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bocetos de memori a Carmelo López de Arce

BOCETOS DE MEMORIA

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Pequeñas narraciones sobre vivencias personales.

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bocetos de memoria

Carmelo López de Arce

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JUSTIFICACIÓN

Borges creó un personaje: Funes el Memorioso. Tenía el problema de recordar demasiado. Revivía todos los detalles, por insignificantes que pudieran parecer. Le asaltaba el recuerdo de una tarde y podía estar varios días ensimismado en todos los matices de lo que pasó. Aquello era su tortura: su pasado le impedía vivir.

Por otro lado, somos memoria. Tenemos identidad como persona en tanto que tenemos una historia. Por lo tanto el repaso del pasado es imprescindible para ser. Revisamos nuestra vida con cierta delectación morbosa cuando tenemos que reafirmar nuestro ser, explicarnos a nosotros mismos qué puñetas pintamos aquí.

Ese repaso a lo vivido habrá que hacerlo buscando la línea esencial o, más bien, inventando una línea. Como bien sabemos los que hemos pretendido ser escultores, en el volumen no existen líneas. Es masa, son planos, son vacíos. Para dibujarlo tenemos que inventarnos una línea que corresponde a uno de los infinitos perfiles, a uno de los infinitos límites entre la luz y la sombra. De un solo árbol podríamos hacer interminables dibujos, si esto pasa con el objeto tridimensional ¿qué no pasará con lo pluridimensional de las vivencias?

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Por lo tanto, siempre que recreamos un hecho lo creamos. Escribir siempre es una ficción. Sé que tengo que mentir. Con esa conciencia puede que se intuya la verdad o, por lo menos, mi verdad. Picasso decía que el arte es una mentira para buscar la verdad.

Y puestos a reconocer verdades, intentaré calibrar lo que haya de vanidad en la acción de escribir cosas de mi vida. Se hace porque creemos que es interesante, que puede interesar a alguien. El objetivo secreto de todos los diarios íntimos es ser publicados. Quemar unas memorias es un acto más desesperado que el suicidio. Alguien leerá esto y, precisamente por eso, me tengo que obligar a no aburrir. Aunque no creo que mi vida sea divertida, ni ejemplar, ni heroica, si en algún momento soñé con la genialidad, ahora debo reconocer mi mediocridad – por un acto de proporcionalidad –. Tengo la responsabilidad de crear, con esos trozos de memoria, algo de interés para quien lo lea. En este acto de egocentrismo me debo a los demás. Es la paradoja de la vida misma.

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PRIMER BOCETO

No hay un principio posible; el primer hecho que se puede contar es una continuación del anterior.

Así que puestos a poner uno, digamos que nací la madrugada del 16 de julio de 1953 (día de la virgen del Monte Carmelo –de ahí mi nombre-). Mi madre creía que esos dolores de vientre eran los propios de ir al retrete. A punto estuvo de soltarme en el lugar más inapropiado; pero alguien sospechó que podría ser el niño y se pusieron a ordenar la cama aguantándose las ganas.

Al momento salí, sin más problemas que cualquier otro desahogo. Así daban a luz las hembras antes de que hubieran más remilgos, podría haber salido amoratado y con el cordón al cuello o de nalgas; pero no – según cuentaba mi madre cada vez que se le pasaba por la cabeza – salí sonrosadito y limpio, me desperecé y di un bostezo en vez de llorar.

No tuve facilidad para el llanto. Ante un castigo, la rabia controlada y el orgullo me hacían mantener el tipo, una especie de estoicismo infantil. Ya adulto, las frustraciones e incomprensiones cotidianas me hacían subir la congoja desde el estómago y por un momento parecía que podía escaparse por los ojos un torrente; pero entonces se respira profundamente y se sepulta lo que me sigue pareciendo una impudicia, por lo menos de cara a los demás. Ahora, pasado el medio siglo, a veces, me dejo llevar por la empatía, no me importa demasiado que una película, una noticia, o una música me humedezca la mirada. Lo que me sigue pareciendo inmoral es dar pena para conseguir un fin; nunca trataré de cambiar el comportamiento de otra persona conmoviéndola con mi pena.

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Pero antes de que llegara a parecer adulto*, pasaron algunas cosas.

En mis primeros recuerdos me veo dibujando. Siento que mi abuelo está al lado. Nunca me llevó la mano, no parecía que me enseñara, simplemente se ponía junto a mi y me decía cosas simpáticas o hacía como que se enfadaba y me reprochaba que hiciera trampas cuando, con tres años apenas, le explicaba que seguía una línea casi rozando el

papel pero sin dibujarla, para continuar un vez pasado el objeto que la tapaba. El abuelo Basilio sonreía y su sonrisa era mágica para los niños, porque podía sacársela de la boca y sonreír en su mano, risa blanca y perfecta, como un juguete nuevo. Nos retaba a que nos mordiéramos el codo y nadie podía salvo él.

Dibujaba si se lo pedía, pero ya le temblaba la mano. Murió pronto, sin ruido, de la forma más natural. Pero mi abuelo Basilio me siguió acompañando. Cada vez que dibujaba sentía que lo tenía al lado.

Alguna vez se me apareció en sueños o duermevelas para hablarme de dibujo y enseñarme proyectos que no pudo realizar en vida.

Diseñó fachadas de edificios públicos, como el gran Mercado de Abastos de Alicante. También chalets, primorosos y funcionales. Montó una academia de dibujo y se pateó los campos levantando planos topográficos como funcionario de Obras Públicas, en una época en que ser delineante era mucho más que una rutina de oficina. Sin la estandarización de técnicas, las normas eran el buen gusto, la precisión y la imaginación. Cuando falta de casi todo hay que ser creador.

En esas andanzas le acompañaba mi madre. Presumía de ser la primera mujer delineante de España. Trabajó también en Obras Públicas, aunque no llegó a aprobar las oposiciones. Tuvo la osadía de reclamar ante el tribunal, pues se sabía bien preparada por su padre. Pero en esa triste posguerra tenía prioridad cualquier excombatiente, aunque fuera manco, sobre una mocita de la que sólo se esperaba que se casara y diera muchos hijos a la patria.

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Se casó. Según cuenta, muy enamorada (tenía su vena romántica) y se cumplió su deseo de casarse con un Fernando. Pero pasó de ser una mujer con trabajo, que se movía con desparpajo entre hombres a simple ama de casa con una familia ya formada: su marido viudo, con niño de siete años y suegro. Puede que esa frustración no expresada la convirtiera en histriónica, por ese afán de cumplir con su papel asumido y al mismo tiempo desarrollar iniciativas muy dispares que la realizaran, sin conseguirlo del todo.

En pocos años éramos cuatro hermanos. Un hogar normal, con cabeza de familia funcionario y pluriempleado, en una ciudad normal y un país normal (o por lo menos eso nos parecía).

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BOCETO DE ARENA

No era un juego.

Desde que tengo memoria, el hacer castillos en la arena fue un asunto muy serio.

Arenas puede haber en muchos sitios; pero para imaginar, para modelarla y aprender de la arena, no puede ser en otro lugar más que en la playa y, concretamente, en la orilla.

Es uno de esos espacios-frontera entre dos mundos irreconciliables que allí encuentran su armonía. Esa línea imprecisa, que cambia de forma, que no es mar, pero no está seca, ni es dura. Es otro estado de la materia sin clasificar que perturba al yo organizador de los humanos. Por eso ha sido ganada por esta civilización sólo como lugar de ocio.

Aunque parezca que la ciudad va abriéndose según se acerca al mar, que va dejando de ser materia sólida para alcanzar otros estados, el paseo marítimo sigue siendo trazado urbano.

En aquella época existía una forma de evitar esa indeterminación de la orilla: los balnearios. Los conocí ya muy deteriorados. Aún tengo en las narices el olor salitroso de sus maderas húmedas, mantengo el tacto y el color de las barandillas oxidadas deshaciéndose entre mis dedos.

Allí se entraba sin pisar la arena, directamente del enlosado del paseo a los tablones, iba la familia adentrándose a dos metros del mar sobre pilotes engordados por todas las incrustaciones marinas. Se alquilaba una habitación con una luz irreal que entraba por las ranuras de los tablones y desde abajo, por la trampilla con escalera que descendía a los turquesas brillantes. Tenía su bañera para llenar con agua de mar, para quien no quisiera aventurarse en las olas.

Téngase en cuenta que, hasta que no llegó el turismo de masas, los

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baños de mar tenían un objetivo terapéutico. El balneario también cumplía una función de asepsia moral. Eso de retozar en la arena fue una conquista. No puedo evitar ver a las personas que les molesta la arena en el cuerpo como puritanas, cursis o con algún trauma psicológico (a veces esa primera impresión se confirma). Eso de ponerse semidesnudos a la vista de todos fue una conquista lenta que se aceleró en los sesenta. Recuerdo el primer bikini tumbado al sol como una escandalera de comadres alrededor de una impasible señora francesa con su hija que, o estaba paralizada por el pánico o se hacía la sueca. La indignación y los amagos de agresión iban en aumento y tuvo que intervenir la guardia civil para evitar un linchamiento, para dispersar aquella espontánea manifestación y, por supuesto, para que cubriera sus carnes apenas entrevistas por mi entre un bosque de piernas celulíticas.

Pero en poco tiempo dejaron de usarse albornoces para salir del agua y desaparecieron los bañadores con faldita. Los balnearios pasaron a ser cadáveres sin utilidad y los alicantinos empezaron a mezclarse en la arena con los madrileños del seiscientos, con los primeros turistas extranjeros – básicamente franceses – y alguna sueca que, supongo, vendría acompañada por algún sueco, pero que resultaban invisibles y eran ellas las que centraban las miradas.

Aunque al niño que jugaba en la orilla le interesaba mucho más los monumentos que podía crear con sus manos que los que andaban sobre dos piernas (por muy esculturales que fueran).

Monumentos efímeros.

Hay lecciones vitales que se aprenden en la orilla, sólo en ese límite – como en otros – se aprende de verdad (el que quiere aprender, claro).

La Naturaleza tiene sus formas que vienen dadas por sus ritmos.

Por un rato – una época o un instante –, poner otro orden, dejar tu huella, tu nombre, tu obra. Esa fortaleza en la que se imaginaron historias o en la que quizá ocurrieron, qué más da, todo es cuestión de escala, proporciones de tiempo o de espacio, que siempre serán minúsculas ante la inmensidad del mar... esa fortaleza, volverá a ser orilla.

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Yo no sabía quién era Shiva y Vishnu, pero ya los comprendía.

La destrucción, puestos en el punto de vista de la naturaleza se ve como un proceso de recuperación, de vuelta a un orden previo a la intervención del ser humano.

No pretendo que supongan que el niño de seis, nueve o doce años pensaba eso, aunque de alguna forma se intuía. Lo que si es cierto es que me apasionaba lo que estaba haciendo. Cuando mis padres decidían que ya estaba bien de playa, siempre me resistía; pero no por continuar jugando, lo que quería era ver el final, contemplar cómo las olas van lamiendo una y otra vez las oquedades y los promontorios, cómo los va dejando sensualmente redondeados hasta que vuelven a ser lisos, como el resto de la orilla, hasta donde se pierde la vista confundida con la calima en el horizonte.

A otros niños les gustaba destruir deliberadamente, jugando a guerritas o pateándolo sin más. Aquello me molestaba mucho. Los que jugaban conmigo en la arena no entendían que me cabreara. “Si de todas formas se va a romper”– decían. Lo que rompían era ese encanto de la destrucción como un proceso vital. No tenemos derecho a destruir por muy fácil que resulte o, precisamente, porque es muy fácil. Ni ellos lo entendían ni yo sabía explicarlo.

Por esta causa perdí la amistad de la primera niña que me hacía caso. Tendríamos nueve o diez años. Se llamaba Maite, algo mayor (seis meses o un año es un abismo a esas edades), morenaza, pizpireta… a mi me parecía toda una mujer. Era ella la que buscaba mi compañía y yo me sentía tan alagado como intimidado; no sabía muy bien que hacer. Era ella la que se arrimaba sin darle mayor importancia y yo el que me ruborizaba.

La relación venía de cuando íbamos a ver la tele a su casa – antes de que tuviéramos nosotros –. Entonces la tele se veía como si fuera el cine, toda la familia con vecinos de aquí y allá apretujados en todos los asientos disponibles, con la habitación a oscuras y los niños por el suelo, ya que no había sitio para todos. Allí es donde se arrimaba y empezó a sentirse mujer con alguien que seguía siendo un niño.

Un día, en la playa, jugaba conmigo en la orilla; pero yo no jugaba,

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estaba trabajando en un proyecto que tenía en mente. De todas formas, abierto a sus aportaciones, aunque me parecieran cursis – como esa costumbre de decorar con piedrecillas o conchas – . El caso es que al rato ella estaba aburrida de mi concentración y empezó a hacer pequeños derrumbamientos, como sin querer y luego otros como por gracia. Era una forma de decir: deja de preocuparte por algo que se va a caer de todas formas y ocúpate de mí. Yo aún no captaba ese lenguaje elíptico de las mujeres y me fui cabreando en progresión directa a sus intervenciones. De nada sirvieron mis advertencias, la cosa iba deliberadamente a más. Al final reaccioné de la forma más inadecuada: le metí la cara en el charco del hoyo. Salió lloriqueando hacia los mayores, más herida en su orgullo que en ninguna otra cosa. La bronca de mis padres fue en proporción a mi fechoría y se acabó castillo y se acabó amistad.

Con mi hermana y mis padres

Y es que, insisto, hacer castillos en la arena es algo muy serio.

Hay que elegir el sitio con el grado justo de humedad del suelo: si está muy alejado del mar le falta cohesión a los granos; o hay que cavar un hoyo muy profundo para conseguir material fresco o hacer muchos transportes de agua (los que ayudan se hartan enseguida); de todas formas la arena seca sufre más la erosión del aire y se desmorona todo antes de que se termine de construir. Si se hace más cerca del agua se corren más riesgos – tiene su emoción – hay que crear diques rompeolas que hay que estar reforzando continuamente; requiere decisiones rápidas y trabajo de un equipo bien coordinado (que es lo más difícil). De todas formas no sirve para un trabajo bien perfilado, no se dan las condiciones para acabar

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bien el proyecto; va bien para lo que se considera jugar con un grupo de amigos en la orilla, sin más pretensiones.

Elegida bien la zona adecuada, se dibuja el plano en la arena, se cava un hoyo inicial que se irá agrandando para completar el foso, de donde se toma la masa húmeda y compacta que forma la meseta a modo de cimentación.

Desarrollé una técnica muy distinta del simplón cubito de arena volcado como molde: con la arena más húmeda se prensa con las manos escurriendo el agua sobrante, los pegotes así conseguidos se van colocando como si fueran bloques megalíticos a modo de sillares; el interior se rellena de arena normal y cada cierta altura se tapa con otra capa de arena muy húmeda, aligerando poco a poco los materiales, cada torre tiene a modo de pisos progresivamente más huecos. También ayudaba a la solidez el meter palitos a modo de vigas o algas amalgamadas con la masa.

Así conseguía alturas espectaculares.

Se resana superficialmente para conseguir esquinas en ángulo y lienzos de muro plano. Se termina con puertas o simulacros de ventanas y barbacanas, patios y escaleras que ascienden a los adarves, almenas y matacanes.

Si se trabaja rápido o los que me ayudaban no se aburrían pronto, conseguía acabar antes de que alguna ola más intensa que otras o la inercia de los materiales empezara a deteriorar la obra; durante el rato que se mantenía en pie podía contemplarlo acabado. Minutos de gloria en los que podía formarse un corrito de público de todas las edades que comentaban asombrados cómo un niño podía hacer eso.

Es curioso, pero a pesar de que mi madre era más creativa, nunca se puso a jugar conmigo en la arena. El que sí lo hacía era mi padre. Supongo que sería un prejuicio costumbrista. Ninguna mujer se tumbaba en la orilla – tirada a los pies de todos los paseantes – ni he visto nunca a una mujer construir en la arena ¿Será algo atávico o su sentido práctico lo que les impide hacer esa inutilidad? El caso es que mi padre aprovechaba esa circunstancia para estar conmigo – salvando también ciertos prejuicios,

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porque tampoco era muy normal que un señor se reboce de arena –. En realidad, él era el que convertía en importante lo que yo hacía. Aprovechaba para instruirme sobre arquitectura militar, explicándome la diferencia entre una torre del homenaje y una atalaya, por dónde se arrojaba el aceite hirviendo a los asaltantes o cómo se subía el puente levadizo. Le daba rigor histórico y, por lo tanto dejaba de ser un simple juego.

Tenía una costumbre que no siempre encajaba con la austeridad marcial, lo que él llamaba estilo churrigueresco: se trata de coger un puñado de arena fina muy mojada y dejar que vaya escurriendo un chorrito que, al caer, fragua con gran rapidez y, gota a gota, se va formando una estalagmita. Si esos churritos de pasta de arena caen sobre cualquier tipo de construcción le dan un aire que recuerda algo a lo que hizo en arquitectura José Benito Churriguera. Aunque estas decoraciones barrocas no se aplicaban a los castillos propiamente, era más como un paisaje de fantasía en su entorno que también podía recordar la obra de Gaudí, de tal manera que antes de conocer la obra de ninguno de estos ya tenía una idea de lo que podía ser.

Tampoco era el castillo la única construcción posible. Las opciones eran ilimitadas. Muchas veces, en vez de planificar se dejaba que lo construido evolucionara como un diálogo con los materiales y los elementos. Si no se tenía un proyecto en la cabeza se hacía el hoyo como un perro, sin preocuparse de donde se acumulaba lo sacado. Así se formaba una montaña o un sistema de cordillera alrededor del lago creado. Aquí entra el sentido de escala: si se pone la mirada en el suelo, la gran mole de piedra que domina Alicante (el luminoso Ben-al-cantil, con su castillo a modo de corona de su perfil de cara de moro) tiene el mismo tamaño que la montaña recién creada. Uno deja de ser un niño, es un gigante, un dios que transforma el paisaje y que lo humaniza; ya que la siguiente fase es llenar esa geografía de casitas, poblados, puentes, túneles y las carreteras, que no se trazan al azar, establecidos los elementos a comunicar tienen que ser practicables: las pendientes constantes, las curvas posibles, con el radio adecuado al supuesto ángulo de giro de los cochecitos que hubiera llevado. Si se hacía un desmonte y su correspondiente terraplén sería con la inclinación adecuada para evitar peligros de derrumbe o si no construir muros de contención.

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Otra intervención en la arena menos espectacular, más intimista, es hacia abajo. Ya no es poner sino todo lo contrario, quitar, cuanto menos más hay. Con el misterio del mundo telúrico: cuevas, pasadizos, túneles, lagos interiores… Si trabajan dos o más se puede experimentar ese feliz encuentro de las manos bajo tierra, cuando excava cada uno desde hoyos contiguos.

Ahí abajo es donde las formas están más condicionadas a los comportamientos de los fluidos. Siempre se llega a una capa freática; no hay que traer cubos de agua ni hacer canalizaciones para que las olas metan el mar en los subterráneos. Aflora a una cierta cota de profundidad que, una vez alcanzada se pone a nuestro favor, pues erosiona las paredes con gran rapidez si se la dirige, ahondando un poco en esa arena blanda de la capa húmeda, se acumula agua que corroe desde abajo y empiezan a caer grandes bloques a modo de los derrumbes por el deshielo en los árticos.

En algún lugar o, a veces, en la totalidad del hueco se puede alterar ese aspecto orgánico por paredes planas, bloques prismáticos, escaleras a ninguna parte, sin ninguna intención de recrear una forma conocida... Ese monumento invertido, ese ejercicio de vacío, lo hacía sin saber nada del valor que la escultura contemporánea estaba dando al espacio. Cuando años más tarde vi la intervención de Chillida en la plaza de los fueros en Vitoria, me sentí hermanado con él: compartíamos sensaciones. Al bajar a ese monumento hueco sentí que me empequeñecía y estaba entrando en el recuerdo de uno de mis hoyos estructurados.

No se quién dijo que lo que no se llega a conocer en la infancia, nunca se sabrá. De alguna forma tenía razón. Quizá no aprendemos nada, sólo recordamos.

En aquel momento tampoco me importaban los mitos de las culturas mediterráneas, aunque estuviera mecido por este mar nuestro. Pero ahora es inevitable pensar que emulaba a Dédalo; que no hacía más que repetir una y otra vez la ancestral construcción del laberinto – sobre todo después de que Borges en “La casa de Asterión” sugiriese que el laberinto primigenio no tenía puertas, entraba y salía el mar –.

Nadie se acuerda de las fantasías antiguas. La Atlántida es un mito

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del que no hay nada que aprender. Y toda la costa se ha llenado de castillos en la arena. He visto toda esta locura de ladrillo desde el primer boom turístico. La he sufrido como una agresión antes de tener la más mínima conciencia ecológica. Empezaron por construir en mis territorios de juego, en mis paisajes de infancia: aquellas excursiones a kilómetros de playa virgen, la aventura de ir a San Juan en el trenet de vapor por una vía estrecha que cortaba acantilados y hacía de frontera entre los pinos, olivos y huertos con sus torres de labradores en un lado y la playa en el otro, con sus casitas de pescadores desperdigadas ante el viento marino.

Ya no hay costa Blanca, ni del Azahar, ni del Sol; son todas Costas Negras. El mar no es más que un telón de fondo para decorar comercios, restaurantes y bloques. Cualquier resto de naturaleza no es más que un solar a urbanizar de un día para otro. Todos podemos especular a la más mínima oportunidad en la línea de costa.

Poseidón o Nuestra Señora del Monte Carmelo están teniendo mucha paciencia con los humanos. Han dado sus avisos, pero nadie le hace caso. Hasta que llegue el día, el mes o el lustro (su tiempo no es el nuestro) en que el mar se mueva un poco, algo insignificante para él, unos milímetros apenas apreciables en un mapa escala 1:100000.

Una embestida y es la emergencia humanitaria, otro embate y ya no habrá nada que recuperar, la tercera dejará irreconocible lo que fue.

Las olas continuarán con sus ritmos sin memoria, lamiendo, dialogando con los distintos materiales de la costa, dando a cada uno su forma, repitiendo la misma canción, que nunca es igual.

Todos los que fueron niños e hicieron castillos en la arena sabían esto; algunos lo recordamos.

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BOCETO DEPORTIVO

El niño que tiene AsunciónNi fuma ni bebe ni juega al balón

El niño que tiene AsunciónNi fuma ni bebe ni juega al balón

Asunción, Asunción, ese niño será marineroAsunción, Asunción, ese niño será maricón.

Esa coplilla exponía de forma simplona (y por lo tanto eficiente) lo que tenía que hacer un chico. En mi infancia estaba claro lo que diferenciaba a un hombre de una niña. Hasta los curillas, en las excursiones, la cantaban con entusiasmo; con la única salvedad de tararear la última palabra.

En el recreo era obligatorio jugar al foot-ball; pero no había más que un patio con dos porterías reglamentarias; el resultado era que ochocientos niños de todas las edades y tamaños corrían detrás de quince o veinte pelotas. Cada grupo jugaba su propio partido. En ese caos absoluto, había algunos virtuosos del regate que eran capaces de “chupar” balón, sortear masas de patadas, llegar a una portería con inflación de porteros y meter un gol.

No participar de esa locura suponía una sanción. La única excepción era porque estuvieras lesionado o mientras comías el bocadillo – aunque los forofos del balompié se lo tragaban a dentelladas entre patada y patadón, soltando rodajas de mortadela – .Por lo tanto, mi táctica para escaquearme era masticar con parsimonia. No es que no me gustara correr y chillar para desquitarme de la inmovilidad y el silencio de las clases, no

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era un niño tan raro; lo que me molestaba era que ese tiempo, que consideraba propio, dejara de ser mío en una actividad obligatoria y de neurosis colectiva vigilada.

Unos pocos debían de compartir esta postura de autoafirmación en llevar la contraria – aunque no se expresaba con plena conciencia – y nos organizábamos en actividades paralelas, como carreras de obstáculos móviles, es decir: atravesar el patio a toda velocidad, sorteando balonazos y cuerpos; los encontronazos eran espectaculares. Era un boicot camuflado, una locura que se sobreponía a la otra. Otra opción era situarse de portero; lo que suponía estar apoyado contra la tapia, charlando y estar medianamente atento a los chupinazos imparables y a que llegaran los de tu curso. Como los pases largos eran casi imposibles, el balón venía en una melé de chavales, pegándose patadas, de la que, cuando menos te lo esperabas, salía un chut hacia tu portería. El problema, muy frecuente, es que se juntaran varios grupos de furiosos regateadores al mismo tiempo, saliendo dos o tres esféricos simultáneamente, sin saber hacia cual había que lanzarse. La mayoría de los goles se metían más por confusión que por eficacia de juego. Éramos pocos los candidatos a porteros, pero se establecía un orden y en cuanto te metían un gol se ponía otro, ya que ser guardameta tenía el privilegio de salir del colegio a buscar el balón que hubiera saltado la tapia.

El que el fútbol fuera algo impuesto, unido a que mi padre era totalmente indiferente al mismo, afirmó mi posición de rechazo, aun a riesgo de situarme en una posición marginal en cuanto a relaciones sociales, ya que el 90 % de las conversaciones eran sobre el deporte rey. Nunca cambié cromos de jugadores ni me sabía la alineación de ningún equipo. Más tarde racionalicé ese afutbolismo: se relacionó con el rechazo a otras imposiciones sociales y políticas. En los ambientes comprometidos, el fútbol se consideró una herramienta del franquismo para dar válvulas de escape a las masas – era una típica ironía esa de: ¿cómo que no hay libertad de partidos en España? Puedes ir al del Atletic, al Deportivo Tal, al del Real…Las tendencias contraculturales ampliaron su consideración de instrumento para religar a la gente en algo que la evadiera de la realidad y no molestara al poder, sirva de ejemplo aquella foto, que fue relativamente famosa, en la que aparecía la Selección española posando antes del partido con un pie de foto sarcástico: La alienación nacional. Hoy en día la cosa sigue igual, pero lo veo, simplemente, como algo aburrido (el guión es siempre el mismo), en los medios de comunicación se interrelaciona cada vez más con el cotilleo y los culebrones. Nunca me

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he sentado con una cerveza a gritarle a una televisión por una simple cuestión de dignidad. No pertenezco a esta religión. Ni a esta ni a ninguna; pero prefiero tragarme una misa a un partido. Aunque en los años de colegio no racionalizaba mi rechazo, era más visceral y prefería quedar algo aparte a ser forofo.

El basket-ball (aún se decía así) y el balonmano empezaban a abrirse paso; pero en el colegio lo jugaban los mayores, en el patio de arriba y por las tardes, con monitores y equipaciones reglamentarias; una élite que representaba a los Maristas en ligas y torneos semiprofesionales. Los más recalcitrantes les tachaban de maricas, todo lo que no fuera fútbol eran juegos de niñas.

La otra faceta del deporte era la gimnasia, que rezumaba ese estilo de instrucción militar tan del gusto falangista; solían ser de la FET y de las JONS los que, a golpe de silbato y en perfecta formación, nos hacían repetir una y otra vez una simplona tabla de movimientos. Luego estaban los temibles saltos de plinto o de potro; echándole cojones, esa era la única técnica, sin más demostraciones o explicaciones, con lo que nos dábamos unos batacazos fenomenales. Se procuraba salir airoso, no tanto por el dolor de la caída sino por la burla descarada del profesor y el cruel jolgorio de los compañeros. Todavía no me explico como no salíamos varios lesionados cada día. Aquí era más difícil escaquearse, me lo ponía muy difícil que sobrepasara en tamaño a todos, tanto de alto como de ancho – hasta los trece años fui más bien orondo –, de todas formas, disimulaba lo que podía.

En los vestuarios campaba a sus anchas el hermano Enrique: un sádico homosexual que tenía una especie de tutoría o supervisión deportiva. Abría las duchas impunemente y enrojecía las carnes tiernas de los chavales como castigo por cualquier menudencia. Pasados unos años de que abandonara el colegio ocurrió lo previsible: el padre de un chaval que tuvo tratos especiales del tal hermano, amenazó con montar el escándalo (tenía influencias, lo que, en esa época, quería decir que pertenecía al Movimiento). No quedó claro si fue expulsado de la Orden o trasladado, en estas cosas siempre había mucho secretismo.

El suceso más bochornoso, la típica situación en la que se desea ser tragado por la tierra, sucedió el Primero de mayo de 1964, el año en que se conmemoraban los 25 años de paz. Nuestro Centro tenía el privilegio de representar una de las numerosas tablas gimnásticas que se celebraban ante nuestro glorioso e invicto Caudillo de España por la gracia de Dios, Francisco Franco Bahamonde. Era la Demostración Sindical de San José

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Obrero, con lo que se quería dar un aire de fiesta y exaltación patriótica, sobreponiéndose a esos primeros de mayo demonizados del rojo ayer.

Estuvimos ensayando mucho tiempo antes. Era una tabla simplona, con una pelota de fútbol ¡cómo no! Había que botarla, saltar con ella, pasarla por aquí y por allá, todos al ritmo de una música fastuosa. Nos sentíamos ridículos haciéndola, pero se compensaba por el incentivo de ir a Madrid, toda una experiencia para chavales de 11 o 12 años y, para muchos, algo sagrado: pisar el estadio Santiago Bernabeu.

Fuimos en varios autobuses, visitamos el Valle de los Caídos (sin Franco enterrado, claro está), dormimos en un albergue de la Casa de Campo. Se hizo el último ensayo por la mañana en el estadio Vallermoso.

Mi hermano Carlos, con sus 17 años recién cumplidos, ya estu-diaba en Madrid e iba de chico guapo; mi tío Jesús que iba de soltero cosmopolita y mi abuela Juanita. Los tres fueron a ver-me al ensayo en Vallermoso y al gran espectáculo.

Todo salió perfecto. Dejamos las pelotas en el mismo autobús y entrada la tarde nos montamos para ir al gran acto. El problema lo vi en cuanto cogí el balón: eran de los primeros de plástico que imitaban a los reglamentarios, el mío había estado pegado a la ventanilla trasera por lo

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que le había dado el sol muchas horas y se había dilatado en un notorio chichón. Las premoniciones más nefastas eran posibles.

Entrar en el gran estadio repleto de gente, las cámaras de televisión y del NODO, saber que estaba allí el Generalísimo (aunque no le vi), era para poner nervioso al más templado.

Salimos marcando paso ligero al ritmo de la música. Nos desplegamos como vértices de una inmensa cuadrícula, cubriendo todo el césped. Al primer bote el balón saltó en la dirección más inesperada, correteé detrás de él e intenté seguir la tabla como si no hubiera pasado nada; pero cada vez que la dichosa pelotita perdía el contacto con mis manos se escapaba a su capricho; hizo carambola con otras y en mis correrías chocaba con otros que corrían tras las suyas. Mi punto de referencia se convirtió en el emisor del peor desbarajuste. En aquella retícula de movimientos normalizados el barullo de mi zona centraba las miradas de todos. Aún resuena el atronador sonido de miles de carcajadas.

En aquel interminable espectáculo de desfiles, tablas gimnásticas y bailes de la Sección Femenina de Falange, el público encontró una excusa perfecta para pasar del máximo aburrimiento a la risa destornillante.

Yo me temía lo peor: ya me veía amonestado por el mismísimo Franco. Sin embargo nadie dijo nada, ni siquiera mis compañeros. Esa catástrofe fue sepultada en una nebulosa de silencio. En el viaje de vuelta me aislé en el mutismo y durante varios días estuve con la incertidumbre de que alguien me llamaría en cualquier momento para comunicarme una sentencia inapelable. Nunca más dije nada a nadie, salvo lo escrito ahora, pasados más de 40 años.

Todo lo relatado y muchos más detalles, que supondrían insistir en la misma línea, pertenecen al deporte que podríamos considerar oficial; pero, afortunadamente, existía otra faceta de un ámbito más íntimo, en la que podía reconciliarme con la actividad física:

Mi padre tenía un sentido del deporte que se podría calificar de pre-fascista; es decir, de antes que se utilizara para educar a las masas (de cualquier tipo de régimen).

Conservaba, pasados los cincuenta, unas piernas y brazos bien musculados. El tronco se le había redondeado confortablemente, como consecuencia de las doce horas diarias que, como mínimo, pasaba sentado entre el Instituto Nacional de Previsión y los pluriempleos de contable.

Pero la mañana del domingo era suya y yo participaba en su rito:

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Nos despertábamos antes del alba. Desayuno frugal, sin despertar a nadie. Tomábamos el primer autobús del día. Poco después de las siete ya estábamos calentando en el Club Montemar. En sus instalaciones destacaba el gran frontón Jai-alai y otros dos menores, pero reglamentarios para pelota-mano. Allí iba llegando gente muy diversa, desde señorets (como se decía en Alicante a los de familia rica) pasando por funcionarios (en todas sus variedades de escalafón), hasta obreros y pescadores. Una vez que pasaban por el vestuario, las diferencias sociales parecían unificarse en el blanco de la camisa y el pantalón; pero sobre todo en el trato, esa camaradería deportiva: allí podían formar pareja un notario y un mecánico, tutearse y soltar tacos. En la calle, cada uno en su sitio.

La igualdad de trato también parecía anular las edades; aunque era allí el único niño se me trataba como uno más. Cada cual tenía sus cualidades y características; yo podía ser más rápido que otros mayores, pero mi inexperiencia me hacía atolondrado y se me liaba para hacerme correr hasta echar el bofe. Era una forma de enseñarme, ya que, en contra de lo que pueda parecer, en el frontón hay mucha estrategia y en igualdad de condición física se gana al engaño; si se juega en parejas la coordinación es decisiva. Mi padre actuaba con gran perspicacia, decía que hay que mirar al pelotari más que a la pelota, antes de que el contrario la tocara se colocaba a donde iba a ir o me hacía gestos imperceptibles para que avanzara o estuviera preparado para un efecto. Era un experto en el juego de rincón, con sus rebotes en la pared lateral y los cambios de dirección insólitos. Muchos años después, en Bermeo, conocí y vi jugar al campeón juvenil de mano en Euskadi y, aunque apreciaba ese estilo noble y potente, me defraudó la forma tan rudimentaria de jugar de los vascos: rebotes muy largos, jugando casi siempre al fondo, tantos interminables y partidos que se ganaban más por agotamiento del contrario que por estratagemas.

Otra cosa que siempre me chocó es que se llamara pelota vasca, cierto que allí cualquier pueblo tiene su frontón y que han sabido mantener viva esa tradición; pero es o, más bien, era un juego de toda España: por Valencia hay modalidades tradicionales que se juegan en la calle, un cartón de Goya representa un juego de pelota. Quizá sea en Andalucía donde los pocos frontones que había han desaparecido totalmente; pero en muchos otros sitios se mantienen y utilizan.

A mi la modalidad que más me gustaba era a mano; aunque terminara con ella hinchada y con varios moratones, eso me curaba para próximos partidos. La inflamación se remediaba con un buen rato de chorro de agua

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fría de la ducha – sin alcachofa – y un pisotón lento con todo el peso del cuerpo de mi padre, que quitaba la sangre acumulada en la palma. De todas formas, la prevención de los moratones pasaba por una buena técnica de toque: nunca hay que golpear sino que se trata de amortiguar con los dedos e impulsar con un movimiento rápido de muñeca. Tardé varios años en dominarlo; pero una vez aprendido era todo un farde llevarme la pelota reglamentaria al colegio y dejarle la mano destrozada a los que se atrevían a pelotear conmigo en un rincón del maldito patio; siempre pendientes de que no nos viera un cura y me requisara la pelota, cosa que ocurrió una vez y fue una pequeña tragedia; fue un intento de relacionar dos mundos que no tenían nada que ver.

Una buena pelota es un objeto muy preciado, artesanía de unos pocos especialistas, que había que engrasar y cuidar, constituía algo muy personal, de hecho no existían dos pelotas iguales, se conformaban a uno y adquirían personalidad. Antes de un partido importante, el decidir qué pelota se utilizaba, era un asunto a negociar muy delicado y, por supuesto, nunca se jugaba con una pelota sin calentarla.

En el frontón grande se jugaba más a pala, pala corta y, sobre todo, pala larga, que resultaba la más espectacular: aquí la pelota, más pequeña que la de mano, coge velocidades de proyectil. Las más de las veces se le daba de oído, ya que era imposible ver la bola. Los sonidos creaban un ritmo casi musical, golpe en la pala, silbido corto, rebote, silbido largo, toque en el suelo, golpe de pala… alguna exhalación o un grito, todos con su reverberación entre las tres paredes.

Yo no pasaba del entrenamiento, fui incapaz de jugar un partido serio. Mi padre sin embargo, era un figura. Jugaba con precisión y potencia, con intuición y los reflejos necesarios para decidir cambiar la pala a la izquierda cuando venía rasante por la pared. Hace falta un antebrazo poderoso para manejar la pala larga que es casi como un bate de béisbol que lo hubiesen aplanado un poco para quitarle la sección redonda.

Por entonces empezó a ponerse de moda el tenis. Pero era otra gente: los nuevos ricos y snobs, los primeros ejecutivos con aire norteamericano. Venían más tarde, cuando nosotros ya estábamos vistiéndonos. Llegaban los tenistas con su parafernalia de bolso, raquetas enfundadas y las primeras prendas con ostentación de marca. También traían a sus señoras arregladas, que aplaudían como tontas y charlaban como cotorras. Alguna se atrevía a ponerse faldita plisada para jugar y, sobre todo, para que las piropeasen los señores y las criticasen las que aún no se atrevían. El Club Montemar, que había sido estrictamente deportivo, empezó a ser social.

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Había un malestar soterrado entre pelotaris y tenistas que saltó en algún conflicto, por detalles sin importancia: ya que no se limitaban a sus pistas de tierra, sino que se metían a calentar en los frontones sin reservarlos, cosa que no se hacía entre nosotros, pues todo funcionaba por acuerdo verbal y en buena armonía, sin prepotencias.

A las once ya estábamos en casa. Un buen almorçaret y a la misa de doce, toda la familia vestiditos de domingo.

Más que ninguna otra cosa, esas cuatro horas de juego, de charlas en el autobús a la ida y a la vuelta cada domingo con mi padre, creó entre nosotros una relación especial, un vínculo que no llegó a romperse nunca.

Septiembre 2005

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bocetos de memoria

bOCETO DE UN BOFETÓN

Mi padre sólo me pegó una vez. Menos mal que fue sólo una porque el impacto tuvo consecuencias sangrantes para mi nariz.

En realidad fue un acto reflejo, ya que él nunca utilizó la violencia.

Había cumplido 12 años. Estábamos en Can Picafort, un bonito paraje del norte de Mallorca. A mi padre le habían concedido una de las preciadas plazas en la residencia de Educación y Descanso que estaba allí, entre los pinos y el mar. Esto de Educación y Descanso era como una especie de INSERSO pero para familias trabajadoras, propiciado por los Sindicatos del franquismo (no todo iba a ser malo).

Allí pasamos quince días estupendos, salvo por las aventuras de mi hermano Carlos y el incidente del bofetón. Ya estaba acabándose lo bueno y se organizó una cena fiesta como despedida. Tras los postres había algún tipo de actuación y no sé si llegó a haber baile. Lo que a

mí me hizo gracia fueron unas copitas que las camareras llenaban continuamente de licores. Aprovechando que mis padres estaban atentos al improvisado cantante, me trague el contenido de la copa más cercana, debía ser un licor dulce porque me relamí.

A mi hermano no le pasó desapercibida mi cara de satisfacción. A él, que ya había hecho sus escapadas a “El rojo vivo” (una sala de fiestas cercana) y había tenido sus broncas por pasarse de la raya y querer correrse

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juergas de adulto con diecisiete años, vio en mi acción al cómplice de sus excesos y empezó a pasarme todas las copas que pudo y a reírme las gracias que hacía. Con doce años recién cumplidos fue mi bautismo de alcohol, la curda que me cogí fue instantánea.

También sirvieron café y, por esos aturullamientos del servicio que no da abasto, me lo pusieron a mí. A pesar de que mis percepciones estaban alteradas me di cuenta de que mi padre no tenía y, con la mejor voluntad del mundo le ofrecí mi taza. El problema es que el concepto de equilibrio estaba en otra dimensión, aunque la ley de la gravedad seguía existiendo e hizo que el líquido hirviente fuera directo a los testículos de mi progenitor. Las leyes de la naturaleza seguían cumpliéndose y un aspaviento instintivo hizo que la mano de mi padre se encontrara con mi nariz.

El espectáculo se centró en nuestra mesa: mi padre levantándose bruscamente, conteniendo un alarido y con el pantalón como si hubiera meado café; yo chorreando sangre como un cerdo; mi madre gritando, mi hermano riendo por lo bajini el que su plan excediera sus previsiones. Blanca, mi hermana pequeña, era la única que permanecía impasible, quizá paralizada por la violencia circundante.

Ya no recuerdo nada hasta que me vi en los servicios con el torso desnudo pegado a los azulejos y mi hermano Carlos cerrándome la nariz para que bebiera café sin azúcar y luego ayudándome a vomitar. No sé como lo hacía, pero podía pasar de la travesura infantil y cruel a que todos, hasta mis padres, confiaran en él como si tuviera la autoridad de un médico o un ingeniero, según los casos.

Terminamos todos en la escalinata de entrada, yo con camisa limpia: mi padre, cambiado de pantalones, dando admoniciones serenas a mi hermano que aguantaba el rollo con entereza. Mi madre rezongando aún por la vergüenza pasada. Esa era mi familia –qué le vamos a hacer-, seguro que las había peores. Puede que la fiesta siguiera dentro, pero allí estábamos, apartados cual cómicos expulsados por una mala actuación. Aunque la brisa nocturna, de pino y yodo mediterráneo, acariciaba nuestras caras.

Me sentía fatal, pálido y flojo, pero feliz en cierta manera por haber superado esa prueba iniciática que, aunque traumática, era un punto y aparte en mi infancia, ya nada sería lo mismo, otro yo se había revelado, tenía conciencia de ello: ¡Me había convertido en un estúpido adolescente!

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bOCETO DE UN PAISAJE INTERIOR

Todos tenemos un paisaje, pertenecemos a un paisaje. En aluna época, por un tiempo, quizá por un instante, un espacio hirió nuestros ojos. Su luz, sus sonidos, sus texturas, colores y forma nos empaparon, dejaron una impronta que aflora sin querer cuando uno quiere respirar sensaciones profundas. Surgen, como fragmentos de una totalidad irreconocible, hasta que la persistencia nos da el conocimiento de su lugar.

Hay otros paisajes amados, elegidos o encontrados que la vida nos pone en el camino. Nos elevan, nos hunden, nos zarandean y nos vivifican, son recordados u olvidados, están llenos de vivencias y personas queridas. Podemos quedarnos atrapados en ellos. Pero siempre están rodeándonos, fuera de nosotros.

Mi paisaje es una frontera. En él se enfrentan la luz absoluta, deslumbrante, destructora de ojos y formas, con la luz viva de sombra, de oquedad y profundidades. Conviven lo sólido, lo líquido y lo impalpable. Monstruosas máquinas chirriantes no pueden alterar la inmutable presencia horizontal. La herrumbre se coloca al sol para lucirse como joya arqueológica. La mierda y la putrefacción se purifican a la vista de tanta limpieza de sal.

Estoy hablando del puerto de Alicante.

No es sólo que allí pasara momentos sin tiempo de mi infancia y adolescencia, sino que en todo puerto conviven mundos imposibles, pero de una rotunda realidad.

En esos espacios aprendí a sentir la compañía de la soledad. Aunque acudiésemos en pandilla bulliciosa a lanzarnos en carreras suicidas sobre los filos de las rocas del rompeolas, a revolcarnos en montañas de cereales,

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a guerrear en pedrégas violentas, a chapotear en la dársena… a pesar de tanta alegre energía, en cualquier momento, sin saber como, terminábamos sentados en el filo del muelle: sin gritar, sin hablar, estáticos, con los ojos entornados por brillos azules, recibiendo ritmos, sin poder pensar en nada, como idiotas, con la mente vacía, traspasada por el viento y la luz. Solo, absolutamente solo cada uno. Primeras lecciones de meditación que nunca alcanzarán aquel cenit.

A esos espacios acudía cuando me sentía desamado, contrariado o, simplemente, por el gusto de acompañarme de soledad.

Allí aprendí a ver.

Ninguna escultura contiene la belleza de esa pieza de desguace, varada sobre el cemento salitroso, monumental fragmento de máquina – ya inútil par la industria naval – pintada por el tiempo con óxidos vivos.

Ninguna pintura podrá ni siquiera aproximarse a la riqueza de matices de los paramentos corroídos por el aire marino; ni a los colores incesantes de los pesqueros; ni a las nubes de puro pigmento magenta; ni a los fondos de violento añil; ni a ese resto de naranja, picoteada por los habitantes submarinos, entre la sombra de dos barcos, sobre la transparencia de la luz verde mar… o mejor, verdes puerto, pues son innumerables verdes: verdes de aguas claras o sucias, esquinas verdes donde el vaivén incesante acumula irisaciones de gas-oil que resulta impensable como porquería.

Allí aprendí a oír.

Ninguna música caminará junto a mí como el constante batir de las olas, blando y silencioso en el interior, ronco contra el rompeolas, silbando armonías de viento y espuma, redoblando al chocar, retumbando vientos graves metidos a presión por los huecos de las rocas. Sirenas, siempre lejanas. Ritmos: solemnes timbales de motores cansinos; crujidos de maderas viejas acariciándose en su reposo, lamidas por años de brega. Y las gaviotas: atentas siempre a la señal de un invisible director de orquesta para lanzar sus agudos.

Las construcciones del puerto no son arquitectura; parecen estar allí

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desde milenios. Aunque presenciara alguna obra de ampliación de muelles, algún edificio nuevo, al cabo de poco tiempo pertenecían a la eternidad del sol y el aire. Las aves posándose a otear desde sus aleros lo confirmaban.

He visto monumentos espléndidos, palacios suntuosos, rincones pintorescos, piedras chorreando historia por todas partes y pretensiones de vanguardia para todos los gustos. He visto, en otras partes, Arquitectura. Pero el puerto era otra cosa, allí nadie pretendía hacer arte, sus artífices son anónimos, son obras del puerto; lonjas, atarazanas, almacenes, grúas, raíles… están ahí sin placas conmemorativas; cumplen su función: oler a pescado, lanzar sonidos de trabajos antiguos, recibir contenedores, grandes como casas, empequeñecidos ante los buques; mover gráciles toneladas suspirando… estoy hablando del interior, de las zonas que nunca visitaban los turistas.

En el límite con la ciudad hay edificios bonitos: la Comandancia de Marina, el Club de Regatas, un nuevo hotel… mundos para niños bien y señores con aire de importancia. Pero no son puerto, es la ciudad que roba espacio, que quisiera ser toda ella puerto. Pero no puede, la diferencian sus jardines, sus fuentes, sus prisas, sus pretensiones.

Para el puerto la ciudad es un decorado provisional, para el mediterráneo también; ellos saben que, como castillos de arena, de desmoronarán.

Puerto y mar son amantes primordiales: se penetran, se respetan. La mar, con persistente caricia, romperá y gastará sus cementos, lamerá sus piedras hasta que aparezcan otras más antiguas; cimientos de la historia recibirán de nuevo sol y excrementos. Acra-Leuka, Lucentum, Benacantil, Santa Bárbara, la gran roca madre que dio en distintas lenguas el mismo significado, seguirá explotando de sol, seguirá proyectando su luz dorada a los ocasos del puerto.

Aunque todo esto no es más que palabrería. En aquellos momentos vividos, aquel chaval, solitario paseante del muelle, no podría reconocer estos pensamientos, no les haría ni caso. El recuerdo puede recrearse en la belleza, puede inventarla; pero el instante vivido no puede ser ni pensado, no hay proyecto ni recuerdo, el sentimiento es tan amplio que no se aprecia su alcance. La realidad acosa como en una prueba iniciática.

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Fui discípulo del mar.

Parece tierno el Mediterráneo; hasta que nos enseña a enfrentarnos a la agonía.

Es fácil lanzarse al agua, todos los chiquillos lo hacían en la dársena; el rompeolas es más bronco, es el límite de la frontera, allí comienza otro mundo. Pleno de horizonte y, con los ojos llenos de inmensidad, cualquiera se cree cerca de los dioses. Al nadar nunca se mira atrás, las corrientes confunden distancias. Al nadar sentimos la insignificancia del cuerpo sobre el azul trasparente, sin fondo, sin límite y libre. Cuando, agotado, se quiere volver, no hay salida, se es un juguete de las olas. Las rocas afilan sus aristas, todos los erizos parece que se junten donde tu quieres salir. El impulso de la ola quiere ayudarte, te lanza contra la roca – ¡Agárrate! Te grita. Te aferras a cualquier cosa, no importan los erizos; pero la misma masa que te impulsó se desploma arrastrando y hundiendo tu desesperación.

Nunca me ha dicho el mar si fueron mis fuerzas o su compasión la que me permitió salir, enrojecido por mil arañazos, magullado y contraído por calambres, pero vivo.

Me enseñó otras veces la muerte.

No hay nostalgia, recobrada la vida ya no existe el deseo de revivir lo vivido sino de seguir viviendo; tampoco vuelve a dar miedo la muerte, es otra compañera, como la soledad.

Este texto es de 1994. Ahora lo he revisado para integrarlo con otros en mis “Bocetos de memoria”. Por otro lado recogí un cuadro, que tenía en depósito, para incluirlo en la exposición de Baeza. No se hicieron el uno pensando en el otro ni viceversa; pero es evidente su relación.

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bocetos de memoria

bOCETO DE LA DGS*

Cuando me dejaron en aquella celda, solo, con la puerta de barrotes cerrada con llave, empecé a perder la sensación de irrealidad de las últimas horas.

Era la primera vez que me detenían y aún no sabía muy bien por qué. Aunque ser joven, estudiante y en el Madrid de principios de los setenta, parecían circunstancias agravantes.

Nadie me había entrenado en técnicas para estas situaciones; pero ante la imposibilidad de hacer nada –sólo esperar, no se sabe qué ni cuándo –, intuí que tenía que obligarme a mantener la mente ocupada en certezas y no en incertidumbres.

Empecé a contar teselas. El suelo estaba formado por cuadraditos de cerámica amarillenta que continuaba, redondeando esquinas, por las paredes hasta una altura de 1,30 m. El calabozo tendría 3 m de ancho por 5 de fondo. La mitad era un poyete donde la presencia de dos mugrientas colchonetas de skay daba a entender que era la zona de dormir.

Me puse a calcular el número de piezas sentado en el borde de una de las “camas”. Tomaba un módulo superponiendo el cono visual entre los dedos y contaba el número de veces que se repetía. Sencillas operaciones de multiplicar de las que retenía el resultado para irlo sumando a cada zona. Como era simétrica, calculada la mitad obtenía el total: 124150 teselas. Luego ese resultado había que traducirlo a metros cuadrados – atribuyendo un valor de dos centímetros a cada pieza –. Vuelta a calcular.

*La D.G.S. (Dirección General de Seguridad). El que ahora parece tan simpático edificio en la Puerta del Sol, donde está el reloj que da las 12 campanadas de año nuevo, es donde se centralizaba la temida Brigada Politico-Social, la que se encargaba de la represión política y social (ley de vagos y maleantes). Hay algo que resulta curioso en nuestra sociedad de la información: es difícil encontrar datos en los buscadores con la entrada DGS, sólo de forma indirecta en artículos que tratan de otros temas. Se nombra en muchos sitios el origen del edificio como Central de Correos a principios del XIX y de su actual sede de la Comunidad de Madrid. Pero de su uso entre 1940 y 1976 no se dice nada, a pesar de que por sus calabozos pasaron muchos de los que en esos años se opusieron de alguna manera a la dictadura.

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Si me equivocaba o se me olvidaba una cuenta, vuelta a empezar. Había que matar el tiempo. Luego me proponía problemitas simplones del tipo: si un obrero tarda un minuto en poner cinco teselas cuantas horas tardará en… Y eso que nunca me había gustado la aritmética.

Con estos ejercicios me fui aturdiendo hasta quedar adormecido, sin tumbarme, por el asco que daba la colchoneta. Acurrucado en posición fetal.

No se me ocurrió calcular el tiempo que transcurrió desde que deambulaba por la Ciudad Universitaria. No tenía referencias. Todo había transcurrido como en una película ¿Cuánto dura una historia en la pantalla? ¿Ciento diecisiete minutos? No: una semana, veinte años o un día. Yo no era el dueño de mi tiempo, me veía como un simple protagonista de un guión desconocido. Supongo que era una defensa para eludir el miedo o la tristeza; una tristeza tan enorme que no se podía, ni se debía, asimilar.

Unas horas antes paseaba mi propia nostalgia bajo el cielo de otoño de Madrid. Las tragedias de miedo y tristeza se nos imponen desde fuera. La melancolía es creación personal. La encontraba mirando ese atardecer de azules metálicos, esas nubes que explotaban doradas junto a edificios oscuros, solitarios. Pisaba sin prisa las alfombras de hojas en caminos guardados por árboles viejos. Un paisaje, tan distinto de mi ciudad marítima, que tenía que descubrir y asimilar. Un entorno nuevo para una vida nueva. Era una nostalgia de futuro.

Ya volvía al colegio mayor. A pesar de que llevaba allí poco más de un mes, todavía no había consolidado ninguna amistad. Los veteranos mantenían una actitud insolente o indiferente en el mejor de los casos. Los novatos estábamos aislados y atareados en la adaptación a todo lo nuevo. Empezaba a insinuarse la amistad con una chica en Artes y Oficios; pero no estaba allí. Después de días ocupado en mil cosas, sin tiempo para pensar, ese paseo me estaba sirviendo para tomar conciencia de todo.

De repente oí mi nombre. Me habían visto y me llamaban. Eran dos chavales de Alicante a los que no veía desde hace dos años. No es que fueran amigos, tan sólo compañeros del colegio donde cursé un año de bachiller; incluso uno de ellos ni siquiera estaba en mi clase. Pero era una casualidad tan feliz como si nos encontrásemos perdidos en el Ártico.

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Teníamos que ir a celebrarlo. Antes pasamos por su facultad, tenían que recoger unos apuntes o algo así. Llegamos a Ciencias Políticas y tuve que esperarles en el hall. En aquellos años, además del DNI –que cualquier individuo con gorra de plato te podía pedir donde fuera y para lo que fuera – había que tener carné de cada facultad y nadie que no estuviera matriculado podía pasar –. Me quedé curioseando por allí. Era un espacio desangelado de un edificio nuevo, sin personalidad ni solera. Me llamó la atención una vitrina en que aparecían libros editados por la facultad o de adquisición recomendada para asignaturas concretas; todos eran introducciones o análisis socio-económicos, con palabras que eran tabú en otros lugares: marxismo o democracia aparecían en los títulos con normalidad académica. Así era el Régimen en esos años, se permitían discrepancias elitistas: apariencia de libertad para disimular la realidad de miedo y obligación de ser afecto a los principios del Movimiento Nacional.

Me sentía incómodo en ese espacio. Además de su aspecto inhóspito y falto de estética, a la gente que estaba por allí se la veía nerviosa; miradas de reojo, caladas ansiosas apurando colillas, paseos cortos, repetidos y rápidos. El foco de tensión parecía concentrarse en una puerta lateral. Me acerqué como sin querer. Una de las dos hojas estaba entornada; dentro se oía un murmullo de multitud. Metí con curiosidad la cabeza. Una barrera de público de pie junto a la puerta me impedía pasar, pero me hice una idea del local: una especie de salón de actos escalonado, paredes desnudas y ventanas altas, atestado de gente, sin un hueco libre, ni en el estrado había sitio para uno más.

Un personaje pelirrojo, con barba y camisa de cuadros, alzaba las manos y la voz entre el rumor de tanta gente. Le pregunté al de al lado de qué iba aquello y me respondió rápidamente: “de la situación en el País Vasco” - un poco molesto por perderse una sola frase del personaje.

Casi al mismo tiempo, alguien que estaba junto a una ventana del fondo del aula escalonada, gritó a todo pulmón: “¡La policía!”

Una tromba de gente salía en todas direcciones. Las puertas de salida ya estaban canceladas por sombras grises. La huída era hacia el interior. Me vi arrastrado por un pasillo, vi el letrero de biblioteca y conseguí salir

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de la riada.

Dentro había una aparente calma. Cogí un libro al azar y me senté con los codos incrustados ante una mesa, como si llevara horas estudiando. Enfrente una negrita lloriqueaba y miraba con pánico a todos lados – sería de la exprovincia de Guinea –. Le di la mano, le dije que no le iba a pasar nada. Empezaba a esbozar una sonrisa cuando dio un respingo al ver que entraba la policía: tantos grises como los que estábamos allí. Llegaron gritando que todos de pie, en fila. Casi estaban más nerviosos que nosotros. Azuzaban con las porras para que nos colocásemos en orden cuando entró un tipo pequeño, con gabardina y andares pausados que contrastaban con la tensión de los demás. Se le notaba que disfrutaba con su parcela de poder, a pesar de su cara de póker imitada de algún personaje de Hollywood. Empezó a pasar revista a la fila pidiendo documentación, haciendo gestos de impaciencia con la mano y sin permitir el más mínimo razonamiento o excusa: “¡Documentación! ¡Silencio!” – era lo único que emitía de forma tajante. Los que no teníamos carné de la facultad, tras un leve gesto de su cabeza, éramos acompañados por un guardia con algún que otro empujón, para que no hubiera duda de que teníamos que salir sin demora. Pude volverme y ver que la negrita, aunque seguía llorando, se quedaba allí; le dije adiós con la mano y forcé una sonrisa.

Desde la puerta de la biblioteca hasta el autobús un pasillo de subfusiles, porras y escudos antidisturbios nos inducían a pasar rápido. La noche quedaba rasgada por luces azules y el recinto cercado del gris de vehículos y uniformes. Cuando los autocares estuvieron llenos empezaron a moverse pesadamente. Pasar por las calles de la ciudad, con su tráfico, sus escaparates y la gente paseando en sus rutinas, hacía la situación más injusta. Alguno miraba de reojo, otros lo hacían sin disimulo. Quería creer que habría algo de solidaridad, pero vete a saber.

La descarga en la Dirección General de Seguridad fue rápida, casi corriendo a los sótanos, azuzados por otro pasillo de porras, amontonados en celdas en los que ya había otros. Se improvisó una asamblea en la que alguien, que tendría que ser militante de algún partido o que ya había pasado por esa experiencia, nos daba instrucciones y respondía algunas preguntas: que habían detenido a muchos y por lo tanto los interrogatorios no serían muy largos, que negáramos todo, que nadie dijera nada de ningún acto público, que nos hiciéramos a la idea de que algún golpe

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caería, pero de puro trámite, lo dicho: tenían mucho trabajo. Nos recomendó un despacho de abogados laboralistas para cuando saliéramos.

Al rato nos sacaron. Esperas en filas por pasillos abovedados. Dejar todas las pertenencias en una bolsa, incluido cinturón y cordones de zapatos. Y un cacheo humillante: pantalones y calzoncillos bajados y un guardia tocándonos los cojones con la porra. Foto, huellas digitales. Para acabar solo en esa celda.

Llevaba un rato y fui tomando conciencia de mí en ese silencio absoluto. La vejiga indicaba que ya habían pasado muchas horas sin poder descargar. Allí no había ninguna letrina. Me acerqué a los barrotes, no se veía a nadie, sólo el muro de enfrente con desconchones y humedades. Pero al apoyarme en la puerta se movió, no estaba cerrada. La abrí despacio, me asomé. Al fondo del pasillo había una mesa con un guardia. Me fui acercando a él. Tenía una revista y parecía que leía con la silla inclinada y apoyada en la pared. Al acercarme más noté que dormía. Iba a despertarle, pero me dio apuro, así que seguí. Tras el tramo corto donde estaba la mesa, el pasillo se bifurcaba en otros dos ramales perpendiculares. Opté por uno y recorrí un tramo sin encontrar letrinas. Por un momento se me pasó por la cabeza seguir andando y salir como si tal cosa a la calle, saludando con aplomo a quien estuviera despierto. Pero las ganas de mear eran tan apremiantes que opté por volver y despertar al aparente lector.

- Buenas ¿Los servicios, por favor? – El susto que le di fue de infarto para el pobre hombre. Casi se cae de la silla.

- ¡Qué! ¿Cómo ha salido? – gritaba intentando encontrar la compostura.- Pues estaba la puerta abierta y necesito orinar.- ¡A la celda! A la celda – Chilló la primera vez y siguió repitiéndolo

en voz baja mientras me empujaba por el pasillo, como temiendo que alguien se enterase de su descuido.

- Si no le importa ¿podría acompañarme a los servicios? De verdad que ya no puedo aguantarme.- Me tiene que avisar antes desde la celda.- Es que me dio apuro, como estaba durmiendo tan a gusto.- No estaba durmiendo. Estaba concentrado en la lectura.- Ya, – dije nada más entrar – Bueno, ya estoy aquí y le digo que tengo que ir al servicio – Pero se afanaba en buscar la llave.

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- No. Le encierro, luego me llama y, si me parece bien, le sacaré para que haga sus necesidades – terminó dándole vueltas a la cerradura enfurruñado.

- ¡Guardia, necesito ir al servicio! – Le dije en cuanto había dado tres pasos.- Soy agente, me tiene que llamar señor agente ¿entendido?- Vale. Señor agente, ¿puedo ir al servicio?Pero ni caso, siguió andando hasta su silla reclinada que, por lo que

oí, puso derecha de un golpe enérgico.

Dejé pasar unos pocos minutos interminables y le llamé con el título que me indicó. Se fue acercando con parsimonia calculada, llegó, buscó la llave, vueltas a la cerradura y paseo lento hasta los lavabos. Podría haberlos descubierto por el olor, hacía tiempo que allí no se limpiaba ni a fondo ni lo que ve el sargento. El desahogo fue casi orgásmico. Aunque no había jabón pude lavarme las manos y la cara.

- Muchas gracias, ha sido usted muy amable – dije con cierto sarcasmo.

Lo observé un poco. Era poco mayor que yo. Llevaría poco tiempo en el Cuerpo. Trataba de asumir que era un policía nacional; intentaba demostrar su autoridad, pero le faltaba la mala hiel que se le irá haciendo con los años. Algunos pelos algo más largos de lo reglamentario le daban un aire ye-ye; me lo podía imaginar en la discoteca, bailando con la novia recién llegada del pueblo. Y me dio pena.

Creía que no me había dormido del todo, entretenido con los cálculos; pero me despertó un sonido metálico contra los barrotes. Un hombre achaparrado y recio, con el pelo grasiento y varios rotos en su jersey, arrastraba un carrito con una olla y vasos de aluminio (el mismo modelo que utilizaban en los comedores del SEU, de colores variados). Sin decir palabra llenó con un cazo uno de los vasos de un líquido que parecía café con leche y me lo pasó. Iba a rechazarlo pensando que ese mismo vaso lo habían utilizado otros sin ser lavado; pero necesitaba que entrara algo caliente en el cuerpo. Esperó a que me lo bebiera y se fue a por el siguiente con el carrito dando tumbos por el suelo irregular.

La luz era la misma que por la noche: una bombilla amarillenta fuera de la celda. Pero era de día; por un tragaluz del pasillo no entraba luz, pero

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se oía el tráfico y algunas voces de la calle.

Pasé toda la mañana atento al sonido de la ciudad. Visualizaba lo que oía. Cuando oí gritos y risas de niños supe que habían salido del colegio y que pronto sería la hora de comer.

Efectivamente al rato nos sacaron y nos llevaron, siempre en fila de uno, a una sala abovedada un poco más baja que el nivel de ese sótano, como si fuera una bodega. Encalado que disimulaba desconchones, azulejos hasta la mitad, una gran mesa de madera y un banco en un lado, al otro los señores agentes. Los platos de aluminio ya estaban puestos con una especie de cocido, una cuchara de madera, un trozo de pan y los vasos de colores con agua. Comíamos en silencio. A mi izquierda estaba un negro con el pelo canoso y las solapas del abrigo levantadas. Los otros veinticinco o treinta comensales tampoco tenían pinta de estudiantes. Seguramente habría varios turnos y otros comedores y evitarían que nos juntásemos los que tuviéramos afinidades.

Seguí toda la tarde escuchando la calle y el bramido sordo del metro. Casi me había adormilado cuando empezaron a oírse unos gritos estentóreos. No eran palabras, era un alarido salvaje, lejano, que se repetía como una respiración y que de vez en cuando se amplificaba como un aullido. Quise pensar que era alguien que había enloquecido, no quería pensar que fuera consecuencia de una tortura. El bocadillo que nos dieron como cena se tragó con dificultad y no sólo porque el pan estuviera reseco.

Pasó otra noche. Otro desayuno. Me sacaron y me llevaron a otro pasillo que seguía estando en el sótano, pero tenía un aire más administrativo. Entraban y salían policías en mangas de camisa de puertas que daban a despachos. Varios presos esperábamos en un banco de enfrente separados por agentes uniformados, de vez en cuando llamaban a alguno. Pasaron tres o cuatro delante de mí. No oí gritos y no estuvieron demasiado tiempo. Eso me animó un poco.

Por fin me hicieron pasar. Era una sala amplia, con pocos muebles viejos, archivadores, una mesa de despacho llena de papeles y objetos de escritorio: máquina de escribir, grapadora, sellos… y un policía entrado en carnes y calvo que más podría ser un oficinista cualquiera. Me hicieron sentar en una silla a varios pasos de la mesa. Otro deambulaba en torno a

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mí, observándome, mientras el calvo iba haciendo preguntas rutinarias: domicilio, ocupación… Hasta que el otro empezó a inquirir cosas más concretas: qué hacía en una reunión clandestina, quién era el orador… Le fui respondiendo a todo tal cual lo recordaba, no me sentía culpable, no tenía nada que ocultar. Tampoco me daban miedo. Antes sí, cuando estaba esperando; pero ahora viéndolos, oyéndolos, oliendo a dos hombres cansados de horas extras de interrogatorios, llegué a sentir lástima de ellos, unos tipos que un rato antes podrían haber estado torturando a alguien (el colmo de la contradicción). Hacían muchas pausas, como para ponerme nervioso. Yo utilizaba esos tiempos para imaginarme lo que eran en realidad. Veía al de la mesa con batín y pantuflas, con hijos hartos de él, que se han independizado lo antes posible, con una mujer histriónica que no para de recriminarle lo anodino de su matrimonio y, como guinda, una suegra metomentodo. El que daba vueltas era algo opuesto, ronda los cuarenta, aún juega a ser joven, se cree un don Juan, pero no pasa de ser un putero que es incapaz de consolidar una relación, se siente sólo, desplazado, sabe que todo está cambiando muy deprisa y él se va a quedar con el culo al aire. Estaba en manos de dos desgraciados, lo que tampoco era muy alentador.

El putero empezó a cabrearse, no le daba nombres, ni de los amigos que me habían llevado a la facultad ni del cabecilla de la asamblea. Yo insistía en que no tendría ningún inconveniente en decírselo si lo supiera y trataba de poner cara de buena persona (quizá no hiciera falta con mi aspecto de pardillo provinciano), trataba de no perder de vista los ojos del que se movía; pero estaba casi siempre por detrás – pensé que tenía miedo de que lo mirara –. Al final puso su cara casi pegada a la mía y me espetó: ¡Seguro que eres un colaborador de ETA en Alicante! Entonces hice lo más inadecuado: empecé a reírme, podría haber llorado o dar un brinco, fue un acto automático, era una forma de descargar la tensión.

- Eso es imposible – le dije mientras me limpiaba las lágrimas que me habían provocado las carcajadas.

- ¿Por qué es imposible?- Porque soy pacifista – dije poniéndome de repente muy serio.- Ya, el chico es pacifista – Inició una sonrisa torcida, puso los brazos

en jarras, se fue hacia la mesa del calvo y se hicieron algún gesto de complicidad.

- Anda, lárgate - me soltó dándome la espalda.- ¿A la calle? – pregunté antes de abrir la puerta.

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- ¡A tu celda! ¡Imbécil!

Aún me dieron otra comida gratuita en la bodega y pasó una buena parte de la tarde. Me sacaron de la celda sin decirme a donde me llevaban. Laberinto de pasillos. Me entregaron mis cosas y subí escaleras. Salí a un patio. Ya era de noche. Me hicieron pasar a un cuartillo en el que un señor con bata blanca me preguntó si había recibido algún golpe. Le dije la verdad: no me habían tocado.

En la calle me sentía aún preso. Me fui a la Escuela de Artes y Oficios, en la calle Marqués de Cubas, donde me preparaba para ingresar en Bellas Artes. Allí estaba Maite, preocupadísima porque, no se cómo, se había enterado de mi detención. Cuando me abrazó sentí que ya estaba libre. Nos salimos de clase y sentados en las escaleras le conté todo.

Mis padres no se enteraron hasta que llegó la notificación de una multa gubernativa, cuando volví a casa por navidad: cinco mil pesetas a pagar en papel del estado y la imposibilidad de salir de España. No pude tener pasaporte hasta que llegó la amnistía.

Fue como una prueba de iniciación. La salida definitiva de la adolescencia a una época intensa.

Este boceto fue escrito en el 2004, lo perdí y lo reinicié en el 2006. Se reescribió en noviembre de 2009

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bocetos de memoria

bOCETO DE AQUEL VERANO DEL 75

Aquel verano no pisé la playa.

A pesar de ser natural de Alicante y vivir a menos de cinco minutos de la costa ni me acerqué. Mi realidad estaba a miles de kilómetros del veraneo.

En realidad el veraneo es cosa de la gente del interior. Los veraneantes - y después los turistas - venían a ocupar un espacio que, de niño, lo sentía como propio: el puerto, las rocas del rompeolas, la playa, eran lugares de correrías, aventuras y juegos. Ya de adolescente fue de paseos, encuentros, venturas y desventuras. Siempre con la sensación de que nos invadían, de que poco a poco o de un día para otro, masas de cuerpos pelándose de sus quemaduras o bloques de cemento en alturas desproporcionadas, ocupaban el espacio que un día fue de libertad – aunque fuera vigilada-.

El caso es que después de vivir en el convulso Madrid de inicios de los setenta – con estancia de setenta y dos inolvidables horas en los sótanos de la Dirección General de Seguridad-, empezar a mantenerme de mi trabajo, empezar la carrera llamada de Bellas Artes, abandonarla y tener vivencias de todo tipo; contradictorias, aunque siempre intensas; el volver a Alicante fue un poco derrota y otro poco necesidad. El mar seguía allí, pero esa no era ya mi ciudad; porque, no es que hubieran cambiado algunas calles y millas de litoral, es que yo era otro.

Vivía en un piso alquilado en la Colonia Santa Isabel. De allí salía temprano a trabajar con Remigio Soler, pintor, escultor, constructor de fogueres y lo que hiciera falta para mantener a su familia. Con él aprendía a la manera de los talleres antiguos, más que en la Escuela (por muy Superior que fuera) de BB. AA.. En ese piso hacía algún encargo y trataba de encontrar un estilo; venía algún amigo y se me fue la chica que me enseño a gozar; de allí salía para ensayar con el grupo de teatro independiente y allí se produjeron los primeros encuentros de la que ha sido la mujer de mi vida; pero eso fue después.

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Era mi torre de marfil; aunque estuviera en un barrio dormitorio, con todos los problemas típicos de esos lugares. De construcción reciente, la inmobiliaria mantenía aún las oficinas con una preciosa maqueta del proyecto inicial en el escaparate: piscina, jardines, servicios diversos... Pero no se dieron cuenta que la clase media y los turistas estables buscaban vistas al mar y aún quedaban trozos de costa por estropear. El terreno en que levantaron la urbanización era de una desolación dramática, como si hubiera sido arrasado por algún desastre; ni un triste arbusto en una tierra salitrosa, plana, que permitía ver la ciudad a lo lejos, adivinando apenas la línea del horizonte azul brumoso; al otro lado montañas también azules por la distancia. En la mitad del llano, como un castillo del infierno, se erguía la cementera; siempre humeante, funcionando a tope en turnos ininterrumpidos para mantener el incesante crecimiento de bloques junto a las playas. Allí trabajaban gran parte de los que compraron pisos.

La constructora no consideró necesario dejar bonita la urbanización si se estaba llenando de obreros. Y no era sólo un problema de falta de alumbrado, de calles polvorientas o de estética, es que en el pozo negro donde se acumulaban los residuos sin canalizar se cayó un niño y se ahogó. Esa fue la chispa que encendió la indignación contenida. Los vecinos cortaron el tráfico de la carretera para llamar la atención de sus problemas.

Aquel terreno estaba fuera del término municipal de la capital y le correspondía mantener el orden a la Guardia Civil - en aquellos días poco civilizada-, que recibió y cumplió las ordenes a rajatabla. Muchos de los manifestantes quedaron peor que si hubieran sido atropellados por un camión. Pero las asambleas continuaban, se producían espontáneamente, en las tiendas, en los bares, en el rectángulo desierto que hacía las veces de plaza.

Allí, alguna mujer, tuvo la idea - han atacado a los hombres, pero no se atreverán con nosotras.

La primera manifestación había sido exclusivamente de hombres porque, en aquella época, el feminismo no había calado demasiado en la clase obrera. En la manifestación siguiente fueron las mujeres las que tomaron la carretera. El desconcierto de los Civiles fue absoluto, ya que ellos, al fin y al cabo, eran hombres de campo, no eran como los bobis, acostumbrados a aguantar las embestidas de niñas histéricas, ni eran gendarmes del mayo francés con gases lacrimógenos unisex, ni siquiera eran los grises, curtidos ya en reprimir a estudiantes/as. En el mundo rural

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la mujer tenía su sitio. Aquellas manifestantas podían ser sus madres o sus hermanas. Ante las órdenes se plantaban en jarras con todos sus reaños y no había tricornio que se atreviera a moverlas.

Se repetían las manifestaciones y el caso estaba teniendo más trascendencia de la que podían soportar las autoridades. Las órdenes se hicieron más tajantes y la resistencia de las dueñas más feroz. Hubo sartenazos, estruendos y carreras; pero aunque alguna fue detenida no se cortaba su empeño, porque no había cabecillas y los partidos políticos estaban demasiado ocupados en reuniones de célula o congresos clandestinos, pero sin enterarse de la misa la mitad.

Al final el Gobernador, el propietario de la constructora, el Ayuntamiento del pueblo en que estaba el terreno, todos los poderosos tuvieron que ceder ante tanta firmeza y empezaron a conseguirse mejoras.

A todo esto yo subía y bajaba de mi torre de marfil sin saber muy bien qué podía hacer. En junio me fui a Madrid para reiniciar la carrera por libre. Ante la imposibilidad legal de examinarme de las dos especialidades: escultura y pintura, opté por la primera. En el viaje de vuelta a Alicante, pensando qué hacer durante el verano, surgió la idea con una rotundidad absoluta. Sin el más mínimo titubeo fueron apareciendo los dibujos de lo que sería un monumento a las mujeres de la Colonia Santa Isabel.

Conseguir un bloque de más de media tonelada de la estupenda piedra de Villena fue más fácil de lo que suponía. Puse dibujos y carteles, informando de lo que iba a tallar, en bares y tiendas, junto a botes para la voluntad. En cuanto llegó el camión y soltó la piedra en el centro de la plaza empecé a desbastar. Pero mi entusiasmo inicial se derrumbó en cuanto me di cuenta del compromiso en que me había metido. Mi experiencia escultórica se limitaba al modelado, a la ayuda en las tallas de madera de mi maestro y a dos ejercicios en calizas de pequeño formato en los exámenes. Aquella piedra parecía crecer cada vez que la atacaba con el puntero; esa dureza no la había experimentado nunca; las herramientas se chafaban y tenía calambres en los antebrazos.

Pero el barrio respondió estupendamente. De los botes recogía mucho más de lo que podía suponer, en el bar me invitaban, las mujeres me paraban por la calle a contarme su lucha, los niños me seguían como si fuera un torero. Notaba respeto y admiración a mi alrededor. Y una pareja de la Guardia Civil se apostó bajo el sol mientras trabajaba, para ver qué salía de esa piedra. Ya no había vuelta atrás, tenía que sacar algo de esa

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mole.

Y fue saliendo. Reinventé la técnica. Sobrepasaba el límite del cansancio y del calor. Ya todas las exquisiteces del arte y la palabrería política se verían de otra manera. La materia y los hechos son rotundos y reales cuando se prueba uno en ellos. Fue lo iniciático a un mundo posible; que pareció posible hasta que los administradores de los sueños posibles encauzaron las voluntades.

Aquello fue, para aquel barrio obrero, un símbolo de su dignidad. Todos entendieron perfectamente aquel arte, que era suyo y era necesario. Junto a la piedra se reunían y hablaban, se hablaba de arte, de política, de costumbres, se filosofaba; y yo aprendía, porque se hablaba de otra manera a lo que estaba acostumbrado, con los pies en la tierra y la cabeza limpia.

De vez en cuando, como para justificar su presencia, la pareja se acercaba y, como pidiendo un favor, nos pedía que nos disolviéramos, que no podían permitir reuniones públicas. La gente se dispersaba un poco, yo reanudaba el trabajo y poco a poco volvían a juntarse. Al final, los Civiles, se hacían los despistados. Terminado su turno al atardecer, la plaza polvorienta se convertía en un ágora acogedora.

A pesar de lo mucho que se hablaba y la confianza que reinaba, nadie me pidió que cambiara lo más mínimo mi idea. El tema no era en absoluto panfletario, no necesitaba que fuera explícitamente reivindicativo, porque lo constituía el acto en sí. El tema: una maternidad; aparentemente banal. Su tratamiento es lo que estaba lleno de un dramatismo primigenio; porque no se trataba de una mamá grácil o tierna. Era una figura sólida en la acción congelada – eternizada – de parir. Y, como en una imposible radiografía pétrea, viéndose el niño protegido en su posición fetal. La cabeza apoyada en el hombro con la ambivalencia de la fuerza y la dulzura. Los miembros seccionados para centrar la atención en el fragmento esencial. O por lo menos eso era lo que figuraba en los dibujos y lo que tenía que conseguir.

Y lo conseguí. Metido ya en agosto seguía siendo un pedrusco amorfo. Pero a partir de un buen día el desbastado de puntero dio paso a las gradinas, bujardas, escofinas y lijas. A pesar de no disponer de ninguna máquina que me facilitara el trabajo, conseguí toda una gama de texturas. Y disfrutaba como nunca.

A primeros de septiembre se inauguró. Con el grupo de teatro independiente ALBA 70 pusimos en escena El retablillo de Don Cristóbal,

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que fue todo un éxito. Ni me acuerdo de donde sacamos tiempo y medios; supongo que muchos ayudaban. Porque las subvenciones en aquellos momentos no sólo es que no existieran, sino que era mejor no decir nada, no fueran a prohibirlo. Los que hicieron bien el ridículo fueron todos los partidos demócratas y revolucionarios. Estaban más preocupados de coger posiciones dentro de las Plataformas, Juntas o Platajuntas que de lo que realmente ocurría en la calle. Y cuando se enteraban todos querían apropiárselo y ponerse a la cabeza para figurar. Me enteré de las reuniones de urgencia y de las difíciles negociaciones para determinar quién hablaría y cuál sería el comunicado para el acto de inauguración del monumento. Todo para nada, porque no les dejaron hablar, les dijeron a la cara que no les conocían, que ese no era su barrio, que no querían ser utilizados.

En aquel verano del 75 creí posible que existiera un pueblo que no fuera masa para ser con-formada; que la cultura popular no se quedara en pop, que el público no se limitara a estar expectante sobre el culo, es decir, en especta-culo. Todo eso y muchas cosas más parecían posibles cuando el poder de los militares carpetovetónicos estaba dando sus últimos coletazos; pero fue sustituido por el poder de los mercaderes de ilusiones y hemos terminado todos siendo ilusos; conformes en votar de vez en cuando y en comprar muchas cosas.

El Arte ha vuelto a ocupar su sitio.

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La culpa de estas líneas la tienen a partes iguales dos amistades: Rafaelito Zafrapolo, que siempre me insiste para que escriba y cada vez que hablamos me pregunta por lo último que haya hecho; de alguna manera esta es la tarea para presentársela la próxima vez que nos veamos. La otra culpable es mi amiga Josefina Ortiz. Me dejó un libro. AQUEL VERANO (33 relatos firmados por las mejores plumas del panorama literario español) de ESPASA.

Nada más empezar a leerlos me asaltaban los recuerdos de un verano muy especial para mí. No soy propenso a la nostalgia, pero en la lectura de las otras vivencias me distraía con las frases de lo que se me ocurría (más bien se imponía) que tenía que escribir. No soy quién para juzgar las mejores plumas.... pero la verdad es que la mayoría me resultaron insulsas. Supongo que estarán bien escritas; pero ante lo que tenía creciendo dentro me defraudaron un poco. A pesar de todo me aguanté hasta el final.

Leídos todos, parí el mío, ateniéndome a las condiciones impuestas a los otros. El resultado no pretende ser literatura; puede que ni siquiera resulte interesante a otros. No siempre lo contado merece la pena sino cómo se cuenta. Por lo tanto, rectifico: soy el único culpable.

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Tallando bajo el sol en la plaza de aquel barrio de Alicante

Nota: la foto está fatal porque está escaneada de un artículo que apareció en el diario LA VERDAD de Alicante, que estaba ya borrosa en su día, a lo que se ha sumado la pátina del tiempo.

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bocetos de memoria

BOCETO DE MIS MAESTROS

Algunos compañeros de Instituto se sienten molestos cuando el alumnado de los primeros curso de la ESO, y algunos más mayores, les llaman maestros; creen que se les rebaja de categoría. Sin embargo la palabra maestro tiene mucha enjundia. Profesor es más ordinario, cualquiera puede profesar lo que sea, se adquiere, es un rango administrativo, algo pragmático. Pero maestro es condición metafísica. Nunca puede uno llamarse a sí mismo maestro, son los demás los que te dan ese trato; porque es eso, una forma de trato con las personas (no un contrato).

Profesores he soportado a muchos, pero maestros he tenido muy pocos, se pueden contar con una mano. Y lo voy a contar:El primero, cronológicamente y por categoría, fue mi hermano Fernando.

Él rondaría los veinte y yo tendría cuatro. Ya tenía su título de Magisterio y fue su primer contrato. Entramos en una escuelita de la Placita Nueva, junto a mi casa, los dos de novatos, él de maestro y yo de párvulo. El local era poco más que un portal. Unos pocos niños, de edades muy variadas, y alguna niña; lo más parecido a una Escuela Unitaria rural. Mesas de madera que me parecían enormes y que olían a lejía, rincones con sombras permanentes y la única luz lechosa de la puerta de cristales esmerilados que daba a la calle. El patio era la misma plaza; rodeada de tiendecitas y algún bar, sin coches que molestaran, tierra blanquecina, setos esmirriados fatigados por los niños, algunas palmeras esbeltas y cuatro bancos de hierro con tabloncillos de madera agrisada.

El lugar menos propicio para cultivarse. Sin embargo tengo la impresión de que con él aprendí casi todo lo que necesitaba saber para el resto. Asimilaba las letras y los números como cosas interesantes, sin que estuvieran definidos los límites entre el juego y la disciplina educativa (o acaso puede haber juegos sin normas). Hay detalles que se quedan grabados y se pueden visualizar mejor que si hubieran ocurrido ayer: palitos troceados, ordenados en el suelo de la placita y sus guarismos escritos en la misma tierra, así entendía sin problemas a operar con quebrados. Y no es que yo fuera el enchufado o más listo que los demás, es que la calidad educativa (que tanto se utiliza ahora como frase comodín en

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las peleas retóricas) o es calidad humana o no es, se tengan los medios que se tengan. Lo bueno duró sólo dos cursos. Le dieron destino en Bolulla –una aldea perdida en las sierras de Alicante– y a mí me metieron en Los Maristas con siete años. El cambio fue tan brutal que hasta que no fui más o menos adulto no conseguí reponerme: grandes patios, galerías luminosas, pupitres barnizados, paredes de azulejos brillantes, un colegio de prestigio en el que mis padres suponían que recibiría la mejor educación; pero la mayoría de los “hermanos” eran intransigentes, ignorantes y sádicos; la enseñanza estandarizada, competitiva, castigos humillantes o violentos, compañeros engreídos… Ya que estoy hablando de maestros de calidad, puede ser oportuno establecer un contraste con el primer fraile que me toco en suerte: el hermano Felicísimo. Uno de los primeros días de clase tuve la osadía de intentar razonar en su presencia. Había planteado un problema de aritmética en la pizarra, teníamos que hallar el perímetro de un triángulo cuya base medía doce unidades y seis cada uno de los otros dos lados. Acostumbrado como estaba a hablar libremente con mi hermano de verdad, le dije a este otro que aquello era imposible. Para mí el problema no era hacer la suma, creí que era un ardid para ver quién sabía eso de que la suma de dos lados siempre es mayor que el otro lado. -Eso es imposible. –dije levantando la mano, contento de demostrar que sabía eso. Pero él lo tomo como una impertinencia y me hizo salir a la palestra para que hiciera la suma. Intenté explicar que si seis más seis son doce y el otro lado mide doce no es un triángulo, “porque no llegan”. Pero no hacía la suma con la tiza y él se lo tomó como una rebeldía a su autoridad. No quería escucharme y yo seguía negándome a escribir la suma. No sé si realmente se dio cuenta de su error, pero me puso de desobediente y tonto ante toda la clase que acabó riéndose de mí y de mi llanto. En los ocho años que pasé allí no conseguí tener un amigo de verdad, sólo aproximaciones y a ningún “hermano” pude considerarle maestro. Puede que gracias a ellos me creara un mundo interior rico y que entrara en la clasificación de niño retraído e imaginativo, pero sin interés por el estudio. Aprender era algo que había que soportar, no tenía la más mínima

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motivación. Se compensaba por la preocupación de mi padre. A pesar de las muchas horas de trabajo que hacía diariamente entre el Instituto Nacional de Previsión y las contabilidades hasta muy tarde, sacaba un rato para tomarme las lecciones y explicarme lo que no eran capaces de explicarme en el colegio. Aunque tenía más erudición que método pedagógico fue el hilo que no me hizo perder totalmente el ritmo de lo que debía ir aprendiendo. De esa época sólo se libra un profesor del que no recuerdo su nombre, ni siguiera la materia que impartía. No me daba clase - era de los licenciados seglares que contrataban para los mayores -. El caso es que organizó un club de cine-forum; allí pasaba películas impensables para la época y para mi edad; con trece años vi Ciudadano K o las del Neorrealismo italiano. Vestía un traje verde claro que contrastaba entre las sotanas negras y los grises de los otros seglares. Captaba los intereses de cada cual y conseguía que dijéramos e hiciéramos cosas impensables para nuestra edad y para el modelo educativo y político de la época. No sé cómo se percató de nuestras aficiones; pero consiguió que dos alumnos raros (y por lo tanto aislados del resto) nos sintiéramos importantes: Quique Lledó era lo más aproximado a un amigo, nos unía el ser distintos y ensimismados; a él le llamaban el Inventor. Nos animó a que pusiéramos en práctica un proyecto nuestro descabellado: el lanzamiento de un cohete espacial en no sé qué fiesta del colegio. Nos lo tomamos muy en serio, fue empresa de gran envergadura, buscamos información, se trazaron planos, hicimos experimentos… El ingenio se impulsaba inicialmente por cuatro grandes cohetes de pólvora, que encendían una segunda fase y otra final con cápsula y astronauta incluido: un pobre escarabajo. El conjunto alcanzaba el metro de altura, y el cartón pintado de purpurina plateada y detalles rojos le daba un aspecto imponente. El día del lanzamiento fue de gran expectación. Alumnos y profesores apiñados y protegidos en las galerías porticadas que rodeaban el patio y nosotros solos en el centro, actuando como auténticos científicos de la NASA con nuestras correspondientes batas blancas y la cuenta atrás que sonó por la megafonía. El cero no coincidió con la ignición, pasó un segundo eterno hasta que se lanzó hacia el cielo. El problema fue que no lo hizo en línea recta sino trazando una maldita parábola que le hizo caer en picado a

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pocos metros de donde alzó el vuelo. Salvo este detalle, el resto del sistema siguió funcionando perfectamente: se encendió la segunda fase que como un torpedo terrestre fue a dar contra la fachada donde se situaban director, rector y demás autoridades académicas e incluso, con la carrocería destrozada, funcionó el ingenioso resorte que hizo saltar la cápsula. Fuimos corriendo a rescatar al astronauta que mostramos a los espectadores moviendo frenético sus patitas y antenas, prueba evidente de que había sobrevivido. A pesar de todo conseguimos un aplauso mientras recogíamos rápidamente los restos y la fiesta siguió con otras actuaciones, discursos y actividades deportivas. No sé si este profesor seglar tuvo problemas por apadrinar un espectáculo tan peligroso. Puede que los frailes lo dejaran estar como una concesión a las locuras de los lugareños – en Valencia y aledaños no hay fiesta sin tracas y petardadas – y en esos años no se tenían tantas precauciones en la seguridad de los niños. Los juegos eran naturalmente peligrosos; las peleas se consentían en los recreos y un chaval que no estuviera condecorado con moratones, desollamientos y cortes menores es que había estado enfermo en su casa. Los primeros que ejercían la violencia eran los supuestos educadores. La chasca, un artilugio de madera de haya que chasqueaban los “hermanos” para llamar la atención, podía ser lanzada a la cabeza del que no se callara instantáneamente. He presenciado autenticas torturas en la tarima mientras la mayoría reía y a otros se nos helaba el corazón. Y se hacía como método calculado; la prueba es que sobre mí no utilizaron la intimidación física, les funcionaba mejor la humillación y el dejarme en evidencia ante los demás. Pero quería contar algo de mis maestros, no de truculencias de un sistema de instrucción represivo (no se puede llamar educativo). No tuve otro al que considerar maestro hasta que no salí de los Maristas. Fue un mutis propiciado por mi insistencia a mis padres y “recomendado” por la dirección del colegio, nunca había encajado allí; pero con 15 años eso se nota mucho ya que además de no comulgar con el ideario del centro lo expresaba claramente. Antonio Moreno daba clases de Filosofía e Historia del Arte en el

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Instituto Jorge Juan, “El masculino”. El cambio fue radical: el profesorado tenía autoridad moral, pero no ejercía el autoritarismo. Los compañeros eran de lo más heterogéneos, pero eran compañeros. Podían llamarte hijo puta (casi llego a las manos con el primero que me lo dijo), pero en realidad era una muestra de camaradería. El soltar tres tacos de cada cinco palabras estaba de moda. Aunque lo que más me sorprendió fue la actitud de don Antonio; estaba empeñado en hacernos pensar por nuestra cuenta. No había que aprenderse nada porque sí, había que razonarlo. Fue la primera vez que presencié debates abiertos en clase y tratar temas que no venían en el libro de filosofía (que era más dogmático que filosófico). Era un socrático auténtico que nos hacía sudar el cerebro. Le hice una caricatura en la que aparecía mirando fijamente a un alumno con el cerebro hinchado y al aire, derritiéndosele, mientras que el bocadillo decía “¡piensa!”. Yo hacía dibujos en clase para reírme con mis compañeros del profesorado; pero éste fue el primero que me pidió que le hiciera una caricatura. En Historia del Arte nos hinchamos a ver diapositivas, nos enseñó a comentarlas con coherencia y, sobre todo, a disfrutarlas. Ya de entrada era mi asignatura preferida porque era lo mío, me consideraba todo un artista. También era nuestro tutor. Nos hacía encuestas de análisis psicológico y algunas entrevistas personales; pero yo desconfiaba de todo lo que fuera entrar en mi intimidad, me recordaba demasiado a las guías espirituales de los frailes; por lo tanto me negaba a realizar algunos test o jugaba al despiste: si me preguntaba por mis aficiones yo le decía que el ocultismo y cosas por el estilo. Cuando pasó algún tiempo me quedo un cierto cargo de conciencia: tendría que haberle agradecido sus esfuerzos por ayudarme. Porque la verdad es que estaba fuera de quicio. Había empezado a hacer trabajos de dibujo publicitario y asistía a la Escuela de Artes y Oficios. El instituto era algo secundario. Con un control de faltas muy laxo, me acostumbré a hacer novillos y entrar sólo a las clases que me interesaban. Cuando la enseñanza podría haber sido más valiosa no la supe aprovechar. De todas formas dejó semillas que fructificaron más tarde. Su recuerdo me ha servido para ver con mejor perspectiva muchas de las situaciones que se pueden vivir como decepcionantes en la docencia. No se puede esperar resultados inmediatos en el alumnado, salvo para temas puramente académicos –y no siempre-, se trabaja a largo plazo.

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Don Antonio no era el único excepcional, allí convivían catedráticos acomodados a su propia monotonía y camisas viejas de intransigencia desgastada con una nueva generación de pedagogos cargados de ilusión, empeñados en crear ciudadanos cultos y democráticos. Hicieron que participara en el periódico escolar (como dibujante, por supuesto) y en el montaje de una obra de teatro, “El Adefesio” de Alberti ¡Un poeta exiliado! Ahora puedo suponer el trabajo y la valentía de aquel profesorado, luchando en pleno franquismo por nuestro futuro. No creo que se les haya reconocido y homenajeado como se merecen. En los Maristas había sido un muelle aplastado y en el Instituto no hacía otra cosa que saltar incontroladamente. Los que ahora se quejan de cómo es la juventud o es que eran muy modositos o han perdido la memoria, porque me inclino a pensar que las barrabasadas que hacíamos entonces no ha sido superadas. Como ejemplo se puede mencionar el juego cotidiano del manteo a cualquier compañero (sin manta, agarrándolo de cualquier sitio) y posterior lanzamiento a donde fuera; en una de las ocasiones cayó sobre el capó del 600 de un profesor. No sé si es que realmente estábamos hechos de otra pasta, pero no recuerdo lesiones importantes en nadie. Eso sí, el cochecito quedó con el techo un poco más bajo. Supongo que lo tendría asegurado, porque no hubo sanción económica ni penal; aunque suspendí Filosofía, más que nada y según me razonó y acepté de buen grado, en lo que respecta a la Ética. Fue una más de las siete que me quedaron. En septiembre sólo aprobé la Filosofía. Tras aquel desastre mis padres me matricularon en un centro donde había estudiado mi hermano Carlos: el Juan XXIII. Se suponía que allí tendría algo más de control; pero, aunque era un colegio seglar al que se le suponía estar más actualizado pedagógicamente, los profesores resultaron ser simples trabajadores de la enseñanza, la mayoría anodinos, alguno estúpido y con un toque de brutalidad (para no desentonar con la época). Tampoco tuve maestros allí El plan de estudios que cursaba era el del bachillerato de seis años con sus reválidas y el Preuniversitario. Pero se acababa de inaugurar un nuevo instituto en la zona de expansión de la ciudad: “El Babel” y allí se impartía un Curso de Orientación Universitaria experimental de la nueva

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ley de educación que se estaba preparando. Se debió de juntar allí el profesorado más a la vanguardia y las asignaturas se llenaron de contenidos increíbles: la de Matemáticas nos trataba de meter la teoría de conjuntos, la de Lengua nos hablaba de semiótica, y en Historia no se estudiaban hechos sino Historiología. Todo muy chocante y, aunque un tanto confuso, despertaba interés. Pero José Díaz Azorín (el profesor de Dibujo) lo tenía muy claro: si este era un curso para orientar a los universitarios y yo iba a hacer Bellas Artes, tenía que prepararme para ello; así que me sacaba de clases que consideraba innecesarias y me ponía a dibujar. Su aula era como mi taller, en el que hice de todo, y durante el verano continué yendo a su estudio para prepararme bien el examen de ingreso. Enseñaba dejando hacer, sin ese control al que estaba tan acostumbrado, pero haciendo la sugerencia oportuna en el momento adecuado, un gesto suyo era más valioso que una lección magistral. José Díaz Azorín era un magnífico grabador y pintor; ya tenía cierto nombre en el mundillo del arte y pocos años después seríamos compañeros en la organización de los actos de homenaje a Miguel Hernández. Mientras cursé Bellas Artes en Madrid tampoco hay nadie al que considerar maestro; más que nada porque, salvo el curso Preparatorio, hice la carrera por libre. Del que de verdad aprendí en esta época fue de Remigio Soler. Entré a trabajar en su taller de “fogueres” que es como se llaman a las fallas en Alicante. La creación de estos monumentos efímeros es mucho más compleja de lo que puede suponer el que las ve de paso. De hecho se trabajaba casi todo el año y en la faena se requerían de múltiples oficios. El funcionamiento del taller mantenía una estructura similar a la producción artística del Renacimiento o Barroco. Además Remigio tenía a gala modelar en arcilla todas las piezas, llegamos a hacer figuras de cuatro metros de altura y “fogueres” en las que había casi 200 “ninots”. De todo se sacaba molde para echar el cartón, montar, estucar, lijar, carpintería, pintar… El trabajo era frenético y la tensión antes de que encajara todo en la “plantá” indescriptible. No hacía falta muchas palabras. Cuando se planificaba un trabajo hablaba conmigo como si fuera su par. Nunca fue pretencioso, en todo caso empleaba una fina ironía cuando alguien intentaba presumir de algo. Estuvo con nosotros trabajando una temporada un muchacho de mi edad,

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un buenazo, pero que iba de progre y de entender mucho de música. Un día que estaba pontificando sobre los grupos que estaban más “in”, Remigio suelta: - Pues a mí los que más me gustan son los Boys Town (o algo así) ¿No los conoces? –dijo muy serio. - ¡Ah! Si, estos son de… - Iba a decir el compañero - De mi mollera, que me lo acabo de inventar – Le soltó, dejándolo cortado. Así de socarrón era. Apenas tenía estudios. Su padre murió en la Guerra Civil y su madre al poco, en los gloriosos años de victoria y miseria. Lo metieron en los tristemente famosos hospicios del Auxilio Social, con la etiqueta de hijo de rojos. Contaba que sacar la basura era un privilegio, ya que así podían rebuscar y sacar algo para engañar al hambre permanente. Salió de allí jovencillo para trabajar con unos santeros y a través del arte se creó a sí mismo: preguntando, leyendo, investigando… consiguió sobreponerse al destino y alcanzar grados de excelencia. Porque habláramos de lo que habláramos terminaba enseñando, pero como sin querer.

También se trabajaba en otros tipos de encargos, ya que es un magnífico tallista; nunca he visto manejar las gubias con tal virtuosismo. Podía estar media hora afilando el instrumental parsimoniosamente, con cariño, en la muela y la piedra de aceite; pero cuando se ponía sobre la madera las gubias volaban, casi no se veía los movimientos por la velocidad de sus manos; las virutas saltaban como chispas de una fragua. A veces, ante la desazón que me producía no poder seguir su ritmo –y la cara de tonto que se me debía de quedar– hacía los movimientos como a cámara lenta, con cierto recochineo, pero una gran claridad didáctica.

Después de estas faenas, el ir a examinarme de las asignaturas prácticas en BB.AA. era un juego.

Y ya está. Se acabó contar de mis maestros. Lo que no quiere decir que no haya seguido aprendiendo, porque he conocido a gente muy interesante. La vida, que dicen. Y los libros y el arte… Pero puestos a nombrar no puedo dejar de tener en cuenta a esos cientos, quizá miles de alumnos y alumnas que he tenido a lo largo de mi actividad pedagógica. Creo… No. Sé, que si no eres capaz de aprender de ellos no puedes enseñar nada, en todo caso adiestrarlos.

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bocetos de memoria

bOCETO DE UN TIRÓN DE OREJA

Cuando empecé a impartir clase no tenía muy claro lo que tenía que hacer (en realidad nunca se tiene claro, esto no es una ciencia exacta), lo que sí sabía es lo que no tenía que hacer, que era justo lo que había padecido como alumno.

Una de estas cosas que nunca haría es utilizar la violencia. Pero siempre hay una excepción.

Llevábamos casi un mes de curso y faltaban pocos años para que terminara el siglo. Estaba en el aula de Dibujo con mis alumnos de Diseño Técnico de Segundo del BUP.

A mitad de la clase llamaron a la puerta y apareció la tutora con un individuo que, según dijo, pertenecía a ese curso. Me dio su nombre y, con la prueba de la lista de clase, me explicó que estaba matriculado, pero se incorporaba ahora. -Bien – dije tendiéndole la mano – Bienvenido a clase.

Ni me miró, pasó casi rozándome, como si fuera invisible, y fue a sentarse en la última fila. O más bien a espatarrarse, hundido en el taburete, apoyado en la pared y utilizando las lumbares como posaderas.

El resto de la clase, pasada la interrupción y después de un discreto vistazo al fondo, siguió trabajando en el ejercicio propuesto sin prestarle mayor atención. Aunque el muchacho la llamaba inevitablemente; la chupa negra claveteada y la cresta con tinte rojo y verde sobre la cabeza rapada, confirmaba su identidad punk, movimiento algo pasado ya en los 90, pero que aún impactaba.

Me acerco y me siento junto a él para hacerle un sondeo, tanto de su nivel en dibujo como de su persona. Pero cualquier pregunta que le hiciera resbalaba sobre su mirada perdida. Ante esa actitud empecé con los sarcasmos:

– Vaya, a lo mejor eres un monje trapense de los que hacen voto de silencio.

- ¡Ah, ya está! Eres sordomudo – Dije poniéndome delante - ¿Puedes leer los labios?

Seguía sin soltar palabra y procuraba evitar mi mirada.

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Tomo un papel y escribo: ¿Sabes leer?- No se esfuerce – Habló por fin. – Estoy aquí porque me obligan,

pero no voy a hacer nada.- ¡Hombre! Me alegro que nos podamos comunicar. Oye, no estás

detenido. Esto no es tan terrible. Puedes aprender cosas interesantes. Hasta nos lo pasamos bien. No pierdas esta oportunidad…

Le estaba diciendo cosas por el estilo cuando alguno me llamó para consultarme algo sobre el problema en el que estaban enfrascados.

- Bueno, ya hablaremos más tarde. El próximo día trae escuadra, cartabón y compás.

Pero al día siguiente ni trajo material ni prestó la más mínima atención a la clase. Lo dejé estar, a ver si se aburría de esa actitud. Por lo menos no molestaba. Hasta saber algo de él no quería forzar nada.

Sus compañeros lo ignoraban. No es que le temieran; en ese Instituto todos tenían su relación más o menos íntima con la marginalidad; el barrio producía toda las tribus propias de una zona difícil, desde grunges a heavies, pasando por todas las variantes de los raperos: graffiteros, skaters, breaks… y las tradicionales de gitanitos y quinquis. Pero habían captado perfectamente la pose de desprecio que tenía hacia ellos.

El grupo era magnífico. Los que se matriculaban de esta optativa tenían cierto interés en por el dibujo; pero en este caso, desde el principio, se había conseguido una actitud de investigación y redescubrimiento de los aspectos técnicos del diseño a partir de sus intereses. El trabajo en grupo había surgido de forma natural. No tenía que explicar un tema si no que a partir de una propuesta empezaban a trabajar por su cuenta. Si necesitaban aplicar una proyección axonométrica se planteaba como una solución a su problema, no como un problema añadido. Aprendían con entusiasmo.

No siempre se conseguía esa situación – aunque la procurase –. Lo que ocurre en el aula es un acto íntimo y no siempre se da la alquimia que hace que sea un placer, depende de muchos detalles que escapan a la sistematización o la lógica. Pero con uno o dos grupos que funcionasen así ya me podía dar por contento y compensaba de otros más duros.

Nuestro punki seguía allí como un objeto perturbador; entorpeciendo la dinámica de la clase. No es que incordiara como el típico revoltoso o el reventador de clases, es que hacía sentirse incómodos a todos porque seguía siendo un extraño.

Intentamos atraerlo con diversos métodos. Un día tenía un boli y un papelillo donde estaba dibujando algún símbolo que no llegué a ver, ya que

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en cuanto me acerqué felicitándole por que se hubiera decidido a dibujar al fin, lo arrugó y se lo metió en el bolsillo. Algunos de sus compañeros, sin que les hubiera pedido nada, trataban de incitarlo a que se integrara: trataban de hablarle, una chica se sentó junto a él y le preguntaba cosas o le pasaba papel y lápiz, que se quedaba sin tocar sobre la mesa. Pero cualquier intento era desalentador.

Venía rebotado de un colegio de pago. Había repetido dos veces y el último verano no lo había pasado haciendo su cuaderno de vacaciones precisamente. Le faltaba poco para llegar a la mayoría de edad. Lo habían matriculado allí como último recurso.

La actitud de inacción absoluta le empezó a ser difícil de mantener. De vez en cuando daba vueltas por el fondo del aula como tigre enjaulado o daba grandes bostezos acompañados de estiramientos o se quedaba mirando la calle. Dependería de lo que se hubiera metido en el cuerpo. Lo que empezaba a ser inaceptable es que cada vez respondía con actitudes más despreciativas ante los intentos de comunicar con él.

Un día reconoció a un colega suyo en la calle. Abrió la ventana, dio una voz y el otro debió responderle. Se quedó junto a la ventana haciéndole gestos.

- Haz el favor de cerrar la ventana – Le dije manteniendo las formas pero con imperiosidad. – que estamos en invierno.

La cerró dando un golpe que dejó temblando a los cristales. Me quedé fulminándole un rato con la mirada, parando la

explicación; pero no dije nada.Transcurrió un rato, yo en el retroproyector resolviendo un problema

de diédrica a la vista de todos, los alumnos siguiendo la explicación y haciendo preguntas; entonces vuelve a abrir la ventana, saca medio cuerpo fuera y se pone a hablar a voces.

No lo pensé. Actué de forma instintiva.Me voy para él, lo agarro de una oreja –que tuve que retorcer porque

estaba grasienta y se me escurría– y me lo llevo a una mesa en la primera fila, lo siento en la banqueta y le chillo:

- ¡Ahora aquí, bien sentado, escuchas y trabajas como los demás! Le puse, dando un palmetazo en la mesa, papel, lápiz, escuadra y cartabón.

El silencio fue sepulcral durante un rato. Respiré profundamente y continué la explicación como si nada hubiera pasado. La clase continuó normalmente y cuando estaban trabajando cada uno en lo suyo y yo resolviendo cuestiones particulares por las mesas, lo veo que manipula los instrumentos de dibujo tratando de hacer algo. Me acerco, era totalmente

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incoherente lo que hacía, pero ¡Estaba bien sentado y dibujaba! Su cara tenía un punto de espanto al mirarme.

- ¿Te he hecho daño en la oreja? – le dije procurando dulcificar la voz – Lo siento, pero esta situación había que cortarla de alguna manera.

- Ni mi padre me ha chillado así nunca – Fue su respuesta. Tenía la oreja roja, pero eso no parecía importarle.- Bueno, quizá ese sea el problema – Me salió sin pensarlo mucho.A partir de entonces empecé a explicarle cosas elementales de

geometría y le cogió el gusto a ciertos ejercicios repetitivos de redes modulares. La relación con sus compañeros no cambió de la noche a la mañana, pero se atisbaban cambios.

Después de las vacaciones de Navidad no apareció. Supongo que ya sería mayor de edad.

No sé qué habrá sido de él. Pero seguro que ya no irá con la cresta de colores por ahí, está demasiado pasado de moda. Puede que le haya ido mal en la vida o puede que sea un buen ciudadano. La vida da muchas vueltas y nadie está perdido del todo.

Córdoba, 23 de agosto de 2012