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Beatriz Espejo
Vidas de monjas mexicanas
Durante el siglo XVII y buena parte del XVIII, las manifestaciones literarias en México echaban mano del estilo
barroco imperante que impuso sus características a todas lasobras religiosas: fervorines, discursos, muchas alegorías ymontones de versos. Por decretos reales dictados los años1532 y 1543 se prohibían las novelas que curiosamente tenían un público cautivo entre las mujeres, entusiastas lectoras de aventuras caballerescas y pastoriles; pero estaba enboga otro género, un género de vago aliento novelesco: lasbiografias ejemplares de personas fervorosamente devotascuyas peripecias pintan una época e iluminan el desarrollode la mística en América Hispánica y su enorme influenciacultural y social, vidas de monjas que abrazaban su vocaciónde manera apasionada y conmovedora dejándonos sus elocuentes testimonios.
Los archivos y bibliotecas especializados en la Coloniaguardan un número considerable de Vidas de beatas} y religiosas mexicanas escritas casi todas por sus confesores. Amanera de ejemplos podrían citarse la de la venerablemadre María Antonia de San Jacinto (1689), que fray JoséGómez dio a conocer y editaron los herederos de la viudade Bernardo Calderón; la de Ana Guerra de Jesús redactadapor el padre Antonio de Siria, Guatemala, 1716; la de sorAntonia de la Madre de Dios, con un pie de imprenta de laviuda de donJoseph Bernardo Hogal, 1747; la de la venerable madre Michaela de la Purificación, impresa en Pueblapor la viuda de Miguel Ortega y Bonilla, 1755; la de la venerable María Águeda de San Ignacio que José Bellido publicóen la Biblioteca Mexicana, 1758, costeada por el obispo dePuebla, fray Domingo Álvarez de Abreu. Los escritos inéditos de sor Serafina de la S. S. Trinidad se caligrafiaron a pedido de sus padres espirituales para que su placidez ydocilidad sirviera de modelo a sus hermanas de religión;pero una serie de cartas destinadas a su director descubrieron que sor Serafina se entregaba a la desesperación con facilidad y que su existencia era una especie de péndulooscilante entre la zozobra y la paz angélica; en cambio, sor
1 Se daba nombre de beatas a las mujeres que sin ser monjas vestían hábito
de una orden tercera, ya fuera San Francisco, Santo Domingo o el Carmelo, yUevaban vida piadosa y ejemplar.
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María Marcela, 1848, disfrutaba la placidez de los bienaventurados en su convento capuchino de Querétaro. Franciscode Florencia, S. J. dedicó unas páginas de su Historia de laCompañía deJesús en la Nueva España a encomiar la virtud inquebrantable de una india michoacana, y don Fernando deCórdoba y Bocanegra refirió las bondades de otra indígenallamadaJuana de SanJerónimo.
Los jesuitas fueron particularmente aficionados a la difu
sión de estas Vidas y a la de cartas edificantes que se popularizaron mucho y sirvieron como textos en colegios,conventos y escuelas. Probaban que algunos seres excepcionales resistían martirios terribles y sufrimientos atroces contal de purificar sus almas. La mayoría de estos escritos presentan grandes semejanzas, al punto de que determinadospasajes aparecen de documento a documento, porque eranparte de un proceso místico y respondían a una misma manera de entender el catolicismo y la permanencia del hombre sobre la tierra. Se creía en Dios y contravenir losdogmas implicaba oponerse a verdades absolutas y a la autoridad de la Iglesia. Se admiraban los mismos patrones estéticos; las representaciones del Paraíso eran los camarines dela Vrrgen, con el Espíritu Santo en la bóveda, las nervadurasde argamasa cubriendo los ámbitos del recinto y los retablosguarnecidos con láminas de oro. Los grandes pintores retrataban santos aureolados de rostros macilentos y carnes magras, transfigurados en mártires que padecieron por su fe.La Inquisición unificaba las opiniones, sembraba el temor yse había vuelto un instrumento político que ayudaba a conservar la unidad del Estado, pues los inquisidores, curas,maestros, alcaldes o caballeros, "trabajaban por la represiónespiritual de los demás y en cierta forma por la propia"2. ElSanto Oficio convertía a muchos en delatores de sí mismos,pensando que acumulaban indulgencias contra sus pecados,y amordazaba a las monjas, que a la hora de explicar sus experiencias por escrito andaban con pies de plomo, temerosas de que las consideraran heréticas o alumbradas.
Un sistema de mayorazgos beneficiaba a los primogénitoscon títulos y haciendas y, finalmente, los convencionalismos
2 Pablo GonzáIez Casanova, La literatura perseguida en IJJ crisis de IJJ Colonia,
México, SEP, 1986, p. 1I9.
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vigentes abrían sus garfios para impedir que nadie los desafiara, y las mujeres menos que nadie, restringidas como estaban a una escolaridad muy deficiente. Los conocimientos yla diversidad de materias se reducían al aprendizaje del catecismo, las primeras letras, dos o tres operaciones matemáticas (sumas, restas, quebrados), labores de mano y cocina. Yen el mejor de los casos a nociones musicales. Los conventos excusaban el pago de la dote a quienes leían música, y sesabe que destacaron en la materia María Inés de la Cruz, delConvento de jesús María, a quien se refirió Carlos de Si
güenza y Góngora en su Parayso occidenta~ que tal vez inspiró a sorJuana para elegir el complemento de su nombre; lapropia sorJuana Inés de la Cruz, docta en tales asuntos y autora de un tratado, El caraco~ Petra de San Francisco, fundadora del Convento de Corpus Christi, destinado a indias, ymuchas cantoras de las que no se conserva memoria quecon sus voces de soprano proporcionaron placeres celestiales a sus contemporáneos.
La docencia constituía otra tarea remunerativa; perohabía pocas maestras debido en parte a su módico saber. Ensu respuesta a sor Filotea de la Cruz, sor Juana pugnaba(marzo de 1691) porque ancianas doctas en letras y de sanaconversación y costumbres educaran a las jóvenes, y sólo encontraba el ligero inconveniente de que no hubiera esas ancianas. Quedaba el recurso de aplicarse a las artes culinariassiguiendo los consejos de Juan Luis Vives y de fray jerónimode Mendieta. Así, para ganarse las voluntades de sus parientes y amigos, las mujeres se acaloraban frente a los fogones yechaban a volar su imaginación inventando ates, dulces depiñones, empanadas de almendra que se deshacían al morderlas, caldos reconfortantes, rompopes, moles de todos colores y un sin fin de suculencias. O procuraban sustentarseelaborando primores a mano, servilletas rejilladas, mantelestejidos, cajitas, encajes, bolsas de chaquira, enaguas encañonadas, gobelinos dignos de un museo, que exigían horas depaciente ejercicio y se vendían en cualquier cosa. Muchasmonjas fueron bordadoras notables -como lo prueban losornamentos del culto que han resistido el paso de los siglosy que se conservan en los museos- y aceptaban encargos acambio de dinero o a cambio de que su lejano esposo lasmirara dulcemente. Con sus agujas y sus hilos de oro y platadibujaban pájaros remontándose hacia el infinito, cálices repujados, uvas pesadas, nidos llenos de polluelos, flores maravillosas en paños de altares, capas pluviales o mitras,esplendor de las ceremonias litúrgicas y orgullo de su comunidad.
Por todo lo anterior, para las mujeres las posibilidadesdignas de ser aceptadas como un proyecto de vida se reducían a dos: el matrimonio o la entrada al convento, palacioscada vez más numerosos y más ricos que los que habitabanlos frailes.. Su extensión resultaba fantástica lo mismo quesus tesoros. Los techos y las vigas estaban dorados, los muebles eran taraceados; las gradas de madera del Brasil. Columnas de mármol ornamentaban parte de los altares, lostabernáculos recamados de piedras preciosas valían sumas
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considerables, las paredes se cubrían de óleos y de muralesal fresco. Ocasionalmente servían de asilo para lisiadas y enfermas como doña María de los Dolores Mora (1651-1728),mística célebre, ciega y epiléptica, que -gracias a las gestiones de un sacerdote hermano suyo- entró a San Lorenzocomo seglar y profesó moribunda a los setenta y siete años
por dispensa del arzobispo José Lanciego y Eguílez.Además, convertirse en monja solía ser consecuencia de
una educación muy religiosa. En México, Perú, Guatemala,Nueva Granada, entraban juntas al claustro hermanas y primas, y tal fue el caso de las hijas de los Marqueses de la Laguna y Casa jara que ingresaron a Santa Clara del Cuzco.Un buen número de novicias tenían parientes en los monasterios o en el clero secular, lo cual era visto como una distinción social, dadas las condiciones impuestas por las diversasórdenes. Se aceptaba únicamente a las mejores candidatas, yéstas demostraban su limpieza de sangre, lo cual en Españaconsistía en asegurar que ni ella ni su familia habían desempeñado nunca oficios humildes o merecido investigacionesde la Inquisición y que, como buenos cristianos viejos, ni enlas ramas más lejanas de su árbol genealógico existíanmoros o judíos. En América se prestaba mayor importanciaa la legitimidad del nacimiento y a la búsqueda de antecedentes indígenas que descalificarían a las pretendientes. Laexención del requisito podía obtenerse mediante breves resoluciones apostólicas, pero no se recurría a ellas frecuente
mente.Al no tener acceso a las universidades, puertas abiertas al
mundo, la toma de velo constituía un modo de resolver problemas de diversa índole. Por ejemplo, La Marquesa deSelva Nevada, en el pliego que buscaba licencia real paraabrir un convento en Querétaro, sustentaba las conveniencias sociales de su petición argumentando entre otras cosas
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ue una pareja de prole numerosa podía enclaustrar a dosq .'de sus hijas y darle oportunidad de mejores casanuentos alas restantes. y la ceremonia del noviciado se convirtió enun acto social importantísimo para la familia, rasero quemedía una opulencia demostrada en el vestido y las joyas dela postulante, el sermón del predicador, la excelencia en lainterpretación de los motetes y los salmos, los arreglos del
templo y el buffet servido a la concurrencia.Bajo la fuerza de estas circunstancias, engalanadas y so
lemnes, muchas jóvenes pedían su ingreso, ilusionadas conla idea de darles gusto a sus padres; otras, menos felices, lo
,hacían porque no contaban con una dote matrimonial ocon solicitantes a su mano, porque algunos tíos ricos lesasignaban bienes de fortuna si vestían hábitos y las desheredaban si permanecían en el siglo. Abundaban quienes deseaban salirse al cabo del periodo de uno a tres años queduraba el noviciado y quienes profesaban desganadamente.Ello queda claro en textos de diversa índole, como la Práctica de confesores de monjas, 1708, dispuesta por el R. P. Andrésde Borda (franciscano, doctor en teología dos veces jubilado, catedrático de la Real Universidad), en que, apoyadopor el artificio retórico del diálogo platónico, resolvía dudasque le planteaban las monjas clarisas de su orden. Le preguntaban si era pecado vender esclavas, dudar de que fueracausa de condenación eterna desatender un poco la reglaconventual, resistirse a poner en manos de la prelada -eonforme lo mandaban los estatutos- las dádivas y regalos queles hacían sus familiares y amigos, hasta qué torres y azoteasdel edificio llegaba la clausura y otros múltiples cuestionamientas banales que demostraban falta de devoción.
Aun cuando la literatura preceptiva, los sermones deltiempo, los panegíricos y las mismas cartas edificantes contienen normas de conducta aplicables a todo el género femenino, incluyendo a las religiosas, en el México colonialno se publicó ni una sola obra sobre educación; sin embargo, las monjas constituían el grupo de mujeres más ilustrado. Casi todas sabían leer y escribir y entendían el suficientelatín para el seguimiento puntual de misas y oraciones;aparte, las prácticas comunitarias exigían la lectura de librosejemplares. Obras de Juan de los Ángeles, fray Luis de Granada, san Juan de la Cruz, san Ignacio de Loyola. La escalaespiritual del contemplativo Juan Clímaco (526-616), que setradujo en Nueva España antes de que fray Luis de León latradujera en Europa, la Vida de Teresa de Ávila o La místicaciudad de Dios de María de Jesús Ágreda, que alcanzó numerosas ediciones y una difusión enorme en cuanto colegio,recogimiento, convento o beatería hubo en las colonias.Llegaba a lugares apartados como Guatemala, donde laleyó, con gran provecho para su evolución espiritual, labeata Ana Guerra de Jesús (1639-1714). Se devoraban también las Vidas de santa Rosa, santa Bárbara, santa Magdalenade Pazzi y de otras muchas. Abundaban las Meditaciones. Circulaban unos ejercicios divinos revelados al venerable Nicolás Eschio, referidos por Laurentis Secrius (1522-1578) ytraducidos del latín a la lengua vulgar y explicados por fray
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Juan Ximenes en 1690. Antonio Núñez de Miranda (16181695), el famoso confesor de sor Juana, preparó una explicación teórica y práctica del Contempus mundi para dar"frutuosamente gracias a la frecuente comunión" y Baltasardel Castillo tradujo al castellano y mexicano una Vida cristiana. Las Regras y ordenanzas de las distintas órdenes consideraban que estas lecturas eran benéficas para sus monjas,quienes experimentaban "sus frutos, cuidadosas de imitar ala Gloriosa Vrrgen sin mancilla, Patrona y Señora suya, queperseveraba en la oración, como se lee en las actas de losapóstoles"3.
Buena parte de las religiosas se adentraban en una ciencia destinada sólo a los hombres. Las místicas, aunque nofueran teólogas propiamente dichas, después de la siestaque duraba de tres a cinco de la tarde, interpretaban los libros espirituales a la hora de labores y, así, se familiarizabancon la teología, respuesta a todas las preguntas, escala deluniverso hacia la mente divina de la cual nace todo. Encontraban el sentido de sus visiones en sus conocimientos teológicos, que robustecían contemplando los retablos ante loscuales rezaban, ricos en representaciones simbólicas: pelícanos que se desangran el pecho para formar con sus plumasel nido de sus polluelos y parabolizan el amor de Cristo algénero humano, imágenes del Padre Eterno sosteniendo elmundo en sus manos. Convencidas de que no se mueve lahoja de un árbol sin la voluntad de Dios, agradecían que lashubiera escogido por esposas, consideraban un privilegioser católicas y~e acuerdo a los conceptos barrocos establecidos- procuraban volver visible lo invisible y al relatarnos su camino de perfección se apoyaban en alegorías
3 Reglas y urdenanzas di las monjas di la Inmaculada Concepción di ifl Santísima
Vngm Nuestra Señora, México, 1758, p. 42
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herméticas para los no iniciados, alegorías que abarcaban
colores, objetos, fechas, lugares aludidos. Incluso el usoconstante de mayúsculas indicaba acatamiento yrespeto.
La iconografia de la época fomentaba sus transportes. Pordoquier había ángeles ysantos con las vestiduras en vuelo omártires como Catalina de Alejandría esposada, encadenada, pálida y ojerosa debido a sus bárbaros tormentos queprocuraban mitigar los querubines. O santa Gertrudis, aquien pintó Nicolás Rodríguez Juárez, hacia los finales delsiglo XVII, rezando ante el crucificado y en el momento derecibir el corazón de su amadísimo como recompensa. Da laimpresión de que todo fuera puro sexo al revés, vuelta detuerca de una proclama de los padres de la Iglesia: ''Virgini-
dad y castidad llenan y pueblan los asientos del Paraíso."Convencidas de que la muerte era sólo un tránsito para unaeternidad feliz, las monjas se esforzaban por conservarse virginales y castas; pero su naturaleza núbil solía impedírselo.Las urgencias sexuales se convertían en los suplicios que Antonio de Padua combatió hasta volverse santo. La oraciónmental, que tanto esfuerzo reclamaba, las inducía muchasveces a imaginar perturbadoras escenas eróticas en las queocasionalmente Satanás tomaba papel protagónico.
Padecían enfermedades somáticas, como ataques, anestesias sensitivas, alteraciones de los conductos vasomotores,vómitos de sangre, estigmas, alucinaciones de vista y oído.Quizá estados de sugestión extremosos. Y lo espiritual influía sobre lo fisico al punto de provocar falsos embarazos,falsa preuresía y diversas secreciones. Los trabajos de Charcol, Richer y Babinski han servido para que los psicoanalis-
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tas modernos lo acepten dentro de la sintomatología habitual de la histeri~pilepsia y el pitiatismo y han vuelto a laIglesia prudente, casi escéptica. Dejó de referir sistemáticamente al demonio lo que la ciencia o la medicina no logranexplicar; sin embargo, en el México de la Colonia los médicos lo atribuían a padecimientos cardíacos y los frailes loconsideraban fenómenos sobrenaturales. Por eso no resultararo que visto como algo aterrador, y paradójicamente esperado, Lucifer esté presente en las Vidas que se han conservado de monjas y beatas. Y para interiorizarnos en el climadonde germinaron tales Vidas recordemos el nexo que semantenía con los confesores, sustitutos de padres, hermanos, amigos, esposos, única figura masculina al alcance delas tribulaciones, receptor de pormenores espirituales y urgencias eróticas, confidente de anhelos e imperfecciones.Acostumbradas a obedecer dentro y fuera del convento esasmujeres depositaban sus voluntades en manos ajenas paraque las modelaran como cera blanda. Ellos actuaban ocasionalmente a la manera de los psicoanalistas actuales. Equivocados a veces, atinados otras, vigorizaban su misiónescuchando a sus penitentes con el absoluto convencimiento de que conducían hasta las plantas de Dios una oveja desu rebaño. Hay una lista enoflne de .alvadores de almas especialistas en monjas. Entre los más célebres destacaronNúñez de Miranda o fray Bartolomé de Ita, arcediano de laCatedral. Un gran número ha quedado olvidado en el tiempo de la historia. Absolutamente todos aceptaban como unhecho de prestigio personal tener entre sus hijas de confesión a una mo~a que destacaba por sus virtudes y era venerada en su comunidad.
La Pasión solía señalarles el punto de partida, el instanteproclive a sus arrebatos místicos. Cristo rey de burlas, atado,con la espalda lacerada por mil azotes, Cristo con una corona de espinas, un manto harapiento y una vara por cetro,muerto en un calvario afrentoso. Cristo, que había padecidohumillaciones redimiendo al género humano, despertaba laternura de aquellas almas ansiosas de lo sublime y las impulsaba a imitar su ejemplo de amor y sacriticio. Por eso, cuando debían narrar los incidentes de sus vidas hablaban de susexperiencias conventuales y omitían -o apenas los mencionaban- años y recuerdos seculares. Ellas mismas no atinaban a explicarse sus milagros y predicciones, con los cualescausaban mayor asombro en sus contemporáneos del quecausaban las hazañas poco difundidas de algunos frailes quellegaban caminando hasta la Alta California.
Al conocer una de estas Vidas aisladamente, el lector moderno podría tomarla como un caso peculiar. No lo era paralos lectores de la época, acostumbrados a oír de monjas ybeatas que viVÍan y morían en olor de santidad y nos legaronsus memorias escritas en estilo barroco, por los confesoresque las guiaron, poseían una escolaridad que les permitíaestructurar las obras y se tornaban sus biógrafos, aprovechando, encareciendo o censurando lo que ellas habían redactado o les habían dicho en conversaciones minuciosas ydilatadas·O
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