hilera de fichas—: Daíllonas tis
Morsa, significan «demonio de Morsa».
—Morsa es una antigua diosa, ¿no es así? —indicó Ava—. Nadie habla de ella en
realidad.
—Es una diosa realmente muy oscura —explicó Ling—. Los tiejos mitos dicen que es
la diosa carroñera y que adoptó la forma le un chacal. El trabajo de Horok, el antiguo
dios celacanto, era levar las almas de los muertos al inframundo, y el trabajo de
Morera llevar sus cuerpos. Pero Morsa quería más poder, así que npezóa racticar la
necromancia. Planeaba armar un ejército de muertos y derrocar a Neria. Neria lo
descubrió y se puso furiosa Castigo a Morsa, dandole el rostro de la muerte y el
cuerpo de una serpiente. Despues le puso una corona de escorpiones sobre la cabeza
y la desterro.
—Guau. Que temible moraleja de la historia. Nunca se metan con Neria —dilo Neela
—Habla un templo construido en honor a Morsa en Atlántida —Informo Serafina.
—Tal vez nos diga algo mas —aporto Becca—. Si al menos pudiéramos llegar a él.
—Poco probable. Está rodeado por los opáfagos, Te arrancarían la cabeza antes de
que llegaras a veinticinco kilometros del lugar —intervino Astrid.
—¿Por qué es eso? Siempre me lo pregunté. ¿Por que se permitió que esa banda de
canibales sedientos de sangre ocuparan las ruinas de Atlántida? —quiso saber Neela.
—Porque Merrow los obligó a replegarse en los páramos de Thira, las aguas que
rodean Atlántida —explicó Serafina—. Los opáfagos vivían en Miromara y cazaban a
las sirenas. Merrow quería terminar con eso, de modo que usó sus acqua guerrieri
para rodearlos y llevarlos hasta los páramos.
—Merrow no pensó bien eso, ¿no? —reflexionó Neela—. Son el sitio arqueológico
más importante de las sirenas, pero, por culpa de los opáfagos, no podemos ni poner
una aleta allí.
—Yo también lo pensé —dijo Serafina—. Pensé que era otro de sus decretos
insondables. Hasta que Vrăja nos dijo cómo fue destruida Atlántida realmente.
Según los historiadores, Merrow dijo que puso a los opáfagos en las aguas que
rodeaban Atlántida porque necesitaba un lugar donde ubicarlos y las ruinas eran.
bueno, ruinas, inútiles. Pero ahora pienso que puso a los opáfagos ahí a propósito.
Para impedir que alguien las explorase alguna vez.
—Por si descubrían la verdad —habló Ava.
—Exactamente. Hay pistas que necesitamos en esas ruinas, estoy segura. Si al menos
pudiéramos llegar a ellas —continuó Serafina.
—Los opáfagos se comen vivas a sus víctimas, lo sabes —interrumpió Astrid—.
Mientras su corazón todavía sigue latiendo y bombeando sangre. La carne es más
jugosa de ese modo.
—Tú sí que eres un rayo de luz —criticó Ling. Se levantó de la mesa—. No podemos
llegar a Atlántida, pero sí podemos observar a Abbadón. Y yo voy a hacer justamente
eso. Mañana a primera hora. Ava vio que detestaba la luz. Tengo que averiguar si
tiene otras debilidades. Hoy pude sacarle algo. «Impostor.» No es mucho. No es un
talismán. Pero como dijo Sera, es un comienzo.
Bostezó y les dijo a las otras que se iba a dormir. Becca, Neela y Ava la siguieron en
seguida. Sera no se les unió. No estaba cansada. Estaba ocupada pensando.
Astrid había vuelto a hacer rebotar su pelota de caballabongo.
—¿Cómo vas a hacer todo esto, Serafina? ¿Cómo vas a entrar en tu ostrokon para
escuchar caracoles cuando Cerúlea está ocupada? ¿Cómo vas a entrar en Atlántida?
¿Cómo vas a matar a Abbadón?
—Todavía no lo sé, pero quizá consiga ayuda. Si puedo encontrar a mi tío y a mi
hermano, ellos tal vez tengan ideas. Si mi madre todavía vive...
Astrid la cortó en seco.
—Si, si, si —repitió—. Esto no es un comienzo. Es un final. Vas a conseguir que te
maten. —Miró en dirección al dormitorio—. Y vas a conseguir que las maten a ellas
también. Todo esto es una broma. —Arrojó su pelota más fuerte—. Y aquí tienes una
broma más... que yo sea una descendiente de Orfeo, el mago más grande que haya
vivido jamás.
Astrid dijo esas últimas palabras para sí misma, pero Serafina las oyó. «¿Por qué no
puede aceptar que Orfeo sea su ancestro? ¿Es por lo que hizo? ¿O hay algo más?», se
preguntó Sera.
—Eh, Astrid. Baba Vràja tiene razón, ¿sabes? La magia es lo que hagas con ella.
Qutero decir, solamente porque Orfeo era vado no qurere decir que tú lo eres. La
maldad no se hereda como el color de ojos o algo parecido.
Astrid paro de rebotar su pelota. Miro a Serafina.
—No es así. O sea, tener a Orfeo en tu rama de coral familiar es un bajon de marea
total, pero…
—¿Pero que?
Astrid meneo la cabeza.
—¿Qué pasa, Astrid?
—Nada. De veras. Olvídalo.
—Listo, Olvidado.
Serafina, frustrada por la negativa de Astrid a hablar, en el bolso las fichas que había
dejado Ling sobre la mesa. Levanto las tazas desparramadas y las puso en una
bandeja.
Astrid hizo rebotar su pelota con más fuerza.
—No fuimos nosotros —dijo de pronto. Se dio vuelta para enfrentar a Serafina. La
pelota voló por el cuarto—. Quiero que sepas eso. Ondalina no invadió Miromara.
Nosotros no atacamos Cerúlea. No mandamos un asesino. Mi padre jamás haría algo
así. Él jamás lastimaría a Isabella, ni a Bastián, ni a los Matali. Los valora y valora la
paz entre nuestros reinos, demasiado. Su propia hermana vive en Miromara. En
Tsarno, como sabes. No arriesgaría su vida.
Serafina sopesó las palabras de Astrid y luego dijo:
—Sin embargo, rompió el permutavi. Fue honrado por los dos reinos durante cien
años. Tú tenías que venir a Miromara y Desiderio tenía que ir a Ondalina. Tal como
lo hicieron tu tía Sigurlín y mi tío Ludovico en el último pernilltavi. ¿Por qué lo
rompió?
Astrid se sentó frente a Serafina.
—Hay razones —explicó—. Si supieras... si pudiera contárte… —Sus manos, apoyadas
sobre la mesa, se cerraron en un puño. Sus ojos azules como el hielo buscaron los de
Serafina. En ellos, Serafina alcanzó a ver un deseo de hablar, de compartir lo que la
preocupaba.
—En serio, Astrid, el enemigo es Abbadón, ¿sabes? No yo. No Miromara —expresó
Serafina sorprendida por su propio deseo repentino de hablar con esta sirena
difícil—. Nosotros tampoco enviamos a ningún asesino. Lo último que quiere mi
madre es una guerra. Ni para su pueblo ni para el tuyo. Dijiste que había razones por
las cuales Ondalina rompió el permutavi... ¿cuáles son? Cuéntame.
Serafina le mantuvo la mirada a Astrid. Durante unos segundos, Sera estaba segura
de que Astrid confiaría en ella. Pero, en lugar de hablar, Astrid corrió bruscamente
la silla y se levantó.
—No puedo —dijo Astrid con impotencia—. Sencillamente no puedo. —Nadó hacia
su cuarto. Cuando llegó a la puerta, se dio vuelta hacia Serafina—. Lo siento —se
disculpó. Y después se fue.
Serafina miró el espacio vacío de la puerta.
—Sí —habló en voz baja—. Yo también.
CUARENTA Y SEIS
—Se fue —dijo Serafina enojada.
Acababa de entrar al estudio de Vrăja . Era temprano, a la mañana siguiente.
—¿Te sorprende? —preguntó Vràja. Estaba sentada en su silla de huesos y astas con
un vestido de color rojo sangre. Tenia el cuello alto, festoneado con diminutas
calaveras de pájaro, y el canesú bordado con garras de halcón, dientes de lobos y
pedacitos de caparazón de tortuga pulidos.
—¿Usted lo sabía?
—La oí marcharse temprano esta mañana.
—¿Por qué no la detuvo?
—¿Cómo? ¿Debería haberla tomado prisionera? No había forma de detenerla —
respondió Vrăja —. No quiere estar aquí. Sientate, niña.
Serafina se sentó en la silla que estaba frente a Vrăja .
—Se supone que somos las Seis —dijo.
—Parece que ahora son las Cinco —replicó Vràja.
—¿Cómo podemos destruir al monstruo sin ella?
—No lo sé. Pero de todos modos, tampoco sé cómo lo habrían hecho con ella.
—Tiene miedo —afirmó Serafina.
—Habría que estar loca para no tener miedo de Abbadón.
—No creo que tenga miedo de Abbadón. Quiero decir, no más que ninguna de
nosotras. Es otra cosa de la que está escapando. No sé qué es.
—¿Es Astrid de quien hablas o de ti misma? —inquirió Vrăja con perspicacia.
Serafina la miró como si no la hubiese oído bien.
—Eh, de Astrid —respondió—. Porque ella es la que se está escapando.
—Tú también, niña.
—¡No, yo no! —exclamó Serafina—. Yo me quedé, Baba Vrăja . Aquí mismo con las
demás. Estamos haciendo planes. Tratando de resolver todo esto. Ling va a escuchar
a Abbadón, va a tratar de descifrar más palabras suyas. Becca le está preguntando a
la bruja que nos trajo el desayuno cómo hacer un hechizo ochi. Neela está
practicando sus bombas de luz...
Vrăja la interrumpió:
—¿Y tú?
—Yo estoy planeando una ruta a las aguas de los kobold. Para ver si los rumores son
ciertos y mi tío está allí. Y para averiguar lo que pueda sobre mi madre y mi hermano.
Con su ayuda, quizá pueda recuperar Cerúlea, y el ostrokon, para poder escuchar
caracoles sobre el Viaje de Merrow. Creemos que escondió los talismanes durante
ese viaje. Los caracoles pueden darnos pistas de dónde.
—El Viaje de Merrow... excelente razonamiento —comentó Vrăja —. Pero dime,
¿para qué ir primero al norte?
—Ya le dije. Porque ahí está mi tío.
—¿Y tu pueblo? ¿Ellos están en el norte? ¿O en Miromara?
—En Miromara, pero...
Vrăja asintió con la cabeza.
—Precisamente. Tú también estás escapando, niña. De lo que más te asusta.
—¡Eso no es cierto! Cerúlea esta sitiada. No puedo volver sin la ayuda de ml tío.
Vràya la miró un largo rato.
—Tratas los rumores como fueran certezas. Tu madre fue henda de gravedad. Tu tío
y tu hermano estan desaparecidos. Así y todo, tu hablas de ellos como si estuviesen
vivos y bien, y sencillamente esperando a que tu los encuentres en cualquier
momento ¿Como vas a enfrentar lo que es Abbadon no puedes enfrentar primero tu
propia realidad?
Serafina miró al piso, Las palabras de Vràja la enfurecían. Pero mas que eso, la herían.
Profundamente. Porque eran Ciertas.
—Tienes miedo de fracasar precisamente en aquello para lo que naciste —expuso
Vrăja —. Y tu miedo te atormenta, así que tratas de nadar lejos de él. En lugar de
huir de tu miedo, debes dejarlo hablar y escuchar con atención lo que trata de decirte.
Va a darte buenos consejos.
Serafina alzó la cabeza.
—Pero lo único que hago es cometer errores, Baba Vrăja . No pude ayudar a mi padre.
No pude salvar a mi madre. Confié en gente en que no debía confiar. Me fui a nadar
en grupo y por eso atraparon a Ling en una red de un arrastrero. Ni siquiera pude
convencer a Astrid de que se quedara. —Serafina pestañeó, conteniendo las lágrimas,
y luego dijo—: Mi madre no habría cometido ninguno de esos errores. Es demasiado
buena para eso. No soy como ella. No soy como usted.
Vrăja se rio.
—¿No eres como yo? ¡Espero que no! Déjame contarte sobre mí, niña. Hace
alrededor de doscientos años, la vieja obărşie estaba muriendo. Las ancianas
vinieron a buscarme para que ella me pudiera contar todo lo que yo tenía que saber.
Estaba tan asustada que les llevó una hora convencerme para que saliera de mi
cuarto. No se nace sabiendo cómo gobernar; se aprende.
—Pero yo no tengo tiempo de aprender, Baba Vrăja —objetó Serafina—. Lo que está
pasando en las aguas, ahora mismo, es cuestión de vida o muerte. Mi pueblo, mis
amigos... ellos merecen la mejor líder que puedan tener. No a mí.
Vrăja alzó las manos al aire.
—Si quieres ser la mejor líder, entonces no puedo ayudarte porque eso no existe.
Todos cometemos errores y todos tenemos que vivir con ellos. Si quieres ser una
buena líder, quizá pueda. Escúchame, niña, Astrid escapó nadando porque no cree.
—¿En Abbadón? ¿Cómo puede ser? Lo vio. Luchó contra él. Todas lo hicimos.
—No, en sí misma. Ayuda a las demás a creer, Serafina. Ayuda a Ling a creer que
puede derribar los silencios. Ayuda a Neela a creer que su mayor poder viene de
adentro, no de afuera. Ayuda a Becca a creer que el fuego más cálido es el que se
comparte. Ayuda a Ava a creer que los dioses sí sabían lo que hacían. Eso es lo que
hace un líder: inspira a los demás a creer en sí mismos.
—¿Pero cómo, Baba Vrăja ? —preguntó Serafina con impotencia—. Enséñeme cómo.
—Serafina, ¿no lo ves? —dijo Vrăja . Extendió el brazo por encima del escritorio y le
tomó la mano—. Creyendo primero en ti misma.
CUARENTA Y SIETE
La bruja de río Magdalena miró la grieta delgada como tela de araña que había hecho
Neela en el muro de la cueva y meneó la cabeza
—Estás muerta. Le erraste por una milla —afirmó—. Y pués fue su turno. Y él no erró.
Neela se limpió una gota de sangre de la nariz.
—Intenta otra vez.
—Está sangrando —dijo Serafina—. Necesita un descanso.
Serafina estaba sentada en el piso de una cueva vacía que usaban las iele para
practicar hechizos, recuperándose. Neela, Ava y Becca estaban con ella. Ling estaba
con Abbadón, donde habia pasado la mayor parte de los últimos cuatro días.
Antes de que le tocara el turno a Neela, Magdalena había hecho cantar a Serafina una
apá piatrã, una vieja canción mágica rumana de protección, en la cual tenía que
levantar una pared de agua de tres metros de alto y luego endurecerla como una
piedra para protegerse de un ataque. Había podido sostenerla durante dos minutos
completos, pero el esfuerzo la había dejado con un dolor de cabeza enceguecedor.
—Aquí —dijo entonces Magdalena, dándole a Neela un trapo para su nariz.
—Estás presionándola demasiado —protestó Serafina preocuada por su amiga.
—Abbadón va a presionarla más aún —argumentó Magdalena.
—Está bien, Sera, estoy bien. Hagámoslo —habló Neela, metiéndose el trapo
ensangrentado en el bolsillo.
Magdalena nadó unos metros hasta la derecha de la grieta. Tomó una roca y talló
una figura corpulenta con cuernos y una enorme cara fea en la pared y, luego, le
dibujó una X en el medio de la frente.
—Justo aquí —dijo, dando un golpecito en la X—. Concéntrate.
Neela, mirando al piso de la cueva, asintió con la cabeza.
—¡Vamos, bebé sirena! —gritó Ava.
—Justo en medio de los ojos, Neela —alentó Becca.
—Concéntrate, dragă —insistió Magdalena.
Neela alzó la cabeza. Enfocó la vista en la X y empezó a cantar.
Convoco hacia mí
rayos de luz
y los convierto
en un fragor lux...
Al hacerlo, la luz saltó hacia ella desde los globos de lava del cuarto, ella la atrapó y
la hizo girar formando una bola, tal como hacía siempre en los hechizos fragor lux.
Pero esta vez, hizo la bola más chica, más apretada y más dura. Tal como le había
enseñado Magdalena.
Magia, ayúdame
a vencer las tinieblas.
Dirige este misil
hasta su meta.
Con un grito fuerte, lanzó la bomba de luz con toda la potencia y velocidad que pudo.
Esta chocó contra la pared con un impacto explosivo. Todas se agacharon mientras
la roca destrozada volaba por el agua. Cuando el limo se depositó otra vez, no había
nada más que un agujero profundo donde había estado la cabeza de Abbadón.
—¡Excelente! —gritó Magdalena—. ¡Bien hecho!
—¡Eso fue increíble! —exclamó Becca.
Neela sonrió. Un chorro de sangre brillante le brotaba de la nariz.
—¡Neela! —chilló Serafina. Nadó hasta su amiga, le sacó el trapo del bolsillo y se lo
presionó contra la nariz—. Eso es. Ya estás —dijo . Se supone que la magia tiene que
hacer explotar la cabeza de Abbadón, no la tuya. Ven, siéntate.
Mientras miraba cómo Neela se sujetaba la nariz, Sera pensó cuánta razón había
tenido Vrăja : eran más fuertes cuando estaban juntas. Pero sus propios poderes
tenían un precio. Los dolores de cabeza y la hemorragia sólo eran parte de eso. El
duro entrenamiento que estaban realizando juntas también les causaba moretones y
calambres. Ava había tenido dolores de estómago varias veces. La muñeca quebrada
de Ling le empezó a doler atrozmente. Todas estaban exhaustas. Magdalena, que iba
a convertirse en la próxima obălşie, estaba ayudándolas a desarrollar poderes
transmitidos por sus antecesores magos y enseñándoles algunos hechizos rumanos
de las iele. Tenían mucho por aprender si iban a luchar contra Abbadón y muy poco
tiempo para aprenderlo. Magdalena no les daba muchos descansos.
—Tú eres la próxima, Becca —anunció ahora—. Canta un buen hechizo flăcări, bien
potente. Conjura algún waterfire que nos deje pasmadas.
Becca se levantó y nadó hasta el otro extremo de la cueva. Se posicionó de modo que
quedó flotando a apenas unos centímetros del piso de la cueva y después empezó a
cantar el hechizo.
Gira en torno mío
como un remolino.
Fuego ancestral
sólo eso te pido
Unas lenguas de fuego, tenues, titilantes, se elevaron del suelo como serpientes en
un círculo alrededor de ella, convocadas desde Magdalena resopló:
—¿A eso le llamas waterfire? Esas llamas no podrían calentar ni una tetera. No estás
concentrándote. Tienes que poder llamar al fuego cada vez que lo necesites. ¿Qué
pasa si Abbadón está avanzando hacia ti y no puedes hacer que venga el fuego? Te
morirías.
Becca respiró hondo y empezó de nuevo. Ahora su voz era más fuerte y enérgica.
Gira en torno mío
como un remolino.
Fuego ancestral
sólo eso te pido.
Llamas azules,
lancen calor.
Hagan huir
al enemigo.
Cuando la última nota salió de sus labios, hubo un fuerte silbido. El waterfire se alzó
de pronto en una columna naranja, agitada, bien hasta lo alto de la cueva. Becca se
perdió dentro de él. Magdalena se puso las manos a ambos lados de la boca para
gritar.
—¿Becca? Becca, ¿me oyes? ¡Repliégalo! —gritó.
Al instante, el fuego retrocedió y las llamas se hundieron otra vez dentro de la tierra.
Becca seguía flotando apenas arriba del suelo. Parecía aturdida. Tenía los rulos
chamuscados. Su vestido estaba quemado. Se le había reventado una venita cerca de
un ojo.
—Tus poderes aumentan cada hora —afirmó Magdalena—. Por desgracia, tu control
sobre ellos, no.
—Necesita más tiempo. Todas lo necesitamos —replicó Serafina
—No lo tienen. Y yo no puedo dárselo. Lo que sí puedo darles es ayuda para canalizar
su magia, si la quieren —dijo Magdalena secamente—. ¡Sigues tú, Ava! Quiero que
hagas un ochi, tal como lo hiciste ayer. Quiero que lo mantengas y que luego vayas
directo a un convoca, para que puedas mostrárselo a las demás. ¿Crees que puedes
hacerlo?
Ava asintió con la cabeza.
Serafina sabía que el ochi era un hechizo difícil de hacer. Era lo que usaban las iele
para vigilar a Abbadón. Había que poner un găndac, o micrófono, cerca de la persona
u objeto que el hechicero deseaba observar para atrapar el hechizo y retenerlo allí.
Los caracoles, con su capacidad de capturar el sonido, eran los que mejor
funcionaban. Todas habían tratado de hacer ochis. Serafina sólo había podido ver a
la vuelta de una esquina. Ling había podido observar dentro del estudio de Vrăja . La
obărşie había levantado la vista de su escritorio, divertida, y había saludado con la
mano. Neela y Becca habían visto a los malacostraca.
Ava había podido ver a Abbadón, usando el mismo găndac que usaban las iele: un
caracol moldeado en oro que había usado Sycorax con una cadena alrededor del
cuello. Hacía varias generaciones, Abbadón había atacado a Sycorax a través de los
barrotes de la puerta, y la había herido de muerte. Sus garras le habían enganchado
el collar y se lo habían arrancado. Mientras se hundía por el agua, la cadena se había
enredado en uno de los travesaños, en la base de la puerta. Todavía seguía colgada
ahí, cubierta de hielo, sin que el monstruo lo notara.
Hoy Ava sólo había podido mantener a Abbadón a la vista durante alrededor de
treinta minutos, pero Magdalena estaba asombrada de que siquiera hubiese podido
hacerlo. Si bien un ochi era difícil, un convoca, o conjuro, era más difícil aún. Era lo
que la misma Vrăja había hecho para convocarlas a ellas. Magdalena quería que
todas lo aprendieran porque podía usarse no sólo para convocar personas, sino
también para comunicarse con ellas.
Ava se concentró. Sus ojos ya no veían pero su mente sí. Sera se preguntó qué iría a
mostrarles. No a Abbadón... esperaba.
—¿Lo tienes? —preguntó Magdalena.
Ava asintió con la cabeza.
—Voy a tratar de mostrarles Macapá, mi hogar. Voy a usar uno de los caracoles que
hay en el alféizar de mi ventana como găndac —explicó.
—Ambicioso. Me gusta —dijo Magdalena en tono de aprobación.
Ava empezó su canción mágica.
Dioses de la oscuridad,
oigan mi dificultad.
Les ruego me asistan
con el don de la vista.
Dioses de la luz,
desde lo alto,
ayúdenme a ver
el lugar que amo.
Ahora Ava sonreía.
Un ancho río,
un río veloz.
Ahora les pido
me ayuden a lograr
el don de mirar
para mostrar a mis amigas
mi hogar,
donde el río termina.
Serafina cerró los ojos, esperando a que Ava cambiara de ochi a convoca, anhelando
ver, en el ojo de su mente, el río Amazonas, donde su amiga había crecido. En cambio,
se vio a sí misma. En una fracción de segundo, oyó una voz dentro de su cabeza:
—¿Sera? ¿Eres tú?
—¡Guau! ¡Estoy en tu cabeza, gatinha!
—Esto es muy extraño, Ava.
—¿Ava? ¿Sera?
—¿Neela?
—¡Sí!
—¡Eh, chicas!
—¡Becca!
—¡Sí, soy yo! ¡Puedo oírte, Ava! ¡Las oigo a todas!
Otra voz intervino: la de Magdalena.
—Bueno, obviamente, el convoca funcionó, ya que Ava se está comunicando con
nosotras sin hablarnos, pero el ochi es un fracaso total. Se supone que debes
mostrarnos algo lejano, el Amazonas, ¿no es así? ¡Pero lo único que veo es a Sera y
está a mi lado!
—Espera un momento —dijo Serafina cuando la imagen se hizo más nítida—. Esta
no es la cueva de práctica. ¿Y qué diablos tengo puesto?
La Serafina de la imagen estaba vestida con una armadura y montaba un enorme
hipocampo negro. Estaba gritándoles a los soldados, ubicándolos en sus posiciones.
Las sirenas pronto vieron por qué. Del otro lado del campo, se acumulaba un ejército
aterrador. Ava dejó escapar un silbido grave.
—¡Meu deus! Esos duendes feos sí que dan miedo —exclamó.
—Feuerkumpel —dijo Becca con tono de gravedad.
—¡Cuidado, Sera! —chilló Neela.
Un duende se había acercado sigilosamente por detrás de Serafina. Tenía su pelo
negro levantado en alto formando un copete. Tenía la cara amarillenta, marcada por
quemaduras de lava, orificios nasales sin una nariz y una boca llena de dientes
afilados, ennegrecidos por la podredumbre. Sus ojos pequeños, despiadados, eran
transparentes como las medusas. Serafina alcanzaba a ver la red de venas que los
recorrían latiendo con sangre marrón detrás de ellos, el amarillo opaco de su cerebro.
Le cubrían el cuerpo placas de hueso negro y duro, como la quitina de un cangrejo.
Llevaba un hacha de dos hojas curvadas como lunas en cuarto creciente. Ante la
mirada de las sirenas, la alzó bien alto por encima de su cabeza... y luego la blandió.
—¡No! —aulló Ava. Se arrastró hacia atrás por el piso, como tratando de escapar de
la visión. Tan rápido como había venido, la imagen desapareció—. ¡Que diabo! —dijo
en voz alta—. ¿Qué fue eso?
—Tu don que se vuelve más fuerte —explicó Magdalena.
—¡No puede ser! No es mi don. Mi don es la vista. Siempre lo fue. Puedo ver la verdad.
Puedo ver lo que existe en la realidad.
—No, Ava. Ya no. Tu antepasado Nyx no sólo veía lo que existe, sino también lo que
existirá. Tenía el poder de la profecía. Tú también. Sólo que hasta ahora nunca lo
sentiste. Es estar cerca de las demás lo que lo hace aparecer.
—¿Entonces vi algo del futuro? —inquirió Ava.
—Eso creo —respondió Magdalena.
—Genial —ironizó Serafina—. Parece que nos espera una batalla con duendes
blandiendo hachas. Cuánto me alegra. Porque, tú sabes, Abbadón no es suficiente
desafío para mí.
—¡Magdalena! —llamó una voz desde la puerta. Era Tatiana, otra de las iele.
—Baba Vrăja quiere verte. De inmediato. —Había pánico en su voz.
—¿Qué pasa? —preguntó Magdalena.
—El capitán Traho acaba de entrar a la desembocadura del Olt. El cadavru lo vio.
—¿Y? Ya lo ha hecho antes. Es sólo un equipo de búsqueda —le restó importancia
Magdalena.
—Tiene quinientos jinetes de la muerte con él. ¡Quinientos! —dijo Tatiana con la voz
al borde de la histeria.
—Cálmate, Tatiana. No sabe dónde estamos —señaló Magdalena—. Nadie sabe
dónde estamos.
—Ahora lo sabe.
Era Ling. Estaba apoyada en la viga de la puerta, jadeante. Tenía la cara enrojecida
por nadar rápido.
—¿Pero cómo es posible? ¿Quién se lo dijo? —preguntó Magdalena.
—Abbadón.
CUARENTA Y OCHO
—Yo estaba tan equivocada —dijo Ling.
Entró nadando al cuarto.
—Todo este tiempo, pensé que Abbadón estaba hablando para sí mismo —contó—.
El monstruo habla como doscientas lenguas. Y muchas de ellas son formas muy
antiguas. Por eso me llevó tanto tiempo ver las pautas. Quiero decir, llegar a
encontrarle sentido al abahatta antiguo.
—¿Qué pautas, Ling? ¿Qué estás diciendo? —quiso saber Serafina alarmada.
—Estoy diciendo que Abbadón habla. Pero no para sí mismo. Habla de nosotras.
Constantemente. Al principio no le entendía. Se lo pasaba cambiando de idioma para
que yo no pudiera seguir lo que decía, pero ahora puedo. Aquí está, miren... escribí
un montón de sus palabras. —Les mostró un trozo de pergamino. Estaba cubierto de
frases.
—«Seis niñas que envía la bruja para derrotar a Abbadón... Niñitas asustadas...
estúpidas y débiles... No van a encontrar los talismanes... Van a morir... Sus reinos
van a caer... y Abbadón va a ascender otra vez...» —leyó en voz alta. Después miró a
las otras—. Oye todo lo que se habla en estas cuevas. Dice nuestros nombres. De
dónde somos. Quiénes eran nuestros ancestros magos. Cuáles son nuestros poderes.
Habla de todo lo que hablamos nosotras durante los últimos días. De los puntos de
referencia... los que nos dio Vrăja para guiarnos hasta aquí. Habla de los
malacostraca. Porque nosotras hablamos de ellos y él nos oyó —relató.
—Oh, no —susurró Becca.
—Miren, ¿ven esta palabra aquí? Kúrios. ¿Y estas? Zhü stăpăn... dominus. Todas
significan lo mismo: «amo». Le habla Traho, o a Kolfinn, o a quien sea que quiere
liberarlo. Le está contando todo —expuso Ling.
—Lo cual significa que sabe dónde estamos —dijo Serafina con un miedo que le
estrujaba el estómago.
—Y cómo llegar aquí —agregó Becca.
—Si los jinetes de la muerte encuentran la entrada a estas cuevas... —siguió Neela.
—Querrás decir cuando la encuentren. Si Abbadón le contó a Traho cuáles son los
puntos de referencia, el Salto de la Doncella los huesos, las aguas de los malacostraca,
entonces es sólo cuestión de tiempo.
—Tienen que salir de aquí —ordenó Magdalena—. Hay un túnel bajo nuestras cuevas.
Va a llevarlas varios kilómetros al sur. Bien lejos de Traho y sus soldados. Junten sus
cosas y búsquenme en el estudio de Vrăja . —Después se fue, nadando rápido detrás
de Tatiana.
La furia le subió a Serafina desde lo más profundo del corazón, como un waterfire de
las profundidades de la tierra. Y expulsó el miedo. Traho las estaba obligando a
escapar otra vez. La había arrancado de su hogar, de la seguridad del palazzo del
duca y de Blu. Ahora la estaba separando de las otras sirenas cuando apenas
acababan de reunirse.
—Tiene razón —concordó Ling—. Será mejor que no estemos aquí cuando Traho
golpee la puerta.
—No. Olvídalo. No me voy. No así —dijo Serafina desafiante.
—Pero no podemos quedarnos —opinó Becca.
—Vamos a irnos, pero todavía no. Primero, démosle en serio algo de qué hablar a
Abbadón.
—¿Cómo qué?
—Un lazo de sangre.
—Guau —habló Line. ¿En serio?
—En serio.
—Es una canción negra, Sera —intervino Ava—. Es canta malus.
—Estos son tiempos negros —respondió Serafina.
Se decía que el canta malus había sido un don ponzoñoso otorgado a las sirenas por
Morsa para burlarse de los dones de Neria. La invocación de algunos hechizos canta
malus podía llevar al hechicero a la cárcel: los hechizos clepio, que se usaban para
robar, el habeo, que tomaba el control de la mente y el cuerpo de otro, el nocérus,
que se usaba para causar daño y la canción mágica nex, que se usaba para matar.
—Los bandidos usan lazos de sangre —recordó Becca—. Así nunca pueden volverse
unos contra otros.
—Traho nos convirtió en bandidas —replicó Sera.
—Un lazo de sangre es para siempre. Si lo rompes, te mueres —informó Ava.
—Ya lo sé —dijo Sera—. Quiero demostrarle a Traho que hablamos en serio. Que
estamos todas en esto. Abbadón dijo un montón de cosas de nosotras. Tiene razón
en una: tenemos miedo. Pero no somos estúpidas, no somos débiles, no somos niñas,
y no vamos a escapar. Todavía no sé cómo vamos a hacer esto. No sé cómo usar todos
mis poderes. Ni siquiera sé cómo detener la sangre que le sale a Neela de la nariz.
Pero sí sé esto: voy a luchar a muerte con ustedes y por ustedes. Ya es hora de que
Abbadón y Traho, y todos y cada uno de los jinetes de la muerte del mar de la más
baja calaña también lo sepan.
—Estoy totalmente en esto —dijo Ling.
—Yo también —afirmaron Becca y Neela.
—Y yo —se unió Ava—. ¿Cuándo lo hacemos?
—Ahora —dijo Serafina.
—¿Dónde? —preguntó Becca.
—En el Incantarium. Junto al waterfire. Para estar seguras de que Abbadón nos oiga.
Fuerte y claro.
CUARENTA Y NUEVE
—Eh, ¿me prestas eso? ¡Gracias!
Ling le sacó la alabarda al guardia con un hechizo magnitis antes de que se diese
cuenta de lo que estaba pasando siquiera. Mientras él parpadeaba ante sus manos
vacías, ella entró nadando al Incantarium, pasó agachada bajo los brazos de una
incanta que giraba y metió la hoja con forma de hacha del arma en el waterfire.
Serafina y las demás la siguieron dentro del cuarto. Baby nadó detrás de ellas.
—¡Eh! ¡Eh, chismoso! ¡Despierta! —chilló Ling, dando un empujoncito a la imagen
ondulante del Carceron.
—Gran Neria, ¿qué estás haciendo? —gritó una incanta—. ¡Vas a hacer que te mate!
—Es muy probable —dijo Ling. Miró atentamente las puertas del Carceron. Detrás
de ellas sólo había oscuridad—. ¡Eh! ¿Estás escuchando, lamentable saco de limo? —
vociferó—. ¡Entonces, escucha esto! Vamos a hacer un lazo. Un lazo de sangre. ¿Oyes
eso? ¡Dije un lazo de sangre, señor monstruo! ¡Dile eso a tu jefe!
Ella se alejó del waterfire y esperó. Serafina sentía que el corazón se le salía del pecho.
Al principio, sólo hubo silencio, pero después, oyeron un gruñido grave. Unos
segundos más tarde, algo se movió en la oscuridad. Un brazo salió de pronto entre
los barrotes, y después dos más. Atravesaron el ochi, traspasaron el agua y se
metieron en el Incantarium. Unas manos se abrieron como flores de mar, oscuras,
siniestras, los ojos del centro de las palmas observaron.
—¿Estás mirando, hijo? Sigue mirando. Vamos a ver quién es débil.
Ling se alejó nadando del waterfire y tiró la alabarda. Las desmás la estaban
esperando.
—Aquí están! —Era Magdalena, sin aliento—. Tengo que guiarlas fuera de aquí y
dentro del túnel. Órdenes de Baba Vrăja . Tenemos que ir todas, menos las incanti.
Si nos apuramos, podemos llegar al Dunárea al anochecer.
Las sirenas no le hicieron caso. Serafina sacó su puñal del bolsillo.
—¿No me oyeron? —preguntó Magdalena—. ¡Tenemos que irnos!
Serafina sostuvo el puñal en la mano derecha y puso la palma izquierda hacia arriba.
Sin ningun gesto de dolor, se pasó la hoja por la carne. La sangre dibujó una espiral
en el agua. Mientras tanto, ella cantó. Con claridad. En voz alta. Con todo lo que
había en su interior.
Abbadón, ha llegado tu fin.
Esto juramos, como elegidas:
gota a gota, nuestra sangre se enlaza,
para siempre vidas y destinos se entrelazan.
Abbadón gruñó amenazante. Aparecieron más manos. Sera sabía que podían haberla
golpeado fácilmente. Pero no lo hicieron. Abbadón quería saber lo que estaban
haciendo las sirenas. Para poder decírselo a su amo. «Bien», pensó Serafina.
Neela fue la siguiente en tomar el puñal y se cortó la palma de su propia mano. Su
sangre se elevó en el agua. Mientras cubría la mano de Serafina con la suya, cantó.
Fuerte es la magia y pronto nuestra sangre
va a cambiar la marea y detener el ataque
del temible y oscuro monstruo de Orfeo,
que ahora despierta en su cama de hielo.
Becca siguió a Neela. Abbadón chilló. Sacudió los barrotes del Carceron.
Juntas, hallaremos las piezas mágicas
pertenecientes a los Seis que Reinaron,
escondidas en aguas traicioneras
después de que la luz y la oscuridad lucharon.
Ava fue la siguiente.
Estos talismanes no serán unidos
con furia fatal, odio y ambición.
Sino con valentía, confianza y coraje
cuando abramos la jaula de la destrucción.
Ling fue la última. Hizo un gesto de dolor al tomar el puñal con su mano lastimada
y luego cortó la palma de su mano sana. Mientras la sangre ascendía por el agua y
ella cubría la mano de Ava, cantó el final del lazo de sangre.
Nos reunimos aquí desde el río y el mar
con un propósito valiente y leal.
Juramos expulsar un antiguo mal furibundo
de nuestro hogar, el vasto azul profundo.
Mientras se elevaban las notas de la canción mágica, la sangre de las cinco sirenas se
arremolinó toda junta, formando una hélice de color carmín, y se envolvió alrededor
de sus manos. Como el mar cuando atrae la marea para sí, su carne hizo que la sangre
volviera. Volvió a través del agua, a través de las heridas. Los cortes de sus palmas se
cerraron y sanaron. Quedó una cicatriz en cada mano, un recordatorio lívido de que
ahora cada una llevaba la sangre de las otras.
Sera sintió esa sangre dentro de ella. La oyó cantar en sus venas y resonar en su
corazón, haciéndola más fuerte y más valiente que nunca. Neela, Ling, Becca, Ava...
ahora ellas eran mucho más que sus amigas, eran sus hermanas, unidas por la sangre
para siempre.
No había terminado esta cruzada que les había encomendado Vràja; apenas acababa
de empezar. Sera no tenía idea de si alguna sobreviviría a la oscuridad y el peligro
que tenían por delante, pero sabía que darían todo lo que eran, y todo lo que tenían,
hasta sus vidas, para derrotar el mal en el mar del Sur.
Podía ver su determinación en la mirada desafiante de Ling, en la rebelde inclinación
de cabeza de Ava, en la postura de Becca, erguida y honesta, y en el brillo radiante
de Neela. Después Ling dejó al grupo y nadó hasta el waterfire. Abbadón se acercó a
los barrotes.
—¿Viste bien, monstruo? ¿Viste el lazo de sangre? —le preguntó—. Ve. Llama a tu
amo. Ahora tienes muchísimo que contarle.
Pero Abbadón no se movió.
Becca se unió a Ling. Cantó un poderosoflăcări. El waterfire se alzó brillante y
caliente, y lanzó una llamarada a través de los barrotes del Carceron. Abbadón rugió.
Agitó los brazos contra las llamas con desesperación y retrocedió hasta las
profundidades de la prisión. Oyeron que su voz se debilitaba cada vez más, hasta que
ya no pudieron oírla.
—¿Terminaron? —insistió Magdalena—. Porque tenemos que salir de aquí. Se nos
acaba el tiempo.
—No pueden. Los tuneles ya estan sellados. Las cuevas están vacias. Se fueron todos,
menos los que estamos en este cuarto. —Era Vrăja. Teníaa una bolsa colgada en su
espalda y estaba poniendo el cerrojo a las puertas del Incantarium—. En nombre de
los dioses, ¿por que siguen aquí? Les dijeron que se fueran.
—Hicimos un lazo de sangre. Frente a Abbadón. Juramos encontrar los talismanes,
abrir el Carceron y matarlo. La unión sólo puede romperse con la muerte —explicó
Serafina.
—Lo que puede ocurrir más pronto de lo que piensan si no se van ya mismo —
respondió Vrăja .
—¿Como? ¡Acaba de cerrar las puertas con cerrojo! —gritó Becca.
Vrăja nadó hasta el fondo del cuarto. Había un objeto alto apoyado sobre una pared,
cubierto con una tela negra. Serafina no lo había notado antes. Vrăja tiró de la tela.
Esta cayó y dejó ver un espejo
—Hicice un baricadă, un fuerte hechizo bloqueador. Va a detenerlos hasta que
ustedes escapen por el espejo.
La obărşie apenas había terminado de hablar cuando vino una explosión enorme
desde arriba. Las ondas de choque avanzaron por el agua destrozando todo a su paso.
—Están aquí —dijo Vrăja .
Por primera vez, Serafina vio miedo en sus ojos.
—Pero estaban en la desembocadura del Olt hace apenas unos minutos —dijo Becca,
echando una mirada atemorizada a la puerta—. Lleva más de unos minutos llegar
hasta estas cuevas.
—Me atrevo a decir que este Traho sabe hacer un velo. La mayoría de los hombres
sirena de la milicia saben cómo acelerar a sus tropas. Métanse al espejo. Rápido.
—Entremos juntas —propuso Neela—. Tendremos más fuerza si somos más.
—No, no deben viajar juntas. No podemos darnos el lujo de que las atrapen a las
cinco —se negó Vrăja .
Hubo golpes, repentinos y fuertes. Traho estaba del otro lado de la puerta.
Serafina sabía que la puerta era de hierro e inmune a la magia. Él estaba tratando de
tirarla abajo.
—Tomen esto —dijo Vrăja . Hurgó en su bolsa, sacó frasquitos con un líquido y se los
repartió—. Es poción de lenguado, del lenguado de Moisés del mar Rojo. Los
tiburones la detestan. Quizá los jinetes de la muerte también la aborrezcan. Aquí hay
algunas piedras de cuarzo encantadas con hechizos de transparocéano. Y algunas
bombas de tinta. Son primitivas, pero eficaces. A mí me sacaron de más apuros de lo
que puedo recordar.
Vrăja hurgó una vez más, sacó un puñado de escarabajos muertos y le dio algunos a
cada sirena.
—Esperaba enseñarles los secretos de cómo viajar en los espejos, pero no hay tiempo.
Apenas estén en la plata, hagan sonar estos escarabajos. Hay peces de plata en el
espejo, criaturas grandes y rápidas a quienes les encanta comerlos. Uno se va a
acercar a ustedes. Díganle a dónde quieren ir y él va a llevarlas. Con suerte, van a
estar fuera del reino de Rorrim antes de que se entere de que estuvieron dentro.
Neela, tú primero.
—¡Pero Baba Vrăja , no estoy lista para esto! —exclamó ella, poniéndose los
escarabajos en el bolsillo.
Los golpes en la puerta se hicieron más fuertes.
—¡Ve, niña! —ordenó Vrăja .
—¿Cómo vamos a contactarnos entre nosotras? —preguntó Neela.
—Un convoca. El espejo. Un pelícano, si es necesario.
Sera le echó los brazos al cuello a Neela y le dio un abrazo de despedida.
—No tengas miedo, Neela —dijo—. Nada, nadie, es más invencible que tú.
Becca fue la siguiente, después Ava con Baby y después Ling. Sera sintió como si cada
una se llevara consigo un pedazo de su corazón. La puerta de hierro rugía bajo los
golpes de las tropas de Traho. Ella alcanzaba a oír las voces que venían del otro lado.
Se soltó una bisagra con un chirrido tortuoso.
—Es tu turno, Sera. Ya vete —la instó Vrăja . La abrazó fuerte y la besó—. Tal vez no
vuelva a verte otra vez. No en esta vida.
—No, Baba Vrăja , no diga eso, por favor.
—Buena suerte, niña. Las esperanzas de todas las aguas del mundo dependen de ti
ahora. Encuentra los talismanes. Mata al monstruo. Antes de que muera el sueño y
surja la pesadilla.
Cedió otra bisagra. La puerta se vino abajo dentro del cuarto.
—¡Vete! —gritó Vrăja .
Serafina saltó dentro del espejo y la plata líquida se cerró en torno de ella. Miró hacia
atrás, con lágrimas en los ojos, justo a tiempo de ver a los jinetes de la muerte
invadiendo el Incantarium. A tiempo de ver a Traho romper el círculo. A tiempo de
ver a Vrăja tomar una piedra y destrozar el espejo.