Upload
pablo-santibanez
View
193
Download
5
Embed Size (px)
Citation preview
1
Políticas de la teoría
Ensayos sobre subalternidad y hegemonía
John Beverley
2
Políticas de la teoría. Ensayos sobre subalternidad y hegemonía.
John Beverley
2011.
Selección y prólogo Sergio Villalobos-Ruminott.
Traducción: Marlene Beiza Latorre y Sergio Villalobos-Ruminott.
3
Índice:
Prólogo
1. - Tesis sobre subalternidad, representación y política.
2. – La política de la teoría: un itinerario personal.
3. - Sobre el paradigma de los estudios culturales (conferencia de Montevideo).
4. - El giro conservador en la crítica literaria y cultural latinoamericana.
5. - ¿Quiénes son los cristianos hoy? Notas sobre Imperio de Hardt y Negri.
6. - Deconstrucción y subalternismo.
7. – El subalterno y el Estado.
4
Prólogo
________________________________________________
5
I. - Tesis sobre subalternidad, representación y política1
______________________________________________________________
I. Los esfuerzos por “representar” al subalterno (tanto en el sentido mimético de
“hablar de” como en el sentido político y jurídico de “hablar por”) en arte, literatura,
teoría y otras disciplinas académicas, deben afrontar el dilema de la resistencia y la
insurrección subalterna contra las concepciones de la elite.
En la sucinta definición de Ranajit Guha, fundador del colectivo de historiadores
surasiáticos conocido con el nombre de Grupo de Estudios Subalternos, la palabra
subalterno es “un nombre que designa un atributo general de subordinación […] ya sea
que éste sea expresado en términos de clase, casta, edad, identidad sexual, profesión o
de cualquier otra manera”2. Sin duda, podemos considerar que una de estas “otras
maneras” es la distinción entre personas “educadas” y “no (o parcialmente) educadas”
que confiere el adoctrinamiento, los procedimientos y resultados del saber académico y
la alta cultura, tanto en contextos metropolitanos como en contextos coloniales y post-
coloniales. ¿Cómo podemos entonces “conocer” o “representar” al subalterno desde la
perspectiva del saber académico o desde la práctica artística, cuando este conocimiento
y esta representación están intrínsecamente involucrados en la producción social del
1 Este texto apareció, en catalán e inglés, en el libro Subcultura i homogeneïtzació (Fundación Antoni Tápies, Barcelona: 1998), como respuesta a una carta que el crítico de arte francés Jean-François Chevrier dirigió a John Beverley. En su carta, Chevrier se mostraba interesado por la influencia de los conceptos gramscianos de hegemonía e intelectual orgánico en el trabajo de Beverley sobre subalternidad y narrativa testimonial en América Latina. La carta se enfocaba en la “ambigüedad” de la localización del testimonio, entre el humanismo burgués y las prácticas subalternas, pero también entre proyectos revolucionarios de transformación centrados en el Estado y en los movimientos anti-institucionales de la resistencia popular (particularmente en el caso de América Central). Chevrier insinuaba que, precisamente, dicha ambigüedad podría ser la condición previa para una “nueva alianza de clases en un frente político-cultural”. En su respuesta, John Beverley analiza las posibles formas de un “Estado del pueblo” constituido por una alianza con las mentadas características, y la función y límites de la mediación estética en las relaciones políticas de hoy en día [parafraseo aquí la nota de los editores, SVR]. 2 Ranajit Guha, “Preface”, en Ranajit Guha y Gayatri Spivak (editores), Selected Subaltern Studies (New York : Oxford University Press, 1988).
6
subalterno, en su constitución como una “otredad”? ¿Cómo sería un tipo diferente de
saber y representación caracterizado por la forma subalterna de solidaridad, resistencia
y comunidad? ¿Puede el subalterno como tal llegar a ser hegemónico?
El estudio magistral de Guha sobre las rebeliones campesinas de la India en el
siglo XIX, Elementary Aspects of Peasant Insurgency, deja claro que el subalterno avanza
con las palabras del Sermón de la Montaña inscritas en su bandera: los últimos serán
los primeros y los primeros serán los últimos3. Según Guha, la categoría que define la
“voluntad” o identidad subalterna es la negación4. Comprender al campesino rebelde
como sujeto histórico requiere una correspondiente inversión epistemológica. El
problema es que los hechos empíricos de estas rebeliones son narrados en el lenguaje (y
en las asunciones culturales) de las elites –tanto la nativa como la colonial- contra las
cuales estas insurrecciones estaban orientadas: “…el fenómeno histórico de la
insurgencia aparece por primera vez como una imagen enmarcada en la prosa, y por
tanto, desde el punto de vista de la contra-insurgencia, –como una imagen
distorsionada” (Aspects, 333). Aquella dependencia, sugiere Guha, revela un prejuicio en
la misma construcción de la historiografía colonial y post-colonial a favor del archivo
escrito y de el grupo dominante colonial y sus agentes, cuyo estatus es parcialmente
constituido por su dominio de la cultura letrada. Este prejuicio, evidente incluso en
formas de historiografía que simpatizan con los insurgentes, “excluye al rebelde como
un sujeto consciente de su propia historia, y lo incorpora a otra historia sólo como un
elemento contingente subordinada al protagonismo de otras subjetividades” (Aspects,
77). Para recuperar la especificidad histórica de las rebeliones campesinas, el historiador
tiene que leer el archivo a contrapelo, practicar una “escritura al revés”.
3 Ranajit Guha, Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India (Delhi: Oxford University Press, 1983). El epígrafe que Guha utiliza en su libro es un pasaje de las Escrituras Budistas, que él traduce desde el sánscrito de la siguiente manera: “(Buda a Assalayana): ‘¿Qué piensas de esto Assalayana? ¿Has escuchado que en Yona y en Camboya y otras janapadas cercanas hay sólo dos varnas, el amo y el esclavo? ¿Y qué habiendo sido un amo se deviene un esclavo; habiendo sido un esclavo se deviene un amo?’” 4 “Reconocemos por supuesto que la subordinación no puede ser comprendida sino como uno de los términos constitutivos de una relación binaria, cuyo otro término es la dominación” Guha, Selected Subaltern Studies, 34.
7
Guha entiende por “la prosa de la contrainsurgencia” no sólo al archivo colonial
del siglo XIX, sino también al uso, incluyendo el actual, de ese archivo para construir
discursos académicos (históricos, etnográficos, y literarios, entre otros) que pretenden
representar estas insurgencias campesinas y situarlas en una narrativa teleológica de
formación del Estado. Él está preocupado con la forma en la cual “el sentido de la
historia [es] convertido en un elemento de preocupación administrativa” en estas
narrativas. En la medida que el subalterno es conceptualizado y experimentado, en
primer lugar, como alguien que carece de poder de (auto) representación, “al hacer de
la seguridad del Estado el problema central desde el que se narra la insurgencia
campesina”, estas narrativas (de formación del Estado, de transición entre etapas
históricas, de modernización) necesariamente le niegan al campesino insurgente
“reconocimiento como sujeto histórico en su propio derecho e incluso en relación con
sus propios proyectos” (Aspects, 3).
Guha intenta representar o recuperar al subalterno como un sujeto histórico,
desde la coraza de los discursos historiográficos y archivísticos que le niegan agencia. En
este sentido, su proyecto es una continuación de la misma insurgencia que se propone
representar históricamente. Pero, los estudios subalternos no son simplemente un
discurso “sobre” el subalterno. ¿Cuál sería el interés, después de todo, en representar al
subalterno como subalterno? Ni tampoco se trata, simplemente, de los campesinos o
del pasado histórico. Los estudios subalternos aparecen y se desarrollan como una
práctica académica en un escenario contemporáneo en el cual nuevas relaciones de
dominación y subalternidad son producidas regularmente y otras anteriores son
reproducidas o reforzadas. Son una respuesta crítica ante la necesidad de los grupos
dominantes en la globalización de administrar a poblaciones cada vez más
multiculturales y a una heterogénea clase trabajadora transnacional; y se articulan en
particular contra el rol central de la academia y de otras instituciones de autorización
científica y cultural que producen y se apropian de los conocimientos necesarios para
esta tarea. En la emergente economía global basada en el control y la manipulación de
la información y de las imágenes, en una flexibilidad financiera virtualmente ilimitada y
8
en una creciente especialización de la mano de obra paralela a la degradación o
descalificación de muchas posiciones de trabajo, nuestra posición en las universidades y
en las instituciones de alta cultura (que han devenido evidentemente transnacionales),
adquiere un nuevo e inesperado poder de acción. Pero este poder de acción también
implica un predicamento con respecto a las consecuencias políticas de nuestro trabajo.
Cuando Gayatri Spivak hace la afirmación, aparentemente paradojal, de que el
subalterno no puede hablar5, ella quiere decir que el subalterno no puede hablar en
ninguna forma que implique autoridad o sentido para nosotros, sin alterar las relaciones
de poder / saber que lo constituyen, en primer lugar, como subalterno. El “silencio” del
subalterno, su aquiescencia o vulnerabilidad, su carácter “folclórico” o “espontáneo”
(para Gramsci) sólo son tales desde la perspectiva de un sistema de valor que confirma
el estatus de una elite. Estas cualidades imputadas al subalterno establecen la
normatividad de la dominación, de la misma forma como, para citar a Spivak, “la
práctica subalterna norma a la historiografía oficial”6. Aún cuando ellos mismos
practican una forma elitista de discurso, Guha y los historiadores subalternos tienen
siempre presente el hecho de que sus discursos y las instituciones que los contienen,
tales como la universidad, la historiografía, las “bellas” artes o la literatura, están, en sí
mismas, implicadas en la producción y perpetuación de la subalternidad. La misma idea
de “estudiar” al subalterno es contradictoria en cuanto señala un nuevo registro de
saber en el que el poder de la universidad para comprender y representar el mundo se
desvanece o alcanza su límite. Reconocer la naturaleza de esta paradoja implica
aprender a trabajar a contrapelo de nuestros propios intereses y prejuicios –un proceso
que implica deshacer la autoridad de la alta cultura de la academia y de los centros de
saber al mismo tiempo que continuamos participando plenamente en ellos como
5 Gayatri Spivak, “Can the Subaltern Speak?”, en Cary Nelson y Larry Grossberg (editores), Marxism and the Interpretation of Culture (Urbana: University of Illinois Press, 1988), 271-313. 6 “[E]l ámbito de la persistente emergencia del subalterno en la hegemonía debe siempre y por definición mantenerse heterogénea con respecto a los esfuerzos del historiador disciplinario. El historiador debe insistir en sus esfuerzos para ser conciente de esto, que el subalterno es, necesariamente, el límite absoluto donde la historia es narrativizada como lógica. Esta es una lección difícil de aprender, pero no aprenderla es simplemente quedar atrapados en el plano de soluciones elegantes provenientes de una correcta práctica teórica. ¿Cuándo ha contradicho la historia que la práctica norma a la teoría, así como la práctica subalterna norma a la historiografía oficial en este caso?” Spivak, Selected Subaltern Studies, 16.
9
artistas, profesores, investigadores, planificadores y / o teóricos. Las consecuencias para
nosotros se podrían simbolizar con la figura de una curva asintótica: podemos
aproximarnos cada vez más cerca, en nuestro trabajo y en nuestras relaciones
personales y políticas, al subalterno, a lo que Dipesh Chakrabarty llama su
“heterogeneidad radical”, pero, nunca podremos homologarnos plenamente con ello, ni
siquiera si, a la manera de los narodniks rusos al final del siglo XIX, nos insertamos en el
“corazón del pueblo”.
Aquellos quienes participamos en el proyecto de los estudios subalternos somos
frecuentemente cuestionados: ¿cómo es que nosotros, quienes somos (en su mayoría)
académicos blancos de clase media o alta, en universidades de investigación o en
instituciones de alta cultura, podemos reivindicar que representamos al subalterno?
Pero no reivindicamos representarlo (“cartografiarlo”, “dejarlo hablar”, “hablar por él”).
Buscamos en cambio, registrar las formas en que el saber y las prácticas que producimos
e impartimos están estructurados por la ausencia, dificultad o imposibilidad de
representación del subalterno. Esto equivale a reconocer, sin embargo, la inadecuación
fundamental de nuestro saber y de nuestras prácticas, junto con las instituciones que las
contienen, y por lo tanto, la necesidad de un cambio social general dirigido hacia un
orden radicalmente democrático e igualitario.
Este objetivo distingue la perspectiva subalternista de otros proyectos
posmodernos de cartografía cognitiva, tales como los estudios culturales.
II. “El sentido en la producción simbólica y / o cultural, se vuelve múltiple e
incontenible en su pluralidad. El sentido ‘total’ (o la totalidad del sentido) se vuelve el
producto de una intencionalidad que no está necesariamente articulada por las
instituciones tradicionales de saber y sus acólitos […] La lucha de los subalternos y los
grupos minoritarios por su propia identidad pasa necesariamente a través de la
búsqueda y recuperación, de objetos culturales que han sido juzgados como inferiores
10
por la tradición moderna, en base a sus propios y limitados (‘objetivos’) parámetros de
gusto” (Silviano Santiago)7.
La incomodidad del intelectual tradicional con respecto a la cultura de masas y a
los medios es, en parte, una incomodidad con la democracia y sus efectos. Uno de estos
efectos es un desplazamiento de la autoridad hermenéutica desde el intelectual a la
recepción popular. La distinción entre baja y alta cultura, y la decisión por parte de los
estudios culturales de transgredirla implica, por lo tanto, no sólo una diferenciación
funcional de las esferas culturales, sino también el antagonismo social entre posiciones
de privilegio absoluto o relativo elite y los grupos y clases subalternas. Esto define el
punto de convergencia entre los estudios culturales y los estudios subalternos. Desde
sus raíces en el trabajo de los historiadores marxistas británicos, tales como E. P.
Thompson o Christopher Hill y el Centro de Estudios Culturales de Birmingham, se ha
desarrollado un sentido de lo popular, y de la cultura de masas –esto es, del tipo de
cultura que tradicionalmente no cuenta para el discurso académico, o lo hace sólo para
designar la alteridad esencial del subalterno- como una forma de agencia política. La
ecuación a la cual arribaron los estudios culturales fue algo así como la siguiente: en la
medida en que la cultura de masas es popular en el sentido consumista –es decir, “pop”-
también es “popular” en un sentido político, es decir, representativa del pueblo y de su
voluntad social, “nacional-popular”, y por lo tanto implícitamente progresista. El énfasis
puesto por los estudios culturales (y aquí la influencia de la teoría de la recepción ha
sido decisiva) en el análisis del consumo, frecuentemente lleva a argumentar que el
mismo consumo constituye un reino particular de libertad y de resistencia popular de
baja intensidad con respecto a las formas ideológicas o “principio de realidad” del
capitalismo.
7 Silviano Santiago, “Meaning and Discursive Intensities: On the Situation of Postmodern Reception in Brazil”, en John Beverley, José Oviedo y Michael Aronna (editores), The Postmodernism Debate in Latin American (Durham: Duke University Press, 1995), 248,249.
11
De aquí que una supuesta posición de “izquierda” (que teoriza formas de agencia
popular autónoma) parezca coincidir, de alguna forma, con la tesis de Francis Fukuyama
sobre el fin de la historia en el contexto de la globalización de la sociedad de mercado.
En la medida en que los estudios culturales se institucionalizan, tienden a quedar
atrapados en un registro primariamente descriptivo de los “paisajes” emergentes –
scapes, para usar un término de Arjún Appadurai- de las culturas locales y globales que
se busca cartografiar. De esta forma, se corre el riesgo de producir una especie de
variante posmoderno de la experiencia de lo sublime en la estética de los Románticos.
Tengo en mente la capacidad de los estudios culturales para producir una nueva
sensibilidad y una reordenación del saber, que adaptarían las humanidades, las artes
visuales y el campo general de la cultura a los nuevos patrones de dominación,
explotación y empobrecimiento producido por la globalización, en formas que podrían
llegar a ser –o de hechos ya son- elementos funcionales de la hegemonía del
capitalismo transnacional. Podría señalar al respecto la campaña de Benetton que usó,
varios años atrás, en una forma bastante sofisticada material testimonial y documental,
sacado desde situaciones de profunda abyección social, para persuadir a afluentes
consumidores transnacionales a comprar los productos de esa compañía.
Entonces, el problema con los estudios culturales desde el punto de vista de los
estudios subalternos no es tanto su “neopopulismo mediático” (la caracterización es de
Beatriz Sarlo) sino el hecho de que los estudios culturales podrían perpetuar
inconcientemente la ideología estética modernista que supuestamente desplazan, al
transferir el programa de desfamiliarización o deshabitualización de la percepción desde
la esfera de la alta cultura hacia las formas de cultura de masas, concebidas ahora como
estéticamente más dinámicas y efectivas, más capaces de producir ostranenie
[extrañamiento]. En la medida en que la cultura de masas pueda ser re-estetizada o
pragmáticamente incorporada a la hegemonía como una suerte de suplemento de la
globalización económica, será posible para las disciplinas – incluyendo las ciencias y las
diversas humanidades y artes-- reagruparse contra la amenaza de que los estudios
culturales usurpen sus territorios o confundan sus fronteras. Por lo tanto, justo en el
12
momento cuando su presencia en el campo contemporáneo de pensamiento parecía
asegurada, los estudios culturales han comenzado a perder la fuerza radicalizadora que
los caracterizó en sus orígenes.
No se trata de romantizar los efectos democratizadores o deconstructivos de la
cultura de masas. Sin embargo, no es a priori evidente que la cultura científica-
humanista representada por la universidad y el arte moderno, “hace más” por sujetos
sociales subalternos que la proliferación de la cultura de masas y sus efectos.
Como todas las enunciaciones populistas, ésta también es demagógica:
comprendo que el modernismo estético y la cultura de masas no están tan radicalmente
separadas como podría parecer, que la alta cultura burguesa y el fetichismo de la
mercancía están ligados por una lógica no siempre oculta, que nosotros también
estamos interpelados por la cultura de masas, que, viceversa, todos los productores y
consumidores de cultura de masas pasan a través de o son afectados por el sistema de
educación en algún momento, y que la sala de clases o el museo son lugares para
negociar las consecuencias políticas y sociales de la sociedad de consumo. Pero,
también creo en la tesis de Daniel Bell en The Cultural Contradictions of Capitalism8, una
tesis que podría ser considerada como definición de lo posmoderno: el capitalismo ha
producido y está produciendo formas de experiencia cultural y tecnológica que no
coinciden más con la ética del trabajo capitalista. El consumismo en particular socava la
estructura del carácter y los valores necesarios para las posiciones de sujeto tanto de los
explotadores como de los explotados (en cuanto trabajo abstracto) en este sistema. Sin
embargo, lo que Bell desde una perspectiva neoconservadora veía como un problema,
los estudios culturales convierten en el fundamento de un nuevo tipo de práctica
teórica. La intervención política específica de los estudios culturales sería convertir esta
contradicción virtual en un antagonismo real, oponiendo al “principio de realidad”
encarnado en los requisitos de la competencia capitalista, el “principio de placer”
encarnado en nuevas formas de ocio y gozo.
8 Daniel Bell, The Cultural Contradictions of Capitalism (New York: Basic Books, 1976).
13
III. El proyecto de los estudios subalternos oscila entre una deconstrucción de las
reivindicaciones de la nación, del nacionalismo y de la izquierda política formal para
representar al subalterno, y una articulación “constructiva” de nuevas formas colectivas
de política democrático-popular y agencia cultural.
Los estudios culturales podrían tener o no consecuencias políticas, dependiendo
de cómo sean articulados. El proyecto de los estudios subalternos, por contraste, es un
proyecto necesariamente partisano. Implica no sólo una nueva manera de mirar o
representar la inequidad social, sino también la posibilidad de construir formas más
igualitarias y respetuosas de comprensión entre nosotros y las prácticas sociales
populares que consideramos objeto de nuestro estudio. La perspectiva subalternista
renuncia al alcance cognitivo (y a la posibilidad de instrumentalización de sus hallazgos)
propios de los estudios culturales, para localizarse en las líneas divisorias en las cuales
las relaciones de dominación y subordinación continúan siendo producidas, líneas que
se extienden hasta el mundo del arte, la academia y la “teoría”.
Los estudios subalternos nacen de una creciente sensación de inadecuación de
los paradigmas de la izquierda intelectual y del activismo político en los que mi
generación –la generación de los sesenta- fue formada, combinada con un deseo de
continuar el proyecto de liberación social y democratización que esos paradigmas
expresaban. Entre las circunstancias que me llevaron a revaluar mi propio trabajo en la
dirección de los estudios subalternos estaban, sobre todo, la crisis de los grandes
proyectos de izquierda en América Latina, tales como las revoluciones cubanas y
nicaragüenses, y el efecto revisionista y deconstructivo que las nuevas perspectivas
teóricas asociadas con el feminismo, el post-estructuralismo y la crítica postcolonial
tuvieron sobre el marxismo.
La forma “moderna” de la movilización política de izquierda en el mundo
colonial y postcolonial era la lucha de liberación nacional, más que la lucha por el
socialismo como tal. “El pueblo” fue el sujeto de estas luchas de liberación nacional e
incluía agentes sociales con identidades parciales o ambiguamente definidas por su
14
ubicación en las relaciones de producción: mujeres, niños, estudiantes, desempleados o
subproletarios, trabajadoras domésticas, campesinos pobres y medios, “terratenientes
patrióticos”, “capitalistas democráticos” (para recordar un concepto de la época del
Frente Popular), etc. Guha, cuyas raíces como activista e historiador se encuentran
tanto en Gramsci como en Mao, aclara que él usa “el término ‘pueblo’ y ‘clase
subalterna’…como sinónimos”9.
Pero la apelación al nacionalismo y a la formación de un nuevo Estado-nacional
postcolonial estabiliza la categoría de pueblo alrededor de una cierta narrativa (de
intereses, tareas y sacrificios comunes, comunidad y destino histórico) que las clases o
grupos que componen esa categoría pueden o no compartir colectivamente. El discurso
hegemónico de la nación sutura los vacíos y discontinuidades del subalterno. A veces,
esto se hace en interés de un nuevo grupo o clase dominante emergente, que emplea
una retórica nacionalista –por ejemplo, una retórica de transculturación o de mestizaje
cultural - para asegurar su hegemonía material.
Más pertinente para nuestro preocupaciones aquí sería el caso de una
interpelación hegemónica nacionalista emanada desde la izquierda—es decir, desde una
perspectiva socialista o comunista—que se desintegra o pierde autoridad. Déjenme
dar un ejemplo cercano a mis propias experiencias en la “solidaridad” con la Revolución
nicaragüense en los años 80. Como es bien sabido, los sandinistas organizaron un frente
multi-clasista –el nombre oficial del movimiento era Frente Sandinista de Liberación
Nacional- que fue capaz de derrocar a la dictadura de Somoza en 1979. Pero, a medida
que progresaba la revolución bajo presiones provenientes tanto del conflicto de clases
interno como de la “guerra de baja intensidad” contra los sandinistas orquestada por
los Estados Unidos, el Frente comenzó a desmoronarse. Para las comunidades
indígenas y para la población afro-caribeña angloparlante que habitaba la costa atlántica
de Nicaragua, el significante nacional-popular de Sandino, que simbolizaba la oposición
de una cultura mestiza de raíces católicos y hispánicos al imperialismo norteamericano,
tenía desde el principio un sentido diferente de aquel que tenía para el grupo
9 Guha, Selected Subaltern Studies, 44.
15
mayoritario hispanohablante de la población en el país. En respuesta a la campaña de la
CIA que explotaba esta fricción para desestabilizar el control sandinista de la costa
atlántica, el gobierno revolucionario estuvo obligado primero a la represión, y luego a la
redefinición del proyecto “nacional” sandinista para permitir la autonomía política y
cultural de las regiones.
Para movilizar a una población mayoritariamente católica, los sandinistas
promovieron la idea de la Iglesia del Pueblo propuesta por la Teología de Liberación (el
poeta y sacerdote Ernesto Cardenal fue unos de los principales arquitectos ideológicos
de la relación entre el pensamiento social marxista y la espiritualidad católica). Pero esto
los obligó a apoyar las posiciones de la Iglesia Católica contra el aborto y el control de la
natalidad. Esto puso a la organización de mujeres sandinistas, AMNLAE, en un dilema:
por un lado, en tanto que organización sandinista que expresaba la “unidad” del pueblo
en la lucha contra el imperialismo norteamericano y el subdesarroll ésta tenía que
aceptar dicha decisión; pero, por otro lado, en la medida que ésta representaba las
luchas y demandas de las mujeres de los sectores populares que venían de una
condición doblemente subalternizada (de clase y de género) en la sociedad
nicaragüense, tenía que adoptar una posición diferente de la asumida por el partido (o
al menos relativizarla).
En ambos casos—es decir, la articulación de Sandino como significante de la
nación, y la propuesta de la Iglesia del Pueblo--el requisito de producir un bloque
“nacional-popular” alrededor del cual organizar los diversos componentes del frente
revolucionario dejaban secciones significativas de la población marginadas o
subrepresentadas en al menos algún aspecto de sus identidades. Tal resultado hacía
evidente la necesidad de deconstruir el discurso de liberación nacional, para permitir a
los diferentes grupos subalternos interpelados por la figura unitaria de la nación adquirir
su propio peso.
Este es la meta característica de la teoría postcolonial en general y de los
estudios subalternos en particular. Sin embargo, hay algunos peligros evidentes en esta
dirección (es importante enfatizar, en primer lugar, que en el caso de los sandinistas, el
16
desmoronamiento del Frente y de la narrativa nacional que lo sostenía, fue precipitado,
al menos en parte, por lo efectos calculados de la guerra de los Contra y del bloqueo
impuesto sobre Nicaragua por los Estados Unidos).
Para Gramsci, en su formulación inicial de la idea de clases subalternas en los
Cuadernos de la cárcel, el subalterno incluye no sólo a los trabajadores, campesinos y
obreros agrícolas, sino también a sectores de los llamados estratos “medios” y otras
identidades sociales que no están específicamente constituidas en términos de clase.
Pero su núcleo duro es el campesinado y la clase obrera. En cambio, en la articulación
postmoderna del subalternismo, de alguna forma existe la sensación de que el
subalterno debe ser todo menos la clase obrera o la unidad putativa de lo nacional-
popular. Para Spivak, el subalterno es necesariamente aquél sujeto social que siempre
socava cualquier representación hegemónica (actual o posible). Como tal, éste sujeto
funciona como un sustituto o “correlato objetivo” de la misma actividad de la
deconstrucción. El subalterno interrumpe las reivindicaciones de la elite de ser el sujeto
de la historia; del mismo modo la deconstrucción—aunque no tiene una posición
política específica-- a su vez busca interrumpir (como hace Spivak en su crítica de Guha
y los historiadores subalternistas) la constitución del subalterno como un sujeto de la
historia (de un sujeto subalterno dado o de la posible convergencia de posiciones
subalternas en “el pueblo”). El resultado es que la articulación política del
subalternismo sólo puede ocurrir en un proceso de continuo desplazamiento, con
intermitentes posibilidades (en circunstancias específicas) de “colaboración” o
solidaridad entre intelectuales tradicionales, como la misma Spivak, que trabajan
principalmente como una elite intelectual diaspórica en la academia norteamericana y
europea, e intelectuales orgánicos pertenecientes a los sectores subalternos.10 Para
10 Para Spivak, esta posibilidad se activó por un tiempo en su relación personal con Mahasweta Devi, la escritora y activista social bengalí. En este caso, el desplazamiento de la función del intelectual es doble: Devi no sólo funcionaba como un intelectual orgánico “real” proveniente de la subalternidad (campesinos pobres y lumpen urbano en Bengal) que complementaba a Spivak; es más, el lugar del intelectual orgánico subalterno fue desplazado a las mujeres representadas en los cuentos de Devi: por ejemplo, la nodriza y sirviente doméstica que muere de cáncer mamario en el cuento “Breast-Giver”, o una guerrillera Naxalite capturada y torturada por el ejército indio en “Draupadi”. Ver los cuentos de Devi traducidas y comentadas por Spivak en Spivak In Other Worlds (New York and London: Methuen, 1987),
17
Spivak, el subalterno es similar a lo que Julia Kristeva entiende por lo “abyecto”, aquello
que está más allá de la posibilidad de representación, porque simplemente al emerger
en la representación –en el orden de lo simbólico en el sentido lacaniano- pierde su
carácter de subalternidad. Como lo dice Spivak de manera sucinta (y quizás irónica) “el
subalterno es el nombre de una instancia tan desplazada…que esperar que hable es
como esperar el arribo de Godot en un autobús”11.
Algo similar parece estar ocurriendo aquí a lo que pasaba en los manifiestos
vanguardistas radicales de Herbert Marcuse o del movimiento Tel Quel en los 1960s, tan
influyentes en la conformación de la nueva izquierda. Desde una posición de elite, se
decreta que las únicas alternativas desde las cuales la oposición social al sistema
dominante puede ser imaginada y construida son las más marginadas, las más
explotadas, las más abyectas. Se podría argumentar que esto representa una extensión
del principio de Lenin de que la revolución siempre debe buscar los estratos de la
población más oprimidos. Pero en la actual coyuntura, cuando el neoliberalismo se ha
convertido en la ideología dominante aún en lugares donde gobiernos de izquierda
tienen el poder formal, la consecuencia efectiva de tal posición podría ser algo más
parecido a lo que se llama “multiculturalismo liberal” –es decir, al reconocimiento y
respeto de los “otros” y de sus “diferencias” pero sin la posibilidad de una
transformación social estructural. Esta es la meta a la que parece apelar finalmente la
deconstrucción, que, en principio, carece de una identidad política específica (Spivak
insiste en una convergencia de deconstrucción y marxismo, pero su posición es personal
más que definitoria). Por el contrario, la identificación del subalterno y el “pueblo”, en
el sentido derivado del discurso del Frente Popular y del maoísmo que invoca Guha,
apunta a un concepto del subalterno expansivo e inclusivo, sin abandonar la noción de
alteridad y de lucha de clases. No quiero romantizar el Frente Popular, el cual, como
y Mahasweta Devi, Imaginary Maps (New York: Routledge, 1995). En el propio trabajo de Spivak, la historia de Bhuvaneswari Bhaduri, una activista nacionalista quien se suicida en vez de participar en una acción terrorista (pero cuyo suicido es “leído” por su familia y compañeros como un asunto amoroso)antes de revelar que está embarazada, es la voz “silenciada” de su famoso ensayo “Can the Subaltern Speak?”. 11 Gayatri Spivak, “Politics of the Subaltern”, Socialist Review 20, 3 (1990), 91.
18
todos saben, tiene sus propias limitaciones y contradicciones; pero si quiero enfatizar el
principio de interpelación democrático-popular que el Frente Popular propició.
Dos tipos de articulación política se desprenden de estas alternativas: una es la
resistencia de las “bases” sociales, a nivel sub o supra-nacional; la otra es la
reconstitución de el “pueblo” como un bloque hegemónico articulado en torno a la
figura de la nación. En el primer caso, se comprende que la unidad del Estado-nacional
y la sociedad civil, junto con la idea misma de hegemonía política, nunca han sido
representativas del subalterno y están ahora, con el advenimiento de la globalización,
funcionalmente obsoletas para los propósitos de la izquierda o las luchas populares En
el segundo caso, la tarea es cómo organizar una nueva forma de hegemonía, usando
entre otras cosas los recursos y contribuciones críticas provistas por las perspectivas
subalternistas.
IV. La narrativa testimonial considerada como género (testimonio) se podría
considerar como una forma cultural que “media” entre la alta cultura y la cultura
subalterna. En la caracterización de Jean-François Chevrier, el testimonio es una forma
“ambigua”. Parte de esta ambigüedad tiene que ver con el hecho de que lo Real -en el
sentido lacaniano del término- que el testimonio nos fuerza a confrontar no es sólo la
“representación” del subalterno como víctima de la historia sino también su capacidad
como sujeto de un proyecto de transformación que aspira a ser hegemónico por derecho
propio. Al mismo tiempo, el poder del testimonio como género narrativo estriba en parte
en el hecho de que establece una relación performativa de solidaridad activa entre un
“nosotros” lector –miembros de la clase media profesional y practicantes de las artes y
las ciencias humanas- y un sujeto social subalterno narrador.
El testimonio puede ser definida, provisionalmente, como “una narración de la
extensión de una novela o de una novela corta en la forma de un libro o un panfleto
(esto es en forma grafémica en oposición a acústica), relatada en primera persona por
un narrador que es también el protagonista real o testigo de los eventos que él o ella
19
cuenta […] como, en muchos casos, [este] narrador es alguien que es funcionalmente
iletrado o si es que es letrado, no es un escritor profesional, la producción de un
testimonio frecuentemente implica la grabación y luego la trascripción y edición de un
recuento oral por un interlocutor que es un intelectual, un periodista o un escritor”12.
Spivak elabora en “Can the Subaltern Speak?” una crítica de la pretensión de las
formas testimoniales de “representar” (otra vez, en el sentido doble de “hablar de” y / o
“hablar por”) el subalterno, porque para ella lo que está en juego es la creación por
parte de la cultura hegemónica de algo así como un muñeco ventrílocuo, un “otro
domesticado”. Pero su propia apelación deconstructiva contra el testimonio a lo que ella
denomina la intrincada y abierta “complejidad” de la obra literaria también tiene que
ser sometida a sospechas, dado que esa “complejidad” ocurre sólo en las formas de alta
cultura y en una matriz estructural en que dichas formas aparecen como prácticas
sociales que generan, a veces, las diferencias de estamento o “capital cultural” (para
recordar el concepto de Bourdieu) que, entre otras cosas, se registran como parte de
la condición de subalternidad en el texto testimonial. El límite de la deconstrucción en
relación a la representación testimonial del subalterno entonces es que revela una
aporía textual (y quizá ideológica) en el “efecto de lo real” del testimonio, pero esa
revelación en si también produce y reproduce, como acto discursivo, la fijación de las
relaciones de poder y explotación en el texto social real.
A través de la presencia de la voz en primera persona, el testimonio tiende a
afirmar la autoridad de la oralidad sobre los procesos de modernización cultural que
privilegian lo letrado y la literatura escrita como normas de expresión. En sociedades de
oralidad primaria tales como las que Guha estudia en Elementary Aspects, la transmisión
de la resistencia campesina y de la rebelión depende fundamentalmente del rumor. El
rumor (a diferencia de las “noticias” que llegan a través de la prensa) opera de acuerdo
a una dinámica fluida de anonimato, improvisación y transitividad. En otras palabras, el
rumor no es solamente una práctica esencialmente oral, sino que también depende de
la oralidad y de las estructuras comunales (los pueblos pequeños, el bazar o el mercado
12 John Beverley, “The Margin at the Center: On Testimonio”, Against Literature (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1993), 70-71.
20
local, la red de mujeres) para su transmisión y el particular “efecto de verdad” que
engendra.
Esto no equivale a decir que la escritura y el libro (o, en contextos coloniales, los
idiomas no nativos) están necesariamente ausentes de la cultura subalterna. Pero
aparecen en una forma curiosamente invertida. Guha observa que en las rebeliones
campesinas de la India: “el analfabetismo hacía que los campesinos se relacionaran
ocasionalmente con textos escritos de una forma tal que transformaba la motivación
original de estos textos, des-verbalizándolos y explotando la opacidad resultante para
proveer esa representación gráfica con nuevos ‘significados’ (signifiés)”. Él cita el caso
particular de un líder de la rebelión Santal de 1855 quien, como signo de su autoridad y
como instrumento de movilización, señaló ante sus seguidores un legajo de papeles “el
cual, como se supo posteriormente , contenía entre otras cosas ‘un viejo libro sobre
ferrocarriles’, unas cuantas tarjetas de visitas de ‘Mr. Burn Engineer’ y, si el testimonio
del oficial de Calcutta Review (1856) es veraz, una traducción en algún lenguaje nativo
del Evangelio de San Juan”. El pasaje continúa:
Lo que es aún más notable es que el resto de los papeles, los cuales se
consideran caídos del cielo por los líderes santales, eran vistos como evidencia
del apoyo divino a la insurrección, a pesar de en algunos casos no tener nada
inscrito sobre ellos, ni en la forma de escritura ni en la forma de imágenes.
“Todos los papeles en blanco cayeron del cielo y el libro en el que todas las
páginas están en blanco también cayó del cielo”, dijo Kanhu [el líder de la
rebelión]. Claramente entonces, las condiciones de una cultura pre-literaria
hacen posible que la insurgencia se propague a sí misma, no sólo por medio de la
forma gráfica de una declaración divorciada de su contenido sino, además,
mediante un material de escritura que actuaba por concepto propio, sin
grafemas. El principio que gobernaba tal extensión era esencialmente el mismo
que aquel de “beber la palabra” conocido en algunas partes del África
islamizada. Allí la tinta o el pigmento utilizado para inscribir la fórmula divina o
21
mágica sobre el papel, el pápiro, el cuero, o la piel era considerada investida por
la santidad del mensaje mismo, y era diluida y tragada como cura para ciertas
enfermedades. Sin embargo, hay una diferencia. Mientras que la proyección
metonímica de las facultades sobrenaturales desde la palabra escrita al material
de escritura fue empleada [en el caso de “beber la palabra”] para dejar la cura
de las enfermedades físicas a la gracia de Alá, los santales usaron esa proyección
más bien para legitimar sus intentos para remediar los males del mundo con sus
propias armas13.
Hay ciertos elementos de transculturación o “hibridez” -para no hablar del simulacro
posmoderno- en la acción del líder santal. En particular, parece una instancia de lo que
Judith Butler entiende por el concepto de performance: es decir, un acto que al mismo
tiempo deconstruye los binarismos que configuran la identidad y también posiciona o
“representa” la identidad en términos de los valores inherentes a dichos binarismos14.
En el caso santal, el performance al mismo tiempo preserva y cancela la lógica binaria
que opone la escritura (como un instrumento de dominio colonial y de clase) y la
oralidad (como la forma de la cultura campesina nativa), es decir, autoridad y
subalternidad. En otras palabras, una lógica de negación subalterna se expresa en y a
través de una forma de transculturación. Por lo tanto, no hay “síntesis” de opuestos en
esta transculturación. El uso del libro no supera la contradicción entre campesino y
terrateniente, o entre cultura oral y escritura. La transculturación no supera la
subalternidad; en cambio, la subalternidad opera y se reproduce a sí misma en y a
través de la transculturación. Por lo tanto, no hay un movimiento teleológico hacia una
cultura “nacional” en la cual la escritura y la oralidad, los lenguajes o códigos
dominantes y subalternos, estén reconciliados.
Spivak tiene razón cuando afirma que la presencia de la voz en el testimonio es
una construcción textual, un différend para usar el término de Lyotard, y que debemos
estar muy atentos a la metafísica de la presencia, aquí donde la convención de
13 Guha, Aspects, pp. 248-249. 14 Judith Butler, Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity (New York: Routledge, 1990).
22
ficcionalidad ha sido suspendida. En la medida que lo Real (en la definición lacaniana) es
aquello que “resiste la simbolización absolutamente”, es también aquello que hace
colapsar la reivindicación de cualquier forma particular de expresión cultural de ser una
representación adecuada. Sin embargo, algo de la experiencia del cuerpo en estado de
dolor, hambre o peligro, y de la presencia material de una “voz” subalterna forma parte
del testimonio (René Jara habla de la presencia de “un trazo de lo Real” en el
testimonio). Ciertamente, este es el efecto del extraordinario pasaje en el testimonio
de Rigoberta Menchú en el cual ella relata la tortura y la ejecución de su hermano por
parte de elementos del ejército guatemalteco en la plaza de un pequeño pueblo de la
sierra. En el clímax de la masacre, ella describe cómo los testigos presenciales
experimentaron una reacción afectiva involuntaria de rechazo y rabia, reacción que los
soldados sintieron y que los pusó en guardia:
Ya después, el oficial mandó a la tropa llevar a los castigados desnudos,
hinchados. Los llevaron arrastrados y no podían caminar ya. Arrastrándoles para
acercarlos a un lugar. Los concentraron en un lugar en que todo el mundo
tuviera acceso a verlos. Los pusieron en fila. El oficial llamó a los más criminales,
los “Kaibiles”, que tenían ropa distinta a los demás soldados. Ellos son los más
entrenados, los más poderosos. Llaman a los Kaibiles y éstos se encargaron de
echarle gasolina a cada uno de los torturados. Y decía el capitán, éste no es el
último de los castigos, hay más, hay una pena que pasar todavía. Y eso hemos
hecho con todo los subversivos que hemos agarrado, pues tienen que morirse a
través de puros golpes. Y si eso no les enseña nada, entonces les tocará a
ustedes vivir esto. Es que los indios se dejan manejar por los comunistas. Es que
los indios, como nadie les ha dicho nada, por eso se van con los comunistas, dijo.
Al mismo tiempo quería convencer al pueblo pero lo maltrataba en su discurso.
Entonces los pusieron en orden y les echaron gasolina. Y el ejército se encargó
de prenderle fuego a cada uno de ellos. Muchos pedían auxilio. Parecían que
estaban medio muertos cuando estaban allí colocados, pero cuando empezaron
23
a arder los cuerpos, empezaron a pedir auxilio. Unos gritaron todavía, muchos
brincaron pero no les salía la voz. Claro, inmediatamente se les tapó la
respiración. Pero, para mí era increíble que el pueblo, allí muchos tenían sus
armas, sus machetes, los que iban en camino del trabajo, otros no tenían nada
en la mano, pero el pueblo, inmediatamente cuando vio que el ejército prendió
fuego, todo el mundo quería pegar, exponer su vida, a pesar de todas las armas
[…] Ante la cobardía, el mismo ejército se dio cuenta que todo el pueblo estaba
agresivo. Hasta en los niños se veía una cólera, pero esa cólera no sabían cómo
demostrarla15.
Al leer este pasaje, uno también puede experimentar esta cólera -y las ganas de
confrontar esta situación incluso frente a la amenaza de muerte- a través del
mecanismo de identificación. Me hace recordar el momento en la película de Spielberg
sobre el Holocausto, La lista de Schindler, en que las mujeres en el campo de
concentración de Cracovia, que han estado felicitandoses por haber a cada uno de los
sobrevivido el proceso de selección para el extermino, repentinamente se dan cuenta
que mientras tanto sus propios hijos están siendo llevados en camiones a las cámaras de
gas. Ellas son ejemplos de lo que Lacan (usando un término de Aristóteles) llama tuché,
momentos donde la experiencia de lo Real quiebra la pasividad impuesta sobre los
testigos por la misma represión. Por contraste, la romantización sentimental de la
víctima tiende a confirmar una narrativa cristiana del sufrimiento y la redención que a
alimentó, en el proceso de colonización originaria, la dominación, y que en un contexto
contemporáneo conduce, en la práctica, a una posición de “culpa liberal” o de
paternalismo benevolente, más que a una postura de solidaridad: la “culpa liberal”
mantiene intacta la distancia entre el lector del testimonio y el narrador subalterno,
mientras que la solidaridad presume, en principio, una relación de igualdad y
reciprocidad entre las partes implicadas y de sus respectivos proyectos.
15Rigoberta Menchú y Elizabeth Burgos, Me llamo Rigoberta Menchú, y así me nació la conciencia (México: Siglo XXI Editores, 2000), 204-205.
24
En términos del proyecto del narrador testimonial, que no es nuestro de ninguna
forma inmediata y que puede de hecho implicar estructuralmente una contradicción
con nuestra posición de prestigio y autoridad relativa en el sistema global, el texto
testimonial es un medio más que un fin en sí mismo. Ciertamente, Menchú está
consciente de que su testimonio será una herramienta importante para detener el
genocidio contra-insurgente que ella describe, y para explicar las revindicacione sde su
pueblo. Pero, su propósito al escribir (o dictar) el texto no es convertirlo en parte de la
“cultura occidental” (cuestión de la que ella desconfía profundamente), y así hacer del
texto un objeto para nosotros, nuestra forma de obtener “toda la realidad” de su
experiencia. Más bien su testimonio es un forma de actuar tácticamente para
contribuir a los intereses de la comunidad y de los grupos y clases sociales que ella
representa como una intelectual orgánica: “todos los pobres de Guatemala”.
Es una lección difícil de asimilar para nosotros, porque nos obliga a reconocer
que no es la intención de las prácticas culturales subalternas simplemente expresar su
subalternidad para nosotros, que no son sólo nuestros deseos o propósitos los que
cuentan. Pero, por supuesto, nosotros –el nosotros implicado en “nuestros deseos y
propósitos”- no estamos exactamente en la posición dominante en el binarismo
dominante / subalterno. Aun cuando servimos a la clase dominante, no pertenecemos a
ella. Al mismo tiempo, dejar las cosas simplemente en términos de una celebración de la
“diferencia” y de la alteridad es quedar atrapados en el espacio del “multiculturalismo
liberal”. El testimonio da voz, en literatura, a un sujeto previamente “silenciado” y
anónimo, pero de tal forma que el intelectual o profesional es interpelado en su función
de lector / intérprete del testimonio, en tanto que aliado con este sujeto (y hasta cierto
punto dependiente de él), sin perder por ello su identidad como intelectual. Lo que
ocurre en el testimonio no es tanto la producción por y para un lector “progresista” de
un “otro domesticado”, como arguye Spivak, sino también la confrontación a través del
texto, de una persona (el lector y / o el interlocutor) con otra, a nivel de una posible
solidaridad y unidad (una unidad en la cual las diferencias serán respetadas).
25
El testimonio implica, por lo tanto, mucho más que nuestra condición de
“observadores” y “reporteros” de la lucha de otros en torno a sus identidades políticas y
de los nuevos puntos de resistencia a la globalización. Nosotros también tenemos
interés en estas luchas. Dicho interés podría ser definido como la posibilidad de orientar
el Estado y las agencias e instituciones relacionadas con el Estado en una dirección más
igualitaria y democrática, donde nuestros roles -como educadores, investigadores,
trabajadores de la salud, activistas, terapistas, intelectuales públicos, abogados y
asistentes judiciales, artistas, curadores, trabajadores de los medios de comunicación,
científicos y técnicos- serán más valorados y más relevantes de lo que son bajo la actual
hegemonía del neoliberalismo. Tanto las bases económicas como éticas de nuestras
vidas profesionales dependen de una idea de servicio y de una red de instituciones
financiadas o subsidiadas, real o potencialmente, por el Estado, y por las respectivas
actividades a través de las cuales proveemos tal servicio. Lo que compartimos con
Menchú y otros intelectuales orgánicos de los sectores subalternos, entonces, es el
deseo y la necesidad por un nuevo tipo de Estado, y a la vez nuevos tipos de
institucionalidad transnacionales. ¿Cómo alcanzar esto, sin embargo, especialmente si
tenemos en cuenta la hegemonía ideológica y formal del neoliberalismo?
V. El privilegio del concepto de sociedad civil (comprendido como asociación o
relaciones libres entre individuos autónomos gobernados por el derecho civil pero no
bajo la tutela del Estado) en los discursos recientes, está conectado a una desilusión
“postmoderna” con respecto a la capacidad del Estado para organizar la sociedad –en
otras palabras, para producir la modernidad en una forma capitalista o socialista. La
capacidad de actuar o agencia es transferida desde el Estado a las fuerzas que
aparentemente operan de manera autónoma en la sociedad civil, es decir, a la “cultura”
y al mercado. A causa de la sensación de inconmensurabilidad entre el subalterno y el
Estado, frecuentemente hay una tendencia a equiparar de hecho a la sociedad civil y la
agencia subalterna como tal (o, de manera alternativa, a disolver la subalternidad en la
26
sociedad civil). Esto produce, sin embargo, algunos resultados políticos bastante
problemáticos.
Quisiera enfocarme en algunos de los problemas envueltos aquí a través de una
anécdota. En el verano de 1996 estaba enseñando un seminario graduado sobre
estudios culturales latinoamericanos en la Universidad Andina de Quito, Ecuador. Esta
universidad es una institución transnacional con sedes en cada uno de los países del
Pacto Andino. Los estudiantes de mi clase eran mayoritariamente ecuatorianos, pero
había también bolivianos, colombianos, peruanos, un irlandés y dos feministas
norteamericanas; eran principalmente blancos, pero algunos eran mestizos y dos eran
indígenas; provenían de variadas disciplinas, incluyendo sociología, antropología y
crítica literaria. Como a la mitad del seminario, una noticia sensacional comenzó a
dominar los medios de comunicación, con la misma efervescencia que los reportajes
sobre la medalla de oro –la primera en la historia del país- obtenida por una atleta
ecuatoriana en los Juegos Olímpicos. Dos mujeres mestizas fueron acusadas por la
comunidad indígena donde ellas trabajaban como curanderas, en la Sierra sur de
Ecuador, de ser impostoras y fueron responsabilizadas de varias muertes en la
comunidad –no sin razón puesto que algunas de las enfermedades que ellas etaban
“curando”, servicio por cual habían cobrado mucho dinero, presumiblemente podrían
haber sido tratadas por medios más efectivos modernos o tradicionales. Las mujeres,
durante la interrogación realizada por el consejo de la comunidad, confesaron que
efectivamente eran impostoras.
¿Lo qué significa ser o no ser impostor en el caso de un curandero es una
cuestión que no estoy calificado para responder (uno antropólogo médico de la
Universidad Andina me aseguró que hay elementos para distinguir un impostor de un
practicante calificado de la medicina tradicional, de la misma forma en que es posible
hacerlo en la medicina occidental). Lo que me interesa más, en cualquier caso, es cómo
el supuesto crimén fue procesado legalmente (el incidente fue cubierto en directo por
la televisión y prensa nacional, con la participación de variados expertos de distintas
27
categorías, desde shamanes hasta antropólogos y abogados). Los habitantes de la
comunidad habían retenido a las mujeres en una de las casas, y querían juzgarlas ellos
mismos, ya que sus actividades habían afectado la integridad de la comunidad. Las
autoridades estatales, por contraste, alegaron la necesidad, en base a fundamentos
legales constitucionales, de intervenir contra el consejo de la comunidad y de llevar a
las mujeres a juicio en la ciudad más cercana por el crimen civil de fraude. Esto habría
implicado una intervención militar contra la comunidad para rescatar a las mujeres.
Prudentemente, el gobernador de la provincia afectada eligió no tomar este curso de
acción, permitiendo que la comunidad juzgara a las falsas curanderas. Su juicio era no
matarlas--–como la autoridades temían-, sino exponerlas a una humiliación y
flagelación pública ante los habitantes, y luego, expulsárlas de la comunidad.
Quizás inevitablemente, este incidente se transformó en un tópico de debate en
el seminario. El carácter heterogéneo de los participantes propició respuestas
igualmente heterogéneas al incidente. Algunas mujeres expresaron preocupación
porque veían en el castigo brutal aplicado a las falsas curanderas una tolerancia de la
violencia contra las mujeres (un problema generalizado en la sociedad ecuatoriana y
que las organizaciones de mujeres habían estado combatiendo desde la perspectiva de
los derechos civiles, es decir, desde un fundamento que implicaba una apelación a la
legalidad formal). Otros sentían que suplantar la autoridad del sistema de justicia
estatal, y permitir a la comunidad enjuiciar y castigar a las mujeres, era de hecho
sancionar procesos jurídicos pre-modernos (el nombre de Habermas fue explícitamente
invocado aquí). Por otro lado, los dos participantes indígenas –uno de los cuales
provenía de la región donde tuvo lugar el incidente- argumentaron que el cargo civil de
fraude era inadecuado al grado objetivo de explotación y daño que las falsas curanderas
habían infligido a la comunidad. Todos los participantes del seminario, sin embargo,
compartían el sentido de una paradoja latente en el incidente: por el carácter de la
formación estatal latinoamericana, la primacía de la constitucionalidad está de alguna
forma relacionada con su opuesto, es decir, con los regímenes dictatoriales o “de
excepción”. Los ejércitos latinoamericanos son productos d ela formación de estados
28
nacionales y extraen su supuesta legitimidad, al menos en parte, de proyectos para
imponer sobre la población y las comunidades cierta “legalidad” que de alguna forma
es resistida. ¿Quién tenía razón en el caso de las falsas curanderas? ¿La modernidad
o la tradición? ¿La comunidad? ¿O el principio de la autoridad de la ley legal? (¿pero la
ley de quién?) ¿Las organizaciones abocadas a los derechos de la mujer? ¿El Estado o la
sociedad civil? En el conflicto sobre las falsas curanderas, estoy de acuerdo con las
reivindicaciones de la comunidad afectada, pero también con las organizaciones que se
preocupaban por la violencia contra las mujeres. Por supuesto, esta posición es
internamente contradictoria. Lo que la unifica es que en ambos casos yo me estoy
alineando con una posición subalterna.
La actual autoridad del concepto de sociedad civil deriva, en particular, de su uso
como una explicación teórica para los movimientos anti-soviéticos en la Europa del Este
y en la misma Unión Soviética en los años 1980s.16 El argumento es el siguiente: dado
que no existen partidos políticos independientes en el sentido liberal (es decir, que los
partidos en un régimen comunista son esencialmente creaciones del Estado) la dinámica
política en las sociedades comunistas “realmente existentes” se desarrolla entre la
sociedad civil como tal (la familia, las organizaciones religiosas, los clubes, los sindicatos
no oficiales como Solidaridad en Polonia, las redes informales, el Samizdat, los mercados
paralelos, los nuevos movimientos sociales, etc.) y el partido-Estado. En la crítica
postcolonial, el binarismo Estado / sociedad civil es utilizado para describir la
inconmensurabilidad entre Estado-nacional y (para recordar la útil metáfora de Dipesh
Chakrabarty) la “heterogeneidad radical” de los sujetos subalternos.
Pero, ¿posee la sociedad civil de hecho una agencia autónoma del Estado?17
Volviendo a mi anécdota, sería en cualquier caso erróneo localizar el punto de
16Quizás el texto clave sea Civil Society de Andrew Arato y Jean Cohen (Cambridge: MIT Press, 1993). 17 Si una buena parte de la autoridad del concepto de sociedad civil para los estudios subalternos deriva de su uso por parte de Gramsci para indicar la necesidad de implementar una “guerra de posiciones” en la esfera ético-cultural como también en la esfera de la política formal, también es Gramsci quien hace una de las más consistentes críticas de la distinción entre Estado y sociedad civil En las notas agrupadas bajo el título “El Príncipe Moderno” en los Cuadernos de la Carcél, Gramsci confronta una variante italiana del neoliberalismo actual, basada en la doctrina liberal de laissez-faire. Esa doctrina establece, dice Gramsci, que “la actividad económica pertenece a la sociedad civil, y que el Estado no debe intervenir para
29
diferenciación, en el incidente de las falsas curanderas, en una oposición entre la
sociedad civil y un Estado autoritario o no representativo. Esto en dos sentidos: 1) el
concepto de sociedad civil –en sí mismo relacionado a la legalidad burguesa y al Estado-
es inadecuado para representar la naturaleza del daño que la comunidad sentía que le
han infringido y los medios que el sistema legal proponía para remediar dicho daño; y,
2) en este caso al menos, la acción el Estado no resultó tan perjudicial para la
comunidad, más bien, el Estado toleró su manera de juzgar y castigar a las falsas
curanderas. En este sentido, los indígenas, en cierta medida, estaba planteando las
reivindicaciones de una comunidad (Gemeinschaft) contra la sociedad civil entendida
como burgerlich Gesellschaft; viceversa, los sentimientos de perplejidad o indignación
por las acciones de los campesinos expresados por algunos de los estudiantes en mi
seminario posicionaban a una “ sociedad civil” urbana, moderna, blanca o mestiza,
“legalista” contra la hegemonía de la comunidad indígena. En otros términos, (y era
aceptado por todas las posiciones en contienda que se trataba de una situación
extremadamente compleja), el conflicto sobre quien tenía la autoridad para juzgar y
castigar a las falsas curanderas no era un conflicto entre Estado y sociedad civil, sino
más bien posicionaban a la “sociedad civil” por un lado y lo subalterno (la comunidad
indígena, mayoritariamente de campesinos pobres) por el otro, con el Estado en una
posición de mediación.
Partha Chatterjee llama la atención sobre lo que él considera la “supresión, en la
moderna teoría social europea, de una narrativa independiente de la comunidad […] la
comunidad en la narrativa del capital, queda relegada a hacer la prehistoria de éste, un
regularla”. Pero, como él observa, la distinción entre sociedad política (el Estado) y sociedad civil es “meramente metodológica” más que “orgánica”. “[E]n la realidad actual, la sociedad civil y el Estado son uno y el mismo”, ya que “el laissez-faire también es una forma de ‘regulación’ estatal, implementada y custodiada por la legislación y por medios coercitivos. Esta es una política deliberada, conciente de sus propios fines, y no la expresión espontánea o automática de los hechos económicos. [E]s un programa político”. La sociedad civil en Gramsci a veces es algo que debe ser conquistado por el proyecto hegemónico antes del Estado. A veces es la “cultura” y la esfera privada (la familia, la religión, la interioridad); otras veces es una “forma de comportamiento económico”; a veces está “fuera” del Estado y opuesta a éste; otras veces es lo que Gramsci llama “el contenido ético del Estado”.
30
estado primordial, pre-político y natural en la evolución social”18. En el mundo colonial,
la dicotomía Estado / sociedad civil está desplazada por la imposibilidad por parte del
Estado colonial para instaurar una sociedad civil efectiva, puesto que éste no puede
reconocer al sujeto colonizado como un ciudadano pleno. En consecuencia “el quiebre
crucial en la historia del nacionalismo anticolonial se produce cuando los colonizados se
niegan a formar parte de esta sociedad civil de sujetos […] ellos [los colonizados]
construyen sus identidades nacionales dentro de una narrativa diferente [a aquella de la
sociedad civil], una narrativa de comunidad”. Chatterjee concluye que “la invocación
de la oposición entre sociedad civil y Estado en relación a los regímenes socialistas-
burocráticos en Europa del este y las ex repúblicas soviéticas (o, por lo mismo, en China
Hoy), no hace sino buscar la simple réplica de la historia de Europa occidental”.
Chatterjee se refiere al hecho de que el concepto de sociedad civil está fundado
en un sentido normativo de la modernidad y de la participación cívica, el cual y gracias a
sus propios requisitos (alfabetización, unidades familiares nucleares, atención a la
política formal y a las noticias económicas, propiedad privada y/o una fuente estable de
ingresos) excluye sectores significativos de la población de la ciudadanía plena. Como la
ética de la comunidad interpretativa de Habermas, la sociedad civil requiere una
modernidad “consolidada”, y está por lo tanto determinada por una creencia en la
necesidad del “desarrollo” (pedagógico, económico, higiénico, etc.), mientras que la
acción de la comunidad en el caso de las falsas curanderas es pre-moderna, aunque,
como indica la reacción de las autoridades, ésta puede también “coexistir” con la
modernidad y el Estado en otros aspectos. No se trata aquí de celebrar la “diferencia”
indígena o el anacronismo en una forma nueva de realismo mágico o de lo que José
Joaquín Brunner llama macondismo. Esto sería, otra vez, una forma de costumbrismo
postmoderno. Como señala Arturo Escobar, las modalidades de resistencia subalterna
involucran “sobre todo una lucha por los símbolos y el sentido, una lucha cultural”. Pero
no son luchas sólo sobre la identidad cultural o étnica , como si pudiesen ser resueltas
simplemente por el reconocimiento multiculturalista por parte del Estado; también son
18 Partha Chatterjee, The Nation and Its Fragments: Colonial and Poscolonial Histories (Princeton: Princeton University Press, 1993), 235.
31
luchas “que se desarrollan en conjunción con las luchas contra la explotación y la
dominación en las condiciones locales, regionales y globales de la economía política. Los
dos proyectos son uno y el mismo. Los regímenes capitalistas socavan la reproducción
de formas de identidad valoradas socialmente, destruyendo las prácticas culturales
existentes, desarrollando proyectos que destruyen los elementos necesarios para la
afirmación cultural”19.
VI. “Las clases subalternas, por definición, no están unificadas y no pueden
unificarse hasta que sean capaces de devenir un ‘Estado’ (Gramsci). Cierto. Pero si es que
el subalterno es compelido a convertirse en algo parecido a las existentes formas
dominantes de cultura y valor para alcanzar la hegemonía, entonces en cierto sentido la
vieja clase dominante sigue ganando, aun después de ser derrotada.
¿Cómo es posible pasar de la “negatividad” de la conciencia subalterna a la
hegemonía? ¿Impide necesariamente la crítica subalternista de la forma-nación y del
nacionalismo, una crítica fundada en un sentido la inconmensurabilidad entre el
subalterno y el Estado colonial en la India, la posibilidad de repensar el Estado y las
funciones estatales desde lo subalterno? ¿Es posible reimaginar el proyecto de la
izquierda desde la problemática de los estudios subalternos, o son los estudios
subalternos una forma de post-izquierdismo (y post-nacionalismo), como parece ser el
caso de los estudios culturales?
Guha comienza Elementary Aspects of Peasant Insurgency con una crítica de la
idea de Eric Hobsbawn de que el bandidaje campesino es “pre-político”, argumentando,
en cambio, que éste debería ser comprendido en un registro político distinto de aquel
representado por el Estado y por las formas legales de la sociedad civil colonial, un
registro que Guha denomina, en una forma que, otra vez, recuerda el discurso del
Frente Popular, “la política del pueblo”. Pero Guha también explica la relación de la
insurrección campesina al poder colonial en términos que implican que mientras ésta no
19 Arturo Escobar, Encountering Development (Princeton: Princeton University Press, 1995), 168, 170-171.
32
era pre-política, todavía tenía limitaciones con respecto al tipo de política que
encarnaba:
[La insurrección campesina] no estaba equipada con una concepción madura y
positiva del poder, y por lo tanto, de un Estado alternativo y de un conjunto de
leyes y códigos penales que la acompañasen. Por supuesto, ésto no equivale a
negar que algunas de las más radicales revueltas rurales […] de hecho
anticiparon al poder hasta un cierto punto y lo expresaron, aunque débil y
crudamente en términos de una justicia rudimentaria y una violencia punitiva
ligada a la venganza. Más allá de esto, sin embargo, el proyecto en que se habían
embarcado los rebeldes era de una orientación predominantemente negativa. Su
propósito no era tanto reconstituir el mundo como invertirlo (Aspects, 166).
El problema se agrava según Guha por la forma en la cual las rebeliones campesinas se
relacionaron al espacio político-administrativo del Raj o Estado colonial británico. Él
señala que las rebeliones crearon su propia territorialidad de dos maneras: mediante
relaciones de consanguinidad –es decir, las rebeliones se propagaron a través de grupos
étnicos o de afinidad familiar (por lazos sanguíneos o por linaje tribal); o mediante
relaciones de contigüidad o “vínculos locales”— las rebeliones podrían propagarse
desde un grupo étnico a otro si estos estaban localizados con cierta proximidad. Aun
cuando la inmediata “lucha [campesina] por la tierra se diluyó en la lucha general por la
patria” (Aspects, 290) -algo que posteriormente será explotado por la política
nacionalista- el espacio de las insurreciones era subnacional : “aun los más poderosos
de los alzamientos campesinos fueron frecuentemente incapaces de trascender las
fronteras locales” (Aspects, 278). Nunca afectaron el espacio total del Raj. Esto significó
que la rebelión podía ser exitosa sólo dentro de este limitado sentido de territorialidad,
y que sería eventualmente contrarrestada por el poder del Estado colonial.
Esta doble articulación sub-nacional de la territorialidad en las rebeliones
campesinas que Guha estudia, podría tener consecuencias nteresantes para
33
conceptualizar luchas y movimientos sociales contemporáneos. Sin embargo, esto
también implica una limitación: estas rebeliones no pudieron pasar finalmente desde
una posición de subalternidad a una hegemónica. Se mantuvieron subalternas en el
mismo acto de oponerse a la dominación.
Existe un problema relacionado al problema de territorialidad subalterna, en la
naturaleza misma de la “identidad” subalterna: la definición que da Guha del
subalterno- “el atributo general de subordinación […] ya sea que éste se exprese en
términos de clase, casta, edad, género u oficio o en cualquier otra forma”- enfatiza las
determinaciones culturales tanto como económicas de la identidad. Pero esto equivale
a decir esencialmente lo mismo que las políticas de identidad: una identidad puede ser
articulada sólo en relación diferencial con otra. Aunque, como hemos visto, Guha
plantea la coincidencia del subalterno con la categoría de “el pueblo”, dicha
identificación es de hecho precaria porque el “pueblo” constituye un bloque social
potencialmente unitario y hegemónico, mientras que el subalterno designa una
particularidad subordinada.
Esto nos devuelve a la aporía o tensión en el proyecto de los estudios
subalternos entre la “recuperación” del sujeto subalterno y la deconstrucción de los
discursos que constituyen al subalterno como tal: por ejemplo, en el argumento de
Spivak de que la misma recuperación de la “voz” o del “efecto –sujeto” (subject effect)
subalterno implica también su borradura, ya que el sistema de representación que
utilizamos (por ejemplo, la narrativa testimonial) no se sitúa en el espacio de la
subalternidad. El problema es complicado por el hecho que, como dice Gyan Prakash,
“la búsqueda subalternista de un sujeto-agente humanista frecuentemente termina con
el descubrimiento de la falla de la agencia subalterna: el momento de la rebelión
contiene en sí el momento del fracaso”20.
Gramsci aborda la cuestión de la relación entre subalternidad y hegemonía en
diversos fragmentos de sus Cuadernos de la cárcel, y la vincula al problema de la
educación. En la sección de los Cuadernos titulada “El estudio de la filosofía”, él
20 Gyan Prakash, “Subaltern Studies as Poscolonial Criticism”, American Historical Review 99 (1994), 1480.
34
considera el carácter del marxismo como un “determinismo” histórico, expresado con
mayor fuerza en la narrativa del modo de producción y en la idea de su inevitabilidad y
universalidad. La hostilidad de Gramsci en contra de la idea del marxismo como un
determinismo teleológico es bien conocida, pero él adopta aquí una perspectiva
inesperada. Explica al marxismo vulgar como si este fuese un rasgo “determinado” de
la conciencia de las clases y los grupos subalternos: “Cabe notar cómo los elementos
deterministas, fatalistas y mecanicistas han sido un ‘aroma’ ideológico directo que
emana de la filosofía de la praxis [marxismo] como de que una religión o de la droga
(en su efecto estupefaciente)”. Pero esto se debe precisamente al “carácter
‘subalterno’ de ciertos estratos sociales”, continua Gramsci. “Cuando no tienes la
iniciativa en la lucha y la lucha misma llega a ser eventualmente identificada con una
serie de derrotas, el determinismo mecánico deviene una tremenda fuerza de
resistencia moral, de cohesión y de paciencia y obstinada perseverancia […] La realidad
es revestida con un acto de fe en una cierta racionalidad de la historia y en una forma
primitiva y empírica de apasionado finalismo”.
Pero si (la creencia en) el determinismo material es un aspecto de la cultura y la
identidad subalterna –un aspecto paralelo a la “negación” del idealismo de la clase alta
constituyente de la “voluntad” de los rebeldes campesinos que Guha intenta recuperar,
- esto también es algo que debe ser superado en el proceso de la lucha. Gramsci dice al
respecto:
Cuando el “subalterno” deviene dirigente y responsable de la actividad
económica de las masas, el mecanicismo en cierta medidad se vuelve un peligro
inminente y se debe realizar una revisión de las formas de pensar porque se ha
producido un cambio en el modo de la existencia social. Las fronteras y el
dominio de la “fuerza de las circunstancias” se ensanchan […] Si ayer el
elemento subalterno era una cosa, hoy no es más una cosa sino un sujeto de la
historia, un protagonista; si ayer no era responsable, porque “resistía” una
voluntad externa, ahora se siente responsable porque no está resistiendo [una
35
voluntad ajena] sino que es un agente, necesariamente activo y con iniciativa
propia (Prison Notebooks, 336-337).
La alusión tácita aquí es a la Unión Soviética en los años treinta y al compromiso del
marxismo soviético con la narrativa de los modos de producción que enfatizaba la
conexión “mecánica” entre el desarrollo de las fuerzas de producción y la consecución
del socialismo. Para Gramsci, el carácter determinista del marxismo vulgar, aún cuando
comprensible, representaba un anacronismo al interior del mismo movimiento de los
trabajadores: en última instancia, el determinismo era un concepto esencialmente
fatalista y religioso. Gramsci tiende a identificar al subalterno como tal con las
categorías de lo “tradicional”, lo “folclórico”, o (más frecuentemente) lo
“espontáneo”.21 Por “espontáneo” Gramsci se refiere a ideas que “no son el resultado
de ninguna actividad educacional sistemática por parte de un grupo dominante
conciente de su liderazgo, sino que han sido formadas a través de la experiencia
cotidiana ilustrada por el ‘sentido común’ -por ejemplo, por la concepción del mundo
tradicional popular- a la que se acostumbra a llamar ‘instinto’, aunque éste también es,
de hecho, una adquisición histórica elemental” (Prison Notebooks, 198-199). Notando la
falta de documentos confiables sobre la insurrección y la resistencia subalterna, Gramsci
observa: “se podría decir, por lo tanto, que la espontaneidad es una característica de la
‘historia de las clases subalternas’, y ciertamente de sus elementos más marginales y
periféricos; ellos no han alcanzado una conciencia de clase ‘para sí’, y
consecuentemente nunca se les ocurre que su historia pudiera tener una posible
importancia, o que valga la pena dejar alguna evidencia documental de ésta” ( Prison
Notebooks, 196).
En los Cuadernos, Gramsci está tratando de sintetizar la “espontaneidad”-el
elemento de negatividad subalterna, que es la fuerza dinámica de la historia social- y el
21 Por esta razón, varios teóricos de los estudios culturales (estoy pensando particularmente en Néstor García Canclini) sienten la necesidad de ir más allá de Gramsci y de abandonar al mismo tiempo las categorías de subalternidad y hegemonía. Ellos sienten que el subalterno sólo puede ser conceptualizado como una posición de sujeto en relación a un sentido de la cultura tradicional o popular que ha sido desplazada por la hibridación y la modernidad.
36
“liderazgo conciente”, el cual (en su visión) es necesario para la hegemonía. No se trata
de que el movimiento subalterno carezca de un liderazgo, sino que la teoría poseída por
tal liderazgo está limitada a lo “folclórico” o a la “ciencia popular”. Recuperar lo
“folclórico” o lo “popular” significa para Gramsci, simplemente, recuperar el
pensamiento subalterno en su subalternidad. Esta afirmación deja en evidencia un
historicismo sintomático en su propio argumento contra el marxismo vulgar: no se trata
de “etapas” económicas –Gramsci rechaza el determinismo económico- sino de
formaciones inferiores y superiores de pensamiento e ideología. En particular, la
presunción de que el subalterno no tiene historia (archivada o escrita) es
manifiestamente hegeliana, y le empuja hacia una posición inadvertidamente
eurocentrista22.
El historicismo (implícito) y el modernismo (explícito) de la posición de Gramsci
están fusionados en sus bien conocidas ideas sobre la importancia de la educación.
Gramsci, por supuesto, tiene razón en destacar el rol de la educación en la producción y
reproducción de las relaciones entre dominante y subalterno. Él piensa que el problema
con el sistema de educación existente es que la separación entre las escuelas
“tradicionales” y vocacionales reproduce la distinción entre la elite y las diferentes
clases subalternas. La proliferación de diferentes tipos de escuelas vocacionales, en
principio, parece ser “democrática”, en el sentido en que esto sería un gesto hacia la
heterogeneidad social y el saber práctico (opuesto al teórico). Pero la democracia “debe
significar que cada ‘ciudadano’ pueda ‘gobernar’ y que la sociedad lo posicione, aunque
sea de manera abstracta, en una condición general que le permita esto” (Notebooks,
40). Esto es algo que la escuela vocacional no puede proveer. Por el contrario, aun algo
tan evidentemente anacrónico como el currículo filológico centrado en los clásicos le
permite al estudiante adquirir “una comprensión histórica del mundo y de la vida, que
deviene una segunda –casi espontánea- naturaleza” (Notebooks, 39). Pero aquí hay un
22 “Aún si se admite que otras culturas han tenido importancia y significado en el proceso de unificación ‘jerárquica’ de la civilización mundial (y esto debería ser admitido sin problema), ellas tienen un valor universal sólo en la medida en que han devenido elementos constitutivos de la cultura europea, que es, a su vez, la única cultura universal histórica y concreta —esto es, en la medida en que ellas han contribuido al proceso del pensamiento europeo y han sido asimiladas por éste” (Prison Notebooks, 416).
37
problema que Gramsci está obligado a admitir: el problema del “resentimiento”
subalterno y de su resistencia a los procesos de educación formal (por ejemplo, las
escuelas estatales o las escuelas dirigidas por la iglesia). Gramsci observa que “siempre
será un esfuerzo aprender autodisciplina física y autocontrol […] esta es la razón por la
que mucha gente piensa que la dificultad del estudio oculta algún ‘truco’ que los
incapacita –es decir, cuando no creen, simplemente, que son estúpidos por naturaleza”
(Notebooks, 42-43). Pero es esta resistencia al aprendizaje la que constituye una
característica de la identidad subalterna, y, por lo tanto, de su fuerza de negación.
Gramsci concluye con una observación un tanto pesimista: “si nuestro objetivo es
producir un nuevo grupo de intelectuales, incluyendo aquéllos capaces del más alto
grado de especialización, a partir de un grupo social que no ha desarrollado,
tradicionalmente, las actitudes apropiadas, entonces tenemos que resolver dificultades
sin precedentes” (Notebooks, 42-43). Algunas de estas dificultades podrían quizás ser
superadas mediante nuevas formas de educación, pero el problema se mantiene: si la
educación formal reproduce la relación entre subalternidad y dominación ¿cómo puede
ser un instancia a través de la cual el subalterno pueda acceder a la hegemonía?
Gramsci considera que la educación produce un nuevo tipo de intelectual capaz
de llevar el carácter “espontáneo” de la cultura subalterna hacia una posibilidad de
hegemonía, a través del ejercicio de un “liderazgo conciente” –el famoso intelectual
“orgánico” que combinaría los recursos de la educación formal con el punto de vista y el
compromiso con los intereses de las clases sociales subalternas. Pero esta misma
educación evitaría o problematizaría la identificación de dicho intelectual con su grupo
o clase social de base, en el sentido de que el intelectual, en cuanto producto de la tal
educación formal moderna, ya no sería más “uno de ellos”. A pesar de que la voluntad
de este intelectual sea la de actuar “orgánicamente” en correspondencia con la posición
subalterna desde la que él o ella proviene, surge la pregunta de si él o ella realmente
representa los intereses y concepciones de esa posición, o si no está hablando
necesariamente en un lenguaje diferente –el lenguaje de la historia, de la estética, de la
literatura moderna, de la filosofía, de la ley y de la “sociedad civil”. Uno de los temas del
38
testimonio de Rigoberta Menchú es su sospecha u hostilidad contra las formas de
educación que el Estado busca imponer sobre las comunidades indígenas de la sierra.
Pero la resistencia en Menchú no es a la educación como tal; es una resistencia a una
forma de educación que anularía los valores sociales y la memoria histórica de la
comunidad en que ella vivía.
De la misma forma, si es que este nuevo tipo de intelectual se localiza en el
partido y actúa de acuerdo con éste, creyendo representar al subalterno en su lucha por
la hegemonía, entonces el ideal de educación formal como entrenamiento necesario
para el liderazgo se relacionará con el bien conocido problema del partido de
vanguardia: el partido “sabe” cuál es la estrategia o táctica correcta, y a la vez (gracias
al mecanismo de centralismo democrático) se siente autorizado a imponer a su decisión
sobre sus propios miembros y sobre los a veces recalcitrantes sujetos populares que
reivindica representar, supuestamente en función de sus intereses “objetivos”. Pero
¿porqué es el partido el que debe decidir cuáles son estos intereses? ¿Es necesario
“educarse” para poseer derechos como un ciudadano, o uno posee estos derechos
simplemente en virtud de ser una persona? Gramsci desarrolla una crítica del carácter
específico del estalinismo como una ideología y una forma de indoctrinación, pero no
desarrolla una crítica correspondiente del partido de vanguardia como tal. En cambio, el
partido de vanguardia aparece en sus textos como el intelectual colectivo –el “Príncipe
Moderno”— requerido por el movimiento popular.
Así, el argumento de Gramsci llega a un impasse que anticipa la actual crisis del
comunismo en nuestra época. La “espontaneidad” subalterna (Guha diría la negación)
es necesaria para que ocurra la lucha social - es el “contenido” de la lucha, por así
decirlo. Pero, por naturaleza, ésta espontaneidad se resiste a devenir aquello que la
haría capaz de ser hegemónica. Para Gramsci, no hay suficiente “historia” o “disciplina”
o “cultura” en la conciencia subalterna para constituir un proyecto hegemónico; pero el
partido o el partido-Estado que puede, y efectivamente llega a realizar la función de
“liderazgo conciente”, termina en sí mismo reproduciendo, en varias formas, la
estructura de la antítesis dominación / subalternidad. Gramsci comprendió, en contra
39
de tipo de socialismo “científico” que caracterizaba tanto a la socialdemocracia como al
estalinismo en Europa, que la izquierda necesitaba valorar e incorporar los movimientos
“espontáneos”, cualquiera fuera su carácter ideológico inmediato ( que en muchos
casos podía ser religioso o milenarista). El costo de no valorarlo, él creía, era la reacción,
la restauración, el golpe de estado y finalmente el fascismo, ya que las clases
dominantes y sus representantes perciben la amenaza a sus intereses que está implícita
en tales movimientos. El problema es que Gramsci no pudo imaginar la hegemonía más
allá de las formas culturales de aquello que ya es hegemónico, esto es, el arte
“moderno”, la cultura, la ciencia, la literatura, las matemáticas, etc.
El subalterno podría entonces contestar desde su “negatividad” a Gramsci en
palabras similares a estas:
Me he conmovido con la escritura emergente desde estos movimientos [en
representación de los oprimidos o los marginados] que ha apuntado a la
contradicción entre la retórica liberacionista del marxismo y su imaginario de
transformación social a través del dominio, dialéctico o no. Cualquiera que
alguna vez haya sido silenciado porque es mujer, homosexual, negro o pobre,
probablemente querría, como yo, resistir la idea de que algunos discursos están
intrínsicamente privilegiados, epistémicamente, históricamente o en atención a
otra razón. Cualquiera que haya operado desde una posición marcada como
marginal necesita, en algún momento, resistir la reificación de un
posicionamiento histórico y su normalización a través de la autoridad del
conocimiento. Si tales diferencias de acceso a la autoridad existen, y de hecho sí
existen [… ]deben ser resistidas estratégicamente, no como falsa conciencia sino
como mala política23.
VII. ¿Cuál es el espacio de la hegemonía? Para que la izquierda pueda construir
una política hegemónica desde las posicionalidades subalternas, las demandas de
23 Linda Singer, “Recalling a Community at Loose Ends”, Miami Theory Collective (editores), Community at Loose Ends (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1991), 128.
40
identidad o de derechos específicos tienen que estar articulados en una forma que vayan
más allá de la deconstrucción radical o del pluralismo liberal. Podría ser posible unificar
las identidades subalternas en un “bloque” potencialmente hegemónico que se oponga
frontalmente a la estructura de poder y que reelabore la forma en la cual estas
identidades son producidas y mantenidas, pero esta articulación tendría que estar
necesariamente fundada discursivamente en torno a la figura de la “nación”.
Hay, por supuesto, un elemento probabilístico en estas preguntas. En un
proceso de articulación hegemónica, no es claro de antemano cuáles serán los intereses
y demandas de los individuos, partidos, grupos o clases sociales implicados, porque
ellos modifican sus intereses y demandas en el mismo proceso de articulación, en tanto
que la misma posibilidad de devenir hegemónico , por definición, modifica o invierte la
estructura de la subalternidad que definía su identidad posicional en primera instancia.
Como dicen Laclau y Mouffe, “una clase no toma el poder del Estado, deviene el Estado,
transformando su propia identidad al articularse a una pluralidad de luchas y demandas
democráticas”24. Por esto, ellos ven la “democratización radical” como la estrategia
fundamental de la izquierda: se trata de llevar las demandas de los nuevos movimientos
sociales, tanto en el aspecto económico redistributivo como en el relativo a las
“identidades” culturales, hasta el punto en que esas demandas comienzan a devenir
incompatibles con la matriz estructural de la lógica de acumuluación capitalista y la
relación funcional del Estado con los intereses capitalistas.
El argumento de Laclau y Mouffe sobre una pluralidad de “luchas y demandas
democráticas” significa, sin embargo, que sería erróneo simplemente disolver la
identidad posicional de cualquier movimiento en la identidad abstracta de la “clase
24 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy. Toward a Radical Democratic Politics (London: Verso, 1985), 70. Laclau y Mouffe argumentan que “mientras el liderazgo político puede estar fundado sobre una coincidencia coyuntural de intereses en la cual los sectores participantes retienen sus identidades separadas, el liderazgo moral e intelectual requiere que un conjunto de ‘ideas’ y ‘valores’ sean compartidos por varios sectores diferentes –o, para usar nuestra propia terminología, que ciertas posiciones de sujeto atraviesen diversas identidades de clase. El liderazgo moral e intelectual constituye, de acuerdo a Gramsci, en un alto grado sintético, una ‘voluntad colectiva’, la cual, a través de la ideología, deviene el concepto orgánico que unifica a un bloque histórico” (66-67).
41
trabajadora”, o la“sociedad civil”, o la “nación”, porque esos movimientos dependen
de esa identidad posicional para su articulación y fuerza (la identidad es lo que Lacan
llamaba un “punto de captura” para la catexis libidinal). Para decirlo de otra forma: ¿hay
alguna forma en que “demandas de identidad” pueden llevar a una contradicción con
las necesidades de la reproducción capitalista, o de su superestructura ideológica? Si
esto es posible, entonces también sería posible articular desde estas demandas, las
cuales son por definición heterogéneas y diferenciadas, el antagonismo bi-polar entre
un “bloque de poder” dominante y un bloque subalterno-popular emergente. Esto
ocurre en la medida, precisamente, en que las posicionalidades subalternas de
identidad llegan a comprender que la posibilidad de realizar sus demandas específicas
depende de su capacidad para establecer alianzas con otros. La base de esas alianzas
sería un sentido común de subalternidad. Una articulación potencialmente hegemónica
de un bloque subalterno-popular no buscaría trascender los nuevos movimientos
sociales o las políticas de identidad, sino más bien agruparlas en una nueva estructura
de equivalencia horizontal, formando algo así como una versión postmodernista del
Frente Popular.
Dicha estructura o combinatoire hegemónica, sin embargo, necesariamente
tiene que posicionar las diversas identidades como nacionales. En otras palabras, el
referente territorial de la hegemonía sigue siendo el Estado-nación (en el mismo
sentido, el Estado-nación es, en sí mismo, en última instancia un efecto de la
hegemonía). Sin embargo, lo que la globalización neoliberal cuestiona de manera
práctica es la pertinencia del Estado-nación. Sin embargo, es quizás precisamente la
sensación nueva de incapacidad parcial del Estado-nación para controlar efectivamente
la economía, la que lo vuelve, de manera nueva, un espacio de lucha y articulación
hegemónica en la política. Estoy apelando aquí a la –para muchos, ya desacreditada-
noción althusseriana de la autonomía relativa de los “niveles” de la economía y la
política. Hay dos aspectos aquí: 1) el Estado nacional (o local) es percibido por la
población como susceptible de ser instrumentalizado para la movilización política
mientras que las estructuras generales del capital global no lo son; 2) el Estado tiene o
42
es percibido como poseedor del poder para limitar o atenuar las consecuencias de los
flujos demográficos, culturales, y económicos producidos por la globalización. La
globalización introduce la muy pertinente pregunta ¿quién está en la posición para
mediar entre nosotros (lo local) y las estructuras de poder transnacional? Visto desde
esta perspectiva, el rol del Estado, tanto en la periferia capitalista como en los países del
centro, puede ser priorizado más que debilitado por la globalización. La propuesta de ,
por ejemplo, Hardt y Negri en su libro Imperio de pasar más allá del Estado-nación
como punto de referencia para una renovada política de izquierda, parece ser una
posición “ultra-izquierdista”. La hegemonía todavía debe ser ganada, o perdida, a nivel
de la nación o del Estado local.
La cuestión gramsciana sobre la relación de la nación y la hegemonía-político-
cultural se hace otra vez relevante en este respecto. Generalmente, el antagonismo
entre el pueblo y el bloque de poder identificado por Laclau y Mouffe, posiciona al polo
popular contra el Estado existente, que es visto como un instrumento de la oligarquía,
de la clase dominante, de los intereses foráneos, etc. Sin embargo, construir hoy la
posibilidad de una bloque popular-subalterno, bajo las condiciones de la globalización y
de cara a la crítica neoliberal y la privatización de las funciones del Estado, requiere,
paradójicamente, una relegitimación del Estado. Por supuesto, de lo que se trataría es
de la construcción de un nuevo tipo de Estado, al menos uno que sea más
representativo de los intereses agrupados en el polo popular. Pero el proyecto de la
izquierda tiene que ser planteado, de una forma u otra, como una defensa del Estado-
nación, más que como algo que está “más allá” de ésta. Hay una doble pregunta aquí:
¿el subalterno puede convertirse en—o, en la fórmula de Mouffe y Laclau, “devenir”—el
Estado? ¿Y si esto de hecho ocurriese, que pasaría entonces al Estado?
Para Gramsci, lo que constituye la unidad de lo nacional-popular es la identidad
putativa entre los intereses del pueblo y los de la nación (razón por la cual, él a veces
usa la expresión “pueblo-nación” en lugar de lo “nacional popular”). La relación entre
los dos términos del concepto pueblo-nación es de un equilibrio dinámico que puede
cambiar ideológicamente, en uno u otro sentido, dependiendo de quién controla su
43
representación. Así, en el caso de Italia, para Gramsci “la nación” había sido más un
concepto legal y retórico elaborado por las elites intelectuales que una experiencia
cultural genuina a nivel de la vida popular: el “pueblo” y la “nación” estaban
desarticulados.
La interpelación populista, como ha mostrado Laclau en un ensayo seminal25,
implica la representación de la integridad de la nación como si ésta estuviera socavada,
de una forma u otra, por los intereses representados por la elite o el bloque de poder
dominante. Concretamente, lo que el bloque de poder es en términos de clase o
identidad social (mandarinato, aristocracia feudal, oligarquía, administración colonial,
clase capitalista, intereses foráneos, capital financiero, corporaciones, etc.) depende
del carácter ideológico de la interpelación “nacional”, la cual se mueve en un rango que
va desde el fundamentalismo religioso o el fascismo, a varios tipos de nacionalismo de
derecha, al peronismo y los varios populismos latinoamericanos, al maoísmo o el
sandinismo. En el caso de una interpelación populista desde el polo subalterno-
popular, el Estado-nación sería representado como si estuviera amenazado por la lógica
del capitalismo transnacional (¿del mismo capitalismo?) y por los intereses (y valores)
de los grupos de elite. El multiculturalismo –visto como una de las características
constitutivas del “pueblo”— sería liberado de su cooptación por la ideología liberal y las
políticas de identidad, quedando así en un significante para la potencial unidad del polo
popular.
Tal articulación estaría entonces contrapuesta a la idea de normatividad moral,
sexual, cultural, político, y racial representado por la derecha. Este ideal, ya percibido en
cualquier caso como “estrecho” y punitivo por amplios sectores de la población, puede
ser adscrito así a las tendencias anti-nacionales de la clase o los grupos dominantes y
sus representantes políticos e ideológicos. Su hegemonía no sólo produce una mayor
polarización entre la riqueza y la pobreza, sino que también amenaza con erosionar los
privilegios y los derechos democráticos tradicionales, que incluyen (en palabras de la
Constitución norteamericana) el derecho a la “búsqueda de la felicidad”.
25 Ernesto Laclau, “Towards a Theory of Populism”, en Politics and Ideology in Marxist Theory (London: New Left Books, 1977).
44
La pérdida de confianza y el antagonismo con respecto al Estado, que es una
característica bastante común de la vida contemporánea (y que de una u otra forma
todos compartimos), necesita ser reconsiderada de acuerdo al contexto de las
relaciones entre el Estado y los requisitos del capital. En el “largo ciclo” de crecimiento
capitalista posterior a la segunda guerra mundial, el cual duró hasta la profunda
recesión de comienzos de los años 70s, el Estado funcionó en términos clásicamente
keynesianos como una maquinaria de acumulación y como un medio para la
redistribución de la riqueza y de los recursos a través de su propia y expansiva
institucionalidad. Para mantener los niveles de acumulación en el contexto pos-fordista
del último cuarto de siglo, en cambio, se ha hecho necesaria una reducción espectacular
de las funciones distributivas y regulatorias del Estado. La consecuencia es que el Estado
en todos los niveles- pero particularmente a nivel nacional- comienza a ser cada vez más
radicalmente percibido como ineficiente, inútil y hostil. Sin embargo, esta percepción es,
en sí misma, un efecto determinado por la contradicción central o “crisis de
acumulación” del capitalismo, cuyos requisitos actuales incluyen desmontar al mismo
Estado mediante el recorte de fondos y la privatización, al mismo tiempo que la
ideología neoliberal celebra los mecanismos de mercado y de la sociedad civil por sobre
la planificación estatal. Para el neoliberalismo, el Estado existe esencialmente para
ejercer una función punitiva y policial para defender la propiedad privada y establecer
las reglas del juego de la “elección racional” en una sociedad de mercado. Pero el
ataque contra el Estado no solamente está ideológicamente determinado –esto es,
impelido por la hegemonía de la política económica neoliberal; la hegemonía de la
política economía liberal, en sí misma, expresa un nuevo principio de realidad del
capitalismo en su etapa actual.
La izquierda necesita comprender que no se trata de una cuestión sobre el
Estado como tal, sino sobre la subordinación de funciones legítimas y útiles del Estado
a la lógica del capital (en este sentido, se podría hablar en el contexto de la globalización
del mismo Estado como subalterno). El problema es cómo generar primero la idea y
luego la forma institucional y los valores de un Estado diferente, uno que pudiera
45
identificarse con el carácter democrático, igualitario y multicultural del pueblo: es decir,
un Estado correspondiente con el “pueblo-nación”.
II. - La política de la teoría: un itinerario personal
_______________________________________________________
A finales de los 60s y comienzos de los 70s, pasamos de la crítica literaria al
territorio todavía incógnito de la "teoría". Algunos volvimos, otros se quedaron, y otros
se perdieron para siempre, como también ocurrió en el caso de dos búsquedas
46
paralelas: la droga y la militancia política. Lo que sigue es una narrativa personal de ese
viaje.
La tentación de lo que se llegó a llamar "el género de la teoría" consistía en que
ésta ya no representaría sólo una manera de pensar sobre lo político, sino una forma de
la política, con consecuencias políticas más o menos inmediatas. Una de las figuras
centrales de este cambio de perspectiva o "ruptura epistemológica", como se solía decir
en esa época, fue el filósofo marxista francés Louis Althusser quien habló de la
necesidad de una "práctica teórica", donde antes se hablaba de la "unidad" natural o
asumida entre de teoría y práctica política.
Lo que favorecía esta ilusión era sobre todo el radicalismo implícito en la
doctrina estructuralista del carácter "arbitrario" del signo lingüístico. Según Ferdinand
de Saussure, el fundador de la lingüística estructural a comienzos del siglo XX, no era
sólo arbitrario el hecho de que tal o cual conjunto de fonemas (el significante)
representase tal o cual objeto o instancia en el mundo (el significado): Pferd o horse
para caballo, por ejemplo, o Rote o red para rojo. El signo también "cortaba" de una
manera arbitraria el plano de lo Real (que, en un famoso dicho de Jacques Lacan, era "lo
que se resistía a la simbolización absoluta"). La misma idea o experiencia subjetiva de
"rojo" –el significado- más que una "cosa en sí", ontológicamente anterior a su
articulación como concepto, era relativa, un "efecto del significante", el resultado de
una negación ("no naranja, no marrón") cuyos términos dependían, a su vez, también de
su ubicación en una red estructural de otras negaciones.
Fue gracias a esta premisa, extendida a otros sistemas o "códigos" de
significación, que nace, en los 60s, el estructuralismo. Si los estructuralistas tenían
razón, entonces no sólo nuestra manera de percibir las "cosas" del mundo, sino también
su identidad como tal, dependían del sistema semiótico, o langue, en el cual estábamos
inmersos. Más aún: nuestra propia identidad como sujetos conscientes del mundo era
un "efecto del significante". Como solía decir Althusser, "la ideología no tiene un lado de
afuera".
De allí que el estructuralismo representara no sólo una nueva manera de pensar
47
la "superestructura" social de creencias, mitos, sistemas de prohibiciones, leyes, etc.
(como afirmaba el antropólogo Claude Levi Strauss, una de las figuras magistrales del
movimiento), sino que cancelaba en parte la distinción entre "base" (económica, social)
y "superestructura" (cultural, ideológica). El sistema de significantes no sólo "reflejaba"
las distinciones de un mundo social preexistente; era también "productivo" de
identidades, valores, entidades, relaciones. Así, ahora era posible hablar de un
"materialismo cultural". Lo social, en cierto sentido, era también, como la ilusión de
nuestra propia subjetividad, un "efecto del significante". (En la teoría política fue
Ernesto Laclau quien desarrolló más consecuentemente esta línea de pensamiento).
El radicalismo nominalista de la doctrina estructuralista coincidió
coyunturalmente con la explosión de una serie de luchas sociales a nivel tanto nacional
como internacional en los 60s, entre ellas, los grandes movimientos anticoloniales o
antiimperialistas, como las guerras de Argelia o Vietnam, pero también en los países
tanto del "centro" como de la “periferia”, movimientos sociales de nuevo tipo,
estudiantes, étnicos o feminista, de derechos civiles, ecologistas, hippies o de "contra-
cultura". A finales de los años 60s, la idea de una transformación revolucionaria a nivel
mundial todavía parecía posible, aunque más y más precaria. Quizás la imagen más
influyente (aunque para nosotros también distante) de esa posibilidad fue la Revolución
Cultural en China, que prometía, en principio, borrar en nombre de una igualdad
absoluta todas las distinciones jerárquicas tradicionales, no sólo las económicas de clase
y de riqueza / pobreza, sino también las de género, oficio, o etnia, impuestas
sucesivamente por el feudalismo, el colonialismo y el capitalismo. Hubo cierta
coincidencia insólita, fundada en malentendidos por ambos lados, entre el maoísmo y el
estructuralismo, sobre todo en Francia.
Pero, sin ser necesariamente ni maoístas ni estructuralistas en un sentido
estricto, todos participábamos de una forma u otra en esta coyuntura bella, tumultuosa,
pero también cruel (se hablaba mucho del "bad trip" psicodélico; la Revolución Cultural
china se transformó de un movimiento igualitario, renovador, impulsado por jóvenes
como nosotros, en un "bad trip" colosal). Era también la época dorada de la Revolución
48
Cubana y de la lucha armada en América Latina, que seguíamos de cerca, leyendo el
famoso manual, Revolución en la revolución, de Regis Debray, el discípulo de Althusser
que se había hecho amigo del Che (hoy, en una especie de ironía de la historia, la ex
esposa de Debray y después gestora del testimonio Me llamo Rigoberta Menchú, la
antropóloga venezolana Elizabeth Burgos, se encuentra en la oposición a Chávez en
Venezuela).
Había, por supuesto, mucho de "voluntarismo" en todo eso. Teníamos la
sensación (quizás es propia de cada generación nueva en la modernidad) de que
podríamos inventarnos a nosotros mismos, solos y sin referencia al pasado. Pero este
estado de ánimo tremendamente optimista y contestatario también fue el producto
objetivo de una coyuntura económica-política muy favorable. Por un lado, el capitalismo
a nivel mundial, no sólo en los países del "centro" sino en los países “periféricos” como
la India o México, había experimentado una expansión enorme desde finales de la
Segunda Guerra Mundial. Esta "larga onda" de crecimiento, como lo llamaban los
economistas, explicaba la domesticación política de la clase obrera en los países
altamente industrializados. Pero, esta expansión también producía dentro de esos
países una serie de nuevas demandas y expectativas ante las cuales el sistema tenía
dificultad en responder, y coincidía en el "Tercer Mundo", como se decía entonces (hoy
se habla más bien del "Sur"), con el gran movimiento de descolonización que comienza,
junto con la Guerra Fría, con la independencia de la India y con la Revolución China en
1947. Una manera de entender el auge de la "teoría" es que fue el efecto de la
descolonización en los centros de saber de la antigua metrópolis colonial-imperialista –
es decir que, aunque producida en Europa, la "teoría" obedece a una voluntad histórica
post-europea.
En la terminología marxista que favorecíamos en la época, esto se designaba
como la contradicción entre las fuerzas de producción creadas por el capitalismo
moderno (su enorme capacidad productiva y su aparato técnico-científico) y las
relaciones de producción (el sistema de clases y de hegemonía imperialista que inscribía
la desigualdad en el corazón del capitalismo). Por razones que sería demasiado largo
49
explicar aquí, durante los 60s la universidad se convirtió en uno de los ejes centrales de
esta contradicción. De allí, el dinamismo y fuerza de los llamados "movimientos de
estudiantes", que culminaron en el mayo francés en 1968.
Mi narrativa personal es producto de todo eso, tanto de la "base" económica
como del radicalismo epistemológico de la doctrina estructuralista del signo, o de la
"contra cultura" y la suerte de haber vivido en California a finales de los 60s. Si esta
historia involucra cierta posibilidad de elección o "agency", como se dice en inglés,
también está regida por una serie de determinismos, y quizás sea más importante
entender esto que lo anterior.
Nací en Venezuela, y pasé la primera parte de mi vida principalmente en el Perú.
Mis padres eran estadounidenses residentes en América Latina –mi papá era
funcionario de una compañía de petróleo, con extensos campos de producción (después
nacionalizados) en Venezuela, Ecuador, Colombia, y Perú. Más que “criollo”, yo era un
niño "colonial", con ganas siempre de volver un día a la madre patria norteamericana,
que, en mis fantasías juveniles, representaba una modernidad totalmente lograda, de
ciudades de ciencia ficción. Pero también era un niño bilingüe y hasta cierto punto
bicultural, que conocía mejor y más de cerca Bogotá o Lima que cualquier ciudad de los
Estados Unidos. De ahí que cuando triunfa la Revolución Cubana en 1959, pude
rápidamente asimilarla como algo que yo entendía y que de cierta forma me interpelaba
personalmente, a pesar de mi formación de clase media alta estadounidense (mis
padres eran Republicanos, admiradores de Nixon, y sus amigos incluían hombres de
negocio exiliados de Cuba por la revolución). Esa conexión biográfica con el mundo
hispano-hablante, y mi identificación "vivencial", si se quiere (porque no tenía todavía
una concepción política del mundo muy clara) con la Revolución Cubana, incidieron
sobre mi decisión de escoger Spanish como campo de concentración para mi
licenciatura universitaria. Pero, no me puse a estudiar la literatura latinoamericana sino
la literatura española del Siglo de Oro. A pesar de la irrupción en esos años de la novela
del Boom, en la academia estadounidense la literatura latinoamericana todavía era
vista como una rama menor del campo Peninsular. En la Universidad de California, San
50
Diego, donde fui en 1966 para realizar mi doctorado, coincidí con un grupo de
hispanistas famosos, entre ellos el historiador Américo Castro, y los críticos Carlos
Blanco Aguinaga, Joaquín Casalduero y Claudio Guillén, el eventual director de mi tesis
doctoral. Fui a San Diego principalmente para trabajar con ellos, pero descubrí por
accidente que esa universidad era también uno de los lugares donde la primera ola del
estructuralismo francés estaba llegando a Estados Unidos (los otros dos lugares, menos
politizados pero más prestigiosos, eran las universidades de Yale y Johns Hopkins). Me
acuerdo de un joven profesor, Tony Wilden, que venía de estar a los pies de Lacan en
París. Pasaban en persona por San Diego o California del Sur otras figuras grandes o
menores del post-estructuralismo: Foucault, Lyotard, Baudrillard, Michel de Certeau,
Louis Marin. En San Diego estaba también el gran filósofo de la Escuela de Frankfurt,
Herbert Marcuse, autor de Eros y Civilización, y gurú de la Nueva Izquierda
internacional. A finales de los 60s, Fredric Jameson llegó de Harvard y entonces
comencé a asistir a los cursos que él daba sobre crítica literaria marxista, la Escuela de
Frankfurt y especialmente Walter Benjamin, la poesía y la novela francesas y Sartre.
Dicho de paso, Sartre fue para mí, como para muchos intelectuales de formación
burguesa o pequeño-burguesa en mi época, el punto de paso entre un individualismo
nihilista, bohemio, y el marxismo y la militancia política.
Aunque Marcuse era la eminencia gris del lugar, fue Jameson, cuyo pensamiento
circulaba entre varias corrientes del llamado "marxismo occidental" y el estructuralismo
(o, para decir esto de otra forma, entre Lukacs y Althusser), quien me dio una nueva
manera de leer la literatura, una "hermenéutica positiva" –para emplear su propio
concepto-, marxista pero no reduccionista, que juntaba análisis formal e ideológico (se
hablaba de la necesidad de una "lectura sintomática" de los mecanismos del texto).
Esto me llevó a mi primer libro, un análisis de lo que Jameson llamaría el "inconciente
político" de las Soledades de Góngora, que respetaba el formalismo exacerbado del
poema, pero que a la vez procuraba ver en ese formalismo la presencia de varias
presiones y contradicciones sociales e ideológicas inherentes al periodo del barroco
español. La versión española del libro llevó una doble dedicatoria a “dos que murieron
51
en la frontera”: Walter Benjamin y Che Guevara. Esa combinación alegórica, si se quiere,
de las figuras de un revolucionario y de un crítico literario marcaba mi ambición o quizás
mi hubris crítica: juntar la militancia política con la militancia crítica o teórica. Eran,
desde luego, "los 60s”, y todo, aun el recinto normalmente plácido y autocomplaciente
de los departamentos de literatura, estaba en desorden. Mi mejor amigo era un
francés, Claude, que preparaba, bajo la dirección de Marcuse, una tesis sobre las
implicaciones políticas del surrealismo. Claude volvió con su esposa, hija de padres
comunistas, a París en mayo de 1968, para sumarse a las masas en la calle, sin regresar
jamás.
Pero mi finalidad política no fue tanto la calle sino lo que se llamaba entonces,
no sin cierta ironía, "la larga marcha a través de las instituciones". Terminé el doctorado,
y entré en la carrera académica como profesor asistente de literatura Peninsular en la
Universidad de Pittsburgh. Por muchos años procuré desarrollar la idea que había
heredado de Jameson, la de una hermenéutica literaria propiamente marxista.
Enseñaba estructuralismo y después su hijo legítimo, el post-estructuralismo (producto
edípico de estudiantes de Althusser, como Ranciere, Balibar, Derrida o Foucault).
Participé en las discusiones que llevarían eventualmente a la formación del campo de
los “estudios culturales”. Por muchos años compartí la coordinación del llamado Marxist
Literary Group en la Modern Language Association [MLA], donde se reunían los
discípulos de Jameson (todavía funciona, pero ya no participo). Al mismo tiempo, me
acerqué al proyecto de una "historia social" de la literatura española y latinoamericana
que se desarrollaba en centros de investigación como el Centro de Estudios
Latinoamericanos "Rómulo Gallegos" en Caracas, o en el Institute for the Study of
Ideologies and Literatures, impulsado por Hernán Vidal y Anthony Zahareas en la
Universidad de Minnesota. Sentía que de esta manera estaba ayudando a propugnar
una posición radicalizadora, marxisante, en mi disciplina. Pero mis preocupaciones
políticas concretas estaban más bien fuera de la universidad. Milité en varios grupos de
la Nueva Izquierda estadounidense y en cuestiones de solidaridad con América Latina:
con Cuba, con Chile después del golpe de Estado de 1973, y con los movimientos
52
revolucionarios que comenzaban a aparecer en Centro América a finales de los 70s.
Pero entonces, en 1979, ocurre algo que cambia mi perspectiva de una manera
dramática e inesperada: el triunfo de la Revolución Sandinista. Un amigo, Marc
Zimmerman, que también había sido discípulo de Jameson en San Diego y también
trabajaba en la solidaridad sandinista, me pide que colaboremos en un libro sobre la
relación entre la nueva literatura centroamericana, que yo conocía sólo parcialmente
(Cardenal, Roque Dalton, Sergio Ramírez, Otto René Castillo, el género testimonio, la
"poesía de taller", etc.) y el auge de los movimientos revolucionarios en la región.
Concebimos el libro como una versión "académica", si se quiere, de la práctica de la
solidaridad. En nuestro interés por lo que llamábamos (de una manera que me parece
un poco torpe hoy) la "función ideológica" de la literatura, estábamos procurando juntar
la militancia política con el vanguardismo de la "teoría" que habíamos heredado de
nuestros días en San Diego.
En el proceso de escribir el libro con Marc, me sentí más y más atraído hacia
América Latina. Me interesaba todavía Góngora, pero ahora no tanto como un escritor
del canon peninsular, sino más bien por la manera en que su poesía se vuelve una
especie de discurso maestro en los virreinatos coloniales en el siglo XVII. Quería
entender cómo la "recepción" de Góngora por letrados criollos como Juan de Espinosa
Medrano o Sor Juana Inés de la Cruz, constituía un nuevo nexo de "poder-saber", en el
sentido que daba Foucault a ese concepto, que ponía en relación cercana la esfera del
poder y la literatura. Anticipaba en este nuevo interés lo que después se llegó a conocer
como la crítica postcolonial. Terminé alejándome del peninsularismo. Publiqué en 1988
una colección de ensayos cuyo título resumió mi propia trayectoria: Del Lazarillo al
sandinismo.
Pero esta ambición me deja a finales de los 80s en una situación un poco
incómoda. No lo sabíamos cuando comenzamos nuestro libro sobre la literatura
revolucionaria centroamericana, pero Marc y yo estábamos trabajando contra el
tiempo. Queríamos hacer un retrato vivo de un proceso complejo y a veces
contradictorio que estaba aún desplegándose. Sin embargo, teníamos la certeza de que
53
iba a seguir adelante y, tarde o temprano, iba a triunfar. Pero, a mediados de los 80s, los
movimientos revolucionarios en El Salvador y Guatemala, que parecían tan fuertes a
comienzos de esa década, se encontraban frenados por una violencia contra-
revolucionaria inusual, genocida, y los sandinistas estaban en una profunda crisis,
provocada en parte por la guerra de los Contras. En 1989, Cuba –el principal soporte
regional de las insurgencias- entró en su “periodo especial en tiempos de paz” con la
debacle económica producida por el colapso de la Unión Soviética. Los sandinistas
perdieron las elecciones en Nicaragua en febrero de 1990. Varios meses después
apareció nuestro libro, Literature and Politics in the Central American Revolutions, y
pronto se dirigió al limbo bien poblado de los libros académicos que han perdido su
momento.
El fracaso de nuestro libro no fue solamente coyuntural sino también teórico. Los
movimientos revolucionarios en Nicaragua, Guatemala y El Salvador se habían
articulado como luchas de liberación nacional, siguiendo el modelo de la Revolución
Cubana. Ofrecíamos una teoría de la literatura como "práctica ideológica" de un
nacionalismo revolucionario; estudiábamos las formas en que figuras y movimientos
literarios específicos, proyectos de hegemonía y contra-hegemonía política, estaban
entretejidas con la “cuestión nacional” y ofrecían nuevas posibilidades de expresión de
lo "nacional-popular". Pero 1990 no fue sólo el año en que los sandinistas perdieron el
poder; fue también cuando, más o menos simultáneamente con Literature and Politics,
aparecieron Myth and Archive de Roberto González Echeverría, y la antología editada
por Homi Bhabha, Nation and Narration. Doris Sommer publicó un ensayo en Nation
and Narration que anticipaba su propio libro sobre las relaciones entre la narrativa
literaria y la formación del Estado nacional en el siglo XIX latinoamericano, Foundational
Fictions, el cual apareció un año después.
En formas diversas y políticamente inconmensurables, Myth and Archive, Nation
and Narration, y Foundational Fictions (junto con el anterior libro de Benedict Anderson,
Imagined Communities, y Escribir en el aire de Antonio Cornejo Polar) rápidamente
vinieron a ocupar el lugar que nosotros esperábamos para Literature and Politics: el de
54
definir la principal agenda para la crítica literaria latinoamericanista en la academia
estadounidense en los 90s. Más aún, definieron esa agenda en términos postnacionales
o, al menos, deconstructivos respecto de las reivindicaciones identitarias de la nación y
de las luchas de liberación nacional.
No sólo el proyecto sandinista sino también nuestro propio proyecto como
críticos literarios “en solidaridad” con el sandinismo, llegó a una crisis. Fue esta
coyuntura tanto de desengaño y fracaso como también de un deseo de continuar, si
fuera posible, la noción de una practica teórica-crítica politizada la que me lleva, en
parte como autocrítica de mi propio trabajo, hacia los estudios culturales y los estudios
subalternos. La naturaleza y la historia de estos dos movimientos son complejas y están
referidas en otros textos de esta colección de ensayos. Voy a ofrecer aquí, entonces,
sólo unos detalles personales. Aunque llegué a los estudios subalternos después de los
estudios culturales (pensaba inicialmente que la perspectiva subalternista era una
especie de "pliegue" dentro de los estudios culturales), voy a hablar primero de ellos.
Compartí la derrota sandinista con otra colega, Ileana Rodríguez, que también se
había formado en el Departamento de Literatura de San Diego. Ileana, que era de origen
nicaragüense, abandonó en los 80s su carrera académica en Estados Unidos para
trabajar por el gobierno sandinista. Después de la derrota vuelve a Estados Unidos para
ver si puede retomar su carrera, y nos volvemos a ver. Descubrimos que, por derroteros
distintos, ambos habíamos llegado a leer los trabajos del llamado Grupo Sudasiático de
Estudios Subalternos y ambos pensamos que éstos tenían una relación más que casual
con nuestras preocupaciones. Descubrimos que otros colegas también compartían ese
interés. Veníamos principalmente, pero no exclusivamente, del campo de la crítica
literaria. Teníamos la sensación de que el proyecto de la izquierda latinoamericana que
había definido nuestro trabajo previo había llegado a un límite, aun en las revoluciones
como la cubana y la nicaragüense. Aunque buscaban apoyarse en una reivindicación
"nacional-popular" amplia, nos parecía que había profundas dificultades en la relación
entre la vanguardia revolucionaria, el Estado post-revolucionario y “el pueblo”. No
estábamos seguros, o no estábamos de acuerdo acerca de cual era exactamente ese
55
límite, pero si estábamos seguros de que las cosas estaban cambiando y que
necesitábamos un nuevo paradigma. Nos reunimos informalmente por primera vez
cerca de la ciudad de Washington en 1992. Decidimos bautizarnos con el nombre de
Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericano. En una especie de manifiesto que
escribimos colectivamente en esa ocasión, la "Declaración de Fundación del Grupo de
Estudios Subalternos Latinoamericano", definimos la necesidad de un nuevo paradigma
en estos términos:
La actual caída de los regímenes autoritarios en América Latina, el fin del
comunismo y el consiguiente desplazamiento de los proyectos revolucionarios,
los procesos de democratización y la nueva dinámica creada por el efecto de los
medios de comunicación de masas y la transnacionalización de la economía:
todos estos son desarrollos que demandan nuevas formas de pensar y actuar
políticamente. La redefinición de los espacios políticos y culturales
latinoamericanos en los años recientes ha llevado, en su momento, a los
intelectuales de la región a revisar epistemologías establecidas y previamente
funcionales en las ciencias sociales y las humanidades. La tendencia general a la
democratización lleva a priorizar en particular la reexaminación de los conceptos
de sociedades pluralistas y las condiciones de subalternidad dentro de estas
sociedades.
Ranajit Guha, el historiador bengalí que formó el Grupo Sudasiático de Estudios
Subalternos que veíamos como nuestro modelo, definió la problemática central de su
propio trabajo como “el estudio del fracaso histórico de la nación para llegar a su
realización". Mutatis mutandis, fue el “fracaso histórico de la nación para llegar a su
realización” lo que nosotros estábamos confrontando en la crisis de la izquierda
revolucionaria en América Latina en los 90s. Entendíamos ese fracaso como un
fenómeno de la “postmodernidad”, en el sentido que le daba el filósofo Jean-François
Lyotard a ese término –es decir, “el fin de los metarelatos”. Aunque ahora no lo veo con
56
tanto entusiasmo, tanto para mí como para Guha el concepto de postmodernidad fue
fundamental en la reorientación de mi trabajo. Por limitaciones de espacio, no puedo
detenerme en ello, pero quiero por lo menos marcar el hecho (edité un libro sobre el
tema, The Postmodernism Debate in Latin America). Quizás sea suficiente decir que la
problemática de la postmodernidad, en un sentido amplio (político, filosófico, estético,
ético) implicaba la necesidad y a la vez la posibilidad de desarrollar un nuevo concepto
de la izquierda no ligada a una modernidad normativa y teleológicamente entendida.
Porque si la pregunta de la Guerra Fría (que termina, en cierto sentido, con la derrota
sandinista) había sido ¿cuál de los dos grandes sistemas, el capitalismo o el comunismo,
pueden producir mejor modernidad?, entonces la historia había dado su respuesta: el
capitalismo. Limitar el proyecto de la izquierda, entonces, a la conquista de una
"modernidad plena" a través del Estado, como se solía decir, equivaldría a condenar a la
izquierda a la derrota de antemano.
Para usar una frase de Gayatri Spivak, veíamos los estudios subalternos como
“una estrategia para nuestro tiempo”, un tiempo postmoderno, pensábamos.
Compartíamos con Guha y los historiadores del Grupo Sudasiático de Estudios
Subalternos un interés en la crítica de la representación desarrollada por el post-
estructuralismo. Ellos confrontaban el hecho de que la historiografía del subcontinente
indio, tanto en sus variantes coloniales como nacionalistas (incluyendo las marxistas),
había sido estructurada por un modelo estatista de modernización política y económica
–lo que en América Latina es conocido como el paradigma "desarrollista". Cuando ese
modelo comenzó a producir efectos perversos, tanto a nivel intelectual como a nivel
político, los subalternistas sudasiáticos creyeron necesario encontrar una forma
diferente de comprender la historia social de sus países. La crítica post-estructuralista
del historicismo y de la construcción del discurso de la historia se prestó
coyunturalmente para ese propósito. En cierto sentido, los subalternistas sudasiáticos
pasaron de la historia a la crítica y la teoría literarias.
Nuestro impulso fue, de alguna manera, el inverso: sentíamos que el campo de
la literatura y la crítica literaria latinoamericanista entraban en crisis, y que teníamos
57
que salir de ella hacia la historia social. La crisis fue precipitada de cierto modo por la
publicación del libro de Ángel Rama, La ciudad letrada, en 1984, dos años después de su
trágica muerte en un accidente de avión. La ciudad letrada era más un esbozo que un
libro plenamente desarrollado y hoy revela varios silencios y ambigüedades. Pero tuvo
un impacto decisivo sobre mi generación. Aunque Rama mismo no lo confiesa, La ciudad
letrada fue concebida como una genealogía al estilo de Foucault de la institución
literaria en América Latina, una genealogía que intentaba desafiar el prevaleciente
historicismo de los estudios literarios latinoamericanos (sin lograr romper totalmente
con ese historicismo). Lo que Rama nos hizo ver, o lo que queríamos ver en su libro, fue
que la literatura en sí –incluso las “novelas del Boom” o la "poesía conversacional"
promulgada por los cubanos- estaba implicada en la formación de las elites tanto
coloniales como postcoloniales en América Latina. Por tanto, nuestra propuesta de que
la literatura era un lugar donde las voces populares podrían encontrar mayor y mejor
expresión, un vehículo para la democratización cultural, quedó cuestionada en sus
mismas bases. El argumento de Rama explicaba, por un lado, cómo la literatura llegó a
tener el tipo de centralidad que todavía tiene en América Latina (escribo estas palabras
en vísperas de la celebración del cumpleaños de Gabriel García Márquez en Colombia).
Pero, por otro lado, perfiló también ese sentido de los límites de la literatura como
representación (en el doble sentido de hablar por –político- y hablar de –mimético)
adecuada del sujeto social latinoamericano.
Toda esta situación nos llevó a designar una alteridad que no podía ser
adecuadamente representada en las formas existentes de literatura, sin modificarlas
profundamente, por esto la idea de lo subalterno fue una manera de conceptualizar
dicha crisis. Pero, en la medida en que nosotros mismos estábamos implicados en la
“ciudad letrada” como profesores, críticos, y / o escritores, el subalternismo no podría
consistir sólo en estudiar algo que estaba afuera de la academia –por ejemplo, bandidos
o rebeliones campesinas- o de hacer trabajo de campo antropológico. El reto fue más
bien el de mirar nuestra propia participación en crear y reproducir relaciones de poder y
subordinación, en la medida en que nosotros continuábamos actuando dentro del
58
marco de la literatura, la crítica literaria y los estudios literarios.
En 1993, Procuré dar una expresión personal de este sentido de los límites de
efectividad del modelo literario de las humanidades en un pequeño libro titulado
Against Literature –contra la literatura. Uno de los temas de ese libro fue el género
testimonio, esas narraciones en primera persona hechas por un narrador que ha
experimentado en su propia persona los hechos que cuenta, generalmente en la forma
de una historia oral después transcrita y editada como libro por un interlocutor letrado.
Hay testimonios de todo tipo, desde historias de prostitutas o drogadictos, hasta las
Memorias de la Guerra Revolucionaria Cubana del Che, el modelo del testimonio
guerrillero. Pero el paradigma del género para muchos de nosotros, dentro y fuera de la
academia, en los años 90s fue Me llamo Rigoberta Menchú, y así me nació la conciencia,
publicado por primera vez en Cuba, por Casa de las Américas en 1982.
El testimonio de Menchú fue destinado principalmente para fines de trabajo de
solidaridad –sobre todo para detener la guerra genocida que el ejército guatemalteco,
con el asesoramiento de países extranjeros como Argentina, Israel o Estados Unidos,
dirigía contra su propia población. Pero en el contexto de la derrota de las esperanzas
revolucionarias en 1990, Me llamo Rigoberta Menchú y la cuestión del testimonio
sirvieron también para introducir una serie de interrogantes en nuestro campo: ¿el
testimonio, es o no es literatura?, ¿cuál es la distinción entre ficción y testimonio?, ¿qué
voces excluye la literatura –en cuanto pretende hablar por, o de, esas voces, pero no las
deja hablar por sí mismas?, ¿quién es el autor de un testimonio, la persona que hace la
narración o el interlocutor letrado que prepara el texto? ¿es que ha desaparecido
entonces la moderna autoridad cultural del "autor"? El testimonio, así pienso, desplaza
o descentra cierta subjetividad burguesa implícita tanto en la producción como en la
recepción de la literatura. De allí que ofrezca una manera similar a la "teoría", y en
estrecha relación con ella (como una especie de “deconstrución” concreta), de
radicalizar el campo de las humanidades y las ciencias humanas, haciendo presente en
ellas voces precisamente subalternas porque normalmente no hubieran tenido la
posibilidad de representarse en un texto publicado, autorizado y estudiado como
59
“literatura” o "historia". Hay, por supuesto, muchas ambigüedades y contradicciones, en
esta ilusión –o “efecto de realidad”, para usar el concepto de Roland Barthes- que el
testimonio ofrece, de tener acceso directo a una "voz" subalterna y se armó, por ese
entonces, un gran debate en la crítica y la teoría literaria latinoamericanista sobre este
punto, debate que continúa hoy (uno de sus últimos capítulos es el libro de Beatriz
Sarlo, Tiempo pasado, del año 2005).
Sin embargo, a pesar de estas ambigüedades, quedaba algo –una nueva
presencia incómoda en el campo de la literatura. Una cosa era que un gran novelista
como Miguel Ángel Asturias representara en una novela el mundo de los mayas en
Centro América; otra distinta era que una mujer campesina y activista maya como
Rigoberta Menchú produjera, con la ayuda de un interlocutor letrado, su propia
narración. Tanto en su forma como en su contenido, el testimonio cambiaba la
identidad del narrador popular como una especie de “informante nativo” que proveía
una “materia prima” al investigador o escritor, para transformarlo en un gestor de sus
propias condiciones de narración y verdad. El testimonio tuvo la potencia de dinamizar
el campo de la literatura desde el margen, desde lo que quedaba definitivamente afuera
del campo. Y como se lo produce desde, y a la vez representa precisamente, los espacios
de lo que los politólogos llaman la ingobernabilidad (el hampa urbana, la guerrilla, el
drogadicto, el mundo indígena, los niños de la calle, el inmigrante “ilegal”) cuestiona,
sobre todo, la relación entre literatura y Estado.
La ciudad letrada fue, de alguna manera, un libro sobre el Estado. Rama partió
sobre la premisa de que si se traza la genealogía de la “ciudad letrada” desde el periodo
colonial hasta el presente, se estará explicando también algo respecto del carácter del
Estado latinoamericano. Los Estados latinoamericanos no estaban enraizados en una
relación orgánica entre territorialidad y etnicidad lingüístico-cultural; en ese sentido,
parecen ejemplificar perfectamente la idea de Benedict Anderson de la nación como
“comunidad imaginada”, producida por la literatura y la tecnología de la imprenta. La
literatura latinoamericana no sólo sirvió a esos Estados produciendo, para usar el
concepto de Doris Sommer, “ficciones fundacionales” alegóricas de su identidad y
60
destino “nacional”, sino que ésta también fue una práctica pedagógica-ideológica que
interpelaba a las nuevas elites criollas como sujetos capaces de engendrar y administrar
estos Estados: una forma de autodefinición y autolegitimación que equiparó el talento
para escribir y entender la literatura culta con el derecho a ejercer el poder del Estado.
En la crítica literaria latinoamericana escrita bajo el signo de la Teoría de la dependencia
y el vanguardismo político marxista-leninista, en las décadas de los 60s y 70s –
incluyendo nuestro libro sobre la literatura centroamericana-, la literatura fue
concebida como un vehículo para un sincretismo cultural. Rama habló, a propósito de
las “novelas del Boom”, de una “transculturación narrativa”, la que fue vista como un
proceso necesario para la formación de un Estado nacional más inclusivo. La ciudad
letrada señalaba el comienzo de un cambio radical en esta concepción de la literatura.
Donde antes se veía a la literatura y a la pedagogía literaria como instrumentos para la
modernización y democratización del Estado, ahora se las veía implicadas en la
incapacidad de las formas existentes del Estado para representar adecuadamente e
incorporar el rango pleno de identidades e intereses subsumidos en sus límites
territoriales, frecuentemente arbitrarios y ambiguos.
El gran pensador marxista italiano Antonio Gramsci, encarcelado por el gobierno
fascista de Mussolini en los años 30s, había reflexionado desde su celda sobre el mismo
problema pero en relación con la historia de Italia. El problema de la debilidad del
Estado en un país como Italia –es decir, “el fracaso histórico de la nación para llegar a su
realización”, para recordar la frase antes citada de Ranajit Guha- no era, Gramsci llegó a
pensar, solamente económico, derivado de la persistencia de elementos agro-feudales o
la penetración del mercado interno por el capital extranjero. También tenía una
dimensión específicamente cultural. Para Gramsci, la “cultura” es la esfera donde la
hegemonía –que él define como “el liderazgo moral e intelectual de la nación”- es
construida y puede ser quebrada y reconstituida. Los cambios de hegemonía implican
cambios no sólo en el contenido de la cultura (esto es, la diferencia entre valores
culturales conservadores o liberales), sino también en su forma. Para llegar a una
cultura genuinamente “nacional-popular” como sustento de un Estado comunista
61
posible, hacía falta superar la diferencia fundamental que separaba lo que las elites
letradas en su conjunto, sean liberales o conservadores, entendían por “cultura” y las
culturas de las clases “subalternas”, como el mismo Gramsci las llamaba.
Este argumento de Gramsci anticipa, y de alguna manera conforma, el cambio
que ha ocurrido en, para usar una frase de Homi Bhabha, “el lugar de la cultura” en
nuestros tiempos –un cambio a la vez íntimamente relacionado con “la política de la
teoría”. En un ensayo fundamental para entender el giro culturalista en el pensamiento
social latinoamericano de finales del siglo XX, “Modernidad y postmodernidad en
América Latina”, el sociólogo chileno José Joaquín Brunner señala que con el
advenimiento de la modernidad comienza a predominar lo que él llama una
“‘culturizada’ visión de la cultura” –en otras palabras, la idea de que la cultura es,
esencialmente, lo que está representado en la sección de arte y cultura del periódico
dominical. En el lenguaje de la deconstrucción, la cultura era el “suplemento” de lo
social, lo que quedaba fuera después de sumar todas las otras determinaciones
"objetivas". Las humanidades respondieron refugiándose detrás de las murallas del
formalismo estético, insistiendo sobre la autonomía del arte y la literatura respecto de
la esfera de la razón práctica y la ideología, constituyendo así una visión
compartimentalizada de la producción artística y cultural, regida desde arriba por
“expertos” y especialistas académicos.
Brunner explica esta “‘culturizada’ visión de la cultura” como “un síntoma de la
negación producida por una profunda, y típicamente moderna, tendencia: la
predominancia de los intereses, incluyendo los intereses cognitivos, de la razón
instrumental sobre los valores de la racionalidad comunicativa; la separación de la
esfera técnica del progreso que incluye la economía, la ciencia y las condiciones
materiales de la vida cotidiana de la esfera de sentido intersubjetivamente elaborado y
comunicado, donde se encuentran indisolublemente anclados en un mundo-de-vida
donde las tradiciones, los deseos, las creencias, los ideales y los valores coexisten y son,
precisamente, expresados en la cultura”. Lo que ha comenzado a cambiar con la
postmodernidad, Brunner sugiere, es que a la cultura se le atribuye ahora un nuevo
62
poder de gestión social. Por ejemplo, se ha hecho cada vez más común para
antropólogos, politólogos, teóricos de la educación, planificadores, sociólogos, y aun
economistas del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional pensar en la
“sustentabilidad cultural” del desarrollo.
En América Latina, la nueva preocupación por la cultura en las ciencias sociales –
designada a veces como una “vuelta a Gramsci”- fue en parte una consecuencia del
arribo de las dictaduras militares tecnocráticas en la década de los 70s. Anteriormente,
la ecuación de democratización y secularización con modernización económica había
prevalecido de una manera que cruzaba el espectro político, desde la izquierda a la
derecha, desde la Teoría de la dependencia hasta la Alianza para el progreso. Pero la
experiencia de los países del Cono Sur en los 70s (y de Brasil en los 60s) mostró que la
democratización no resultaba necesariamente de la modernización económica; más
aún, la modernización económica –tanto en forma capitalista como en forma
nominalmente socialista o de capitalismo de Estado- no fue siempre capaz de tolerar la
democracia. Lo que comenzó a desplazar el paradigma de la modernización, por lo
tanto, fue una interrogación acerca de las diferentes y asincrónicas “esferas” de la
modernidad (cultural, ética, ideológica, política, legal, etc.) y la “causalidad estructural”
de su interacción. Esta interrogación requirió una nueva atención a cuestiones de
subjetividad individual o colectiva y una nueva comprensión de (y tolerancia por) la
heterogeneidad religiosa, lingüística, cultural y étnica de las poblaciones
latinoamericanas. El correlato político de la "vuelta a Gramsci" fue la emergente
preocupación por los nuevos movimientos sociales y las “políticas de identidad”
[identity politics], ellas mismas impulsadas como compensación o sustitución de los
macro proyectos revolucionarios de la izquierda, derrotados o diferidos por la ola de
reacción que inunda el continente americano después de 1973.
En un ensayo, Postmodernismo, o la lógica cultural del capitalismo tardío,
publicado por primera vez en 1982, Fredric Jameson argumenta que este cambio en el
lugar de la cultura es una de las consecuencias superestructurales o “lógica cultural" de
la globalización económica vista como una nueva etapa del capitalismo, con
63
características especiales. En esta etapa, el modelo weberiano de la modernidad, en la
cual la cultura y las artes funcionan como esferas autónomas o semiautónomas respecto
de la razón instrumental del mercado y la burocracia estatal, llega a su fin. La cultura,
especialmente en las nuevas formas audiovisuales de cultura de masas, ahora atraviesa
lo social desde la psique individual hasta el Estado, en formas todavía no teorizadas.
Para registrar las consecuencias de este quiebre de las fronteras entre las diferentes
esferas de la modernidad, Jameson pensaba que se requerían nuevos “mapas
cognitivos”. Los estudios culturales, hijo tardío de la "política de la teoría" de los años
60s, de alguna manera, se presentaron como uno de estos nuevos mapas cognitivos
postmodernos.
La nueva centralidad de la cultura y de la “identidad”, paradójicamente le otorgó
al campo de la teoría y crítica literaria, la función de una vanguardia conceptual por
algunos años. Pero el argumento de Gramsci sobre la dimensión cultural de la
hegemonía era también un incentivo para desplazar la “‘culturizada’ concepción de la
cultura” representada por la literatura culta y las humanidades académicas. Hacía falta
desarrollar una noción de cultura como, para usar la frase de Raymond Williams, “a
whole way of life” –un modo de vida. Y eso requería, a la vez, nuevas prácticas
transdisciplinarias o interdisciplinarias –Néstor García Canclini hablaba de “ciencias
nómadas”- que subvirtieran activamente las fronteras de los campos académicos
tradicionales y en particular las distinciones que separaban la humanidades de las
ciencias sociales y naturales. Los libros de Foucault sobre la locura, la sexualidad o la
institución carcelaria eran el gran modelo para todo eso (es pertinente observar que
Foucault comienza su carrera como crítico literario, con un libro sobre la narrativa del
escritor surrealista Raymond Roussel).
Foucault concebía su producción intelectual como una forma de alentar lo que
el llamaba la “micro-política”: atacar al “sistema” en sus más íntimos y, a veces,
vulnerables puntos de contacto con la vida humana. Pero, los que trabajamos en los 80s
y 90s para formar el campo de los estudios culturales, estamos concientes hoy de
enfrentar una paradoja en lo que hacemos. Más allá de nuestras diferencias, algunos
64
compartimos ese impulso hacia la desjerarquización también implícito en los estudios
subalternos. Para nosotros el presupuesto “político”, por decirlo así, detrás de los
estudios culturales era que lo “popular” en el sentido de consumo –es decir, lo pop- era
“popular” también en un sentido político; es decir, perteneciente al “pueblo” –lo
“nacional-popular”. Pensábamos que en el simple acto de desplazar nuestro interés
desde la literatura a la cultura popular o a cuestiones relacionadas con lo que Foucault
llamaba la “biopolítica”, estábamos desafiando no sólo el esteticismo del campo de la
literatura y la crítica del arte, sino también la perspectiva de la Escuela de Frankfurt
sobre "la industria cultural", que (con la excepción notable de Benjamin) veía en la
cultura de masas capitalista una especie de lavado de cerebro favorable a la integración
a la sociedad de consumo. Pero, ¿teníamos razón?
Tenemos que reconocer hoy que la globalización y la economía política
neoliberal quizás han hecho mejor que nosotros este trabajo de desjerarquización y
desterritorializacion cultural. Solemos decir casi automáticamente que el neoliberalismo
es malo y que sabemos por qué es malo. Pero fue un gran error, de parte nuestra, no
haber hecho un estudio más profundo, filosófico-crítico, del neoliberalismo y por qué
ha tenido o tuvo cierta efectividad hegemónica. Porque aunque en muchos lugares,
como en Chile, el modelo neoliberal fue impuesto violentamente, después también fue
capaz de conseguir el apoyo a veces de una mayoría, incluyendo sectores de las clases
populares. Puede ser, como creo, que esa efectividad hegemónica del neoliberalismo
hoy comience a desmoronarse por todos lados (vuelvo a este tema al final). Pero
también creo que no apreciamos suficientemente su lado "populista” y, por lo tanto, no
supimos cómo combatirlo eficazmente.
La consecuencia es que los estudios culturales, a pesar de su origen como
extensión del proyecto radical de los años 60s, cayeron a veces en una relación de
complicidad con los nuevos “flujos”" de la cultura mercantilizada, producidos por la
globalización económica, los medios de comunicación y el ethos neoliberal. Para citar
una fórmula famosa de García Canclini, si “el consumo también sirve para pensar”,
entonces el mercado y el cálculo económico de compradores y vendedores [market-
65
choice] se convierte, implícita o explícitamente, en la condición necesaria y previa para
formas de agenciamiento popular-subalternas. De la misma manera, de acuerdo con la
lógica de “políticas de interés” en un sistema de democracia parlamentaria, las políticas
multiculturales de identidad étnica o de género, nutridas en parte desde la academia
por los estudios subalternos y culturales, se concentraban en interpelar individualmente
a las instancias del Estado y a las corporaciones en favor de sus reivindicaciones y
“derechos” particulares, en vez de unirse para formar un nuevo “bloque histórico”
popular-subalterno.
No hay duda, entonces, que los estudios culturales han llegado a un límite de
efectividad y ya no están en auge. Sin embargo, queda algo de su promesa igualitaria
inicial. Quizás estos no sean exactamente lo que Gramsci hubiera reconocido como lo
“nacional-popular”, pero si son nuevas formas de percibir y de representar el mundo
que vienen “desde abajo”. Pienso, por ejemplo, en el narcocorrido o en el rap o el
reggaetón –formas musicales relacionadas con el narcotráfico, diásporas de varios tipos
y la nueva permeabilidad de las fronteras nacionales. Al fin y al cabo, lo que se produce
y consume como pop tiene su origen generalmente en las clases populares, no en las
elites tradicionales o la clase media educada, profesional. Después es comercializado
por la industria cultural capitalista y entonces sí puede comenzar a tener, como pasó
con la música country en Estados Unidos, una dinámica ideológica-cultural a espaldas de
los intereses de las clases o los grupos que lo produjeron en primera instancia. Pero, aun
en su comercialización, queda cierta conexión con un productor popular inicial, porque
sin este sentido de "agency", o poder de gestión de clases o posiciones sociales
subalternas, la cultura popular no funcionaría ni estética ni comercialmente.
Después de todo este recorrido, en la última etapa de mi carrera he vuelto a lo
que me interesaba al principio: la literatura del barroco peninsular (Cervantes, la novela
picaresca, la poesía de Góngora, la sátira de Quevedo, la comedia). Pero con una nueva
mirada, quizás, porque ahora puedo “leer” esos textos desde las perspectivas abiertas
por los estudios culturales y subalternos, y la crítica feminista y postcolonial. La idea de
que la literatura era el lugar donde las posibilidades utópicas de América Latina iban a
66
encontrar una expresión adecuada no se dio, y de ese desmoronamiento surgieron las
distintas formas de la "teoría", como he tratado de señalar en este trabajo. Pero hoy se
hace literatura desde y sobre la propia crisis de la literatura, como en el caso de Roberto
Bolaño. Sería erróneo, de todas formas, hacer una división demasiado tajante entre
literatura y las formas de la cultura popular o de masas. Porque, volviendo al antes
mencionado fenómeno del rap, por ejemplo, es evidente que el rap es esencialmente
una forma de poesía oralmente recitada con un marco rítmico. Tiene su origen en la
práctica, a finales de los 50s y comienzos de los 60s, de los poetas de la generación Beat
en los Estados Unidos de recitar sus poesías con un fondo improvisado de jazz. Y en
cuanto al narcocorrido, la crítica señala su parentesco formal y temático con los
romances fronterizos castellanos de la época del Cid. Entonces, quizás parte del
problema de la “‘culturizada’ visión de la cultura” sea su noción demasiado pobre,
“letrada”, de la literatura, que la limita arbitrariamente a lo que se ha entendido desde
el siglo XVIII como literatura (¡volvemos otra vez al tema del carácter arbitrario del
signo!). Mi amigo Eduardo Lozano, poeta y bibliotecario, ya fallecido, me dijo una vez
que el concepto de poesía o poiesis, en el sentido que tuvo para Aristóteles en su
Poética, es un concepto más amplio que el de literatura, porque podría abarcar
fácilmente al rap, la telenovela, el cine, la narrativas testimoniales, el corrido, el graffiti,
los chismes, nuestros sueños, etcétera.
El radicalismo de la “teoría” fue un fenómeno esencialmente académico, aunque
pensábamos que sus consecuencias podrían extenderse mucho más allá. Creíamos que
la universidad y el saber académico eran espacios posibles de ser radicalizados y desde
los cuales se podría radicalizar la sociedad. No sé si todavía creo eso porque la
universidad también ha cambiado mucho desde la época de los 60s, en una dirección
fundamentalmente conservadora. Por lo menos, me declaro agnóstico al respecto,
cuando antes era creyente. Sigo pensando que es necesario defender la universidad,
luchar contra su privatización y las otras deformaciones que ha padecido como
resultado de las “reformas” neoliberales. Pero, a la vez, me parece necesaria una “crítica
de la razón académica” –es decir, una especie de autocrítica. Porque, a pesar de nuestro
67
compromiso ético y epistemológico con el ideal de un saber desinteresado, la academia
no es un lugar neutro: es, al fin y al cabo, el lugar donde se construyen las disciplinas
maestras que guían la manera de pensar la historia, la sociedad, los valores y las
ambiciones humanas. De ahí que desde la academia el poder produce y reproduce la
subalternidad en el mismo acto de nombrarla. Los estudios culturales y subalternos
ofrecían –ofrecen- la posibilidad de hacer esta “crítica de la razón académica” desde
dentro. Pero si se convierten en nuevos paradigmas, o “campos” académicos con sus
listas de lectura obligada, requisitos y burocracia institucional, entonces llegamos a una
situación paradójica pero inevitable por la lógica misma de desigualdad y diferencia
que rige la construcción de la subalternidad: los subalternos, concretamente, tendrían
que estar en contra de los estudios subalternos, porque estos representarían una
formación cultural y disciplinaria que traiciona, en cierto sentido, sus propios intereses y
su propio poder de gestión y voluntad histórica.
En la vida universitaria, el balance es siempre entre innovación y captura. La
innovación abre líneas de fuga y la captura las va cerrando e integrando, formando
nuevas formas de ortodoxia y disciplinariedad. Es un juego desigual porque, por la
naturaleza “discriminatoria” de la universidad misma, la posición libertaria,
vanguardista, siempre termina perdiendo. Confrontamos, entonces, la paradoja de que
lo que hacemos en las disciplinas apunta hacia una democratización cultural más
profunda –esa era la promesa “política de la teoría”- pero no se pude cumplir, y de ahí
surgieron nuestras frustraciones.
El mayor peligro que veo ahora es que ante esa frustración se vuelva a una
especie de reterritorialización de los campos disciplinarios, incluyendo la literatura. Se
está dando hoy un nuevo giro en la crítica literaria y cultural latinoamericana que
apunta claramente en esta dirección. Beatriz Sarlo sería, a mi modo de ver, la figura más
destacada en este sentido. Pero se trata de una tendencia generalizada, sobre todo
entre profesores de departamentos de literatura en América Latina. Creo que se trata,
en esencia, de un giro neoconservador, aunque muchas veces está representado por
personas, como Sarlo, identificadas con la izquierda y con una defensa de la “critica
68
cultural” contra el “relativismo” postmoderno, el multiculturalismo “liviano” estilo
estadounidense, o el “populismo de los medios” –como lo llama Sarlo— de los estudios
culturales. De una forma parecida, el pensamiento neoconservador estadounidense
tuvo uno de sus puntos de origen en la reacción por parte de sectores de la izquierda
socialdemócrata o liberal ante la contra-cultura y los nuevos movimientos sociales de la
juventud en los 60s.
Digo neoconservador, porque habría que distinguir claramente esta posición de
la posición neoliberal a la que, en cierto sentido, quiere desplazar como ideología
dominante. El neoliberalismo induce una crisis de legitimidad en el Estado
contemporáneo, cuya función actual es actuar como una especie de “policía local” en la
globalización. Esto es así porque el neoliberalismo, como doctrina, no puede ofrecer,
más allá de su apelación al mercado libre, una normatividad positiva suficientemente
fuerte para disciplinar a las poblaciones. A la vez, la autoridad de un sistema de
“valores” es cuestionada por el nominalismo radical de la “teoría”. Presenciamos
también en las nuevas formas de la izquierda en América Latina, la irrupción de sujetos
popular-subalternos extremadamente heterogéneos, en contra de los efectos de las
políticas neoliberales (los cocaleros en Bolivia, las “turbas” urbanas en Venezuela, los
zapatistas en México, el Movimiento de los Sin Tierra en Brasil). En el pasado, esta
irrupción venía desde fuera del Estado (el gran tema de los estudios subalternos, para
repetirlo, era la inconmensurabilidad entre el Estado y el “pueblo”). Pero hoy en día, en
muchas partes de América Latina, lo subalterno se ha convertido en el Estado. El giro
neoconservador representa, entonces, a mi modo de ver, un esfuerzo para contener la
izquierda latinoamericana en su nuevo florecimiento dentro de límites establecidos por
las clases profesionales, en su gran mayoría blancas, y dentro de las "disciplinas"
académicas.
Hay cierta lucidez desengañada en esta exposición, pero debe quedar claro que
no nace desde, sino en oposición, a la promesa de “la política de la teoría”, que era, si
no transformar la sociedad, por lo menos transformar a nuestras disciplinas académicas,
procurando hacer del saber académico un instrumento al servicio de la “inmensa
69
mayoría”, para recordar la frase del poeta español Blas de Otero. En contra de esta
lucidez autocomplaciente, entonces, me parece justo concluir esta narrativa observando
que no es que perdimos a causa de una serie de equivocaciones e ilusiones románticas,
entre ellas la idea de la “política de la teoría”, que ahora debemos abandonar (aunque
de equivocaciones, ilusiones y romanticismo había mucho en todo esto); más bien
fuimos derrotados por una fuerza más poderosa, una fuerza que inconscientemente,
por una especie de fatalidad objetiva, servíamos, al mismo tiempo que creíamos estar
combatiendo, como los rebeldes de la película The Matrix. Creíamos en la posibilidad de
un “postmodernismo de resistencia”, pero desde la perspectiva de hoy, está claro que lo
que el postmodernismo significó fue más bien la cooptación de la promesa de los 60s
por una Restauración conservadora, cuyo otro brazo era el neoliberalismo. Como lo dijo
más cínicamente Regis Debray, el compañero del Che: “pensábamos que íbamos hacia
la China, pero terminamos en California”. Pero esa promesa sigue siendo real y, como el
“viejo topo” de Marx, alienta el renacimiento de la izquierda latinoamericana. Es la
promesa de una sociedad sin las grandes desigualdades e injusticias de todo tipo que
atraviesan la nuestra, donde la diferencia puede coexistir con la igualdad. De allí que el
impulso de “la política de la teoría” puede y debe ser renovado.
III. - Sobre estudios culturales (conferencia en Montevideo)
_________________________________________________________
70
La lógica del famoso ensayo "Calibán" de Roberto Fernández Retamar, es una
lógica de otredad cultural potencialmente subversiva. Calibán es el sujeto
latinoamericano formado por la civilización europea en su doble movimiento de
colonialismo y capitalismo, pero cuya identidad como sujeto le lleva necesariamente a
impugnar esa civilización. Para Retamar, como para gran parte de su generación, la
posibilidad de Calibán fue concretamente la posibilidad del comunismo: es decir, la
posibilidad (o la necesidad) de “cambiar la vida”. Como se sabe, por contraste, el
fenómeno principal que define la postmodernidad como tal es, precisamente, la caída
del comunismo. ¿Sería posible reimaginar y reanimar al proyecto del comunismo –es
decir, a Calibán- no sólo en la postmodernidad sino, en cierto sentido, desde la
postmodernidad?
La pregunta parece a la vez perversa y quijotesca. Perversa por todo lo que
sabemos del Gulag, de los campos de matanza de Camboya, de los crímenes de Stalin (y
de todos los pequeños Stalins), de la represión y la falta de democracia aun en
condiciones de lo que se solía llamar “normalidad socialista”. Quijotesca por el simple e
inescapable hecho del fracaso histórico del sistema y de la ideología que justificó dicha
represión y dichos crímenes en nombre de la construcción de un futuro humano más
justo.
El tema que subyace a estas cuestiones es cuáles son las consecuencias de
pensar la lógica de lo social como esencialmente multicultural. Sé muy bien que esta
reflexión puede ser muy ajena a las realidades de un país como el Uruguay. Pero creo
que el tema de lo subalterno es importante sólo en la medida en que hace visible a
nuestras sociedades, y si no permite ver y oculta lo que es importante ver, entonces no
hay que insistir en esto. Pero, para anticipar la discusión, podría decir que el
multiculturalismo puede disipar no solo una presencia, sino también una ausencia en la
cultura nacional, una ausencia -o pérdida-, que es, sin embargo, constitutiva del
presente en la manera en que Freud habla de la dinámica psíquica de melancolía y
duelo. Voy a hacer una reflexión quizá demasiado obvia pero necesaria, sobre la
situación de las izquierdas hoy.
71
Es cada vez más evidente que los regímenes que han surgido de la caída del
comunismo, han resultado en mayor o menor grado problemáticos, especialmente en lo
que era la URSS y Yugoslavia. Este hecho ha provocado, dentro y fuera del mundo post
soviético, una nostalgia por lo que podría aparecer en las condiciones actuales como
una especie de “época dorada” del estalinismo de los años cincuenta y sesenta. Sin
embargo, es evidente también que la simple restauración del estalinismo –o la
instauración de nuevos regímenes de ese tipo (como podría haber ocurrido en el Perú
con Sendero Luminoso, por ejemplo) aun si fuera todavía posible, llevaría con el tiempo
al mismo impasse y crisis que experimentó el campo del “socialismo real” en los 80s,
porque las semillas de ese impasse y crisis estaban presentes en la misma forma de
centralización económica, política y cultural ejercida por esos regímenes, forma que
puede parecernos hoy una variante particular de lo que Lacan llama el discurso del
amo.26
Hay muchas razones para defender el derecho de Cuba a seguir su propio
camino contra el bloqueo impuesto por mi gobierno (o en el caso del niño Elián), o para
pensar que el modelo chino de transición hacia una economía mixta ha dado mejores
resultados que el ruso. Pero nadie, y en primer lugar ni los cubanos o chinos, piensa hoy
que China o Cuba son modelos ejemplares de un nuevo tipo de sociedad post-
capitalista. Esta carencia de normatividad socialista es precisamente lo que expresa el
concepto cubano de "período especial en tiempos de paz". La proyección estratégica de
estos regímenes es más bien usar el monopolio político-burocrático del partido
comunista para facilitar la integración de sus países a la economía global, sin los
vertiginosos desajustes que ocurrieron en el caso de la URSS.
Curiosamente, algo parecido ocurre con las variantes contemporáneas de la
social democracia: el PSOE, la Tercera Vía de Tony Blair, el socialismo renovado chileno,
etc. (debo indicar que mi propia filiación política ha sido con la nueva izquierda social
demócrata). Como Clinton, que es en cierto sentido su modelo, las nuevas formas de la
26 Es quizás pertinente observar al respecto que la transición del comunismo al capitalismo fue o está siendo efectuada sin una verdadera revolución social, lo que equivale a decir, sin un cambio de la clase dominante.
72
social democracia representan un reajuste hábil a las condiciones actuales impuestas
por la globalización. Configuran lo que el socialista norteamericano Michel Harrington
solía llamar “the left wing of the possible”, la izquierda de lo posible. Pero, al fin y al
cabo, este reajuste consiste esencialmente en que acepten la hegemonía del capital
globalizado. Reproducen la función tradicional de la social democracia de ajustar las
reivindicaciones obreras y populares a los intereses del capital, ofreciéndose como
mediadores más eficaces de la lucha de clases que los tradicionales partidos de la
burguesía. No proponen una alternativa a la globalización o a la lógica del capital, otras
formas de comunidad, valores, producción, cultura, democracia, regocijo.
Lo que compartían, más allá de su antagonismo secular, la social democracia y el
comunismo, es que se presentaban ideológicamente como formas de modernidad. El
problema entre el capitalismo y el socialismo que marcaba a la Guerra Fría era,
esencialmente, sobre cuál de los dos sistemas podía llevar a cabo, de mejor forma, la
posibilidad de una modernidad política, económica, científica-tecnológica y cultural
latente en el mismo proyecto burgués. La premisa básica del marxismo como ideología
modernizadora era que la sociedad burguesa no podía cumplir con su propia promesa
de emancipación y bienestar debido a las contradicciones inherentes al modo de
producción capitalista, contradicciones sobre todo entre el carácter social de la
producción y el carácter privado de la propiedad y la acumulación. Liberando las fuerzas
de producción de los lazos de las relaciones de producción capitalistas –así decía el
argumento clásico-, los regímenes del socialismo de Estado podrían más o menos
rápidamente sobrepasar esas limitaciones y “vencer” al capitalismo. La respuesta, en
última instancia triunfadora, del capitalismo fue que la fuerza del libre mercado y la
privatización sería más dinámica y eficaz en producir la modernidad y el desarrollo
económico deseado.
Lo que no estaba en cuestión en este argumento, sin embargo, era la categoría
de la modernidad en sí, o la idea de clara procedencia hegeliana -aunque no siempre
fuera reconocido-, de un proceso tecnológico necesario para producir esa modernidad.
Esta ambivalencia estaba implícita en la teoría de la dependencia, y explica el cambio de
73
rumbo ideológico de figuras como Cardozo en Brasil o Vargas Llosa en el Perú. Si la
teoría de la dependencia fue esencialmente una explicación del retraso (o
“subdesarrollo”) de los países de la periferia capitalista con respecto a una modernidad
económica, política, cultural, supuestamente lograda en el centro, entonces la
modernidad es el principio de valor en relación al cual se juzga el abyecto presente
nacional, y el mercado libre, o el capitalismo de Estado, o el socialismo son solo medios
para conseguir esa modernidad, medios que en última instancia deben ser juzgados por
su efectividad programática en lograr dicha meta.
Pero, ¿puede existir una idea del socialismo o del comunismo, que no esté
conectada con la idea de la modernidad como meta trascendental o telos? Es en
relación a esta pregunta, creo, que consiste la contribución de los estudios subalternos.
La modernidad conlleva el ideal y, a la vez, la posibilidad material de una
sociedad transparente a sí misma, la generalización del principio de la "razón
comunicativa", para recordar el concepto de Habermas. Por lo tanto, la lógica de la
modernización es aculturadora o transculturadora27. Pero, lo que se opone la posibilidad
de una sociedad transparente a sí misma no es solamente el conflicto modernidad /
tradición –o, para hablar “en argentino”, civilización y barbarie-, sino la proliferación de
diferencias y heterogeneidades producidas precisamente por la misma modernidad
capitalista. En este sentido, el concepto de lo subalterno no designa una identidad pre o
para-capitalista, sino precisamente una relación de integración diferencial y
subordinada dentro del tiempo del capital.
El historiador bengalí Dipesh Chakrabarty del Grupo Sudasiático de Estudios
Subalternos, formula el problema de la siguiente manera:
[L]as historias subalternas escritas atendiendo a la diferencia no pueden
constituir sólo otro intento, en la larga y universalista tradición de las historias
27 La política cultural de la izquierda más relacionada con la teoría de la dependencia fue la idea de transculturación propuesta por Ángel Rama, sobre la base del aporte inicial –que incluye la invención del neologismo- de Fernando Ortiz en su famoso libro Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1987).
74
“socialistas”, para ayudar al subalterno a constituirse en el sujeto de las
democracias modernas, esto es, para expandir la historia de la modernidad
como tal en una forma que la hace más representativa de la sociedad en su
conjunto [...] las historias sobre como éste o aquel grupo en Asia, África o
América Latina resisten la “penetración” del capitalismo no constituyen, en este
sentido, historias “subalternas” porque estas narrativas son producidas en base
a imaginar un espacio que es externo al capital – cronológicamente “anterior” al
capital- pero que al mismo tiempo es parte de su marco temporal unitario e
historicista dentro del cual tanto el momento “anterior” como el “posterior” de
la producción capitalista se pueden desplegar. El “afuera” en el que estoy
pensando es diferente de aquello que es imaginado simplemente como “anterior
o posterior al capital” en la prosa historicista. El “afuera” en el que estoy
pensando, siguiendo a Derrida, es anexo a la categoría misma de “capital”, algo
que cruza una zona limítrofe de temporalidad, que conforma el código temporal
dentro del cual el “capital” se desarrolla violando incluso dicho código, algo que
somos capaces de ver sólo porque pensamos / teorizamos el capital, pero que
siempre nos recuerda que otras temporalidades, otros mundos de sentido,
coexisten y son posibles […] Los estudios subalternos, como los concibo, sólo
pueden situarse a sí mismos teóricamente en la coyuntura donde ya no tenemos
ni a Marx ni a la “diferencia”, porque, como he dicho, la resistencia de la que
estos estudios hablan es algo que puede ocurrir sólo dentro del horizonte de
tiempo del capital y, a pesar de ello, tiene que ser pensado como algo que
interrumpe la unidad de ese tiempo28.
Lo que el concepto de gobernabilidad expresa es la inconmensurabilidad entre lo que
Chakrabarty llama la "heterogeneidad radical" de lo subalterno y la "razón del Estado
moderno". La ingobernabilidad, por lo tanto, es el espacio de resistencia, antagonismo e
28 Dipesh Chakrabarty, Provincializing Europe. Postcolonial Thought and Historical Difference (Princeton: Princeton University Press, 2000), 95.
75
insurgencia dentro de la globalización. Pero, como tal, la ingobernabilidad designa el
fracaso de la misma política.
En los Cuadernos de la cárcel, Gramsci escribe: "Las clases subalternas, por
definición, no están unificadas y no pueden estarlo hasta que sean capaces de devenir
un Estado”. Estas oraciones intentan describir el proyecto del comunismo, ya que, para
Gramsci, la función del partido es permitir que lo subalterno acceda al poder. Podríamos
formular el problema de la siguiente manera: si para ganar la hegemonía sobre el
estado y los aparatos ideológicos, lo subalterno tiene que transformarse esencialmente
en lo que actualmente es hegemónico -es decir, la cultura moderna burguesa-, entonces
la clase dominante continuará ganando, aun en el caso de ser derrotada. Esta paradoja
define la crisis del proyecto del comunismo en este siglo. Los estudios subalternos nacen
vivencialmente de esa crisis. Como se sabe, se ha definido la crisis del comunismo como
una especie de oposición entre el partido-Estado y sociedad civil. Pero lo subalterno
tampoco es conmensurable con lo que normalmente se entiende por sociedad civil; es
decir, la “burgerlich Gesellschaft” de Hegel. Esto es así porque la construcción de la
sociedad civil está también conectada a una narrativa de “desarrollo” y modernidad
que, a causa de sus requisitos culturales y sociales, la alfabetización, la educación
formal, la familia nuclear, la propiedad privada, excluye a amplios sectores de la
población de la ciudadanía o limita su acceso a ella. Esa exclusión o limitación que
también opera dentro de la sociedad civil es lo que constituye lo subalterno.
En la imagen producida por el trabajo historiográfico de Subaltern Studies, lo
subalterno es precisamente lo que "interrumpe" la narrativa paradigmáticamente
moderna de la transición del feudalismo al capitalismo, y de las etapas del capitalismo
mercantil, competitivo, de monopolio, imperialista, global. Esa narrativa involucra
centralmente, ya desde Maquiavello, la categoría de pueblo y la capacidad del Estado-
nación de integrar al pueblo en su propia modernidad. Ahora bien, el pueblo designa
una colectividad heterogénea: obreros, juventud, mujeres, campesinos, intelectuales
progresistas o no. Lo que constituye lo nacional-popular para Gramsci, es la identidad a
construir, por así decirlo, entre el pueblo y las formas del Estado-nación. Pero la
76
apelación a una identidad compartida en el discurso de la nación, estabiliza la categoría
del pueblo alrededor de una identidad de colores, intereses, tareas, sacrificios, destinos
compartidos. Sutura las diferencias o discontinuidades del pueblo. Es precisamente en
esas discontinuidades que lo subalterno aparece.
Lo que está en juego en el modelo de los estudios subalternos, es una acepción
de lo subalterno como sujeto que no es totalizable como el pueblo en el sentido
homogeneizante que éste ha tenido en el discurso de la nación, ni tampoco como el
ciudadano de la racionalidad comunicativa de Habermas. Desde este punto de vista, la
hegemonía en sí funciona como una especie de pantalla en que las clases y grupos
dominantes proyectan su ansiedad de ser desplazados en su poder y privilegio relativo,
por un sujeto popular multiforme, un sujeto que el teórico italiano Paolo Virno designa
como “la multitud”.
La ecuación de sociedad civil, cultura letrada y hegemonía en Gramsci, oculta el
hecho de que la subalternidad se dirige necesariamente contra lo que se entiende por
cultura y valores culturales por los grupos dominantes Esa ecuación corresponde a una
épica de la modernidad en la cual la ciudadanía y la autoridad no pueden ser separadas
de la alfabetización y la educación. Por el contrario -y este es el gran tema de los
estudios culturales con el advenimiento de la cultura audiovisual de masas- esta
ecuación comienza a perder en gran parte su fuerza.
No se trata aquí –para volver a lo que dice Chakrabarty- de idealizar la tradición
o el folklore, o incluso, la industria cultural en una especie de "macondismo" u
orientalización de lo latinoamericano. Lo subalterno no tiene más razones para celebrar
la tradición que la modernidad, porque ambas dimensiones pueden ser (o no) las
condiciones de su subordinación. Es un sujeto que a la vez no tiene nada en común con
un pasado feudal -oligárquico, pero que a la vez resiste ser incorporado en las disciplinas
normativas de la modernidad.
Propongo renombrar a lo que Chakrabarty llama la "heterogeneidad radical" de
lo subalterno, una heterogeneidad que representa diferentes lógicas de lo social y
diferentes maneras de experimentar y conceptualizar a la historia dentro de una misma
77
formación social o Estado nacional como multiculturalismo. Para un público
latinoamericano, el término tendrá la desventaja evidente de estar asociado con ciertas
preocupaciones norteamericanas, de allí representar la intromisión de una agenda ajena
a sus realidades. Es más, la idea de multiculturalismo puede aparecer, a primera vista,
como congruente con la hegemonía del neoliberalismo. En la fórmula de Žižek, “el
multiculturalismo es la forma ideal del capital global”. Esto es así porque en su forma
actual, el capital puede prescindir de la unidad soberana y de la territorialidad
culturalmente homogénea de la nación. En esta paradoja está implícito el reto
ideológico más profundo que el neoliberalismo ofrece a la izquierda. Precisamente
porque, en principio, la doctrina neoliberal no presupone ninguna jerarquía de valor a
priori, aparte de la función del mercado y del market choice en tanto que tal. Entonces,
si el market choice es un acto esencialmente racional (de acuerdo con el fin de
maximizar beneficios y minimizar costos), y además, “libre” en un sentido formal (es
decir, no sujeta a una normatividad ajena al sujeto), entonces la racionalidad
comunicativa de Habermas ya está implícita, en cierto sentido, en la generalización de
las relaciones de mercado y la democracia parlamentaria, y estamos de hecho, como
opinaba Fukuyama, en el fin de la historia.
Pero, ¿sería posible derivar del principio del multiculturalismo una alternativa
más radical, ya que lo que designa es, en esencia, lo subalterno, y lo subalterno -otra vez
recordando la definición de Guha: "un nombre para designar el atributo general de
subordinación, ya sea en términos de clase, casta, edad, género y oficio, o en cualquier
otra forma”-, es una forma de negatividad concreta: es decir, las desigualdades,
diferencias y antagonismos producidos o reproducidos por la historia misma de la
modernidad capitalista?
En general, la respuesta de la izquierda ortodoxa a esta pregunta ha sido
negativa. El multiculturalismo implica, en mayor o menor grado, un principio de
relativismo cultural y epistemológico. La izquierda, por el contrario, ha preferido
refugiarse en la idea del socialismo como una forma de racionalidad crítica-científica
moderna, pero opuesta al mismo tiempo a la “razón instrumental” del mercado y del
78
Estado burgués, y a las enajenaciones de la industria cultural capitalista, representadas
sobre todo en el consumo.
Una obervación rápida aquí sobre los estudios culturales: En la contienda entre
la crítica negativa adorniana practicada por ejemplo por Sarlo, a la sociedad de consumo
globalizada y al "neopopulismo" de la celebración de lo popular en los estudios
culturales que ella critica, no hay tanta distancia como parece a primera vista. El
proyecto de los estudios culturales no rompe con los valores de la modernidad. Los
"tiempos mixtos" de García Canclini se resuelven en el presente caótico y dinámico de la
gran megalópolis capitalista, y los nuevos flujos demográficos y culturales que ésta
posibilita. El proceso de hibridación reproduce -pero ya a nivel de las culturas populares
o de masa, y en un registro post o para nacional-, la teleología moderna expresada
anteriormente en la idea de mestizaje o de transculturación.
Pero, si pasamos de la lógica de la hibridez o la transculturación a una lógica de
diferencias que no se resuelven en un proceso teleológico de formación de una cultura
"nacional" o regional, surge entonces otra pregunta: ¿No es por definición la
articulación de las ‘diferencias’ en sí una limitación a la posibilidad de formar un bloque
histórico potencialmente hegemónico, ya que esta posibilidad requiere la articulación
de una “voluntad colectiva” -el concepto es de Gramsci - mientras que la política de
identidades o intereses particulares de los nuevos movimientos sociales conduce
precisamente a una especie de serialización del espacio social? ¿Cómo hacer del
subalterno, que implica una representación heteróclita de lo social, la base para un
nuevo bloque histórico? Según un conocido argumento de Laclau y Mouffe (en
Hegemonía y estrategia socialista), en la medida en que las identidades multiculturales
encuentran en sí mismas el principio de su propia racionalidad, sin tener que buscar ésta
en un principio trascendente o universal que garantice su legitimidad ontológica o
histórica, éstas identidades serán capaces de producir una posición de sujeto
“democrática”. Es decir, el multiculturalismo se conforma con la utopía neoliberal de
una interacción de sujetos autónomos plurales, gobernados en última instancia sólo por
las reglas del juego democrático y del mercado. Es más: las demandas multiculturales
79
expresan el deseo y la posibilidad de la integración de sectores relativamente
privilegiados dentro de grupos anteriormente subalternos al Estado y al mercado
capitalista29. Pero, si estas demandas no son sólo por la igualdad o representación
formal, sino por la igualdad cultural, económica, cívica y epistemológica, a la vez,
entonces la lógica multicultural de las políticas de identidad sobrepasa la posibilidad de
ser contendida dentro de la hegemonía neoliberal, y conduce hacia lo que Laclau y
Mouffe llaman una posición de sujeto "popular" –es decir, capaz de dividir el espacio
político en dos campos opuestos: el campo de un "bloque popular" y el campo de la
elite o "bloque de poder". Esto se debe a la autoconstitutividad de cada una de las
identidades diferenciales que es, a la vez, el resultado de un desplazamiento del
"imaginario igualitario" compartido –un imaginario que nace de las desigualdades
(económicas, etno-raciales, de género, de cultura, etc.) producidas por la modernidad.
Es el juego de esas desigualdades el que articula el concepto de lo subalterno.
En su concepto de “imaginario igualitario” Laclau y Mouffe aluden al argumento
del filósofo canadiense Charles Taylor de que el multiculturalismo implica una
“presunción de valor igual” que se traduce socialmente en una demanda de
“reconocimiento” cultural30. En una discusión reciente, Homi Bhabha señala que, para
Taylor, esta presunción “no deriva del lenguaje universal de valor cultural [...] porque se
enfoca exclusivamente en el reconocimiento de lo excluido”. En otras palabras, la
presunción no depende de un principio valorativo ético o epistemológico que existe
anterior a la demanda de reconocimiento cultural en sí misma. Más bien, la demanda
según Taylor pone en marcha un “juicio procesal” (processual judgement) que involucra
la necesidad de “negociar” diferencias de valor para llegar a una nueva "fusión del
horizonte" (fusion of horizon) que no estaba presente antes de la demanda.
Pero estas ideas de processual judgement y fusion of horizon sugieren en el
argumento de Taylor, un proceso de transculturación dialógica que parece negar la
fuerza de la otredad que se trata en principio de “negociar” (entre otras cosas, porque
29 Es sabido que Foucault designa a esta manera de categorizar a las poblaciones como "biopoder". 30 Charles Taylor, "The Politics of Recognition", en Multiculturalism, ed. Amy Gutman (Princeton NJ: Princeton University Press, 1994).
80
esa otredad no está obligada de antemano a expresarse necesariamente en una
teleología de transculturación o hibridación). Señala Bhabha, “(L)o que Taylor encuentra
particularmente inaceptable en la presunción de valor igual es la extensión de derechos
civiles al dominio de juicio cultural” (449). Pero su solución, “trabajar a través de la
diferencia cultural para ser transformado por el otro”, continúa Bhabha:
[N]o está tan claramente abierta al otro como suena. Esto es porque la
posibilidad de una "fusión de horizonte" de valores -el nuevo patrón de juicio- no
es tan nuevo; está fundada sobre la noción del sujeto dialógico de la cultura que
teníamos precisamente en el comienzo del argumento. Ese patrón no ha
cambiado [...] Hay (en Taylor) una presunción de reconocimiento dialógico como
forma de reciprocidad social y psíquica que hace de la fusión de horizontes una
norma de valor o entereza cultural esencialmente consensual y homogeneizante,
basada en la idea de que la diferencia cultural es fundamentalmente
sincrónica31.
Bhabha quiere enfatizar aquí que no puede ser un principio abstracto, ético o
epistemológico, de reciprocidad o "reconocimiento", es decir, un principio particular al
supuesto universalismo de la moderna cultura liberal occidental, el que dinamice la
“presunción de igual valor”; se trata más bien del carácter históricamente específico de
las relaciones de subalternidad, marginación y explotación producidas por la hegemonía
de esa misma cultura. Para Taylor, cito a Bhabha de nuevo, “la diferencia está
constituida y totalizada dentro de cada cultura”, de allí que el diálogo multicultural
“involucre dos sujetos culturales unitarios (individuos o colectivos)”. Pero el problema
de lo que Bhabha llama “el sujeto minoritario” (aunque debe estar claro que esta
hablando de la inmensa mayoría de la humanidad) no es “la cuestión de la reciprocidad,
la relación de los dos, sino la problemática de la proximidad [...] El sujeto subalterno, por
contraste, producido por la proximidad de diferencias (en vez de su reciprocidad)
31 Homi Bhabha, "Editor's Introduction", Front Lines / Border Posts, número especial de Critical Inquiry 23/3, 449, 450.
81
emerge de una historia de prácticas discriminatorias y excluyentes sin la temporalidad
neutra que el dialogismo necesita para un reconocimiento exitoso” (450).
Taylor representa para Bhabha la reducción de las energías subversivas
generadas por el multiculturalismo a la lógica de lo que en los Estados Unidos solemos
llamar liberal multiculturalism (cuando no corporate multiculturalism). Pero Bhabha
señala también el peligro de que una política de identidad que no depende de la “fusión
de horizontes” pueda quedar atrapada en una articulación defensiva, rígida de dolor y
resentimiento, no sólo “incapaz de participar en una política transformativa, colectiva,
sino, en cierto sentido, coludida con sus propias condiciones sociales de producción y
reproducción como sujeto subalterno minoritario” (452).
Mi argumento, en cambio, es que se puede derivar la posición de sujeto
colectivo necesaria para la articulación de un nuevo bloque histórico desde el principio
de la diferencia subalterna. Como señalan Laclau y Mouffe, la posibilidad de sobrepasar
los límites de la actual hegemonía burguesa sería, en un sentido primario, nada más que
la lucha por lo que llaman la “autonomización máxima de esferas” sociales de acuerdo
con la generalización de una lógica igualitaria. Pero esto ocurre precisamente cuando se
presiona desde dentro de las diversas formaciones culturales y políticas de identidad
para llegar al extremo de sus demandas; es decir, a un extremo en que estas demandas
(por “reconocimiento”, derechos, igualdad formal, autonomía territorial, ‘bi’ o ‘multi’
lingüismo, etc.) ya no pueden ser contendidas dentro de las formas legales y los
aparatos ideológicos del Estado actual, y la lógica económica impuesta por la ley
capitalista del valor.
Esta ecuación entre lo popular y lo heterogéneo no implica, por lo tanto,
generalizar el principio del multiculturalismo a todo el espacio social, como ocurre en la
celebración del poder de gestión de la sociedad civil en los estudios culturales. Si la
posición de sujeto popular es precisamente la expresión política-cultural de un principio
de igualdad implícito en la heterogeneidad multicultural, entonces no puede incluir
dentro de si la “diferencia” representada por el bloque de poder. El carácter
multicultural de lo popular tiene que ser articulado contra algo que éste no es; es lo que
82
Laclau designa como su “afuera constitutivo”. En las condiciones de la globalización y de
las hegemonías locales de elites burguesas, este “afuera constitutivo” tiene que ser la
lógica de aculturación o transculturación asociada con la modernidad burguesa. Es decir,
se trata de una articulación del valor del modo de producción capitalista, vista ahora
como incompatible en última instancia con las demandas tanto de las clases populares
como de las identidades subalternas o multiculturales que cruzan esas clases, para
alcanzar una condición de igualdad social y democratización máxima en todas las
esferas.
En otras palabras, la unidad de los elementos del “pueblo” dependen de un
reconocimiento de la inconmensurabilidad o del carácter heterogéneo de esos
elementos y, por lo tanto, de la proliferación de “contradicciones en el seno del pueblo”,
como valores positivos en vez de “problemas” (de desarrollo, de falta de educación o
normatividad socialista).
Lo que define hoy esta renovada posibilidad del “pueblo” como sujeto
hegemónico no es, por tanto, la noción jacobina-nacionalista del pueblo como sujeto
idéntico a sí mismo –noción que hace del pueblo esencialmente el sujeto predilecto del
Estado moderno- sino precisamente la articulación del pueblo como un sujeto
internamente fisurado y heterogéneo32. Un proyecto renovado de la izquierda para
“cambiar la vida” sería la expresión política-cultural de este reconocimiento de la
heterogeneidad e inconmensurabilidad de lo social, sin sentir la necesidad de resolver
las diferencias en una lógica unitaria o transculturadora de modernización. En otras
palabras, hemos pasado de lo utópia a la heterotópia.
Algunas observaciones finales:
1) Como hemos visto, para Laclau y Mouffe, las políticas de identidad multicutural
pueden apuntar, a la vez, hacia una posición de sujeto democrático compatible con la
hegemonía neoliberal, o hacia la posición del polo popular en un nuevo bloque histórico
32 Este sentido de “pueblo” está cercano a lo que Lyotrad entiende por “lo pagano” o Palo Virno por “la multitud”, es decir, un sujeto social colectivo, pero heterotópico y no totalizable en una identidad.
83
potencialmente hegemónico. Pero, lo que es evidente es que lo que prima en ambas
alternativas es la misma lógica sociocultural (de subalternidad, explotación, exclusión,
discriminación, falta de igualdad). Esta coincidencia sugiere la posibilidad de una
convergencia entre las formas más avanzadas del liberalismo, incluyendo lo que
llamamos en Estados Unidos "rights talk" (discurso de o sobre los derechos)-como por
ejemplo, el feminismo, el movimiento gay, el ecologismo, los movimientos en favor de
derechos humanos-- y la posibilidad de recomenzar o reanimar el proyecto de la
izquierda. Se trata de una convergencia que sobrepasaría en sus demandas e
interpelaciones los límites inherentes a los gobiernos de centro-izquierdasocial-
demócratas.
2) Si en un registro "post" se ha insistido mucho en la sobredeterminación de la
identidad de clase por otras identidades y lógicas de lo social, también hay que
reconocer que esas identidades a su vez están sobredeterminadas por las relaciones de
clase. Si el multiculturalismo es sólo una manera de producir un nuevo yuppie étnico o
femenino (o gay) –lo que en Miami se suele llamar un yuca (the young upwardly mobile
Cuban American)- entonces no hemos avanzado mucho. Más bien le hacemos el juego al
sistema. Pero la inmensa mayoría de los sujetos vinculados con políticas de identidad
(las mujeres, los gay, los indígenas y mestizos, los negros, lo inmigrantes recientes, la
gente iletrada, etc.) coinciden con la clase obrera. ¿Por qué contraponer políticas de
clase a políticas de diferencias, entonces? Especialmente si se reconoce que la clase es,
también, a nivel de lo político-cultural (es decir, como clase para sí) una forma de
identidad.
3) Muchos pensadores de izquierda argumentan la “incompatibilidad sistemática” (la
frase es de Fredric Jameson) entre el principio del mercado y el socialismo, haciendo
referencia a las enormes consecuencias destructivas –tanto en lo cultural / ideológico
como en lo económico- de la reintroducción descontrolada de relaciones de mercado
capitalistas en las sociedades post-comunistas. Pero, la relación entre el principio del
mercado y la democracia formal, en el pensamiento neoliberal, no implica
necesariamente una identificación absoluta entre el mercado y el capitalismo, o entre el
84
principio del mercado como tal con el "mercado libre" creado por el capitalismo
histórico. Esa identificación depende más bien de la función ideológica del
neoliberalismo de asegurar la hegemonía del capital global. Pero, el mercado no es una
institución social exclusiva del capitalismo, ni es la existencia de relaciones de mercado
como tal lo que define al capitalismo como modo de producción; puede haber modos de
producción –como el sistema generalizado de producción de pequeña mercancía- que
dependen del mercado, pero que no son capitalistas; viceversa, puede haber modos de
producción basados en relaciones de producción explotadoras que no dependen del
mercado -por ejemplo, el feudalismo. El problema entonces no es en sí el “mercado”
versus la “planificación”, o la “sociedad civil” versus el “Estado”, sino que la hegemonía
se ejerce tanto en el Estado como en la economía o en las instituciones de la sociedad
civil: es decir, se trata en última instancia de un problema político y cultural más que
puramente económico.
4) El espacio geopolítico de la modernidad está formado por el Estado nacional. Como
se sabe, la globalización implica una superación o Aufhebung relativa del Estado
nacional. Como hemos visto, una de los temas más urgentes de los estudios subalternos
es la inconmensurabilidad entre la heterogeneidad radical de la sociedad y la forma y la
razón del Estado nacional moderno. Parece haber, en este sentido, una especie de
convergencia paradójica entre la globalización y el supuesto radicalismo teórico de los
estudios subalternos. Sin embargo, el espacio de la hegemonía -su territorialidad- es
todavía nacional (y, viceversa, en cierto sentido la nación es, como Gramsci vio, un
efecto de la hegemonía). En lugar de abandonar la idea de la nación moderna
exclusivamente a un registro post-nacional, como sugieren algunos pensadores del
subalternismo (pienso en Gayatri Spivak o Hardt y Negri, por ejemplo), es necesario
desarrollar desde el multiculturalismo y la(s) cultura(s) popular(es) reveladas por los
estudios culturales un nuevo imaginario del Estado nacional y de su relación con nuevas
formas de territorialidad supra o sub nacionales33, desde el multiculturalismo y los
33 Un ejemplo de esto es la idea de borderlands, o territorialidad fronteriza, familiar en las obras de escritoras latinas en Estados Unidos: por ejemplo, Dreaming in Cuban de Cristina García, How the García
85
estudios culturales, porque este imaginario no puede ser simplemente una mera
reafirmación de la nación histórica, ya que la nación histórica -y sus instituciones, como
el canon de la literatura nacional- son inconmensurables con las clases y grupos sociales
subalternos que pretende representar dentro de su territorialidad. Pero, ¿puede existir,
de hecho, una forma de territorialidad “nacional” la nación que incluya un orden
heteróclito ?
5) La secularización como valor, y las formas de una cultura propiamente secular (la
ciencia, la literatura y el arte moderno, la historia y las ciencias sociales, el lenguaje de
los derechos civiles, etc.) son, como los ideales de democracia e igualdad social,
productos de la modernidad, y están, hasta cierto punto, interrelacionadas con esos
ideales. Pero el objeto de una sociedad igualitaria y democrática no debería ser la
secularización en sí (una meta además imposible de conseguir), o el dominio de la
ciencia o de los “expertos” (que, en las condiciones actuales, equivaldría a propugnar el
dominio de las grandes multinacionales que han monopolizado o están en proceso de
monopolizar la tecnología y la informática). Por otro lado, surge el problema de la
persistencia de lo subalterno, es decir, lo subalterno de lo subalterno, que persiste
dentro de las clases populares: por ejemplo, el antisemitismo o el prejuicio contra el
inmigrante. La posibilidad radical del multiculturalismo reside estrictamente en una
insistencia constitutiva en la igualdad social. Pero (para recordar el argumento de
Bhabha mencionado antes), esta insistencia no depende simplemente de un “principio”
ético-filosófico de igualdad. Cualquier relación de subordinación o desigualdad social
concreta produce su contrario: una negación de la autoridad cultural de la posición
dominante. Es esa “negación” la que crea, en primer lugar, una identidad subalterna, y
es la que le confiere a esa identidad un poder de gestión. Podría referir aquí la idea
maestra de “las contradicciones en el seno del pueblo”.
Por razones evidentes, el proyecto de reanimar o reimaginar la izquierda tendrá
que ser, por el momento, más un proyecto en el campo de la cultura que en la política o
en la economía. Pero, “la condición postmoderna” también implica un cambio en el
Grils Lost their Accents de Julia Álvarez, Translated Woman de Ruth Behar, o Borderlands/La frontera de Gloria Anzaldúa.
86
lugar de la cultura, y la necesidad de lo que Jameson llama “nuevas formas de mapas
cognitivos” (cognitive mapping). Esto abre el tema del lugar estratégico de los estudios
culturales en la reformulación del proyecto de la izquierda, tema que pretendo abarcar
en nuestra discusión. Por el momento, sin embargo, quizá conviene notar que este
cambio en el lugar de la cultura dentro de la globalización también marca un límite, un
límite que afecta directamente nuestro trabajo intelectual. En un proceso de
articulación hegemónica, no está clausurado el horizonte constituido por los objetivos,
intereses, valores y demandas de los agentes sociales involucrados, porque la
posibilidad de la hegemonía, por definición, modifica o invierte la estructura de
subordinación que definió su identidad como subalterna, en primer lugar. Pero si lo
subalterno se transforma en el Estado –para recordar la formulación de Gramsci-,
entonces no es sólo lo subalterno, sino también el Estado y los aparatos ideológicos
(entre ellos, principalmente, la educación) los que tendrán que transformarse. La
necesidad de esa transformación es lo designado por el concepto de revolución cultural.
En los años 60s, se imaginaba la liberación social como una democratización de
la universidad. La posibilidad de la renovación del proyecto de la izquierda hoy no puede
fundarse en una creencia similar en la función redentora de la educación –una creencia
sui generis, moderna y sarmientina-. Más bien, implicaría un cuestionamiento radical de
la función de la universidad y de nuestra propia complicidad como intelectuales en
producir y reproducir relaciones de desigualdad social y cultural. En este sentido, la
tarea de los estudios subalternos en la coyuntura actual es, en parte, constituirse como
una especie de crítica de la razón académica, aunque sea desde la academia.
87
IV. - El giro neoconservador en la crítica literaria y cultural
latinoamericana
______________________________________________________________
Este ensayo sostiene que en la actualidad se está produciendo un giro
neoconservador en la crítica literaria y cultural latinoamericana. Este giro es doblemente
88
paradójico: primero, porque ocurre en el contexto del reciente re-surgimiento de la o
las izquierda/s latinoamericana/s como fuerza política; segundo, porque se manifiesta
principalmente desde la izquierda. Esto último no es de ninguna manera una novedad,
sin embargo; casos similares fueron los de Borges y Octavio Paz, por ejemplo. Hacia el
final de este ensayo volveré al tema de Borges y su rol dentro del latinoamericanismo.
En lo que sigue, consideraré tres textos que representan este giro
neoconservador. El primero es el libro La articulación de las diferencias del escritor
guatemalteco Mario Roberto Morales. El segundo es un ensayo de Mabel Moraña,
“Borges y yo”. Primera reflexión sobre ‘El etnógrafo’”. El tercero, que trataré más en
detalle, es un libro relativamente reciente sobre testimonio de Beatriz Sarlo, Tiempo
pasado.34
En términos generales –y por supuesto esto es una generalización excesiva—
han existido dos grandes tendencias innovadoras en la crítica literaria latinoamericana
desde principios de la década de los años 80s. Una puede ser definida como la “crítica
social” o, aunque no es exactamente la misma cosa, la “historia social” de la literatura
latinoamericana, que se mueve paralela o a la saga de la obra de Ángel Rama, y en
particular de su libro póstumo La ciudad letrada (1984). Esta tendencia se asociaba
política e ideológicamente con la izquierda. La segunda tendencia involucra la injerencia
de la teoría francesa, especialmente Barthes, Foucault y Derrida (y a veces Lacan y el
feminismo francés), dentro de un modelo filológico antecedente de los estudios
literarios latinoamericanos. Esta tendencia está representada, predominantemente
aunque no exclusivamente, por Roberto González Echevarría y sus discípulos en la
academia norteamericana, y por colegas latinoamericanos que piensan de maneras
similares. Aunque, como se ha dicho, esta segunda tendencia es profundamente
34 Mario Roberto Morales, La articulación de las diferencias, o el síndrome de Maximon. Los discursos literarios y políticos del debate interétnico en Guatemala (Guatemala: FLACSO, 1998; segunda edición, Guatemala: Consucultura, 2002). Mabel Moraña, “Borges y yo. Primera reflexión sobre ‘El etnógrafo’”, publicado inicialmente en Heterotopías. Narrativas de identidad y alteridad latinoamericana, Carlos Jáuregui y Juan Pablo Dabove eds. (Pittsburgh: IILI, 2003). Cito aquí la versión en: Mabel Moraña, Crítica impura (Madrid: Iberoamericana-Vervuert, 2004): 103-122. Beatriz Sarlo, Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo (Buenos Aires: Siglo XXI, 2005). La colección editada por Emil Volek, Latin America Writes Back: Postmodernity in the Periphery (Nueva York y Londres: Routledge, 2002) reúne unos cuantos ensayos que también manifiestan aspectos de lo que yo llamo el giro neoconservador.
89
dependiente de la deconstrucción y el post-estructuralismo, tiende a distanciarse de las
inflexiones políticas izquierdistas de la teoría francesa. Generalmente, su propia
posición política es o anti-izquierdista o escéptica de los postulados de la izquierda. De
figuras como Josefina Ludmer, Silvia Molloy, Nelly Richard, Julio Ramos, Mary Louise
Pratt, o Alberto Moreiras que utilizan las herramientas de la deconstrucción y la
genealogía, pero con una agenda progresista y/o feminista, puede decirse que
representan una posición intermediaria entre esas dos tendencias (hay también una
deuda profunda, aunque no reconocida, a Foucault en La ciudad letrada).
En la década de los 90s surge una tercera tendencia representada por la
articulación latinoamericana de los estudios culturales y luego de los estudios
postcoloniales. Lo que llamo el giro neoconservador surge, primordialmente, como una
reacción a esta tercera tendencia por parte de críticos que, en gran parte, estaban
asociados con la primera de ellas, es decir, la “crítica social” de la literatura.
Me disculpo desde ya si parezco estar machacando lo obvio, pero pienso que
antes de continuar sería útil distinguir entre neoconservadurismo y neoliberalismo,
dado que estas posiciones a menudo se desdibujan en formas concretas de hegemonía
reaccionaria, tal como el régimen de Bush en los Estados Unidos, o el gobierno actual
del PAN en México. Los neoliberales creen en la eficacia del mercado libre y en un
modelo utilitario y racional de agencia humana, basado en la maximización de la
ganancia y la minimización de la pérdida a través del mercado. En principio, el
neoliberalismo no propone otra jerarquía de valor a priori más que el principio del
deseo del consumidor y la efectividad del mercado libre y la democracia formal, como
mecanismos para ejercitar la libertad de elección. Desde esta perspectiva, da lo mismo
si uno prefiere la cultura popular a la alta cultura, la salsa a Schoenberg (hago alusión a
la famosa comparación entre Stravinsky y Schoenberg que hace Teodoro Adorno en su
libro La filosofía de la música moderna). Esta desjerarquización implícita en la teoría y la
política neoliberal entraña un fuerte desafío a la autoridad de las élites intelectuales
para determinar los estándares de valor cultural.
90
Por el contrario, los neoconservadores sí creen en la existencia de una jerarquía
de valor imbuida en la civilización occidental y en las disciplinas académicas –una
jerarquía vinculada esencialmente al paradigma de la Ilustración, una jerarquía que es
importante defender e imponer pedagógica y críticamente. Esto último requiere de la
autoridad y del trabajo del intelectual tradicional (en el sentido que Gramsci le da al
concepto), que opera a través de la universidad y el sistema educativo y en el debate de
ideas en la esfera pública. En casos extremos, como es el caso representado en la
academia estadounidense por Leo Strauss y sus discípulos, muchos de los cuales han
tenido cargos importantes en la administración Bush, algunos intelectuales
neoconservadores desconfían de la capacidad de las masas para elegir y gobernarse
eficazmente a sí mismas. Patrocinan el mantenimiento de una fachada de democracia
formal, aunque bajo el gobierno de facto de una élite bien entrenada. Los
neoconservadores favorecen las humanidades, especialmente la filosofía y la literatura,
mientras que la economía es, por contraste, la disciplina modelo para los neoliberales.
En este sentido, el texto neoconservador clave es The Cultural Contradictions of
Capitalism, escrito por Daniel Bell y publicado a principios de la década de los 70s35. En
ese libro, Bell identifica la creciente escisión entre el sujeto altamente oedipalizado y
autodisciplinado necesario para la producción capitalista, y el sujeto narcisista y
hedonista inducido por la cultura de consumo capitalista. Esta escisión, que para Bell fue
también una distinción entre regímenes culturales “modernos” y “postmodernos”, le
permitió decir, a pesar de su autodefinición política como social demócrata, que en
política económica él era un liberal, pero que en materias culturales era un conservador.
Con afán ilustrativo, podríamos decir que en el contexto de los Estados Unidos Milton
Friedman era un neoliberal mientras que Bell era un neoconservador. Extendiendo la
distinción a un contexto latinoamericano, se podría decir que los Vargas Llosa (padre e
hijo), o los escritores McOndo antologados por Alberto Fuguet o de la Generación Crack
(y en particular Jorge Volpi), o la tendencia en los estudios culturales que pone
primordialmente el énfasis en el mercado de consumo y en la “sociedad civil,”
35 Daniel Bell, The Cultural Contradictions of Capitalism (New York: Basic Books, 1976).
91
constituyen una aceptación, implícita o explicita, de una posición neoliberal. Pero esas
tendencias —y otras que se relacionan con ellas— son algo diferente de lo que yo
quiero señalar aquí cuando me refiero a un giro neoconservador. En cierto sentido, el
giro neoconservador está dirigido contra estas tendencias de la teoría y la producción
cultural, que tendían a dominar la escena en el periodo anterior. Usando la conocida
distinción que hace Raymond Williams, podríamos decir que el neoliberalismo es la
tendencia residual y que el neoconservadurismo es, o está tratando de ser, la tendencia
emergente en los estudios culturales y literarios en Latinoamérica. Y surge precisamente
en el momento en que el neoliberalismo está perdiendo en alguna medida su
hegemonía como ideología entre ciertos sectores de la burguesía local y global y de la
clase profesional (volveré más tarde a este problema).36
Quiero recordar en este contexto, el vínculo entre la teoría estética modernista,
concretamente aquella desarrollada por Adorno y la Escuela de Frankfurt, y el giro
neoconservador en los Estados Unidos a partir de los años 70. Si figuras como Herbert
Marcuse representaron una articulación de la “crítica cultural” de la Escuela de
Frankfurt, consonante con el surgimiento de la llamada Nueva Izquierda en la década de
los 60s, hay que decir que también hubo una elaboración culturalmente más
conservadora que se produjo especialmente al interior del grupo conocido como los
New York Intellectuals, en general de orientación liberal o socialdemócrata, que se
relacionó con algunos de los intelectuales de la Escuela de Frankfurt durante su exilio en
los Estados Unidos. Ya hemos emncionado a Dabiel Bell, que fue una figura central en
36 La diferencia neoconservador / neoliberal es importante para entender las circunstancias y la naturaleza específica del “giro” latinoamericano, claramente anti-neoliberal y anti-postmodernista, pero no es una distinción clara o absoluta. El neoconservadurismo es una ideología dirigida especialmente hacia el Estado y los aparatos ideológicos del Estado, incluyendo la educación. Pero el neoliberalismo, a pesar de sus pretensiones de ser antiestatal, necesita igualmente del Estado, e incluso, como fue el caso de Chile bajo Pinochet, de un Estado “fuerte,” aunque sea para imponer las políticas de privatización y los ajustes estructurales sobre una población, a menudo reticente, y para proteger la propiedad privada. Desde un punto de vista conservador o reaccionario, lo ideal sería una hegemonía neoliberal sobre la política económica, y una hegemonía neoconservadora, con un fuerte énfasis en el nacionalismo cultural, sobre las instituciones culturales, incluyendo el sistema escolar. En este sentido, como en muchos otros, la dictadura de Pinochet ha servido como un modelo para los regímenes derechistas subsecuentes como los de Thatcher y G. W. Bush. Sobre la relación entre neoliberalismo y neoconservadurismo ver el capítulo 3, “The Neoliberal State,” en David Harvey A Brief History of Neoliberalism (Oxford y New York: Oxford University Press, 2005).
92
este grupo. Algunas de las manifestaciones más tempranas de neoconservadurismo en
los Estados Unidos aparecen en la década de los 70, en la obra de críticos de arte como
Clement Greenburg o Hilton Kramer, como una reacción contra el radicalismo de la
contra-cultura o el arte Pop de los años 60s, y como una defensa del modernismo
estético37. Sugiero que esta inesperada conexión entre la Escuela de Frankfurt y el
neoconservadurismo guarda también relación con el “giro” latinoamericano,
especialmente en el caso de Sarlo.
Para Adorno, el cultivo por Schoenberg de la disonancia y el método de
composición de 12 tonos representaba, así como Kafka o Beckett en literatura, la fuerza
de un modernismo estético capaz de derribar, así sea por un momento, la cultura
capitalista dominante, asentada en el fetichismo de la mercancía y el consumismo. Por
el contrario, Stravinsky fue lo que Fredric Jameson llamaría más tarde en su conocido
ensayo sobre el postmodernismo, un “pastiche” deshistorizado (de hecho, si volvemos a
la lectura que hace Adorno de Stravinsky encontraremos los fundamentos esenciales de
la categoría de postmodernismo de Jameson). Para Adorno, la fuerza crítica anti-
hegemónica de la cultura se sustenta en una noción de valor estético que no está sujeta
a la elección del consumidor.
Es el nexo entre el neoconservadurismo y una posición nominal de crítica a la
sociedad de consumo capitalista, lo que me parece particularmente relevante y
problemático en la presente coyuntura. Este nexo permite que el giro neoconservador
en Latinoamérica pueda presentarse a sí mismo como una posición que viene de la
izquierda y que es activa dentro de ella. En los años 70, el giro neoconservador en los
Estados Unidos dividió tanto a la Nueva Izquierda como al Partido Demócrata,
inhibiendo así la formación de un nuevo bloque histórico popular-democrático en la
cultura política norteamericana. En este sentido, allanó el camino para la restauración
conservadora de los 80. Si mi diagnóstico de un giro neoconservador en la crítica
37 Aunque hubo una fuerte tendencia anti-estalinista, y frecuentemente trotskista, entre el grupo de los Intelectuales de Nueva York, también se produjo un desplazamiento hacia una posición neoconservadora de algunos personajes asociados al Partido Comunista de los Estados Unidos, como el historiador Eugene Genovese, que compartía con los intelectuales de Nueva York un disgusto visceral por la Nueva Izquierda y la contra-cultura de los 60s.
93
latinoamericana es correcto, mi temor es que actúe también como inhibidor o límite a
los objetivos y posibilidades de la/s izquierda/s latinoamericana/s en el periodo
venidero. Pero la pregunta subyacente es sobre la naturaleza de lo que se ha entendido
convencionalmente como “izquierda”. En otras palabras, lo que hemos entendido
convencionalmente como la “izquierda” ¿sigue siendo la izquierda?
Teniendo esto en consideración, quisiera pasar a mis tres ejemplos, empezando
con el libro de Mario Roberto Morales, La articulación de las diferencias. Morales centra
su análisis en el “debate interétnico” en el que participó como columnista del periódico
guatemalteco Siglo Veintiuno y, que se produjo como saga del acuerdo de paz firmado el
año 1996 entre la guerrilla y el gobierno de Guatemala. Una de las mayores
preocupaciones de su libro es la manera en que Rigoberta Menchú y su famoso
testimonio fueron canonizados en la academia estadounidense por académicos
“políticamente correctos” en nombre de lo “subalterno” o del multiculturalismo (hasta
cierto punto, el argumento de Morales está dirigido, en particular, contra mí; por lo
tanto, quiero dejar constancia de haber sido invitado por Morales para prologar La
articulación de las diferencias). Morales compartía esa inquietud con David Stoll, quien
se hizo famoso por su polémica sobre la veracidad del relato de Menchú,38 pero a
diferencia de Stoll, que dirigía su polémica hacia una crítica de lo que él llamaba
tendencias “postmodernistas” en las ciencias sociales, en la academia estadounidense,
Morales estaba más interesado en los efectos que tendría la canonización de Menchú
dentro de Guatemala, la que, temía, legitimaría los discursos emergentes (en los años
90s) del nacionalismo cultural y las políticas identitarias pan-mayas.
La manera en que Morales presenta el problema del nacionalismo cultural maya
tiene su origen en una doble crisis que atraviesa a su propia persona: la crisis de la
izquierda revolucionaria centroamericana, en la que participó activamente; y la crisis de
un concepto profundamente incrustado en las prácticas culturales de la izquierda
latinoamericana de los años 60s y 70s: la imagen del escritor como una suerte de Moisés
38 David Stoll, Rigoberta Menchú and the Story of All Poor Guatemalans (Boulder: Westview, 1999).
94
literario, un “conductor de pueblos,” para usar una frase de Hernán Vidal.39 La idea de
una relación sinérgica entre literatura y lucha de liberación nacional encontró su
expresión quizás más influyente en la noción de “transculturación narrativa” de Ángel
Rama40. Aunque la idea de transculturación proviene de la antropología cultural
(específicamente de la obra de Fernando Ortiz), para Rama, era algo que sucedía
paradigmáticamente en la literatura y con consecuencias políticas dirigidas en última
instancia hacia la creación de un nuevo modelo, más inclusivo, del Estado nacional. La
novela del “boom” latinoamericano, en particular, permitió, según Rama, la
representación de una teleología cultural de lo nacional que, pese a no estar eximida de
momentos de violencia, conflicto, genocidio, asimilación y / o resistencia tenaz, fue
necesaria, en última instancia, para la formación de una cultura nacional-popular
inclusiva. En cierto sentido, la transculturación estaba destinada a ser el correlato
cultural o superestructural del proceso de “desligamiento” económico y desarrollo
nacional autónomo patrocinado por la teoría de la dependencia.
Básicamente, Morales revive la idea de “transculturación narrativa”, pero ahora
adecuada al nuevo lenguaje de los estudios culturales y la hibrides –La articulación de
las diferencias puede ser leída como una versión guatemalteca o “glocal” de Culturas
híbridas de Néstor García Canclini, aunque mantiene un fuerte énfasis en la literatura de
una manera que Canclini no lo hace. Morales acepta que textos como Me llamo
Rigoberta Menchú y los discursos emergentes de las políticas identitarias mayas tienen
su origen en las condiciones de extrema pobreza y opresión en una sociedad neo-
colonial profundamente racista, y, más directamente, en el así llamado “Holocausto
Maya” producido por la campaña de contra-insurgencia del ejército de Guatemala en la
39 Como novelista y ensayista en los años 70s y 80s, Morales se identificaba estrechamente con la izquierda revolucionaria guatemalteca. Su primer libro de crítica literaria, La ideología de la lucha armada, fue un estudio de la poesía política militante en Centro América. También escribió una novela autobiográfica, o lo que él llama una “testinovela,” titulada Los que se fueron por la libre, basada en sus propias experiencias como miembro de un pequeño grupo revolucionario que eventualmente fue expulsado de la UNRG (Unidad Nacional Revolucionaria Guatemalteca), la principal organización coordinadora de la lucha armada en Guatemala. 40 Ángel Rama, Transculturación narrativa en América Latina (México: Siglo XXI, 1982).
95
década de los 8041. No obstante, él siente que estos discursos tienden a “esencializar”
la identidad indígena. Más que una auténtica democratización multicultural de la
sociedad guatemalteca, Morales cree que lo que en realidad proponen es una
negociación entre las élites indígenas, el Estado local, y el sistema global, una
negociación mediada por la teología de la liberación, antropólogos y teóricos
postcoloniales, y las ONGs: “Ningún rasgo utópico anima la lucha de la subalternidad
étnica ni en el tercer mundo ni en el primero: se trata de una lucha por insertarse en el
sistema establecido” (59). En este sentido, sostiene, tal como lo hiciera Stoll sobre el
testimonio de Menchú, que los discursos de las políticas identitarias mayas no
representan adecuadamente, en el sentido doble de hablar sobre (es decir,
miméticamente) y hablar por (es decir, políticamente), las condiciones de existencia
concreta de la población indígena en sus múltiples circunstancias, tanto en su relación
con el mundo ladino e hispano hablante de la nación que la rodea, como con el flujo de
productos de la cultura global o transnacional. Morales, en particular, subraya el hecho
de que Estuardo Zapeta, uno de los más conocidos exponentes de las políticas
identitarias mayas en Guatemala haya tomado abiertamente una posición neoliberal en
el debate.
Contra el marcado binarismo indígena / ladino, dominante / subalterno, de la
teoría postcolonial y de las políticas identitarias mayas, Morales aboga por lo que llama
un “mestizaje intercultural”, que él entiende, muy a la manera de la “transculturación
narrativa”, como un permanente y complejo proceso de expresión, negociación e
hibridización de la diferencia cultural, nunca completamente logrado. De hecho, en uno
de los capítulos mejor logrados de su libro, Morales sostiene que Me llamo Rigoberta
Menchú es un texto tan híbrido o “mestizo” como las novelas de Miguel Ángel Asturias
que suelen ser el blanco de los críticos mayas.
Lo que le preocupa a Morales cuando ataca las perspectivas de los estudios
postcoloniales y el multiculturalismo al estilo estadounidense y su supuesta complicidad
41 Morales (42) calcula que el número de indígenas muertos en Guatemala entre los años 1982 y 1984 fue entre 100.000 y 150.000, más otro millón de desplazados de sus lugares de origen. Otros analistas sugieren la figura de 200.000 muertos.
96
con los movimientos sociales y políticas identitarias indígenas, es la reconstrucción de la
izquierda guatemalteca después de su derrota en la lucha armada y los nuevos desafíos
que plantean a la nación las políticas económicas neoliberales como NAFTA / CAFTA, y la
globalización. La noción de un espacio nacional soberano interferido por intereses
foráneos, incluida la “political correctness” de académicos estadounidenses y de las
ONGs, es una de sus mayores inquietudes. Desde su punto de vista, la emergencia de las
políticas identitarias indígenas fragmenta la unidad potencial de la nación, que debería
estar basada en un factor común encarnado y simbolizado por el “mestizaje
intercultural”. “La negociación interétnica es un asunto interno de Guatemala, y por ello
es deseable y conveniente que lo resolvamos los guatemaltecos sin acudir a tutelajes
paternalistas [….] El país necesita crearse una ideología nacional lo más integrada
posible para enfrentar la globalización con alguna dignidad. Dejemos ya de
atrincherarnos detrás de las identidades esencialistas como las de indios y ladinos,
‘mayas’ y mestizos, y lleguemos a sentirnos todos chapines” (419-20).
Ante esto, parecería que hubiera muy poco que objetar, sobre todo
considerando que Morales deja claro que no usa el concepto de mestizaje en el sentido
“integracionista” de Vasconcelos y del latinoamericanismo telúrico previo: sostiene, por
el contrario, que “el mestizaje intercultural no evade las especificidades culturales ni las
diferencias” (419). Pero entonces, ¿por qué poner la idea de “negociación interétnica”
bajo la rúbrica de “mestizaje”? ¿Es, como parece sentir Morales, la política identitaria
multicultural un obstáculo, o más bien una precondición para la re-emergencia de la
izquierda? Todos hemos llegado a entender las contradicciones y limitaciones de las
políticas identitarias en un marco neoliberal que no tiene problemas con mercados
“nichos” ni con la “diferencia”. Y no es necesario decir que toda cultura es, casi por
definición, híbrida o transculturada. No obstante, pareciera, por lo menos en mi opinión
(aun cuando parte de la fuerza del argumento de Morales es descalificar mi autoridad
para hablar al respecto), que un nuevo bloque histórico “interétnico” articulado desde la
izquierda, y con capacidad de luchar por la hegemonía en un país como Guatemala, no
debería estar fundado en una idea normativa de “mestizaje” o hibridación de la
97
diferencia cultural. Al contrario, justamente las diferencias de raza, clase, género, etnia,
idioma (incluida la experiencia concreta de ser mestizo) en una sociedad
profundamente desigual, potencian a la izquierda como una fuerza genuinamente
representativa y transformadora. Morales parece sentir que el mestizaje es necesario
como expresión de un suelo común –lo que Ernesto Laclau llama un “significante
vacío”— porque la nación requiere alguna forma de identidad compartida para existir
como tal. Pero ese requisito de identidad unitaria fue el dilema que planteó desde el
principio la formación de los Estados-naciones postcoloniales en América, incluyendo los
Estados Unidos: los requerimientos de la “ciudadanía” en un Estado particular, no
podían coincidir con las territorialidades de las formaciones sociales indígenas ni con la
existencia de otras identidades dentro del espacio nacional (por ejemplo, los hispano-
hablantes en los Estados Unidos). ¿Puede la nación ser un espacio plural o heterotópico,
o necesita una identidad “singular” (todos somos mestizos)? En otras palabras, ¿es
posible que desde la diferencia multicultural surja la posibilidad de reconstituir, o quizás
de constituir genuinamente por primera vez un bloque histórico de la izquierda? La
pregunta no sólo problematiza los medios de la izquierda –sus formas y estrategias de
organización— sino también la naturaleza de su fin: una sociedad que sea a la vez
igualitaria y diversa.
Mutatis mutandis, ésta es también la pregunta que nos plantea el ensayo de
Mabel Moraña sobre Borges. Este ensayo expande y redefine ciertas posiciones
desarrolladas en su conocida polémica “El boom del subalterno,” que apareció a fines
de los años 90s, cuando el debate sobre la pertinencia de las perspectivas postcoloniales
en el campo latinoamericano comenzaba a animarse42. Moraña ha servido, en sus
propios libros y en su rol de editora de la Revista Iberoamericana y organizadora de un
gran número de conferencias y de colecciones editadas, como una suerte de legisladora
de la condición actual de la esfera de la crítica literaria y cultural latinoamericana. No es
sorprendente, por lo tanto, que lo que está en juego en su ensayo, el cual se anuncia en
42 Mabel Moraña, “El boom del subalterno.” Revista de Crítica Cultural 14 (1997): 48-53. El ensayo atribuye a los llamados estudios subalternos un neo-exotismo crítico que representa al sujeto latinoamericano como pre-teórico, marginal y “calibanesco” en relación a los criterios metropolitanos.
98
su título como una auto-alegoría, sea la relación entre el campo de la crítica
latinoamericana como tal y una “otredad” subalterna que amenaza desestabilizarla.
Recordemos brevemente el cuento de Borges. Un estudiante graduado de
antropología en una universidad del medio oeste de los Estados Unidos, Fred Murdock,
pasa dos años en una reservación indígena juntando material para su disertación. En el
transcurso de su trabajo de campo pasa por los rituales de adoctrinamiento de la tribu y
recibe del shaman “su doctrina secreta”. Vuelve a la universidad, pero anuncia a su
asesor que no tiene la intención de revelar el secreto, porque le parece más importante
el proceso que lo llevó al conocimiento que el conocimiento mismo. Esta renuncia acaba
efectivamente con su carrera académica. Borges concluye lacónicamente: “Fred se casó,
se divorció, y ahora es uno de los bibliotecarios de Yale”.
Moraña usa “El etnógrafo” para criticar el privilegio que se le da a la otredad en
la teoría cultural contemporánea. El ensayo gesticula un reconocimiento de la fuerza de
los estudios postcoloniales y los estudios subalternos en el ámbito latinoamericano en
los últimos años. Sin embargo, lo que emerge de una lectura detenida de su argumento,
es un malestar con el multiculturalismo y las políticas identitarias muy parecido al
expresado por Morales. El malo de la película no es nombrado, pero me parece que no
sería estirar demasiado las cosas asociarlo en particular con Walter Mignolo y su idea de
“teorización bárbara” –es decir, pensar desde el lugar del otro- y, en términos más
generales, con el proyecto de una forma específicamente latinoamericana de los
estudios postcoloniales o subalternos, hasta el punto que, desde la perspectiva de
Moraña, tal proyecto arriesgaría la fetichización de un “otro” latinoamericano
orientalizado y pre-teórico.
Cito algunos pasajes del ensayo que, a mi modo de ver, expresan esta
preocupación:
En el menú teórico que el debate postmodernista ha ofrecido a la voracidad
disciplinaria figuran, entre los platos principales, el del descubrimiento del Otro
[…] Nociones como multiculturalismo, subalternidad, hibridación,
99
heterogeneidad, han sido ensayados como parte de proyectos teóricos que
intentan abarcar el problema de la diferencia cultural como uno de los puntos
neurálgicos del latinoamericanismo actual. Sin embargo, pronto se ha hecho
evidente que la simple postulación del registro diferencial no hace, en muchos
casos, sino invertir el esencialismo que caracteriza el discurso identitario de la
modernidad en distintos momentos de su desarrollo (104).
¿Es la otredad el dispositivo—el subterfugio—a partir del cual el sujeto de la
modernidad se reinscribe dentro del horizonte escéptico de la postmodernidad
refundando y refuncionalizando su centralidad como constructor / gestor /
administrador de la diferencia? (106).
[S]e ha recurrido al concepto de “posiciones de sujeto” el cual resulta, como
Laclau explica, relativamente útil aunque insuficiente para captar el sentido de la
Historia como totalidad. Para ser entendida como tal, ésta requiere de la
existencia de un sujeto capaz de organizar experiencia y discurso para llegar al
“conocimiento absoluto” [….] de procesos totales. En muchas teorizaciones, sin
embargo, podría alegarse que la reformulación de la dinámica entre identidad y
alteridad se basa justamente en la crisis de la idea de totalidad histórica y su
sustitución por el conjunto de microhistorias o “historias menores” abarcables,
ellas sí, desde posiciones de sujeto variables y acotadas (105)43.
Para Moraña, lo ejemplar en la historia de Borges es el acto de renuncia como tal por
parte de Murdock, a diferencia del testimonio o los discursos teóricos que piden, en el
interés de la “solidaridad,” dejar hablar por sí mismo al subalterno, o hablar en nombre
del subalterno. Por lo tanto,
43 En su llamado a la totalidad, que yo entiendo como un eufemismo por el marxismo, Moraña olvida que la gran sección central del volumen I de El capital, que trata de la lucha sobre la jornada de trabajo, está compuesta, precisamente, de muchas historias testimoniales pequeñas de los trabajadores, de huelgas, apelaciones, etc. Esto porque Marx creía que el movimiento histórico del capital, que era su objeto teórico, era en si mismo producto de la identidad, voluntad y agencia subalterna. El trabajador hace al capital.
100
El autor de ‘El etnógrafo’ parece sugerir que la culpa del colonialismo no puede
ser expiada de manera definitiva--no, al menos, a través de la cultura, no a partir
de lo que Clifford llama ”la arena carnavalesca de la diversidad”, no por las
seducciones de la polifonía ni por las promesas de la heteroglosia, ni por lo que
Homi Bhabha llama la ‘anodina noción liberal del multiculturalismo’ [….] Borges
renuncia a articular para el otro y por el otro una posición de discurso y sobre
todo renuncia a teorizar acerca de su condición y su cultura, y aunque le
reconoce cualidad enunciativa, afirma con la borradura de la voz la inutilidad—
quizás la improcedencia—de toda traducción (122).
En una nota a pie de página, Moraña se explaya sobre las implicaciones políticas de esta
renuncia: “[E]s como Borges rehusara —avant la lettre— transformar ‘demandas de
reconocimiento’ que están llamadas a culminar en políticas identitarias y multiculturales
(Taylor, “The Politics of Recognition”) en una ‘política de compulsión’ (Appiah) que
obliga al otro a asumir la identidad que le ha sido socialmente construida y asignada por
su condición étnica, sexual, política” (121, n.33). Pero, si no vamos a tener un
liberalismo multicultural políticamente anodino, o una recuperación “antropológica”,
epistemológica y éticamente dudosa de la otredad, ¿qué es lo que queda? Moraña
recurre a Levinas en algún momento de su ensayo. Habla de “un sujeto [que] es
representado por Borges bajo la forma de la imposibilidad de conocimiento y la
irreductibilidad de la otredad, o sea, por una negatividad no colonizable ni
aprehensible” (120). Pero esta recurrencia a Levinas no resuelve por sí misma el
problema político subyacente, es decir, la descalificación del multiculturalismo y las
políticas de identidad. Es más, en cierto modo la recurrencia a Levinas en si misma
puede ser sintomática de lo que llamo el giro neoconservador 44. Esto porque reduce el
problema de la desigualdad o subalternidad, que es un problema estructural, a una
cuestión de elección ética, tal como hace Murdock. Borges trata de manera muy original
el tema de la agencia del intelectual-académico en relación al subalterno, pero lo que no
44 Ver por ejemplo el ensayo de Bruno Bosteels: “The Ethical Superstition,” en Erin Graff Zivin, ed., The Ethics of Latin American Literary Criticism. Reading Otherwise (Nueva York: Palgrave MacMillan, 2007).
101
está presente en su historia —y tampoco en el ensayo de Moraña— es, precisamente, la
agencia del subalterno, que en el caso de la tribu que estudia Murdock, sería algo similar
a la política identitaria maya que Morales critica en La articulación de las diferencias.
El reparo a la pretensión de hablar “desde” o “por” el otro subalterno es una
cosa: bien puede ser que, como arguye Moraña haciendo eco de “Can the Subaltern
Speak?” de Gayatri Spivak, tal pretensión simplemente represente una inversión del
gesto del orientalismo: “no hace, en muchos casos, sino invertir el esencialismo que
caracteriza el discurso identitario de la modernidad”45. Pero, lo que queda claro es que
la decisión de dejar al otro en el lado del silencio, “en la otra orilla,” como dice Moraña
(122), es también una forma de orientalismo que habla en nombre de la autoridad de la
literatura para descalificar el esfuerzo de los indígenas y otros sujetos subalternos que
luchan por inscribirse dentro de la historia. Lo que se pide en la política identitaria no es
tanto el reconocimiento de la diferencia, sino la inscripción de esa diferencia en la
identidad de la nación y su historia. De lo contrario, surge el mismo problema que con la
apelación al “mestizaje cultural” de Morales: la posibilidad de la formación de un nuevo
bloque histórico tanto a nivel nacional como continental e intercontinental en
Latinoamérica, basado en una política de alianzas entre grupos sociales (incluyendo,
pero no limitado a, las clases económicas populares) con diferentes experiencias,
valores, visiones de mundo, historias, prácticas culturales, y a veces incluso, idiomas, es
desautorizada en nombre de una lucidez escéptica representada por la institución de la
literatura y la crítica literaria, que no sucumbe a la ilusión de un acercamiento
“antropológico” al otro o a una apelación testimonial a la autoridad de la voz o la
experiencia subalterna.
La naturaleza de esa apelación y sus consecuencias políticas —en este caso
particular, la voz / experiencia de las víctimas de la represión política en Argentina
durante el Proceso— es el objeto del libro de Beatriz Sarlo, Tiempo pasado. Cultura de la
memoria y giro subjetivo. El argumento de Sarlo tiene raíces en un ensayo suyo anterior,
45No obstante, uno podría objetar al “sino” en la frase de Moraña, puesto que no hay nada “simple” en la inversión de esencialismos binarios, particularmente si uno se encuentra en la parte inferior del par.
102
bastante difundido, sobre estudios culturales y el problema del valor46. Allí Sarlo estaba
interesada en la manera en que los criterios de valor literario y estético se volvían
borrosos o desaparecían frente a la apelación que los estudios culturales hacían a la
autoridad de los artefactos de la cultura popular o de masas, estrategia que ella
caracterizó como “neo-populismo mediático”. En Tiempo pasado, en cambio, lo que le
preocupa es la forma en que la popularidad del testimonio debilita la posibilidad de una
reflexión literaria, histórica y sociológica más profunda sobre el Proceso y el destino de
la izquierda argentina. Sin embargo, como veremos más adelante, esa preocupación
epistemológica, si se quiere, también involucra el tema político del populismo.
Desde la perspectiva de Sarlo, la autoridad (política y ética) concedida al
testimonio, amenaza con desestabilizar la autoridad de la literatura imaginativa y de las
ciencias sociales académicas. Esto porque privilegia un simulacro de “experiencia” y voz
subalterna: eso es lo que quiere decir Sarlo por el “giro subjetivo” del título. Aunque ese
privilegiar sea hecho en nombre de la solidaridad y de las iniciativas de derechos
humanos –por ejemplo, Nunca Más o Las Madres de la Plaza de Mayo— Sarlo siente
que de manera paradójica se es cómplice con el mercado, en particular con la moda de
las narrativas confesionales o autobiográficas (del tipo que producen las estrellas de
cine o las figuras del deporte) en los medios de comunicación. Es casi como si el
testimonio, en vez de ser la constancia de las víctimas del neoliberalismo y al mismo
tiempo una forma de agencia dirigida contra él, fuera en sí mismo un producto del
neoliberalismo, una mercancía más de los mercados nichos, una “Tele-realidad” del
sufrimiento humano.
Aunque Sarlo no se incorpora al extenso debate sobre testimonio en la academia
estadounidense, Tiempo pasado podría ser visto como una versión más filosófica de un
libro que ya tuve la ocasión de mencionar: Rigoberta Menchú and the Story of All Poor
Guatemalans de David Stoll. Sarlo, como Stoll, está interesada en la manera que el
testimonio merma los criterios y los límites disciplinarios y engendra una nueva forma
de política “subjetiva”: una política de solidaridad fundada en la empatía, y una política
46 Beatriz Sarlo, “Los estudios culturales en la encrucijada valorativa,” Revista de Crítica Cultural 15 (1997): 32-38.
103
identitaria fundada en la percepción personal de pérdida o injusticia experimentada
desde la propia identidad racial, étnica, de clase, o de género. Stoll, en su diatriba contra
la autoridad del testimonio de Menchú, afirmaba, por ejemplo, que “fue en el nombre
del multiculturalismo que Rigoberta Menchú fue incluida en las listas de lectura de la
universidad” (243). “Bajo la influencia del postmodernismo (que ha minado la confianza
en un conjunto de hechos particulares), y de las políticas identitarias (que demandan la
aceptación de los testimonios de victimización), los investigadores se sienten cada vez
más reacios a cuestionar ciertos tipos de retóricas” (244). “Las necesidades identitarias
de la representación académica de Rigoberta sacan provecho de la inconsistencia de las
reglas de evidencia de la investigación postmoderna” (247).
De manera análoga, Sarlo ataca lo que ella ve como la supuesta inmediatez y
autenticidad de la voz testimonial, contrastándola con lo que ella llama “la buena
historia académica” (16). La autoridad de la historia ha sido erosionada por el mercado
y los medios de comunicación: “[c]omo la dimensión simbólica de las sociedades en que
vivimos está organizada por el mercado, los criterios son el éxito y la puesta en línea con
el sentido común de los consumidores. En esa competencia, la historia académica
pierde por razones de método, pero también por sus propias restricciones formales e
institucionales…” (17). En lugar de un pensamiento crítico o disciplinario, tenemos ahora
una “razón del sujeto”. El “giro subjetivo” está asociado a su vez al prestigio de la
identidad como una categoría y a las políticas identitarias como una forma de agencia
política: “a los combates por la historia también se los llama ahora combates por la
identidad”, acota Sarlo de manera sardónica (27).
Según ella, la consecuencia política del “giro subjetivo” es el establecimiento de
una “hegemonía moral” que debería ser problematizada en nombre de un sentido más
lúcido de crítica y política. “Del lado de la memoria,” escribe, haciendo eco de Stoll sin
darse cuenta, “me parece descubrir la ausencia de la posibilidad de discusión y de
confrontación crítica, rasgos que definirían la tendencia a imponer una visión del
pasado” (57). “Una utopía revolucionaria cargada de ideas [Sarlo se refiere al activismo
104
revolucionario de principios de los años 70 en Argentina] recibe un trato injusto si se la
presenta sólo como fundamentalmente un drama postmoderno de los afectos” (91).
Contra el testimonio y su “versión ingenua y ‘realista’ de la experiencia” (162),
Sarlo privilegia tres relatos hechos por víctimas del Proceso. Una es la colección de Alicia
Partnoy de historias cortas o viñetas basadas en su propia experiencia como prisionera
política, The Little House; los otros dos vienen de las ciencias sociales: Poder y
desaparición. Los campos de concentración en Argentina, de Pilar Calveiro; y el ensayo
“La bemba” de Emilio de Ipola. Sarlo elogia a Partnoy por la transformación de su propia
experiencia personal (Partnoy fue encarcelada y torturada en el lugar que describe en su
libro) en una obra literaria que habla de la naturaleza general, compartida, de la
situación de la desaparición y la tortura, más que de su propia experiencia: “No
casualmente, The Little House empieza con el relato de la captura de Partnoy contado
en tercera persona, de manera que la identificación está mediada por un principio de
distancia” (71). Calveiro e Ipola son cientistas sociales que, como Partnoy, fueron
encarcelados y torturados durante el Proceso. Y también como Partnoy, cuando
escriben sobre esa experiencia, “No privilegian la primera persona del relato […] la
experiencia es sometida a un control epistemológico que, por supuesto, no surge de ella
[la experiencia] sino de las reglas del arte que practican la historia y las ciencias sociales”
(96). “[A]mbos escriben con un saber disciplinario, tratando de atenerse a las
condiciones metodológicas de ese saber” (97). “Con el borramiento de la primera
persona, la obra de Calveiro no busca legitimidad ni persuasión en razones biográficas,
sino intelectuales” (115).
La marcada oposición entre razones “biográficas” e “intelectuales” en esta
última afirmación es notable, y revela una tendencia maniquea similar a lo largo del
libro. Incluso Sarlo tiene que admitir que en el caso de Calveiro, “probablemente el libro
no hubiera sido escrito si no hubieran existido razones biográficas” (115). ¿Por qué,
entonces, insiste tanto en decir que no puede haber una dimensión “intelectual” o
estética para una narrativa testimonial o autobiográfica, o viceversa, que las “razones
intelectuales” no pueden tener una dimensión personal o experiencial? ¿Cómo propone
105
distinguir entre, digamos, Las confesiones de San Agustín y Me llamo Rigoberta Menchú,
y así me nació la conciencia, o Hegel y Kierkegaard?47
Aunque en Tiempo pasado Sarlo no lo dice con tantas palabras, la tendencia que
ella ve en el testimonio a imponer una visión del pasado a través de una lógica de
identificación o empatía, coincide con lo que percibe como la posición semi-autoritaria
de la izquierda neo-populista en Latinoamérica, incluido para ella Kirchner. En un ensayo
anterior, Sarlo habla de una “izquierda testimonial, que se refugia en la reafirmación
moral-formal de sus valores,” a la que ella opone una izquierda política que estaría en
alianza con una izquierda cultural “anti-mimética,” esencialmente vanguardista: “Ser de
izquierda hoy es intervenir en el espacio público y en la política refutando los pactos de
mímesis que son pactos de complicidad o resignación”48. En este sentido, el “giro
subjetivo” del testimonio, con su énfasis en el afecto y no en la teoría crítica, en la
empatía y no en el análisis, es, para Sarlo, el corolario del neo-populismo. Una mala
práctica cultural —el “giro subjetivo”— lleva a una mala política: el populismo. Es mejor
dejar ambas en las manos de “expertos”.
* * * * *
Podemos ver varios temas que atraviesan los tres casos que he presentado:
primero, un rechazo a la autoridad de la voz y la experiencia subalterna y, relacionada
47 Esto no es sólo un problema de elaboración formal versus experiencia no-mediada, porque Sarlo es también crítica con la película hiperformalizada Los rubios de Albertina Carri, que intenta reconstruir la memoria de sus padres, que fueron desaparecidos durante el Proceso cuando ella tenía sólo tres años. Sarlo ve la película de Carri como un tráfico en “postmemoria” —la idea que tiene Mariane Hirsch de la reconstrucción que hacen en sus propias vidas los hijos de sobrevivientes de eventos traumáticos como el Holocausto, de la memoria de ese evento, incluso si ellos mismos no lo experimentaron directamente. Sarlo ve la postmemoria (y la película de Carri) como un constructo fundamentalmente narcisista: por ejemplo, “[l]a inflación teórica de la postmemoria se reduce así en un almacén de banalidades personales legitimadas por los nuevos derechos de la subjetividad” (134). Parece no darse cuenta, no obstante, que ya que Carri como niña fue afectada directamente por el Proceso, tal como lo muestra su película, Los rubios no es, estrictamente hablando, un texto de la postmemoria, sino una especie de testimonio. Le debo esta reflexión a Ana Forcinito. 48 Beatriz Sarlo, “Contra la mímesis; izquierda cultural, izquierda política,” Revista de Crítica Cultural 20 (2000): 22-23. Para leer su crítica de Kirchner, véase su columna de opinión en La Nación, 22 de Junio, 2006.
106
con esto, una extrema insatisfacción o un profundo escepticismo frente al
multiculturalismo y las políticas identitarias. En particular, se rechaza y/o problematiza
la noción de un bloque histórico multicultural similar al representado en los Estados
Unidos por la idea de la Rainbow Coalition (Coalición Arcoiris) en los años 70.
Segundo, se elabora una defensa del escritor-crítico o intelectual tradicional, en
el sentido en que Gramsci usaba este término (es decir, el intelectual que habla en
nombre de lo universal). Relacionado a esto hay un reconocimiento, por parte de los
tres escritores, de una generación de intelectuales de izquierda que asumieron riesgos
considerables durante tiempos difíciles en sus respectivos países, pero que ahora están
en proceso de ser desplazados por nuevas fuerzas políticas y actores más jóvenes. En
lugar de identificarse con estos nuevos actores, Sarlo y Morales en particular, los ven sin
simpatía, como si les faltara legitimidad, o como si de algún modo fueran demasiado
ingenuos49.
Tercero, a pesar de su rechazo explícito o implícito de las políticas identitarias,
los tres textos reafirman paradójicamente una subjetividad criolla latinoamericana
contrapuesta a lo que es percibido como el carácter anglo-americano de la teoría
postmodernista o postcolonial (esto explica por qué la figura “gringa” de Fred Murdock
en el cuento de Borges le sirve muy bien a Moraña). Este énfasis, en el que por supuesto
hay un “esencialismo” étnico (admitido por Morales), hace del giro neoconservador una
variante del neo-arielismo: el supuesto de que los valores y la identidad cultural de
Latinoamérica están vinculados, de una manera especialmente significativa, a su
literatura.
Cuarto, es notable la incapacidad de los tres para asumir lo que Aníbal Quijano
llama “la colonialidad del poder” en Latinoamérica —es decir, la persistencia de
instituciones culturales / económicas / políticas (como la misma “ciudad letrada”) y
49 Un sentimiento similar de dislocación parecería estar involucrado en las decisiones de muchos intelectuales prominentes de la izquierda venezolana, como Elizabeth Burgos o Teodoro Petkoff, para llegar a identificarse públicamente con la oposición a Chávez, o de muchos escritores y artistas anteriormente asociados con los Sandinistas para abandonar el partido y unirse al frente electoral organizado por Sergio Ramírez. Casos similares pueden ser encontrados en la mayoría de los países latinoamericanos en la actualidad.
107
jerarquías de raza y género basadas en estamentos coloniales, mucho después de que el
colonialismo como tal desapareciera de escena50. (Moraña, que ha trabajado bastante el
tema, y Morales registran el problema del colonialismo, pero lo ven como un problema
que ya ha sido, o que puede ser superado en el periodo “nacional” de sus respectivos
países). Esta insuficiencia —particularmente llamativa en el caso de Morales, que viene
de un país en el que más de la mitad de la población es indígena— los imposibilita para
reconocer las demandas de autonomía y de agencia cultural desarrolladas por los
movimientos indígenas o afro-latinos, o el movimiento de las mujeres, contra formas de
colonialidad del poder.
Quinto, hay en Morales y Sarlo un rechazo explícito del proyecto de la lucha
armada revolucionaria de los años 60 y 70, a favor de una izquierda más reflexiva y
cautelosa, con la advertencia de que un “error” similar acecha en el corazón de las
nuevas políticas identitarias y de empatía. Este rechazo conlleva una narrativa implícita,
biográficamente específica (como consta, los tres escritores están en su mediana edad),
de desilusión personal o desengaño, muy similar al modelo autobiográfico reaccionario
de la picaresca barroca51.
Finalmente, en los tres se produce una reterritorialización y defensa de las
disciplinas académicas. En el caso de la literatura y los estudios literarios en particular,
esto involucra una afirmación del canon y la canonicidad (“valor estético” para Sarlo;
50 Aníbal Quijano, “Coloniality of Power, Eurocentrism, and Latin America,” Nepantala: View from the South 1/3 (2000): 533-80. 51A propósito de la lucha armada, Sarlo escribe: “Muchos sabemos por experiencia que se necesitaron años para romper con esas convicciones. No para simplemente dejarlas atrás porque fueron derrotadas, sino porque significaron una equivocación” (La Nación, 22 de Junio, 2006). Hay tanto más que puede ser dicho y que necesita ser dicho al respecto, pero una cosa es reconocer las ilusiones, los errores, las fantasías utópicas, a veces trágicamente absurdas, que acompañaban esta o aquella forma de lucha armada, y otra, completamente distinta, es simplemente invalidarla como un gran error histórico: “una equivocación”. Yo pienso que sería más acertado decir que sí pudo haber sido posible la victoria —de hecho, hubo al menos dos victorias con alguna resonancia histórica, Cuba y Nicaragua, varias casi victorias, incluyendo Guatemala y El Salvador, y, por supuesto la aún irresuelta guerra civil en Colombia— pero que la estrategia de la lucha armada fue derrotada en lo que resultó en ultima instancia ser un combate con un enemigo más fuerte. La nueva izquierda latinoamericana, sin importar cuan pragmática sea su orientación en su nueva encarnación —y por cierto no me opongo al pragmatismo— necesita recobrar de manera positiva la herencia tanto de la lucha armada como del “camino democrático al socialismo” de Allende, aunque sea sólo como un momento importante en la historia moderna de Latinoamérica, en vez de simplemente distanciarse de ella.
108
Borges y “la promesa de la biblioteca” para Moraña; Asturias para Morales), no tanto
como depósito de un valor cultural a priori, sino más bien como algo que tiene la
profundidad y la consistencia para ser fructíferamente interrogado por las generaciones
venideras.
Esto último es quizás el punto crucial, porque el giro neoconservador en la crítica
latinoamericana, así como en lo que se llamó en Estados Unidos las “guerras culturales,”
hace de la literatura y las reflexiones sobre valor estético y literario un orden crucial del
pensamiento, y no algo que es simplemente suplementario o secundario. Al final de su
libro, Sarlo es especialmente elocuente al respecto: “[l]a literatura, por supuesto, no
disuelve todos los problemas planteados, ni puede explicarlos, pero en ella un narrador
siempre piensa desde fuera de la experiencia, como si los seres humanos pudieran
apoderarse de la pesadilla y no sólo padecerla” (166). Los tres textos, y no sólo el de
Sarlo, son “defensas de la literatura.” Por esta razón, el ensayo de Moraña, aunque es el
menos elaborado de los tres, es quizás el más impactante en un contexto académico,
porque su objetivo es vigilar las fronteras de lo que es y no es permisible dentro del
ámbito de la crítica literaria y cultural latinoamericana, en un momento en que muchos
de sus supuestos fundamentales han sido puestos en duda interna y externamente,
incluyendo la idea de Latinoamérica como tal52.
Se podría argumentar que estoy exagerando y que la operación crítica
representada por estos tres textos es algo completamente diferente del tipo de
neoconservadurismo propugnado por figuras como Samuel Huntington, Alan Bloom, o
Dinesh D’Souza en las “guerras culturales” en los Estados Unidos, u Octavio Paz (para
citar sólo un ejemplo) en América Latina. Morales, Moraña, y Sarlo se consideran
personas de izquierda, y piensan sus posiciones precisamente como una defensa de
cierta izquierda arraigada en las ideas del progreso humano, emancipación, nación,
razón, ciencia, y secularismo –una izquierda que no teme hacer preguntas estructurales,
radicales, sobre la naturaleza del Estado y la sociedad, contra lo que ve como el
relativismo postmodernista y el multiculturalismo “débil” de las políticas identitarias. Si
52 Ver, por ejemplo, Arturo Ardao, Génesis de la idea y nombre de América Latina (Caracas: CELARG, 1993); y Walter Mignolo, The Idea of Latin America (Oxford, UK: Blackwell, 2005).
109
bien mi propia posición no es completamente desinteresada (varios de los puntos
tocados por Morales, Moraña, y Sarlo se refieren directa o indirectamente a mi trabajo),
sin embargo no creo estar exagerando el caso. Lo que estoy tratando de hacer es captar
una tendencia emergente que todavía no ha tomado total conciencia de sí misma y que,
como tal, podría desplazarse en distintas direcciones (tampoco pretendo fusionar las
posiciones de Morales, Moraña, y Sarlo, que tienen diferencias significativas). Creo que
lo que llamo el giro neoconservador continuará siendo una tendencia dentro de la
izquierda latinoamericana que seguirá intentando incidir con autoridad sobre sus
objetivos y sus límites. Es decir, será, como Daniel Bell, “conservador” en materias
culturales y “liberal” en materias económicas y políticas. Pero también es posible que si
la situación política en Latinoamérica se polariza más, esta tendencia se alinee
políticamente con una posición más conservadora o de centro derecha, como sucedió
en los casos de los New York Intellectuals en los Estados Unidos o los llamados Nuevos
Filósofos y figuras como el historiador Francois Furet en Francia. Los ejemplos de Jorge
Castañeda en México o Elizabeth Burgos en Venezuela hacen alusión a esta posible
consecuencia en un contexto latinoamericano.
La negación de la posibilidad de solidaridad transnacional es sobre todo una
afirmación de la incapacidad del gringo o del no-latinoamericano para entender y
“representar” Latinoamérica53. Esto es comprensible en un escenario en que tanto el
pasado como el futuro de América Latina involucran una confrontación a todo nivel con
el poderío de los Estados Unidos. Pero también hay una negación de la posibilidad de
solidaridad entre grupos de diferente formación étnica, cultural, social y lingüística
dentro de los confines de cualquier Estado-nación latinoamericana o de Latinoamérica
como región. Sin embargo, las políticas de solidaridad y las movilizaciones de apoyo a
los derechos humanos están entre las formas más efectivas que los movimientos
53 Morales denuncia explícitamente “el democratismo de los académicos primermundistas políticamente correctos, quienes se las arreglan para expiar culpas tontas solidarizándose acríticamente con las luchas que, en clave multiculturalista, azuzan en nuestros (sic) países, transpolando mecánicamente los issues de las minorías estadounidenses contra el sujeto anglo, y aplicando así su receta gringa a la América Latina con lujo de irresponsabilidad política.” Mario Roberto Morales, “El neomacartismo estalinista (o la cacería de brujas en la academia “posmo”), Revista Encuentro 19 (invierno 2000/2001), 57.
110
populares han elaborado localmente contra el poder de la globalización y los regímenes
represivos o anacrónicos. La idea de un movimiento o frente fundamentado en una
política de alianzas, en lugar de un partido específico, es esencial en muchos de los
gobiernos de izquierda que han asumido el poder recientemente en Latinoamérica.
Aunque de ningún modo intento cancelar el debate dentro de la/s izquierda/s, o sobre
la izquierda, tengo la impresión de que hay implícita, en el giro neoconservador, una
suerte de distinción entre izquierda respetable e izquierda populista —“la marea
populista,” como suele decir José Aznar, el político español de derechas. En otras
palabras, Bachelet, Tabaré, y Lula (si continúa portándose bien) contra todos los demás,
especialmente Chávez, pero también López Obrador, Kirchner, Morales, Correa, los
sandinistas, los cubanos, etcétera. No es necesario añadir que esta distinción tiende a
dividir a la izquierda latinoamericana, y de esta manera, a inhibir su fuerza hegemónica
a nivel nacional, continental e intercontinental. Por lo mismo, no es una distinción en la
que hayan insistido Lula o Bachelet, que entienden que la izquierda latinoamericana es
necesariamente diversa.
Tomando todo esto en consideración, permítanme aventurar la hipótesis de
que lo que estoy llamando el giro neoconservador es un efecto superestructural de dos
procesos relacionados con la integración de Latinoamérica a los procesos actuales de
globalización: 1) la crisis de sectores de las clases media y alta latinoamericanas
afectados de manera negativa por las políticas neoliberales de ajuste estructural, la
reducción del apoyo estatal a la educación superior (y a la educación en general), y la
proliferación de la cultura de masas comercializada (a tal punto que, a pesar de su
propio disgusto por las políticas identitarias y el testimonio, encontramos una
dimensión personal o “biográfica” en cada uno de estos críticos, (Sarlo incluida); y 2) el
debilitamiento de la hegemonía del neoliberalismo como tal. La ideología neoliberal es
cada vez más percibida como insuficiente para garantizar la gobernabilidad. Las
consecuencias de las políticas económicas neoliberales producen una crisis de
legitimación tanto del Estado como de los aparatos ideológicos, incluyendo las escuelas,
los museos, la familia, las instituciones religiosas, y el sistema tradicional de partidos
111
políticos. La tendencia libertaria implícita en el modelo de “elección racional” a través
del mercado libre no puede servir como plataforma para la imposición de una
estructura normativa de valores y expectativas sobre la población. Al mismo tiempo, la
combinación de la privatización y la proliferación de la cultura global de masas,
desestabiliza la autoridad cultural de un sistema previo de normas, valores y jerarquías
representado por los intelectuales tradicionales y, además, amenaza el bienestar
económico de sectores de las clases alta y media profesional, de las que usualmente
provienen y a las cuales representan los intelectuales de la literatura, cualquiera sea su
posición ideológica.
Todos comprendemos —Saskia Sassen es quizás la teórica más influyente sobre
el tema54— que de cierta forma el capitalismo global todavía requiere del Estado-nación
para asegurar la gobernabilidad, imponer el orden civil, proteger la inversión y la
propiedad privada, e inculcar el tipo de personalidad autodisciplinada capaz de
posponer la búsqueda de gratificación inmediata por la esperanza de una eventual
recompensa (el Estado nacional vendría a ser algo como el ”policía local” de la
globalización). El giro neoconservador se ofrece como una ideología de profesionalismo
y disciplinariedad centrada en la esfera de las humanidades, que fueron especialmente
desprestigiadas y perjudicadas por las reformas neoliberales en la educación, una
ideología implementada por y a través del Estado y los aparatos ideológicos para
contrarrestar la crisis de legitimidad provocada por el neoliberalismo.
Si esta hipótesis es correcta, y enfatizo su carácter tentativo, entonces el giro
neoconservador en la crítica latinoamericana puede ser visto como un intento, por
parte de una intelectualidad criollo-ladina, esencialmente blanca, de clase media y
media-alta, educada en la universidad, de capturar, o recapturar, el espacio de
autoridad cultural y hermenéutica de dos fuerzas también en pugna: 1) la hegemonía
del neoliberalismo y lo que es visto como las consecuencias negativas de la fuerza
descontrolada o sin mediación del mercado y la cultura de masas comercializada; 2) los
movimientos sociales y las formaciones políticas basadas en políticas identitarias o
54 Ver su libro Territory, Authority, Rights. From Medieval to Global Assemblages (Princeton: Princeton University Press, 2006).
112
“populismos” de varios tipos, que involucran nuevos actores políticos que ya no se
sienten en deuda con el liderazgo intelectual o estratégico de la intelectualidad
étnicamente criolla y económicamente de clase media o clase media alta. La modestia
disciplinaria del argumento ofrecido en estos tres casos, que se limitan a la esfera
académica de la crítica literaria y cultural, no debería encubrir sus ambiciones e
implicaciones más amplias. Más o menos concientemente, y con notable elocuencia y
rigor intelectual, despliegan una doble estrategia de interpelación: 1) un llamado a
sectores de la burguesía y de las clases profesionales a crear una nueva forma de
hegemonía cultural, entendida en el sentido de lo que Gramsci llama “el liderazgo moral
intelectual de la nación,” que incorpore sus propios criterios disciplinarios de
profesionalismo y especialización; 2) y, al mismo tiempo, un intento de redefinir (y
confinar) los nuevos proyectos emergentes de la (o las) izquierda/s latinoamericana/s,
alimentados desde las bases por actores políticos no-criollos o no-mestizos, dentro de lo
que continúan siendo parámetros dominados por la intelectualidad y las clases
profesionales.
Tanto Moraña como Sarlo propugnan una vuelta a Borges (y Morales ofrece una
rehabilitación de Asturias, lo que para nuestro propósito viene a ser lo mismo). Borges,
por supuesto, nunca desapareció completamente del horizonte de la crítica literaria
latinoamericana. Las razones de esto no son difíciles de comprender: con su lucidez
desilusionada y su capacidad de invención literaria Borges sigue siendo el intelectual
latinoamericano quizás más interesante del siglo veinte. Además, esa lucidez
desilusionada parece encajar bien con las consecuencias de la derrota de la izquierda
revolucionaria y el fin de una era de ilusiones utópicas. La afición de Borges a habitar las
fronteras entre el yo y el otro, representación y realidad, territorio y mapa, hace de su
propia escritura una especie de Aleph que nos permite leer en su interior, como lo hace
Moraña, los temas candentes del día: el Otro, la deconstrucción, la ética, el testimonio,
lo subalterno, los estudios culturales y postcoloniales, la dialéctica de la modernidad
periférica, la “iluminación” benjaminiana en una clave latinoamericana. Pero leer estos
113
temas a través de Borges es también limitarlos a Borges –es decir, al espacio de una
articulación muy particular de “la ciudad letrada”.
De esta forma, el recurso a Borges corre el riesgo de convertirse en un emblema
para el giro neoconservador en sí, tal como lo fuera T.S. Eliot en la crítica
angloamericana. Como ocurre en el ensayo de Moraña, la amenaza de un “otro”
subalterno —una presencia potencialmente letal y usualmente racializada, siempre en
los márgenes de los cuentos de Borges-, que, en última instancia, es una amenaza a
descentralizar la autoridad política y epistemológica del escritor, es neutralizada, y así
volvemos al consuelo privado y desilusionado, pero finalmente adecuado de la
literatura, lo que Moraña llama, quizás irónicamente, “la promesa de la biblioteca”.
No es que apelar a Borges sea en sí mismo reaccionario. Lo que resulta
problemático, más bien, es la incapacidad de hacer que esta apelación registre
adecuadamente la conexión entre el radicalismo nominalista de las estrategias
epistemológicas y estéticas de Borges y sus posiciones políticas reaccionarias y a
menudo racistas55.
Concluyo con la pregunta de Borges porque pienso que es una pregunta
particularmente difícil para nosotros. Como Cervantes, Borges es la literatura, y la
literatura es, en última instancia, lo que hacemos. ¿Entonces, hasta qué punto estamos
también, individual y colectivamente, comprometidos con lo que he llamado aquí el giro
neoconservador? Esta es una variante de la pregunta del Evangelio: ¿A quién sirves?
Dada la particular dificultad de los tiempos en que vivimos y nuestra ubicación y lealtad
institucional, es más fácil hacer esta pregunta que contestarla.
55 En el marxismo de principios del siglo veinte, hubo un debate sobre si una epistemología de derechas —los casos habituales eran el kantismo y el positivismo— podía coexistir con una política de izquierda. El problema de Borges puede ser visto como el reverso de este debate: ¿cómo puede una epistemología nominalista coexistir con una política de derechas o conservadora? Esta es también una pregunta sobre la naturaleza del Barroco literario tanto en España como en Latinoamérica.
114
V. - ¿Quiénes son los cristianos hoy? Notas sobre Imperio de
Hardt Y Negri
____________________________________________________________
Imperio y multitud
Si Antonio Negri y Michael Hardt están en lo correcto, y la globalización augura
algo así como un nuevo Imperio Romano en el cual ya no hay un centro y su periferia
(puesto que el Imperio no tiene afuera), entonces la pregunta de nuestro tiempo podría
ser, en cierto sentido, ¿quiénes son los cristianos hoy? Esto es, ¿quién en el mundo
actual, dentro del Imperio pero no siendo parte del Imperio (para recordar la distinción
115
de San Pablo), tiene la posibilidad de desplegar una lógica opuesta a la del Imperio y que
podría traer, eventualmente, su caída y transformación?
Aun para los que se siguen considerando marxistas en algún sentido (y yo me
nombró entre ellos), ya no parece suficiente decir que dicho sujeto es el proletariado o
la clase trabajadora. Los mismos Hardt y Negri prefieren la idea o imagen de la
“multitud” –que derivan desde Espinosa vía el filósofo italiano Paolo Virno. Yo prefiero
la idea del subalterno, los “pobres de espíritu” para usar las palabras del Sermón de la
Montaña. Este giro tiene el efecto de abrir la categoría del subalterno al futuro, en vez
que concebirla (como lo hizo Gramsci, por ejemplo) como una identidad configurada por
la resistencia de la tradición a la modernidad56.
Pero quizás hay una diferencia crucial entre la multitud y el subalterno: la
multitud, como la entienden Hardt y Negri, quiere designar un sujeto colectivo con
muchos o con ningún rostro, con forma de una hidra de muchas cabezas, conjurado por
la globalización y por la desterritorialización cultural, mientras que el subalterno es, en
primer lugar, una identidad específica como tal, “ya sea que ésta se exprese en términos
de clase, casta, género u oficio, o en cualquier otra forma”, para recordar la definición
de Ranajit Guha57. Si vamos a conservar la equivalencia entre la multitud y el subalterno,
aunque sea de manera heurística, se sigue de esto que la política de la multitud debe
ser, al menos en algún sentido, una política de “identidad”.
El problema entonces es que Hardt y Negri llegan hasta cierto punto a
argumentar en Empire que las políticas de identidad multiculturales son, como ellos las
comprenden (esto es, como lo que usualmente se llama “liberalismo multicultural”) en
sí mismas profundamente cómplices con el Imperio. Puesto que la permeabilidad supra
56 “El encuentro entre los estudios subalternos del sur de Asia y los críticos latinoamericanos de la modernidad y del colonialismo pone una cuestión de manifiesto: sus concepciones de que la subalternidad no es sólo un problema relativo a grupos sociales dominados por otros grupos sociales, sino de sus alcances en el orden global, en el sistema interestatal analizado por Guha y por Quijano. La teoría de la dependencia fue claramente una reacción temprana a esta problemática. Este es un asunto, sin duda, crucial y relevante, cuando la colonialidad del poder y la subalternidad están siendo rearticuladas en un periodo postcolonial y postnacional controlado por las corporaciones transnacionales y sus redes sociales”. En: The Latin American Subaltern Studies Reader, Ileana Rodríguez (editora) (Durham y London: Duke University Press, 2001), 441. 57 Ranajit Guha, “Preface”, Selected Subaltern Studies, Ranajit Guha and Gayatri Spivak (editores) (New York: Oxford University Press, 1988), 35.
116
o sub-nacional es la característica económica central del nuevo capitalismo global,
entonces la heterogeneidad multicultural es sincrónica con esta permeabilidad en
formas diversas, rearticulando o reordenando, a nivel de la superestructura ideológica,
las formas previas de las narrativas hegemónicas sobre el Estado nacional unificado y el
pueblo (un lenguaje, una historia, una territorialidad, etc.).
Para Maquiavello, quien en cierto sentido fue el primer pensador moderno de la
lucha de liberación nacional, “el pueblo” (popolo) es la condición para la nación y, a su
vez, se realiza a sí mismo como un sujeto colectivo en ésta. Lo que implica el concepto
de multitud de Hardt y Negri es que se puede hablar de “el pueblo” sin la nación. Por el
contrario, Maquiavello creía que “el pueblo” sin la nación era irremediablemente
heterogéneo y servil –como los judíos en su cautiverio en Egipto. Es el príncipe –Moisés-
quien le confiere al “pueblo” una unidad de voluntad e identidad al convertirlo en una
nación. Pero la apelación a la idea de nación también estabiliza dicha voluntad e
identidad –esto es, la convierte en un pueblo- articulado en torno a una visión
hegemónica, codificado en la Ley y en el aparato de Estado, y con un lenguaje común,
con sus respectivos valores, intereses, cultura, comunidad, tareas, sacrificios y destino
histórico- una visión que retóricamente sutura los vacíos y las discontinuidades internas
al “pueblo”. Aunque son precisamente estos vacíos y discontinuidades las que fuerzan al
subalterno o al subalterno-como-multitud a emerger.
¿Es entonces la superación del Estado nacional por la globalización una cuestión
fortuita con respecto al proyecto de la emancipación humana y de su diversidad? Hardt
y Negri, siguiendo una tradición marxista anti-nacionalista que comienza en Marx y
Engels y pasa por Rosa Luxemburgo, parecen pensar que esto es así. En Empire sus
argumentos contra el multiculturalismo están relacionados a sus argumentos contra la
hegemonía en Gramsci, en el sentido de un “liderazgo moral e intelectual de la nación”.
Ellos quieren imaginar una forma de política que vaya más allá de la nación y de las
formas de representación política y cultural tradicionalmente relacionadas con la idea
de hegemonía –una política del “poder constituyente”, como ellos la llaman. Así, por
ejemplo:
117
La multitud es auto-organización. Ciertamente, debe haber un momento cuando
la reapropiación y la auto-organización alcanzan un umbral y se configuran como
un evento real. Esto es el momento cuando la política es realmente afirmada –
cuando la génesis se completa y la auto-valoración, la convergencia cooperativa
de los sujetos y la administración proletaria de la producción se convierte en
poder constituyente. Este es el punto cuando la república moderna cesa de
existir y el posse postmodernista emerge. Este es el momento fundante de una
ciudad terrenal que es distinta y más fuerte que cualquier ciudad divina. La
capacidad para construir lugares, temporalidades, migraciones y nuevos cuerpos
ya afirma su hegemonía a través de las acciones de la multitud contra el
Imperio58.
Pero ¿desde dónde viene esta “capacidad para construir lugares, temporalidades,
migraciones y nuevos cuerpos” si no es desde subjetividades definidas por su
“identidad” (subalterna)? Empire a veces parece moverse en un registro completamente
postpolítico, el cual paradójicamente depende, para recordar la famosa frase de Marx y
Engels: “todo lo sólido se desvanece en el aire”, del poder radicalizante del mismo
capital, visto como el resultado del trabajo colectivo, tanto para transformar como para
transnacionalizar al proletariado en el proceso de desmontaje de las protecciones del
Estado nacional y así permitir la emergencia de nuevas formas de movilización y
actividad política. Una de estas nuevas formas, según argumentan ellos, aparece en
torno a la cuestión de los desplazamientos de población producidos por la globalización.
La inmigración masiva, según ambos, revela los antagonismos de la multitud –el sujeto
engendrado por el capital global pero opuesto a éste- y el carácter anacrónico de las
fronteras nacionales. De esto se sigue que “el derecho general a controlar el propio
movimiento es la demanda final de la multitud por una ciudadanía global”. Ciertamente,
esta es una reivindicación legítima, y además está relacionada con una demanda por un
58 Michael Hardt and Antonio Negri, Empire (Cambridge and London: Harvard University Press, 2000), 411.
118
salario social universal. Aunque es difícil concebirla como una demanda –aún en el
sentido en que los trotskistas hablan de una “demanda transicional” (una demanda por
una reforma que sí es concedida desencadenará progresivamente otras demandas más
radicales)- que disolverá los límites del capital global o su emergente superestructura
político-ideológica; por el contrario, pareciera que el capital global es la precondición
tanto para la elaboración de esta demanda como para su cumplimiento. Para Hardt y
Negri, la multitud es una forma “expandida” de nombrar el proletariado que no se limita
a la categoría de trabajo productivo asalariado, una forma de ver al proletariado en
cambio como un sujeto híbrido o heterogéneo conjugado pero siempre-ya habitado
excesivamente de capitalismo en su estadio actual. Nosotros sabemos, por supuesto,
que la idea de subalterno tiene un rol similar para Gramsci en los Cuadernos de la cárcel,
más allá de su utilidad como un eufemismo para engañar a los censores de la prisión.
Pero, ¿hasta qué punto el potencial radical de la multitud es entonces, al menos en
parte, una resistencia a la subsunción real o formal en las relaciones capitalistas de
producción, es decir, una resistencia a proletarizarse? ¿No es la distancia o
inconmensurabilidad entre el “proletariado” (definido por su subsunción real o formal a
las relaciones capitalistas de producción) y la multitud -esto es, entre el trabajo
abstracto y el trabajo real, una diferencia marcada precisamente por la “identidad” o,
incluso, como “identidad”? Si esto es así, entonces la cuestión de la “identidad” y el
multiculturalismo se desplazan desde su estatus de contradicción secundaria para
transformarse en la contradicción principal del mundo actual.
Hardt y Negri parecieran aproximarse a un reconocimiento del rol crucial de la
identidad, o como ellos la llaman, “singularidad”, cuando escriben:
La multitud afirma su singularidad al invertir la ilusión ideológica que todos los
seres humanos en la superficie global del mercado mundial son intercambiables.
Al colocar la ideología del mercado sobre sus pies, la multitud promueve a través
de su trabajo las singularizaciones biopolíticas de grupos y conjuntos de la
119
humanidad, de manera recíproca y en cada instancia del intercambio global
(395).
Pero aquí hay una ambigüedad. ¿Están ellos señalando la emergencia de nuevas lógicas
de lo social que se oponen o resisten los efectos homogeneizadores del mercado
capitalista en nombre de “singularidades” (¿previamente constituidas?), que adquirirían
ahora y frente al capital una fuerza de negación radical? O, ¿es la generalización y
abstracción del poder laboral producida por la mercantilización de lo humano, la
precondición de las “singularizaciones biopolíticas de los grupos”? En el segundo caso, el
argumento, aún cuando parece ser postmodernista, es esencialmente similar a aquel del
marxismo ortodoxo (específicamente, nos recuerda de alguna manera la idea de super-
imperialismo propuesta por Karl Kautsky antés de la primera Guerra Mundial). Para
estar en contra del capitalismo, uno debe primero haber sido transformado por este. No
puede haber ninguna otra resistencia a devenir proletarizado que la resistencia
emanada de la posición de estar ya sujeto al capital: “el telos de la multitud debe ser
vivir y organizar su espacio político contra el Imperio y dentro de ‘la madurez de los
tiempos’ y las condiciones ontológicas que presenta el Imperio” (407). Pero esto
equivale a subordinar la lucha contra el capital al tiempo del capital. Si lo que la multitud
resiste es la “intercambiabilidad” que resulta de la mercantilización general del trabajo y
la naturaleza, entonces lo que ésta afirma como singularidades son formas de diferencia
síquica y cultural, de tiempo, necesidad y deseo, que están en conflicto con las
“condiciones ontológicas que presenta el Imperio”.
Hardt y Negri toman de Virno la figura del “éxodo” para describir el
distanciamiento de la multitud desde el Estado nación, proyectando un desplazamiento
desde la “república moderna” a la “posse posmodernista”, pero, ¿un éxodo hacia
dónde? (porque el éxodo es también para Virno “la fundación de una república”59). Si la
59 “Uso el término éxodo aquí para definir el retiro de las masas desde el Estado […] El éxodo es la fundación de una república. La misma idea de ‘república’, sin embargo, requiere dejar de lado la institucionalidad del Estado: si hay república, entonces ya no hay Estado. La acción política del éxodo consiste, por lo tanto, en un retiro comprometido. Sólo aquéllos que poseen una forma de salida para sí mismos pueden fundar la república; pero, en un sentido contrario, sólo aquéllos que puedan fundarla
120
demanda por la ciudadanía global tiene un cierto aire reformista, existe un antagonismo
más militante contra el Imperio que es revelado para Hardt y Negri en los actos de
insurgencia espontáneos y puntuales tales como las protestas de Los Ángeles, la
rebelión zapatista en Chiapas, las manifestaciones en Seattle, o la Intifada. En otras
palabras, los cristianos versus Roma. Pero todos estos movimientos están todavía
profundamente imbuidos, de una forma u otra, de políticas de la identidad. El
cristianismo primitivo era una ideología –de hecho, este fue el modelo de la ideología
para Althusser. Como tal, tuvo que crear nuevos tipos de territorialidad dentro del
Imperio (entiendo dicha territorialidad como la relación entre identidad y espacio).
¿Cuáles fueron las territorialidades que creó el cristianismo? Inicialmente las precarias
“comunidades” de creyentes representadas en las Epístolas (Romanos, Corintios,
Filipenses y Efesios), pero eventualmente, de estas comunidades y con la caída del
Imperio (una caída que se debe en parte a su proliferación) emergieron las naciones o al
menos las bases para los modernos Estados nacionales europeos.
Si planteamos el problema del multiculturalismo junto al problema de los límites
de la nación, se hace evidente que sin la capacidad de interpelar hegemónicamente la
nación (una nación actual o posible) las políticas de identidad no tienen otra opción que
ser parte de “la lógica cultural del capitalismo tardío” (para recordar la frase de
Jameson), porque éstas expresarían simplemente lo que ya es el caso, y aún deseable,
dentro de las reglas del juego del sistema del mercado mundial y de la democracia
liberal, en vez de estar orientadas a subvertir o contravenir dichas reglas. El potencial
radical de las políticas de identidad como un sitio para la movilización contra el poder y
la hegemonía del capital global depende, por lo tanto, de la nación. Más allá de dicha
territorialidad ese potencial se vuelve lo que Coco Fusco llama “multiculturalismo feliz”
–es decir, un aspecto de la superestructura ideológica del capital globalizado.
triunfarán en encontrar el sendero a través de las aguas por el cual serán capaces de abandonar Egipto”. Paolo Virno, “Virtuosity and Revolution”: The Political Theory of Exodus” en: Radical Thought in Italy: A Potential Politics, Paolo Virno y Michael Hardt (editores) (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1996), 196.
121
Pero, la misma crítica puede ser hecha a la idea de multitud. Si es que ésta no se
orienta hacia la adquisición de la hegemonía, entonces ¿en qué sentido es política la
acción de la multitud? O ¿se trata, simplemente, de un tipo de turbulencia creada y
tolerada por la generalización de las relaciones de mercado, y en alguna forma, incluso
en sintonía con tales relaciones (de manera tal que el neoliberalismo podría aparecer
como una expresión ideológica más acabada de la multitud que el comunismo o el
socialismo), y en cualquier caso controlable por operaciones policiales y militares? Un
cierto marxismo en América Latina supuso que la “cuestión indígena” sería resuelta con
la proletarización y la aculturación de los pueblos indígenas del continente. José Carlos
Mariátegui fue uno de los primeros en argumentar contra esta concepción en los años
1920s, señalando que las bases para el socialismo también podían ser fundadas tanto en
las características precolombinas como en las contemporáneas de las sociedades
precapitalistas indígenas de los Andes. De manera similar, un texto como Me llamo
Rigoberta Menchú nos fuerza a reconocer que la participación de los grupos indígenas
en la lucha armada en Guatemala estaba dirigida contra su proletarización y su
aculturación / transculturación. Ideológicamente, por lo tanto, esa lucha requería de
una afirmación de la “identidad” indígena: lengua, valores, costumbres, vestimenta y
territorialidad (especialmente importante en este sentido fue la defensa de los derechos
de tierra comunal).
Hardt y Negri incluyen las luchas indígenas en su concepto de multitud. Pero el
problema persiste: ¿es lo que ellos entienden por la dinámica ideológica de la multitud
equivalente a las dinámicas ideológicas identitarias que motivan estas luchas?, o ¿han
subordinado dichas dinámicas en su concepto de multitud, la cual arriesga en
convertirse, de la misma forma que el concepto marxista ortodoxo del proletariado, en
otro sujeto “universal”?
Nación y modernidad
Recientemente, han surgido algunos esfuerzos por revivir el leninismo –de
manera más prominente quizás, de parte de Slavoj Žižek. Pero, el aspecto del
122
pensamiento de Lenin que merece permanente atención en relación a nuestras actuales
preocupaciones, en mi opinión, no es uno que alguien como Žižek, quien comparte con
Hardt y Negri el rechazo hacia las políticas de identidad, aprobaría: lo que Lenin y el
marxismo clásico llamaron “la cuestión nacional”, cuestión que, por supuesto, conlleva
a la vez una problemática sobre la “identidad” nacional.
Para recordar brevemente el argumento de Lenin: en la etapa del capitalismo
monopólico, basado en la competencia por las materias primas y la fuerza laboral entre
diversos capitalismos nacionales, la contradicción principal del capitalismo se desplaza
desde la contradicción entre trabajo y capital dentro de la territorialidad de un Estado
nacional determinado, hacia la contradicción entre naciones y grupos nacionales
capitalistas dominantes y dominados. A su vez, las formas principales de lucha cambian
desde aquellas basadas en organizaciones de clase y partidos –las organizaciones del
estilo de la segunda internacional- hacia las luchas por la liberación nacional,
preferiblemente lideradas por la clase trabajadora, pero no limitadas a los intereses de
esta clase como tal.
Se podría argumentar que el conflicto explícito entre el llamado mundo libre y el
comunismo en el periodo de la Guerra Fría se conectaba con un conflicto implícto, de
carácter más bien anti-colonial o anti- neocolonial, entre un capitalismo internacional
pero todavía basado en los intereses de Estados nacionales particulares del “centro” y
los nacionalismos étnicos de la “periferia”. Si esto es cierto, entonces las
contradicciones políticas y estratégicas entre el capitalismo y el comunismo consistían
en el hecho de que el comunismo actuaba, fundamentalmente, como un poderoso
aliado para esos nacionalismos étnicos. Un argumento similar puede ser elaborado para
mostrar que el problema de la nación y de la identidad nacional están, todavía, en el
corazón del conflicto global, aun cuando la naturaleza de tal conflicto haya cambiado en
el último cuarto de siglo. Podemos responder a la reivindicación que subyace a Imperio
de que el Estado nacional ha sido, o está en proceso de ser, trascendido por la etapa
actual del capitalismo, la cual ya no requiere dicha forma de organización como sí lo
necesitaba el capitalismo monopólico (porque la competición entre distintos capitales
123
nacionales también pasaba por la geopolítica y una cuestión militar): es demasiado
temprano para afirmar esto. Podría ser que la inhabilitación parcial de la autonomía
económica del Estado nacional por la globalización, y las desastrosas consecuencias que
esto produce (por ejemplo, la serie de colapsos económicos en América Latina a
finales de los 90 y comienzos del nuevo siglo de Argentina) le den, de alguna forma, una
nueva intensidad y urgencia a la cuestión nacional y “local”.
Para Lenin, la idea de “identidad” nacional todavía se expresaba como una
“unidad” (de territorio, idioma, historia, instituciones, carácter). Hoy por contraste la
cuestión nacional –como un problema no sólo relativo a lo que las naciones han sido,
sino a lo que podrían llegar a ser— está conectado con el multiculturalismo y con las
políticas de identidad en una forma en que el leninismo clásico no nos ayuda mucho a
comprender. En términos de Lenin, el imperio ruso era una suerte de prisión para las
naciones. Pensando sobre qué es lo que constituye a una nación, Lenin y, siguiendo su
camino, Stalin en su famoso ensayo de 1914 sobre la cuestión nacional, aprovecharon
la idea liberal y socialdemócrata convencional –articulada por Kautsky entre otros- de
que la nación era una comunidad relativamente permanente de territorio, lenguaje,
mercado interno, economía, idiosincrasia cultural. La política de los nacionalismos
soviéticos se orientó, en general, por esta concepción, intentando una “unión” de
repúblicas nominalmente independientes, cada una construida sobre un grupo nacional
o grupo étnico dominante, a pesar de las evidentes incoherencias (qué hacer con los
judíos rusos, por ejemplo, que eran un pueblo sin territorialidad específica) y los ajustes
dictados por la realpolitik de Stalin (deportación y relocalización de grupos étnicos
considerados hostiles al proyecto soviético; inserción de minorías rusas en otras
“naciones”, etc.). Ya en esta concepción se pueden percibir las semillas de la crisis tanto
de la Unión Soviética como de Yugoslavia –pues ambas mostraron una tendencia a la
fractura, precisamente, en el ámbito de la línea “nacional”, cuestión que desembocó en
la constitución de varias repúblicas.
A comienzos del siglo XX, la posición alternativa en la tradición marxista, fue la
del austro-marxista Otto Bauer en su tratado de 1907, La cuestión de las nacionalidades
124
y la social democracia (Lenin le encargó a Stalin escribir su ensayo de 1914 como
respuesta a Bauer). Reflexionando sobre el carácter multilingüístico y multiétnico del
imperio austro-húngaro, entonces en decadencia, Bauer estaba preocupado con el
problema de las minorías que, como los judíos rusos, poseían atributos de nacionalidad
–lo que Bauer llamaba una “comunidad de voluntad”—pero no un Estado territorial
independiente fundado en dichos atributos. Bauer planteó la siguiente problemática:
1) Las identidades nacionales o étnicas –“comunidades de voluntad”- no son simples
alucinaciones ideológicas o formas de falsa conciencia, como la posición anti-
nacionalista en el marxismo y el anarquismo argumentan, sino que son, en sí mismas,
efectos determinados por el impacto del desarrollo capitalista combinado y desigual
sobre poblaciones periféricas. Las identidades expresan lo que en términos
weberianos equivaldría una contradicción entre la Gemeinschft [comunidad] (étnica o
“nacional” en un sentido pre-moderno) y la Gesellschaft [sociedad].
2) En un estado liberal-democrático el multiculturalismo nacional o étnico puede ser
tolerado en principio, pero en la práctica siempre está limitado por la hegemonía de un
grupo nacional o étnico dominante.
3) Por lo tanto, el mismo principio de autodeterminación que legitima la existencia del
Estado-nación y la hegemonía del grupo étnico o nacional dominante, podría entonces
ser utilizado por las minorías desafectadas para demandar un Estado donde ellas
lograsen ser mayoría.
La pregunta que surge es si estas minorías deberían o no devenir un Estado. La
respuesta de Bauer fue la de divorciar la idea de la “comunidad de voluntad”
constituida en torno al lenguaje, la experiencia común, la idiosincrasia cultural o
religiosa, o el “carácter nacional” de la idea de la nación expresado por la posición de
Kautsky y Lenin (esto es, en términos de una comunidad de lenguaje, cultura, mercado,
etc. que adquiere la forma de un Estado nacional soberano. Bauer hace este giro
mediante la proposición de formas de autonomía nacional y de autodeterminación,
organizadas democráticamente, para minorías étnicas y nacionales, dentro de una
125
territorialidad mayor la que, sin embargo, sería también una nación o, para usar sus
propios términos, un “Estado multinacional”. Como señala el editor a cargo de la
reciente re-edición del libro de Bauer en inglés, él cuestionó, de hecho, las principales
asunciones del mundo contemporáneo: “que la soberanía es unitaria e indivisible, que la
autodeterminación nacional requiere la constitución de Estados nacionales separados, y
que el Estado nacional es la única forma reconocida de organización”60.
Hay varios elementos que hoy parecen anticuados o pintorescos en el
argumento de Bauer (por ejemplo, su idea de “corporaciones” públicas étnico-
nacionales); pero también existe un impulso básico que es digno de reconsideración.
Especialmente en un mundo marcado por la inmigración masiva y / o la configuración
de nuevas fronteras nacionales yuxtapuestas sobre territorios nacionales anteriores, la
propuesta de Bauer también tiene la ventaja de contemplar el problema de las minorías
y de lo minoritario como tal (como diría la escritora chicana Gloria Anzaldúa, “nosotros
no cruzamos la frontera, la frontera nos cruzó a nosotros”). En este sentido, se puede
ver a Bauer como el primer teórico del multiculturalismo, más que de la homogeneidad
cultural-lingüística-legal, como fundamento para la identidad de la nación. Esto lo
convierte (junto quizás con Mariategui) en uno de los primeros marxistas después de
Marx en pensar más allá del esquema normativo de la modernidad.
60 Otto Bauer, The Question of Nationalities and Social Democracy, Joseph O’Donnell (traductor) (Minneapolis and London: University of Minnesota Press, 2000). Hardt y Negri critican duramente a Bauer, señalando que “en el cálido clima intelectual de ‘retorno a Kant’, estos profesores, tales como Otto Bauer, insistieron en la necesidad de considerar a la nacionalidad como un elemento fundamental de la modernización. De hecho, ellos creían que producto de la confrontación entre la nacionalidad (definida como comunidad idiosincrática) y el desarrollo capitalista (definido como sociedad) emergería una dialéctica que en su despliegue favorecería, eventualmente, al proletariado. Este programa ignoraba el hecho de que el Estado-nación no era divisible sino en cambio orgánico, no era trascendental sino trascendente, y aún en su trascendencia estaba construido para oponerse a cualquier tendencia de parte del proletariado de reapropiación del espacio y de la riqueza social […] los autores celebraban la nación sin querer pagar el precio de dicha celebración. O mejor aún, la celebraban, mistificando, a su vez, su poder destructivo. Dada esta perspectiva, el apoyo para los proyectos imperialistas y para la guerra inter-imperialista fueron posiciones lógicas e inevitables para este reformismo socialdemócrata” (Empire 111-112). La identificación de la posición de Bauer con lo que se llamaba el “social-imperialismo” es, creo, históricamente incorrecta. Hardt y Negri parecen estar confundiendo a Bauer con Kautsky, cuya teoría de la nación como comunidad de lenguaje fue precisamente la heredada por Lenin y los bolcheviques y a la vez por los partidos social-democrátas de las respectivas naciones en conflicto en la Primer Guerra Mundial. Ver, por ejemplo, E. Nimni, Marxism and Nationalism: Theoretical Origins of a Political Crisis (London: Pluto Press, 1994).
126
Esto es un logro importante, porque en varios sentidos la disputa entre el
capitalismo y el socialismo que caracterizó a la Guerra Fría fue esencialmente en torno a
cuál de los dos sistemas podría realizar de mejor forma la posibilidad, latente en el
mismo capitalismo, de una modernidad política, científica, cultural, económica. La
premisa básica del marxismo como una ideología de la modernización era que la
sociedad burguesa no podía realizar su propia promesa de emancipación y de bienestar
material, dadas las contradicciones inherentes al modo de producción capitalista, sobre
todo las contradicciones entre el carácter social de las fuerzas productivas y el carácter
privado de la propiedad y de la acumulación de capital. Liberando las fuerzas
productivas desde los grilletes de las relaciones capitalistas de producción –según el
conocido argumento- el Estado socialista o los regímenes semi-socialistas inspirados por
el modelo soviético, superarían pronto estas limitaciones, inaugurando con ello una era
de crecimiento económico sin precedentes, la cual a su vez sería la condición material
para el socialismo y para la eventual transición al comunismo. La respuesta –finalmente
triunfadora- del capitalismo fue que las fuerzas del libre mercado serían más dinámicas
y eficientes, en el largo plazo, en producir crecimiento económico y modernidad.
Lo que no estaba en cuestión en ninguno de estos argumentos, sin embargo, era
el carácter deseable de la modernidad como tal. El concepto de racionalidad
comunicativa de Habermas expresa el prospecto de una sociedad que es, o que podría
llegar a ser, autotransparente. Pero, como se dio cuenta Bauer casi un siglo antes, lo que
se opone a la transparencia o a la universalización de la racionalidad comunicativa no es
sólo el conflicto entre tradición y modernidad –es decir, el carácter “inconcluso” del
proyecto de la modernidad, para recordar la famosa frase de Habermas-, sino también
la intensificación de las formas de heterogeneidad y diferencia social producidas, en
parte, por el mismo proceso de la modernidad capitalista. El problema para Bauer era
cómo imaginar el proyecto de la izquierda distanciado del telos de la modernidad,
particularmente encarnado en la “historia” del Estado-nación.
127
La ecuación entre el Estado nacional y lo moderno descansa en el hecho de que
el problema del Estado, su “razón de ser”, es la incorporación de la población a su
propia modernidad; sobre todo porque la población –o sectores de ella- “se retrasa” de
dicha modernidad (la que se auto-representa como razón instrumental o burocrática).
Lo que expresa el concepto de ingobernabilidad es, precisamente, la
inconmensurabilidad entre la “heterogeneidad radical” del subalterno (el concepto es
de Dipesh Chakrabarty) y la razón de Estado. La ingobernabilidad –la condición de
resistencia o persistencia expresada - es el espacio del resentimiento recalcitrante, de la
desobediencia, la marginalidad y la insurgencia. Pero la ingobernabilidad también
designa la falla de la política formal y de la nación- es decir, de la hegemonía. En este
sentido, el sujeto subalterno tiene una relación diferencial con la nación: ocupa un
espacio alternativo donde la nación aún no ha llegado a ser. Esa voz “interrumpe” la
narrativa “moderna” de la transición desde el feudalismo hasta el capitalismo, de
formación y consolidación del Estado nacional, y el pasaje teleológico a través de
diferentes “etapas” del capitalismo (capitalismo mercantil, competitivo, monopólico,
imperialista y ahora global).
El privilegio en la teoría social posmodernista del concepto de sociedad civil está
fundado en la desilusión con la capacidad del Estado para organizar a la sociedad y para
producir modernidad en su versión capitalista o socialista. Esto es así porque la idea de
sociedad civil en su sentido habitual (la burgerlich Gesellschaft de Hegel) está también
ligada, como la noción de Estado nacional, a una narrativa del “desarrollo” o
“despliegue” (Entwicklung), la cual por virtud de sus propios requerimientos (educación
formal, técnica y científica, unidad familiar nuclear, partidos políticos, mercado,
propiedad privada) limita o excluye a sectores importantes de la población de acceder a
la ciudadanía plena. Dicha exclusión o limitación es la que constituye al subalterno.
Se sigue de esto que lo que Chakrabarty llama la “política de la desesperación”
del subalterno puede estar orientada por una resistencia o un escepticismo no sólo
respecto del Estado nacional oficial sino también de lo que constituye la sociedad civil.
La ecuación entre sociedad civil, cultura y hegemonía en Gramsci y otros pensadores de
128
la modernidad está planteada contra el problema de la negatividad subalterna y está
frecuentemente dirigida contra aquello que es concebido y valorado como “cultura” por
los grupos dominantes. El concepto de hegemonía de Gramsci corresponde a un
momento de la modernidad en el cual la ciudadanía y la autoridad cultural no podían ser
separadas de la educación formal y la alfabetización, ya que los valores y la información
necesaria para ejercer dicha ciudadanía estaban disponibles mayoritariamente a través
de los medios impresos (por lo mismo Gramsci vio, por ejemplo, la producción de
novelas populares, tal cual existían en Inglaterra o Francia en el siglo XIX, como una
condición necesaria para la emergencia de la cultura nacional popular italiana). Con el
advenimiento de la cultura audiovisual de masas, sin embargo, las masas hacen la
transición desde la oralidad primaria característica de la cultura rural o campesina pre-
capitalista a lo que el crítico brasileño Antonio Cándido llamó, pesimistamente, el
“folclore urbano” de los medios, desviándose, por así decirlo de la cultura impresa y sus
placeres y requisitos específicos.
Los estudios culturales están fundados en la asunción de que las sociedades
contemporáneas confrontan el problema de que las narrativas –incluyendo el canon de
las literaturas nacionales- que legitiman y organizan el Estado nacional ya no coinciden
con las múltiples lógicas de la sociedad civil. De hecho, es la crisis o sentido de
incongruencia del Estado nacional provocada por la globalización y la cultura audio-
visual transnacionalizada lo que permite que la categoría de sociedad civil aparezca en
su plenitud: esto es, como lo que Néstor García Canclini ha llamado “comunidades
interpretativas de consumidores”, parcialmente divorciadas del referente nacional
(puesto que la circulación de bienes culturales ha devenido supra- y sub-nacional al
mismo tiempo).
Esta línea de pensamiento puede ser concebida, a primera vista, como una
variación del argumento de Gramsci sobre la posible no-coincidencia entre el “pueblo” y
la nación (esa no coincidencia, para repetirlo, es lo que el concepto de subalterno
designa). Pero la crisis del Estado nacional es también la crisis de la solución que
Gramsci le dio a este problema: esto es, la idea de una hegemonía nacional-popular. La
129
misma hegemonía es vista por los estudios culturales como fundada en una distinción
anticuada que relaciona la subalternidad a formas culturales premodernas y la
hegemonía a formas modernas. En las sociedades contemporáneas, la dicotomía
tradición/modernidad se disolvería y así junto con ella también se disolvería la
dicotomía subalternidad/hegemonía61.
Hardt y Negri toman de los estudios culturales la idea de que la categoría que
expresa la dinámica de la cultura popular es la hibridez más que la subalternidad. Si la
hibridización es co-extensiva con la sociedad civil, sin embargo, el binarismo que no es
deconstruido por los estudios culturales es aquel que le da una condición normativa ( y
no sólo descriptiva) al valor de la hibridez: esto es, la misma dicotomía entre
Estado/sociedad civil, donde la sociedad civil es vista como un lugar donde aparece la
hibridez contra la narrativa supuestamente monológica y homogeneizante del Estado
nacional. Así, al buscar desplazar “democráticamente” la autoridad hermenéutica desde
la alta cultura burguesa hacia la recepción popular y sus diversos “cruces”, los estudios
culturales terminan de alguna forma legitimando el mercado y la globalización. La
misma lógica cultural que representan apunta en la dirección de asumir que la
hegemonía no es más una posibilidad, porque ya no existen bases culturales comunes
para formar el sujeto colectivo nacional-popular necesario para ejercer dicha
hegemonía. Sólo hay identidades desterritorializadas o en proceso de
desterritorialización.
Fredric Jameson explica el realismo mágico como la coexistencia cultural, en una
formación social dada, de temporalidades y sistema de valores que corresponden a
distintos modos de producción y que se superponen unos a otros en una suerte de
61 “La bibliografía sobre cultura tiende a asumir que hay un interés intrínseco de parte de los sectores hegemónicos para promover la modernidad y un destino fatal por parte de los sectores populares para mantenerse enraizados en la tradición. Desde esta oposición, los modernizadores obtienen el argumento moral de que sus intereses en los avances y promesas de la historia justifican su posición hegemónica: mientras tanto la condición retrógrada de las clases populares las condenaría a la subalternidad…[pero] el tradicionalismo es hoy una tendencia en varios sectores hegemónicos y puede ser combinado con lo moderno, casi sin conflicto, cuando la exaltación de las tradiciones está limitada a la cultura, mientras que la modernización se especializa en lo social y en lo económico. Ahora se debe preguntar en qué sentido y para qué fines los sectores populares se adhieren a la modernidad, la buscan y la combinan con sus tradiciones”. Néstor García Canclini, Hybrid Cultures (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1995), 145-146.
130
palimpsesto62. Pero la generalización del tiempo del capital que produce la globalización
tiende en cambio hacia una temporalidad singular e imponente –ésa de la circulación de
mercancía y del “fin de la historia”- en la cual las otras historicidades siguen existiendo
simplemente como elementos de un pastiche. Para Jameson, el pastiche historicista
posmoderno (o mode retro) sólo es posible porque la historia ha perdido su poder para
representar al sujeto y a lo nacional-popular.
Si en la idea norteamericana del melting pot, o latinoamericana del mestizaje,
era explícita una narrativa teleológica de adaptación del “pueblo” al Estado (y
viceversa), algo similar, pero ahora en términos de una teleología post-nacional, opera
implícitamente en el concepto de hibridez e hibridización de los estudios culturales, ya
que estos designan un proceso dialéctico-visto como inevitable y providencial- de
“superación” de las antinomias enraizadas en la cultura y el pasado histórico inmediato,
incluyendo el “pasado” del mismo high modernism. A pesar de sus gestos hacia el
postmodernismo, entonces, los estudios culturales simplemente transfieren la dinámica
de la modernización desde la esfera de la alta cultura modernista y de los aparatos
ideológicos de Estado a la cultura de masas, la que ahora es vista como más capacitada
para producir “ciudadanía cultural”. En este sentido, los estudios culturales no rompen
con los valores de la modernidad y en sí mismos no apuntan más allá de los límites de la
hegemonía neoliberal. La epistemología positivista reivindicada por los defensores de
las disciplinas académicas convencionales, fundada en la autoridad de una visión
bastante reduccionista del método científico y un modelo de agencia individualista
(rational choice), y el discurso de la sociedad civil y de la hibridez articulado por los
estudios culturales en respuesta a los nuevos “flujos” de la globalización económica y
cultural son dos lados de la misma moneda: formas de racionalidad de una modernidad
capitalista en la cual los sistemas de valores y las identidades “tradicionales” son
62 Esta lectura aparece primero en The Political Unconscious. Narrative as a Socially Symbolic Act (London: Routledge, 1983). Para un tratamiento posterior ver, por ejemplo, el ensayo de Jameson sobre el director de cine soviético Andrei Tarkovski, “On Soviet Magic Realism” en: The Geopolitical Aesthetic: Cinema and Space in the World System (Bloomington: Indiana University Press, 1992).
131
concebidas como anacronismos que debieran desaparecer o ser incorporados
(Aufhebung) en una nueva “mezcla” o síntesis.
Un multiculturalismo radical
Retornamos entonces a la idea de Chakrabarty de la “heterogeneidad radical”
del subalterno. ¿Es la exterioridad del subalterno simplemente una función de su
anacronismo, o representa una alteridad contradictoria dentro de la modernidad:
diferentes lógicas de lo social y diferentes modos de experimentar y conceptualizar la
historia y los valores dentro del tiempo del capital y de la territorialidad del Estado
nacional? No hay duda de que en un periodo de Restauración conservadora, las
demandas multiculturales por “reconocimiento” pueden llevar a nuevas formas de
territorialidad tipo apartheid toleradas y, en cierto sentido, incluso fomentadas tanto
por los Estados locales como por el sistema internacional. Esta era la intención del
Estado racista en Sudáfrica al crear Estados tribales legalmente autónomos y
“autodeterminados” (los Bantustanes) para evitar mediante esto que la mayoría de la
población negra o de color pudiera constituirse en un bloque o mayoría política. Lo que
es radical en las demandas multiculturales, y crucial en la formación de lo que Hardt y
Negri llaman “poder constituyente”, por lo tanto no es el deseo de “reconocimiento”
por el Estado o de tener un “espacio propio” dentro de la nación, sino en cambio, la
manera en que estas demandas apuntan hacia una redefinición de la identidad nacional
y del orden internacional: es decir, ellas son radicales en la medida en que buscan
universalizar su singularidad (debo esta idea a Armando Muyolema).
En la sucinta definición de Frantz Fanon, el Estado nacional es un “artificio
burgués” ( a bourgeois contrivance) y sería bueno no olvidar esto. Pero sería una forma
de esencialismo argumentar que la idea de nación como tal está limitada a la forma que
la clase dominante le asigna, y sería erróneo fundar una alternativa política a la
globalización en la negación de las “contradicciones en el seno del pueblo” en cada
132
nación y entre ellas. Dicha negación sería el equivalente postmoderno del ya
desacreditado argumento de que en las luchas de liberación nacional las mujeres, los
homosexuales, los trabajadores o los campesinos tienen que suspender sus demandas
específicas a favor de la “unidad” nacional contra un enemigo común. Lo que se puede
pensar aquí, en cambio, es un nuevo tipo de política que interpela al “pueblo” como un
posible nuevo bloque hegemónico no como un sujeto unitario, homogéneamente
“nacional” y moderno, sino en cambio, en la forma en que Bauer hablaba de
“comunidades de voluntad”, internamente fisuradas, heterogéneas y múltiples, dentro
del marco de una nación o de confederación de naciones existentes o posibles. Para
decirlo de otra manera, la unidad y la reciprocidad mutua de los elementos que
constituyen “el pueblo” dependen (como la imagen que la Coalición del Arcoiris quiso
simbolizar) de un reconocimiento de las diferencias socio-culturales y de la
inconmensurabilidad de estas diferencias –es decir de una afirmación de “las
contradicciones en el seno del pueblo”. El socialismo sería la forma social de estas
diferencias e inconmensurabilidades, sin resolverlas en una lógica política o cultural
trascendente o unitaria.
Construir la política de la multitud hoy en día, bajo las condiciones de la
globalización y enfrentados con la crítica neoliberal y la privatización de las funciones
del Estado, podría por lo tanto requerir, en circunstancias bien precisas, de una
relegitimación del Estado nacional. Pero, por supuesto, tal relegitimación también
requeriría, al mismo tiempo, nuevos conceptos de nación, de identidad e intereses
“nacionales”, de ciudadanía y democracia, de lo “nacional popular” y quizás de la
política misma. ¿Podría el multiculturalismo radical implicar el fin de la nación como tal,
o se trata más bien de una complejización de la nación? ¿Es la ansiedad ante la
heterogeneidad multicultural similar a la ansiedad expresada en el “pánico
homofóbico”: es decir, una ansiedad sobre algo que ya / desde siempre es el caso?
Postdata
133
Septiembre 11
Los ataques terroristas del 2001 sobre el World Trade Center y el Pentágono
parecen legitimar la idea de Samuel Huntington de una “guerra de civilizaciones” (de
Occidente contra el resto) y obligarnos—hablo como ciudadano norteamericano aquí--
finalmente a abandonar el tercermundismo sentimental y alinearnos con nuestra propia
posición en dicha guerra, como lo habría hecho Tony Blair. Uno de mis estudiantes, un
ex-sandinista, comentó en el momento de los ataques: “esto significa el fin del
horizonte utópico del multiculturalismo”. Pero el 11 de septiembre también podría
significar que el pueblo de los Estados Unidos se ha vuelto, o ha devenido una vez más,
un pueblo testimonial. Es decir, hemos tenido que confrontar nuestra situación como un
pueblo que ha experimentado en persona la catástrofe, la masacre injustificada, la
pérdida irremediable, el desplazamiento, el trauma, el duelo incompleto o inadecuado y
la rabia que caracterizan la “situación de urgencia” (para usar una expresión de René
Jara) de la cual emerge el testimonio. No es casual en este sentido que las formas
testimoniales familiares de la lucha contra la represión política y la violencia estatal en
América Latina -por ejemplo las fotos tamaño póster de los desaparecidos- fueran una
de las formas principales con las cuales se conmemoró el aniversario del ataque.
Los ataques terroristas estaban dirigidos contra un Estados Unidos homogénea,
imperial-corporativa, simbolizada por el Pentágono y las torres del World Trade Center,
pero inmediatamente después del ataque se hizo evidente que las víctimas provenían
de un Estados Unidos multicultural, trabajador, que incluía imigrantes recientes,
documentados e indocumentados. En la lectura simbólica de los nombres de los
muertos en el aniversario de los ataques -una forma común de conmemoración
testimonial- un número significativo eran hispanos. Muchos de ellos, lo sabemos, vienen
de países como El Salvador o Guatemala, huyendo de la violencia contrarrevolucionaria
descrita en narrativas como la de Rigoberta Menchú, y trabajando por un salario mínimo
en los intersticios de las nuevas ciudades globales.
Pero este reconocimiento plantea un problema difícil: ¿podemos acoger en
nombre del multiculturalismo y la subalternidad, al mismo tiempo, las víctimas de los
134
ataques terroristas y a los mismos terroristas? ¿Son organizaciones tales como Al Qaeda
y el movimiento islámico fundamentalista desde el cual surgió, formas de lo que Hardt y
Negri llaman la multitud? No es un secreto que las raíces del fundamentalismo islámico
se hallan en las condiciones de pobreza, desigualdad, frustración, falta de democracia y
desesperanza de las masas en el actual mundo islámico, y que ésta situación a su vez se
debe a la derrota o perversión por Estados Unidos y sus aliados de proyectos socialistas
o nacionalistas de modernización secular durante la Guerra Fría. Pero tampoco es un
secreto que Bin Laden y su organización, así como la directa creación de la colaboración
entre la monarquía Saudita, la dictadura militar en Pakistán, el clero feudal y los
terratenientes en Afganistán y otros paises, la realpolitik israelí y la CIA, fueron también
uno de los instrumentos que precipitaron la derrota del socialismo o del nacionalismo
secular. Tanto el Taliban como Al Qaeda se han mostrado explícitamente opuestos a
cualquier cosa parecida a una sociedad democrática multicultural o igualitaria. En ese
sentido, ellos están más cerca de las emergentes ideologías capitalistas autoritarias,
como el neo-confucianismo de la nueva elite empresarial china y de los Tigres Asiáticos
(la familia Bin Laden es de hecho uno de los más poderosos grupos económicos del
medio oriente). La “guerra de civilizaciones” de Huntington es, desde el punto de vista
de los oprimidos y de los subalternos, un conflicto entre dos formas diferentes de
hegemonía reaccionaria, ambas fundadas en la perpetuación de sociedades jerárquicas
divididas por clases y por género, y en el uso concomitante de la violencia militar y
policiaca contra la población civil.
Sin embargo, hay algo en la relación entre el terrorismo fundamentalista y la
opresión y pobreza en el mundo islámico que no es fácilmente desplazable. Soy
consciente en particular de que la invocación del subalterno y de las “contradicciones en
el seno del pueblo” no le hace justicia al problema de la violencia intra-subalterna:
jóvenes árabes militantes asesinan inmigrantes indocumentados guatemaltecos,
algunos de los cuales podría haber sido militantes o simpatizantes de los movimientos
revolucionarios en sus países en los años 80. Los ejemplos podrían multiplicarse
fácilmente: el conflicto genocida entre Tutsis y Hutus en Ruanda; la violenta guerra civil
135
entre fundamentalistas islámicos y nacionalistas seculares en Argelia que se ha venido
desarrollando por más de un cuarto de siglo; la lucha entre comunidades obreras
católicas y protestantes en Irlanda del Norte; el resentimiento creciente entre afro-
americanos y latinos en América; la tensión entre mestizos e indígenas en muchos
países latinoamericanos; la profunda persistencia de formas de racismo y sexismo en
muchos grupos subalternos (quizás en todos).
No es suficiente decir que estos problemas son parte de la herencia del
colonialismo –de la estrategia británica de “dividir y gobernar”, por ejemplo- o que
implican una interacción entre formas coloniales y modernas de biopoder, lo que Aníbal
Quijano llama “la colonialidad del poder” (la persistencia de formas de discriminación
colonial mucho tiempo después de la terminación formal del dominio colonial como
tal). El problema está también relacionado a las políticas de identidad, las cuales por su
misma naturaleza corren el riesgo de “etnicizar” la política, fundando sus demandas en
una herida histórica real o imaginaria pero siempre irredenta, en un sufrimiento o
deprivación atribuida a una otredad étnica o racial, configurada o reconstituida como un
enemigo. Wendy Brown deconstruye el impase característico de las políticas de
identidad de la siguiente manera:
En su emergencia como una protesta contra la marginalización o la
subordinación, las identidades politizadas […] quedan anexadas a su propia
exclusión tanto porque existen gracias a esta exclusión como identidad y
porque esta identidad, como sitio de la exclusión, como exclusión, aumenta o
‘altera la dirección del sufrimiento’ implicado en la subordinación o
marginalización al encontrar un lugar donde dirigir sus protestas. Pero al hacer
esto, ellas inseminan dolor sobre su historia irredenta en la misma fundación de
su reivindicación política, en su demanda por ser reconocidas como identidad. Al
localizar una causa donde dirigir las protestas por su impotencia sobre su
pasado -un pasado herido, un pasado roto- y al encontrar una ‘razón’ para el
‘intolerable dolor’ de la impotencia social del presente, convierten su
136
razonamiento en una política etnicizante, una política de la recriminación que
busca vengar el daño aun cuando lo reafirma, lo codifica discursivamente. Las
identidades politizadas entonces se enuncian a sí mismas, hacen sus
reivindicaciones, sólo a través de un reforzamiento, restablecimiento,
dramatización e inscripción de su dolor en el ámbito político; ellas no pueden
contener ningún futuro -para sí mismas o para los otros- que triunfe sobre dicho
dolor. La pérdida de dirección histórica, y con ella la pérdida de futuridad
característica de la modernidad tardía, es así refigurada homológicamente en la
estructura deseante de la expresión política dominante de esta época: las
políticas de identidad63.
El argumento de Brown recuerda el la conocida crítica hecha por Nietzsche del
resentimiento como principio animador de la “conciencia esclava”. Presupone que las
políticas de identidad no pueden aspirar a ser hegemónicas sin perder su razón de ser;
que la negatividad subalterna sólo puede afirmar impotencia, resentimiento y
sufrimiento. Sin embargo, una cosa es las políticas de identidad sin la posibilidad
transformadora de la hegemonía -es decir, dentro de las “reglas del juego” de las clases
dominantes y de su institucionalidad política y legal (Brown nota en este sentido que las
políticas de identidad paradójicamente “reinstalan el ideal humanista [de la comunidad
universal / inclusiva] en la medida en que como política se fundan en una exclusión
originaria de dicha comunidad” [65]). Pero otra cosa es una política de identidad
articulada con la posibilidad efectiva de acceder a la hegemonía, dado que por
definición, la obtención de la hegemonía necesariamente transformaría las identidades
que entran en juego en su proceso de articulación.
Sin embargo, si el subalterno debe convertirse en aquello que ya es hegemónico
(es decir, superar su carácter subalterno) para poder alcanzar la hegemonía, entonces
¿qué se habría logrado? Obviamente, algo de lo que Brown llama su “dolor”, su
“identidad” inicial como marginal, explotado, “excluido” tendría que estar presente en
63 Wendy Brown, State of Injury: Power and Freedom in Late Modernity (Princeton: Princeton University Press, 1995), 73-74.
137
una nueva combinatoria o articulación hegemónica. No puede ingresar al campo de la
política simplemente renunciando o auto-deconstruyendo sus reivindicaciones
identitarias sin afirmar a la vez un universalismo ficticio o “humanismo” –el
universalismo ficticio de la crítica académica. Brown cita a Mouffe y Laclau para ilustrar
el hecho que “las formas originarias de pensamiento democrático estaban vinculadas a
una concepción positiva y unificada de naturaleza humana” mientras que las políticas de
identidad nos confrontan con “la emergencia de una pluralidad de sujetos, cuya forma
de constitución y diversidad sólo puede ser pensada si abandonamos la categoría del
“sujeto” como esencia unificada y unificante”64. Pero, ¿no es el mismo “pensamiento
democrático” una forma “identitaria” específica, de pensamiento (aquel de la
burguesía europea en su lucha contra el poder feudal)? En este sentido, ¿no es toda
política una política de identidad?
En una conferencia en la Universidad de Columbia en Nueva York, organizada
por Gayatri Spivak en 2000, que reunió a miembros de los grupos subalternistas del sur
de Asia y de América Latina, el científico social africano Mahmood Mamdani preguntó si,
para evitar casos de limpieza étnica genocida como la de Ruanda, no era preferible la
incorporación-superación (Aufhebung) de las identidades étnicas a su afirmación como
sitio de pérdida y recriminación. De manera similar, el crítico literario Aamir Mufti,
desarrollando una posición sustentada por su maestro Edward Said, ha vuelto a hablar
de un “secularismo crítico” como alternativa al fundamentalismo radical y el
nacionalismo étnico como principio articulatorio de lo político-cultural en el mundo
islámico65.
64 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy. Toward a Radical Democratic Politics (London: Verso, 1985), 180-181. 65 Mahmood Mamdani, palabras en la conferencia, “Subaltern Studies at Large” (Columbia University, 2000). Aamir Mufti, Enlightenment in the Colony. The Jewish Question and the Crisis of Postcolonial Culture (Princeton: Princeton University Press, 2007). En particular, Mufti está tratando de encontrar articulaciones de identidad cultural que trasciendan la división nacional entre Pakistán y la India, y entre hindúes y musulmanes. Entre otras cosas, Mufti recuerda la antigua propuesta de la izquierda internacional a favor de un Estado secular bi-nacional en Israel-Palestina, propuesta que fue abandonada en los 70 a favor de la llamada solución de los “dos estados”. El problema es que cualquiera sea la forma de autonomía concedida a un Estado palestino (y resulta difícil imaginar dicha entidad como otra cosa que un artificio débil neocolonial, de alguna forma parecido a la situación de Puerto Rico hoy), todavía habrá una gran cantidad de población palestina-árabe en Israel (hoy en día una quinta parte de la ciudadanía
138
Estas sugerencias nos devuelven a la cuestión de los límites de la modernidad
con la que comenzamos. Lo que Mufti entiende por “secularismo crítico” es mi propia
ideología, en el sentido en que Althusser hablaba de las “ideologías espontáneas” de los
intelectuales (y debo decir que siento una responsabilidad ética, intelectual y política de
defender dicha ideología). Sin embargo, es totalmente posible que para producir
sujeto-ciudadano secularizado que Mufti o Mamdani tienen en mente –es decir, alguien
(como nosotros mismos) que no se dejaría arrastrar hacia conflictos genocidas sobre la
“identidad” étnica- desde una amplia y diversa cantidad de grupos poblacionales, se
necesita una violencia tan nefasta como la violencia neocolonial (de Israel contra los
palestinos, hoy) o la violencia intra-subalterna. A pesar de su apelación al sentido
común y a la decencia, y a la posibilidad de afrontar estrategias de largo plazo como
alternativas a la carnicería que es el mundo hoy en día, tales posiciones corren el riesgo,
en el corto plazo, de ser instrumentalizadas –generalmente en la forma de una defensa
de derechos humanos universales--para legitimar la violencia de los Estados centrales
del orden global, especialmente Estados Unidos. Se podría argumentar, además, que
muchos casos de violencia intra-subalterna, como las masacres en Ruanda, tienen sus
raíces precisamente en los esfuerzos previos—en el caso de Ruanda, la política colonial
británica-- por controlar y manipular poblaciones en nombre de la secularización y la
modernización. La política soviética en Afganistán fue una política “ilustrada” en cierto
sentido (por ejemplo, al buscar la implementación de la reforma agraria y de los
derechos de la mujer). Su falla, la que presagió el colapso de la misma Unión Soviética y
dio paso al surgimiento de Al Qaeda y del Taliban, es un ejemplo preciso de la falla no
tanto de los valores centrales de la modernidad secular en si –igualdad, democracia,
socialismo- sino de una cierta forma de implementación coercitiva de dichos valores por
israelí es de origen árabe; dadas las tendencias demográficas, antés del fin de este siglo quizás ésta llegará a un tercio). Esta en debate si la situación de esta población puede ser caracterizada como una de apartheid, pero no hay dudas de que población árabe en Israel tiene y tendrá, necesariamente, la condición de ciudadanía de segunda clase en un Estado que se define así mismo como Estado judío. El sionismo, tanto como el nacionalismo fundamentalista de Hamas, se basan sobre una noción “unitaria” de identidad nacional. Volvemos así a la problemática articulada por Otto Bauer: ¿no sería mejor para Israel reconocerse como lo que de hecho ya es, un Estado multicultural, multirreligioso, y por sobre todo, multinacional?
139
parte del Estado sobre poblaciones esencialmente campesinas que, en nombre de la
“tradición” o de sus creencias religiosas, eran frecuentemente reacias a (o podían ser
movilizados contra) dichos valores.
¿Significa esto que la reacción siempre gana, aun entre los pobres? Si Afganistán
desoculta los límites del comunismo como forma de modernidad, tanto el Taliban
como el régimen instalado por la ocupación militar anglo-europea en Afganistán son
también, y de manera clara, “Estados fallidos”. Ninguno de estos regímenes representa
una sociedad democrática, igualitaria y multicultural. Ninguno es un “pueblo-Estado”,
en el sentido que Gramsci le dio al término, aun cuando todos hablan el lenguaje de la
modernidad (o, en el caso del Taliban y el fundamentalismo, de la contra-modernidad).
La cuestión central entonces no es la modernidad o la “diferencia” como tal, sino pensar
juntas la igualdad y la diversidad.
Necesitamos complementar la propuesta de un secularismo democrático, post-
identitario entonces, con la siguiente pregunta: la superación-incorporación
(Aufhebung) de las identidades, ¿desde dónde, y por parte de quién? ¿Desde la lógica
de un capitalismo en expansión permanente? ¿O desde la posibilidad de “otro mundo”?
El problema del multiculturalismo radical puede ser visto en este sentido relacionado
con el problema de la democracia: ¿cómo producir una voluntad general desde una
multiplicidad de voluntades individuales y grupales diversas? Las políticas de identidad
afirman no sólo una experiencia singular de la verdad frente a los grandes designios del
poder, sino que afirman la verdad misma como singularidad. Se trataría de encontrar
una comunalidad en la singularidad, y de articular dicha comunalidad políticamente
como base para un nuevo bloque histórico capaz de desplazar la hegemonía
reaccionaria. Precisamente porque para alcanzar una igualad multicultural, una
democracia real, un bienestar económico, un balance ecológico, un intercambio cultural
balanceado, será necesario desmantelar las hegemonías a nivel tanto de los Estados
nacionales –sobre todo de los Estados Unidos- como a nivel del sistema global. Y esto,
por supuesto, es algo que resulta más fácil decir que hacer. En relación a este prospecto,
sin embargo, la crítica de las políticas de la identidad evidente en Imperio de Hardt y
140
Negri puede ser más bien parte del problema que de la solución. Es parte del problema
no sólo porque desactiva la agencia, sino también porque impide una visión clara sobre
el tipo de sociedad por la cual estamos luchando.
VI. - Deconstrucción y latinoamericanismo
(A propósito de The Exhaustion of Difference de Alberto Moreiras)
_________________________________________________________
The Exhaustion of Difference de Alberto Moreiras es uno de los más influyentes
libros en el campo de los estudios literarios y culturales latinoamericanos en el periodo
abierto por el reciente giro hacia la izquierda en la región66. En este libro, Moreiras
intenta utilizar las herramientas de la deconstrucción para poner en crisis y radicalizar el
espacio ideológico y conceptual de los estudios culturales latinoamericanos. Su objeto
no es la cultura popular o de masas como tal (como es el caso en la obra de Néstor
García Canclini, por ejemplo) sino la “política del saber” –para usar una de sus propias
frases- implicada en la representación de la cultura latinoamericana. Moreiras llama a
esta representación “pensamiento latinoamericanista” o “latinoamericanismo”,
comprendiendo por tal “la suma total del discurso académico sobre América Latina, ya
66 Alberto Moreiras, The Exhaustion of Difference. The Politics of Latin American Cultural Studies (Durham y London: Duke University Press, 2001). Moreiras ha revisado y desarrollado su argumento en un libro posterior , escrito después de los eventos relacionados con el 11 de septiembre del 2001 y del desmantelamiento del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, al cual tanto él como yo estábamos asociados. Dicho libro se titula Línea de sombra. El no sujeto de lo político (Santiago: Palinodia, 2006). Línea de sombra se mueve mucho más allá de la crítica del latinoamericanismo desarrollada en Exhaustion, para cuestionar el carácter “onto-teológico” de la filosofía política y de la política como tal, incluyendo el proyecto de los estudios subalternos. Ver sobre esto, los comentarios de Alejandra Castillo, Federico Galende y Sergio Villalobos-Ruminott, y la consiguiente respuesta de Moreiras (“Pantanillos ponzoñosos”) en la Revista de Crítica Cultural 34 (2006), 78-87.
141
sea producido en América Latina, en Estados Unidos o en cualquier otra parte” , o él “la
suma total de representaciones comprometidas con América Latina en cuanto objeto de
conocimiento”.67
Moreiras llama al tipo de pensamiento que él cree representar en su libro –esto
es, un discurso latinoamericanista que trata sobre el latinoamericanismo como tal-
“latinoamericanismo de segundo orden”. ¿Por qué es necesario este gesto
clasificatorio? Porque, siente Moreiras, el latinoamericanismo de “primer orden”,
particularmente en su apelación fundacional al nacionalismo cultural y a sus
correspondiente estéticas o poéticas (de mestizaje cultural, realismo mágico, “alegoría
nacional”, transculturación, hibridez, voz testimonial, etc.), está construido sobre una
“desfasada” concepción de identidad y diferencia (el adjetivo es suyo). Para que el
latinoamericanismo recupere su potencial radical, necesita ir más allá de dichos
conceptos y de su propia auto-satisfactoria complacencia. “He intentado a través de
este libro”, escribe Moreiras, “moverme hacia los momentos aporéticos del saber
latinoamericano y realizar al latinoamericanismo empujándolo contra sus propios
límites” (229).
Moreiras sitúa su proyecto en la doble coyuntura formada por la crisis del
nacionalismo latinoamericano (y algunos de los paradigmas teóricos asociados con éste,
tales como la teoría de la dependencia y la transculturación), y los efectos de la
globalización de la hegemonía neoliberal en la región, que ha conllevado, por supuesto,
un debilitamiento relativo de la soberanía del Estado nacional. Estos temas ya habían
sido anunciados en un libro anterior, Tercer espacio: duelo y literatura en América Latina
(1999). Tercer espacio realizó una serie de re-lecturas de algunas de las figuras
canónicas de la narrativa latinoamericana moderna y postmoderna (Borges, Cortázar,
Lezama Lima, Elizondo y Sarduy) en los términos de esta doble coyuntura. Su gesto
67 El antecedente obvio de la idea de latinoamericanismo es el concepto de orientalismo acuñado por Edward Said. Esto es especialmente relevante si el latinoamericanismo es concebido como un discurso que emerge desde la academia europea y norteamericana. Ver, por ejemplo, Román de la Campa, Latinoamericanism (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1999). Pero Moreiras está más preocupado, como veremos, con las representaciones latinoamericanas “nacionalistas” hechas desde América Latina, es decir, con una especie de orientalismo que es interno al pensamiento latinoamericano.
142
implicaba algo más que la simple reinstalación del canon de la literatura
latinoamericana moderna en relación a la nueva situación política e histórica de América
Latina en los 80s y 90s; había también en la perspectiva de Moreiras, un intento para
valorar las estrategias estéticas y epistemológicas desarrolladas por estos escritores
como una forma de “regionalismo crítico” (Moreiras toma este concepto de Kenneth
Frampton, a través de Fredric Jameson), capaz de crear un “tercer espacio” fuera tanto
de las afirmaciones historicistas / esteticistas tradicionales de la identidad nacional-
popular, por un lado, y de la lógica de la hegemonía neoliberal y la globalización, por el
otro. Tercer espacio, en otras palabras, estaba preocupado con la localización del punto
en el cual la “diferencia” estética o narrativa se convertía en resistencia.
Esta perspectiva le otorgaba una importancia estratégica a la producción cultural
latinoamericana en general, y a ciertos escritores y textos de la literatura
latinoamericana moderna en particular, un gesto que Moreiras repite en The
Exhaustion of Difference. Su problemática –y la elección de los estudios culturales como
su preocupación central- está provocada por su propia vinculación con dos grandes
debates que han dominado los estudios latinoamericanos desde el fin de la Guerra Fría.
El primero tiene que ver con el cambio en las relaciones de poder entre las
humanidades y las ciencias sociales al interior de los estudios de área en general. La
emergencia de los estudios culturales implica no sólo un desplazamiento adicional de
los estudios literarios latinoamericanos, tradicionalmente considerados como un campo
secundario o suplementario en los estudios de área, sino también, de manera
paradójica, una intrusión de la teoría literaria y cultural en las mismas ciencias sociales.
Se hablaba, como si fuese una especie de enfermedad, de “tomar el giro lingüístico” En
respuesta, hubo una reacción de parte de las ciencias sociales –particularmente en
historia y en antropología, las disciplinas situadas con mayor ambigüedad entre las
humanidades y las ciencias sociales–a favor de una reterritorialización de sus fronteras
disciplinarias. El segundo debate ocurre en la teoría cultural y literaria latinoamericana y
se refiere a su “política de la localización”, que opone lo que Moreiras llama
“latinoamericanistas no latinoamericanos” que escriben principalmente en inglés desde
143
la academia norteamericana, contra los “latinoamericanistas latinoamericanos” que
escriben principalmente en español o portugués “desde” América Latina, y que ven la
hegemonía de las nuevas formas de teoría crítica (estudios subalternos, postcoloniales,
culturales, etc.) como una forma de colonialismo intelectual y rechazan sus
reivindicaciones a representar adecuadamente las especificidades históricas y culturales
de América Latina. Ambos debates, a su vez, emergieron en el contexto de la crisis
generalizada y la transformación de las universidades y de las disciplinas académicas,
tanto en los Estados Unidos como en América Latina, como una consecuencia de la
globalización y las políticas neoliberales de privatización, una crisis cuyo mejor
diagnóstico esta en el libro de Bill Readings, The University in Ruins68.
Moreiras registra de manera precisa el hecho de que el mismo concepto de
latinoamericanismo es aporético o indecidible. ¿Se refiere el latinoamericanismo a la
representación del saber sobre América Latina proveniente de las universidades
metropolitanas (principalmente norteamericanas), think tanks, ONGs, y organizaciones
de estudios de area tales como la Latin American Studies Association [LASA] (es decir,
“un latinoamericanismo no-latinoamericano”); o a un latinoamericanismo proveniente
de una tradición de pensamiento cultural o culturalista sobre la identidad (o, mejor
dichom las identidades heterogeneas) latinoamericana producidos en la misma región,
ejemplificada por figuras tales como Fernando Ortiz, Octavio Paz, Antonio Cándido,
Ángel Rama, Roberto Fernández Retamar, Beatriz Sarlo, o Antonio Cornejo Polar,
quienes se habrían concebido a sí mismos en una posición tensa respecto a la autoridad
de la teoría y de los centros metropolitanos (“un latinoamericanismo
latinoamericano”)?; o ¿se refiere a un latinoamericanismo emergente de los saberes y
las prácticas culturales subalternas en la región, un latinoamericanismo que está en
tensión con estas dos alternativas a la vez: es decir, con los latinoamericanistas no
68 The Exhaustion of Difference es parte de un grupo de otros libros latinoamericanistas aparecidos, más o menos, al mismo tiempo y que comparten sus preocupaciones, incluyendo –aunque esta es una lista muy parcial- Román de la Campa, Latinoamericanism; Walter Mignolo, Local Histories / Global Designs; Gareth Williams, The Other Side of the Popular; mi propio libro Subalternity and Representation; Santiago Castro Gómez y Eduardo Mendieta (editores), Teorías sin disciplina; Ileana Rodríguez (editora), The Latin American Subaltern Studies Reader y Convergencia de tiempos; y Ana del Sarto, Alicia Ríos y Abril Trigo (editores) The Latin American Cultural Studies Reader.
144
latinoamericanos y con los latinoamericanistas latinoamericanos? En este tercer caso,
por supuesto, el mismo término “América Latina” se hace problemático como
significante central de un proyecto político de identidad nacional o regional,
particularmente para aquellos sectores que podrían haber sentido en el pasado que la
cultura latinoamericana “oficial”, criolla existe, precisamente, para subrepresentarlos y
subalternizarlos (o, a veces, para subalternizarlos en el mismo acto de representarlos):
por ejemplo, los pueblos indígenas que constituyen quizás un veinte por ciento de la
población de lo que se llama América Latina, y que no son, estrictamente hablando, ni
“americanos” ni “latinos”; o los campesinos y trabajadores o las poblaciones marginales
urbanas, quienes no siempre perciben sus propios valores y aspiraciones, o su sentido
de la “nación” como necesariamente coincidentes con las formas culturales de las
clases medias y altas que han intentado articular el sentido de la identidad
“latinoamericana”.
El historiador Dipesh Chakrabarty, uno de los miembros del Grupo de Estudios
Subalternos Surasiáticos, intenta una genealogía similar de la interrelación entre el
pensamiento colonial europeo y la India en su libro Provincializing Europe69. Los lectores
de este libro pueden haberse asombrado por la inconmensurabilidad entre la primera y
la segunda parte del mismo: mientras la primera tiene que ver con las formas
(principalmente religiosas) de historicidad de sujetos premodernos (“el tiempo de los
dioses”), las cuales Chakrabarty contrasta con una historia secular, teleológicamente
centrada en el Estado y en el desarrollo de una modernidad capitalista, la segunda parte
está dedicada a algunas formas literarias indias, principalmente seculares y modernas,
y a las instituciones culturales correspondientes–especialmente, en un brillante capítulo
dedicado a una institución bengalí, similar a la tertulia literaria en el mundo hispánico
latinoamericana, llamada adda. Chakrabarty elabora un argumento bastante
convincente sobre como el adda –en su articulación de tiempo, valor y afecto- funciona
como un excedente con respecto a la lógica de las formas de capitalismo nacional e
internacional y representa, por lo tanto, algo así como una cultura de la resistencia
69 Dipesh Chakrabarty. Provincializing Europe. Postcolonial Thought and Historical Difference (Princeton: Princeton University Press, 2000).
145
dentro de la modernidad global. Pero, en India y/o en la misma Bengala, el adda es una
forma cultural secular de clase media o clase media alta, que depende para su identidad
del hecho de estar separada de las formas culturales, y a veces, del mundo lingüístico de
los campesinos, trabajadores, los “pobres”, y en general, con unas cuantas excepciones,
de las mujeres.
En otras palabras, hay una fusión tácita en la presentación de Chakrabarty entre
un “regionalismo crítico” subalterno nacional o regional representada por el adda o por
la poesía bengalí dentro de una orden primero colonial y ahora global, y la
subalternidad dentro de un contexto nacional o regional dado, donde instituciones
como el adda o la “ciudad letrada” latinoamericana no son de hecho “subalternas”, sino
precisamente prácticas culturales de discriminación y dominación con fuertes raíces
coloniales. Esta fusión quizás tenga algo que ver con el cambio de localización de
Chakrabarty y otros subalternistas del de grupo surasiático desde la India a la academia
norteamericana, lo cual ha hecho que la línea de demarcación de la subalternidad no se
exprese tanto dentro de la historia de la India sino entre esa historia y “Europa”70.
Irónicamente, la segunda parte de Provincializing Europe se convierte, por momentos,
en una “defensa de la poesía” que un crítico neoconservador como Harold Bloom en
Estados Unidos habría aprobado felizmente. ¿Ha llegado el tiempo de enlistar a Bloom
como un aliado, en vez de verlo como el bufón de las humanidades? Ahora que la
literatura ha perdido su lugar central en las humanidades y se ha hecho subalterna,
quizás aquéllos de nosotros que proveníamos de la crítica literaria pero que nos fuimos
a los estudios culturales, podamos retornar a ella (admito que no soy completamente
inmune a esta tentación).
Moreiras, sin embargo, no queda preso de la trampa de sentimentalizar la
literatura y la cultura literaria en la forma en que Chakrabarty, un historiador, si lo hace.
Por el contrario, él es proclive a analizar críticamente el equivalente latinoamericano de
la adda, el arielismo: esto es, la asunción de que la literatura y los intelectuales literarios
70 Una idealización similar de la cultura clásica hindú es evidente en los últimos escritos del fundador de los Estudios Subalternos, Ranajit Guha. Ver sus conferencias sobre la filosofía de la historia de Hegel en History at the Limit of World-History (New York: Columbia University Press, 2002).
146
son los poseedores privilegiados de la posibilidad y originalidad cultural de América
Latina. Esto es así porque tal asunción es uno de los pilares del latinoamericanismo
latinoamericana contra los estudios culturales, postcoloniales, subalternos, la
deconstrucción, etc., como nuevas formas de colonialismo cultural (la literatura es por
así decirlo, “lo nuestro” para el latinoamericanismo latinoamericano).
Sin embargo, Moreiras sí estaría de acuerdo con Chakrabarty en que el adda y
algunas formas recientes de arte y literatura latinoamericanas configuran el espacio de
una modernidad alternativa. Si Lenin identificó, en una etapa previa del capitalismo, a
la “cuestión nacional” como la contradicción principal, desplazando la contradicción
entre trabajo y capital en la territorialidad de un Estado nación acotado, se podría
argumentar que la “diferencia regional” –o, para repetir el término que prefiere
Moreiras, el “regionalismo crítico”- ha devenido gracias a la globalización en la
contradicción principal (esencialmente, este es el argumento neoconservador de “la
guerra de civilizaciones” de Samuel Huntington). Pero, al mismo tiempo, Moreiras
arguye que dicha “diferencia” –especialmente como ha sido expresada en las políticas
de identidad nacionalistas o multiculturales- ha sido o puede ser absorbida por la
hegemonía. La alteridad latinoamericana, en las variadas formas en que él la interroga
en The Exhaustion of Difference –el populismo nacional, el realismo mágico, la idelogía
de la transculturación narrativa, la heterotopía borgeana, el testimonio (quizás hoy
Moreiras incluiría el “bolivarismo”) corre el riesgo de ser simplemente incorporada a la
lógica de la globalización, perdiendo en este proceso de asimilación cualquier fuerza
oposicional que dicha alteridad pudiera haber tenido. Quizás más que su “agotamiento”
(exhaustion), es esta amenaza de cooptación de la diferencia--similar a la amenaza
enfrentada por el historiador de volverse cómplice de la dominación, advertida por
Walter Benjamín en vísperas del triunfo del fascismo en sus “Tesis sobre la filosofía de
la Historia”-, lo que destaca, de manera más urgente, en las páginas del libro de
Moreiras. En otras palabras, se puede ver el deseo de combatir una posible
domesticación reaccionaria cómplice con el orden neoliberal en el trabajo
deconstructivo que realiza Moreiras. Es, precisamente, este “trabajo de lo negativo”,
147
como él diría, lo que está, a su vez, en el corazón de las reivindicaciones políticas
subalternistas de su argumento.
Porque como con el trabajo de Spivak, The Exhaustion of Difference también
origina la pregunta por el valor y la fuerza política de la deconstrucción. Y aquí, a pesar
de mi admiración por la inteligencia crítica de Moreiras y por la forma en que ha
ayudado a clarificar y profundizar aspectos de mi propio trabajo, así como del proyecto
de los estudios subalternos en general, debo confesar un cierto escepticismo. Moreiras,
quien es un latinoamericanista no latinoamericano (es de España), elabora sin embargo
un fuerte argumento al comienzo del libro sobre cómo sus preocupaciones están
formuladas en diálogo con el grupo de intelectuales asociados con la Revista de Crítica
Cultural en Chile. Él también señala, varias veces, cómo su trabajo establece una cierta
solidaridad con las posibilidades y fuerzas radicales en América Latina. Creo que
Moreiras está en lo correcto al desconfiar de las reivindicaciones de autoridad política,
moral o epistemológica que están fundadas simplemente en el hecho de hablar “desde”
América Latina, como si no existiesen en América Latina bibliotecas llenas de
pensamiento reaccionario, clasista y racista, o de pensamiento progresista bien
intencionado, pero, a veces, mal orientado (y también racista). Pero, para ser honestos,
la locación (en el sentido de una “política de la locación”) de The Exhaustion of
Difference no es ni la tradición del pensamiento cultural latinoamericano ni el
latinoamericanismo de la academia norteamericana o europea: más bien, Moreiras se
inscribe en el espacio de la teoría crítica cosmopolita, el cual es, en sí mismo, producido
y alimentado por la lógica de la globalización. En este sentido, aun cuando The
Exhaustion of Difference registra la crisis del latinoamericanismo de manera brillante, no
surge de o responde directamente a dicha crisis. El caso contrario se encuentra en el
impulso que está detrás, a la vez, del proyecto de los estudios subalternos
latinoamericanos y de sus detractores neoconservadores, quienes si surgen de dicha
crisis. Se podría hablar, entonces, en The Exhaustion of Difference, de una relación de
dependencia invertida entre la deconstrucción y un correlato objetivo latinoamericano
al que se le ha asignado la tarea “atópica” (una palabra que le gusta mucho a Moreiras)
148
de ser el sostenedor concreto de la deconstrucción. ¿Sería mucha exageración ver en
esto aparecer la dialéctica del amo y el esclavo, como si ingresara por la puerta de atrás,
por decirlo así?
Este problema está complicado por lo que considero como una sobrevaloración
de la crítica cultural e intelectual que Moreiras comparte con la deconstrucción en
general. En la medida en que sus herramientas son aquellas de la crítica filosófica, la
deconstrucción es incapaz de interrogar adecuadamente sus propias condiciones de
posibilidad; por contraste, veo los impulsos esenciales (¿deconstructivos?) que
alimentan a los estudios subalternos y culturales como un desplazamiento de la
autoridad hermenéutica de los “intelectuales tradicionales” (en el sentido gramsciano
del término) y lo que dichos intelectuales consideran como formas y prácticas culturales
autorizadas, incluyendo la literatura escrita y la “crítica”. Lo que no está presente en The
Exhaustion of Difference, incluso como una ausencia registrada, es la tercera forma del
del latinoamericanismo a la cual hicimos referencia antés: es decir, aquellas formas de
conocimiento, agencia, cultura y valor que no calzan ni con el latinoamericanismo
metropolitano (“objetivamente” al servicio de la globalización, sin importar sus buenas
intensiones) ni con un latinoamericanismo latinoamericano auto-complaciente, ubicado
esencialmente en la cultura de la burguesía y la clase media letrada latinoamericana.
Podría ser pertinente quizás llamar a esta tercera forma de latinoamericanismo un
latinoamericanismo “subalterno”, si no fuera por el hecho que, como Moreiras mismo
señalaría, ese término es auto-contradictorio, en el mismo sentido que la idea de
“estudiar” al subalterno. Sea como sea, este “tercer” latinoamericanismo no es el
“tercer espacio” de Moreiras (o de Homi Bhabha)–esto es, el espacio de una
indecidibilidad e intraducibilidad semiótica- sino, en cambio, el espacio de las luchas
cotidianas concretas, fuertemente marcadas por ideas y experiencias afectivas de
identidad, historia, ser individual y comunidad que la deconstrucción, obligatoriamente,
debería encontrar aporéticas, si es que quiere permanecer leal a su propia ética del
saber. La deconstrucción puede acompañar estás luchas–en este sentido, las
reivindicaciones de solidaridad de Moreiras, como las de Spivak, no son engañosas- pero
149
no puede actuar en lugar del subalterno. Esto es así porque, como lo señaló Benjamin
(los lectores de orientación feminista y postcolonial podrán hacer los ajustes
apropiados) “la lucha revolucionaria no es entre el intelectual y el capital sino entre el
proletariado y el capital”71.
71 En su ensayo “El autor como productor” .
150
VII. El subalterno y el Estado72
__________________________________________________
Para Hugo Achugar
Quiero tratar aquí la cuestión del Estado: ¿qué es el Estado y en qué puede convertirse?
Y ¿cuales serían algunas de las consecuencias de esta pregunta para nuestro trabajo
dentro de la academia? Lo que diré está influido por mi participación en el Grupo
Latinoamericano de Estudios Subalternos, pero de alguna manera también apunta a un
horizonte post-subalternista. En concreto, argumentaré que la forma de concebir el
Estado en los estudios subalternos y en la teoría social posmoderna en general, se ha
encuentra hoy en una especie de callejón político y teórico a la vez, y que, por lo tanto,
necesitamos un nuevo paradigma para pensar las relaciones entre los movimientos y
grupos subalternos y el Estado--o para decirlo de otra manera, entre hegemonía y
subalternidad. Para ser más precisos, ¿qué pasa cuando, como ha sido el caso en los
años recientes con algunos gobiernos pertenecientes a la llamada “marea rosada” en
América Latina, movimientos sociales subalternos originados fuera del Estado y de la
72 Este texto está basado en una conferencia presentada en el Global Humanities Institute en la Universidad de Brown, en junio 2009. Mis agradecimientos al organizador del evento , Tony Bogues, por su invitación y a los participantes, jóvenes intelectuales provenientes de diversos países del “Global South”.
151
política formal (incluyendo los partidos tradicionales de izquierda) se han “convertido
en el Estado” o “devenido el Estado”, para usar una expresión de Ernesto Laclau?73
Los estudios subalternos son, o al menos comenzaron como una forma de
marxismo, pero emergieron en el contexto de la crisis del “socialismo actualmente
existente” y de la “metanarrativa” del socialismo en los años 1980s. No sería exagerado
decir que el colapso del comunismo fue, en sí mismo, parte de una pérdida más general
de confianza en la eficacia del Estado para ordenar la vida humana que también afectó
al pensamiento político en el mundo capitalista. La consecuencia más evidente fue, por
supuesto, el neoliberalismo, pero también tuvo expresiones de “izquierda” (sería
suficiente nombrar a Foucault y Deleuze). Es en este contexto que se inscriben
inicialmente los estudios subalternos.
Como otras formas de pensamiento social posmodernista, los estudios
subalternos privilegian la actividad de “movimientos sociales” que se mueven más allá
de los parámetros del Estado y de la política formal. Se dice a veces que el espacio o
territorialidad de dicha actividad es la “sociedad civil”, otras veces la misma idea de
sociedad civil, relacionada con una modernidad colonial, es puesta en cuestión. Sea El
subalterno es conceptualizado como un sujeto que está en una relación no sólo
exterior al Estado y de los circuitos de ciudadanía y participación política y cívica, sino,
además, opuesta o resistente al Estado. En la medida en que el Estado y la modernidad
funcionan de manera interrelacionada, la agencia subalterna no es sólo anti-estatal sino
también anti-moderna; implica una interrupción de la narrativa desarrollista de la
formación, evolución y perfeccionamiento del Estado. A su vez, si la hegemonía es
entendida, para recordar la definición de Gramsci, como “el liderazgo moral e
intelectual de la nación” –es decir, como un poder que interpela a y emana desde el
Estado— entonces el subalterno debe, por definición, ser algo así como lo que Derrida
llama el “suplemento”: un “resto” que queda fuera, o escapa, de la articulación
hegemónica.
73 On Populist Reason (London: Verso, 2007), 261 nota 27. Laclau intenta distinguir entre “convertirse en el Estado”, un concepto que deriva de Gramsci, y el concepto leninista de “tomar el poder del Estado”.
152
En una reciente discusión sobre la relación entre los estudios subalternos
latinoamericanos y la deconstrucción, Gareth Williams señala que “lo que la
deconstrucción quiere es precisamente interrumpir la constitución de la hegemonía
(que no es la del subalterno) en nombre de una política distinta a la relación hegemonía-
subalternidad, construida con el único propósito de la subordinación”74. La sugerencia
de que hay una especie de afinidad objetiva entre la deconstrucción y el subalternismo
es una idea familiar para muchos gracias al trabajo de Gayatri Spivak, quien fue uno de
los vínculos concretos entre el Grupo Sudasiático de Estudios Subalternos y el Grupo
Latinoamericano. Volveré a Spivak luego, pero por ahora debería ser suficiente apuntar
a que la distinción entre hegemonía y subalternidad hecha por Williams implica una
confusión entre lo que Gramsci entendió por hegemonía (esto es, “liderazgo” como una
forma de consenso o “persuasión” discursivamente elaborada, que puede articular
grupos y clases heterogéneas en un “bloque”), y el uso más ordinario de la noción de
hegemonía como dominación o subordinación, en el sentido de una imposición
coercitiva de la perspectiva de un grupo, clase o nación particular sobre otros, como por
ejemplo en la frase “la hegemonía norteamericana”. De manera más precisa, dicha
distinción confunde la forma de la hegemonía –“liderazgo moral e intelectual”— con su
contenido. Un gobierno basado en la hegemonía popular-subalterna buscaría,
obviamente, subordinar los grupos sociales que son actualmente hegemónicos y que
expresan su hegemonía a través del control del Estado y de las instituciones dominantes
de la sociedad civil (como la religión o la educación) y de la economía. Toemos como
ejemplo el caso de la revolución haitiana. En dicha revolución la clase esclavista se
transformó en un grupo subordinado, en el sentido de que sus propios intereses e
identidad fueron coercitivamente negados por el nuevo Estado–sus plantaciones
fueron confiscadas, y muchos de ellos y de sus familias fueron asesinados o forzados al
exilio. ¿Significa esto que los esclavistas se convirtieron en “subalternos”? En un sentido
74 Gareth Williams, “La deconstrucción y los estudios subalternos”, en: Hernán Vidal (editor), Treinta años de estudios literarios/culturales latinoamericanos en los Estados Unidos (Pittsburgh: IILI, 2008), 24. Williams está haciendo eco de una idea avanzada por Alberto Moreiras. Ver nuestro ensayo sobre Moreiras y la deconstrucción en esta colección.
153
puramente técnico sí. Antés eran dominantes, ahora están destruidos o dominados por
el nuevo Estado y su estructura legal-discursiva hegemónica. Pero sería ocioso (por lo
menos, así creo) insistir sobre este punto: caracterizar a la clase esclavista derrotada
por la revolución como subalterna (en vez de concebirla como contra-revolucionaria,
por ejemplo), pareciera distorsionar significativamente el sentido histórico-político del
término subalterno.75
Donde, por contraste, sí se puede hablar coherentemente de la distinción entre
el Estado y lo subalterno es en las relaciones de contradicción y subordinación que se
desarrollaron entre el Estado post-revolucionario creado por la misma revolución
haitiana y los esclavos que habían generado, en primer lugar, la revolución “desde
abajo”, por así decirlo. Esto ocurre particularmente en torno a la restauración de la
propiedad privada y de la disciplina laboral en la agricultura de plantación. La
hegemonía y la fuerza de ley del Estado implicaría aquí las reivindicaciones de un Estado
nacional recientemente fundado y de sus líderes más o menos “letrados” (Toussaint,
Dessalines, etc.) sobre una población de esclavos recién liberados. Dicho conflicto entre
Estado post-revolucionario y sujeto revolucionario es uno de los problemas centrales y
aún vigentes en la historia haitiana. Pero no era ni necesario ni inevitable que el Estado
post-revolucionario tomara la forma que tomó. Que éste adquiriera una forma parecida
a la reacción “Termidoriana” en el proceso revolucionario francés se debió, en parte, al
bloqueo económico y a las amenazas militares extranjeras contra la nueva república. Se
podría imaginar un Estado diferente si los intereses de los esclavos hubiesen
prevalecido76.
75 Lo que no equivale a decir que elementos de las clases derrotadas, de las clases en descomposición, tales como la pequeña nobleza en la transición desde el feudalismo al capitalismo, no pudieran emigrar en su identidad de clase y transformarse en parte de los sectores subalternos en una sociedad específica. Ranajit Guha, “On Some Aspects of the Historiography of Colonial India”, Selected Subaltern Studies, Guha and Gayatri Spivak (editores) (New York: Oxford University Press, 1988), 35. El mismo Guha llega a distinguir entre hegemonía y dominación, caracterizando el domino británico en la India como “dominación sin hegemonía”. Ranajit Guha, Dominance without Hegemony. History and Power in Colonial India (Cambridge MA: Harvard University Press, 1997). 76 Debo esta idea a Juan Antonio Hernández, Hacia una historia de lo imposible: la revolución haitiana y el “Libro de Pinturas” de José Antonio Aponte (PhD Dissertation, University of Pittsburgh, 2006). La bibliografía académica sobre este tema es extensa, pero véase como ejemplo: Carolyn Fick, The Making of Haiti: The Saint Domingue Revolution from Below (Knoxville: University of Tennessee Press, 1990);
154
¿Es qué todos los Estados post-revolucionarios instituyen un nuevo régimen de
represión, haciendo que el problema sea el mismo Estado (como en el argumento
neoliberal contra el comunismo histórico)? ¿Debe haber siempre un Termidor, una
reconciliación conservadora entre el Estado y la revolución? Por otro lado, es evidente
que la emancipación de los esclavos requería de un Estado. Esta podría haber tomado
varias formas (republicano, monárquico, popular-democrático, “nacional”, hasta
comunitaria o proto-socialista), pero sin “convertirse en Estado” los esclavos se habrían
mantenido en la esclavitud.
No intento minimizar con estas reflexiones la distancia entre lo subalterno y el
Estado (y la esfera de la política formal, los partidos, el parlamento, los sindicatos, la
esfera pública, etc.), porque es precisamente en esa distancia que nuevas formas de
política pueden aparecer. Como he señalado antes, la necesidad de una crítica y auto-
crítica de la izquierda vanguardista –incluyendo los partidos y organizaciones
tradicionales de la izquierda--y de las contradicciones de los Estados surgidos de las
llamadas “luchas de liberación nacional”— fue una de las fuerzas instigadoras en el
surgimiento de los estudios subalternos, los que estaban orientados no sólo a descubrir
en el pasado histórico instancias de agencia política subalterna, sino también de
sugerir nuevas formas de articulación política en el horizonte del presente77. Sin
embargo, creo que la formulación deconstruccionista de los estudios subalternos en
particular implica, de alguna manera, un rechazo de la política como tal, y por lo tanto,
de la posibilidad de agencia y creatividad política desde posiciones populares y
subalternas. En cierto sentido, en el mismo acto de enunciar la posición subalterna y de
Michael Rolph Trouillot, Silencing the Past: Power and the Production of History (Boston: Beacon Press, 1995); Sibbylle Fischer, Modernity Disavowed: Haiti and the Culture of Slaves in the Age of Revolution (Durham: Duke University Press, 2004); y, Susan Buck-Morss, Hegel, Haití, and Universal History (Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 2009). Fischer nota la paradoja de que la idea de Haití como un Estado nacional autónomo estuvo primero dirigida contra la emancipación, en el sentido de que eran los propietarios de esclavos los que querían independizarse de Francia, en un momento cuando el gobierno revolucionario había abolido la esclavitud. 77 “[Machiavello] reveló que lo que se necesitaba, si se quería alcanzar la unidad de Italia, era un comienzo donde nadie ni nada estuviera dado, fuera del marco ya establecido por el Estado, para articular los elementos fragmentarios del país dividido, sin ninguna idea de unidad preconcebida que pudiese ser formulada en los términos políticos existentes en ese entonces (todos los cuales eran inapropiados)”. Louis Althusser, The Future Last Forever (New York: The New Press, 1993), 220.
155
declararse solidario con ella, la insistencia en la distinción hegemonía/subalternidad re-
subalterniza la acción política del subalterno. Postular que la deconstrucción está del
lado del subalterno mientras que la “hegemonía” está del lado de la dominación es,
precisamente, resistirse a deconstruir el orden binario que funda a dicha distinción en
primera instancia.
El Estado no es, por supuesto, una cosa, sino un campo complejo y dinámico de
relaciones78. Qué significa “tener” el poder del Estado no es algo siempre evidente: ¿qué
sentido tiene hablar de “soberanía” aun en el caso de un gobierno populista como el
de Chávez, cuando éste no ejerce un monopolio sobre los medios de violencia, cuando
la economía venezolana continúa dependiendo de las exportaciones de petróleo, y
cuando el espacio entre el Estado y la empresa privada está atravesado por flujos de
capital nacional e internacional que envuelven, entre otras cosas, el narcotráfico y la
corrupción a todo nivel? Esto no significa, sin embargo, que tener el poder del Estado
sea irrelevante. Pensar que es irrelevante sería equivalente a decir que la alternativa
estaría en movimientos sociales “progresistas” operando fuera de y contra un Estado
controlado esencialmente por la derecha de la clase dominante –en otras palabras,
equivaldría a algo así como lo que le ocurrió de hecho en Venezuela con la sucesión de
gobiernos serviciales al “ajuste estructural” neoliberal antes de Chávez. La globalización
indudablemente ha debilitado la soberanía de los Estados nacionales individuales, y a su
vez, las políticas neoliberales han debilitado el vínculo entre las poblaciones y los
Estados, pero asumir que esto significa que el Estado nacional ha sido trascendido o está
en proceso de ser desplazado es claramente un juicio prematuro. Por el contrario, se
comprende hoy aun entre los ideólogos del capitalismo que el Estado sigue cumpliendo
una función necesaria (y transicional) en la globalización, que hace falta un cambio de
78 Sería útil volver a considerar, en este sentido, el trabajo de Nicos Poulantzas sobre la naturaleza del Estado: por ejemplo su State, Power, Socialism (London: New Left Books, 1978). Para una revisión útil aunque de alguna forma anacrónica, ver Bob Jessop, Nicos Poulantzas. Marxist Theory and Political Strategy (New York: St. Martin’s, 1985).
156
paradigma del Washington Consensus neoliberal a una nueva concepción del Estado
protector.79
En una influyente discusión al respecto, Saskia Sassen ha notado que: “el Estado
nacional sigue siendo la fuente de autoridad organizada prevaleciente y, hasta cierto
punto, dominante. Pero […] los componentes críticos de la autoridad desplegados en la
constitución del Estado territorial están cambiando hacia una mayor capacidad para
desligar dicha autoridad de su territorio exclusivo y articularla en múltiples sistemas. En
la medida en que estos sistemas están operando dentro del Estado nacional, pueden
oscurecer el hecho de que un importante cambio ha ocurrido”80. Sassen habla en
particular de la “creciente distancia entre el Estado y el ciudadano” inducida por la
globalización, por las diásporas de población, por las redes de trabajo cibernéticas y por
la privatización propiciada por el neoliberalismo, como un proceso que conlleva “la
emergencia de un nuevo tipo de sujeto político que no corresponde plenamente con la
noción formal de sujeto político implicado en la idea de ciudadano moderno”. Propone
como ejemplo movimientos indígenas que “acuden directamente a instancias
internacionales omitiendo el Estado nacional”, o casos legales basados en las leyes
internacionales de derechos humanos. “La multiplicación de sujetos políticos
informales” ella sugiere, “apunta a la posibilidad de que los excluidos (en este caso
excluidos del aparato político formal) también puedan hacer historia, señalando de esta
forma la complejidad de su ‘carencia’ de poder [powerlessness]” (321).
Pero precisamente esta “multiplicación de sujetos políticos informales” sería el
desafío a y la promesa de una nueva política, capaz de encontrar formas para
incorporar a éstos sujetos en una articulación hegemónica nueva. De la misma forma, la
apelación de Sassen a “instancias internacionales” más allá del Estado nacional tiene
que alcanzar, en algún momento, apoyo político y lograr consecuencias concretas
dentro del Estado nacional. Por lo tanto, la respuesta a la pregunta de quién controla el
Estado –en la medida que dicho control signifique algo- sigue siendo crucial. En un
79 Ver por ejemplo de Fukuyama, el inventor de la idea del “fin d ela historia”, Nancy Birdsall y Francis
Fukuyama, “The Post-Washington Consensus,” Foreign Affairs 90, 2 (2011), 45-53. 80 Saskia Sassen, Territory, Authority, Rights. From Medieval to Global Assemblages (Princeton: Princeton University Press, 2006), 419.
157
sentido trivial, esta pregunta equivale simplemente a decir que los Verdes en Estados
Unidos no tenían razón en las elecciones de 2000, que si hay una diferencia entre tener
un buen policía o un mal policía, entre Gore y Bush, o entre Obama y McCain e en la
selecciones de 2008. Pero, en la medida en que Obama indudablemente deja intacto el
status quo de la distribución tanto de clase como geopolítica del poder y la riqueza,
entonces, dadas nuestras preocupaciones ( que están relacionadas con la política de los
“excluidos”, para recordar la caracterización de Sassen), la cuestión del Estado debe
involucrar además una posibilidad “transformativa”. Esta posibilidad tiene dos ejes:
¿Cómo puede el mismo Estado ser radicalizado y modificado al incorporar demandas,
valores y experiencias desde los sectores populares y subalternos (lo que requeriría un
proceso de articulación hegemónica de un bloque político adecuado a este fin)? Y,
¿cómo, a su vez, desde el Estado la misma sociedad puede ser rediseñada de formas
más redistributivas, igualitarias y culturalmente diversas?
No hay duda de que “devenir el Estado” implica abrirse a procesos de
“negociación”, compromiso, autoritarismo, y aun de corrupción que conllevan, como
cualquier forma de articulación política moderna desde la Revolución Francesca, un
desengaño inevitable. Pero elegir simplemente no “devenir el Estado” también no nos
salva del problema. Déjenme ofrecer como ejemplo negativo el caso de los Zapatistas,
quienes fueron uno de los movimientos sociales con los cuales el proyecto de Estudios
Subalternos Latinoamericanos se encontraba identificado. Es bien sabido que los
Zapatistas, que estaban dispuestos a desafiar militarmente al Estado mexicano al estilo
de los movimientos guerrilleros de los años 1960s y 1970s, se negaron a competir por el
poder del Estado, alegando que el espacio de su intervención era más bien la “sociedad
civil” mexicana y que desde ahí ellos construirían su política. Fieles a ese principio,
decidieron marginarse de las elecciones presidenciales de México en 2006, en vez de
dar apoyo crítico a la campaña electoral de la formación política de la centro-izquierda,
el Partido Revolucionario Democrático (PRD), que prometía algo así como una variante
mexicana de la “marea rosada” y que había atraído, inicialmente al menos, un amplio
apoyo y generado muchas expectativas. Visto retrospectivamente, parece claro que esta
158
decisión contribuyó –de manera similar a lo que ocurrió con los Verdes en las elecciones
norteamericanas de 2000- a la derrota del PRD, o por no alcanzar la mayoría electoral, o
como el mismo PRD argumentó, por producir un resultado favorable al PRD pero con un
margen tan estrecho que permitió que los resultados de la elección fueran manipulados
a favor del PAN (que ganó la presidencia por medio punto porcentual de la votación
emitida) El argumento de los Zapatistas era que era más importante radicalizar a la
“sociedad civil” en la dirección de un cambio efectivo que simplemente estimular a la
gente a participar en una elección ligada a lo que ellos consideraban como un débil
partido reformista (el PRD) y un aparato de Estado profundamente corrupto y represivo.
Como los Verdes con Al Gore en 2000, los Zapatistas no pensaban que el PRD
fuera a perder –ni quisieron realmente su derrota. Más bien, ellos querían perfilarse
como una especie de “oposición de izquierda” extra parlamentaria en relación a un
proyecto de gobierno de centro izquierda que, a pesar de ser altamente contradictorio,
generaba expectativas populares, probablemente mayoritarias. Sin embargo, el
resultado no dejó el escenario igual a cómo estaba antes de las elecciones, incluso para
los Zapatistas. La derrota inesperada del PRD dejó a las fuerzas progresistas de México
en una suerte de estado “melancólico”, ya que lo que se esperaba, dados los efectos
debilitantes de las políticas neoliberales que afectaban a los sectores populares de
México, era precisamente el triunfo del PDR, y en cambio el país continuó siendo
gobernado por un partido, el PAN, identificado de manera más o menos explícita con la
hegemonía neoliberal y el paradigma del Washington Consensus. No se trataba sólo de
que el PAN ganara (o se robara) las elecciones; una vez re-establecida en el gobierno, la
derecha podría organizarse desde el Estado contra las organizaciones de la sociedad
civil, incluyendo por supuesto los carteles del narcotráfico (la medida principal de
Calderón ha sido la “guerra contra la delicuencia”, con un saldo hasta el día de 35 mil
muertos), pero también contra las organizaciones de izquierda: sindicatos,
movimientos sociales, grupos indígenas, maestros y estudiantes (como ha ocurrido en
Oaxaca). Sobre todo, Calderón ha procurado fomentar la imagen de una sociedad
crecientemente amenazada -por las mismas políticas neoliberales que el PAN continua
159
propagando- por la descomposición económica, social y por el crimen organizado, y
aparecer así como defensor de la ley y del orden.
Como es bien sabido, el resultado en las elecciones posteriores a 2006 ha sido
un dramático descenso del apoyo al PRD, y, a la vez, un creciente desacuerdo con
Calderón y el PAN, sobre todo por los resultados desastrosos de la guerra contra los
narco-carteles. Pero esto no implicó que los Zapatistas hayan ganado autoridad política
o hayan expandido su influencia en el mismo periodo. Fue, en cambio, el viejo y
desacreditado PRI –el partido del Estado mexicano pre-neoliberal-- el que vino a ocupar
el vacío creado por la inesperada derrota del PRD y las continuas políticas antipopulares
del PAN. Como en el caso de los Verdes en el 2000, el cálculo estratégico de los
Zapatistas que su rechazo de las elecciones era un gesto que fortalecería una
alternativa radical al status quo también se volvió contra ellos. Los Verdes en Estados
Unidos prácticamente han desaparecido, los Zapatistas no, pero su autoridad e
influencia ciertamente ha sido limitada. El PRD, ahora profundamente dividido, y lejos
de cualquier posibilidad de lograr mayoría electoral, tuvo que negociar con el PAN
para evitar una victoria arrolladora del PRI en las elecciones regionales de 2010,
apoyando mutuamente a sus candidatos en algunos distritos. Los Zapatistas podrían
decir de estos últimos acontecimientos, sobre todo del pacto electoral maquiavélico
PAN-PRD, “ya lo sabíamos”, pero la verdad es que ésta es una profecía auto-cumplida.
En el caso de lo que podría/debía haber sido el triunfo el PRD en 2006, el PRD debiera
estar hoy negociando desde el Estado con los Zapatistas, quienes por su parte estarían
presionando al PRD, fuera (y quizás en algunos casos, también dentro) del Estado local
y nacional, para que cumpliera con sus promesas electorales. Esa hubiera sido una
situación en la cual la “exterioridad” de los Zapatistas hubiese tenido alguna fuerza.
Ahora simplemente es un gesto vano.
Hay un doble error teórico en la decisión Zapatista que es similar al error de la
articulación deconstruccionista de los estudios subalternos: 1) imaginar que el Estado
como tal está -gracias a sus vínculos materiales e históricos con el colonialismo y el
capitalismo- fuera del rango de relevancia para los explotados, los subalternos o “los
160
pobres”; 2) imaginar que la sociedad civil es un espacio completamente separado del
Estado y de las políticas electorales, no percibiendo dialécticamente la relación entre
ambos. Empero, este error teórico también resultó en un error político estratégico, un
error que produjo involuntariamente una complicidad con el debilitamiento de la
izquierda en México y con la perpetuación de la derecha en la actualidad81.
Déjenme tratar de expandir sobre este problema contrastando dos
formulaciones diferentes de la naturaleza del subalterno y de su agencia política, o falta
de ella. La primera es de un ensayo de Gayatri Spivak de 1993, que es representativo de
la articulación deconstruccionista de los estudios subalternos. Spivak escribe aquí sobre
el subalterno como un cierto límite al proyecto nacionalista del Estado postcolonial:
Especialmente en una crítica de la cultura metropolitana, es posible asumir
automáticamente que el evento de la independencia política se sitúa entre la
colonia y la descolonización, como un hecho indiscutible que opera una
inversión. Pero los objetivos políticos de la nueva nación están supuestamente
determinados por una lógica regulativa derivada de la vieja instancia colonial,
con sus intereses invertidos: secularización, democracia, socialismo, identidad
nacional y desarrollo capitalista. Sea cual sea el destino de esta suposición, se
debe admitir que siempre hay un espacio en la nueva nación que no participa de
la energía de esta inversión. Este espacio no posee ninguna relación establecida
con la cultura del imperialismo. Paradójicamente, este espacio también está
81 No sé si los zapatistas habrán hecho una autocrítica; sospecho que no. Barbara Epstein –en una entrevista recientemente publicada— habla de los vínculos entre las tendencias libertarias de la Nueva Izquierda norteamericana y la emergencia de los estudios culturales, los cuales también privilegiaban el paradigma de “la sociedad civil contra el Estado”. Ella ha planteado el problema de manera sucinta (aunque con una inflexión social demócrata que yo no comparto): “[E]sta línea anarquista tuvo cierto sentido en ese contexto histórico [los 60s]. Era cierto que los liberales administrando el Estado eran en gran medida parte del problema. Pero pienso que a fines de los 60s, y particularmente en los 80s y los 90s, la crítica anarquista y el ataque de la izquierda académica sobre el Estado liberal ha fortalecido de hecho a la derecha. El proyecto de la derecha ha sido destruir el New Deal y la idea de que el Estado es responsable por el bienestar social. Básicamente lo que se ha ocurrido es que las posiciones de la izquierda académica han reforzado esta posición. Obviamente, sus practicantes no son conservadores, pero creo que involuntariamente se han coludido con y han fortalecido a la derecha”. Victor Cohen, “Interview with Barbara Epstein”, Works and Days 55/56 (2010), 260.
161
fuera del trabajo organizado bajo las tentativas de inversión de la lógica
capitalista. Convencionalmente, dicho espacio es habitualmente definido como
el hábitat del subproletariado o del subalterno82.
El segundo pasaje proviene de un ensayo de Álvaro García Linera, el actual
vicepresidente en el gobierno del MAS (Movimiento al Socialismo) en Bolivia (aunque el
ensayo es previa a la victoria del MAS en algunos años). García Linera escribe:
Lo que resulta importante de destacar de estos agrupamientos populares, hasta
ahora excluidos de la toma de decisiones [se refiere a las comunidades
indígenas, retirados, campesinos cocaleros, mineros desempleados o
relocalizados, entre otros nuevos movimientos sociales en Bolivia], es que las
demandas que ellos levantan buscan inmediatamente cambiar las relaciones
económicas. De esta forma, su reconocimiento como una fuerza política
colectiva implicaba necesariamente una transformación radical de la forma
dominante de Estado, construido sobre la marginación y atomización de la clase
obrera rural y urbana. Más aún –y este es un aspecto crucial de su actual
reconfiguración— el liderazgo de estas nuevas fuerzas es predominantemente
indígena, y está vinculado a un proyecto político y cultural específico. En
contraste con el periodo inaugurado en los años 1930s, cuando los movimientos
sociales estaban articulados en torno a un sindicalismo apegado a un ideal de
mestizaje –o mezcla racial y cultural—y que fue el resultado de una
modernización económica implementada por la elite financiera, hoy día los
movimientos sociales con mayor poder para cuestionar el orden político tienen
una base social indígena, y emergen desde zonas agrarias excluidas o marginadas
por el proceso de modernización económica83.
82 Gayatri Spivak, Outside in the Teaching Machine (New York and London: Routledge, 1993), 78. 83 Cito, re-traduciendo al español, la versión en inglés de este ensayo: Álvaro García Linera, “State Crisis and Popular Power”, New Left Review 37 (2006), 75.
162
Sólo se necesita de un momento de reflexión para darse cuenta que Spivak y
García Linera están hablando de la misma cosa –de las formaciones sociales excluidas o
parcialmente incluidas (“excluidos de la toma de decisiones”, “fuera... de las tentativas
de inversión de la lógica capitalista”) por el proyecto de secularización y modernización
del Estado nacional– y de manera similar. Es decir, del “subalterno”. Sin embargo, la
lógica de sus argumentos al respecto es notoriamente diferente. En Spivak, el
subalterno es un “espacio” o “hábitat” que está afuera de la articulación nacionalista del
Estado post-colonial y de la esfera de la lucha política o sindical –es decir, fuera de (o
por debajo de) la hegemonía: El subalterno no puede hablar. La tarea del intelectual
crítico es representar o “leer” (para usar el término de Spivak) este dilema constitutivo y
ofrecer su solidaridad en lo que es esencialmente un gesto ético84. Para García Linera,
por contraste, la misma lógica de las demandas de los movimientos sociales o
“agrupamientos populares” los precipita “necesariamente” a plantear la cuestión de
“una transformación radical de la forma estatal dominante”. Ya sea que sus proyectos
adquieren una forma electoral o insurreccional, tienen que crear un nuevo proyecto
hegemónico. En tal caso, el subalterno no sólo puede hablar, sino que puede y debe
gobernar, y su forma de gobierno podría ser la de un “buen gobierno”.85
García Linera alude explícitamente a la definición de hegemonía de Gramsci: “el
polo indígena-popular debe consolidar su hegemonía, proveyendo liderazgo moral e
intelectual a las mayorías sociales del país. No habrá triunfo electoral ni victoria
insurreccional sin un trabajo amplio y meticuloso de unificación de los movimientos
sociales, y un proceso de educación práctica para alcanzar el liderazgo político, moral,
cultural y organizacional de estas fuerzas sobre los estratos medios y populares de
Bolivia” (83). La tarea del intelectual y --García Linera se entiende a si mismo como un
“intelectual tradicional”, en el sentido que da Gramsci a ese termino (mientras que Evo
Morales, por contraste, sería un “intelectual orgánico” de los movimientos populares)-
84 Ver por ejemplo el ensayo de Spivak, “Responsibility”, en Other Asias (Malden MA: Blackwell, 2008), 58-96. 85 Invoco aquí el título de uno de los textos canónicos de la tradición indígena andina, La primera crónica y buen gobierno de Guamán Poma de Ayala.
163
no es asumir la autoridad para crear “liderazgo moral e intelectual”, sino prestarse a un
proceso cuyo agente articulador es más bien “el polo indígena-popular”. Esto implica
una relación de solidaridad política más que ética (como en Spivak) entre los
intelectuales y las clases y los grupos sociales subalternos.
García Linera argumenta a favor de una nueva forma de política dirigida a la
toma del Estado que, de alguna forma, proviene del subalterno, pero también aboga por
la participación de los intelectuales y de la “teoría”. Él se aleja de la simple oposición
binaria entre el Estado y el subalterno, para presuponer que la hegemonía no sólo
puede ser sino necesita ser construida desde posiciones subalternas. Esto es, por
supuesto, no sólo una proposición teórica (aunque es importante insistir que también
lo es), sino que está involucrada en la formación del MAS como un partido o
movimiento de nuevo tipo, y en el desarrollo de su estratégia política en Bolivia. Esta
estratégia comprende, al menos, cuatro formas de articulación hegemónica: 1) una
apertura a formas de lucha política tanto “insurreccionales” como electorales (o
ambas a la vez86; 2) la articulación de un “enemigo” –la “forma de Estado dominante”,
“la modernización económica implementada por la elite financiera”, “el ideal del
mestizaje”; 3) un proyecto cultural y político “específicamente” indígena –es decir, la
afirmación de una identidad étnica y sus correspondientes formas de lenguaje, visión de
mundo y organización social; 4) una postulación de la necesidad de “liderazgo”, pero un
liderazgo ejercido por y constituido desde “el polo indígena-popular”, y no en nombre
de éste.87.
En los años 1990s, García Linera fue uno de los fundadores de un colectivo
académico en Bolivia llamado Comuna, el cual rememora de alguna forma el Grupo de
86 El mismo García Linera pasó varios años en prisión en los 1990s, por actividades subversivas. 87Podríamos designar a estas articulaciones, de manera alusiva, “schmittianas”. Me refiero a la sostenida crítica de Jacques Derrida dirigida contra el politólogo fascista Carl Schmitt y su postulación de la distinción amigo / enemigo como constitutiva de la política como tal--crítica que se volvió paradigmática por el acercamiento de la deconstrucción a la política: Jacques Derrida, Políticas de la amistad (Barcelona: Trotta, 1998). Se podría decir de la crítica derridiana de Schmitt lo que he dicho anteriormente sobre el subalternismo deconstruccionista: que implica un rechazo de la política como tal, o una reducción de la política a los límites de una institucionalidad republicana. En el caso de Derrida, la crítica lleva a algo como un “liberalismo” (en el mejor sentido de la palabra); en el caso del subalternismo deconstruccionista, lleva a un ultra izquierdismo “post-hegemónico”. Sin embargo, quizás no hay tanta distancia entre estas posiciones como pareciera (ambas son formas de lo que Hegel llamó “alma bella”).
164
Estudios Subalternos Sudasiático al que estaba afiliada la misma Spivak. En cierta
medida, es desde el trabajo realizado en Comuna que se desarrollan algunos elementos
de la forma teórica del proyecto del MAS88. Dos académicos bolivianos simpatizantes
pero no formalmente parte de Comuna, Silvia Rivera Cusicanqui y Rossana Barragán,
tradujeron y publicaron en Bolivia en 1997 una selección de textos del Grupo
Sudasiático, incluyendo el conocido ensayo de Spivak “Deconstruyendo la
historiografía”89. Menciono este hecho, el cual podría ser percibido como abstruso,
porque García Linera probablemente leyó o por lo menos sabía de esta colección.
Entonces es posible concluir que los estudios subalternos influyeron, de alguna manera,
el proyecto político representado por el MAS en Bolivia, el cual es un proyecto de
reposicionamiento en el aparato de Estado. De esta forma entonces los estudios
subalternos mismos han venido, paradojicamente y quizás contra su voluntad, a ser
parte del Estado.
No creo que el contraste que he trazado aquí entre la posiciones de Spivak y
García Linera plantee necesariamente una alternativa mutuamente excluyente. Esas
posiciones podrían representar, en cambio, diferentes formas de intervención
estratégica y de articulación ideológica/crítica relevantes en distintas situaciones y
formas de territorialidad: por ejemplo, la de Spivak para las organizaciones
transnacionales de derechos humanos, las ONGs, organizaciones de lucha ecológica, y
las mismas “humanidades globales”; la de García Linera para un espacio más acotado y
todavía concebido como “nacional” (aunque sin estar cerrado a los problemas del orden
internacional). Más aún, los efectos de la intervención en una de estas direcciones
inevitablemente tendría efectos en el otro. La misma Spivak ha hablado de la
necesidad de “reinventar el Estado” . Por ejemplo (en una entrevista de 2004):
88 Particularmente alrededor de la pregunta de cómo organizar políticamente el carácter heterogéneo, abigarrado y multicultural de los sectores populares bolivianos. El referendo nacional propuesto por el MAS hace unos años definió a Bolivia como un Estado plurinacional. 89 Rossana Barragán y Silvia Rivera Cusicanqui, Debates post-coloniales: una introducción a los estudios de la subalternidad. (La Paz: editorial historias-SEPHIS-Aruwiyiri, 1997).
165
La mayor parte de los procesos geopolíticos pueden funcionar sólo si en el “sur
global” reinventamos el Estado como una estructura abstracta, como una
estructura porosa abstracta, de tal forma que el Estado pueda funcionar contra
las deprivaciones de la internacionalización a través de reestructuraciones
económicas […] nadie percibe la eficacia posible de las estructuras del Estado
porque la gente ha puesto su fe en aquello que está fuera del gobierno.
Recuerden, no estoy hablando de la soberanía nacional, estoy hablando de
estructuras estatales porosas, estoy hablando de regionalismo crítico, leyes
compartidas, salud compartida, estructuras educativas y de bienestar, fronteras
abiertas y no sólo de organizaciones económicas […] es decir, tomar en cuenta
sólo organizaciones no gubernamentales–aclaro que no creo que estas
organizaciones deban ser abolidas- puede ser una forma de asegurar el libre
acceso [al espacio nacional] de organizaciones tales como la USAID [Agencia
Estadounidense para el Desarrollo Internacional] en cualquier país […] [D]espués
de todo el Banco Mundial es una ONG. Privilegiar estas organizaciones, que
conspiran contra los Estados individuales y los perciben sólo como instancias de
represión, también es quitar el poder a los ciudadanos que pueden, después de
todo, convertir al Estado en algo relevante90.
Sin embargo, lo que Spivak quiere decir por “reinventar el Estado”, a pesar de su
argumento sobre la “posible eficacia de las estructuras estatales”, parece bastante
alejado de lo que busca el proyecto del MAS, es decir, ganar elecciones a nivel local y
nacional, mantenerse en el poder, y desde el poder mover en la dirección de crear un
Estado boliviano “plurinacional” y (eventualmente, por lo menos en principio)
socialista. Spivak ubica sus comentarios en la rúbrica de una “posición sin identidad”,
incluyendo la identidad nacional: “sé que algo debe contraponerse a las principales
instancias del poder. Por otro lado, estoy profundamente opuesta a las políticas de
identidad, entonces para mí la base política para dicha problemática no puede ser la
90 Other Asias, 245-246, 247.
166
India, ni puede ser Bengala” (240). Ella agrega: “hoy se habla mucho de la emergencia
de las colectividades subalternas de oposición. Pienso que esto es artificial. Si se
nombran colectividades que estén cuestionando el poder de Estados Unidos o de
Occidente, o cualquier otro poder global, como si se tratara de colectividades
subalternas oposicionales, no creo que se sepa realmente que pueden significar dichos
conflictos”. El lugar donde este conflicto sí “puede significar” algo para Spivak continua
siendo, como en sus comentarios de 1993 anteriormente citados, el espacio designado
por el subalterno; por contraste, el bloque político “indígena-popular” imaginado por
García Linera es, precisamente, una forma de “colectividad subalterna oposicional” que
tiene como núcleo una identidad cultural y nacional, tanto a nivel grupal (afirmación
cultural indígena y popular), como a nivel nacional (nacionalismo antiimperialista).
Paradójicamente, la posición de Spivak, mientras parece ser más “izquierdista”,
termina dejando intacto el carácter del Estado actual, mientras que la posición de García
Linera implica la posibilidad/necesidad de la transformación del Estado. Esta
posibilidad trae en su secuela una serie de preguntas sobre la nación, el Estado, la
territorialidad y la “identidad” que Spivak no alcanza a percibir en su apelación al Estado
como una “estructura abstracta”. ¿En el caso de gobiernos como el MAS o el régimen
de Correa en Ecuador, con fuertes componentes indígenas o afro-latinos, puede haber
una ruptura entre esos componentes y el amplio movimiento hegemónico popular-
nacional, precisamente alrededor de “razones de Estado” (como parece estar
ocurriendo en Bolivia y Ecuador en torno a problemas relacionados con las políticas
energéticas)? ¿Cómo puede esta ruptura ser mediada o evitada? ¿Qué consecuencias
tiene para el Estado –aún marcado institucionalmente por la colonialidad del poder- la
agencia popular-subalterna que opera en él? ¿Cuál es el lugar del multiculturalismo –o,
para usar el término preferido en América Latina, la interculturalidad- en la redefinición
de la identidad del Estado nacional? ¿Qué nuevos derechos constitucionales y formas de
territorialidad legal y política se requieren por parte de un Estado multicultural o
“multinacional”? ¿Cuál debe ser la relación de los movimientos sociales con los
gobiernos de centro-izquierda que ellos mismos han contribuido a formar? ¿Son los
167
movimientos sociales los que “capturan” al Estado, o son ellos, en cambio,
“capturados” por él, limitando su fuerza y creatividad política inicial, en una forma
parecida a lo que Antonio Negri problematizó con su distinción entre poder
constituyente y poder constituido? Finalmente, ¿vuelve la posibilidad del socialismo o
del comunismo después de su colapso y derrota a fines del siglo XX, o los horizontes
representados por los gobiernos de la “marea rosada” en América Latina están
limitados a estrategias estatales y reformistas que respetan y, en última instancia, dejan
intactas las estructuras del mercado global capitalista? Y, ¿qué pasa entonces con la
famosa “extinción del Estado” propuesta por Marx?
García Linera responde a esta última –y quizás decisiva- pregunta de la siguiente
manera:
El horizonte general de nuestra época es el comunismo. Y este comunismo tiene
que ser construido en base a las capacidades de auto-organización de la
sociedad, en base a procesos de generación y distribución de riqueza auto-
administrada y comunitaria. Pero, por ahora es claro que este no es el horizonte
inmediato, el que se concentra en la conquista de la igualdad, de la distribución
de la riqueza, de la ampliación de los derechos […] Cuando ingreso en el
gobierno, lo que hago es validar y comenzar a operar a nivel del Estado, en
función de esta lectura del momento actual. Entonces, ¿qué pasa con el
comunismo?, ¿qué se puede hacer desde el Estado en función de alcanzar dicho
horizonte comunista? Apoyar tanto como se pueda el despliegue de las
capacidades autónomas de la sociedad para organizarse. Esto es, tanto como se
pueda hacer desde un Estado de izquierda, un Estado revolucionario91.
91 Álvaro García Linera, “El ‘descubrimiento’ del Estado”, Pablo Stefanoni, Franklin Ramírez y Maristella Svampa, Las vías de la emancipación: conversaciones con Álvaro García Linera (Ciudad de México: Ocean Sur, 2008), 75. Agradezco a Bruno Bosteels por llamar mi atención sobre este texto (y otras cosas), en su muy útil discusión de García Linera en un ensayo inédito: “The Leftist Hypothesis: Communism in the Age of Terror”.
168
Tomando en cuenta a estas palabras–que son a la vez optimistas y cautas-, retornemos
a nuestra pregunta inicial: ¿la crítica del Estado en los estudios subalternos y la teoría
social posmodernista en general previene de antemano la posibilidad de ocupar y
transformar el Estado desde una posición popular-subalterna? Si la respuesta es
afirmativa, si esta posibilidad es de hecho prevenida, entonces, pareciera que quedan
sólo dos alternativas: una neoconservadora, la otra ultra-izquierdista. La alternativa
neoconservadora apuntaría en dirección a una reterritorialización del campo de la
cultura y de la identidad nacional contra lo que se percibe como los efectos
debilitadores de la hegemonía neoliberal (y de la cultura de masas globalizada en
particular), por un lado, y por otro, las insistencias “identitarias” y radicalmente
heterogéneas de los movimientos sociales. Esta reterritorialización se haría través del
fortalecimiento de los aparatos ideológicos de Estado, particularmente la educación
(una afirmación de la cultura nacional, de “valores” estéticos y científicos, de la
autoridad académica y del rol de los intelectuales, etc.). Dicha hegemonía significaría, en
el giro neoconservador, esencialmente la reafirmación de la autoridad de las clases
educadas y de la intelectualidad técnico-profesional –lo que Ángel Rama llamó “la
ciudad letrada”- para gobernar responsablemente en nombre del “pueblo” y del interés
de la “nación” en el contexto de la globalización. Como en el caso de algunas tempranas
manifestaciones de neoconservadurismo en Estados Unidos, dicha reterritorialización a
nivel de la cultura nacional y de la política no resultaría incompatible con una fuerte
política económica keynesiana o social-demócrata. De allí que el neoconservadurismo
pueda ser—y de hecho es en algunos casos—una posición interna a las gobiernos de la
marea rosada, aún cuando implica una crítica de su carácter supuestamente populista. 92
El giro neoconservador implica un énfasis en el Estado sobre el subalterno. El
giro ultra-izquierdista, es, por contraste, anti-estatista y por lo tanto “post-nacional” y
“post-hegemónico”. Para ilustrar, me voy a referir a la posición articulada por Michael
Hardt y Antonio Negri en su conocido manifiesto, Empire. Como se sabe, para ellos la
globalización económica representa una nueva etapa del capitalismo con sus
92 Sobre esto, ver er mi ensayo previo aquí sobre el giro neoconservador en los estudios culturales latinoamericanos.
169
características propias y especiales. En esta etapa, el Estado nacional, que había sido la
forma territorial que correspondía a las etapas anteriores del capitalismo (mercantil,
competitivo y monopólico respectivamente), está ahora superada. El nuevo sujeto
revolucionario –la “multitud”- es, por lo tanto, transnacional o post-nacional, híbrido y
diaspórico. La emergencia del Estado nacional soberano a comienzos de la modernidad
fue desde siempre una operación de limitación de la autonomía de la multitud y del
poder de lo comunal (the commons). Ahora, de alguna forma como los cristianos en el
Imperio Romano, el poder de la multitud se afirmará a sí mismo. Aun más, este poder
es inmanente a la misma lógica de la globalización.
El argumento de Hardt y Negri coincide, en algunos puntos, con la articulación
deconstruccionista o “post-hegemónica” de los estudios subalternos a la cual ya hemos
hecho referencia aquí93. Ambas, a su vez, pueden ser vistas como una especie de
inversión negativa del giro neoconservador. Paradójicamente, sin embargo, coinciden
con el giro neoconservador en su rechazo a o escepticismo ante los nuevos gobiernos
de la marea rosada en América Latina, especialmente aquellos con un marcado carácter
populista, como el de Chávez en Venezuela.
Por el contrario, en estos comentarios estoy alineándome con dichos gobiernos.
Ellos son de carácter heterogéneo, pero, a pesar de sus discrepancias a nivel económico
e ideológico, comparten un cierto sentido de identidad política común (tienden a
autodenominarse como “socialistas”; lo que quieren decir por esto no es siempre claro,
pero el sólo hecho de reconocerse como tales parece significativo). En momentos de
crisis –por ejemplo, en el intento de golpe en Bolivia por los grupos reaccionarios de la
provincia de Santa Cruz hace unos años - son capaces de apoyarse mutuamente. Aún
cuando a veces tienen sus raíces en movimientos insurreccionales populares, tales como
el Caracazo en Venezuela o los bloqueos indígenas en Ecuador y Bolivia, aceptan a y
trabajan con bastante éxito dentro del marco constitucional de la democracia formal.
Ven el horizonte del socialismo como un horizonte esencialmente democrático, aunque
93 Aunque se distinguen en que los deconstruccionistas mantienen una sospecha metodológica y conceptual a la vez ante de las asunciones “biopolíticas” y tecno-utópicas que sustentan el mesianismo político de Empire.
170
su deseo sea el de profundizar la participación democrática de los sectores marginados
o excluidos del diálogo político. Cuando la actual constitución se transforme en un
límite para sus proyectos, tienden a avalarse del mecanismo del referendo electoral.
Comprendo que la marea rosada alberga muchas ambigüedades,
contradicciones e inconsistencias, que como toda empresa humana está sujeta al
fracaso o a la perversión de sus ideales, que continuarán existiendo profundas
contradicciones entre las “razones de Estado” y los movimientos populares-subalternos.
También es posible que la “marea” esté comenzando a bajar94. Sin embargo, veo la
posibilidad representada por estos gobiernos como prometedor para el futuro del
proyecto socialista, si es que todavía existe tal proyecto. Pero esa posibilidad depende, a
la vez, de la intervención de la teoría crítica.
El desafío que confronta la marea rosada si quiere avanzar y no estancarse es
generar, primero la idea y luego las formas institucionales de un Estado diferente, un
Estado que encarnaría y expresaría, bajo las condiciones de la globalización, el carácter
democrático, igualitario, multicultural y multiétnico del “pueblo”: un “pueblo-Estado”.
Quiero sugerir aquí una distinción entre un pueblo-Estado (cuyo carácter estaría
definido por relaciones horizontales entre representantes y funcionarios estatales y el
“pueblo” y por “contradicciones en el seno del pueblo”), y un Estado populista
(caracterizado por relaciones verticales entre él o los líderes y el pueblo, y por la
supresión de “las contradicciones en el seno del pueblo” en nombre de la “unidad”
94 Signos de esto podrían ser el golpe en Honduras que fue tolerado, si no promovido, por la administración de Obama, la continua popularidad de Uribe y de su proyecto político en Colombia, y la victoria de la derecha en las últimas elecciones chilenas, a pesar de la inmensa popularidad de Bachelet (quien no pudo ser reelegida debido a impedimentos constitucionales). Se esperaba que la elección de Obama fuera coincidente con la marea rosada: el mismo Obama prometió explícitamente una “nueva relación” con América Latina. Desafortunadamente, los objetivos de su gobierno parecen ser hasta ahora contener a la “marea rosada” y reafirmar la autoridad norteamericana en América Latina. Es muy posible que en el futuro inmediato cinco o seis gobiernos latinoamericanos serán de derecha. Una indicación más positiva de la continuidad de la marea es el hecho de que las últimas elecciones en Brasil en 2010 favorecieron a la coalición representada por Lula y terminaron con la elección de Dilma Rousseff como presidenta. Y es probable que el MAS siga en el poder en Bolivia, a pesar de divisiones internas en su mismo proyecto, divisiones que han involucrado a veces el rol y al posiciones del propio García Linera.
171
nacional), teniendo presente, sin embargo, que no siempre es fácil mantener separadas
estas cosas, como en el caso de Chávez95.
¿Continuará esta nueva forma de Estado siendo un Estado nacional: es decir, un
Estado fundado en la idea de una cierta “identidad” nacional y una consiguiente
soberanía territorial, necesaria para expresar tal identidad? Sí y no. Aunque los
gobiernos de la marea rosada están profundamente preocupados con restablecer la
soberanía nacional, sus proyectos implican algo más allá de una simple rearticulación
del Estado nacional tal cual éste funcionaba previamente al neoliberalismo y al proceso
globalizador. Esos e debe en parte porque no es posible desconectar la cuestión de la
soberanía de naciones-estados individuales de la afirmación continental de América
Latina como una entidad transnacional-- una “civilización “ en el sentido particular que
daba el politólogo neoconservador norteamericano Samuel Huntington a ese palabra.
El “bolivarismo” de Chávez no es sólo retórico: en más de una ocasión ha dado ayuda
económica a otros países latinoamericanos para afrontar dificultades inmediatas o para
crear nuevas redes económicas o mediáticas.
Volvemos aquí entonces a la pregunta que estaba al centro del proyecto de los
estudios subalternos: ¿Como pensar nuevas formas de territorialidad y de identidad más
allá de la forma del Estado-nación moderno y del sistema de clases y de la sociedad de
mercado correspondiente? Para contestar adecuadamente haría falta una discusión
95 La doctrina de las “dos izquierdas” establece que hay “buenos” gobiernos de izquierda en América Latina (modernos, racionales, democráticos, orientados al mercado, etc.) –por ejemplo, el PT en Brasil –y otros “malos” (autoritarios, anti-modernos, populistas), como el de Chávez en Venezuela. Ver, por ejemplo, Jorge Castañeda “Morning in Latin America”, Foreign Affairs (septiembre / octubre, 2008). Un argumento similar, enfocado particularmente en las políticas económicas, es el de Michael Reid en su influyente libro Forgotten Continent. The Battle for Latin American’s Soul (New Haven: Yale University Press, 2007). Pareciera que esta posición es la dominante en los altos círculos de la administración de Obama. Creo que esta distinción de las “dos izquierdas” es, de manera voluntaria o involuntaria, cómplice con los intereses reaccionarios en la región, porque fomenta una división dentro de la misma marea rosada a nivel nacional e interamericano (uno de los argumentos para el golpe en Honduras, por ejemplo, fue que el depuesto presidente Zelaya, quien había declarado su simpatía por Chávez y quien estaba intentando llevar a cabo un referéndo para cambiar los límites de la ley electoral en su país, era “populista” y, por lo tanto, “irresponsable”; por contraste, no hubiera sido aceptable un golpe contra Bachelet o Lula, o sus sucesores). Como sea, es lo que podríamos designar como una “unidad contradictoria” --una unidad en la cual la diferencia es respetada-lo que me parece esencial defender y extender en el proyecto de la marea rosada. Argumentar a favor del MAS o de Chávez y contra Lula o Bachelet (o vice versa) sería, entonces, prestarse uno mismo para articulaciones reaccionarias, como ocurre en el caso de la doctrina de las dos izquierdas.
172
más amplia de la que he intentado presentar en estos ensayos. Pero creo haber
sugerido por lo menos que ese “más allá” tendrá que construirse en parte a través del
Estado actual. La hegemonía es indudablemente una limitación, pero es una limitación
inevitable.