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Facultad de Teología La Sagrada Escritura y la Cristología (1984) Pontificia Comisión Bíblica Prefacio No es tarea propia de la Pontificia Comisión Bíblica el ocuparse ella misma del trabajo exegético. La función a ella encomendada es la de promover rectamente los estudios bíblicos y ofrecer una ayuda válida al Magisterio eclesiástico. Como le ha sido planteada la cuestión sobre el tratamiento y la elaboración de la doctrina bíblica referente al Cristo Mesías le correspondía preparar un documento para proponerlo a los expertos y exégetas, ni tampoco a quienes tienen la tarea especial de trasmitir la catequesis. Para ayudar al conocimiento de las Sagradas Escrituras y a los pastores en el ejercicio de su ministerio tenía, más bien, que realizar ella misma dos tareas: 1. Después de examinar detenidamente las investigaciones que hoy se publican sobre la Cristología Bíblica, aclarar las diferentes orientaciones y los métodos, sin olvidar mínimamente los peligros que el uso exclusivo de algún método puede ocasionar, para llegar a la comprensión completa de los testimonios bíblicos y de los dones de Dios en Cristo. 2. Exponer brevemente las afirmaciones bíblicas que: a) En el Primer o Antiguo Testamento toman en consideración las promesas de Dios, los dones ya concedidos y la esperanza del Pueblo de Dios acerca del Mesías futuro. b) En el Nuevo Testamento describen la comprensión de la fe a la que finalmente llegaron las comunidades cristianas, es decir, en lo tocante a las palabras y los hechos de Jesús de Nazaret, comprendidos por medio de aquellos textos cuya autoridad divina ya había sido reconocida por las comunidades judías. La Comisión Bíblica ha dejado deliberadamente el estudio de la composición gradual de los escritos bíblicos a las investigaciones exegéticas, literarias e históricas, de modo que sólo toma en consideración los testimonios recibidos en el Canon de las Sagradas Escrituras. De ahí el título de su documento: La Sagrada Escritura y la Cristologia. La Comisión Bíblica ha dejado deliberadamente el estudio de la composición gradual de los escritos bíblicos a las investigaciones exegéticas, literarias e históricas, de modo que sólo toma en consideración los testimonios recibidos en el Canon de las Sagradas Escrituras. De ahí el título de su documento: La Sagrada Escritura y la Cristologia. Henri Cazelles A Jesús por la historia / Facultad de Teología Pontificia Universidad Católica de Chile 1

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Facultad de Teología

La Sagrada Escritura y la Cristología (1984) Pontificia Comisión Bíblica

Prefacio

No es tarea propia de la Pontificia Comisión Bíblica el ocuparse ella misma del

trabajo exegético. La función a ella encomendada es la de promover rectamente los estudios bíblicos y ofrecer una ayuda válida al Magisterio eclesiástico. Como le ha sido planteada la cuestión sobre el tratamiento y la elaboración de la doctrina bíblica referente al Cristo Mesías le correspondía preparar un documento para proponerlo a los expertos y exégetas, ni tampoco a quienes tienen la tarea especial de trasmitir la catequesis. Para ayudar al conocimiento de las Sagradas Escrituras y a los pastores en el ejercicio de su ministerio tenía, más bien, que realizar ella misma dos tareas:

1. Después de examinar detenidamente las investigaciones que hoy se publican sobre la Cristología Bíblica, aclarar las diferentes orientaciones y los métodos, sin olvidar mínimamente los peligros que el uso exclusivo de algún método puede ocasionar, para llegar a la comprensión completa de los testimonios bíblicos y de los dones de Dios en Cristo.

2. Exponer brevemente las afirmaciones bíblicas que:

a) En el Primer o Antiguo Testamento toman en consideración las promesas de Dios, los dones ya concedidos y la esperanza del Pueblo de Dios acerca del Mesías futuro.

b) En el Nuevo Testamento describen la comprensión de la fe a la que finalmente llegaron las comunidades cristianas, es decir, en lo tocante a las palabras y los hechos de Jesús de Nazaret, comprendidos por medio de aquellos textos cuya autoridad divina ya había sido reconocida por las comunidades judías.

La Comisión Bíblica ha dejado deliberadamente el estudio de la composición gradual de los escritos bíblicos a las investigaciones exegéticas, literarias e históricas, de modo que sólo toma en consideración los testimonios recibidos en el Canon de las Sagradas Escrituras. De ahí el título de su documento: La Sagrada Escritura y la Cristologia.

La Comisión Bíblica ha dejado deliberadamente el estudio de la composición gradual de los escritos bíblicos a las investigaciones exegéticas, literarias e históricas, de modo que sólo toma en consideración los testimonios recibidos en el Canon de las Sagradas Escrituras. De ahí el título de su documento: La Sagrada Escritura y la Cristologia.

Henri Cazelles

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LA SAGRADA ESCRITURA Y LA CRISTOLOGÍA

Muchos hombres de nuestro tiempo, sobre todo en Occidente, se confiesan espontáneamente agnósticos y no creyentes. ¿Pero se sigue de ahí que se interesen muy poco por Jesucristo y por su tarea en el mundo? De los estudios y escritos que ven la luz consta que la situación de ninguna manera se encuentra así, aunque haya cambiado el modo de tratar esa cuestión. Con todo, hay algunos cristianos que se sienten bastante perturbados por la variedad de los métodos con los que se examina este problema o por las soluciones que de ese mismo problema se proponen. La Pontificia Comisión Bíblica desea ofrecer una ayuda en este caso a los pastores y a los fieles, de estas dos maneras:

1. Presentando un resumen breve de estos estudios, cuya importancia y peligros son descritos.

2. Proponiendo sumariamente el testimonio de las Sagradas Escrituras sobre la espera de la Salvación y del Mesías, para situar con exactitud el Evangelio en este contexto previo, y mostrando después cómo debe ser comprendido el cumplimiento de esa expectativa y de esas promesas en Jesucristo.

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PARTE PRIMERA

PERSPECTIVA DE LOS METODOS

CON LOS QUE HOY SE INVESTIGA LA PROBLEMÁTICA DE CRISTO

1.1. BREVE EXAMEN DE LAS TENTATIVAS

No se trata de exponer aquí la serie completa de los estudios sobre Jesucristo; simplemente se presta atención a los distintos caminos que se han recorrido en nuestros días para llevar a término estas investigaciones. Esos caminos se exponen brevemente aquí, encuadrados más o menos según unas clasificaciones, que no guardan un orden estricto ni lógico ni cronológico, indicando a la vez los nombres de algunos autores, que son partidarios destacados de esos métodos.

1.1.1. Teología «clásica» o método tradicional

1.1.1.1. Es el camino adoptado en los tratados dogmáticos especulativos, que presentan una doctrina elaborada sistemáticamente, partiendo de las definiciones de los Concilios y los escritos de los Santos Padres: así los tratados «De Verbo Incarnato» (ver Concilios de Nicea, año 325; Éfeso, 431; Calcedonia, 451; Constantinopla II y III, 553 y 681) y «De Redemptione» (ver Concilios de Orange, 529; Trento, sesiones 5 y 6, 1546 y 1547).

1.1.1.2. Los tratados elaborados de esa forma se enriquecen hoy con múltiples elementos que son aportados por el congreso científico:

a) Utilizan generalmente la «crítica bíblica», con la que se distingue mejor lo que es propio de cada libro o aportan varios libros a la vez, con lo que resulta que la misma exégesis teológica se apoya en un fundamento más sólido (p. ej. J. Galot, etc.).

b) La influencia indirecta de una teología cuyo punto capital gira sobre la denominada «historia de la salvación» (Heilsgeschichte, ver después 1.1.6.), coloca la persona de Jesucristo con mayor firmeza en la administración de los medios de salvación que entre los Padres era denominada «Economía (o administración) de la Salvación».

c) Teniendo en cuenta los distintos aspectos bajo los cuales se consideran hoy las cuestiones teológicas, algunas de ellas ya tratadas en la Edad Media, pero actualmente renovadas en parte, como la de la «ciencia» y el desarrollo de su personalidad (ver p. ej. J. Maritain, etc.).

1.1.2. Métodos especulativos de carácter crítico

1.1.2.1. Algunos teólogos especulativos piensan que una lectura crítica, que ha proporcionado tantas ventajas en el campo de los estudios bíblicos, debe ser aplicada no solo a las obras de los Padres y de los teólogos de la Edad Media, sino también a las mismas definiciones de los Concilios; éstas deben ser interpretadas teniendo en cuenta el «contexto histórico y cultural» del que surgieron.

1.1.2.2. Resulta de la investigación histórica de los Concilios, que sus definiciones han de ser tenidas como intentos de superar las controversias de escuela o la diversidad de opiniones y formas de hablar, que dividían a los teólogos entre sí,

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aun cuando todos querían afirmar la fe procedente del Nuevo Testamento. Los intentos no siempre superaron del todo las posturas opuestas. Cuando el contexto cultural es sometido a un examen crítico y también el lenguaje de las fórmulas aceptadas, p. ej. en el Concilio de Calcedonia (451), es posible distinguir mejor el «objeto» de las definiciones de las «fórmulas» empleadas para enunciarlo rectamente. Pero cuando cambia el contexto cultural, las fórmulas pueden perder con facilidad su fuerza y eficacia en otro contexto lingüístico diferente, en el que las mismas palabras no guardan siempre el mismo significado.

1.1.2.3. Conviene pues comparar de nuevo tales fórmulas con las fuentes fundamentales de la Revelación, procediendo con una atención especial en lo referente al Nuevo Testamento. Con ello se llega a que algunas investigaciones sobre el «Jesús histórico» lleven a determinados teólogos (p. ej. P. Schoonenberg) a hablar de su «persona humana»; ¿no sería más adecuado hablar de su «personalidad humana», en el sentido en el que los Escolásticos hablaban de su «naturaleza humana individual» y «singular»?

1.1.3. La Cristología y la investigación histórica

Otros procedimientos siguen los métodos de la historia científica. Esos métodos ya mostraron su eficacia en la investigación de los textos del pasado, y parecía razonable aplicarlos al estudio del texto del Nuevo Testamento.

1.1.3.1. En efecto, desde el principio del siglo XIX, las investigaciones se orientaban sobre todo a la «reconstrucción histórica de la vida de Jesucristo» tal como pudo presentarse a los hombres que vivían con Él, y según la conciencia que pudo tener de sí mismo. De hecho, el descuido de los dogmas cristológicos se admitía espontáneamente entre los autores racionalistas (p. ej. Reimarus, Paulus, Strauss, Renan, etc.). Este descuido fue admitido también por los Protestantes «liberales», que quisieron sustituir la teología «dogmática», que a ellos les parecía excluir toda in-vestigación positiva, por una teología «bíblica» establecida críticamente (cfr. A. Harnack, Das Wesen des Christentums. Leipzig, 1901). Esta investigación sobre el «Jesús histórico» llegó a unas conclusiones tan opuestas entre sí, que la «Investigación sobre la vida de Jesús» (Leben Jesu Forschung) fue contemplada como una empresa totalmente carente de esperanza alguna de éxito (A. Schweitzer, 2ª ed., 1913). Por parte católica, aunque M. J. Lagrange había establecido firmemente un «método histórico» para estudiar los Evangelios (La Méthode historique, 3ª ed., 1907), no se evitaban en la práctica las mismas dificultades, si no era postulando una verdad «histórica» íntegra de todos los detalles e indicaciones mínimas, que se encuentran en los textos evangélicos (así Didon, Le Camus; con algunas leves discrepancias Lebreton, el mismo Lagrange, Prat, Fernández, Ricciotti, etc.). La tentativa realizada por R. Bultmann partió desde este callejón sin salida, en el que pareció estar atascada la investigación sobre la «vida de Jesús» (ver después 1.1.8.).

1.1.3.2. Desde entonces, el «método histórico» se enriqueció con elementos nuevos de gran importancia, porque los mismos expertos en los problemas de la historia pusieron en entredicho el concepto «positivista» de la objetividad en la ciencia histórica.

a) Una objetividad tal no es lo mismo que la objetividad de las ciencias naturales, pues se refiere a «experiencias humanas» (sociales, psicológicas, culturales, etc.), que sucedieron una sola vez en el pasado, y por eso mismo no pueden ser reconstruidas plenamente. Si alguien quiere descubrir su verdad, no

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puede lograrlo sino recurriendo a las huellas y testimonios (monumentos y documentos) que les conciernen; pero a la verdad de ellas se llega en tanto en cuanto esas experiencias se entienden de alguna manera «desde dentro».

b) Un intento semejante implica por necesidad «aspectos subjetivos» en las investigaciones realizadas por los historiadores; cuya presencia el historiador distingue en todos los textos que relatan acontecimientos y describen sus protagonistas, sin ningún juicio previo sobre el valor de los testimonios así conservados.

c) La subjetividad del mismo historiador se inmiscuye en su trabajo a lo largo de todo su desarrollo, mientras busca «la verdad» de la historia (ver H. G. Gadamer). Pues él trata los problemas que investiga, según ellos atraen y animan su propio interés, con una «precomprensión» (Vorvenständnis), que investiga. Aunque durante esa confrontación él mismo se someta a crítica y se examine, resulta raro que llegue a exponer las conclusiones de su trabajo, sin que de alguna manera dependan de su opinión personal sobre el sentido de la existencia humana (ver X. Leon Dufour).

1.1.3.3. La investigación histórica sobre Jesús proporciona un ejemplo muy claro de esa situación de los historiadores. Nunca una posición es «neutra». De hecho, la persona de Jesús afecta a todos los hombres, y por eso mismo, repercute en el historiador mismo, por la significación de su vida y de su muerte, por la importancia que tiene su mensaje en la existencia humana y por la interpretación de su persona, de la que son testigos los libros del Nuevo Testamento. Esas circunstancias en las que se encuentra toda investigación de este problema, explican la gran diversidad de conclusiones a las que llegaron tanto los historiadores como los teólogos; ninguno puede investigar o proponer de una manera enteramente «obje-tiva» la humanidad de Jesús, el devenir de su vida coronada por la muerte en la cruz, el anuncio que Él mismo dio a los hombres con sus propias palabras, sus gestos y su misma existencia. No obstante «esa investigación histórica es absolutamente necesaria», para evitar dos peligros simultáneos: que Jesús sea considerado un héroe mitológico y que la confesión por la que es reconocido como Mesías e Hijo de Dios caiga en un fideísmo irracional.

1.1.4. Cristología y Ciencia de las Religiones

1.1.4.1. Para completar la fundamentación de las investigaciones históricas hay otro elemento al alcance de la mano: «La Ciencia de las Religiones», teniendo en cuenta las influencias entrelazadas entre ellas que advertimos aún vigentes. ¿No es necesario tomar ese camino para comprender p. ej. el pasaje efectuado desde el Evangelio del Reino de Dios, tal como Jesús lo había anunciado según los evangelios, hasta el Evangelio de Jesús Mesías e Hijo de Dios, tal como se encuentra en los escritos que presentan de formas diferentes la fe de la Iglesia primitiva?

1.1.4.2. Desde el siglo XIX la «historia comparada de las religiones» recibió un gran impulso, cuyo empuje hizo posible la renovación ulterior de las vías de acceso a esa antigua materia. Su incremento tuvo dos causas: en primer lugar la recuperación de la literatura del Antiguo Oriente, y después el desciframiento de las inscripciones Egipcias y Cuneiformes (Champollion, Grotefend, etc.); y por último las investigaciones etnológicas sobre los pueblos «primitivos». De ello resultó evidente que el fenómeno religioso es irreductible a los restantes fenómenos

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humanos (ver R. Otto: Das Heilige, 1916, y envuelto a la vez con elementos muy diferentes tanto en las creencias como en los ritos).

1.1.4.3. En esta situación, al comienzo del siglo XX la «Escuela de la Historia de las Religiones» (Religiongeschichtliche Schule), intentó explicar por un lado el origen y el desarrollo de la religión del antiguo Israel, por otro el origen de la religión cristiana, que comienza con Jesús el Judío, en un mundo helénico profundamente imbuído entonces por el sincretismo y el gnosticismo. R. Bultmann (ver 1.1.8.) aceptó este principio sin reservas, para explicar el origen del lenguaje cristológico del Nuevo Tes-tamento. El mismo principio que es aceptado comúnmente por quienes no profesan la fe cristiana. Al admitirlo, la Cristología se ve privada de su contenido concreto. Sin embargo es posible mantenerlo sin negarle sus derechos a la «Ciencia de las Religiones».

1.1.5. Acercamiento a Jesús desde el Judaísmo

1.1.5.1. Está claro que la «Religión Judía» es la primera que hay que investigar, para poder entender la personalidad de Jesús. Los Evangelios le presentan enraizado profundamente en su tierra y en la tradición de su pueblo. Desde el comienzo del siglo los investigadores cristianos sacaron a relucir múltiples analogías entre el Nuevo Testamento y los escritos de autores judíos (ver Strack-Billerbeck, Bonsirven, etc.). Modernamente, los escritos encontrados en Qumram, junto con la recuperación del Targum palestinense del Pentateuco, han renovado la cuestión y estimularon los estudios comenzados sobre ellos. Con anterioridad, ya existía, a veces, junto a esa investigación, la preocupación de aclarar la historicidad del texto de los Evangelios. Hoy se pretende más bien conocer mejor las «raíces judías del cristianismo», para poder describir con mayor exactidud su naturaleza singular sin perder de vista el tronco del que ha surgido.

1.1.5.2. Después de la Guerra acabada en 1918, algunos historiadores judíos, dejando a un lado una animosidad secular, de la que no estaban libres los predicadores cristianos, aplicaron sus estudios directamente a la persona de Jesús y a los orígenes cristianos (J. Klausner, M. Buber, J. G. Montemore, etc.). Se esfuerzan en demostrar el «carácter judío de Jesús» (p. ej. P. Lapide), las relaciones entre la doctrina de Jesús y las tradiciones rabínicas, el carácter peculiar profético o sapiencial de su mensaje relacionado estrechamente con la vida religiosa sinagogal y del templo. Fueron investigadas las derivaciones, sea en Qumram por historiadores judíos (Y. Yadin, etc.) o por expertos alejados de la fe cristiana (J. Allegro), sea en las paráfrasis litúrgicas de la Sagrada Escritura, por autores judíos (ver E. I. Kutscher, etc.) y cristianos (R. Le Deaut, M. Mcnamara, etc.).

1.1.5.3. Algunos historiadores judíos mostrando su inclinación hacia «el hermano Jesús» (S. Ben Chorim) iluminaron algunas características de su persona, de forma tal que encontraban en Él un doctor semejante a los antiguos fariseos (D. Flusser), o un taumaturgo parecido a alguno de los que la tradición de los judíos conserva memoria (G. Vermes). Otros no rechazaron la comparación de la pasión de Jesús con el Siervo sufriente (M. Buber). Todos esos esfuerzos deben ser tenidos en cuenta con gran atención por los teólogos cristianos que se dedican a los estudios de cristología.

1.1.5.4. No obstante, los autores judíos (p. ej. S. Sandmel, etc.) se inclinan a atribuir a Saulo de Tarso los aspectos de la Cristología que trascienden la figura humana de Jesús, sobre todo su filiación divina. Esta explicación del tema está muy

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cerca de la que se encuentra entre los historiadores procedentes de la Escuela de Historia de las Religiones (Religiongeschichtliche Schule) aunque no pierda de vista siempre el profundo carácter judío del mismo Pablo. Sea como quiera, es evidente que las investigaciones sobre el Judaísmo de la época de Jesús en toda su amplitud son una condición previa y necesaria para entender plenamente su personalidad y percibir la importancia que le asignaron en la «economía de la Salvación» los primeros cristianos. Además ese es el fundamento sobre el que se puede entablar un diálogo fructífero entre los Cristianos y los Judíos sin propósitos apologéticos.

1.1.6. Cristología según la Historia de la Salvación

1.1.6.1. En el siglo XIX algunos teólogos protestantes de Alemania (J. T. Beck, J.C.K. Von Hofmann), rechazando el «historicismo» liberal (ver 1.1.3.), o el monismo idealista procedente de Hegel, que en esa época gozaba de gran autoridad, hicieron suya una noción de la «Historia de la Salvación» («Heilsgeschichte») bastante semejante a lo que los Padres y teólogos de la Edad Media llaman «economía de la Salvación». Si se acepta el Evangelio de acuerdo con la fe, han de ser rastreados, entre los sucesos humanos, aquellos «acontecimientos significativos», en los cuales Dios pudo dejar las huellas de su intervención, si es posible decirlo así, por medio de las cuales conduce el curso de la historia a su «cumplimiento». Esos acontecimientos constituyen la trama misma de las Sagradas Escrituras; por tanto la «consumación» de la historia entendida de este modo recibe el nombre de la «escatología».

1.1.6.2. En la perspectiva de esta «Historia de la Salvación» la Cristología manifiesta formas diferentes, según la idea fundamental en la que se apoya todo el tratado.

a) Como en las obras que exponen los «títulos de Cristo» en el Nuevo Testamento (ver F. Hahn, V. Taylor, L. Sabourin, etc.) o hablan de Cristo «Sabiduría de Dios» (A. Feuillet, etc.). O. Cullmann elaboró sobre esa base una cristología esencialmente «funcional», que se abstiene por entero de consideraciones metafísicas de tipo «ontológico». Los títulos de los que se trata, o son los que el mismo Jesús se atribuyó personalmente, íntimamente ligados a su modo de vivir y a sus actuaciones, o los que los pregoneros del Evangelio le atribuyeron en el Nuevo Testamento. Esos títulos designan tanto la obra realizada por Él en su vida terrena, como su obra completada ahora en la Iglesia, y la obra final o escatológica a la que tiende la esperanza última de la Iglesia; contemplan también su preexistencia (P. Benoit). De ahí resulta que la soteriología (o teología de la redención) se incluya en la misma cristología de modo distinto a como se hacía en los tratados teológicos clásicos, que separaban una de la otra.

b) W. Pannenberg parte del hecho de la «resurrección de Jesús», que considera como una anticipación (o «prolepsis») de la consumación de toda la historia. Opinando que es posible probar la verdad de este hecho por medio de una investigación histórica (Historie), piensa que la divinidad de Jesús está ahí demostrada firmemente. Partiendo de ello comienza su tratado sobre la vida y el ministerio de Jesús: su predicación inauguró el reino de Dios entre los hombres; su muerte les dio la salvación; por su resurrección Dios confirmó su misión.

c) J. Moltmann se sitúa desde un principio en una «perspectiva escatológica», por la cual todo el curso de la historia humana aparece orientado hacia una promesa. Los que la acogen con fe, encuentran en ella la fuente de la esperanza, que tiende a

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la obtención de la «Salvación de Dios». Ésta debe afectar a toda la existencia humana, en todos los aspectos. En efecto, así se encontraba en las promesas proféticas del Antiguo Testamento. Son las promesas que el Evangelio cumple, anunciando la muerte y la resurrección de Jesucristo. Por la Cruz el Hijo de Dios asumió el castigo y la muerte de los hombres, para convertirlos de una forma inesperada en instrumento de salvación. Movido por amor, de hecho, Jesús tomó parte del género humano, sometido al pecado y a los dolores, para liberar al hombre en todas sus dimensiones, tanto en sus relaciones con Dios, como en su vida psicológica (antropología), o en su vida social (sociología y política). De esa forma la teología de la redención conduce necesariamente a un programa de acción. Una tendencia semejante a ésta se encuentra en la «exégesis sociológica» (ver G. Theissen, E. A. Judge, A. J. Malherbe, etc.).

1.1.7. Cristología desde la Antropología.

Bajo este título se ponen métodos diferentes que tienen esta nota común, parten de «distintos aspectos de la experiencia humana y de la antropología. En su proceder, estos caminos renuevan las cuestiones, que ya se trataban en el siglo XIX y la primera parte del XX, sobre los «signos de credibilidad» que conducen a la fe. Esos estudios comenzaban bien con el examen de los signos externos (apologética clásica), bien con la experiencia religiosa tomada en general (los intentos modernistas), bien con la consideración de las exigencias intrínsecas de la «acción humana» en cuanto tal (M. Blondel). En lo sucesivo estos problemas se transformaron de forma diversa; pero tales transformaciones influyeron en los estudios de Cristología.

1.1.7.1. P. Teilhard De Chardin propuso que el hombre es el «brote final» de la evolución de todo el universo. De esa forma, Jesucristo, en cuanto Hijo de Dios encarnado, es considerado como «el principio unificador de toda la historia humana y de todo el universo» desde su comienzo. Así por su nacimiento y su resurrección, el significado de todo «el fenómeno humano» se vuelve plenamente evidente a los creyentes.

1.1.7.2. Según K. Rahner el punto de partida de la reflexión cristológica, ha de ser tomado de la «existencia humana» considerada desde su aspecto «trascendental», que consiste fundamentalmente en el conocimiento, el amor y la libertad. Además, estos aspectos alcanzan su perfección plena en la persona de Jesús, en el curso de su vida terrena. Por su resurrección, por su vida en la Iglesia y por el don de la fe concedido por el Espíritu Santo a los creyentes, Cristo hace posible que se logren la imagen perfecta del hombre y su fin, que sin él no puede ser realizado.

1.1.7.3. H. Küng preocupado por la confrontación actual entre la religión cristiana y las demás religiones del mundo y las distintas formas de humanismo, dirige sus investigaciones a la «existencia histórica de este Judío que fue Jesús». Examina la manera en la que Jesús asumió sobre sí la causa de Dios y la causa de los hombres; finalmente los hechos terribles que le condujeron a la muerte y aquella forma de vivir de la que fue iniciador y promotor, que no cesa de fluir en la Iglesia por el Espíritu. Santo. Por tanto la norma cristiana de actuación aparece como un «humanismo radical», que proporciona a los hombres una libertad verdadera.

1.1.7.4. E. Schillebeeckx estudia de tal modo la «experiencia personal de Jesús» que establece una unión entre la experiencia de Jesús y la experiencia humana común, en primer lugar con la de aquéllos que fueron sus primeros

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compañeros de vida. La muerte que Jesús soportó como un «profeta escatológico» no acabó de ninguna manera con su fe en Él. El anuncio de su resurrección, comprendida como una aprobación divina de su vida, demuestra que ellos habían reconocido en Cristo el signo de la victoria de Dios sobre la muerte, y la prenda de la promesa de Salvación para todos aquellos que quieran seguirlo en su Iglesia.

1.1.8. Interpretación «existencial» de Jesucristo

Igualmente se encuentra una aproximación a Jesús de tipo antropológico en la interpretación «existencial» o (existencialista) propuesta por R. Bultmann, exégeta y teólogo.

1.1.8.1. Como exégeta Bultmann hace suyas las conclusiones negativas a las que llegaron las investigaciones sobre la «vida de Jesús» entre los Protestantes «liberales». Tales investigaciones, dice, no pueden en absoluto constituir el fundamento de la teología. De acuerdo con los seguidores de la «Escuela de la Historia de las Religiones» mantiene que la fe del Cristianismo procede, en su origen, de un sincretismo en el que se mezclan elementos judíos, sobre todo los predominantes en los medios apocalípticos, con los de origen pagano, procedente de las religiones helenísticas. Así el resultado es que «el Jesús histórico» se separa lo más posible del «Cristo de la fe» (según el principio propuesto por M. Kähler al final del siglo XIX).

1.1.8.2. No obstante, Bultmann quiere permanecer como un fiel cristiano y se propone realizar una labor verdaderamente «teo-lógica». Pero para salvaguardar la autoridad del «kerigma» evangélico, al que había precedido el modo en el que Jesús se comportaba ante Dios, llega Bultmann a reducir ese anuncio a la «proclamación del perdón de Dios concedido a los pecadores»; tal mensaje está significado en la «Cruz de Jesús», «palabra» genuina de Dios inscrita en un acontecimiento histórico. En él hay que situar el mensaje pascual, al que se debe responder por tanto con «una decisión de fe» (ver S. Kierkegaard), la única que puede asegurar al hombre la entrada segura a una existencia nueva plenamente «auténtica». Esta fe en verdad no tiene, en cuanto tal, ningún contenido doctrinal, sino que pertenece al orden «existencial», en tanto que apuesta de «libertad», por cuya fuerza el hombre se confía totalmente a Dios.

1.1.8.3. Según Bultmann, para las formulaciones de la cristología y de la soteriología, que se encuentran en el Nuevo Testamento, se ha usado un lenguaje «mitológico» propio de la época. Tal lenguaje, dice, conviene «desmitologizarlo», es decir, interpretarlo teniendo el debido cuidado con las leyes del lenguaje mitológico, para alcanzar el objetivo de la «interpretación existencial». Esto en efecto, no sólo tiende a mostrar las consecuencias prácticas del anuncio del Evangelio, sino a iluminar también las «categorías» de las que depende la estructura de la existencia humana «salvada». En este punto, el pensamiento de Bultmann muestra una fuerte dependencia de los principios filosóficos de M. Heidegger propuestos en su obra «Sein and Zeit».

1.1.8.4. En su trabajo exegético, Bultmann lo mismo que sus coetáneos M. Dibelius Y K. L. Schmidt, sobrepasó la crítica literaria clásica, recurriendo a la crítica de las «formas» literarias, que contribuyeron a la «formación» del texto («Formgeschichte»). La intención de un estudio semejante no es extraer de los textos de los Evangelios las verdades históricas mismas acerca de Jesús, sino más bien establecer el lazo de unión que relaciona los textos y la vida concreta de la

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«comunidad primitiva», determinando su situación y funciones (Sitz im Leben), para descubrir en vivo los diferentes aspectos de la fe en la misma comunidad. Los discípulos del mismo Bultmann sin negar las investigaciones principales del maestro, sintieron sin embargo la necesidad de reencontrar al mismo Jesús como principio y origen de la Cristología (E. Käsemann, etc.).

1.1.9. La Cristología y los compromisos sociales

1.1.9.1. Dado que la vida depende de la vida social, se sigue de ello que muchos «lectores», teólogos o no, cuyos estudios se dirigen hacia Jesús, concentren su atención, sobre todo, en los problemas prácticos de la vida social. Observando, y a la vez experimentándolos en sí mismos, los males de las sociedades humanas, recurren a la «praxis» que siguió el mismo Jesús, para encontrar en ella un ejemplo apropiado para nuestra época. Ya en el siglo XIX algunos socialistas llamados «utópicos» (ver Proudhon), habían estudiado los principios sociales del Evangelio. Incluso K. Marx, aunque rechazaba absolutamente cualquier forma de religión, estaba sujeto a una influencia indirecta del mesianismo bíblico. F. Engels interpretó, de acuerdo con el principio de su teoría de la «lucha de clases», la esperanza cristiana primitiva tal como se encuentra, p. ej., en el Apocalipsis.

1.1.9.2. En nuestros días, los partidarios de las distintas formas de la «teología de la liberación» elaboradas sobre todo en América Latina, intentan encontrar en el «Cristo libertador», que algunos historiadores presentaron como un enemigo del Imperio Romano (ver S. G. F. Brandon), el fundamento de una esperanza y una praxis. Para ofrecer a los hombres una liberación política y social, como dicen, ¿no tomó Jesús la defensa de la «causa de los pobres» y se alzó contra los abusos de las autoridades que oprimían al pueblo en los asuntos económicos, políticos, ideológicos e incluso religiosos? No obstante, las teologías de este tipo adoptan formas variadas. Algunas se ocupan de la liberación necesaria que abarca todos los asuntos humanos, entre los cuales se incluye la relación fundamental del hombre con Dios (ver G. Gutiérrez, L. Boff, etc.). Otras en cambio se refieren sobre todo a las relaciones humanas entre sí (ver J. Sobrino).

1.1.9.3. Además, algunos marxistas, aun desde su ateísmo, buscando un «principio esperanza» (E. Bloch), tienen en cuenta la «praxis» de Jesús, cuyo fundamento es el amor fraterno, como un camino abierto que alguna vez hará surgir finalmente, en la historia, una sociedad humana nueva, en la que el «comunismo» integral pueda manifestar su forma perfecta (p. ej. M. Machovec).

1.1.9.4. Hay lectores del Evangelio que admitiendo por principio esa interpretación de los fenómenos sociales y de las realidades humanas, propuesta por los seguidores actuales del marxismo, aplican a los textos del Nuevo Testamento los métodos de análisis de esta escuela, y proponen «una lectura materialista del Evangelio». De esa forma deducen los principios de una «praxis» liberadora, que según ellos sea tan inmune a cualquier «ideología eclesiástica», que se pueda poner en ella el fundamento de la propia actividad social (F. Belo). Algunos grupos de estudiosos, a los que pueden pertenecer cristianos sinceros, recurren a este método, que une teoría y acción, sin que se persigan necesariamente los fines teóricos del «materialismo dialéctico».

1.1.9.5. Esas formas de «lectura» del Evangelio concentran toda su atención sobre el «Jesús histórico». De hecho, según esas opiniones, Jesús, en cuanto hombre, fue el iniciador de una «praxis» liberadora nueva; tal actividad debe ser

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retomada en nuestro mundo de hoy, con nuevos medios y argumentos. Desde un cierto punto de vista, estas propuestas de interpretación ocupan el lugar que en la teología clásica se asignaba a la doctrina de la redención y a la ética social.

1.1.9.6. Bajo una perspectiva notablemente distinta, surgen hoy algunas investigaciones que intentan construir una «teología práctica»; teniendo en cuenta los problemas de origen social y político, debe ofrecer a los hombres, sobre todo a los grupos más pobres y oprimidos, una esperanza verdadera y capaz de ser llevada a la práctica: por la Cruz de Cristo, Dios se ha hecho partícipe solidario de los sufrimientos de los hombres, para realizar su liberación (J. B. Metz). De esa forma se pasa al campo propio de la ética.

1.1.10. Estudios sistemáticos de carácter nuevo

1.1.10.1. Con este título se tienen en cuenta dos síntesis teológicas en las cuales la «cristo-logia» se entiende como una revelación «teo-lógica» del mismo Dios. Una tiene por autor a K. Barth y la otra H. U. von Balthasar. En una y otra se tienen en cuenta los resultados más recientes de la crítica bíblica; pero ambas utilizan también la Sagrada Escritura como un todo, para componer una síntesis sistemática. Jesús Nazareno y el Cristo de la fe no son sino dos aspectos íntimamente unidos entre sí, desde los cuales se constituye la auto-revelación de Dios en las realidades humanas. Una revelación como ésa sólo se descubre con claridad y evidencia por medio de la fe (K. Barth). Según H. U. von Balthasar la «kénosis» de Cristo manifestada en la obediencia absoluta al Padre hasta la muerte en la cruz, revela un dato esencial de la vida trinitaria misma, a la vez que realiza la salvación de los hombres pecadores, experimentando la muerte por ellos.

1.1.10.2. Según K. Barth la existencia completa de Cristo obtiene su significación porque es la «palabra» suprema del Padre. Comunicando esta palabra suya por medio del Espíritu a su Iglesia, Dios introduce una forma de vida ética, que exige a los creyentes tomar parte de las ocupaciones de este mundo, sin exceptuar los asuntos políticos. Pero según H. U. von Balthasar, que establece una contemplación de Dios por la vía que llama «estética», las reflexiones racionales, las investigaciones históricas y las obligaciones de la libertad humana empastadas en la caridad, se aglutinan en el mismo misterio pascual. De esa forma nace una «teología de la historia» que esquiva las conclusiones un poco reductoras de los idealistas y materialistas.

1.1.11. Cristologías «desde abajo» y «desde arriba»

1.1.11.1. Entre los estudios cristológicos mencionados antes, los que comienzan con el «Jesús histórico», aparecen de alguna manera como «cristologías desde abajo». Por el contrario, las cristologías que tienen en cuenta, sobre todo, la relación filial de Jesús con Dios el Padre, se pueden denominar con justicia «desde arriba». Muchos autores contemporáneos quieren «unir ambos aspectos» pues, partiendo de los textos críticamente estudiados, demuestran que la cristología, que se encuentra implícita en las palabras de Jesús y en su experiencia humana, forma un todo continuo profundamente unido con las diferentes cristologías explícitas contenidas en el Nuevo Testamento. Esta conexión se alcanza por caminos muy distintos entre sí (ver L. Bouyer, R. Fuller, C.D.F. Moule, T.H. Marshall, B. Rey, Chr. Duquoc, W. Kasper, M. Hengel, J.G. Dunn, etc.).

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1.1.11.2. Aunque falta mucho para que los modos de proceder y las conclusiones de estos autores coincidan plenamente entre sí, hay no obstante dos puntos capitales comunes a todos:

a) Por una parte, hay que distinguir la forma en la que Jesús «se presentó y pudo ser comprendido por sus contemporáneos» (familia, discípulos y adversarios); por otra, la forma en la cual los creyentes en Jesús entendieron su vida y su persona, después de «sus apariciones como resucitado». Entre ambos períodos no hay realmente una «interrupción»; se advierte no obstante un «progreso» de gran importancia, coherente con las opiniones primitivas que ha de ser tenido como constitutivo de la cristología misma. La cual, si debe tener en cuenta los límites de la humanidad de «Jesús de Nazaret», debe reconocer en él a la vez al «Cristo de la fe», revelado plenamente por su resurrección a la luz del Espíritu Santo.

b) Hay que notar además que en los mismos libros del Nuevo Testamento se encuentran ya «modos diferentes» de entender el misterio de Cristo. Pero esto se da, adoptando el «modo de hablar de las Sagradas Escrituras», que se «cumplieron» en Jesús Salvador del mundo. Su cumplimiento supone una «ampliación de sentido», ya sea del sentido que tenían los textos bíblicos originariamente, o del que les atribuían los judíos que los leían en la época de Jesús. Tal ampliación de sentido no debe ser atribuída por tanto a una «especulación» teológica secundaria, sino que su origen lleva a la «persona» misma de Jesús, cuyas características propias destaca con más luz.

1.1.11.3. Inducidos por esta consideración de las cosas, tanto los exégetas como los teólogos tocan la cuestión de «personalidad individual de Jesús».

a) Esta personalidad individual ha sido cultivada y formada por una educación judía, cuyos valores positivos Jesús asumió positivamente en sí. Pero fue dotada además de una «conciencia de sí plenamente singular», tanto en su relación con Dios, como en la realización de su misión entre los hombres. Algunos textos de los Evangelios (p. ej. Lc 2,40.52) nos permiten reconocer un cierto «progreso» de esta conciencia.

b) No obstante los exégetas y teólogos rehusan meterse en una «psicología» de Jesús, sea por las dificultades críticas de los textos, sea por el peligro de una especulación (de una forma no recta, sea por exceso o por defecto). Más bien se manifiestan reverentemente ante el misterio de su personalidad, que Jesús no se preocupó de definir explícitamente, ni siquiera cuando permitió, con sus palabras o sus gestos, mirar un poco dentro de los secretos de su vida íntima (H. Schürmann). Las diferentes cristologías del Nuevo Testamento, lo mismo que las definiciones conci-liares, en las cuales se repiten los contenidos allí presentes, usando un «lenguaje auxiliar», señalaron una «vía» por la cual puede avanzar la especulación teológica, sin delimitar con toda exactitud el mismo misterio.

1.1.11.4. Los exégetas y teólogos, en sus estudios sobre Jesucristo, se ponen de acuerdo en que «la cristología no debe separarse de la soteriología». El Verbo de Dios se hizo carne (Jn 1,14), para desempeñar la función de mediador entre Dios y los hombres. Si Él mismo pudo ser un hombre «totalmente libre» y «un hombre para los demás», sucedió así, porque esa libertad y ese don de sí mismo procedían de su íntima unión con Dios como de su fuente, pudiendo dirigirse a Dios como Padre en un sentido peculiar y absolutamente único. Por tanto las cuestiones referidas a la

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ciencia y a la preexistencia de Cristo, no pueden ser eludidas de ninguna manera, sino que ambas pertenecen a un estadio ulterior de la investigación teológica.

1.2. PELIGROS Y LIMITACIONES DE ESTAS METODOLOGÍAS DIFERENTES

Cada uno de los métodos presentados antes tiene sus puntos capitales fundamentados en los textos bíblicos, y por eso tienen sus ventajas y su fecundidad propia. Algunos de ellos no obstante, aplicados por sí solos, corren el peligro de no exponer el mensaje bíblico en su totalidad, o de proponer incluso una imagen insegura de Jesucristo.

1.2.1. Los métodos de la teología clásica tropiezan en dos escollos

1.2.1.1. La formulación de la doctrina sobre Cristo depende en mayor medida del «lenguaje de los teólogos de la época de los Padres y de la Edad Media» que del lenguaje del mismo Nuevo Testamento, como si esta última fuente de la revelación fuera menos adecuada y apta para establecer una doctrina en fórmulas bien definidas.

1.2.1.2. El recurso al Nuevo Testamento, si se guía por la única preocupación de defender y fundamentar la doctrina llamada «tradicional» en su formulación «clásica», tropieza con el peligro de no «dejar abierto el camino», como conviene, a «algunas cuestiones críticas» que no pueden evitarse en el ámbito de la exégesis, p.ej., puede suceder que se admita demasiado fácilmente la plena historicidad de algunos textos, cuando se refieren a todos los detalles mínimos de algunas narraciones evangélicas; éstas pudieron tener una finalidad teológica, según la costumbre literaria de la época. O la autenticidad verbal de algunas palabras atribuídas a Jesús en los Evangelios, aunque se encuentren referidas de diferente manera en los distintos libros. Con lo que resulta que algunas cuestiones se descuidan, las que con justo mérito son discutidas en nuestro tiempo, y por tanto podría suceder que las proposiciones doctrinales se apoyaran en conclusiones críticas demasiado «conservadoras», que son realmente discutidas.

1.2.2. El intento de reflexión teológica procedente de la «crítica del lenguaje usado por los teólogos y los Concilios», se basa en una valoración recta del problema. Pero, para que no se distorsione el testimonio de las Sagradas Escrituras, debe obedecer a dos condiciones:

1.2.2.1. Los lenguajes «auxiliares», que en el trascurso de los siglos se han empleado en la Iglesia, no gozan de la misma autoridad, cuando se refieren a la fe, que el «lenguaje referencial» del que los autores inspirados se han servido, sobre todo en el Nuevo Testamento, cuyas formas de expresión arraigan en el Antiguo Testamento. Para «poder captar el peso absoluto de la revelación por medio de un lenguaje relativo», salvando la continuidad entre la «experiencia fundamental» siguiente, las distinciones y análisis que son necesarios, no pueden realizarse con detrimento de las afirmaciones expresas, que se encuentran en la Sagrada Escritura.

1.2.2.2. En ese punto está en que se dé un valor absoluto a las formas de pensar y hablar propias de nuestra época, de manera que el conocimiento de Cristo, que brota de los Evangelios, pueda ser discutido. Sucedería así, por cierto, si el texto del Nuevo Testamento se sometiera a una selección e interpretación, que

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«proponen» los distintos sistemas filosóficos. Pues la cristología no puede ser elaborada sólidamente si no se guarda el equilibrio que brota de la Sagrada Escritura tomada en su conjunto y de los distintos modos de hablar de los que se sirve.

1.2.3. Las «investigaciones históricas»

Las investigaciones históricas cuya importancia extraordinaria para la comprensión de la gente y de los acontecimientos de las épocas pasadas está claro para todos, han de ser utilizadas sin duda ninguna también para Jesús de Nazaret. Es evidente, que de ninguna manera debe olvidarse lo que pertenece a la investigación histórica de las circunstancias de lugares y tiempos, en los que estos testimonios han sido recibidos y transmitidos (ver antes 1.1.3.).

1.2.3.1. Sin embargo, no es suficiente el simple análisis de los textos. Pues los textos han sido redactados y recibidos en una comunidad humana que vivía no de ideas abstractas sino de la fe. Esta fe nace y desarrolla su profundidad desde la resurrección de Jesús; el acontecimiento de la Salvación fue calando en aquellos hombres que ya participaban de la experiencia religiosa de las distintas comunidades judías.

1.2.3.2. Advirtiendo la extraordinaria diferencia entre la fe de las comunidades judías y la fe de la Iglesia cristiana, puede olvidarse fácilmente la continuidad histórica entre la primitiva fe de los Apóstoles, fundamentada en la «Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos» (Lc 24,44) y la fe que ellos mismos adquirieron en sus relaciones con el Cristo resucitado. Ahora bien, esta continuidad es igualmente un dato histórico: hay continuidad en su confesión religiosa de Dios de Abrahán y de Moisés antes y después del acontecimiento pascual. Ellos vivieron con el «Jesús histórico» antes de vivir con el «Cristo de la fe». Por eso, sea lo que quiera de las condiciones subjetivas de los expertos actuales, a todos les incumbe investigar la «unidad profunda», que revela la Cristología del Nuevo Testamento, profundamente unida a su propio desarrollo.

1.2.4. Aunque la ayuda de la «Ciencia comparada de las religiones» sea necesaria para la búsqueda de los orígenes de la religión cristiana, no obstante su uso puede correr dos riesgos:

1.2.4.1. Puede encontrarse ella misma falseada por un «prejuicio», que tenga que explicar la religión de Cristo, como sucede en los casos análogos, por medio de «una fusión» o sincretismo de elementos preexistentes en el medio ambiente donde ha nacido: procedentes unos del Judaísmo y otros de las religiones paganas de la época; la religión de Cristo habría surgido de la coincidencia de aquel grupo de creyentes de origen judío con el medio ambiente helenístico, del cual tuvo que transformar algunos elementos. Pero desde el siglo III antes de Cristo, el «Judaísmo ya se había acercado a los problemas del Helenismo», sea rechazando los elementos contrarios a la propia tradición, sea asumiendo aquellos favorables con los que podía ser completada. Al trasmitir las Sagradas Escrituras, en los años siguientes, en su traducción griega, manifestaba ya el éxito favorable de su «inculturación». El Cristianismo primitivo, que recibió la herencia de esa Sagrada Escritura traducida, siguió el mismo camino.

1.2.4.2. También existe el peligro de atribuir a las comunidades cristianas primitivas una fuerza creativa despojada de todo principio interno de dirección, como si las Iglesias particulares careciesen de raíces y de una sólida tradición. Algunos

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historiadores llegaron al extremo de pensar que Cristo era una especie de «mito», desprovisto de cualquier validez histórica. Una opinión de esta naturaleza resulta paradójica y es evitada normalmente, pero no pocos historiadores, ajenos a la fe, piensan que las comunidades cristianas nacidas en el Helenismo transformaron al «Salvador», según la tradición judía, en una especie de «héroe» principal de alguna «religión salvífica», no muy diferente de los «cultos dedicados a algunos misterios divinos». Con todo, la Ciencia de las religiones no requiere de ninguna manera el principio evolucionístico, que establezca el tener que seguir ese criterio. Intenta discernir las «leyes constantes» en la Historia de las Religiones, pero no iguala las creencias religiosas hasta deformarlas. Lo mismo que en los estudios de las restantes religiones, también en el estudio del Cristianismo, la función de esta ciencia es «encontrar el carácter específico de la religión de Cristo», enlazada a la novedad del «Evangelio». De esa forma, por las vías indirectas de la fenomenología, puede poner de manifiesto el camino de la Cristología.

1.2.5. El Estudio atento del Judaísmo

El Estudio atento del Judaísmo es de gran importancia para entender rectamente la persona de Jesús, la vida de la Iglesia primitiva y su fe propia.

1.2.5.1. Si los estudios para conocer a Jesús, avanzan «únicamente» por ese camino, siempre estará presente el peligro de mutilar su personalidad, precisamente en el momento en el que se exponga, por medio de estos estudios, su origen y su carácter judío. ¿Es que sólo fue uno más entre los muchos doctores, aunque fuera el más fiel a la tradición de la Ley y de los Profetas? ¿O un Profeta víctima de un lamentable error? ¿Acaso un taumaturgo semejante a algunos otros, de los que conservan memoria los monumentos literarios judíos? ¿Un político agitador muerto por las autoridades romanas con la complicidad de los sumos sacerdotes, que le habrían entendido?

1.2.5.2. Igualmente es cierto que las tensiones que opusieron a Jesús con los grupos de fariseos partidarios de una disciplina rigurosa, no parecen ser muy diferentes de las disputas entre hermanos partícipes de la misma herencia. Pero la vitalidad posterior del movimiento que comenzó con Él, muestra muy bien que la causa principal de su divergencia era mucho más profunda, aunque admitamos que las narraciones de los evangelios podrían haber descrito con más dureza de lo normal las condiciones originarias del caso. Pero la divergencia tuvo como objetivo el entender de una forma nueva las relaciones con Dios, y el «cumplimiento de las Escrituras», que Jesús llevó a cabo para los hombres de su tiempo por medio del Evangelio del Reino. La investigación cuidadosa del carácter judío de Jesús no puede olvidar este aspecto.

1.2.6. El acercamiento desde la «Historia de la Salvación»

En cuanto al acercamiento a Jesús desde la llamada «Historia de la Salvación», hay que admitir que aporta ventajas de gran valor, aunque el término «Heilsgeschichte» sea un tanto ambiguo. Las cuestiones que con este método se proponen, son diferentes según los distintos partidarios de este método.

1.2.6.1. En las lenguas actuales procedentes del latín y en el inglés, la palabra «historia» no tiene la misma significación cuando se refiere a Jesús como persona «histórica» que cuando se trata de la «Historia de la Salvación». La lengua

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alemana posee una distinción entre las palabra «Historie» y «Geschichte»; pero la terminología que debe utilizarse supone en efecto una dificultad. Pues la comprensión histórica de Jesús se apoya en datos empíricos, o en la experiencia a la que se llega por el estudio de los documentos; en cambio la llamada «Historia de la Salvación» no se fundamenta de la misma forma. Abarca la experiencia común, pero supone una cierta «comprensión» a la que no se llega si no es por la inteligencia de la fe. Esta distinción ha de estar siempre a la vista, para situar la Cristología en su verdadero y propio lugar. Eso supone que tanto el historiador como el teólogo, mantengan su mente abierta a la fe viva y a «una opción de fe», con la que la entrada a ella permanece abierta.

1.2.6.2. Esta consideración debe ser aplicada de modo especial a la «resurrección de Cristo», que por su propia naturaleza no puede ser probada empíricamente. Por ella Jesús es introducido en «el mundo venidero». Esto puede deducirse, en efecto, como real de las apariciones del Cristo glorioso a algunos testigos predispuestos, y es corroborada por el hecho del sepulcro de Jesús, que fue encontrado abierto y vacío. Pero esta cuestión no se puede simplificar demasiado, como si cada historiador, sirviéndose únicamente de su trabajo de investigación científica, pudiera demostrarla con certeza, como un dato accesible a cualquier observador: aquí también se necesita una «decisión de la fe», o mejor aún, «un corazón abierto», que mueva la inteligencia al asentimiento.

1.2.6.3. En cuanto a los «Títulos de Cristo», no es suficiente distinguir entre los que Él mismo se atribuyó durante su vida terrena, y los que le fueron aplicados por los teólogos de la época apostólica. Es más conveniente la distinción entre los títulos «funcionales», con los que se definen las partes pertenecientes a Cristo en la realización de la salvación de los hombres, y los «títulos relacionales» que pertenecen a su relación con Dios, de quien es Verbo e Hijo a la vez. En la forma de enfocar esta cuestión, hay que examinar sus «comportamientos», sus «hechos y dichos» no menos que los títulos, puesto que manifiestan lo que la persona posee en su interior más profundo.

1.2.6.4. Ya que la «Historia de la salvación tiende hacia la escatología», la esperanza que surge de esa tensión, proporciona consecuencias de mucha importancia en cuanto a la «praxis» cristiana en la sociedad humana. No obstante la palabra «escatología» en sí es ambigua. ¿Han de ser puestos los «últimos tiempos» fuera de la experiencia histórica? ¿Anunció Jesús el final de «este mundo» antes de que hubiera pasado la generación de su tiempo? ¿O más bien introdujo un nuevo modo de considerar las condiciones en las que la historia humana se desenvuelve? ¿No se trataba más bien de la última etapa de la «economía de la salvación», inaugurada por el anuncio del Evangelio, pero aún no consumada, que se prolonga durante todo el tiempo de la historia de la Iglesia? Una Cristología verdadera debe aclarar todas las preguntas de ese género.

1.2.7. El peligro de los «métodos antropológicos»

El peligro de los «métodos antropológicos», que abarcan modos de pensar muy diferentes entre sí, se encuentra situado en el menosprecio de algunos elementos, que son constitutivos de la persona humana, su existencia y su historia; con ello es posible que de esa manera resulte una Cristología mutilada.

1.2.7.1. En la observación del «fenómeno humano», ¿ha sido suficientemente investigada su «perspectiva religiosa» según su desarrollo histórico, de modo que la

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persona de Jesús y la fundación de la Iglesia, se coloquen cuidadosamente en su contexto judío dentro del curso de la evolución universal? ¿La interpretación optimista de esta evolución, dirigida hacia el «punto Omega», deja un espacio adecuado «a las preguntas sobre el mal» y a la acción redentora de la muerte de Jesús, aunque por otro lado se tengan en cuenta las situaciones críticas que la evolución humana debe superar? Las investigaciones sobre la persona de Jesús y sobre las Cristologías del Nuevo Testamento proporcionarán los complementos necesarios en estos casos.

1.2.7.2. Los intentos de reflexión que tratan del «análisis filosófico de la existencia humana», corren el peligro de ser rechazados por quienes no admiten tales fundamentaciones filosóficas. Los datos bíblicos sobre Jesús de Nazaret no caen en el olvido; pero a menudo deben ser reexaminados, para que se dé una satisfacción mejor a las exigencias de la crítica bíblica y a la multiplicidad de las Cristologías del Nuevo Testamento. Sólo de esa manera puede ser aplicada adecuadamente la antropología filosófica, por una parte a la existencia personal de Jesús en este mundo, por otra a la función que Cristo desempeña en la existencia cristiana.

1.2.7.3. Es legítimo, por eso, tomar como punto de partida «la investigación histórica sobre Jesús considerado como hombre verdadero», que comprende muchos aspectos: su vida como judío, su manera de actuar y de predicar, la conciencia que tuvo de sí mismo, el modo de presentar su misión, la previsión de su muerte y el sentido que pudo Él atribuirle, los orígenes de la fe en su resurrección y las formas de interpretar su muerte en la Iglesia primitiva, la elaboración gradual de la cristología y de la soteriología en el Nuevo Testamento. Pero existe el peligro de «que los elementos doctrinales obtenidos de esa forma dependan demasiado de las hipótesis críticas» utilizadas previamente para ello. Si por esa metodología, solamente se admitían las hipótesis restrictivas al máximo, la cristología entonces puede resultar llena de lagunas. Esto se comprueba sobre todo, cuando se consideran únicamente dignos de fe, los textos tenidos por «más antiguos» mientras que los más recientes se atribuyen a reflexiones realizadas en época posterior, que han modificado profundamente los datos «originales» pertenecientes al «Jesús histórico». ¿No pretendían estos textos, más bien, en virtud de una meditación renovada del Antiguo Testamento y de una consideración más profunda de lo que Jesús había «hecho y dicho», hacer «más explícita», entre los creyentes, la «comprensión» por medio de la fe de Cristo, tal como desde el principio se conservaba en su centro y de forma implícita? Existe el peligro de que las funciones atribuidas al Antiguo Testamento, cuya autoridad no era discutida ni por Jesús ni por sus discípulos, se vean demasiado descuidadas en este punto, con lo que podría ser falseada la interpretación misma del Nuevo Testamento.

1.2.7.4. Es perfectamente legítimo que algunos pretendan «establecer una continuidad entre la experiencia de Jesús y la experiencia cristiana». También debe establecerse entonces, sin dependencia ninguna de las hipótesis excesivamente restrictivas, cómo y en qué sentido Jesús «profeta escatológico», fue reconocido por la fe como Hijo de Dios; cómo la fe primitiva y la fe de sus discípulos pudo transformarse en una certeza firme de su triunfo sobre la muerte; cómo entre los conflictos que afligieron a la Iglesia de la época apostólica, se pudo reconocer finalmente la praxis verdadera, la que Cristo había querido, en la que se apoya por tanto el verdadero seguimiento de Jesús; de qué forma, por último, las interpretaciones diferentes de su persona y de su misión como Mediador entre Dios y los hombres, que se encuentran en el Nuevo Testamento, pueden además ser

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tomadas en cuanto presentan la verdadera imagen tanto de Él, tal como realmente fue, como de la revelación que se hizo en Él y por Él. Con estas condiciones se podrá evitar una forma ambigua de presentar la Cristología.

1.2.8. El método fundamentado en el análisis existencial

El método fundamentado en el análisis existencial, exigiendo de forma apremiante a los creyentes, que se conduzcan ante Dios según el ejemplo de obediencia dado por Jesús mismo, ilumina con claridad el fuerte lazo, con el que se unen la exégesis, la investigación teológica y la fe viva. Por medio de un análisis detallado de los textos, este método lleva frecuentemente a detectar su función en las comunidades cristianas, para las que se compusieron, y por consiguiente también su función en la Iglesia actual. No obstante muchos exégetas y teólogos, de diferentes confesiones, demostraron las limitaciones y lagunas de este método.

1.2.8.1. Los partidarios del radicalismo crítico limitaron el conjunto de sus estudios sobre los Evangelios a un núcleo muy débil; aún más porque consideraban que los datos sobre Jesús como persona histórica eran de menor importancia para la fe. Así Jesús no pertenecería ya al origen de la Cristología. El origen de la Cristología partiría del kerigma pascual, no de la existencia de Jesús, hombre judío, que dio cumplimiento en sí a la Ley (=Torah) bajo la que vivía. Pero si la razón de ser de esta Ley es mostrar, con su caducidad, que los hombres por sí mismos no pueden salvarse, ¿no se evapora también toda la teología del Antiguo Testamento?

1.2.8.2. El lenguaje simbólico que se emplea en el Nuevo Testamento para transmitir el kerigma pascual y decir quién es el Cristo y en qué consiste su ministerio, se ve reducido igualmente a los límites del lenguaje mitológico: se consigue así reducir al mínimo la relación entre los dos Testamentos. Por último, la interpretación «existencial» (o «existencialista») propuesta para la interpretación del lenguaje «mitológico» ¿no cae en el peligro de reducir la Cristología a la antropología?

1.2.8.3. Si la resurrección de Cristo y su exaltación deben ser consideradas sólo como transformaciones del mensaje pascual, no se comprende cómo pudo nacer la fe cristiana de la Cruz. Además, si Jesús no es Hijo de Dios en un sentido absolutamente único, no queda claro por qué Dios nos ha dicho su palabra definitiva en Él por medio de la Cruz. Por último, si para superar la forma racionalista de concebir las pruebas de la fe, se eliminan también los signos en los que se apoya, ¿no ha de tomarse como una invitación al fideísmo?

1.2.8.4. En cuanto esta vía de acceso a Jesús consistiera exclusivamente en una decisión de fe ¿no se rechazarían los aspectos sociales de la existencia humana? Y más aún porque de esa forma se opondría radicalmente a una moral del amor, definida con bastante vaguedad, a una moral de la ley, que incluiría las exigencias positivas de la justicia. Por todos estos motivos, los discípulos de Bultmann decidieron reintroducir de nuevo a Jesús en los orígenes de la Cristología, sin rechazar el fin global de la investigación que se apoya en el análisis existencial.

1.2.9. La teología de la liberación

Los partidarios de la teología de la liberación recordaron con justicia que la Salvación traída por Cristo no es sólo espiritual, es decir, apartada totalmente de los

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asuntos de este mundo: debe liberar ella misma a los hombres, por la gracia de Dios sobre todo, de cualquier tiranía que los oprima en la presente situación. De ese principio general, sin embargo, pueden derivarse consecuencias peligrosas, sobre todo si la doctrina de la redención no se une claramente con una ética que coincida plenamente con los preceptos del Nuevo Testamento.

1.2.9.1. Aunque algunos marxistas se fijen indirectamente en el Evangelio, para encontrar en él una forma perfecta de vida social, fundamentada en la verdadera fraternidad humana, no abandonan su método de investigación de los hechos sociales desde un punto de vista económico y político. Tal método coincide con una antropología filosófica, cuyo fundamento teórico incluye al ateísmo. Este método de investigación y la praxis que de él se sigue, adoptados sin un discernimiento adecuado, de forma que el Dios de las Sagradas Escrituras es presentado como autor de la liberación entendida así, corre el gran peligro de llegar a una falsificación de la naturaleza de Dios, de la correcta interpretación de Cristo y finalmente de la comprensión y conocimiento del hombre mismo.

1.2.9.2. Algunos teólogos de la liberación afirman claramente que debe ser mantenido el Cristo de la fe como el principio supremo de la esperanza. Pero sucede también que se tiene en cuenta sólo la praxis del

Jesús histórico y reconstruida de una manera más o menos arbitraria, por medio de una lectura que la hace en parte falsa. De esa forma, el Cristo de la fe se piensa solamente como una simple interpretación ideológica, o como una mitologización de su persona histórica. No sometiendo a un análisis cuidadoso la noción de poder en las comunidades cristianas, sometidas entonces al Imperio Romano y a sus magistrados locales, se corre el grave peligro de que esa misma idea reciba una interpretación según las reglas del marxismo.

1.2.9.3. De ahí se deduce que la situación del Cristo liberador, que se realiza en la Iglesia por el Espíritu Santo, ya no se tiene en cuenta en lo sucesivo: Jesús permanece sólo como un ejemplo lejano, cuya praxis ha de ser continuada con otros medios, que se adapten mejor a nuestros tiempos, y produzcan una eficacia mayor. De esa forma, la Cristología corre el peligro de ser completamente reducida a la antropología.

1.2.10. Los estudios de teología especulativa sobre Cristo

Los estudios de teología especulativa sobre Cristo, parten del principio, no sin razón, de rechazar la dependencia de hipótesis críticas, sometidas a revisiones continuas. Con todo, por una preocupación excesiva de hacer una síntesis, se corre el peligro de diluir la variedad de las Cristologías del Nuevo Testamento, que en cambio deben ser valoradas con gran aprecio; e incluso que lo que en el Antiguo Testamento sirvió de preparación, se elimine del todo, o se minimice tanto, que en ese caso el Nuevo Testamento se vea privado de sus raíces. Es deseable que los estudios exegéticos obtengan un lugar más preciso y bien definido en la investigación de la revelación, la cual desde sus orígenes y durante todo el curso de su desarrollo, tiende hacia su meta definitiva en la totalidad del misterio de Cristo. En él se encuentra una pedagogía divina en un sentido diferente al de San Pablo (Gál 3, 24) que conduce a los hombres a Cristo.

1.2.11. La Cristología desde abajo y la Cristología desde arriba

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Todos los intentos de unir la Cristología desde abajo y la Cristología desde arriba señalan el camino recto, que debe ser adoptado. No obstante, dejan en suspenso cuestiones que piden una respuesta.

1.2.11.1. En el ámbito de los estudios exegéticos hay que resolver aún muchos problemas, y precisamente las cuestiones críticas referidas a los Evangelios: la forma de las palabras de Jesús que en ellos se contienen; el carácter más o menos histórico en sentido estricto de las narraciones referidas a Él; la época y los autores de cada uno de los libros; las formas y los estadios de su composición; el progreso de la doctrina cristológica. Está abierto el campo de los estudios a la investigación, que no sólo es lícita, sino también necesaria y fructuosa para la Cristología sistemática misma.

1.2.11.2. Para captar la gran y única importancia que Cristo tiene en la historia de este mundo, no se puede olvidar la investigación del puesto que tiene la Sagrada Escritura en el desarrollo de las diferentes culturas. En cuanto a que en la historia de estas culturas, los libros sagrados aparecieron tarde, no debe olvidarse el estudio de la forma en que algunos elementos de esas culturas han sido recibidos dentro de la variedad cultural, es portador de alguna manera de su naturaleza humana íntegra. Esta vía de acceso a Jesús, a la que inducen, con insistencia, las excavaciones arqueológicas y etnológicas realizadas en los dos últimos siglos, apenas si ha comenzado a seguirse. Para percibir, pues, adecuadamente en qué manera es Jesús salvador de todos los hombres en todos los tiempos, es necesario tener en cuenta la cuestión de su preexistencia, reconociéndole a Él como la Sabiduría de Dios y la Palabra de Dios (ver Prólogo de Juan), a la vez que autor y modelo de la creación entera, guía y jefe poderoso de todo el curso de la historia humana.

1.2.11.3. Para comprender, también, cómo Cristo glorificado actúa eficazmente en el mundo, conviene que se dispongan estudios más exactos de las Sagradas Escrituras, sobre las relaciones vigentes entre la Iglesia, que es su cuerpo conducido por el Espíritu Santo, y las sociedades en las que se desenvuelve ella misma. Estando así las cosas, la eclesiología constituye un aspecto esencial de la cristología, desde el mismo momento, por cierto, en el que abre paso en las investigaciones sociológicas.

1.3. ¿COMO EVITAR TALES PELIGROS, LÍMITES Y AMBIGÜEDADES?

Las pruebas realizadas que acabamos de recordar, muestran que no sería suficiente, para adoptar remedios contra esos peligros, enunciar algunas fórmulas penetrantes, que propusieran con urgencia la verdad definitiva, ni elaborar tratados sistemáticos, que abarquen todas las cuestiones completas y las resolvieran de inmediato.

1.3.1. La comunión de fe con toda la tradición de la Iglesia, que pide a los expertos en la Biblia volverse siempre hacia la tradición fundante de la época apostólica (tomada en sentido amplio de forma que comprenda todo el Nuevo Testamento), no dispensa en absoluto de las investigaciones que deben realizarse sobre la Sagrada Escritura en su conjunto, sobre el puesto que tuvo Israel, sobre el nuevo vástago insertado en él por medio de Cristo en los escritos del Nuevo Testamento, hasta la conclusión de la lista de los libros canónicos, es decir, la «regla» que ante sí ponen la fe y la vida cristiana. En cuanto a este último capítulo,

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aunque es fundamental la diferencia entre judíos y cristianos, permanece firme en unos y otros el principio de la «canonicidad».

1.3.2. El desarrollo literario que se da en la Sagrada Escritura, lleva en sí una imagen del don de Dios que ha traído a los hombres su revelación y salvación. Según los cristianos el culmen de ese don es el Hijo de Dios, hombre verdadero «nacido de María Virgen». La unidad de las Escrituras se realiza por medio de las promesas, recibidas por los Patriarcas y ampliadas por los Profetas, finalmente por la espera del Reino de Dios y del Mesías; pero estas promesas y esa expectativa se han cumplido en Jesús, el Mesías e Hijo de Dios. El uso de la Sagrada Escritura se somete a este «principio de totalidad», bien recordado por los Padres y los teólogos de la Edad Media, cuando leían e interpretaban los textos bíblicos según los métodos proporcionados por la cultura de su época. La cultura de nuestro tiempo encuentra otros métodos, pero la forma y el fin de utilizarlos son los mismos.

1.3.3. Para que los lectores creyentes puedan discernir más fácilmente en las Sagradas Escrituras esta «Cristología integral», hay que desear que la «ciencia bíblica», ejercida con el auxilio de los métodos exegéticos de nuestro tiempo, alcance avances mayores, que los que se perciben hoy en día en el estado actual de las investigaciones y estudios. De hecho, aún permanecen oscuros muchos problemas, que se refieren al proceso de composición de los libros sagrados por los autores inspirados, tal como se encuentran en su estado final. Por lo cual, aquéllos que se quieran ahorrar las investigaciones de semajante género, se acercarán a las Sagradas Escrituras de una forma superficial, y juzgando erróneamente que esa forma de leer es «teológica» se meterán en un camino equivocado: las soluciones que son demasiado fáciles, de ninguna forma pueden aportar un fundamento sólido a las investigaciones sobre teología bíblica, para que sean aceptadas con una fe plena. Por eso la Pontificia Comisión Bíblica juzga que, por encima de las discrepancias aisladas de menor importancia, los estudios están bastante avanzados, para que en «sus conclusiones pueda encontrar todo fiel creyente lector un fundamento sólido para sus estudios sobre Jesucristo». De esos temas se ocupa el siguiente tratado, dividido en dos capítulos, que son:

1. La Promesas y la esperanza de la Salvación y del Salvador en el Antiguo Testamento;

2. El cumplimiento de esta promesa y de esa espera en la persona de Jesús de Nazaret.

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PARTE SEGUNDA

TESTIMONIO SOBRE CRISTO

DEL CONJUNTO DE LA SAGRADA ESCRITURA

2.1. ACCIONES SALVÍFICAS DE DIOS Y ESPERANZA MESIÁNICA DE ISRAEL

Se sabe que Jesucristo y la primitiva Comunidad cristiana aceptaron la autoridad divina de las Escrituras, que nosotros llamamos Antiguo o Primer Testamento. De hecho por el testimonio de autores sagrados, Israel pudo creer que su Dios quería su salvación y también conocer sus caminos. Esta primera experiencia de las relaciones entre Dios y su pueblo se apoya, pues, en una base sólida, y de la misma manera pide, con justicia, ser valorada en su medida adecuada.

En estos escritos pueden ser considerados tres clases de elementos, que los cristianos saben perfectamente que se han cumplido en Cristo Jesús: a) El conocimiento del «verdadero Dios», que se distingue de los demás dioses y da un fundamento a la esperanza de Israel; b) «experiencia de la voluntad salvífica» de su Dios, que Israel tuvo en el curso de su historia y experimentó en medio de los demás pueblos; c) las diferentes «formas de mediación» con las cuales se promovieron continuamente la observancia de la Alianza y la comunión entre Dios y los hombres. No se trata de recorrer aquí los diferentes estadios de la revelación divina hecha a Israel, sino de recordar los principales testimonios de este «Primer Testamento», que la comunidad cristiana primitiva escuchó y comprendió iluminada por la luz de Cristo que ya había llegado.

2.1.1. Dios y su revelación en el Antiguo Testamento

2.1.1.1. Todos los pueblos del Oriente Antiguo buscaban a Dios, «siquiera a tientas» (Hch 17,27); según el libro de la Sabiduría se extraviaron en su búsqueda, pues absorbidos por la belleza de las cosas, pensaron que las Potencias de este mundo eran dioses, desconociendo que su Hacedor era mucho más atractivo (Sab 13,3). Pero Dios se da a conocer a Israel buscando Él mismo a los hombres: llama a Abrahán (Gn 12,1-3) y le concede una descendencia que se convertirá en el propio pueblo particular de Dios, entre todos los pueblos de la tierra (Ex 19,5-6; Dt 7,6), y de un modo enteramente gratuito (Dt 7,8). En Abrahán y su descendencia recibirán las naciones de la tierra la bendición (Gn 12,3; 22,18; 26,4); sólo en este Dios encontrarán salvación (Is 45,22-25) y deberán encontrar sólo en Él el fundamento de su esperanza (Is 51,4-5).

2.1.1.2. Dios, «Creador» de todas las cosas (Gn 1,1-2,4) se da a conocer a Israel sobre todo como el «Señor y Moderador» de la historia (Am 1, 3-2-, 16; Is 10, 5-7); Él es el «Primero y el Último» y fuera de Él no hay ningún otro Dios que pueda actuar como Él (Is 44,6; 45,56); no hay Dios sino en Israel (Is 45,14). Él es el único (Is 45,5). De una manera especial se muestra como «Rey»: aunque ya había manifestado su autoridad real en su fuerza creadora (Sal 93,1-2; 95,3-5), la desvela aún más teniendo cuidado de la suerte de Israel (Ex 15,18; Is 52,7) y de su reino futuro (Sal 98). Esta autoridad real alcanzará un lugar destacado en el culto mismo, que se tributa a Dios en Jerusalén (Is 6,1-5; Sal 122). Cuando Israel se escogió por sí mismo unos señores (1Sam 8,19) y por eso tuvo que soportar el pesado yugo de

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aquellos reyes (1Sam 8,10-20), entonces halló en Dios al Buen Pastor (Sal 23; 34), porque Él es siempre «fiel... justo y recto» (Dt 32,4), «misericordioso y clemente... paciente y rico en misericordia, veraz» (Ex 34,6; Vg). Por tanto, Dios, en la medida en que está cerca de los hombres, constituye la sustancia misma de la fe de Israel; su nombre propio, representado en el tetragrama YHWH, es la confesión de su fe (Ex 3,12-15), y al mismo tiempo define la forma de las relaciones que Él quiere iniciar con su pueblo, llamándolo a la fidelidad.

2.1.2. Dios y los hombres: Promesa y Alianza

2.1.2.1. Por su voluntad propia e inquebrantable (Jr 31,35-37), representada en el juramento «por Él mismo» (Gn 22,16-18), Dios pacta una alianza con unos hombres que forman un pueblo. Al frente de ese pueblo puso unos jefes, a los que apoyó para que pusieran en práctica sus designios: Abrahán (Gn 18,19), Moisés (Ex 3,7-15), «jueces» (Ju 2,16-18) y reyes (2Sam 7,8-16). Por medio de sus hazañas, Dios libraría a su pueblo de toda exclavitud o dominio extranjero (Ex 3,8; Jos 24,10; 2Sam 7,9-11), les daría la Tierra Prometida (Gn 15,18; 22,17; Jos 24,8-13; 2Sam 7,10) y les proporcionaría salvación (Ex 15,2; Ju 2,16-18). Además, por medio de sus acciones, Dios trasmitiría a este mismo pueblo sus mandamientos y sus leyes (Gn 18,19; 22,17; 21,1; Dt 5,1; 12,1; Jos 24,25-27; 2Re 2,3), cuya observancia tenía que ser para Israel la forma peculiar de confesar su fe en Dios, asegurando el respeto hacia Israel, la persona del prójimo y a sus bienes (Ex 20,3-17; Dt 5,6-21; Ex 21,2-4; Lv 19). La conexión entre la promesa de la tierra y la obediencia a la ley se ve expresada, en la Sagrada Escritura, con la ayuda de la noción jurídica de «alianza» (berit), con la cual se delimitan los nuevos lazos que Dios decidió establecer entre Él mismo y los hombres.

Es cosa sabida que el pueblo y sus jefes se sometieron libremente a esta alianza (Ex 24,3-8; Dt 29,9-14; Jos 24,14-24), pero siempre se veían incitados por la tentación de dar culto a otros dioses además de YHWH (Ex 32,1-6, Núm 25,1-18; Ju 2,11-13), de oprimir al prójimo con toda clase de injusticias (Am 2,6-8; Os 4,1-2; Is 1,22-23; Jr 5,1-3), de romper de esa manera la «alianza» pactada con Dios (Dt 31,16-20; Jr 11,10; 32,32; Ez 44,7). Algunos reyes se volvieron particularmente culpables practicando tales injusticias (Jr 22,13-17) rompiendo la Alianza (Ez 17,11-21). Con todo, la fidelidad de Dios vencerá finalmente la infidelidad de los hombres (Os 2,20-22) sellando con ellos una nueva Alianza (Jr 31,31-34), una Alianza perpetua e irrompible (Jr 32,40; Ez 37,26-27). Esa Alianza se extenderá no sólo a la posteridad de Abrahán, por medio del signo de la circuncisión (Gn 17,9-13), sino también a todos los hombres por medio del signo del arco iris en el cielo (Gn 9,12-17; Is 25,6; 66,18).

2.1.2.2. Los Profetas denunciaron el escándalo de la violación múltiple de esta Alianza, de la que eran testigos, tal era el motivo por el que el pueblo elegido por Dios fuera condenado (2Re 17,7-23). Los profetas se convirtieron en los principales testigos de la fidelidad sobre todo de Dios mismo, que superaría sin medida todas las infidelidades de los hombres. Pues el mismo Dios transformaría de raíz el corazón del hombre, haciéndole capaz de cumplir satisfactoriamente sus obligaciones por la obediencia a la ley (Jr 31,33-34; Ex 36,26-28). Aunque la Alianza era transgredida tantas veces por parte de Israel, los profetas, con todo, nunca olvidaron la esperanza de que Dios traería finalmente la salvación a su pueblo, por su inmenso amor y su benevolencia (Am 7,1-6; Os 11,1-9; Jr 31,1-9), y eso cuando los momentos eran los más desgraciados (Ez 37,1-14).

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En efecto, Dios por medio de David había cumplido las promesas anteriores, con las cuales se había comprometido a formar de las distintas tribus, el pueblo libre de Israel en su propia tierra (2Sam 7,9-11). Aunque los sucesores de David casi nunca siguieron sus pasos, los profetas no obstante, siempre esperaron a «aquel rey» que, como David, «instauraría la justicia y la igualdad» (2Sam 8,15), sobre todo para los más pobres y débiles del reino (Is 9,5-6; Jr 23,5-6; 33,15-16). Un rey semejante revelaría el «celo» de Dios hacia su pueblo (Is 9,6) y saldría fiador de la paz prometida desde el principio (Am 9,11-12; Ez 34,23-31; 37,24-27).

Además los Profetas anuncian que la ciudad de Jerusalén ha de ser purificada y restaurada, donde Dios habitaría en su Templo; a la que se darán algunos nombres simbólicos, como «ciudad de la justicia» (Is 1,26), «El Señor nuestra justicia» (Jr 33,16), «El Señor está allí» (Ez 48,35); sus muros se denominarán «Salvación» y sus puertas «Alabanza» (Is 60,18). Todos los pueblos, asociados ya a la alianza eterna de David (Is 55,3-5) serán llamados a compartir la Salvación del Dios de Israel, en la ciudad santa restaurada (Is 62,10-12), porque de Sión saldrán la justicia y la ley, para que se extiendan hasta los confines de la tierra (Is 2,1-5; Miq 4,1-4) y sólo en YHWH encontrarán salvación (Is 51,4-8).

2.1.3. Las diferentes mediaciones de la Salvación

2.1.3.1. Sin duda alguna, Dios mismo salva a su pueblo y a todo el género humano, pero para ello recurre a distintas formas de mediación.

a) El Rey. El Rey ocupa un lugar preferente en este advenimiento de la salva-ción. Adoptándolo como un hijo (2Sam 7,14; Sal 2,7; 110,3 LXX; 89,27-28), Dios le otorga el poder de vencer a los enemigos de su pueblo (2Sam 7,9-11; Sal 2,8-9; 110,1-3; 89,23-24); con este poder habían sido antes robustecidos los jueces libertadores (Ju 2,16). Dotado de la sabiduría divina (1Re, 3,4-15.28) el rey debe ser fiel a la Alianza con Dios (1Re 11,11; 2Re 22,2) y velar para que la justicia y la igualdad sean respetadas en todo su reino, sobre todo para con los pobres, las viudas y los huérfanos (Is 11,3-5; Jr 22,15-16; Sal 72,1-4.12-14). El libro del Deuteronomio, con todo derecho, urge insistentemente esta obligación del Rey de someterse a todos los deberes de la Alianza (Dt 17,16-20). Del resto, sólo si el rey se mantiene fiel en la observancia de la justicia, asegurará él mismo la paz y la libertad de su pueblo (Sal 72,7-11; Jr 23,6; Is 115-9). Por el contrario, si el rey, como ocurrió de hecho, fuera hallado infiel ante las obligaciones de la Alianza, llevará consigo la ruina de su pueblo (Jr 21,12; 22,13-19). Las mismas naciones son invitadas por doquier a compartir las bendiciones de este don que es concedido por Dios a la humanidad (Sal 72,17).

b) El Sacerdote. Aunque los reyes desempeñaran funciones sacerdotales (2Sam 6,13.17-18; 1Re 8,63-65; etc.), el ejercicio de estas funciones, no obstante, es competencia del «sacerdote» levita (Dt 18,1-8). Hay que tener en cuenta que la definición del oficio sacerdotal se deriva de la relación con la Ley (Jr 18,18): el Sacerdote es el guardián de la Ley (Os 4,6; Dt 31,9) y enseña los diferentes mandamientos (Mal 2,6-7) de los que ella consta (Dt 33,10). Por el ministerio del culto el sacerdote se santifica juntamente con toda la comunidad de Israel (Lv 21,8), para hacer agradable la ofrenda del sacrificio ante Dios (Dt 33,10). Puesto que el culto divino celebraba los acontecimientos pasados de la salvación (Sal 132; 136) y hacía recordar a Israel sus obligaciones para con su Dios (Is 1,10-20; Os 8,11-13; Am 5,21-25; Miq 6,6-8) se sigue que el culto sacerdotal tendrá valor, según el testimonio

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inequívoco de los profetas, según la manera con la que cada sacerdote desempeñe su oficio en cuanto ministro de la ley (Os 4,6-10).

c) El Profeta. El «Profeta» ha desempeñado un papel de muchísima importancia en Israel en lo tocante a su experiencia de la salvación en el curso de la historia. Penetrado por la «palabra de Dios» (Jr 18,18) el profeta se encuentra presente en los momentos decisivos más graves de la historia (Jr 1,10). En primer lugar se le impone la tarea de denunciar las infidelidades del pueblo y de sus jefes, en los asuntos políticos y en los religiosos (1Re 18). Por el honor de su Dios exige él mismo que se guarde el respeto de los hombres, a sus personas y a sus bienes, según los mandamientos de la Alianza del Sinaí (1Re 21; Am 2,6-8; 5,7-13; Os 4,1-2; Miq 3,1-4; Jr 7,9). Toda transgresión de la Ley provoca el juicio de Dios sobre el pueblo pecador, que ni siquiera la intercesión del mismo profeta puede apartar (Am 7,7-9; 8,1-3). Sólo una conversión sincera del pueblo infiel podría obtener que Dios manifieste de nuevo su salvación (Am 5,4-6; Jr 4,1-2; Ez 18,21-23; Joel 2,12-17). Cuando se manifieste abiertamente que esa conversión es frágil y efímera (Os 6,4), si no imposible del todo (Jr 13,23), sólo Dios puede llevarla a término (Jr 31,18; Ez 36,22). Por esa misma razón, el Profeta puede anunciar tiempos mejores en el futuro, precisamente cuando son más duras las desgracias (Os 2,20-25; Is 46,8-13; Jr 31,31-34; Ez 37). Una pedagogía de tal naturaleza prepara la victoria del amor divino sobre la condición pecadora, en la que se encuentran los hombres (Os 11,1-9; Is 54,4-10).

d) El Sabio. Entonces le corresponde al Sabio (aquel que enseña la sabiduría) comprender el sentido de este universo, que el Creador ha puesto en manos de los hombres (Eclo 16,24-17,14), de modo que sea a la vez como un don de Dios y manifestación de su bondad (Gn 1,1-2; Sal 8). Al Sabio le pertenece también reunir las distintas experiencias humanas y valorarlas rectamente a la luz de la revelación, en cuanto son de un ser viviendo en sociedad y por tanto obligado a la tarea de transmitirlas a la sabiduría de la siguiente generación, como una meta a elegir y alcanzar con la mayor dedicación (Prov 1-7), o como un misterio que hay que venerar (Prov 30,18-19). No obstante, puede suceder que el Sabio valore por encima de lo normal sus propios consejos (Is 5,21; 29,13-14) y guiado por sus propias conclusiones quebrantar la Ley del Señor (Jr 8,8-9). Para él es muy importante percibir bien los límites de una sabiduría tal, para que pueda proporcionar a los hombres felicidad y prosperidad (Ecl 1,12-2.26).

2.1.3.2. La historia misma ha atestiguado que estas «diferentes formas de mediación» no fueron suficientes para consolidar una comunión estable de los hombres con Dios. Tras los fracasos siempre repetidos, Dios avivó en la conciencia de su pueblo la esperanza de nuevos mediadores, cuya actuación pudiera inaugurar por fin su reino para siempre.

a) El Rey Mesías. Aunque el «Rey Mesías» se muestre humilde en comparación con los antiguos reyes davídicos, él acabará con la guerra y traerá la paz a todas las naciones (Zac 9,9-10; Sal 2,10-12). Y aunque la instauración definitiva de su reino mesiánico será obra de Dios mismo (Dan 2,44-45), quiere que sea también obra de su pueblo santo (Dan 7,27), cuando tengan lugar «la justicia eterna» y la «unción del Santo de los Santos» (Dan 9,24).

b) El Siervo del Señor. Este «Siervo del Señor» aún escondido en su misterio secreto, sellará la Alianza universal y revelará al único verdadero Dios salvador en todo el universo, e inaugurará el orden determinado por Dios (Is 42,1-4;

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49,1-6). Participando en el dolor de su pueblo errante, cargará con el peso de los pecados de todos, para justificar a las muchedumbres (Is 52,1353,12).

c) El Hijo de hombre. Finalmente, cuando los tiempos lleguen a la plenitud se presentará como un «Hijo de hombre» (que en aquel entonces se interpretaba como el «pueblo de los santos del altísimo» (Dan 7,18), «que viene de la presencia de Dios con las nubes del cielo» (Dan 7,13-14) para recibir el dominio eterno sobre todos los pueblos de la tierra, que le obedecerán (Dan 7,27).

2.1.3.3. Para iluminar esta fe suya en la actuación de Dios en el mundo y en las realidades humanas, los Israelitas se sirvieron también, dentro de su fe, «de la figura de algunas fuerzas poderosas», que entre las religiones de los gentiles se tenían por divinidades, pero puestas al servicio del Dios de Abrahán, para evocar su presencia salvadora y creadora.

a) El Espíritu. El Espíritu es una fuerza de Dios que dirigía la creación de todas las cosas y no cesa de renovarlas (Sal 104,29-30). Él actúa sobre todo en la historia: en tanto es una Potencia, hace a los hombres capaces de llevar a cabo algunas misiones. Él es quien invade a los Jueces para dar la libertad a Israel (Ju 3,10; 6,34; 11,29); quien descendió sobre David (1Sam 16,13), el rey que muestra la imagen acabada de un rey (Is 11,2) y sobre el Siervo del Señor (Is 42,1-4), para hacerlos mediadores verdaderos del Reino de Dios en el mundo. Él es quien da al Profeta la inteligencia de su tiempo (Ez 2,1-7; Miq 3,8) y la esperanza de una salvación cercana (Is 61,1-3). En los últimos tiempos este mismo Espíritu creará un pueblo nuevo que resurja de la muerte (Ex 37,1-14) para que observe los mandamientos del Señor (Ex 36,26-28). En resumen, el hombre será inhabitado por este Espíritu que le abrirá de par en par la puerta de la salvación (Joel 3,1-5).

b) La Palabra de Dios. «La Palabra de Dios» no sólo ha sido dada a los hombres como un mensaje (ver Dt 4,13 y 10,4: «diez palabras»), es sobre todo una fuerza activa que revela todo. Pues Dios mismo por su palabra «dijo, y fue creado» (Sal 33,6-9; ver Gn 1,3-5). Esta creación es obra de su Palabra y del Espíritu (Sal 33,6). Las Palabras de Dios, puestas en boca de los profetas (Jr 1,9) son para ellos a veces alegría y otras fuego dentro de sus huesos (Jr 20,9; ver 23,29). Finalmente, la Palabra, y también el Espíritu, adopta poco a poco los rasgos de una persona: se instala en la boca y en el corazón de Israel (Dt 30,14); «permanece para siempre en los cielos» (Sal 119, 89); es enviada hasta que cumpla la misión que le ha sido confiada (Sab 18,15-16) y no retorna nunca sin resultado (Is 55,11). La Tradición rabínica sostiene con insistencia esta imagen: pues la Palabra de Dios manifestará la acción del mismo Dios en sus relaciones con el mundo.

c) La Sabiduría. En el libro de los Proverbios, la Sabiduría ya no es sólo la pro-piedad del rey, o el arte de obtener un buen resultado en la vida; se presenta como la Sabiduría divina creadora (Prov 3,19-20; ver 8,22-23). Con ella, los reyes pueden ejercer su gobierno (8,15-16) y es ella misma la que invita a los hombres a seguir sus caminos para que encuentren vida (8,32-35). Fue creada antes que ninguna otra cosa, preside la creación del universo y sus delicias son estar con los hijos de los hombres (8,22-31). Después, proclama que «ha salido de la boca del Altísimo» (Eclo 24,3), de tal manera que a continuación afirma ser ella lo mismo que el libro de la Alianza y la Ley de Moisés (Eclo 24,23; Bar 4,1). En el libro de la Sabiduría de Salomón se le atribuye la posesión del Espíritu, que penetra todas las cosas (Sab 7,22) y es «resplandor de la luz eterna y espejo sin mancha de la majestad de Dios e imagen de su bondad» (Sab 7,26 Vg.).

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2.1.4. Valoración final de esta experiencia religiosa totalmente única

2.1.4.1. Los libros del Antiguo Testamento, cuya lectura e interpretación continuas nunca se interrumpieron, permanecen como testimonios reconocidos de aquellas experiencias y de su esperanza, de las que antes se ha tratado brevemente. En tiempos de Jesús la esperanza de los Judíos había adoptado diferentes formas, según las creencias predominantes en los grupos y partidos diferentes. Tan grande era la certeza que se tenía de su cumplimiento final, como indeterminada la forma de su realización. Por ejemplo, los Fariseos creían que el futuro Mesías rey vendría de la estirpe de David; los Esenios, además de este rey consagrado por la unción, cuyo poder sería político, esperaban un Mesías sacerdotal (Zac 4,14; ver Lv 4,3), que superaría al primero, y también un Profeta que precedería a ambos (Dt 18,18; 1Mac 4,46; 14,41).

2.1.4.2. «La espera del Reino de Dios», que traería la Salvación a todos los hombres y cambiaría de raíz la condición humana, se encuentra en todos como el vértice de la fe y de la esperanza del pueblo de Israel. Pues su venida, en la que se contiene la Buena Nueva (o «Evangelio»), haría resurgir a Jerusalén e iluminaría todo el mundo (Is 52,7-10). Este Reino, fundamentado en la equidad y la justicia, hará conocer a todos los hombres las verdaderas dimensiones de la santidad de Dios, que quiere salvar a todos (Sal 93; 96-99). Los poderes de este mundo, no obstante, que usurparon la dignidad real de Dios, se verán despojados de sus vanas pretensiones (Dan 2,31-45). Entre las grandes manifestaciones del Reino de Dios se cuentan, ante todo, su victoria sobre la muerte humana, conseguida por medio de la resurrección (Is 26,19; Dan 12,2-3; 2Mac 7,9-14; 12,43-46).

A Juan Bautista tocará la función de anunciar la venida inminente de este reino definitivo, instaurado por «uno que es más fuerte que yo» (Mt 3,11-12 y par). Los tiempos se han cumplido ya: toda persona que haga penitencia por su pecados, podrá gozar de una Salvación verdadera (Mc 1,1-8; Mt 3,1-12; Lc 3,1-18).

2.2. CUMPLIMIENTO DE LAS PROMESAS DE SALVACIÓN EN JESUCRISTO

2.2.1. La Persona y la Misión de Jesucristo

2.2.1.1. El testimonio de los Evangelios.

Jesús de Nazaret «nacido de una mujer, nacido bajo la Ley» (Gál 4,4) vino en la «plenitud de los tiempos» para «dar cumplimiento a la esperanza de Israel». Según sus propias palabras, por la predicación del Evangelio hecha por Él «se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios» ( Mc 1,15). En su persona «está ya presente el Reino y actúa» (ver Lc 17,21 y las parábolas del Reino). Los milagros y las obras poderosas realizadas por Él, por medio del Espíritu de Dios, muestran que el Reino de Dios ha llegado (Mt 12,29). Jesús vino «no a abolir la ley y los profetas sino a darles cumplimiento» (Mt 5,17).

No obstante, este cumplimiento «no puede ser asimilado al que los hombres de aquel tiempo obtenían de la lectura de la Sagrada Escritura». Para captar la diferencia entre una y otra interpretación conviene sopesar cuidadosamente el testimonio de los Evangelios. Estos proceden de los discípulos, que fueron testigos de las palabras y de los hechos de Jesús (Hch 1,1), y nos transmitieron con la inspiración

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del Espíritu Santo (2Tm 3,16; ver Jn 16,13). Su acción no sólo cuidó de que esa transmisión se hiciera con absoluta fidelidad. Aún más dio lugar a que, pasado el tiempo, por medio de la consideración atenta de los autores sagrados fecundada por Él, surgiera la tradición de los hechos y datos acerca de Jesús, «en una medida más abundante y mucho más desarrollada». A partir de ahí se explican la variedad y la diferencia de modo de escribir, de las opiniones y del vocabulario, que, por ejemplo, se perciben entre los Evangelios sinópticos y el Cuarto Evangelio. Cuando la memoria y la comprensión de las palabras y hechos de Jesús alcanzaron su madurez en la primitiva comunidad apostólica, guiada por el Espíritu de Dios, los cristianos aceptan con razón esos modos diferentes de anunciar a Jesús su mensaje, según los distintos niveles de su desarrollo, con una fe firme, como palabra auténtica de Dios, confirmada por la autoridad de la Iglesia.

2.2.1.2. Cómo se refirió Jesús a la Tradición del Antiguo Testamento.

La manera de conducirse Jesús, no sólo ante la Ley, sino también ante los títulos que las Sagradas Escrituras atribuyen a los distintos mediadores de la salvación depende esencialmente de la relación que Él tiene con Dios: la del Hijo con el Padre (ver 2.2.1.3).

a) No sorprende que Él mismo aceptara los títulos de Maestro (Mc 1,38, etc.) y de Profeta (Mt 16,14; Mc 6,15; Jn 4,19); más aún se atribuye el último a Sí mismo (Mt 13,57; Lc 13,33). Aunque rechaza ser considerado rey y mesías en sentido meramente terreno (Lc 4,57; Jn 6,15), no rechaza el nombre de Hijo de David (p. ej. Mc 10,47, etc.). Más bien, se presenta como rey Davídico el mismo día en el que entra en Jerusalén aclamado por la muchedumbre, para dar cumplimiento a las Escrituras (Mt 21,1-11; Zac 9,9-10). En el templo, finalmente, se comportó como quien tiene autoridad y no quiso decir a los sacerdotes con qué autoridad hacía aquello (Mc 11,15-16.28). En efecto, en aquel lugar, su misión presenta en sí un matiz más de Profeta que de Rey (Mc 11,17 citando a Is 65,7; Jr 7,11).

b) Jesús permitió que Pedro, en nombre de los doce discípulos, confesara que Él era el Cristo (es decir, el Mesías); pero enseguida prohibió decir nada a nadie de esa realidad (Mc 8,30-31.32), porque una profesión de fe semejante era muy imperfecta y Jesús pensaba ya en su desenlace final y su muerte (Mc 8,31, etc.). Su forma de entender al Mesías, Hijo de David, era diferente de la interpretación que proponían los Escribas. Es evidente cuando les demuestra, según el Sal 110,1, que tal personaje era Señor de David (Mt 22,41-47 y par.). En los Evangelios sinópticos, cuando el sumo sacerdote preguntaba a Jesús si Él es el Cristo (Mesías), Hijo de Dios (o del Bendito) [ver 2Sam 7,14; Sal 2,7], la respuesta que Jesús da es de un tono algo diferente según cada uno de los evangelistas ( Mc 14,62; Mt 26,64; Lc 22,69-70 donde la pregunta tiene dos partes); pero en los tres casos se manifiesta abiertamente, que pronto el Hijo del Hombre (ver Dan 7,13-41) se sentará a la derecha de Dios (o del Poder), como un rey en la gloria divina. En el Evangelio de Juan, cuando pregunta el Procurador Poncio Pilato a Jesús si es el Rey de los Judíos, declara que su reino no es de (ek) este mundo, que Él había venido a dar testimonio de la verdad(Jn 18,36-37). De hecho, Jesús no se presenta como un señor, sino como un siervo, más aún, como un hombre sometido a la esclavitud (Mc 10,45; Lc 22,27; Jn 13,13-16).

c) El título Hijo del hombre, que Jesús sólo se atribuye a sí mismo en los textos evangélicos, es de gran importancia cuando a Él mismo le designa como mediador de la salvación según el libro de Daniel (ver Dan 7,13). Sin embargo, hasta el momento de su pasión, esa denominación permanece un tanto ambigua, porque a veces según

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el uso arameo bastante frecuente, puede designar a la misma persona que habla. Jesús se comporta y habla de tal manera, como si no quisiera nunca revelar el secreto -o mejor aún el misterio- de su persona, porque los hombres no podrían aún comprenderlo; según el Cuarto Evangelio, Jesús sólo dice aquello que sus discípulos pueden entender (Jn 16,12).

d) Pero a la vez, Jesús insinúa muchas cosas que después con la ayuda del Espíritu Santo (Jn 16,13) aparecerán claras. Así en la Última Cena, las palabras pronunciadas sobre el Cáliz (Mc 14,24 y par.), parecen recordar la misión del Siervo sufriente, que entrega su vida por muchos (Is 53,12), sellando en su sangre una nueva Alianza (Is 42,6; Jr 31,31). Podemos creer razonablemente, que Él ya pensaba en ello cuando afirma que el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y entregar su vida en rescate por muchos (Mc 10,45).

e) Hay aún otras consideraciones. Dios no sólo anunció su venida por medio de algunas personas humanas, sino también con algunos atributos divinos, a saber: su Palabra, su Espíritu y su Sabiduría (ver 2.1.3.3.). Con todo, Jesús se presenta hablando en el nombre y con la autoridad del Padre en el Cuarto Evangelio (ver Jn 3,34; 7,16; 8,26; 12,49; 14,24; y el Prólogo, donde es denominado Logos, Verbum-Palabra) y en los Sinópticos: Oísteis que se dijo... Yo en cambio os digo (Mt 5,21-27; ver 7,24-29). En otra ocasión declara que Él actúa y habla con el Espíritu de Dios (Mt 12,28) que Él posee esa fuerza divina y que Él la enviará sobre sus discípulos (Lc 24,49; Hch 1,8; Jn 16,7). Finalmente, da a entender que la Sabiduría de Dios está presente y actúa en Él mismo (Mt 11,29; ver Lc 11,31).

De este modo coinciden en Jesús dos caminos, uno desde arriba y el otro desde abajo, con los que Dios había preparado en el Antiguo Testamento su venida entre los hombres (antes 1.1.11.1.); desde arriba, los hombres son llamados de una forma cada vez más cercana por la Palabra de Dios, por su Espíritu y por su Sabiduría; desde abajo, pues los rasgos cada vez mejor dibujados del Mesías como rey de justicia y de paz, Siervo humilde y pacífico e Hijo del hombre misterioso, surge y consigue eficazmente que los hombres asciendan con ellos hasta Dios. Por eso se abren dos caminos a la Cristología, de los cuales en uno, Dios se revela en Jesucristo a sí mismo, viniendo entre los hombres y salvándolos al comunicarles su propia vida; en el otro, el género humano encuentra en Cristo, como nuevo Adam, la vocación primigenia de Hijos adoptivos de Dios.

2.2.1.3. Jesús y su relación con Dios.

a) La razón última, o mejor aún, el misterio de Jesús se encuentran esencialmente en su relación con Dios. De hecho, en su oración llama a Dios Abba; esta palabra significa en lingua aramea Papá con un marcado acento de familiaridad (Mc 11,36, etc.). Se atribuye a sí mismo el nombre de Hijo en el mismo lugar, donde afirma que sólo el Padre conoce el día del juicio final, excluyendo a los ángeles y también al Hijo (Mc 13,32). Esta forma de presentarse como Hijo ante el Padre, se encuentra en muchos casos, en el Cuarto Evangelio (p. ej., Jn 17,1: Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique; ver además Jn 3,35-36; 5,19.23) y en logion de Mt y Lc llamado joánico (Mt 11,25-27 = Lc 10,20-21). Esta relación familiar de Jesús con Dios se manifiesta tan íntima que Él mismo puede afirmar: Todo me ha sido dado por mi Padre; ninguno conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo (Mt 11,27 = Lc 10,22).

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b) Este es el secreto íntimo del que proceden como de su fuente todos los actos de Jesús y su conducta, o usando otras palabras, su verdadera filiación (o condición filial). Es consciente de ella desde su más tierna edad (Lc 2,49) y lo manifiesta por la obediencia perfecta a la voluntad del Padre (Mc 14,36 y par.). Esta condición de Hijo no le impide, con todo, ser perfectamente un hombre, que crece en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 52). Así crece cada vez más en la conciencia de la misión que el Padre le ha encomendado, desde su infancia hasta la muerte en la cruz. Finalmente, sufre la muerte de una forma más cruel que la de ningún hombre (ver Mt 26,39; 27,46 y par.); y como dice la Carta a los Hebreos siendo Hijo aprendió de los sufrimientos la obediencia (Heb 5,8).

2.2.1.4. La persona de Jesús origen de la Cristologías.

Así, pues, todos los títulos, las funciones y mediaciones referidas a la Salvación, que ya se indicaban en las Sagradas Escrituras, las reconocemos asumidas y concentradas en la persona de Jesús. Pero fue necesario que quienes creyeron en Él las interpretaran de una forma enteramente nueva. De una forma inesperada, sucedió que el Reino del Mesías (es decir, de Cristo) llegara por medio del escándalo de la Cruz, después de sufrir Jesús la muerte como Siervo doliente (1Pe 2,21-25 según Is 53), y por su resurrección entrar en la gloria del Hijo de hombre (Hech 7,56; Ap 1,13; ver Dan 7,13-14). Esta es la forma en que llegó a ser reconocido como Cristo, Hijo de David, y también Hijo de Dios en poder (Rm 1,3-4), Señor (Hch 2,36; Flp 2,11, etc.), Sabiduría de Dios (1Cor 1,15; ver Col 1,15-16; Heb 1,3), Palabra de Dios (Ap 19,13; Jn 1,1-14), Cordero de Dios, sacrificado y glorificado (Ap 5,6-8; Jn 1,29; 1Pe 1,19), Testigo fiel (Ap 1,5) y Pastor verdadero (Jn 10,1-3; ver Ez 34), Mediador de la nueva Alianza desempeñando su sacerdocio real (Heb 8,1-10.18) y finalmente Primero y Último (Ap 1,17), que en el Antiguo Testamento era un título perteneciente a Dios solo (Is 41,8; 44,6). Así, las Sagradas Escrituras se cumplieron en Jesús de una manera diferente y mejor que la que esperaba Israel. Pero eso sólo puede ser captado por un acto de fe, con la cual confesamos que Él es el Mesías, Señor e Hijo de Dios (Rm 8,29; Jn 20,31).

2.2.2. El origen de la fe en Jesucristo

2.2.2.1. La Luz de Pascua.

a) La fe de los discípulos de Jesús, aunque habían creído en Él, desde hacía tiempo (Jn 2,11), permaneció, no obstante, imperfecta mientras Él vivía. Más aún, con su muerte fue profundamente sacudida, como atestiguan los Evangelios. Pero se volvió más clara y plena cuando Dios lo resucitó y le concedió manifestarse a sus discípulos (Hech 10,41-42; ver 1,3; Jn 20,19-29). Las apariciones con las que Jesús se mostró vivo con pruebas abundantes, después de su pasión (Hch 1,3), de ninguna manera eran esperadas por sus discípulos, de forma que sólo con muchas vacilaciones reconocieron la verdad de su resurrección (San León Magno, Sermo 61,4; ver Mt 28,27; Lc 24,11). Pero con aquellas manifestaciones pudieron reconocer que El Señor había resucitado verdaderamente (Lc 24,34).

b) Con la luz resplandeciente de la Pascua, algunas palabras de Jesús, que antes habían parecido difíciles, se aclararon (Jn 2,22) e igualmente algunos de sus gestos (Jn 12,16). Sobre todo, su Pasión y su muerte dejaron ver todo su significado, desde el momento en que les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras (Lc 24,32-35). De ese modo se constituyeron en testigos (Lc 24,48; Hch 1,8; ver 1Cor 15,4-8), sus palabras se convirtieron en el fundamento sobre el que se

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apoya la fe de la comunidad primitiva. Por su testimonio, se podía entender todo lo que había sido escrito de Jesús en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los salmos (Lc 24,14) y a la vez se podía discernir de qué manera se cumplirían las promesas de Dios en Él.

c) Estas apariciones (Hch 10,40-41; Mc 16,12-14) al tiempo ilustraron también la significación de aquellos acontecimientos que eran consecuencia de su resurrección: el don del Espíritu Santo, concedido ya la misma tarde de Pascua según el Cuarto Evangelio (Jn 20,22), la venida del mismo Espíritu sobre los discípulos el día de Pentecostés (Hch 2,16-21.33), los milagros de curaciones realizados en el nombre de Jesús (Hch 3,5, etc.). Desde entonces el centro de la fe apostólica fue no sólo el reino de Dios, cuya llegada Jesús había anunciado (Mc 1,15), sino el mismo Jesús, en quien había comenzado este Reino (Hch 8,12; 19,8, etc.), tal y como los apóstoles le habían conocido antes de su muerte y que por la resurrección de entre los muertos había entrado en su gloria (Lc 24,26; Hch 2,36).

2.2.2.2. Desarrollo de la Cristología.

a) Según la promesa de Jesús (Lc 24,49; Hch 1,8), los discípulos fueron revestidos con la fuerza del Espíritu Santo que descendía sobre ellos, después de que se cumplieron los días de Pentecostés (Hch 2,14; ver 10,44). Fue sin duda el don especial de la Nueva Alianza: en efecto, en la primera alianza había sido dada la Ley al pueblo de Dios, en la nueva el Espíritu de Dios fue difundido sobre toda carne según la promesa profética (Hch 2,16-21; cfr Joel 3,1-5 LXX). Por medio de este bautismo en el Espíritu Santo (Hch 11,16; ver Mt 3,11 y par.), los apóstoles recibieron fortaleza y valor para dar testimonio de Cristo (Hch 2,23-26; 10,39, etc.), para anunciar la palabra de Dios con confianza (parrhesia, Hech 4,29-31) y realizar milagros en el nombre del Señor Jesús (Hch 3,6, etc.). Así fue instaurada la comunidad de los creyentes en Jesucristo. Más tarde, la Iglesia edificada en el Espíritu Santo (Hch 9,31; Rm 15,16-19; Ef 2,20-22), creció tanto entre los Judíos y en medio de los Gentiles, que se rindió testimonio de Cristo y el Reino de Dios se propagó hasta los confines de la tierra (Hch 1,8).

b) Las tradiciones evangélicas fueron reunidas y se pusieron por escrito gradualmente (paulatim) a la luz de la Pascua, hasta que recibieron su forma final en los cuatro libritos. Estos no contienen simplemente lo que Jesús hizo y enseñó (Hch 1,1), dan también interpretaciones teológicas de aquellos hechos (ver Instrucción de la Pontificia Comisión Bíblica del 14 de mayo de 1964; AAS 56, 1964, 712-718). En estos escritos hay que buscar la Cristología de cada evangelista. Esto vale sobre todo para el evangelio de Juan, que en la época de los Santos Padres recibe el nombre de teólogo. Igualmente, los demás autores, cuyos escritos se han conservado en el Nuevo Testamento, interpretaron de formas diferentes las acciones y las palabras de Jesús, y más aún su muerte y resurrección. Por tanto, se puede hablar de la Cristología de Pablo, que se desarrolla y transforma desde las primeras cartas hasta la tradición surgida de él. Además hay otras cristologías, en la Carta a los Hebreos, en la 1Pedro, en el Apocalipsis de Jn, en las Cartas de Santiago y Judas, en la 2Pedro, aunque no alcanzaran el mismo desarrollo en estos escritos.

Estas Cristologías no sólo se distinguen entre sí por la luz diferente con la que iluminan la persona de Cristo, que da cumplimiento al Antiguo Testamento; sino que una y otra ofrecen además nuevos elementos, sobre todo en los evangelios de la infancia según Mt y Lc, que enseñan la concepción virginal de Jesús, cuando por otro lado en los escritos de Pablo y Juan se evoca el misterio de su preexistencia. Por tanto, en ninguna parte se encuentra un tratado completo sobre Cristo Señor,

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mediador y redentor. Los autores del Nuevo Testamento, en cuanto pastores y doctores, presentan, en efecto, un testimonio del mismo Cristo con voces distintas en la sinfonía de un mismo canto.

c) Todos estos testimonios han de ser tomados en su totalidad para que la Cristología, en cuanto conocimiento de Cristo, arraigado y fundamentado en la fe, siga floreciendo auténtica y verdaderamente entre los creyentes cristianos. A cada uno le es posible inclinarse a ésta o aquélla según parezca más adecuada para hablar de Cristo, según las afinidades diferentes de mentalidad y de las distintas culturas. Pero, para todos los fieles, los testimonios en su conjunto constituyen el único Evangelio, anunciado por Cristo y que mira a Cristo. Ninguno de ellos puede, por tanto, ser rechazado, como si procediendo de una tradición secundaria, no mostrara una imagen verdadera de Cristo, o como si llevara impreso en sí los rasgos propios de las culturas antiguas y ya no tuviera ninguna importancia. La interpretación de los textos, que es sin duda necesaria, no debe conducir de ninguna manera a vaciarlos de sus contenidos.

d) En cuanto a los modos de expresarse adoptados por estos escritores para exponer su cristología, es necesario tomarlos en consideración atentamente. Como se ha dicho ya (ver antes 2.2.1.4.), estos modos han sido tomados ordinariamente de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, cuando la predicación evangélica entró en contacto con las distintas doctrinas y religiones helenísticas, los pastores y doctores de la época apostólica adoptaron prudentemente términos e imágenes pertenecientes al modo común de hablar de los Gentiles, pero dándoles nuevas interpretaciones según las necesidades de la fe. Ejemplos de esa clase son muy numerosos (ver la palabra pleroma en Col 1,9). Estos casos no deben ser atribuídos a un falso sincretismo: así los autores inspirados quieren presentar al mismo Cristo que otros autores describen con la ayuda de otras formas de lenguaje, más directamente tomadas de la Sagrada Escritura. Ellos mismos abrieron así el camino a los teólogos de todos los tiempos, que sintieron la necesidad, y aún la sienten, de encontrar lenguajes auxiliares, para aclarar con su ayuda a los hombres de su tiempo el lenguaje peculiar y fundamental de la Sagrada Escritura, de modo que el anuncio íntegro y recto del Evangelio pueda llegar y llegue aún a todos los hombres.

2.2.3. Cristo como mediador de la Salvación

2.2.3.1. Cristo presente en su Iglesia

a) Cristo permanece con los suyos hasta el fin del mundo (Mt 28,20). La Iglesia, cuya vida procede toda entera de Cristo, el Señor, debe cumplir este mandamiento, escudriñar el misterio de Cristo y darlo a conocer a los hombres. Pero esto sólo puede hacerse en la fe y por el impulso del Espíritu Santo (1Cor 2,10-11). En efecto, el Espíritu Santo distribuye sus dones a cada uno como quiere (1Cor 12,11) para la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y el conocimiento del Hijo de Dios, y formemos el hombre perfecto en la madurez y la plenitud de Cristo (Ef 4,12-13). La Iglesia introducida en el mundo experimenta por su fe la presencia de Cristo en medio de ella (Mt 18,20). Por esa misma razón está pendiente con esperanza firme de la venida de su Señor glorioso. Este deseo lo manifiesta en la oración, sobre todo cuando celebra el memorial de su Pasión y Resurrección (1Cor 11,26), invocando insistentemente su vuelta: Ven, Señor Jesús (1Cor 16,22; Ap 22,20).

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b) En las distintas situaciones de la humanidad es función propia de la Iglesia reconocer auténticamente la presencia y la actuación de Cristo. Por eso mismo se preocupa de escrutar los signos de los tiempos y de interpretarlos a la luz del Evangelio (Gaudium et spes n. 4). Para lograrlo, los ministros del Evangelio y los fieles, cada cual según su propia función, deben guardar la doctrina de Dios, nuestro Salvador (Tit 2,10), conservar el depósito (1Tm 6,20), para que no sean barridos por cualquier viento de doctrinas (Ef 4,14). Por eso, la fe verdadera en Cristo, la verdadera acción del Espíritu Santo y la praxis recta de los fieles cristianos deben ser siempre discernidas (1Cor 12,10) y comprobadas.

La fe verdadera es la fe en Jesucristo, Hijo de Dios, que vino en la carne (1Jn 4,2), que ha revelado a los hombres el nombre del Padre (Jn 17,6), que se ha entregado Él mismo en rescate por todos (1Tm 2,6; ver Mc 10,45 y par.), que resucitó al tercer día (1Cor 15,4), que fue elevado a la gloria (1Tm 3,16) y está sentado a la derecha de Dios (1Pe 3,22) cuya venida gloriosa es esperada al final de los tiempos (Tit 2,13). Una Cristología que no confiese todo esto, se desvía del testimonio de la tradición apostólica, que es la regla última de la fe según San Ireneo (Demonstratio Apostolica, n. 3), regla de la verdad por tanto, conservada en todas las Iglesias por la sucesión de los Apóstoles (Adv. Haer. III,I,2) y recibida por todo cristiano en el Bautismo (Ibid. 1,IX,4).

c) Igualmente la acción del Espíritu Santo debe ser discernida con la ayuda de signos ciertos. La Iglesia, de hecho, es conducida por el Espíritu de Dios en su camino pero cada uno de los fieles creyentes (Rm 8,14), no puede creer en todo espíritu (1Jn 4,1). El Espíritu de Dios no es otro que el Espíritu de Jesús (Hch 16,7), el Espíritu sin el cual nadie puede decir: Jesús es Señor (I1Cor 12,3). Este mismo Espíritu inspira a los discípulos todo lo que Jesús dijo (Jn 16,13) hasta que la palabra de Dios se cumpla en la Iglesia (Dei Verbum, 8).

Por medio de este Espíritu el Padre resucitó a Jesús de entre los muertos (Rm 8,1), para crear en él al hombre nuevo en justicia y santidad verdaderas (Ef 4,24); por medio de Él resucitará a todos los que hayan creído en Cristo (Rm 8,11; 1Cor 6,14). Por la fe y el bautismo los cristianos se convierten en miembros de Cristo (1Cor 6,13) y se unen con Él incluso en sus cuerpos, que reciben su vida y se convierten en cuerpos del Espíritu Santo (1Cor 6,19). Así todos constituyen un solo cuerpo que es el mismo cuerpo (1Cor 12,12-14; Ef 4,4), acoge a todos los bautizados como miembros suyos: así se constituye la Iglesia (Col 1,24; Ef 1,22). Cristo es la cabeza de este Cuerpo, al que vivifica y hace crecer con la fuerza del Espíritu Santo (Ef 4,16; Col 2,19). Esta es la nueva creatura (2Cor 5,17; Gál 6,15) en la que Cristo reconcilia todo lo que el pecado había dividido: reconcilia a los hombres entre sí (Ef 2,11-18), a los pecadores con otros, de quien se habían vuelto enemigos por desobediencia (2Cor 5,18-20; Rm 5,10; Col 1,21) y también el mismo universo entero, en el cual Cristo venció a las potencias del mal que oprimían a la humanidad (Col 1,20; 2,15; Ef 1,10.20-22).

2.2.3.2. El Cristo total, meta de todas las cosas

a) La Salvación traída por Cristo es pues total; llega a los hombres hasta en su mismo cuerpo por la gracia del Bautismo (Rm 6,3-4; Col 2,11-12), de la Eucaristía (1Cor 10,16-17) y de los demás sacramentos (Rm 12,1). La santidad de Cristo que se comunica a la Iglesia, se difunde así en la vida de los cristianos, de modo que por ellos pertenece al mundo en el que desenvuelven su vida. A imitación de su Hermano primogénito (Rm 8,29), ellos mismos se hacen partícipes de la edificación del Reino de Dios, que Cristo vino a instaurar entre los hombres exponiendo su programa de

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paz, amor, justicia (Gál 5,22-23; Flp 4,8; Col 3,12-15). Según el ejemplo dado por el Maestro, también ellos deben dar sus vidas por los hermanos (1Jn 3,16).

Puesto que Jesús ha sido enviado a anunciar el Evangelio a los pobres, a liberar a los cautivos, y a levantar a los oprimidos (Lc 4,18-20), sus discípulos deben preocuparse de continuar esta obra de liberación. Así, su Iglesia prepara la venida definitiva del Reino de Cristo, en el que Él mismo, una vez sometidas todas las cosas a sí, se someterá a su Padre, para que Dios sea todo en todos (1Cor 15,28). Para alcanzar ese final, la Iglesia ya ahora se encuentra insertada en el mundo por sus miembros. No les manda dejar este mundo; por medio de ellos trabaja para que el espíritu del Evangelio pueda penetrar en todas las estructuras familiares, sociales y políticas. Así Cristo, presente en los asuntos de este mundo, difunde en ellos la gracia de su salvación: El que descendió a las regiones inferiores de la tierra y fue elevado por encima de todos los cielos, ahora Él llena todas las cosas (Ef 4,9-10).

b) Todo esto no puede ser realizado sin esfuerzo ni dolor (Mt 5,11; Jn 15,20; 16,33; Col 1,24). El pecado, que entró en este mundo ya desde el comienzo (Rm 5,12), continúa produciendo en el mundo malos frutos. El Reino de Dios, aunque ya ha comenzado, aún no se ha manifestado plenamente; pero progresa paulatinamente entre dolores como de parto (Mt 24,8; Jn 16,21-22). La creatura misma, aún sometida por la vanidad, espera la liberación de la servidumbre de la corrupción (Rm 8,19-21). Pero Cristo triunfó sobre el pecado por su muerte y resurrección, venció al Príncipe de este mundo (Jn 12,31; 16,11.33). Los cristianos, por tanto, siguiendo su ejemplo y sostenidos por su gracia, deben luchar y sufrir, si fuera necesario, hasta el martirio y la muerte (Mt 24,9-13 y par.; Jn 16,2; Ap 6,9-11), para que el bien triunfe sobre el mal hasta que lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva en los que habitará la justicia (2Pe 3,13).

Entonces será reconocido, amado, adorado y recibirá el servicio de todos los hombres, convertidos en Hijos adoptivos suyos (Ef 1,5). Así se completará su obra de salvación en la eternidad bienaventurada, que Él con su misericordia, fidelidad y paciencia inagotable (Rm 2,4-5; 3,25-26; 9,22) continúa desde la primera llamada, de la que la humanidad se apartó, hasta el día en que todos, gozando de una felicidad sin fin, le aclamarán: Al que está sentado en el trono y al Cordero, la bendición, el honor, la gloria y la alabanza y el poder por los siglos de los siglos (Ap 5,13).