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Capítulo 9
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Capítulo 9.
EMPATÍA Y PARTICIPACIÓN: UNA DISTINCIÓN NECESARIA.
Estoy absolutamente convencido de que al psicoanálisis contemporáneo le incumbe el
riesgo de una "retórica de la participación": a punto tal que, durante un simposio reciente, me
permití un chiste, representando a un analista "empatista" que, convocando idealmente a los
colegas a una batalla contra la patología mental, los exhortaba así: "¡Todos a sus puestos de
conmiseración!"
Siempre estamos allí: en psicoanálisis, todo lo que es demasiado intencional y
programático corre gran riesgo de impostura, de fracaso o de naufragio en el ridículo, y creo que
tampoco podemos decidir a priori la participación; aún menos podemos decidir "cómo"
compartir: creo en la fuerza del inconsciente y en su imprevisible irreducibilidad, así como creo,
por otro lado, en los constantes progresos de los analistas en el arte de navegarlo y de
atravesarlo.
Pero, justamente como al ir por mar, nada es nunca dado de una vez y para siempre.
Ahora, dicho todo esto, permanece el hecho de que compartir la experiencia profunda
del paciente parece ser una de las nuevas dimensiones específicas del psicoanálisis de nuestro
tiempo; no la única, y no necesaria con todos los pacientes (cada uno tiene su historia y sus ne -
cesidades), pero tampoco la menos importante: a estas alturas, se ha comprendido que la
transformación se realiza preferiblemente en un médium de relación y que la mente del
paciente se conforta y se organiza cuando el analista logra desempeñar su función, con
autoridad y humanidad, allí donde los objetos primarios habían sido inconsistentes en el
momento de la necesidad.
En efecto, los psicoanalistas de la actualidad, disponibles para compartir el campo
intersubjetivo (Baranger, 1993), parecen temer menos que los pioneros la implicación emotiva en
la sesión, por su más extensa y exhaustiva experiencia de formación, que a menudo se traduce en
una capacidad de articulación interior aumentada.
Ellos parecen mayormente propensos o, por lo menos, "resignados" en cierto sentido, a
amar y a odiar, a temer y a esperar, a sufrir y a alegrarse con sus pacientes; en definitiva, a
transformarse un poco junto a ellos, además de intentar conferirles un sentido inteligible a las
cosas.
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Esta disminución técnica transgeneracional de defensas produce un enriquecimiento y
una profundización naturales del campo psicoanalítico: el hecho de que, por ejemplo, una
vivencia perturbadora, un elemento deformado o incluso un simple detalle incongruente sean
tendencialmente recibidos, considerados y tratados en sesión como algo que se puede compartir
y elaborar por el conjunto de las dos mentes, antes de establecer oficialmente y con precoz
definición su proveniencia individual ("tratar" las identificaciones proyectivas antes de
"atribuirlas”),1 ha permitido producir cambios significativos en áreas una vez inaccesibles porque
estaban llenas de sentimientos persecutorios, o porque eran demasiado frágiles desde el punto de
vista del equilibrio narcisista.
Estos cambios técnicos infundidos de compenetración, participación y colaboración
son consecuentes también con el encuentro cada vez más frecuente con patologías vinculadas a
los procesos precoces de necesidades insatisfechas de compartir, que a menudo pulsan por ser
recibidas, reconocidas y elaboradas mucho antes de que las fases de individuación y de
enfrentamiento del Edipo adquieran una auténtica consistencia.
En forma similar, se le dirige cada vez mayor atención al ambiente de relación (actual
y onírico) en que se desarrolla el análisis; véanse, en ese sentido, las reflexiones de Viederman
(1991 )2 sobre "clima" y "atmósfera" del tratamiento, y las de Borgogno (1992) sobre un
consecuente modelo de "comunicación personalizada, infundida de naturaleza y de tensión de
relación no captativa".
Por supuesto, estas consideraciones introductorias no deben ser entendidas en el
sentido de una idealización de los psicoanalistas de hoy o del "estado del arte" actual; sin
embargo, estoy convencido de que realmente se ha verificado el desarrollo de una técnica
psicoanalítica cada vez más viva, articulada y compleja, a la cual la literatura le rinde un
reconocimiento sólo parcial, porque es difícil — como dolorosamente sabemos— encontrar las
palabras adecuadas para describir los pasajes más intensamente verdaderos y transformadores de
nuestro día de trabajo, y aún más formular conceptos que organicen teóricamente nuestras
observaciones. Hay un aspecto "público" y un aspecto "privado" de la técnica psicoanalítica
(Sandler, 1993).
1 Ésta es mi utilización personal del concepto de "campo": basada en el registro de la aparición de un elemento del cual, antes de la atribución precisa al analista o al paciente, se cuidan lo decible y lo tratable, en un régimen de deliberada, temporaria suspensión de la indagación respecto de los orígenes del elemento mismo.2Viederman (1991) distingue oportunamente el clima de análisis, es decir, el tono emocional predominante de la relación, creado en parte por el analista, y la atmósfera, que refleja más estrictamente las vicisitudes transferenciales usuales.
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Una hipótesis que sostengo y desarrollo es que uno de los motivos por los que en la
literatura existen vacíos descriptivos de algún relieve respecto de la riqueza de la praxis, reside
en el hecho de que mucho del material clínico que se debe referir en realidad presentaría al
analista en su labor en momentos y en disposiciones poco estéticas clínicamente, además
de difícilmente encuadrables desde el punto de vista teórico.
Es decir, me inclino a pensar que las modalidades con las que trabajamos y, en
definitiva, con las que logramos sintonizarnos con nuestros pacientes, son tan poco dependientes
de nuestra voluntad, y a menudo tan heterogéneas respecto de los ideales en los que nos
inspiramos para fundar nuestra analytic attitude, que la idea de referirles a los colegas cómo
nos hemos comportado efectivamente en la práctica cotidiana, aunque el resultado haya sido
bueno, nos vuelve más bien titubeantes.
"Sí: el paciente se sintió mejor y también me agradeció. Pero, ¿qué sucede si yo que
resulto ser analista, relato cómo hemos llegado verdaderamente a esta transformación clínica?"
Este capítulo se basa en la experiencia de cómo muchas participaciones auténticas y
difíciles han sido posibles precisamente cuando el analista perdió la disposición, el dominio, el
estilo bello (conservando, sin embargo el amor y el respeto por el psicoanálisis), para encontrarse
luego, a pesar de él, más bien inesperadamente, en el terreno de la participación.
El campo compartido a veces puede comprender áreas de cuya existencia ni el analista
ni el paciente sospechaban, antes de haber hecho experiencia directa de ellas; en cambio, otras
veces, como veremos, el terreno en el cual nos movemos ya es conocido, pero lo nuevo es la
fuerza con la que una determinada vivencia solicita ser experimentada.
En ambos casos, se presenta el rasgo específico de lo imprevisible del diálogo
psicoanalítico (Eiguer, 1993), y a veces parece volverse inevitable el elemento de la sorpresa,
debido al inesperado florecer del insight en la relación psicoanalítica (A. Reich, 1951; Faimberg
y Corel, 1990; Smith, 1995).
Intentaré hacer referencia, con la ayuda de la clínica, al sentido y a los posibles
desarrollos terapéuticos de estas situaciones.
Buscaré, sobre todo, hacer evidente que "participación" y "empatia" no son en
absoluto lo mismo presentando una sesión en la que se verifica masivamente el primer fe-
nómeno, mientras que el segundo está ausente: un precioso desprendimiento de la experiencia —
a posteriori— para nuestro trabajo de diferenciación y de clarificación conceptual.
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Sara, un derrotismo contagioso
Sara es una señora de 45 años. Ha sido una paciente muy grave: internada en hospital
psiquiátrico a los 22 años con un diagnóstico de "depresión mayor", fue sometida a una decena
de electroshocks, y posteriormente tratada con fármacos y psicoterapia de apoyo hasta el alta.
A los 28 años, comenzó una psicoterapia de orientación psicoanalítica que duró nueve
años, con un psiquiatra que la ayudó mucho y a quien recuerda con auténtica gratitud y afecto,
pero que decidió junto con ella terminar el tratamiento por una creciente sensación de inutilidad
de las sesiones, a pesar de las evidentes mejorías obtenidas. Sara trabajaba con suficiente
capacidad como empleada, y las crisis depresivas se habían hecho menos frecuentes, aunque
continuaban siendo muy serias y terriblemente penosas.
A los 40 años, comenzó conmigo una psicoterapia de dos sesiones, que se transformó
dos años después en un análisis.
Es una mujer inteligente, solitaria, muy dura con los otros y consigo misma;
trabajando con ella, tuve desde el principio la sensación de que me pedía mucho, mucho más que
la mayor parte de los otros pacientes.
Una sesión con Sara
La paciente comienza la sesión con su habitual silencio enfadado y opositor,
prosiguiendo así por veinte minutos; se crea un clima oscuro e hiperdenso, que asocio a un color
gris oscuro.
Después, Sara expresa la idea de lo inevitable de la interrupción del análisis, idea que
se vuelve a presentar prácticamente cada dos o tres sesiones: "Usted no me entendió, nunca ha
tenido un verdadero contacto conmigo."
No me altero demasiado: pienso que me dice estas cosas desde hace cinco años; hace
cinco años que intento trabajar con ella, con paciencia, escuchando y elaborando estas fantasías;
pienso que tampoco esta vez interrumpirá el análisis.
Mientras Sara continúa con calma y con voz firme su requisitoria, consulto idealmente
con mis colegas internos (me resulta necesario hacerlo con los pacientes más difíciles) y algunos
autores, obteniendo de allí una exhortación a ejercer ulteriormente paciencia y tenacidad.
Recapitulo para mis adentros que, después de un par de años dedicados
predominantemente a acoger ampliamente sus vivencias de abandono, me dediqué luego a un
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análisis dirigido a algunos rasgos de Sara, en la relación conmigo y con las personas de su
ambiente, que habían aparecido progresivamente como elementos específicos y estructurados del
carácter: rasgos difíciles de llamar por su nombre (intransigencia, rigidez, avidez) sin correr el
riesgo de herirla en su amor propio, por lo cual el insight había sido favorecido en forma
indirecta, con una asistencia suave, y sostenido por intentos de reconstrucción genética que
hicieran comprensibles y más aceptables los orígenes de esos aspectos tan dañinos en su relación
consigo misma y con los demás.
Intervengo, entonces, diciéndole que advierto que se está repitiendo una secuencia que
nosotros ya conocemos, un mensaje de desconfianza que solicita ser recibido y comprendido
para que podamos retomar el camino juntos.
En conjunto, hasta la mitad de la sesión mi aparato teórico-crítico me sostiene de
forma válida; la paciente me ataca, se lamenta por mi incomprensión, me desvaloriza
técnicamente, pero yo continúo pensando que hemos trabajado suficientemente bien, utilizo una
buena presencia consultiva de los "colegas internos", y considero que Sara en este momento no
está en condiciones de recordar todo lo que de bueno hemos desarrollado juntos, pero que no
interrumpirá el análisis tampoco esta vez.
Sara, con calma, recalca: "Observo que hoy usted ni siquiera se fastidia:
evidentemente, también usted ha entendido que verdaderamente estamos por terminar."
De alguna manera, aproximadamente desde ese momento pierdo seguridad interna, y
me encuentro pensando —con sorpresa— que quizás esta vez podría de verdad interrumpir el
análisis.
"No es su culpa, doctor, yo sé que usted ha hecho lo mejor por mí, pero ha pretendido
cambiarme, o tal vez sólo ayudarme; el problema fue que usted, simplemente, no era el terapeuta
adecuado para mí."
Invadido por una creciente sensación de inhabilidad congénita, yo también comienzo a
pensarlo así; siento que tiene razón, que es verdad. No lucho más, la terapia ha terminado,
termina aquí; siento un profundo dolor, pero veo que las cosas a esta altura son realmente así.
Mis pensamientos, en este punto, vagan penosamente entre la preocupación por la
paciente, la herida narcisista por mi fracaso técnico, una impresión de inutilidad frente a las
fuerzas que sobredeterminan la repetición.
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Y al sufrimiento y a la ira se sucede en mí una resignación depresiva, a la que me
rindo.
Falta un minuto para que termine la sesión.
Sara emite un suspiro liberador y dice: "¡Ahora me siento mejor!"
En pocos instantes, sin que yo haya podido determinar nada, las nubes se abren,
despunta el sol, también para mí. Es el fin de la sesión, nos saludamos sonriendo, se ve hasta que
Sara se sonríe un poco de sí misma. Se va contenta: el análisis no ha terminado.
Me quedo con una pregunta: ¿el análisis "debía" pasar por aquí?
Reflexiones acerca del caso
Es habitual que el analista se dirija, en la epicrisis, a algunos referentes teóricos que
puedan orientarlo: por ejemplo, con material de esta naturaleza, a Rosenfeld y al concepto de
identificación proyectiva evacuativa (1965), o a la "identificación proyectiva desesperada",
teorizada por Ahumada (1984) como tentativa de conexión con el objeto de base, o a Bollas
(1987) y la necesidad de proceso de self experiencing, en continuidad con el pensamiento de
Winnicott y de Masud Khan.
O incluso, con una referencia más específica al contenido de los estados emotivos
compartidos en esta ocasión, se puede hallar consuelo en las páginas de Rupp (1954) acerca de la
desesperación del psicoanalista, y en las alentadoras consideraciones de Farber (1958): "El te-
rapeuta debe ser capaz de experimentar una desesperación real por cuenta de otro y también por
su propia cuenta; es cuando estamos despojados de todo artificio y sostén, de toda apoyatura
técnica de nuestro oficio, cuando estamos lo más cerca posible de la realidad."
Pero, mientras cerraba la puerta detrás de Sara, que salía contenta, pensaba: "Y esto,
¿cómo podría alguna vez relatárselo a mis colegas?"
Me había dejado arrastrar por la corriente emotiva, como un principiante; sin embargo,
yo también estaba contento, aunque me resultaba evidente que había perdido la disposición y el
dominio en la sesión. Y así había recordado al instructor de yudo que durante varios meses nos
había mantenido ocupados, inesperadamente, a nosotros, los intrépidos muchachitos del primer
curso, en el aprendizaje del arte de caer; tanto, que nosotros no nos habíamos sorprendido años
después, al ver a un gran maestro japonés abrir su formación con una serie de caídas sabias,
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alternadas con frases que manifestaban humildad. Cayendo, me había zambullido de cabeza, sin
preverlo, en el mundo interno de Sara.
Dejemos de lado, por el momento, los conflictos narci- sistas del analista respecto de
su propio ideal psicoanalítico, y ocupémonos del sentido global de esta secuencia clínica.
Sara me trató como una parte de sí misma rechazada por otra parte; su madre la trataba
así, enésimo eslabón de una cadena transgeneracional que perpetúa implacablemente "el
tradicional comercio de infelicidad entre los seres humanos", como lo definía Money-Kyrle
(1951) con amarga sabiduría.
El campo psicoanalítico alberga y vuelve a poner en escena lo intrapsíquico y lo
interpersonal, en forma con- densada.
Creo que en la sesión citada existen todos los elementos que caracterizan un
enactment un concepto del que tal vez se abusa, pero que en casos como éste se presta útilmente
para mantener en el campo de lo reconsiderable y de lo analizable una escena compleja, rica en
significados inconscientes condensados, que no se reduce a la mera descarga excitatoria como el
acting out, y que requiere la participación involuntaria del analista y del paciente para la
reactualización manifiesta (aunque no consciente) de un guión "profundo" que busca
representación.
Ahora, trabajando a posteriori lo que ha ocurrido, creo que debemos preguntarnos: ¿en
qué momento se sintió bien Sara? ¿Cuando intenté proponerle una explicación (sustancialmente
correcta y no sólo cognitiva, sino también contenedora) de lo que estaba ocurriendo en ella y
entre nosotros?
No. Sara estuvo bien —y me lo corroboró después con fuerza la sesión posterior—
cuando me notó doliente, fracasado, amargado como ella; cuando sintió que me había rendido
de verdad. En ese punto, la experiencia de la participación parece haber permitido la
posibilidad del pasaje de la transferencia a la relación.
Y todavía: ¿en qué consistió su "sentirse bien"? ¿Podemos pensar en un cambio de
condiciones ocasional, superficial y transitorio, o en un cambio estructural de la paciente?
¿Y qué hubiera podido hacer eventualmente el analista, para desempeñar un trabajo
ulterior, más extenso, más incisivo, más "psicoanalítico" (admitido y no concedido a priori que
ello fuese posible en esa situación dada)?
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Intentaré reconstruir cómo pudieron haber resultado las cosas y de proveer una clave
de lectura plausible.
Me inclino a pensar que el cambio de condición de Sara, después de evacuado en mí
sus penosos contenidos profundos, fue ocasional y transitorio, pero no superficial.
Para explicarme mejor, recurro justamente a la fantasía del funcionamiento de la
mente como un órgano hueco dotado de musculatura lisa, como lo recuerda el término
"evacuación", y en línea con las concepciones bionianas.
Yo creo que Sara efectivamente "se sintió mejor" como un paciente después de un
cólico abdominal, y que su sentirse mejor atañía a una necesidad y a un sufrimiento profundos,
en absoluto superficiales, de evacuar algo indigerible por su cuenta.
Creo que el self de Sara estaba marcado por un sufrimiento hasta ese momento no
representable, que buscaba un contenedor externo dotado de capacidad introyectiva y de
funciones transformativas.
La profundidad de la herida protoexperiencial de Sara es testimoniada, en mi opinión,
por la intensidad y la autenticidad de las sensaciones que me transmitió, y por la fuerza
demostrada en "arrancar" mi disposición de trabajo que, de por sí, no era tampoco despreciable
(las consideraciones a las que había recurrido para "tenerme en pie" no eran peregrinas, y
seguramente volvería a suscribir a ellas).
La "transitoriedad" del cambio de Sara, o —si se quiere— la duda legítima acerca de
lo estructural de su cambio en esa ocasión específica pueden invocarse porque no es claro cuánto
el yo del analista y el yo de la paciente pueden haber retranscrito, representado y formalizado en
forma duradera en el nivel del yo, precisamente, una experiencia que fue vivida, jugada y
experimentada por ambos predominantemente en el nivel del self.
Siempre utilizando la metáfora del cólico, podríamos decir que obviamente después de
un cólico un paciente está mejor que durante el cólico; pero que para considerar curado al
paciente deberíamos no solamente resolverle el síntoma con antiespasmódicos, sino también
descubrir y curar las causas patogenéticas del espasmo que, a su vez, generó el cólico.
En realidad, creo que la situación debe verse en términos más relativos y al mismo
tiempo más complejos.
Como primera medida, se observa que el yo del paciente se reestructura
funcionalmente y recupera capacidad de trabajo psicoanalítico cuando el self del paciente gana
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condiciones de experiencia más vivibles; podemos reconocer esta dinámica en el signo clínico de
Sara que, al final de la sesión, "se ve que hasta se sonríe un poco de sí misma": recuperación de
un nivel —aunque sea modesto— de función de autoobservación del yo, vuelto posible por la
relajación postevacuativa.
En segundo lugar, considero probable que la herida de Sara (y la necesidad
correspondiente a ella) fue, precisamente, la de no haber podido disponer de un objeto con-
tenedor que le "enseñase", por vía de la experiencia, a contener y transformar: y si una sola,
ocasional sesión de este tipo no pudo haberle cambiado la vida (y, de hecho, no se la cambió),
también es verdad que en muchos análisis el cambio progresivo y duradero es producido por una
cadena cada vez menos ocasional y casual de sesiones, en las cuales el analista y el paciente
viven y elaboran experiencias significativas como ésta, mes tras mes, año tras año (y, de hecho,
el análisis de Sara funcionó de esta forma y poco a poco produjo cambios estructurales; un
ladrillo no hace una casa, pero sin cada uno de los ladrillos no se construye nada).
Tercer punto: la interpretación. He estado en condiciones de proveerle a Sara una
interpretación de lo ocurrido, sólo después de un tiempo.
Fue una interpretación reconstructiva, del tipo: yo creo que usted, ese día, sin saberlo,
me usó así... como debe haber tenido necesidad una vez, de..., como todas las veces que...
Esta interpretación a posteriori fue útil: le dio un sentido comprensible a lo sucedido,
aclaró mejor las necesidades, le proveyó al yo una orientación y una clave de lectura, y "fijó"
positivamente una capacidad futura de entender ulteriores eventos similares.
Sin embargo, creo poder decir que esta preciosa labor de finissage en el nivel yoico
no constituyó el núcleo transformador profundo de esta secuencia clínica, que debe reconocerse
(en este caso específico: lo subrayo!) en la experiencia de la participación. Un trabajo con el self,
antes que un trabajo con el yo.
En lo que respecta a la disposición del terapeuta, el elemento que considero más
específicamente psicoanalítico, en la sesión que he citado, consiste en la disposición a aceptar
lo que ha sucedido.
Los expertos de kayak, que se aventuran en los rápidos más turbulentos, cuentan con
su capacidad de ejecutar con suficiente naturalidad, en caso de que se dé vuelta la embarcación,
la maniobra denominada "eskimo", que consiste en secundar el movimiento rotatorio a lo largo
del eje, y volver a salir por el lado opuesto al de la caída.
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Con dicha maniobra, que no se opone a la inmersión, recuperan la posición.
La participación como factor terapéutico
La participación constituye una fase necesaria del proceso psicoanalítico ("no puede
entender quien no prueba", dice Dante), en diversos niveles y según modalidades específicas
caso por caso, con todos aquellos pacientes que viven un trastorno en el contacto con sí
mismos.
Es decir, con las personas que no simplemente tienen necesidad de estar informadas
acerca de su vida interior, sino que deben ser ayudadas a hacer la experiencia de ésta, utilizando
la relación y la convivencia mental con el analista, con ese fin.
En un cierto sentido, justamente el criterio ex adiuvan- tibus propone
convincentemente, como hipótesis genética respecto del defecto de base, la fallida función
constitutiva de un objeto primario capaz de dejarse compenetrar, aun antes que de restituir en
forma digerible los elementos de la experiencia compartidos.
El analista debería ser una persona suficientemente capaz de sentir y de pensar junto
con otro ser humano, interesada en provocar y hacer crecer en el otro una vida mental rica,
respetando su originalidad de desarrollo.
Pero la participación profunda de las experiencias emotivas no puede "ser decidida"
por el analista como punto de partida programático: en general, éste sólo puede permitirse estar
más o menos advertido de lo inevitable así como de lo imprevisible de un acontecimiento tal y,
en relación con esta mayor o menor toma de conciencia —mucho menos fácil de cultivar de lo
que comúnmente se cree—, podrá ilusionarse o no con asumir activamente una disposición
idónea al fin. Teoría de la técnica y narcisismo del analista parecen confrontarse en este punto,
con cierta dificultad.
En las descripciones de la "disposición psicoanalítica ideal", que abundan en la
literatura, el riesgo de la ilusión y la "retórica de la participación" siempre están al acecho; los
extraordinarios fragmentos de Schafer (1983) acerca del analista que siente que se puede
proponer como empático ("¡Tengo el ritmo justo! ¿Qué más se puede pedir?"), con su ironía, son
un ejemplo de refinada conciencia autocrítica en un autor experto, que sabe tolerar y, en el
fondo, apreciar lo indecidible del "propio modo de ser en análisis".
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Relación participación-empatía
Al mismo tiempo, la participación tampoco puede entenderse como punto de llegada,
en el transcurso del proceso psicoanalítico, en tanto necesita una elaboración integradora y
permite ulteriores desarrollos.
Es clarificadora, en este sentido, la relación que tiene lugar entre el concepto de
participación y el de empatía: de hecho según mi punto de vista, esta última constituye,
cuando las cosas van particularmente bien, el resultado integrativo maduro del proceso de
comprensión, cuando se organizan un sentir y un pensar armónicamente comunes, de los que la
participación es la premisa necesaria en bruto, pero no el producto final, ni mucho menos —de
nuevo— la garantía.
La participación es un precursor de la comprensión empática
La participación de una emoción ocasional, así como de estados del self más
duraderos y organizados, puede ser experimentada por el paciente o por el mismo analista de
forma demasiado intensa, o tan conflictiva y con un surgimiento tal de las resistencias
(compartidas también éstas) que la vivencia, en uno o en ambos miembros de la pareja, pierde las
características de lo pensable; a menudo, el equívoco nace en este terreno.
Si, por lo tanto, nos mantenemos fieles al concepto (nacido de la clínica) de la empatía
como condición privilegiada que le permite al psicoanalista sentir con el paciente y pensar en (y
a menudo con) el paciente, deberíamos concluir que muy a menudo la participación no coincide
con la empatía, por razones de cantidad o de cualidad de la vivencia, que resulta por lo menos,
temporariamente no representable.
Desde un punto de vista evolutivo, Strayer (1993), Feshbach (1982) y Bonino y
Giordanengo (1993) han demostrado que a una buena capacidad de identificar las emociones no
corresponde siempre su participación; ello induce a Bonino, Lo Coco y Tani (1998) a considerar
más en general que "la perspectiva teórica que identifica el reconocimiento de las emociones con
la participación empática no es [...] sostenible".
Es como decir que una persona puede, desde la playa y estando seca, entender que los
otros se están bañando en un agua demasiado fría (entender sin compartir); o, si está
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acostumbrada al agua fría, bañarse junto con otros que no están acostumbrados, sin advertir la
misma sensación de frío (compartir sin entender).
Es decir, las dos funciones pueden no coincidir.
Vicisitudes de la participación
En condiciones óptimas, el analista alcanza un buen contacto emotivo consigo mismo
y con el paciente, y mantiene un nivel adecuado de dominio técnico del proceso; la participación
de las vivencias se realiza en medida significativa pero parcial, de forma tal de no secuestrar por
entero las funciones yoicas de¡ analista (Bolognini y Borghi, 1989).
Esta condición armónica se verifica más fácilmente, además de cuando el analista se
encuentra en un estado personal felizmente equilibrado, cuando la pareja psicoanalítica atraviesa
—por sus desarrollos de relación— una fase suficientemente estable de ampliación del campo de
conciencia y de práctica común del preconsciente aumentada.
El período inicial del tratamiento (cuando se configura según el modelo de la "luna de
miel") y los períodos finales de los análisis más logrados permiten a menudo experimentar un
clima psicoanalítico de este tipo, lo que sin embargo, lamentablemente, no constituye en absoluto
la regla.
En todo análisis, de hecho, se instauran fases durante las cuales el analista y el
paciente, resistiendo las emociones, llevan adelante una especie de pequeño cabotaje metódico y
más bien regular en que el dominio técnico del proceso por parte del analista no parece
superficialmente puesto en peligro (Bolognini, 1991).
En esta configuración, analista y paciente se encaminan inconscientemente hacia
microtraumas inesperados, constituidos por las emergencias de la relación inconsciente;
intentando resistir a estas emergencias, podrán a veces incurrir en el malentendido, con efectos
de atmósfera que podrían traer a la mente las vicisitudes del Monsieur Hulot de Jacques Tati.
En suma, se realizará la predominante condición de una organización defensiva de
pareja: algo de notable interés clínico, si se observa ab externo o a posteriori, en tanto repite,
con toda probabilidad, una específica y bien caracterizada organización defensiva intrapsíquica
del paciente.
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Como se observará, me refiero a una forma predominantemente inconsciente de
participación (que es también una forma paradójica: el compartir inconscientemente un temor
inconsciente de compartir), y ello plantearía un problema de fondo: ¿la participación es tal, sólo
si es verdaderamente consciente, o no?
Yo prefiero considerar compartidas también las cosas de las que no nos damos cuenta,
pero que provienen del mundo interno del paciente, a condición de que las experimentemos de
forma auténtica e intensa, tanto como para producir algún efecto en nosotros; no las cosas enten-
didas acerca del paciente, sino las cosas vividas junto con él, aunque no se entiendan.
Una situación clínica cada vez más frecuente es la de la participación prolongada
de estados de sufrimiento del self: en ésta, el analista atraviesa junto con el paciente largos
períodos marcadamente connotados desde el punto de vista emotivo, experimentados largamente
como inevitables e inmodificables; en esta circunstancia, el analista está en contacto con el
paciente (por lo general, obtorto collo, porque en el campo hay situaciones penosas), pero tiene
la impresión de haber perdido el dominio técnico del proceso, desde el momento en que la
eficacia y la incidencia de sus intervenciones activas se revelan casi nulas.
Como ejemplo, recuerdo las sesiones vividas junto con una paciente que había
alcanzado un contacto con un área fuertemente deprivada y desvitalizada de su mundo interno.
Durante casi un año, recorrimos las pistas de una relación primaria análoga, agotados por
decenas de sesiones paupérrimas en asociaciones y con los sentidos insensibilizados, mientras
sus penosos relatos regresaban frecuentemente a la descripción de un viaje a través del desierto
que llegó hasta el mar Muerto: única representación posible (y transmisible...) de esa área
interna. Me referiré a ésta más extensamente en el capítulo 11.
En estos atravesamientos de estados del self, el analista parece llamado a ejercitar
sobre todo la virtud de la tenacidad, en espera de fases más gratificantes desde el punto de vista
de su participación técnica en el análisis.
Como observa eficazmente Lucio Russo (2001): "el analista se hace cargo así del
inconsciente del paciente. El 'hacerse cargo' no se entiende en el sentido clásico de entrar en
relación a través de la benevolencia neutral y el uso de la interpretación de transferencia. El
analista tolera asumir dentro de su propio espacio psíquico lo no analizable del inconsciente del
paciente. No se trata de una posición construida artificiosamente según una técnica, sino de un
fenómeno real que inevitablemente tiene lugar cuando el analista deja de usar como defensa los
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parámetros del análisis clásico." Yo iría todavía un poco más allá de lo que afirma Russo, en el
sentido de que, en mi opinión, este fenómeno (la participación) tiene lugar inevitablemente de
todas maneras; y, en ciertos casos, el analista tiene mayores probabilidades de adquirir algún
conocimiento más de ésta si deja de usar como defensa cualquier teoría. Es decir, cuando no
pretende saturar precozmente de sentido la vivencia para controlarla y evacuarla, en lugar de
experimentarla para traducirla en palabras "desde adentro"; la creatividad representacional del
analista toca al paciente cuando este último advierte su autenticidad en la experiencia, verdadera
prueba de que el analista ha estado en ese "lugar" con él.
Cuando, en cambio, el analista logra usar la teoría no como defensa, sino como
complemento integrador natural, entonces el trabajo tiende a mejorar: ello, sin embargo, no
ocurre cuando se está en contacto con lo impensable.
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