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José de Segovia
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Sólo hay una excepción, el ahora general Lowenhielm ha podido venir a la fiesta, ya
que está visitando a su tía. Es él quien reconoce en uno de sus platos la especialidad
exquisita de una mujer que fue chef en uno de los más reputados restaurantes de París, que
no es otra que Babette.
Sorprendidos por la gracia
Aunque nadie habla de la comida y la bebida, el ambiente
se hace más cálido. Uno confiesa que ―era un perdido
juerguista hasta que conoció al pastor y escuchó su primer
sermón‖. Otro hermano confiesa a un tercero que
realmente le estafó y las dos mujeres que no se hablaban,
se encuentran en animada conversación. Ante el eructo de
otra hermana, uno prorrumpe: ―¡Aleluya!‖. Es entonces
cuando el general se levanta para hablar con un discurso,
donde está la clave de la historia. Sus palabras giran en
torno al salmo favorito del pastor. Su mensaje es el descubrimiento de la gracia.
―El hombre, en su debilidad y miopía, cree que tiene que tomar decisiones en la vida.
Temblamos ante las opciones que tenemos que tomar en la vida. Y después de haber
elegido, tememos habernos equivocado. Pero llega el momento cuando se nos abren los
ojos y nos damos cuenta de que la gracia es infinita. Sólo tenemos que esperarla con
confianza y recibirla con gratitud. La misericordia no impone condiciones. Todo lo que hemos
elegido, nos es concedido, pero todo lo que hemos rechazado también nos es dado. Sí,
incluso aquello que hemos rechazado. Porque la misericordia y la verdad se encontraron; la
justicia y la paz se besaron‖ (Salmo 85:10).
La gracia es libre e incondicional, pero tiene un precio. No es una gracia barata.
Descubrimos al final que la fiesta le ha costado todo a Babette. No podemos comprar la
dicha, pero alguien ha pagado por ella: Cristo Jesús. Es en la cruz donde ―la misericordia y la
verdad se encontraron; la paz y la justicia se besaron‖. El general se da cuenta entonces de
que ―todo es posible‖.
La cena acaba con los hermanos cantando un himno evangélico alemán, antes de
salir unidos de la mano, en un baile bajo el cielo estrellado:
El que deja actuar al amado Dios y siempre espera en Él será guardado de manera milagrosa en medio de necesidad y tristeza. Quien confía en el Dios altísimo no ha construido sobre arena. Que guarde silencio, esperando, y se regocije en su interior cómo la gracia soberana de nuestro Dios y su omnisciencia le son propicias. Dios, que nos ha escogido para sí, sabe muy bien lo que nos falta.
BABETTE Y EL FESTÍN DE LA GRACIA
José de Segovia Barrón
Protestante Digital, 5 de diciembre de 2012
La historia nos presenta una comunidad
luterana de rasgos pietistas —el término
puritano se usa más bien en el mundo
anglosajón y no es lo mismo que pietista—.
Hay cosas que uno no las entiende, hasta
mucho tiempo después. Puede saber de lo que
tratan, a lo que se refieren, pero en realidad no
ha comprendido nada. Así ocurre con algunas
historias, como El festín de Babette —el film danés, basado en un cuento de Karen Blixen,
que ganó un Oscar hace veinticinco años y vuelve ahora a los cines en una versión
restaurada—. Vi la película, cuando se estrenó en 1988 en los cines Alphaville de Madrid y la
he vuelto a ver en algún pase de televisión, pero no la había entendido hasta ahora.
Me temo que eso es lo que les pasa a los que ven este relato como un clásico de la
gastronomía en el cine. Disfrutan de ver a Stéphane Audran cocinando —la actriz francesa
presentó la copia en el festival de San Sebastián, donde recrearon incluso sus platos–, pero
no ven su dimensión de parábola. Lo mismo les pasa, por otro lado, a los católicos que se
empeñan en ver el misterio de la transustanciación en la historia de esta escritora de origen
luterano —que firmaba con el seudónimo de Isak Dinesen y murió ahora hace medio siglo—.
Es cierto que con El festín de Babette el veterano realizador danés Gabriel Axel —
nació en 1918 y trabajaba en la televisión desde los años cincuenta—, se coloca en la mejor
tradición de directores nórdicos —como Bergman o Dreyer—, que han tratado el tema de la
fe. Aunque si esta obra es ya un clásico contemporáneo, es porque nos interroga cada vez
que nos acercamos a ella. A algunos les habla del valor del arte o la alegría de la vida, pero
a otros del asombro de la gracia y el amor perdido.
Lejos de África
Como muchos lectores, conocí a Blixen por sus Memorias de África —maravillosamente
llevadas al cine por Sydney Pollack en 1985, donde Meryl Streep interpreta a la escritora y
Robert Redford a su amado cazador inglés Denys Finch Hatton—. El libro me llevó a otros
textos —como sus Cuentos góticos—, a medida que crecía mi curiosidad por una figura tan
admirada por autores como Javier Marías —que tradujo su Ehrengard—. Sus fotos en los
años cincuenta con Ernest Hemingway, Arthur Miller y Marilyn Monroe, muestran la
popularidad que tenía la delgada baronesa cuando escribió El festín de Babette.
Aunque nació en Dinamarca en 1886, Karen se casó con un primo lejano, que era
barón —de ahí lo de baronesa—, estableciendo una plantación de café en Kenia. El
matrimonio tuvo tantos problemas, que se separó a los seis años. Ella tiene entonces una
relación apasionada, pero llena de altibajos, con un aristócrata británico, cazador de leones,
que muere en un accidente de aviación en 1931. Se dedica a partir de ese momento a
escribir —primero en inglés, luego en danés—, mientras se
encarga de la granja, hasta que se ve forzada a venderla y
regresar a su país, tras la segunda guerra mundial.
La película de Axel traduce fielmente el relato —que
atribuye a Blixen, aunque lo firma como Dinesen—. Lo sitúa en
Jutlandia, en vez de Noruega —como la novela original—, pero
sigue al píe de la letra muchas de sus descripciones. Se toma
la libertad de doblar el espacio temporal —para convertir a las
hermanas protagonistas en dos ancianas— y difumina el
pasado revolucionario de Babette —las pétroleuses eran
mujeres acusadas de quemar gran parte de París durante la
Comuna, donde perdió a su marido y su hijo—, pero es una fiel adaptación del libro.
Ambiente pietista
La historia nos presenta una comunidad de origen luterano de claros rasgos pietistas —el
termino puritano se usa más bien en el mundo anglosajón y no es exactamente lo mismo que
pietista—. El padre de estas dos hermanas se ve claramente que es pastor de la iglesia
luterana —que mantiene a veces este tipo de grupos dentro de sus parroquias—. Sus hijas
se llaman Martine y Philippa, en homenaje a Martin Lutero y Philip Melanchton. Son
personas piadosas, pero también caritativas —emplean sus pequeñas rentas en obras de
beneficencia—, pero todo en esta comunidad tiene un aire oscuro y austero. Piensan todo el
tiempo en la Nueva Jerusalén, a la que cantan como su verdadero hogar.
Como en muchas comunidades pequeñas, la vida de la familia gira en torno a la
iglesia. La virtud y el sacrificio no son cosas que se dicen, sino que se viven. Estas chicas no
van a bailes ni a fiestas. Los jóvenes que quieren verlas, tienen que ir a la iglesia. En el
rebaño de este sonriente pastor, se nos dice que el matrimonio tiene poco valor, puesto que
al amor se le quita todo contenido romántico. Su belleza se convierte en algo etéreo, que no
tiene nada que ver con lo físico.
Llama la atención cómo el pastor ve natural que estas hijas dulces y buenas se queden
solteras, para cuidar de él. Su misión en la vida es continuar la labor del padre, manteniendo
su veneración. Pierden la ilusión y el futuro, renunciando al amor, tanto de un oficial de
caballería como de un cantante de ópera. El padre no rechaza, de entrada, a ninguno de
ellos —aunque el segundo fuera ―papista‖ —, sino que ellas mismas están tan
condicionadas, que no hace falta que se les prohíba directamente nada.
Amores perdidos
El teniente Lorens Loewenhielm es un aficionado al
juego, que al ser mandado con su piadosa tía, ansía una
vida ―más elevada y pura‖ con Martine, ―sin secretos ni
remordimientos molestos de conciencia‖. Como él nunca
se ha considerado ―espiritual‖, ve problemático
compaginar su amor con sus aspiraciones. Así que se
despide, para conocer otras cosas, puesto que
―se ha dado cuenta que la vida es despiadada
y algunas cosas son imposibles‖.
Achille Papin es una estrella de París,
que le enseña a cantar a Philippa un aria del
Don Giovanni de Mozart –en contraste con los
himnos que se usan constantemente como
medio de escape, en los momentos de
tensión–. Ante el menor atisbo de atracción, la chica rechaza esos sentimientos, convencida
de que actúa correctamente. El padre no le prohíbe nada. Es ella la que le dice que no quiere
recibir más clases. No hace falta que le pregunte nada, para indagar en los motivos de su
renuncia. Ella ha elegido, según se le ha enseñado. Otra cosa le hubiera parecido pecado.
Consciente, el padre comunica su decisión lo antes posible.
Se quedan así haciendo punto, mientras su padre lee la Biblia. A su muerte,
mantienen su herencia viva. Quince años después, aparece en la puerta una frágil y pálida
mujer, Babette, que huye de París en medio de la guerra civil. La envía, como sirvienta, el
cantante de ópera, que ahora ―célibe y canoso, espera que en el Paraíso pueda volver a oír
su voz, sin temores ni escrúpulos, como Dios quería que cantara‖. Aunque las hermanas no
tienen medios para pagarla, ella accede a trabajar para ellas, gratis.
Invitados a un banquete
Durante doce años, el único contacto que Babette mantiene con Francia es un billete de
lotería que recibe como regalo. Sirve así a las hermanas y a la comunidad en sus austeras
costumbres. Los hermanos se han vuelto cada vez más irritables, teniendo continuos
choques. Uno cree haber sido estafado por otro, dos mujeres llevan una década sin hablarse
y se descubre un adulterio ocurrido hace treinta años entre dos miembros de la comunidad.
―La intolerancia y el desacuerdo reinan entre nosotros‖, dicen las hermanas. Se reúnen
fielmente para cantar himnos, pero la Palabra brilla por su ausencia y dudan si serán
perdonados por sus infidelidades.
La noticia de que Babette ha ganado la lotería coincide con las preparaciones de la
celebración del centenario del pastor, para intentar que vuelva la armonía y la comunión
fraternal. Cuando ella les dice que quiere preparar una cena francesa, las hermanas se
resisten —¿no comen los franceses ranas?—. Como es lo único que les ha pedido en todos
estos años, acceden a sus deseos, pero descubren con horror la llegada de codornices y una
tortuga viva, además de una cabeza de vaca, acompañada de cajas de vino y champán, que
les producen auténticas pesadillas. Ven con temor cómo van a ser ―expuestas a fuerzas
peligrosas‖, en un ―aquelarre de brujas‖.
En su espiritualidad, piden ―que el cuerpo sea esclavo del alma‖ y se proponen ―no
saborear nada‖. Ya que, según su peculiar interpretación del Evangelio, ―como en las bodas
de Caná, la comida no tiene importancia‖. Babette organiza así todo un festín, para gente
que no valora en nada sus manjares ni delicadezas. Como tantos evangélicos, prefieren el
agua al amontillado y el champán les parece ―una especie de gaseosa‖.