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Sólo hay una excepción, el ahora general Lowenhielm ha podido venir a la fiesta, ya que está visitando a su tía. Es él quien reconoce en uno de sus platos la especialidad exquisita de una mujer que fue chef en uno de los más reputados restaurantes de París, que no es otra que Babette. Sorprendidos por la gracia Aunque nadie habla de la comida y la bebida, el ambiente se hace más cálido. Uno confiesa que ―era un perdido juerguista hasta que conoció al pastor y escuchó su primer sermón‖. Otro hermano confiesa a un tercero que realmente le estafó y las dos mujeres que no se hablaban, se encuentran en animada conversación. Ante el eructo de otra hermana, uno prorrumpe: ―¡Aleluya!‖. Es entonces cuando el general se levanta para hablar con un discurso, donde está la clave de la historia. Sus palabras giran en torno al salmo favorito del pastor. Su mensaje es el descubrimiento de la gracia. ―El hombre, en su debilidad y miopía, cree que tiene que tomar decisiones en la vida. Temblamos ante las opciones que tenemos que tomar en la vida. Y después de haber elegido, tememos habernos equivocado. Pero llega el momento cuando se nos abren los ojos y nos damos cuenta de que la gracia es infinita. Sólo tenemos que esperarla con confianza y recibirla con gratitud. La misericordia no impone condiciones. Todo lo que hemos elegido, nos es concedido, pero todo lo que hemos rechazado también nos es dado. Sí, incluso aquello que hemos rechazado. Porque la misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron‖ (Salmo 85:10). La gracia es libre e incondicional, pero tiene un precio. No es una gracia barata. Descubrimos al final que la fiesta le ha costado todo a Babette. No podemos comprar la dicha, pero alguien ha pagado por ella: Cristo Jesús. Es en la cruz donde ―la misericordia y la verdad se encontraron; la paz y la justicia se besaron‖. El general se da cuenta entonces de que ―todo es posible‖. La cena acaba con los hermanos cantando un himno evangélico alemán, antes de salir unidos de la mano, en un baile bajo el cielo estrellado: El que deja actuar al amado Dios y siempre espera en Él será guardado de manera milagrosa en medio de necesidad y tristeza. Quien confía en el Dios altísimo no ha construido sobre arena. Que guarde silencio, esperando, y se regocije en su interior cómo la gracia soberana de nuestro Dios y su omnisciencia le son propicias. Dios, que nos ha escogido para sí, sabe muy bien lo que nos falta. BABETTE Y EL FESTÍN DE LA GRACIA José de Segovia Barrón Protestante Digital, 5 de diciembre de 2012 La historia nos presenta una comunidad luterana de rasgos pietistas —el término puritano se usa más bien en el mundo anglosajón y no es lo mismo que pietista—. Hay cosas que uno no las entiende, hasta mucho tiempo después. Puede saber de lo que tratan, a lo que se refieren, pero en realidad no ha comprendido nada. Así ocurre con algunas historias, como El festín de Babette —el film danés, basado en un cuento de Karen Blixen, que ganó un Oscar hace veinticinco años y vuelve ahora a los cines en una versión restaurada—. Vi la película, cuando se estrenó en 1988 en los cines Alphaville de Madrid y la he vuelto a ver en algún pase de televisión, pero no la había entendido hasta ahora. Me temo que eso es lo que les pasa a los que ven este relato como un clásico de la gastronomía en el cine. Disfrutan de ver a Stéphane Audran cocinando —la actriz francesa presentó la copia en el festival de San Sebastián, donde recrearon incluso sus platos–, pero no ven su dimensión de parábola. Lo mismo les pasa, por otro lado, a los católicos que se empeñan en ver el misterio de la transustanciación en la historia de esta escritora de origen luterano —que firmaba con el seudónimo de Isak Dinesen y murió ahora hace medio siglo—. Es cierto que con El festín de Babette el veterano realizador danés Gabriel Axel — nació en 1918 y trabajaba en la televisión desde los años cincuenta—, se coloca en la mejor tradición de directores nórdicos —como Bergman o Dreyer—, que han tratado el tema de la fe. Aunque si esta obra es ya un clásico contemporáneo, es porque nos interroga cada vez que nos acercamos a ella. A algunos les habla del valor del arte o la alegría de la vida, pero a otros del asombro de la gracia y el amor perdido. Lejos de África Como muchos lectores, conocí a Blixen por sus Memorias de África —maravillosamente llevadas al cine por Sydney Pollack en 1985, donde Meryl Streep interpreta a la escritora y Robert Redford a su amado cazador inglés Denys Finch Hatton—. El libro me llevó a otros textos —como sus Cuentos góticos, a medida que crecía mi curiosidad por una figura tan admirada por autores como Javier Marías —que tradujo su Ehrengard—. Sus fotos en los años cincuenta con Ernest Hemingway, Arthur Miller y Marilyn Monroe, muestran la popularidad que tenía la delgada baronesa cuando escribió El festín de Babette. Aunque nació en Dinamarca en 1886, Karen se casó con un primo lejano, que era barón —de ahí lo de baronesa—, estableciendo una plantación de café en Kenia. El matrimonio tuvo tantos problemas, que se separó a los seis años. Ella tiene entonces una relación apasionada, pero llena de altibajos, con un aristócrata británico, cazador de leones, que muere en un accidente de aviación en 1931. Se dedica a partir de ese momento a

Babette y el festín de la gracia

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José de Segovia

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Page 1: Babette y el festín de la gracia

Sólo hay una excepción, el ahora general Lowenhielm ha podido venir a la fiesta, ya

que está visitando a su tía. Es él quien reconoce en uno de sus platos la especialidad

exquisita de una mujer que fue chef en uno de los más reputados restaurantes de París, que

no es otra que Babette.

Sorprendidos por la gracia

Aunque nadie habla de la comida y la bebida, el ambiente

se hace más cálido. Uno confiesa que ―era un perdido

juerguista hasta que conoció al pastor y escuchó su primer

sermón‖. Otro hermano confiesa a un tercero que

realmente le estafó y las dos mujeres que no se hablaban,

se encuentran en animada conversación. Ante el eructo de

otra hermana, uno prorrumpe: ―¡Aleluya!‖. Es entonces

cuando el general se levanta para hablar con un discurso,

donde está la clave de la historia. Sus palabras giran en

torno al salmo favorito del pastor. Su mensaje es el descubrimiento de la gracia.

―El hombre, en su debilidad y miopía, cree que tiene que tomar decisiones en la vida.

Temblamos ante las opciones que tenemos que tomar en la vida. Y después de haber

elegido, tememos habernos equivocado. Pero llega el momento cuando se nos abren los

ojos y nos damos cuenta de que la gracia es infinita. Sólo tenemos que esperarla con

confianza y recibirla con gratitud. La misericordia no impone condiciones. Todo lo que hemos

elegido, nos es concedido, pero todo lo que hemos rechazado también nos es dado. Sí,

incluso aquello que hemos rechazado. Porque la misericordia y la verdad se encontraron; la

justicia y la paz se besaron‖ (Salmo 85:10).

La gracia es libre e incondicional, pero tiene un precio. No es una gracia barata.

Descubrimos al final que la fiesta le ha costado todo a Babette. No podemos comprar la

dicha, pero alguien ha pagado por ella: Cristo Jesús. Es en la cruz donde ―la misericordia y la

verdad se encontraron; la paz y la justicia se besaron‖. El general se da cuenta entonces de

que ―todo es posible‖.

La cena acaba con los hermanos cantando un himno evangélico alemán, antes de

salir unidos de la mano, en un baile bajo el cielo estrellado:

El que deja actuar al amado Dios y siempre espera en Él será guardado de manera milagrosa en medio de necesidad y tristeza. Quien confía en el Dios altísimo no ha construido sobre arena. Que guarde silencio, esperando, y se regocije en su interior cómo la gracia soberana de nuestro Dios y su omnisciencia le son propicias. Dios, que nos ha escogido para sí, sabe muy bien lo que nos falta.

BABETTE Y EL FESTÍN DE LA GRACIA

José de Segovia Barrón

Protestante Digital, 5 de diciembre de 2012

La historia nos presenta una comunidad

luterana de rasgos pietistas —el término

puritano se usa más bien en el mundo

anglosajón y no es lo mismo que pietista—.

Hay cosas que uno no las entiende, hasta

mucho tiempo después. Puede saber de lo que

tratan, a lo que se refieren, pero en realidad no

ha comprendido nada. Así ocurre con algunas

historias, como El festín de Babette —el film danés, basado en un cuento de Karen Blixen,

que ganó un Oscar hace veinticinco años y vuelve ahora a los cines en una versión

restaurada—. Vi la película, cuando se estrenó en 1988 en los cines Alphaville de Madrid y la

he vuelto a ver en algún pase de televisión, pero no la había entendido hasta ahora.

Me temo que eso es lo que les pasa a los que ven este relato como un clásico de la

gastronomía en el cine. Disfrutan de ver a Stéphane Audran cocinando —la actriz francesa

presentó la copia en el festival de San Sebastián, donde recrearon incluso sus platos–, pero

no ven su dimensión de parábola. Lo mismo les pasa, por otro lado, a los católicos que se

empeñan en ver el misterio de la transustanciación en la historia de esta escritora de origen

luterano —que firmaba con el seudónimo de Isak Dinesen y murió ahora hace medio siglo—.

Es cierto que con El festín de Babette el veterano realizador danés Gabriel Axel —

nació en 1918 y trabajaba en la televisión desde los años cincuenta—, se coloca en la mejor

tradición de directores nórdicos —como Bergman o Dreyer—, que han tratado el tema de la

fe. Aunque si esta obra es ya un clásico contemporáneo, es porque nos interroga cada vez

que nos acercamos a ella. A algunos les habla del valor del arte o la alegría de la vida, pero

a otros del asombro de la gracia y el amor perdido.

Lejos de África

Como muchos lectores, conocí a Blixen por sus Memorias de África —maravillosamente

llevadas al cine por Sydney Pollack en 1985, donde Meryl Streep interpreta a la escritora y

Robert Redford a su amado cazador inglés Denys Finch Hatton—. El libro me llevó a otros

textos —como sus Cuentos góticos—, a medida que crecía mi curiosidad por una figura tan

admirada por autores como Javier Marías —que tradujo su Ehrengard—. Sus fotos en los

años cincuenta con Ernest Hemingway, Arthur Miller y Marilyn Monroe, muestran la

popularidad que tenía la delgada baronesa cuando escribió El festín de Babette.

Aunque nació en Dinamarca en 1886, Karen se casó con un primo lejano, que era

barón —de ahí lo de baronesa—, estableciendo una plantación de café en Kenia. El

matrimonio tuvo tantos problemas, que se separó a los seis años. Ella tiene entonces una

relación apasionada, pero llena de altibajos, con un aristócrata británico, cazador de leones,

que muere en un accidente de aviación en 1931. Se dedica a partir de ese momento a

Page 2: Babette y el festín de la gracia

escribir —primero en inglés, luego en danés—, mientras se

encarga de la granja, hasta que se ve forzada a venderla y

regresar a su país, tras la segunda guerra mundial.

La película de Axel traduce fielmente el relato —que

atribuye a Blixen, aunque lo firma como Dinesen—. Lo sitúa en

Jutlandia, en vez de Noruega —como la novela original—, pero

sigue al píe de la letra muchas de sus descripciones. Se toma

la libertad de doblar el espacio temporal —para convertir a las

hermanas protagonistas en dos ancianas— y difumina el

pasado revolucionario de Babette —las pétroleuses eran

mujeres acusadas de quemar gran parte de París durante la

Comuna, donde perdió a su marido y su hijo—, pero es una fiel adaptación del libro.

Ambiente pietista

La historia nos presenta una comunidad de origen luterano de claros rasgos pietistas —el

termino puritano se usa más bien en el mundo anglosajón y no es exactamente lo mismo que

pietista—. El padre de estas dos hermanas se ve claramente que es pastor de la iglesia

luterana —que mantiene a veces este tipo de grupos dentro de sus parroquias—. Sus hijas

se llaman Martine y Philippa, en homenaje a Martin Lutero y Philip Melanchton. Son

personas piadosas, pero también caritativas —emplean sus pequeñas rentas en obras de

beneficencia—, pero todo en esta comunidad tiene un aire oscuro y austero. Piensan todo el

tiempo en la Nueva Jerusalén, a la que cantan como su verdadero hogar.

Como en muchas comunidades pequeñas, la vida de la familia gira en torno a la

iglesia. La virtud y el sacrificio no son cosas que se dicen, sino que se viven. Estas chicas no

van a bailes ni a fiestas. Los jóvenes que quieren verlas, tienen que ir a la iglesia. En el

rebaño de este sonriente pastor, se nos dice que el matrimonio tiene poco valor, puesto que

al amor se le quita todo contenido romántico. Su belleza se convierte en algo etéreo, que no

tiene nada que ver con lo físico.

Llama la atención cómo el pastor ve natural que estas hijas dulces y buenas se queden

solteras, para cuidar de él. Su misión en la vida es continuar la labor del padre, manteniendo

su veneración. Pierden la ilusión y el futuro, renunciando al amor, tanto de un oficial de

caballería como de un cantante de ópera. El padre no rechaza, de entrada, a ninguno de

ellos —aunque el segundo fuera ―papista‖ —, sino que ellas mismas están tan

condicionadas, que no hace falta que se les prohíba directamente nada.

Amores perdidos

El teniente Lorens Loewenhielm es un aficionado al

juego, que al ser mandado con su piadosa tía, ansía una

vida ―más elevada y pura‖ con Martine, ―sin secretos ni

remordimientos molestos de conciencia‖. Como él nunca

se ha considerado ―espiritual‖, ve problemático

compaginar su amor con sus aspiraciones. Así que se

despide, para conocer otras cosas, puesto que

―se ha dado cuenta que la vida es despiadada

y algunas cosas son imposibles‖.

Achille Papin es una estrella de París,

que le enseña a cantar a Philippa un aria del

Don Giovanni de Mozart –en contraste con los

himnos que se usan constantemente como

medio de escape, en los momentos de

tensión–. Ante el menor atisbo de atracción, la chica rechaza esos sentimientos, convencida

de que actúa correctamente. El padre no le prohíbe nada. Es ella la que le dice que no quiere

recibir más clases. No hace falta que le pregunte nada, para indagar en los motivos de su

renuncia. Ella ha elegido, según se le ha enseñado. Otra cosa le hubiera parecido pecado.

Consciente, el padre comunica su decisión lo antes posible.

Se quedan así haciendo punto, mientras su padre lee la Biblia. A su muerte,

mantienen su herencia viva. Quince años después, aparece en la puerta una frágil y pálida

mujer, Babette, que huye de París en medio de la guerra civil. La envía, como sirvienta, el

cantante de ópera, que ahora ―célibe y canoso, espera que en el Paraíso pueda volver a oír

su voz, sin temores ni escrúpulos, como Dios quería que cantara‖. Aunque las hermanas no

tienen medios para pagarla, ella accede a trabajar para ellas, gratis.

Invitados a un banquete

Durante doce años, el único contacto que Babette mantiene con Francia es un billete de

lotería que recibe como regalo. Sirve así a las hermanas y a la comunidad en sus austeras

costumbres. Los hermanos se han vuelto cada vez más irritables, teniendo continuos

choques. Uno cree haber sido estafado por otro, dos mujeres llevan una década sin hablarse

y se descubre un adulterio ocurrido hace treinta años entre dos miembros de la comunidad.

―La intolerancia y el desacuerdo reinan entre nosotros‖, dicen las hermanas. Se reúnen

fielmente para cantar himnos, pero la Palabra brilla por su ausencia y dudan si serán

perdonados por sus infidelidades.

La noticia de que Babette ha ganado la lotería coincide con las preparaciones de la

celebración del centenario del pastor, para intentar que vuelva la armonía y la comunión

fraternal. Cuando ella les dice que quiere preparar una cena francesa, las hermanas se

resisten —¿no comen los franceses ranas?—. Como es lo único que les ha pedido en todos

estos años, acceden a sus deseos, pero descubren con horror la llegada de codornices y una

tortuga viva, además de una cabeza de vaca, acompañada de cajas de vino y champán, que

les producen auténticas pesadillas. Ven con temor cómo van a ser ―expuestas a fuerzas

peligrosas‖, en un ―aquelarre de brujas‖.

En su espiritualidad, piden ―que el cuerpo sea esclavo del alma‖ y se proponen ―no

saborear nada‖. Ya que, según su peculiar interpretación del Evangelio, ―como en las bodas

de Caná, la comida no tiene importancia‖. Babette organiza así todo un festín, para gente

que no valora en nada sus manjares ni delicadezas. Como tantos evangélicos, prefieren el

agua al amontillado y el champán les parece ―una especie de gaseosa‖.