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BATALLAS DECISIVAS DE LA HISTORIA DE ESPAÑA

Juan Carlos Losada

http://www.librosaguilar.com/es/ Empieza a leer... Primeros capítulos

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Agradecimientos y dedicatoria

Deseo mostrar aquí mi agradecimiento a aquellos amigos,amantes de la Historia como yo, que me han aconsejado en la ela-boración de estas páginas.

En particular, quisiera dar las gracias a Manolo Planells, aJavier Pardo y, por supuesto, a Gabriel Cardona, maestro y amigo,sin cuya ayuda este libro nunca habría sido posible. También deseoagradecer a Ana Serrado su ayuda técnica.

Sobre todo, doy las gracias a todos aquellos que han creído eneste libro, sin importarles la «corrección política» o las posibles«herejías» en que, a ojos de algunos, haya podido incurrir.

Por último, quiero dejar constancia de un especial agrade-cimiento a Angels, Alba, Carlota y Rufo, que han permitido que mepase horas y horas en bibliotecas y ante el ordenador privándolesde mi dedicación.

Si no fuera excesivo y pretencioso, dedicaría este libro a todaslas víctimas inocentes de las guerras que ha sufrido la Historia deEspaña, pero la sangre y las lágrimas vertidas han sido demasiadaspara que la tinta de los libros las puedan compensar, por lo que pre-fiero dedicarlo, simplemente, a todos los que luchan, hoy en día,por la paz.

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Índice

Introducción. Ajuste de cuentas................................................... 11

PRIMERA PARTE. Historia antigua y medieval.................... 29Capítulo I. La romanización forzada..................................... 31Capítulo II. La batalla de Vouillé........................................... 43Capítulo III. La batalla de Guadalete.................................... 53Capítulo IV. La batalla de las Navas de Tolosa...................... 63Capítulo V. La batalla de Muret............................................. 77Capítulo VI. La batalla de Aljubarrota................................... 89Capítulo VII. La toma de Granada........................................ 101

SEGUNDA PARTE. Historia moderna.................................. 119Capítulo VIII. La anexión de Navarra................................... 121Capítulo IX. Las batallas de Italia: Ceriñola, Garellano

y Pavía................................................................................. 139Capítulo X: La conquista de los imperios

americanos.......................................................................... 175Capítulo XI. La Armada Invencible....................................... 197Capítulo XII. La batalla de Rocroi......................................... 219Capítulo XIII. Las batallas de Brihuega y Villaviciosa........... 235

TERCERA PARTE. Historia contemporánea ......................... 247Capítulo XIV. La batalla de Ayacucho................................... 249Capítulo XV. La fracasada reconstrucción del imperio

colonial: el caso de Santo Domingo................................... 265

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Capítulo XVI. La batalla naval de Santiago de Cuba............................................................................... 275

Capítulo XVII. El desastre (o la vergüenza) de Annual............................................................................ 297

Notas........................................................................................ 319

Bibliografía............................................................................... 337

Índice onomástico....................................................................... 343

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IntroducciónAjuste de cuentas

A principios de los años setenta, las facultades de Historia estabansaturadas de estudiantes. Vivíamos todos ilusionados el fin del fran-quismo y quien más quien menos creía, lleno de ingenuidad, queel socialismo estaba a la vuelta de la esquina. Es más: a la mayoríade mis compañeros y a mí, fue nuestra ideología abnegada y revo-lucionaria la que nos había llevado a matricularnos en Historia, alcreer bienintencionadamente que estos eran los estudios, junto conlos de Económicas, de aplicación más inmediatamente política yque nos permitirían implicarnos más y mejor en la actividad revo-lucionaria. Para muchos de nosotros —los radicales y airados queentonces fuimos—, lo principal en aquellos convulsos momentosera trabajar por la revolución, siendo lo demás secundario. La uni-versidad se debía convertir en impulsora del cambio revoluciona-rio; ése era el principal objetivo y los estudios estaban en un se-gundo lugar. En todo caso, tenían que servir para formar mejor alrevolucionario o para preparar a aquellos profesionales que fuesennecesarios cuando se consiguiese el poder. Henchidos de gozo, es-perábamos que la Facultad de Historia nos enseñase todo el mar-xismo posible, ese «abracadabra» que abriría todas las puertas dela sabiduría y que nos convertiría en esos hombres nuevos, ému-los de Ernesto Guevara, el Che, capaces de protagonizar la revo-lución. De tamaña aspiración absoluta se desprendía que todo loque no fuese marxismo, todo lo que no sirviese para esa ardua ymagna tarea, era inútil y lo tildábamos —desvergonzadamente y consimplismo juvenil— de fascista o abiertamente reaccionario ycómplice de aquel ogro tenebroso que era entonces «la Trilateral».

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La mayoría de los comprometidos —cuando no acomodati-cios— profesores de entonces no nos defraudaron, aunque, ob-viamente, tratábamos siempre de elegir a aquellos de los que sa-bíamos su «correcta» tendencia política, creyendo que ésta eragarantía absoluta de su calidad docente. Contagiados por los fe-briles acontecimientos de aquellos años, y casi igualmente confia-dos en el cándido desvarío de la inminencia de la revolución, tam-bién ellos vieron la oportunidad de forjar a cientos de estudiantescomprometidos con el socialismo, dedicándose con ahínco a ense-ñarnos el canónico materialismo histórico. El objetivo era apren-der a interpretar la realidad para transformarla: ésa era nuestra ob-sesión y la de la mayoría de los profesores de la facultad. Paraconseguir tal propósito, había que estudiar las estructuras de la so-ciedad. Nada de fechas, de batallas, de reyes, de tratados, de anéc-dotas, de biografías de dirigentes, ni de datos concretos, propios dedesalmados «memoriones»... Todo esto, decíamos, podía ser muydivertido, pero era superfluo, inútil: meros datos que no servían pa-ra nada y que se podían encontrar en cualquier enciclopedia o ma-nual en caso de necesidad; manuales y enciclopedias que, por otraparte, nunca acabábamos consultando. Eso suponía, ya en el pri-mer año de carrera, el estudio de abundante metodología de la His-toria, de aburridísimos libros de los que no entendíamos casi nada,para llegar a la rápida conclusión de que el único método válido enla comprensión de la disciplina era el marxismo «científico». Otrosenfoques eran, en nuestra opinión, burgueses o reaccionarios; unavez llegados a esta conclusión, nos lanzábamos a estudiarlo contodo el ahínco posible1.

No nos dábamos cuenta —necios de nosotros— de que aque-llos grandes historiadores marxistas que admirábamos habían lle-gado a la interpretación general, a magistrales síntesis o a reflexio-nes sobre la metodología como resultado de un amplio conocimientode datos y cuestiones concretas. Nosotros, en cambio, creíamos quepodíamos alcanzar esa interpretación general saltando por enci-ma de todos los datos. Pensábamos que lo crucial de la Historia, loúnico importante, era la historia económica y la lucha de clases;lo decisivo, creíamos, era encontrar ese hilo conductor que llevabaa la sociedad —que había de llevarla— desde el comunismo primi-tivo a la sociedad sin clases soñada por Marx. Para ello sólo era ne-cesario aprender marxismo, aunque a veces surgiese la escolásticapolémica sobre el tipo de marxismo que debíamos aprender: ¿el

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marxismo tradicional?, ¿el marxismo maoísta?, ¿el marxismo trots-kista...? Estas dudas daban lugar a las más bizantinas discusionessobre la naturaleza que debería de tener la dictadura del proleta-riado, o sobre si era válido el concepto de «nación» acuñado porStalin, sobre el papel que había de tener el campesinado en los di-ferentes países, o sobre cualquier otro aspecto que entonces nos pa-recía de una gran trascendencia, pues en cualquier momento podíadesembocar en tabernarias y furibundas acusaciones de revisio-nismo o de social-imperialismo. Lo cierto es que, con un misérrimobagaje de datos históricos —de Historia al fin y al cabo—, fuimospasando los cursos. Aunque, eso sí: de marxismo (o de sus liturgiasy letanías) creíamos saber un rato. Algunos llegaron incluso a sercapaces, según decían, aunque yo no me lo acababa de creer, de dis-tinguir las sutilezas del pensamiento paranoico-marxista de LouisAlthusser, aquel que luego estranguló a su mujer en un ataque delocura.

Nuestros libros de referencia, aparte de los clásicos del mar-xismo y otros autores revolucionarios, eran únicamente los de his-toriadores, economistas o teóricos del marxismo, como MauriceGodelier, Samir Amín, Pierre Vilar, Ernst Mandel, Eric Hobswabm,Betellheim, Paul Sweezy, Ernst Bloch, Nikos Poulantzas, E. P.Thompson, etcétera. Especial éxito tenía aquella especie de pan-fleto insoportable, a modo del Camino de Escrivá de Balaguer, lla-mado contundentemente Conceptos fundamentales del materialismohistórico, de la chilena Marta Harnecker, discípula de Althusser yque se acabó casando con el jefe de los servicios secretos cubanos.Este texto, en aquel momento, hacía furor y todos lo llevábamosdevotamente encima, cual sacerdotal breviario, en nuestro regla-mentario macuto. Sólo leíamos a autores «políticamente correc-tos», a aquellos que hacían una clara y explícita profesión de femarxista: quien no fuese de los «nuestros» no merecía ninguna con-sideración científica, aunque hay que reconocer que, por más es-fuerzo que poníamos, de poco nos enterábamos de la lectura deaquellos farragosos textos. Bueno, respecto a leer... Lo hacíamos...si había tiempo, ya que lo primordial eran las reuniones, las asam-bleas, el reparto de propaganda y las manifestaciones y, evidente-mente, dada nuestra juventud fogosa, tratar de ligar todo lo posibleen medio de esas mesiánicas actividades.

Así, entre variados modos y relaciones de producción, rela-ciones dialécticas entre infraestructura y superestructura —de las

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cuales nunca estudiamos ningún ejemplo—, fe ciega en el colapsoinminente del capitalismo, complicadas y lentas transiciones de unmodo de producción a otro, y el misterioso concepto de «pequeñaburguesía» —aún hoy, sigo sin entender el significado de esta za-randaja, pero ¡cualquiera se atrevía a reconocerlo en aquel mo-mento!—, así como las «responsabilidades históricas de la burgue-sía»2, fuimos pasando curso tras curso, aunque calentando mástiempo las sillas del bar que las de las aulas. Aprobar era fácil, yaque, cuando no había un «aprobado político» a causa de las innu-merables huelgas que habíamos protagonizado o padecido, se cali-ficaba por trabajos en grupo en los que dos alumnos habían traba-jado y ocho habían firmado, o por exámenes elaborados con ayudade todo tipo de apuntes. En todo caso, siempre quedaba la sin-tonía política con el profesor, que podía hacer el resto con tal deponer en los exámenes lo políticamente correcto. Si a algún do-cente se le ocurría exigir un poco más de la cuenta, se le tacha-ba de reaccionario, se le boicoteaba la clase, e incluso —da ver-güenza recordarlo— se le coaccionaba con alguna pintada: al pocotiempo, solía «entrar en razón».

Finalmente, concluíamos la especialidad de Historia Con-temporánea —todos los «revolucionarios» estudiábamos Contem-poránea, pues las demás especialidades eran inútiles y de «empo-llones»— sin, por ejemplo, haber estudiado nunca la RevoluciónFrancesa —tal fue mi caso—, o sin saber bajo qué rey se había ini-ciado en España la Restauración de 1875. Aunque, eso sí, éramos ca-paces de soltar un largo rollo sobre la acumulación primitiva decapital, o sobre demografía y las fuentes de la Historia, o sobre lasterribles condiciones de vida de clase obrera, del campesinado o dela mujer a lo largo de los siglos, o sobre el «intercambio desigual»del imperialismo y el modo de producción asiático, y, por supues-to, sobre la oposición al franquismo. Esto era lo que se tenía quesaber y ¡cualquiera se salía del guión! Ésta era la «Historia mili-tante» y nosotros, sus apóstoles. Sin duda, el bueno de Marx seestaría revolviendo en su tumba si hubiera podido ver cómo se leutilizaba para excusar la vagancia y la falta de rigor.

En los últimos cursos, cuando alguno de nosotros empren-día un trabajo, siempre versaba sobre los movimientos sociales, osobre el 18 de julio en tal o cual enclave concreto, o tal o cual huel-ga, o sobre unas viejas alpargatas o una herramienta oxidada del si-

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glo XIX que se desenterraban de un campo, o sobre los dudosos tes-timonios de algún venerable abuelo. Creyéndonos los renovadoresde la Historia, llamábamos pomposamente a nuestras tareas His-toria Social, Historia Local, Arqueología Industrial o Historia Oral.Tras emborracharnos de marxismo de bar, nos creímos esa pedan-tería de que la Historia era una ciencia —incluso en la actualidadse sigue hablando de Ciencias Sociales, donde cabe todo—, cuan-do, en mi opinión y aunque a muchos les suene a herejía, la Histo-ria no es una ciencia, aunque recurra a disciplinas científicas co-mo métodos auxiliares imprescindibles, lo que no quiere decir quela Historia no sea una materia seria, rigurosa, compleja y tan res-petable como las disciplinas científicas. Ocurría que se debía com-batir el tradicional complejo de inferioridad ante las Ciencias, pues,al fin y al cabo, también estábamos completando una licenciaturay, además, seríamos el motor de la revolución; y al bautizar a la His-toria como «ciencia» se le confería automáticamente una halo desabiduría, que podía servir de perfecta coartada para nuestra ig-norancia, aparte de para poder codearnos, sin complejos, con in-genieros, médicos o físicos. El resultado final fue evidente: nosteníamos por científicos de la sociedad y revolucionarios. Y, comohistoriadores, sólo debíamos trabajar en aquello que impulsase larevolución, la Historia social y la económica; la Historia de la Igle-sia, del Ejército, del Estado, que es la Historia del poder, e inclu-so la Historia política se despreciaban y no merecían ningún estu-dio por nuestra parte.

Pero, por suerte o por desgracia, nos quedamos sin revoluciónen la que participar. Con el tiempo, con la experiencia personal, conla madurez que dan los años, también nos iríamos dando cuenta dealgo más importante y de mayor trascendencia política: Rousseauy Marx se habían equivocado; ni el hombre es bueno por naturale-za y el «buen salvaje» es un invento occidental. Cuando por fin nosencontramos con el título académico en el bolsillo y nos tuvimosque enfrentar a unas oposiciones para tratar de trabajar de maes-tros y profesores como única salida profesional —aunque muchosde nosotros aborrecíamos de todo corazón a los niños—, nos di-mos cuenta de que no teníamos ni idea de la Historia que exigíanlos programas, de que la Historia social y económica de la que alar-deábamos era una parte muy pequeña de los temarios y de que senos había acabado la bicoca de impugnar un examen por contenerpreguntas «memorísticas». Y, entonces, a muchos se nos planteó

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una terrible pregunta: ¿de qué servía la capacidad interpretativa quecreíamos nos había dado el marxismo de la facultad si no sabíamosqué interpretar, si no conocíamos datos concretos, esos datos quehabíamos despreciado? Después, una terrible sospecha: ¿acaso to-da la verborrea revolucionaría no habría servido para justificar lafalta de rigor, esfuerzo y estudio que exige todo estudio universita-rio? ¿Acaso la tan cacareada Historia local, oral, o la arqueologíaindustrial, no eran coartadas para esconder la incapacidad, o la pe-reza, para abordar temas de más envergadura? En definitiva, ha-bíamos obtenido un título universitario de ideología, no de His-toria. De esta disciplina apenas sabíamos nada.

Empezamos a dar clase y, al principio, adoptamos ese papel deideólogos militantes —algunos siguen adoptando este patético pa-pel, aunque, como el izquierdismo ha pasado de moda, lo son delnacionalismo o del tercermundismo— para el que nos habíamosformado: ejercíamos de «despertadores» de la conciencia revolu-cionaria en los alumnos. Nos ocupábamos de demostrar únicamen-te, clase tras clase, lo malvados que habían sido los emperadores ro-manos, la iglesia medieval, los reyes absolutos, la aristocracia y laburguesía, así como las desgracias que habían padecido los esclavos,los campesinos y el proletariado... Parecía una excusa para hablar,inmediatamente después, de la traición que habían supuesto latransición democrática, los Pactos de la Moncloa, o el cierre de la si-derurgia de Sagunto. Para nuestra sorpresa, los alumnos se dormían,consideraban la asignatura una pesadez y, lo que era peor, no vibra-ban ante los heroicos hechos revolucionarios como la RevoluciónSoviética, la defensa de Madrid o la Revolución China3. En ciertaocasión, un estudiante me manifestó abiertamente —ante mi ab-soluta perplejidad, ya que no estaba preparado para escuchar tal he-rejía— que no se creía lo que yo explicaba, pues no se lo podía de-mostrar. En cambio, sí se divertían con lo mismos argumentos quenosotros disfrutábamos a su edad: las anécdotas, las batallas y las cu-riosidades y, partiendo de ellas, sí podíamos explicar mucha más His-toria con esperanza de que aprendieran algo. Por tanto, si quería-mos motivar al estudiante, era necesario introducir y, lo que era másimportante, relacionar esos elementos concretos y divertidos conlos conceptos más generales y áridos que teníamos que explicar.

Los nuevos profesores tuvimos que enfrascarnos, entonces, enun reciclaje histórico que consistió en aprender Historia de verdad,y comenzamos a estudiar todo aquello que hasta el momento ha-

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bíamos creído inútil y reaccionario: como fechas, reyes, batallas,anécdotas, biografías, así como las instituciones que considerába-mos malditas y a las que adjudicábamos la categoría de «perma-nente sostén de la sociedad de clases», como el Ejército, la Justiciao la Iglesia. Igualmente, aprendimos a valorar en la Historia el fac-tor «azar», o los acontecimientos y decisiones puntuales que pue-den marcar la vida de un país o causar la muerte de miles y milesde personas. Percibimos que estos elementos estaban muy presen-tes en la Historia cotidiana, que aparecían frecuentemente comohechos gratuitos y caprichosos, y muy poco «científicos»4. Sólo asípodía el marxismo que habíamos estudiado cumplir su papel in-terpretativo. Sólo desde el conocimiento de datos, de hechos his-tóricos, podíamos reflexionar sobre metodología, sobre técnicas deinvestigación, o sobre las fuentes, y arriesgarnos a establecer mo-delos generales de sociedad y desarrollo. Aprendimos, en definiti-va, que la Historia es como un cuadro impresionista que hay que ircompletando con múltiples y pequeñas pinceladas de distintos co-lores, imprescindibles, para que, al alejarnos, podamos tener la ajus-tada visión global.

Así descubrimos que una anécdota histórica, aparte de diver-tida, podía ser muy ilustrativa y podía ser un ejemplo microscópicode la Historia total, y que todos aquellos factores tan poco «mar-xistas» que habíamos ignorado en la facultad eran, precisamente,los más atractivos para la población en general, y para los jóvenesalumnos en particular. Descubrimos, en fin, que el rigor y la serie-dad de los estudios históricos no estaban reñidos con la amenidady la diversión; al contrario, debían conjugarse y complementarse.

La Historia militar —dada la terrible fascinación que siemprehan ejercido los ejércitos, los uniformes y las armas...— supone untrampolín perfecto para lanzarse a bucear en la Historia general. Elejército es una de las instituciones más antiguas de la civilización.Nació junto al Estado como modo de «organizar la violencia» alservicio de éste, y los gobernantes siempre han tratado de mante-nerlo satisfecho para que garantizase su dominio y sus ansias de po-der, operando frente a los enemigos interiores o exteriores. Estu-diar la Historia del ejército es, al menos en parte, estudiar la Historiadel Estado, de la sociedad de clases, de los mecanismos de domi-nación e integración, pero también de la antropología, de la psico-logía de masas, de la ideología y la religión, elementos, todos ellos,imprescindibles para comprender cómo se ha logrado motivar al

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soldado para que luche, para que mate y para que muera. La His-toria de los ejércitos es también la Historia de las relaciones socia-les, de la economía y de la política, y nos permite saber cómo se hanefectuado los reclutamientos, cómo vivía y sufría el soldado, o có-mo se pagaba al ejército. Por descontado, también es estudiar la evo-lución de la ciencia y de la tecnología empleadas para fabricar armasy máquinas de guerra cada vez más eficaces. Como decía Marc Bloch:«Explicar el combate sin las armas, al igual que los campesinos sinla arada y la sociedad sin herramienta, equivale a amontonar nubesinútiles y oscuras»5. Recordemos que en los ejércitos se aplicaban,tradicionalmente, los más novedosos avances científicos y tecnoló-gicos y, en consecuencia, han constituido un estímulo muy fuerte enla investigación científica. Por tanto, a través del estudio del ejér-cito, como de otros ámbitos, se puede aspirar a aprehender la reali-dad social en su conjunto, se puede aspirar a hacer «Historia total»,la «Historia sin más» que decía Lucien Febvre, y romper con esaHistoria compartimentada en donde, por ejemplo, la economía seanaliza por separado del devenir político, de la ideología, o de laciencia, sin interrelacionarlas entre sí.

Para someter a la población, los gobernantes nunca han ne-cesitado demasiada técnica. A lo largo de la Historia, a los dicta-dores les ha bastado un ejército disciplinado y cohesionado ideo-lógicamente, aunque estuviese mal equipado. En cambio, es en losconflictos exteriores, en los choques con otros ejércitos, donde pue-de apreciarse la verdadera eficacia de unas fuerzas armadas.

Las guerras y las batallas son elementos determinantes en laHistoria de la Humanidad y, desde Herodoto, los historiadoreshan hecho Historia de las batallas. A pesar de los deseos de granparte de los recientes historiadores, Liddel Hart nos recuerda loevidente: «¿Alguien puede creer que la historia del mundo ha-bría sido la misma si los persas hubiesen conquistado Grecia, si Fi-lipo de Macedonia hubiese tenido un sucesor carente de ambicióno de capacidad militar, si Alejandro hubiese fracasado en vencera los persas, si Aníbal hubiese tomado Roma, si la caballería deEscipión hubiese fracasado en retornar a Zama, si César no hu-biese pasado el Rubicón, si Mahoma hubiese sido derrotado enBadr, si Gustavo Adolfo hubiese sobrevivido en Lützen, si Napo-león hubiese perecido en Tolón, si Sherman no hubiese tomadoAtlanta? ¿Puede alguien creer que la Historia inglesa no hubiera

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sido afectada si Guillermo de Normandía hubiese fracasado enHastings, o Cromwell en Naseby?»6.

Evidentemente, el móvil de las guerras siempre ha sido el eco-nómico, el deseo de las tierras, los alimentos, las minas, las riquezas,los prisioneros, o las mujeres de los otros, aunque los políticos y losideólogos se hayan encargado de envolverlo convenientemente en elcelofán de la seguridad, del honor o del patriotismo. No hay acon-tecimiento histórico importante que no esté trufado de guerras, debatallas y de muertos. La Historia de la Humanidad se ha construi-do sobre millones y millones de cadáveres, todos víctimas, casi todosinocentes, y sobre el dolor, la opresión, la injusticia y las más terri-bles vejaciones que el ser humano sea capaz de imaginar. Cuanto másestudiamos Historia, más nos sobrecoge la maldad que ha sido capazde generar la Humanidad y lo fácilmente que ha recurrido a la fuer-za para obtener lo deseado, sin detenerse a pesar de provocar milesde carnicerías y holocaustos. Y también nos angustia profundamen-te comprobar cómo ha sido la guerra, el interés por matar más y me-jor al enemigo y de que maten menos a los míos, no sólo el estímulode las armas, sino la principal impulsora de la metalurgia —fabrica-ción de cañones, corazas, flechas, blindajes, espadas—, la ingeniería—máquinas de asedio, puentes, carreteras, caminos—, la geografía—estudios topográficos y meteorológicos—, la medicina —desin-fección de heridas, antibióticos, cirugía, vacunas, bacteriología—, laquímica —explosivos, venenos, gases venenosos, desinfectantes—,la veterinaria —estribos, herraduras, introducción de nuevas plantasforrajeras, mejora de las razas de caballos—, de náutica y de multi-tud de avances técnicos y científicos de todo tipo, como la energíanuclear, el sónar, el radar, la aviación, la astronáutica, internet, lasconservas, la remolacha azucarera y un largo etcétera.

En las guerras, siempre ha salido vencedor quien ha tenidomayor capacidad de volcar recursos económicos en ellas, o por dis-poner de un mayor volumen demográfico, una superior tecnologíaarmamentística y militar, o unos soldados más motivados y entre-nados; la victoria se debe, casi siempre, a una combinación de par-te o de todos estos factores.

En las batallas sucede otro tanto, aunque es sabido que el ven-cedor de batallas puede perder la guerra, porque, aunque sea capazde condensar estos elementos de superioridad en un esfuerzo con-creto, puede ser incapaz de sostener la superioridad a lo largo deltiempo necesario para vencer en la contienda.

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Por ello, el enfrentamiento bélico es siempre la expresión deun choque, no sólo de dirección política, sino, sobre todo, de ca-pacidad económica, científica, tecnológica, demográfica e inclusopsicológica entre dos bandos. Y vence, siempre, el que ha sabidomovilizar más y mejor los recursos necesarios. Analizar, por tan-to, las causas de una victoria militar es analizar las sociedades quese han enfrentado en toda su complejidad y globalidad. Pero es,también, analizar a la población que sufre más directamente en laguerra, a los soldados que matan o mueren porque se lo ordenan,sus condiciones de vida, sus temores, sus sufrimientos, su agota-miento físico, sus heridas, su muerte... En definitiva, analizar aque-llas circunstancias terribles que hacen vivir y sufrir, como nunca ensu vida, al ser humano. Como decía Terencio: «Nada humano mees ajeno»7 y, por desgracia, pocas cosas hay más humanas que laguerra. Todo lo dicho nos obliga a considerar que es importanterescatar la Historia militar del olvido, o de los únicos historiadoresque la han estudiado en España, militares o ex militares; o resca-tarla, al menos, de una circunstancia aún más grave: del injusto ana-tema de ser considerada como una historia fascista o reaccionariapropia de la derecha conservadora8.

Ciertamente, ninguna batalla vale la vida de una sola perso-na y la eliminación de la guerra debería ser el objetivo prioritariode la Humanidad. Desde el punto de vista ético, el recurso a la vio-lencia representa el fracaso más absoluto del ser humano en laresolución de conflictos. Pero, desde el punto de vista de la cons-trucción de los países, de los Estados tal y como hoy están confi-gurados, hay que preguntarse en qué medida los conflictos béli-cos han condicionado la realidad actual. Tanto para los vencedorescomo para los derrotados, probablemente hubo batallas concretasque condicionaron su realidad. Algunos pueblos, incluso, fuerontotalmente aniquilados como resultado de una guerra o de una ba-talla y desaparecieron para siempre de la faz de la Tierra. Todas lasnaciones tienen en su Historia guerras y batallas ganadas y perdi-das, pero sólo algunas han sido decisivas en su formación como Es-tado. Para miseria de los ejércitos, la mayor parte de las contiendasno lo han sido ni siquiera para el progreso de la nación vencedo-ra. Pero sí se puede afirmar que, muy posiblemente, con un resul-tado inverso en tal o cual guerra o batalla, la Historia posterior, asícomo el presente de las diversas naciones, sería diferente. Se pue-de hablar, por tanto, de ciertas batallas o guerras que, al decantar-

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se hacia la victoria o la derrota, fueron determinantes para la con-figuración de un país; porque, como decía Andreski: «A través detoda la Historia, la guerra ha sido el más eficaz estimulante de lacohesión de los Estados y la eficacia de los gobiernos»9.

En este país, España, ha ocurrido otro tanto. Nos guste o no,en nuestra Historia hay contiendas militares, victorias y derrotas,que han sido decisivas en la formación de la realidad política quees la España de hoy, de nuestras fronteras, de nuestra economía, denuestra cultura, incluso de nuestra mentalidad. Curiosamente, loshechos de armas decisivos no suelen coincidir siempre con las ges-tas míticas más sonadas en las historias patrioteras, destinadas a ali-mentar los distintos nacionalismos. A veces se trata de batallas yguerras de las que se habla y de las que se conoce poco. Pero sí sonlas que marcaron claramente un antes y un después, o que tuvieronunas importantísimas consecuencias y que nos permiten especu-lar en el divertido ejercicio —aunque nada riguroso— de los efec-tos diferentes que las batallas hubiesen tenido en caso de darse unresultado inverso al que tuvieron. Éste es el objetivo de este libro:analizar cuáles fueron esas guerras o batallas, estudiar las causas quepropiciaron un triunfo o una derrota y valorar el porqué de lasdecisivas consecuencias que tuvieron para la Historia de España.

En la nómina de batallas decisivas, encabezan la lista aque-llas que tuvieron lugar durante la romanización de Hispania. Laconquista de Roma «latinizó» la práctica totalidad de la penínsulaIbérica. Sin el legado romano, sin ese sustrato histórico, es evidenteque España sería diferente en cuanto a cultura, idiomas, religión,configuración del espacio, leyes y un largo etcétera.

Una segunda batalla trascendental es la de Vouillé, donde losvisigodos del reino de Tolosa fueron derrotados por los francos yse vieron obligados a abandonar casi toda la Galia y a instalarse,fundamentalmente, en la península Ibérica. Con esta derrota se pu-so fin al primero de los intentos de configurar una entidad políticaúnica a ambos lados de los Pirineos. Por tanto, ése fue el primeracontecimiento histórico tendente a establecer los límites de Es-paña en la cordillera.

Indudablemente, en nuestra lista ha de figurar Guadalete, puesmarca el inicio de la victoriosa invasión musulmana que se exten-derá por España durante casi ocho siglos, añadiendo las ya conocidasaportaciones económicas y culturales al sustrato romano-germáni-co del país. La batalla de las Navas de Tolosa supuso, en cambio, el

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inicio del decisivo empuje final que dos siglos y medio más tardepermitió a los reinos cristianos expulsar a los musulmanes definiti-vamente de España con la toma de Granada en 1492. Esta conquistaresultó decisiva, pues fue el principio de la fanática política de uni-dad religiosa, tan influyente en los años posteriores ante los judíos,moriscos y protestantes, así como el de la política expansiva porEuropa.

Dada la gran superioridad de los romanos, francos, musulma-nes y luego cristianos, era evidente que si el enfrentamiento no sehubiese producido en estas batallas concretas, en esas fechas, lo hu-biese hecho en otras, unos pocos meses o años después y con un re-sultado semejante. Su interés radica en el hecho de que marcan elpunto de inflexión, el cambio de rumbo de la Historia y que en ellasse puede encontrar claramente la abrumadora desigualdad de fuerzasy energías entre dos sociedades, entre dos bandos, que determi-naron el resultado del enfrentamiento.

Hay, en cambio, dos batallas en la Edad Media que considera-mos trascendentales y cuyo resultado no se debió a esa clara dife-rencia de energías entre distintos bandos que hemos visto en lasanteriores. Éstas fueron Murat y Aljubarrota. En la primera, la Co-rona de Aragón fue derrotada en un momento en que aspiraba a con-trolar Occitania, cuestionando de nuevo la barrera pirenaica comofrontera. En la segunda, Castilla sucumbió ante los deseos de inde-pendencia de Portugal. Ambos desastres se dieron ante fuerzas mi-litares muy inferiores y a causa de errores de bulto de aragoneses ycastellanos en el desarrollo del enfrentamiento. En caso de que lasvictorias hubieran caído del lado aragonés y castellano, posiblemen-te la evolución histórica de los acontecimientos hubiese sido muy di-ferente: la Corona catalano-aragonesa se hubiese consolidado comorival de los franceses en el sur de Francia; y, en el segundo caso, Por-tugal podría no existir como Estado independiente. Las consecuen-cias también fueron muy importantes: a partir de esas derrotas, Ara-gón y Cataluña centraron su expansionismo en el Mediterráneo yCastilla comenzó a tener un serio rival en sus posteriores expansio-nes coloniales. Dados, por tanto, los desenlaces un tanto «casua-les» de estas batallas, contradiciendo la correlación de fuerzas, su es-tudio adquiere una especial importancia y legitima la opinión de queestas batallas, de por sí, fueron decisivas en la Historia de España.

Como puede notarse, no hemos incluido en la relación de ba-tallas de la Edad Antigua o Media a otras que, aunque presenta-

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das como grandes glorias patrias, no han tenido, a nuestro juicio,trascendencia, como Sagunto, Covadonga, Roncesvalles, Clavijo oCalatañazor. La primera no influyó en el desarrollo de las poste-riores Guerras Púnicas. Las otras, que enfrentaron a los reinos cris-tianos contra los musulmanes, no fueron decisivas en el impulsode la llamada «Reconquista», y la derrota de Carlomagno no fuedeterminante para que renunciase a la conquista de España, puesjamás tuvo semejante pretensión: se conformó con mantener laMarca Hispánica al norte del Ebro que salvaguardase su imperiocentroeuropeo.

En la Edad Moderna, se han señalado como batallas decisivasla conquista de Navarra, con la que se daba fin a la independenciade este reino y se reafirmaba, una vez más, la frontera pirenaica an-te Francia; las conquistas de los imperios azteca e inca, que permi-tieron la construcción del imperio en América y la subvención delas campañas militares en Europa: las batallas de Ceriñola, Gare-llano y Pavía, en Italia, marcaron el inicio de la hegemonía espa-ñola en el Viejo Continente y fueron el trampolín de la política im-perial de Carlos V; la derrota de la Armada Invencible consagró eldominio marítimo y naval de Inglaterra —aparte de frustrar la in-vasión—, y la batalla de Rocroi señaló el fin del dominio españolen Europa y cuyas consecuencias últimas en la Guerra de los Trein-ta Años fueron el establecimiento de las actuales fronteras pirenai-cas (Paz de los Pirineos). Por último, en el marco de la Guerra deSucesión española, será necesario detenerse en dos batallas deci-sivas que decidieron la victoria para los Borbones: Brihuega y Vi-llaviciosa. Obviamente, la inferioridad de fuerzas de Navarra, asícomo la inferioridad tecnológica y psicológica de los indígenas ame-ricanos, hacían inevitable la victoria española. Del mismo modo, elagotamiento español hacía imposible prolongar por más tiempo lasvictorias de los tercios, de modo que la derrota de Rocroi en 1643estaba anunciada y, como ya se ha señalado, si no se hubiese pro-ducido en estas batallas, el mismo resultado se hubiese dado pocodespués. Diferente cuestión son las batallas de Italia, pues, si bienla superioridad española en el terreno militar era un hecho, los im-portantes errores franceses contribuyeron a su derrota. Más inte-resante es el tema de la Armada Invencible: aparte de la superiori-dad tecnológica de los barcos ingleses y de sus cañones, los erroresespañoles, junto con el siempre azaroso factor climatológico, con-tribuyeron decisivamente al desastre. Por último, el equilibrio mi-

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litar entre los contendientes durante la Guerra de Sucesión espa-ñola, con frecuentes alternancias, dan una especial importancia alas dos batallas señaladas, que fueron decisivas para el triunfo de lacausa de los Borbones.

Se han dejado fuera de estudio contiendas tan emblemáticascomo Lepanto, San Quintín y las larguísimas guerras de Flandes,entre otras, porque consideramos que no fueron decisivas. Seis me-ses después de la batalla de Lepanto, los turcos ya habían recom-puesto su flota y la Liga Cristiana se había disuelto, de modo queaquel enfrentamiento sólo sirvió, como mucho, para impedir que losotomanos de adueñasen enteramente del Mediterráneo occidental.San Quintín sólo obligó a la conversión al catolicismo de Enri-que IV y las guerras de Flandes fueron una continua sangría delas energías españolas, sobre todo económicas, en un territorio ab-solutamente alejado de los tradicionales centros de interés hispa-nos: fueron el fruto de la desgraciada herencia recibida por Car-los V, y de las que no se obtuvo ninguna contrapartida. Nunca huboninguna posibilidad real de incorporar estos territorios al imperio;su fracaso estaba anunciado en el momento de estallar la subleva-ción contra Felipe II, y la mayor aportación de los heroicos com-bates allí librados la recibieron la literatura y el arte en general.

Por último, las guerras o batallas seleccionadas como decisivasen la época contemporánea las reducimos a cuatro. Ayacucho, la mássignificativa de las derrotas ante los independentistas sudamerica-nos y que marcó el fin del imperio; el fracaso de la reconstruccióndel imperio colonial, ejemplificado en la guerra de Santo Domin-go, y la batalla naval de Santiago de Cuba, que supuso la pérdida deCuba ante los norteamericanos. Las tres derrotas eran casi inevita-bles, pero las consecuencias que tuvieron para España fueron tras-cendentales, tanto en lo económico como en lo político. El desastrede Annual no era, en cambio, inevitable; al contrario, fue conse-cuencia de la incompetencia y la corrupción de un ejército anticua-do y fue determinante para socavar la monarquía de Alfonso XIIIy preparar el advenimiento de la Segunda República.

De este período, nos hemos olvidado de Trafalgar, Bailén y lasGuerras Carlistas, y de otros enfrentamientos habidos en el nortede África. La primera fue decisiva para Napoleón, porque acabócon su sueño de invadir Inglaterra, pero no para España, aunque lapérdida de barcos se hizo notar posteriormente en las rebelionesde Hispanoamérica. La segunda batalla, Bailén, sólo fue un pequeño

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tropiezo para las armas francesas y no supuso ningún obstáculo pa-ra la victoria arrolladora de Napoleón en España; si al final tuvoque retirarse de la península fue, sobre todo, por el enorme des-gaste sufrido en Rusia. Durante las Guerras Carlistas no se die-ron grandes batallas; fue una sucesión de correrías, asedios, esca-ramuzas y pequeños enfrentamientos, y muy pronto se comprobóque los carlistas tenían perdidas las guerras al no contar con el apo-yo de las ciudades ni de la burguesía ascendente.

Hemos dejado fuera de este recorrido la batalla del Ebro, tras-cendental batalla que supuso el último y más serio intento de la Re-pública de contrarrestar las victorias franquistas y tratar de llegar aun final pactado de la Guerra Civil. La derrota republicana supu-so el ya imparable avance de las tropas de Franco y la terrible con-secuencia de cuarenta años de dictadura. La extensísima bibliogra-fía a propósito de este enfrentamiento ha probado suficientementesu importancia y su trascendencia. Incluir aquí una referencia ex-tensa a la batalla del Ebro no sería más que incidir en aspectos bienestudiados en otros lugares.

Es posible que el lector eche en falta algún episodio concreto,pero no cabe duda de que, «si no están todas las que son», al me-nos, «son todas las que están». Lo importante, en todo caso, escontribuir a la reflexión histórica partiendo de las batallas selec-cionadas y demostrar por qué han sido decisivas en la Historia deEspaña. Ojalá se haya detenido para siempre la configuración de Es-paña, y de todas las sociedades, basada en los derramamientos desangre y que en los futuros desarrollos de las sociedades naciona-les estén basados en procesos absolutamente pacíficos.

Aún una reflexión final: parece haberse extendido la idea deque el siglo XX ha sido la centuria de los genocidios, de la crueldad;se arguye que el progreso científico y tecnológico ha supuesto másmuerte y destrucción, y que estamos, como nunca antes, a un pasode la destrucción del planeta. Repasadas las guerras y las batallasque ha sufrido la Humanidad a lo largo de su Historia, viendo lafacilidad con se mataba, torturaba y violaba sin ningún tipo de fre-no, creo que podemos contradecir esta opinión. Cierto es que elsiglo XX ha conocido a Hitler, a Stalin, a Pol Pot, a Franco, a Pino-chet, a Trujillo, a Idi Amín y a una larga lista de dictadores asesinos,degenerados, terroristas y genocidas, pero los siglos precedentesfueron mucho peores. Los asesinatos en masa de los asirios, los ex-terminios sistemáticos practicados por todos los conquistadores, la

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esclavitud, el circo romano —y Roma era paradigma de la civiliza-ción, e incluso había regulado un Derecho avanzado—, la antro-pofagia organizada, las torturas más espeluznantes legitimadas porel poder, el absoluto desprecio por la mujer, la omnipotencia de losseñores feudales y los reyes absolutos presentes a lo largo de los siglospasados tiñen de color rosa el siglo XX. La diferencia estriba en que,en este siglo, el desarrollo de los medios de comunicación permi-tió conocer a gran parte de los genocidas, y por eso parece que hasido la más perversa de las centurias. Pero todos los miles y milesde asesinos del pasado quedaron en el más absoluto anonimato, sinningún medio de comunicación que aventase sus fechorías. ¿O esque no hubo personajes tan siniestros como Hitler o Stalin, e in-cluso más, en los siglos pasados? Es más: mientras que en el siglo XXhemos adquirido unos criterios morales cada vez más universales,que consisten en repudiar el crimen, la violación, el robo o el abu-so, lo que implica una condena de esos actos, en el pasado no muylejano, estos criterios no existían y se consideraban correctas o po-sitivas esas conductas hoy sancionadas moral y jurídicamente. Enel pasado, la vida valía mucho menos que ahora.

La Historia de la Humanidad es la historia de un largo y cos-toso proceso de «desanimalización». Hemos tenido que aprendera reprimir los instintos primitivos en aras de la convivencia, y esolo hemos hecho, lo llevamos haciendo, en unos pocos miles de años,lo cual, biológicamente, representa muy poco tiempo. Pensemosque, hasta la Revolución Francesa, no se concebía algo tan obvio—a nuestro parecer— como la igualdad entre los hombres y quela igualdad entre los sexos o las razas no se reconoció hasta hacepocas décadas, ni siquiera en el Occidente desarrollado10. Sí, el si-glo XX ha sido el siglo de esos asesinos que hemos citado, y de lasbombas atómicas, y de los campos de exterminio, y de los fanáticoshooligans, y de los vídeos snuf, y del turismo sexual, y de hambru-nas, muertes, miserias, guerras, violencias y de todas las barbaridadesque, por otra parte, son tan viejas como la misma Humanidad, asícomo de unos peligros medioambientales de gran magnitud —eneste punto, quizás, reside el único factor nuevo— que ponen en pe-ligro la supervivencia del planeta. Pero también ha sido el siglodel despertar de los derechos humanos y las sociedades se han mo-vilizado frecuentemente para impulsarlos, de la explosión de lasONG solidarias, de la igualdad de la mujer en gran parte del mun-do, de la extensión de la democracia, de la mejora de las condicio-

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nes de vida y un largo etcétera. Conocer la Historia sirve, entreotras cosas, para horrorizarnos ante la condición humana, pero tam-bién para valorar positivamente los lentos pasos del hombre haciaun mundo mejor. Somos crueles, pero menos que hace unos siglos.Somos capaces de los actos más repulsivos que se puedan imaginar,pero también de los más nobles y gallardos. Obviamente, ello noexcluye que, dadas las perfeccionadas tecnologías de muerte delas que hoy disponemos, acabemos destruyendo el planeta, perosi ello no sucede, dentro de unos miles de años es posible que, si-guiendo el proceso de «desanimalización», seamos mejores.

JUAN CARLOS LOSADABarcelona, verano de 2003

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