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JAMES BORST MÉTODO DE ORACIÓN XJNTEMPLATIV/ "R"RTT!T7Tn

Borst James Metodo de Oracion Contemplativa

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JAMES BORST

MÉTODO DE

ORACIÓN XJNTEMPLATIV/

"R"RTT!T7Tn

Page 2: Borst James Metodo de Oracion Contemplativa

S T breve 2

MÉTODO DE ORACIÓN

contemplativa

James Borst

Editorial Sal Terrae Guevara, 20

Santander

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Título original inglés: A Method of Contemplative Prayer © Asían Trading Co.—Bombay. Tradujo: Jesús García-Abril © Editorial SAL TERRAE. Santander. 1981 Con las debidas licencias Printed in Spain Imprimió: La Editorial Vizcaína, S. A. Dep. Legal: BI 1.833-81 ISBN: 84-293-0604-8

ÍNDICE

Pág.

INTRODUCCIÓN 7 Prólogo a la 9.a edición en lengua inglesa 11

PRIMERA PARTE

Un método de oración contemplativa 15 I. La oración y sus fases 17

Cómo combatir las distracciones 30 II. Algunos consejos prácticos 37

Lo importante es cómo vivas ** *

SEGUNDA PARTE

Significado e importancia de la oración contempla­tiva 47

¿Qué es la oración contemplativa? 52 La oración de Jesús y de sus discípulos 57 Algunas cualidades y ventajas de la oración contem­

plativa 62 Algunas razones prácticas de la oración contem­

plativa 71

Apéndice: La oración, camino principal a la santidad.. 75

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INTRODUCCIÓN

En agosto del año pasado, unas monjas francisca­nas de Indore pusieron en mis manos el número de ju­lio del 72 de la revista «In Christo», llamando mi aten­ción sobre un artículo sin firma, titulado Un método de oración contemplativa. Estaban realmente entusiasma­das con él y se preguntaban si sería posible reimpri­mirlo, a fin de que pudiera ser de utilidad para más personas. A medida que leía el texto, me venían a la memoria unos folios ciclostilados que había leído me­ses atrás. Escribí inmediatamente al P. Borst, el cual confirmó mi sospecha y tuvo la amabilidad de aprobar su publicación en forma de librito. Esto es lo que se ha hecho, y no sé cómo agradecérselo al Señor.

El principal mérito del librito radica en que su au­tor es un sacerdote profundamente inmerso en el mi­nisterio activo. El P. Borst no es uno de esos monjes espiritualistas, alejados del contacto con la dura reali­dad de la vida diaria, que no dejan de aconsejar a los demás acerca del modo de orar. Quienes le han cono­cido pueden atestiguar que, incluso fuera de sus horas de clase, aparentemente no dispone de un solo minuto para sí mismo: de la mañana a la noche, su habitación se encuentra llena de muchachos. Por eso sabe perfec-

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tamente lo que significa no tener tiempo para orar, o estar tan atareado durante todo el día que, cuando uno se sienta o se arrodilla para rezar, no es capaz de ha­llar la necesaria paz y tranquilidad. Sin embargo, él encuentra tiempo para orar, y descubre tal alegría y consuelo en la oración que está ansioso por hacérselo participar a los demás. Y aquí tenemos las recomenda­ciones realmente prácticas sugeridas por él mismo y el maravilloso camino por el que nos conduce paso a pa­so, para que nadie tenga que acudir a la oración como si se tratara de un deber, y menos aún una carga, sino más bien como a un ansiado encuentro con el Señor, en la alegría plena y absoluta del Espíritu.

Aquí radica todo el secreto. La única oración auténtica es la oración en el Espíritu.

¿Acaso puede olvidarse que la Iglesia fue revelada al mundo y a sí misma en la efervescencia del Espíri­tu? ¿Acaso los Hechos de los Apóstoles y las Epísto­las no refieren el hecho absolutamente común de la ve­nida del Espíritu sobre los que creen? Es cierto que si­glos de compromiso terreno han hecho que el cristia­nismo parezca la más razonable de las organizaciones y el modo de vida más lógico; pero uno se pregunta si se ha dejado espacio para la libre manifestación del Espíritu. Tal vez, en lo más profundo de nosotros mis­mos tenemos bastante miedo al Espíritu. Como se dice en el Evangelio, nadie sabe desde dónde puede decidir soplar sobre nosotros el Espíritu, y adonde puede lle­var a quienes no le oponen resistencia. San Pablo nos recuerda que, aunque el Espíritu es uno, sus manifes­taciones son pluriformes y constituyen un desafio para las más atrevidas imaginaciones. Puede conducir a una persona a tales profundidades en el terreno de la oración que ni siquiera le sea posible pronunciar «Ab-

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ba», Padre: tan profundamente puede ser sumida en el abismo del misterio innombrable. A otra persona, o a la misma persona en un momento diferente, puede ha­cerla danzar y brincar, cantar o llorar, prescindiendo totalmente del sentido común o de los convencionalis­mos sociales. Fue el Espíritu el que llevó a los anaco­retas al desierto e inspiró a Francisco de Asís a salir con sus compañeros a los caminos a cantar la gloria del Señor (cosas que aún hoy pueden observarse entre los «renunciadores» hindúes), porque el Espíritu es uno.

Sin embargo, ¿dónde está la Iglesia cuando no se deja libertad de movimiento al Espíritu? ¿Dónde está el verdadero cristianismo? Jesús vino al mundo a pre­parar el camino al Espíritu. Tuvo incluso que pasar por la cruz, la muerte y la resurrección, para que vinie­ra el Espíritu (cf. Jn 16, 7). Una vez entrado en la glo­ria del Padre, derramó sobre sus discípulos el Espíritu, el mismo Espíritu que había sido el principio motor de su vida, el mismo Espíritu en el que él había experi­mentado su no-dualismo (su advaita) con el Padre.

El verdadero secreto de la vida de oración —y esto significa la vida entera de todo el que ha nacido de Dios— consiste en ponerse a la total disposición del Espíritu. Con demasiada frecuencia, el hombre ha tra­tado erróneamente de poner límites a Dios, de ence­rrarlo dentro de los límites de sus pensamientos y de su razón, tanto en la dimensión interior del hombre como en su expresión exterior. Pero, por eso mismo, el impacto del mensaje de Cristo se estrella contra el mundo y su «sabiduría». A Dios gracias, existen hoy muchos signos —y las publicaciones del P. Borst lo atestiguan— de que, junto a la difusión del secularis-mo, hay también una renovación de la conciencia del

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Espíritu dentro de la Iglesia, y aun fuera de ella, bajo diferentes nombres. Y aquí radica la mayor esperanza para el hombre moderno, tan frecuentemente insatisfe­cho de muchas cosas, seculares y religiosas, que le ad­vienen a través de las actuales estructuras.

La única preparación para que venga el Espíritu o, en otras palabras, para que el hombre despierte al Es­píritu, consiste en vaciar la mente de toda idea precon­cebida, de toda decisión humana y de todo deseo razo­nado. El Espíritu está ahí, esperando que sea quitada la «tapadera». Hagamos que nuestro «real deseo» sea tan fuerte que la «tapadera» salte espontáneamente y el Espíritu obtenga en nosotros su plena libertad.

Gyansu, 3 de mayo de 1973 Abhishiktananda

(P. Henri Le Saux, O. S. B.)

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PROLOGO A LA IX EDICIÓN EN LENGUA INGLESA

Hace menos de cinco años que se publicaron estas notas a petición de Swami Abhishiktananda, el cual se esforzó durante su vida por hacernos volver a una ex­periencia contemplativa de Dios. Deseó que estas no­tas, además, se publicaran en un formato manejable para aquellos individuos ansiosos por recorrer el cami­no en el que pudieran hallar al Señor Resucitado.

De hecho, al Señor podemos reconocerle a nuestro alrededor y en nuestro propio interior: «en El vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17, 28), y El habita dentro de nuestros corazones (Jn 17, 23; 6, 56), aun­que a veces demasiado dentro, más allá de nuestra conciencia (Jn 14, 17).

Cuando le buscamos con todo nuestro corazón, surge y se manifiesta a través de lo que su Santo Espí­ritu escribe dentro de nosotros: «... le amaré y me mos­traré a él» (Jn 14, 21).

Decidirse a orar es el primer y fundamental paso: decidirse a entregarle fielmente una hora de mi vida diaria, cueste lo que cueste. Al entregarle mi tiempo, me entrego a mí mismo: en la entrega y en la esperan­za, me abro a su presencia y a su amor.

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Es evidente que hay obstáculos (obstáculos que en ocasiones se presentan una y otra vez) que es preciso obviar, porque atan mi yo interior y gravan mi co­razón; muchas veces habrá necesidad de una más pro­funda renuncia a determinadas inquietudes y preocu­paciones, una mayor aceptación de su presencia amo­rosa en cualquier circunstancia, un mayor arrepenti­miento y un verdadero perdón. Hay distracciones del corazón que no pueden ser evitadas, sino que es preci­so integrarlas en la oración, antes de disponer de un corazón totalmente libre y capaz de dirigir sus ansias hacia El.

La oración no es algo que podamos hacer por no­sotros mismos. Cuando damos un paso hacia El, El se mueve hacia nosotros. Hay dos «pasos» espirituales que propician y aceleran su advenimiento en la gracia:

El primer paso es aceptar (en un momento y lugar determinados) a Jesús como Señor y Salvador perso­nal. Esto supone aceptarlo y someterse a El a un nivel muy profundo y personal. El siempre responde a esta aceptación que le permite comenzar a manifestarte su Señorío y su poder salvífico. Este acto de aceptación parece engañosamente simple y tal vez superfluo, pero sus resultados son sorprendentes. Como alguien ha di­cho, «Yo no sabía que podía pedir a Jesús que viniera a mi vida y que tomara posesión de ella... ¡y que real­mente lo hiciera!». María había dado este paso al aceptar a Dios como su Señor, convertirse en su escla­va y cantar sus alabanzas: «Mi alma engrandece al Se­ñor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador». «Mi­ra que estoy a la puerta llamando» (Apoc 3, 20).

El segundo paso consiste en pedir el «Bautismo del Espíritu Santo», que significa el comienzo del desenca­denamiento, en nuestro conocimiento consciente, de

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los dones del Espíritu Santo, que habita en nosotros por los Sacramentos. Es el paso que, para muchos, significa introducirse en la oración contemplativa infu­sa y, para otros, la renovación, el reforzamiento y el desarrollo de la misma. Es el comienzo de una vida nueva en el Espíritu, en la que el conocimiento y el amor de Dios se convierten en una realidad experi­mentada personalmente. Y significa mucho más: una inserción radical en el misterio del Cuerpo de Cristo y un testimonio más acusado del Evangelio de Jesús.

El nos llama: «Venid a mí: Yo os daré un agua viva que haré brotar de vuestro interior. Venid a mí: Yo os haré ver mi resplandor y mi hermosura. Venid a mí: Tengo una palabra para vosotros... ¿acaso habéis escuchado alguna vez el nombre que tengo para voso­tros?» (cf. Apoc 2, 17).

En la Fiesta de la Anunciación de 1978. James Borst

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PRIMERA PARTE

UN MÉTODO DE ORACIÓN CONTEMPLATIVA

Hay una sola forma de llegar a ser contemplativo, y consiste en reservar diariamente, o de una manera regular, tiempo y espacio para una oración que sea auténtica, personal y contemplativa. Sin el ejercicio de la oración contemplativa, ningún individuo o comuni­dad pueden ser llamados contemplativos. Ninguna cantidad, cualquiera que sea, de otro tipo de oraciones y ocupaciones puede suplir esta necesidad. Por lo tan­to, si deseas llegar a ser contemplativo, comienza por estar dispuesto a practicar cada día la oración con­templativa.

Ahora bien, ¿cómo hay que proceder? Aquí en­contrarás algunas sugerencias prácticas que han sido halladas útiles.

Pero ten presente que este tipo de oración ha de exigirte un compromiso sumamente personal; que aprenderás a comprometer tu más profundo y auténti­co yo; que el Espíritu de Dios sopla como y cuando quiere; que esta oración hará de ti un peregrino del Es­píritu, siempre en movimiento, cada vez más deseoso de alcanzar la Presencia del Señor; y comprobarás que estas sugerencias no son en realidad más que eso, sugerencias.

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I. LA ORACIÓN Y SUS FASES

Podemos decir que hay diversas «fases» por las que se puede pasar, o en las que puede uno demorarse, a lo largo del tiempo de oración. Según sean las cir­cunstancias o las necesidades personales, puede uno detenerse o quedarse en una fase más que en otra. También puede uno limitarse a una sola fase.

Para empezar, puede ser bueno durante algunos días emplear todo el tiempo de oración en buscar sose­gadamente la Presencia del Señor y tomar conciencia de la misma; después, a modo de ejercicio, ir pasando por las diversas fases, una cada día. Posteriormente, debería uno dejarse guiar cada día por las propias ne­cesidades. Ten presente desde el comienzo lo que más adelante explicaremos bajo el título: «Lo importante es cómo vivas».

Habrá que tener en cuenta que las primeras fases preparan el camino a la verdadera fase «contemplati­va», que, por las circunstancias que fueren, no seremos capaces de alcanzar en toda ocasión.

1. Fase de relajación y silencio

Siéntate y relájate. Lenta y conscientemente, deja que desaparezca toda tensión e intenta, poco a poco, hacerte consciente de la inmediata y personal Presen­cia de Dios. No debe haber la más mínima violencia en este movimiento, en forma de represión de estados de ánimo, sensaciones o frustraciones. La represión implica violencia y hace que crezca la tensión. No, simplemente relájate y déjalo todo, mientras adquieres conciencia de la presencia de Dios.

Puedes relajarte y dejarlo todo, precisamente por­que El está presente: en su Presencia, nada tiene real-

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mente importancia, todo está en sus manos. Tensio­nes, ansiedades, preocupaciones, frustraciones... todo se desvanece ante El como la nieve bajo el sol.

Busca la paz y el silencio interior. Deja que tu mente, tu corazón, tu voluntad y tus sensaciones se tranquilicen y serenen. Deja que se calmen las tormen­tas interiores: los pensamientos obsesivos, los impul­sos apasionados de la voluntad y las emociones. «Bus­ca la paz y anda tras ella»1.

Estáte dispuesto, si es preciso, a emplear en ello todo tu tiempo de oración, sin pensar en resultados, efectos o recompensas. Estáte dispuesto a «derrochar» tu tiempo, a ofrecer simple y desinteresadamente tu tiempo y tu atención únicamente a Dios.

Este movimiento hacia la paz y el silencio nos abre a la afluencia de la gracia, creando las condiciones para que despierte en nuestro espíritu un auténtico, verdadero y personal amor a Dios.

Observa cómo este paso no es sólo un hecho neu­tro, psicológico, sino un movimiento de entrega incon­dicional y de aceptación de la voluntad de Dios. Con ello hacemos posible que nuestro corazón, nuestra vo­luntad y nuestras emociones queden impregnados del don divino de la paz y de su deseo de amor no-violen­to...

Alguien podrá pensar que el relajamiento, junto con una respiración sosegada, puede fácilmente pro­ducirle sueño: como si alguien, estando cansado, se abandonara a un sueño reparador. Sin embargo, lo que nosotros pretendemos es relajarnos para estar despiertos y alertas a la Presencia de Dios, del mismo

1. Salmo 34, 15.

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modo que el centinela se queda quieto y silencioso para poder detectar la presencia de otras personas. La mente, el sistema nervioso y las emociones son aquie­tados para que el corazón esté dispuesto:

«A punto está mi corazón, oh Dios, mi corazón está a punto; voy a cantar, voy a salmodiar, ¡gloria mía, despierta! ¡despertad, arpa y cítara! ¡a la aurora he de despertar!»2

2. Fase de concienciación de su Presencia

Siéntate tranquilamente y ábrete enteramente a una concienciación de su Presencia.

El está presente a mi espíritu, atento a mi concien­cia. El habita en el centro de mi verdadero yo, en el centro de mi ser. Ahora soy yo quien trata de tener conciencia de esto, pero un día será El quien me dé gratuitamente dicha conciencia.

El está más cerca que yo mismo de mí verdadero yo3. El me conoce mejor que yo mismo. El me ama más de lo que yo puedo amarme. El es para mí «Ab-ba», Padre. Yo soy porque El es.

En el espejo de la existencia creada, yo soy su viva imagen y semejanza: cuando conozco, reflejo su cono­cimiento; cuando amo, reflejo su amor; cuando lo in­voco, El me oye; cuando trato de tener conciencia de El, El me despierta a su presencia en, a través de y con

2. Salmos 56, 8-9; 108, 2-3. 3. El «intimior intimo meo» de San Agustín.

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Jesús, El pronuncia su palabra de amor: «Tú eres mi hijo, o mi hija, mi amado en quien me he complacido». En, a través de y con Jesús, El derrama su Espíritu, haciéndome gritar: «¡Abba, Padre!» Me llena de agra­decimiento y de alabanzas por su maravillosa presen­cia.

2. Fase de entrega

Ante su rostro, consciente de su Presencia, renun­cio a todos y cada uno de los aspectos de mi ser; me reintegro a El; trato de despojarme de mi sentido de posesión y le suplico que me posea, que viva en mí y a través de mí, para que «ya no viva yo, sino que sea El quien viva en mí»4. Mis manos, mis muñecas y mis brazos, mi cabeza, mis oídos, mis sentidos y mi cere­bro; mis pies y mis piernas; todos y cada uno de mis nervios, músculos, arterias y órganos... que El quiera aceptarlo todo como instrumento de paz y transfor­marlo en limpia oblación...

Abandono mis preocupaciones e inquietudes; crezco en el convencimiento de que, si mi fe y mi espe­ranza en El son ciertas, no hay motivo para la ansie­dad y la tensión; El cuida y se ocupa de sus hijos e hi­jas. De manera que me olvido de todo cuanto me preocupa, en un gesto de fe y de entrega. En adelante, dejo que El me guíe paso a paso.

Hago entrega de mi corazón, mis sentimientos y mi amor. Mi corazón ya no ama con su propio amor. «Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios»5. Es Jesús quien, por medio de su Espíritu, ama

4. Gal 2, 20. 5. 1 Jn, 4, 7.

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a su Padre en «mi» hálito de amor. No soy yo quien ama, sino que El ama en mí y a través de mí... Y su amor es tranquilo, sereno, inefable y duradero.

Hago entrega de toda mi personalidad, más allá de mis sentimientos. Busco a tientas un apacible amor que va más allá de mi pensar,

«adonde me esperaba quien yo bien me sabía, en parte donde nadie parecía»6

Y mi única plegaria consiste en que, en este silen­cio, quiera El derramar su Espíritu y comience a vivir y reinar en mí... Me entrego a mí mismo a Jesús, mi Salvador, y le acepto como mi Señor. El ha rezado y sufrido para liberarme y reclamarme como suyo: Tó­mame a mí y cuanto tengo, y haz conmigo lo que de­sees. Envíame adonde quieras. Úsame como te plazca. Yo me entrego total y absolutamente a tu dominio, con todo cuanto poseo, incondicionalmente y para siempre.

Esta fase puede transformarse en ardiente e insis­tente petición suplicante del Espíritu Santo, de su efu­sión, de sus dones, de un irresistible sentido de su pre­sencia y su paz. Y la súplica termina siempre en la fe cierta de que El ha escuchado mi oración7.

4. Fase de aceptación

Muchas de nuestras reacciones «naturales» son ex­presiones y gestos de no-aceptación, de rebelión, de huida de la realidad, de represión; es nuestra ira que

6. S. Juan de la Cruz, Noche Oscura, 4. 7. Cf. Me 11, 24.

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estalla; nuestra impaciencia que nos posee como un mal espíritu; son nuestras aversiones y rencores que endurecen nuestro corazón; es el resentimiento que nos provoca la interferencia y la intromisión de otros. Sin darnos cuenta siempre de ello, muchas veces nos negamos a aceptar a personas, hechos, situaciones, condicionamientos, e incluso a nosotros mismos, tal como Dios los quiere y los acepta para nosotros.

Esta no-aceptación de su voluntad en las circuns­tancias concretas se experimenta en la oración como una barrera, como un bloqueo en nuestro camino ha­cia El. Su voluntad es que aceptemos a las personas, las circunstancias y los acontecimientos tal como real­mente son y se presentan; que jamás nos empeñemos en influir en las personas o en los acontecimientos por medio de la violencia del corazón; que ejerzamos so­bre ellos únicamente el poder del amor y del perdón, del sufrimiento, la aceptación y el agradecimiento. En la vida ordinaria, esto supone que nunca hemos de juzgar, discutir, criticar, ser violentos, ni tratar de me­ternos donde no nos llaman.

De este modo, en la oración tomo conciencia de las verdaderas barreras de la no-aceptación. Me fijo en cada una de las barreras y acepto conscientemente la voluntad de Dios al respecto. Renuncio a mi juicio subjetivo y condenatorio; renuncio a mi criticismo; de­ploro la violencia de mis pensamientos, palabras y obras; me arriesgo a dar el salto de la fe y el amor; cuando vuelvo mi corazón hacia El, El hace que todas y cada una de las cosas contribuyan a mi verdadero bienestar8.

8. Cf. Rom 8, 28.

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De hecho, la aceptación de su voluntad es la acep­tación de su guía y de su señorío, mientras El me con­duce paso a paso, a través de las circunstancias con­cretas de mi vida diaria. A través de su voluntad con respecto a mi persona, El me guía y me conduce hacia su Reino, el cual viene y progresa hasta allí donde se acepte y se realice su voluntad, y en la medida en que se haga.

Y así abandono mi propio querer y trato de discer­nir su voluntad. Mis propios pensamientos y proyec­tos pierden su fuerza a medida que trato de entender cómo se desvela su propio plan y me esfuerzo por se­guir su designio.

5. Fase de arrepentimiento y perdón

a) Cuando entramos en esta fase de la oración, pue­de ocurrir que nos sintamos oprimidos por una sensa­ción de pecado y de fracaso. Puede tratarse de un sen­timiento general de pecado e indignidad, o puede de­berse a que precisamente ahora acabemos de entrar en un estado de tristeza. Hemos de afrontar esta barrera con un espíritu de auténtico arrepentimiento y verda­dera humildad. Confesemos nuestros pecados y nues­tras faltas, pidámosle su perdón y agradezcámosle con toda humildad el que haya escuchado nuestra oración. Entonces nos presentaremos ante Dios tal como so­mos: pecadores, espiritualmente disminuidos e incapa­citados de mil maneras, enfermos crónicos. Y acepta­mos estas limitaciones e incapacidades porque El nos acepta y nos ama tal como somos.

No nos está permitido alimentar un sentimiento de culpa; debemos aceptar y abrazar total y absoluta­mente su perdón y su amor. Los sentimientos de culpa

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y de inferioridad ante Dios son expresión de egoísmo y de egocentrismo: damos mayor importancia a nuestro pequeño yo pecador que a su inmenso e infinito amor. Debemos hacerle dejación incluso de nuestra culpa y nuestra inferioridad, porque su bondad es mayor que nuestra maldad. Debemos aceptar la alegría que El ex­perimenta en amarnos y perdonarnos. Constituye una auténtica gracia sanante reconocer nuestra iniquidad poniéndonos en sus misericordiosas manos.

Tal vez queramos emplear algún tiempo en dejar que todo esto penetre en nuestra conciencia.

b) Cuando nos sentimos incapaces de orar, sin que exista una causa concreta, a no ser una cierta sen­sación de desasosiego e indignidad, puede ayudarnos mucho el libro La nube del No Saber:

«Puesto que todo el mal se resume en el pe­cado, ya sea que se le considere de un modo cau­sal o esencial, cuando rezamos con la intención de eliminar el mal, no deberíamos nunca decir, pensar o sobreentender otra cosa que no sea esta simple palabra: 'pecado'... Deberíamos llenar nuestro espíritu con el sentido profundo de esta sola palabra 'pecado', sin meternos a analizar de qué pecado se trata, si venial o mortal, si del or­gullo, de la ira, de la envidia, de la avaricia, de la pereza, de la gula o de la lujuria. ¿Qué le impor­ta al contemplativo la clase o la gravedad del pe­cado? Cuando está metido en la contemplación, piensa que todos los pecados son igualmente graves, puesto que aun el más pequeño le aparta de Dios y le impide la paz espiritual.

Has de sentir el pecado en su totalidad —co­mo una masa informe— sin especificar ninguna de sus partes, y has de sentir que esa informe masa eres tú. Después, grita incesantemente en

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tu espíritu esta única cosa: '¡Pecado, pecado, pe­cado! ¡Ayuda, ayuda ayuda!' Esta invocación espiritual es más fácil aprenderla de Dios, me­diante la experiencia, que de hombre alguno, me­diante la palabra. Y es tanto mejor cuanto más espiritual, espontánea y no pronunciada con los labios. Tal vez, en alguna ocasión el corazón re­bosante deba prorrumpir en palabras, porque tanto el cuerpo como el alma se sientan llenos de la tristeza y el peso del pecado»9.

También puede uno exclamar una y otra vez: «¡Se­ñor, ten piedad!», o «¡Jesús, perdona mis pecados!», hasta que El nos conceda la gracia del arrepentimiento y derrita esa masa de pecado en nuestro interior.

6. Fase de contemplación

Ya he alejado todos los obstáculos de mi corazón, todo pensamiento de mi mente, toda indecisión de mi voluntad: Ahora «Sólo le deseo a El, sólo a El busco, y ninguna otra cosa sino a El» (Cap. 7).

«Bastaría con que me sintiera movido amo­rosamente por algo desconocido, y que este apremio interior no tuviera ningún otro real pen­samiento que el de Dios, y que mi deseo estuvie­ra constante y completamente dirigido a El» (Cap. 34).

«Levanto mi corazón a Dios con humilde amor. Y me refiero realmente al Dios Mismo que me ha creado, me ha formado y me llama gra-

9. La nube del No Saber es un libro de contemplación, de autor anónimo, escrito hacia el año 1350 en Inglaterra. Caps. 39 y 40. (Trad. cast.: Ed. Paulinas, Madrid 1981).

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ciosamente, y no a lo que yo pueda obtener de El. En realidad, odio pensar en otra cosa que no sea el propio Dios, de manera que no haya nada que ocupe mi mente, sino sólo Dios... Y no tengo de El otro pensamiento sino el de mi conciencia de su oscura pero gloriosa presencia. Todo de­pende de mi deseo: un deseo desnudo de toda otra cosa, dirigido a Dios y sólo a El» (Caps. 3 y 7)10.

Me oriento totalmente a su Presencia. Lo miro fi­jamente. Su presencia se me hace más real. El mantie­ne fija mi mirada interior. Mi vista descansa sencilla y amorosamente en El. Mi oración no es sino una amo­rosa conciencia de El. «Miro porque amo; miro para amar, y mi amor es alimentado e influenciado por el mirar...»11.

«En una noche oscura, con ansias en amores inflamada, ¡oh dichosa ventura! salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada.

A oscuras y segura, por la secreta escala disfrazada, ¡oh dichosa ventura! a oscuras y en celada, estando ya mi casa sosegada»12.

10. La nube del No Saber. 11. Dom Vitalis Lehodey, OCR, The Ways of Mental Pra-

yer, Gilí, Dublín, 1960, P. II, cap. IX, § 2. 12. S. Juan de la Cruz, Noche Oscura, 1 y 2.

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Mientras estoy tranquilo y vivo en una sencilla y sosegada conciencia de su presencia, mi corazón le busca a tientas y se dispone a recibir su amor. Se trata de una oración sin palabras, nutrida por un silencioso ardor. «Puede ser captado y retenido mediante el amor, nunca mediante el pensamiento»13. Existe una oscuridad que el pensamiento y el más claro de los co­nocimientos no pueden traspasar, sino únicamente el amor vehemente. «Traspasa esa nube del no saber, que se alza entre tí y Dios, con el punzante dardo del anhe­lante amor»14.

«En la noche dichosa, en secreto, que nadie me veía ni yo miraba cosa, sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía.

Aquesta me guiaba más cierto que la luz del mediodía, adonde me esperaba quien yo bien me sabía, en parte donde nadie parecía»15.

Esta fase puede ser perfectamente apoyada me­diante una oración repetitiva, a base de un ritmo sose­gado de la respiración.

7. Fase de recepción

Dios siempre responde. No puede rechazar una búsqueda hecha con fe y amor. La frase «buscad y ha-

13. La nube del No Saber, cap. 6. 14. Id., cap. 12. 15. S. Juan de la Cruz, Noche Oscura, 3 y 4.

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liaréis» se transforma en «buscad y seréis hallados». El nos busca antes que nosotros le busquemos a El, mientras le buscamos y después de haberle buscado. «Con amor eterno te he amado; por eso he reservado gracia para tí»16. Es el Señor quien habla.

Dios responde: Se dirige a mí, me busca, está an­sioso por invadir mi espíritu. Desea que su Espíritu me posea. Y yo me tiendo al calor de su amor. Siento su mirada sobre mí. Jesús, mi Señor, está ansioso por po­seer mi corazón, con el cual poder amar a su Padre e irradiar su amor.

«El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él... Y vendre­mos a él, y haremos morada en él»17.

«Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él»18.

El nos llena con su presencia, con su Espíritu. Y nosotros sólo podemos discernirlo en la fe o, mediante su gracia, en la experiencia.

Su presencia proporciona una profunda paz espiri­tual, una participación en su «descanso sabático», una mayor serenidad, la posibilidad de aceptar y sufrir, la desaparición de la desesperanza, el nacimiento en no­sotros del amor y la alegría, la iluminación intensa y el profundo deseo de alabarle y darle gracias.

16. Jer 31, 3. 17. Jn 14, 21 y 23. 18. 1 Jn 4, 16.

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O, si El lo desea, nos dará la capacidad de servirle, proclamarle y dar testimonio de su Reino, sanar en su nombre, llevar paz y unidad a los hombres de buena voluntad.

8. Fase de intercesión

Hay necesidad de intercesión. Jesús sigue salván­donos por medio de su ininterrumpida intercesión19. En cierto sentido, también El necesita hacer uso de nuestros corazones para realizar esta intercesión. Es cierto que nosotros buscamos al Donante más que el don, pero el Donante trata de salvar a su pueblo. Por medio de su Espíritu en nosotros, El se preocupa por todos cuantos deberían formar su pueblo; en nosotros desea El interceder y sufrir.

Debemos suplicar y jamás desfallecer20, con una fe sencilla y confiada. Su promesa es ésta: Pedid y re­cibiréis21. Hemos de aprender a orar con la seguridad de que El ya ha dado lo que le pedimos; así nos ha ins­tado el Señor a orar: Todo lo que pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis22.

Nosotros oramos según su voluntad23 para que venga su Reino a nosotros y a los demás. Señor, ensé­ñame a orar; glorifica tu Nombre; venga tu Reino; há­gase tu voluntad en mi vida y en la vida de los demás; Señor, concede tu paz...; ayuda a... en su necesidad; hazle, Señor, que conozca tu amor...

19. Hebr 7, 25. Cf. Rom 8, 34 y 1 Jn 2, 1. 20. Le 18, 1. 21. Le 11, 10. 22. Me 11, 24. Cf. 1 Jn 5, 14-15 y Sant 1, 5-6. 23. 1 Jn 5, 14-15.

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Muchas veces querrá uno «interceder» durante al­gún tiempo, al término de la oración.

9. Fase de alabanza y agradecimiento

Jesús, invariablemente, manifestaba su agradeci­miento y alababa a su Padre, enseñando a sus discípu­los a hacer lo mismo.

La oración eucarística es oración de alabanza, agradecimiento e intercesión. Cuando Dios nos ha he­cho saber su presencia o nos ha tocado con su Espíri­tu, colmándonos de su gracia y su paz, nosotros le da­mos gracias espontáneamente y le alabamos.

Tal vez llegue un momento en que lleguemos a agradecerle incluso el ser partícipes de la soledad y el sufrimiento de Jesús, sencillamente porque, de ese mo­do, está realizándose en nosotros su voluntad.

COMO COMBATIR LAS DISTRACCIONES

Los pensamientos divagantes (las distracciones) suelen ser un problema. Tal vez somos incapaces de relajarnos, de hacer desaparecer las tensiones y de en­tregarnos. O tal vez estemos simplemente muy cansa­dos, física o mentalmente. Lo primero que hay que ha­cer es aceptar plenamente esa debilidad y recordar que la oración es para El, no para nuestro propio prove­cho: estáte dispuesto a gastar esa parte de tu tiempo como una «inmolación» hecha por El. De algún modo, un cierto sentido de fracaso es algo que pertenece a la esencia de la oración porque, a través de él, aprende­mos a hacernos verdaderamente desinteresados: bus­camos Su presencia y le amamos aun cuando se nos

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oculte su rostro, aun cuando no seamos capaces de discernir su presencia.

Esto mismo puede también afirmarse con respecto a un sentido más general de fracaso: «Las imperfeccio­nes y aun los pecados, de tal manera fomentan esa hu­mildad que es condición necesaria para la oración, que prácticamente parecen más una ayuda que un obs­táculo. El sentirse completamente aplastado y aniqui­lado, incapaz de bien alguno, totalmente dependiente de la inmerecida e infinita misericordia de Dios, es la mejor y la única preparación para la oración. Todo ello significa una absoluta confianza y exultación en el hecho de no ser nada, precisamente porque Dios lo es todo, que proporciona la única paz verdadera»24.

Hay, a este respecto, dos modos concretos de re­ducir al mínimo las distracciones y mantener nuestra atención centrada en su presencia lo más posible25.

24. Dom John Chapman, Spiritual Letters, Sheed and Ward, Londres, p. 293.

25. «Las distracciones son de dos clases: a) las distraccio­nes normales que suelen tenerse al meditar y que le alejan a uno totalmente de la oración; b) el inocuo vagar de la sola imagina­ción, mientras el intelecto está aparentemente ocioso y vacío y la voluntad fija en Dios. Estas distracciones son totalmente inofen­sivas. Y aun cuando persistan durante todo el tiempo de la ora­ción, ésta sigue siendo igualmente válida. Y en ocasiones hasta es mucho mejor. La voluntad sigue unida a Dios; sin embargo, nos sentimos absolutamente insatisfechos y humillados» (Dom John Chapman, op. cit., p. 290).

En este momento nos interesa especialmente este segundo tipo del 'inocuo' vagar de la imaginación mientras nuestro co­razón y nuestra voluntad tienden hacia Dios y quedan fijos en El. En estos casos, la imaginación es como un cachorrillo en una ha­bitación: nos gustaría que se sentara tranquilamente durante un rato, pero él sigue retozando y moviéndose de un lado a otro.

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1. Respiración ritmica

Las tensiones, las preocupaciones y las emociones producen una respiración breve y poco profunda. Por otra parte, si hacemos nuestra respiración más pausa­da, más lenta y más regular (rítmica), la tensión se es­fuma, nos procuramos una mayor relajación y adqui­rimos una más profunda sensación de paz y serenidad.

Durante esta oración, por consiguiente, debería­mos tratar de inspirar y espirar lenta, profunda y deli­beradamente, al ritmo de nuestro pulso o de nuestros latidos. Concretamente: inspira por la nariz, contando mentalmente 1, 2, 3, 4, 5... hasta 6, al ritmo aproxima­do de tus latidos; conten durante algunos latidos la respiración y, por fin, espira el aire del mismo modo, de una manera lenta y controlada. Al término de la ex­halación, haz una pequeña pausa (unos cuantos lati­dos). Puedes también practicar esta respiración rítmi­ca en otros momentos, por ejemplo cuando estés pa­seando, o sentado tranquilamente, o acostado.

Al principio se requiere una atención y un control conscientes, pero, poco a poco, se convertirá en algo habitual y lo harás sin pensar.

La siguiente observación del P. Hoffman también puede ser de utilidad:

«Aunque no podamos realizar la oración contemplativa únicamente por propia voluntad, hay modos que pueden ayudarnos a ello. Cada individuo podrá descubrir estos modos por sí mismo. San Juan de la Cruz menciona el hecho

Ambas ayudas (la respiración rítmica y las plegarias repetitivas) son como dos dogales que impiden a nuestra imaginación vagar demasiado y demasiado lejos.

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de que algunos lugares son más favorables que otros para la oración. Existe además una técnica de origen oriental que no es en absoluto inapro-piada para Occidente. Consiste en respirar lenta y profundamente durante la oración, contenien­do el aliento en el momento de la espiración»26

«Dicha respiración produce el efecto no sólo de aquietar el espíritu, sino también de mantener ocupados los sentidos internos y la parte razona­dora del intelecto, los cuales, de este modo, no interferirán con vanas introspecciones aquella zona en la que no pueden entrar. Naturalmente, este recurso sólo ha de emplearse si sirve de ayu­da. De lo contrario, sólo servirá de distracción. Puede existir el temor de que dicha respiración, o la confortable postura que hemos mencionado, provoque el sueño. Pero, por lo general, a estas alturas de la vida espiritual ha quedado ya ob­viado el problema del sueño durante la ora­ción.»27

2. Oraciones repetitivas

Sirve de gran ayuda el acompasar a nuestra respi­ración tranquila y rítmica la repetición de una oración

26. J.-N. Dechanet, OSB, Christian Yoga, Harper and Row, Nueva York, citado por Hoffman en la p. 217 de la obra ci­tada en la siguiente nota: «A estas tres fases de la respiración (in­halación, retención del aliento y exhalación) ya mencionadas, se le añade automáticamente una cuarta fase en que se contiene la respiración con los pulmones vacíos. Esto favorece la contempla­ción, excepto cuando es la propia contemplación la que ha exigi­do o causado esa contención del aliento, y esa mirada fija y silen­ciosa concentrada en un punto.

27. Dominic N. Hoffman, OP, The Life Within: The Pra-yer of Union, Sheed and Ward, Nueva York 1966, p. 217.

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apropiada (o jaculatoria). Se pueden pronunciar las palabras (con los labios o, mejor aún, mentalmente), bien sea durante la inspiración, bien durante la espira­ción, o en ambos momentos. Debido al carácter rítmi­co de la respiración, la plegaria deberá tener una cierta cadencia o ritmo, con objeto de poder ser acompasada al propio ritmo de la respiración.

El ejemplo más conocido es el de la 'Oración de Jesús'. Consiste en repetir el santo nombre de Jesús («Jesús... Jesús... Jesús...») o las palabras: «Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí, que soy un pecador». Se trata de acompasar estas palabras, una y otra vez, a la propia respiración tranquila, al tiempo que la con­ciencia sigue centrada en el Salvador.28

Pueden también usarse otros textos para la repeti­ción; por ejemplo: «Haz que tu amor se exprese en mi voz y descanse en mi silencio», o «Contigo en la cruz, ya no vivo yo: Tú vives en mí». En realidad, puede uno formular plegarias parecidas para expresar la fase de la oración en que uno se encuentra, con tal de que la

28. I u OiHiiim de JCNUN CN descrita con detalle en la obra de autoi HIIÚIIIMKI Rehilos de un peregrino ruso, Desclée de Brouwer, llllhmi IMW). Jcmi (íouillard también la describe en un apéndice n lu iihm de .1. M. Dcchanct Yoga cristiano en diez lec­ciones, I tendee de Hrouwcr, Bilbao 1976, 6.a ed., bajo el título «Nota sobre lu Oración del Corazón». Swami Abhishiktananda, en su libro sobre la oración (I.S.P.C.K., Delhi 1972), habla de la Oración de Jesús en el capítulo sobre La oración del Nombre, y llega a sugerir que el «Abba, Padre» es posiblemente la mejor for­ma de entrar en la vida de la Santísima Trinidad. Puede observar­se que la Oración de Jesús tiene un alcance y una aplicación que superan con mucho el objeto que ahora mismo nos ocupa (la hora diaria de oración contemplativa), pudiendo llegar a consti­tuir una incesante plegaria de unión con Dios.

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plegaria exprese realmente lo que se desea decir y el lenguaje sea rítmico, aunque no posea una perfecta ca­dencia. Las «Canciones de las subidas» (Salmos 120-134) son un magnífico ejemplo de plegaria rítmica. Así, puede uno formular una oración de entrega, de aceptación, de amor, de alabanza, de acción de gra­cias, etc.

Puede preferir uno repetir alguna parte de la Ora­ción del Señor de la misma manera: o pronunciando una brevísima plegaria («Abba, Padre»), o añadiendo una petición («Abba, Padre, glorifica tu Nombre»), o bien haciendo una oración más larga a base de la pri­mera parte del Padre Nuestro mientras se exhala tran­quila y pausadamente el aliento: «Padre Nuestro que estás en los cielos... santificado sea tu Nombre... venga tu Reino... hágase tu Voluntad en la tierra como en el cielo...» Tal oración puede ser una convincente interce­sión para la venida de su Reino a nosotros y a los de­más «por la gloria de su Nombre».

Por último, cuando uno se encuentra demasiado cansado física o mentalmente para orar de otro modo, puede hacer uso del rezo del Rosario, desgranando lentamente las cuentas, acomodando suave y rítmica­mente las Avemarias al ritmo de la propia respiración y meditando amorosamente algún misterio de la fe. Pueden recitarse de diez a quince misterios en una hora.

Se ha comprobado también la utilidad de las cuen­tas del Rosario para rezar otras plegarias repetitivas durante esta hora de oración.

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II. ALGUNOS CONSEJOS PRÁCTICOS

1. Dónde orar

Yo sugeriría un lugar en el que uno se encuentre completamente a solas y en privado, en el que sea difí­cil ser molestado, en el que no haya excesivo ruido. El propio Jesús aconsejaba: «Cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí, en lo secreto»29. Y El mismo «se re­tiraba a los lugares solitarios, para orar»30. Y no deja de ser un alivio para nosotros el hecho de que el pro­pio Jesús no siempre lo conseguía31.

Estar con otras personas en el mismo lugar no pa­rece aconsejable, pues la misma conciencia de la pre­sencia de otros suele constituir un fuerte motivo de distracción psicológica y un obstáculo para lograr una total relajación.

En teoría, el mejor lugar es delante del Santísimo Sacramento, el Sacramento de Su Presencia entre no­sotros, y es lo que aconseja el P. Voillaume a los segui­dores de Charles de Foucauld. Pero es un hecho inne­gable que en muchas iglesias y capillas hay demasia­das distracciones y demasiado ruido.

El Cardenal Lercaro lo resume del siguiente modo: «Si es posible, en la iglesia o en la propia habitación, y preferiblemente en esta última si es que en la iglesia se ve uno fácilmente obligado a realizar actos propios de su ministerio, o disturbado por cualquier otra razón. Puede hacerse también al aire libre, pero, por lo gene-

29. Mt 6, 6. 30. Le 5, 16. 31. Me 6, 30 ss.

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ral el lugar escogido deberá ser aquél en el que haya menos probabilidades de sufrir distracciones o inte­rrupciones».32

2. Durante cuánto tiempo

Suele hablarse de una hora diaria. Es el tiempo tra-dicionalmente establecido para la oración 'mental' en la mayor parte de las Reglas religiosas. S. Pedro de Alcántara dice: «Cuando el tiempo es demasiado bre­ve, fácilmente se va en limpiar de obstáculos la imagi­nación y someter a control el corazón; precisamente en el momento en que estamos listos y deberíamos ini­ciar el ejercicio, lo interrumpimos».33

Es interesante observar que una hora al día repre­senta aproximadamente el 4 % de nuestra vida. Parece que cuanto más activa y dispersa es nuestra vida dia­ria, mayor es la necesidad de una hora de «relajamien­to y reposo en Dios». Necesitamos experimentar en nuestros nervios y emociones el impacto tranquiliza­dor de este 'ejercicio' diario. Necesitamos también la diaria 'curación del alma' y 'apertura al Espíritu' en calma y en silencio, si es que llevamos una vida agita­da. De este modo, Dios, por medio de la oración diaria y silenciosa, nos cambia y nos renueva más profunda­mente que por medio de otro tipo de actividades bene­ficiosas.

Por todo ello, no aconsejaríamos dividir la hora en dos tiempos de treinta minutos, en lugar de una hora entera ininterrumpida. Al principio, una hora entera

32. Card. Lercaro, Methods of Mental Prayer, Burns and Oates, Londres 1957, p. 207.

33. Citado por Card. Lercaro, en op. cit., p. 206.

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parece tremendamente larga, y las primeras semanas o meses la perseverancia en la oración puede constituir un angustioso esfuerzo. Pero, poco a poco, nos acos­tumbramos a esa duración y sintonizamos con ese es­píritu de tranquilo descanso, empleado «con» y «para» Dios.

Pero hagamos el esfuerzo: «Esfuérzate en ello, pues, y cuanto antes; insiste con ahinco en disipar esa nube del no saber... y ¡ya tendrás tiempo de descan­sar! Es una tarea indudablemente dura para quien de­sea ser contemplativo; una tarea realmente dura, a no ser que una gracia especial de Dios la haga más fácil, o que uno se haya acostumbrado a ella durante mucho tiempo».34

3. Cuándo

El momento concreto de la oración dependerá, en cierta medida, de las posibilidades que ofrezcan el tra­bajo y las obligaciones de cada cual. Algunos prefie­ren las primeras horas de la mañana: «De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar solitario, donde se puso a orar»35. La tranquilidad del alba puede ser gratificante cuando uno ha conseguido estar plenamente despierto, tanto física como mentalmente (la ducha, el aire fres­co...). Otros prefieren las tranquilas horas del anoche­cer, antes de ir a dormir; en esos momentos resulta más fácil relajarse y compartir con Crsito «una hora de vigilia».

34. La nube del No Saber, Cap. 34. 35. Me 1, 35.

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Muchas personas no tienen opción posible y han de aprovechar cualquier oportunidad que se les pre­sente de disponer de una hora libre. Lo cual puede su­poner la renuncia a ciertas cosas que a uno le gustaría hacer... Algunos han conseguido hacer tranquilamente oración durante un largo trayecto de autobús o en una estación de ferrocarril...

Los que viven en comunidad y están obligados por regla religiosa a practicar la oración mental, tal vez deberían tratar en común, o con el superior, el proble­ma del tiempo para la oración, revisando periódica­mente cuál es, para cada uno, el mejor momento.

Creo que hay que observar que esta oración sirve para cumplir la obligación que los religiosos, y otras personas, tienen de practicar la oración mental de me­ditación. ¿Significa esto que ya no se medite? Como ejercicio especial, la meditación puede ser omitida, pero nunca desaparece en cuanto tal. Quien busca a Dios en la oración contemplativa, tiende a leer y a es­cuchar la lectura de las Escrituras con mayor interés: la liturgia y otras lecturas espirituales le hacen a uno reflexionar; uno sigue meditando los misterios y los caminos de Dios.

4. La postura en la oración Es éste un punto importante, porque la postura

corporal tiene una decisiva influencia en nuestra capa­cidad para relajarnos y no distraernos. El cuerpo ha de estar relajado y, al mismo tiempo, atento; la postu­ra debe ser cómoda, y no motivo de esfuerzo o de ten­sión. Se dice que hay menos tensión cuando la espalda se mantiene derecha. En posición vertical, se mantie­nen derechas la espalda y la cabeza cuando hay un equilibrio, como si se llevara un peso sobre la cabeza.

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Tradicionalmente se ha preferido estar de rodillas (recto). El sentarse puede ser más relajante (siempre recto, eso sí); un pequeño taburete (unos 25 centíme­tros de altura) sin respaldo, puede ser de utilidad. Quienes están acostumbrados a sentarse en cuclillas en el suelo encontrarán más descansada esta postura, pero siempre con la espalda recta.

Muchos de los que comienzan a practicar esta ora­ción prefieren mantener los ojos abiertos y fijos en algún punto u objeto que se halle enfrente. Cuando los ojos andan vagando, la mente los sigue y se interrum­pe la atención.

LO IMPORTANTE ES COMO VIVAS

La hora de oración silenciosa debe ser importante para ti en relación a toda tu vida de cristiano, religioso o sacerdote. La mayor parte de los religiosos han es-perimentado su primera llamada como una llamada a una vida de entrega a Dios y de dedicación a Su servi­cio, pero con la particularidad de que Dios parecía prometer una vida en la que habrían de experimentar personalmente el conocimiento de El y Su amor.

Esta hora de oración contemplativa pretende lle­varte al cumplimiento de esa promesa.

Pero tu vida debe estar preparada para recibir esta gracia en un doble sentido:

a) En primer lugar: Debes procurar expresar tu entrega continua apartándote de la violencia y yen­do hacia formas no-violentas y pacíficas; apartándote de todo tipo de mentiras y yendo hacia una absoluta sinceridad y armonía interiores; apartándote de la auto-afirmación y yendo hacia una gran sensibilidad a

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las necesidades, derechos y sentimientos de los demás; apartándote de la falta de moderación y tratando de alcanzar un instinto de pureza de corazón y de mente; apartándote del deseo de posesión y de la avaricia y tratando de dar, compartir y preferir la sobriedad.

En otras palabras, debes oponerte resueltamente a las tendencias viciosas que afligen al Espíritu y matan el alma: el orgullo y el deseo de prestigio, los celos y la antipatía, la ira y la violencia, la falta de moderación y la impureza, la pereza y la codicia. Debes acoger de todo corazón los frutos del Espíritu Santo: verdadero amor, gozo en el Espíritu, paz interior, paciencia en tu comportamiento, amabilidad para con todos, bondad en tus intenciones, confianza en tus relaciones, dulzura interior y exterior, control de tu corazón y tu mente.

Todo esto resulta posible en la medida en que abras tu corazón y tu vida al Espíritu de Jesús. Y, como la naturaleza humana es como es, supone tam­bién un continuo arrepentimiento.

b) En segundo lugar: Debes alimentar conti­nuamente en ti el deseo de Dios y del cumplimiento de la promesa que El ha ofrecido desde un principio.

Tal vez no tengas su misma intensidad de senti­mientos, pero sí deberías al menos comprender a la persona que escribió lo siguiente acerca de esa atrac­ción por Dios:

«Si sucediere que esa atracción que sientes al leer u oir hablar acerca de este asunto (el amor contemplati­vo de Dios) es tan irresistible que no te abandona cuando te vas a dormir, que se levanta contigo por la mañana, que te acompaña todo el día en todo cuanto haces, que te hace guardar distancias con respecto a tus ocupaciones cotidianas al insertarse entre tus ora-

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ciones y tú mismo; si se asocia a tu deseo y lo compar­te hasta el punto de identificarse con él, o si apenas al­canzas a saber qué es lo que transforma tu actitud y pone en tus labios una alegre sonrisa; si, mientras per­dura dicha atracción, todo es consolación y no hay nada que te altere; si fueras capaz de recorrer mil mi­llas para poder hablar con alguien que sabes que ha sentido lo mismo que tú; si, una vez llegado, no tuvie­ras nada que decir, quienquiera que fuere el que habla­ra contigo, puesto que no deseas hablar sino de esa única cosa; si tus palabras son escasas, pero llenas de unción y de ardor; si una sola de tus palabras encierra un mundo lleno de sabiduría, aunque pueda parecer simple locura a quienes no han conseguido superar la barrera de la razón; si tu silencio es pacífico, tu hablar edificante, tu oración secreta, tu amor propio el ade­cuado, tu conducta modesta, tu sonrisa muy dulce; si tu alegría es como la de un niño jugando; si te gusta estar solo y sentarte apartado porque sientes que los demás podrían obstaculizarte, a no ser que hagan lo mismo que tú estás haciendo; si no deseas leer u oir hablar de otra cosa que no sea esa 'única cosa', enton­ces realmente... es evidente que has sido arrastrado a la verdadera oración contemplativa, que excede toda palabra y todo pensamiento.»36

Un parecido deseo de Dios podemos discernirlo en las palabras del himno «Jesu, dulcís memoria»:

«¡Oh, Jesús!, sólo pensar en ti llena de gozo mi corazón, aunque no hay felicidad comparable al gozo de tu dulce presencia.

36. Carta de Dirección Personal, por el autor de La nube del No Saber (cf. nota 9), Buras and Oates, Londres, pp. 67-68.

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Más atractivo que cualquier melodía, más emocionante que cualquier noticia, más grato que cualquier pensamiento eres tú, Jesús, Hijo de Dios.

Jesús: Tú eres la esperanza del pecador arrepentido, eres bondadoso con quienes piden tu ayuda, eres bueno para quienes te buscan, pero ¿quién podrá decir lo que Tú eres para quienes te encuentran?

No hay palabras que describan ni libro que pueda explicar lo que significa amarte; y, si no lo sabes por experiencia, no puedes hacer otra cosa más que creerlo.

Cuando Tú visitas mi corazón, éste se inun­da de la luz de la verdad, el mundo pierde todo su atractivo y arde en llamas mi amor interior.

Quienes te han gustado, sienten más hambre de ti; quienes han bebido, sienten aún más sed; pero sólo quienes te aman, ¡oh, Jesús!, son capa­ces de suspirar por Ti.

Sé Tú ahora mi alegría, Jesús, del mismo modo que has de ser mi recompensa; que tu glo­ria habite en mí por siempre jamás. Amén».

Hay dos maneras de alimentar y fortalecer esta atracción y este deseo de Dios:

La primera es la «Lectio Divina», una especie de lectura espiritual meditativa, la lectura de unos textos que sentimos cómo nos arrastran hacia Dios y hacia la oración; la clase de textos que en ocasiones deseas leer en pequeñas dosis porque, aun así, son capaces de llenar tu mente y tu corazón del amor y el deseo de Dios.

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Dicho género de lectura tiende a mantener tu men­te en un estado de devota meditación que lleva a la contemplación. «Por eso, si ardes en deseos de con­templación, dedícate a meditar devota y constante­mente; es una forma infalible de lograrlo».37

«El único texto que el alma debe tomar en conside­ración es un texto impregnado de la cualidad divina. Ni que decir tiene que la Sagrada Escritura es la pri­mera y la más pura fuente de todas. Y una lectura realmente memorizada de la Escritura, además de ser del agrado de Dios, muchas veces es instrumento para poder recordarle. En estado de quietud, el alma recibe muchas luces que le permiten descubrir nuevos mati­ces y significados que antes le estaban ocultos y que ahora parecen manifestarse sin esfuerzo, como una es­pecie de iluminación suave, pero lo bastante conside­rable como para poder ser experimentada. El alma cae entonces en la cuenta de que esta Presencia iluminado­ra es el Espíritu Santo. El don de Dios es un mayor y amoroso conocimiento de El, un crecimiento de la fe en sus Sagradas Escrituras».38

La segunda manera consiste en pedir el don de la oración: «Señor, enséñame a orar, a conocerte y a amarte en silenciosa plegaria; derrama tu Espíritu en mí, Señor, en toda su plenitud; déjame, Señor, ser po­seído por tu Espíritu, para que puedas reinar en mí y a través de mí...»

37. Cardenal Lercaro, op. cit. en nota 32, p. 252, citando a Fray Tomás de Jesús sobre la contemplación adquirida.

38. Dom G. Belorgey, O.C.S.O., The Practice of Mental Prayer, Mercier Press, Cork 1951, pp. 144-145.

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Del Evangelio se deduce con toda claridad que: a) debemos pedir, con fe esperanzada, el don del Espíri­tu; y b) que esta petición ha de ser escuchada (cf. Le 11,13).

Un canto de devoción no debería ser canta­do a la ligera; tu palabra no debería ser transmi­tida sin más, sino que, una vez transmitida, de­bería ser conservada.

Esta oración no debería iniciarse alegremen­te.

Comienza sólo cuando estés preparado y, después, nunca mires atrás.

El Señor te ama y te necesita. Está esperando una oportunidad para entrar

en tu vida. Una vez que hayas comenzado a orar, ya no

volverás a ser el mismo. El hará uso de ti. Será lo más grande que pueda sucederte en

tu vida. Gloria y alabanza a El. ¡Aleluya!

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2.a P A R T E

SIGNIFICADO E IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA

«¡Señor, enséñanos a orar!»

Es frecuente en la India que los no cristianos te pregunten: «Y tú, ¿cómo oras?». La gente ve cómo nos dedicamos toda la vida al servicio de la humani­dad; reconoce en nuestro celibato una disciplina que nos predispone a la oración; supone que el secreto de nuestra fuerza lo constituye una unión con Dios basa­da en la oración, una plena realización de su Presencia en nuestro interior, y está ansiosa por saber cómo he­mos llegado a ello.

Sin embargo, a los buenos sacerdotes o religiosos normales y corrientes les resulta difícil responder a esta pregunta. No estamos habituados a reflexionar sobre los modos, los medios y los objetivos de la ora­ción y sobre sus exigencias para el que ora. La mayo­ría de nosotros ha aprendido la práctica de la oración: a) recitando ciertas oraciones ya prescritas, como el Oficio Divino, las plegarias de la Misa, el Rosario, etc.; b) haciendo media hora diaria de meditación; y c) mediante una ocasional oración 'privada' y directa a Dios.

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Se pensaba que, con tal de ser fieles a nuestra ruti­naria oración, cumplíamos con nuestro deber. De he­cho, el principal objetivo de la enseñanza de la oración en seminarios y noviciados parece haber sido el de ini­ciar a la gente en el programa de oración que se espe­raba de cualquier sacerdote o religioso e inculcarles un sentido de fiel observancia de dicho programa.

El programa incluía una simple forma de medita­ción u oración mental que se practicaba como una parte más del horario cotidiano, y cuya práctica debe­ría ayudarle a uno a perserverar en la senda de la ora­ción durante toda su vida. La oración más allá de la meditación, más allá de la piadosa reflexión y los ejer­cicios de la imaginación y la voluntad, es decir, la ora­ción contemplativa, apenas si se proponía alguna vez como un desarrollo natural de la propia vida de ora­ción; la impresión más frecuente era que dicha oración excedía las posibilidades y las normales ambiciones del buen sacerdote o religioso medio.

El P. Sergio Wroblewski, OFM, ha señalado re­cientemente algunas de las razones históricas de este recelo frente a la verdadera oración contemplativa en la Iglesia de los últimos siglos:' la falta de aprecio e in­cluso verdadera sospecha, por parte de los protestan­tes, con respecto a este tipo de oración; los excesos de algunos extremistas del bajo medievo, tales como los «Alumbrados» en España;2 la deplorable controversia

1. Sergio Wroblewski OFM, Bonaventurian Theology of Prayer, Franciscan Publications, Pulaski (Wisc.) 1967, Capítulo 1.

2. Los «Alumbrados» sostenían que, a través de la contem­plación, podían alcanzar en esta vida la visión beatífica. Esta creencia provenía de una mala interpretación de la contempla-

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entre Bossuet y el piadoso Fénelon en la Francia del siglo XVII, de resultas de la cual, y a causa de la vic­toria de Bossuet, la oración contemplativa se convirtió en algo que había que evitar. Lo que prevaleció, pues, fue un horror irracional al quietismo3... Nadie se atre­vía ni siquiera a susurrar la palabra «contemplación»4. Consiguientemente, se produjo una falta de verdadera perspectiva en la vida religiosa y en la vida de muchos sacerdotes ligados al celibato.5

ción infusa, en la que Dios concede una experiencia directa de Su Presencia. Contra esta opinión, los tratadistas espirituales subra­yan que dicha experiencia, aun siendo una gracia maravillosa, en sí misma no es ni siquiera un signo de verdadera santidad. La verdadera santidad, que a través de la gracia conduce a la visión beatífica en la luz de la gloria de Dios, se mide preferentemente por los frutos del Espíritu Santo (Gal 5, 22) y por el hecho de vi­vir en la vida diaria según los mandamientos (Jn 15, 19). A este respecto, cf. Dominic M. Hoffman, OP, The Life Within: The Prayer of Union, Nueva York 1966, p. 181. Stephen B. Clark, Baptised in the Spirit, Dove Publications, 1970, pp. 33-34. 1 Jn 3, 2 y 1 Cor 13, 12.

3. Quietismo. Mientras en la oración contemplativa las emociones, la mente y la imaginación están aquietadas, el co­razón y la voluntad están activamente concentradas en el Señor. Este es el «amor vehemente» del que habla el autor de La nube del No Saber.

4. Cf. Sergio Wroblewski, op. cit., p. 30. 5. En la vida religiosa, los votos expresan una dedicación al

Señor y a Su Reino que predispone y conduce hacia un conoci­miento amoroso de Dios que se experimenta en la fe. Cuando la piedra angular de la oración contemplativa ya no está explícita­mente presente en la estructura de la vida religiosa, hay entonces una falta de orientación y una distorsión de perspectiva: el amor a Dios, el primero de los mandamientos, debe tener siempre el primer puesto. De un modo parecido, el celibato sólo tiene senti­do, a nivel personal, si incluye la participación en el conocimiento de Jesús y el amor a Su Padre.

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Al mismo tiempo, Wroblewski señala el floreci­miento de una auténtica oración contemplativa en la Iglesia, especialmente en la Edad Media y en las vidas de los santos de todas las épocas, así como el redescu­brimiento de este género de oración como algo central a la vida religiosa y a toda vida cristiana en el presente siglo.

De uno u otro modo, esta forma de verdadera ora­ción ha permanecido viva en las vidas de los santos y de los cristianos devotos. Pero parece que en nuestros tiempos el Señor desea restituir este precioso don a todo el pueblo de Dios.

Rene Voillaume, siguiendo la tradición del piadoso Charles de Foucauld, anima a practicar la oración contemplativa en silencio y soledad, a ser posible ante el Señor Sacramentado, como la parte más significati­va de la vida de sacerdotes y religiosos. Se ha reco­mendado tener una experiencia de oración contempla­tiva como preparación necesaria para los que desean ser ordenados presbíteros. El P. John Dalrymple, Di­rector Espiritual durante diez años del Seminario Dry-grange, en Escocia, en el momento de hacer esta reco­mendación cita al P. Henri Godin cuando dice: «Ha­gamos que todos los misioneros que se dedican a cris­tianizar el mundo del trabajo sean, ante todo, contem­plativos»; y Godin, que trabajó entre los obreros de París, no era ningún ingenuo visionario6. También el

6. John Dalrymple, en «The Seminary and Prayer», en The Clergy Review, abril 1964 (Ware, Inglaterra). El P. Godin, a ins­tancias del Cardenal Suhard, inició el apostolado de los «sacerdotes-obreros», pero murió muy tempranamente. Su libro Francia, ¿país de misión?, produjo en su tiempo un enorme im­pacto.

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Concilio Vaticano II, por otra parte, ha urgido a todos los religiosos a conjugar el apostolado con la contem­plación: «...puesto que buscan a Dios y sólo a Dios por encima de todo, los miembros de cualquier comu­nidad deberían conjugar la contemplación con el celo apostólico».7

Pero da la impresión de que aún hay algo más: el Espíritu Santo parece estar soplando sobre nuestra so­ciedad moderna, espiritualmente hambrienta y secula­rizada, y conduciéndola a una nueva vida, especial­mente a través de un despertar de las jóvenes genera­ciones.

Dirigiéndose al Sínodo de los Obispos celebrado en Roma en noviembre de 1971, el Cardenal Alfrink observaba: «Siguen aún preocupándonos los nocivos efectos del proceso de secularización, aunque ya en muchos países nuestros jóvenes están reencontrando el camino que lleva a Dios y a Cristo, comprometién­dose en hacer un mundo mejor y redescubriendo la vía de la contemplación. Todo esto sucede totalmente fue­ra de las estructuras oficiales de las Iglesias. ¿No de­bería obligarnos, pues, a un serio examen de concien­cia?»

Podemos señalar, además, el estrecho vínculo exis­tente entre la contemplación y el Movimiento Caris-mático de Renovación (o Movimiento Católico Pente-costal): tanto en la oración silenciosa como en la ora­ción grupal carismática, se da un movimiento tendente a una total entrega al Espíritu de Dios en amor, paz, alegría y acción de gracias. En ambas formas de ora­ción contemplativa se da también una apertura del co-

7. Perfectae Caritatis, 5.

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razón y de la misma vida a los dones y frutos del Espí­ritu de Jesús que nos conduce hacia el Padre.8

En cualquier caso, así como la secularización acaecida en los años sesenta, con su reforma y flexibi-lización de las estructuras, produjo un profundo im­pacto en la vida de la Iglesia, así también parece pro­bable que en los setenta asistamos a una nueva efusión del Espíritu entre el pueblo de Dios y a una reintegra­ción de la verdadera oración contemplativa en la vida de la Iglesia, como el auténtico corazón de una reno­vación duradera. Esta puede ser perfectamente la res­puesta a la oración que el buen Papa Juan incluyó en la Humanae Salutis, encíclica preparatoria del Conci­lio Vaticano II: «Espíritu Santo, renueva tus prodigios en nuestros días, como si se tratara de un nuevo Pen­tecostés, y haz que la santa Iglesia, manteniéndose en unánime y continua oración en torno a María, la Ma­dre de Jesús, y bajo la guía de San Pedro, difunda el Reino del Salvador Divino, que es Reino de verdad y justicia, de amor y de paz. Amén».

¿QUE ES LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA?

Para captar el significado de oración contemplati­va es preciso reflexionar con sumo cuidado. Fijémo­nos, ante todo, en los tres clásicos estadios de la ora­ción.

8. Cf. Simón Tugwell, OP, en varios artículos publicados entre 1969 y 1971 en New Blackfriars (Cambridge). Dichos ar­tículos fueron publicados en forma de libro en 1972: Didyou Re-ceive the Spirit?

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Está, en primer lugar, la oración vocal. Es una ora­ción que se hace con los labios y cuya importancia ra­dica en las palabras, que pueden ser recitadas o canta­das. El texto suele estar ya determinado o preestableci­do y, con frecuencia, es hermoso e inspirador. Pero existe también una oración vocal de carácter espontá­neo.

En segundo lugar, la oración meditativa. Se trata de una oración centrada en la mente, la cual crea imá­genes, reflexiona y piensa en Dios y en sus maravillo­sas obras. La mente trata de comprender y de formar conceptos. En la meditación, los labios están quietos y la mente activa.

Por último, la oración contemplativa o contempla­ción. Es una oración del corazón y la voluntad que tienden a lograr la presencia de Dios. Tanto los labios como la mente permanecen quietos; lo que hay es, sencillamente, un fijar la mirada en el Señor, mientras el corazón se ensancha en una silenciosa plegaria y la voluntad trata de alcanzar la unión con la voluntad de El.

La contemplación es «tener conciencia de Dios, a quien se conoce y se ama en el centro del propio ser»9. Cuando buscamos esta conciencia y la hallamos en la fe, hablamos de «contemplación adquirida»; cuando es El quien nos da dicha conciencia en una verdadera ex­periencia, hablamos de «contemplación infusa».

Se supone que los cristianos maduros y adultos al­canzan este estadio de la oración contemplativa. Los

9. Clifton Wolters en la introducción a su traducción al inglés moderno de The Cloud of Unknowing, Penguin Books 1961, p. 36.

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tres estadios podrían compararse a los grados de la es­cuela. Se comienza en la Escuela primaria, aprendien­do a leer y escribir (oración vocal); la Escuela Secun­daria de la oración es la meditación, donde la reflexión sobre la vida y la revelación constituye la principal asignatura, si bien no se descuida la oración vocal. La Escuela Superior de la oración la constituye el inicio de la oración contemplativa, que es la que nosotros re­comendamos. No se olvida ni se descuida lo aprendido en las Escuelas Primaria y Secundaria, pero la fase de crecimiento de nuestra vida de oración comienza en el despertar a la presencia de Dios y en abrirse a Su Es­píritu. Naturalmente que los estadios místicos superio­res son, por así decirlo, una especie de 'doctorado'.

Volviendo a la oración contemplativa, si se la compara con la oración vocal, podría decirse que en la oración contemplativa buscas conciencia de que lo que contienen las palabras está real y verdaderamente presente en ti. «Padre nuestro que estás en los cielos». Al decir esto, vamos más allá de las propias palabras, hacia una conciencia de Su presencia en nosotros, muy dentro de nosotros, y nos demoramos en esa pre­sencia. Las palabras empleadas hacen la función del sonido de una campana que nos despierta a la con­ciencia de Su presencia en nuestro interior.10

Si se la compara con la oración meditativa, podría decirse que, en lugar de sobrevolar con el pensamiento la Verdad, haces un alto y fijas en ella tu mirada, ca­yendo en la cuenta de Su presencia dentro de ti. La meditación podría compararse con la actividad que se realiza en la concepción y realización de un cuadro.

10. Cf. Abhishiktananda, Prayer, ISPCK 1972.

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La oración contemplativa es, por el contrario, mirar tranquilamente el cuadro ya acabado, viéndolo como un todo, haciéndose consciente de la realidad de la vi­sión que el artista quiere representar11

Por encima de los símbolos (palabras, pensamien­tos, conceptos), se intenta penetrar una realidad que es espiritual y verdadera, perdurable y arrolladura: el propio Dios Padre, su amado Hijo Jesús y su Espíritu. Y como esta realidad excede el alcance de nuestros más claros conceptos y de toda descripción, nuestra mente no puede verla ni captarla, sino que únicamente el amor es capaz de discernirla, y es el Espíritu quien despierta en nosotros este amor y ese abandono. Por eso dice el autor de La Nube del No Saber: «Se le pue­de amar perfectamente, pero no se le puede pensar. Se le puede captar y retener mediante el amor, pero nun­ca mediante el pensamiento»12. Y el Señor puede co­rresponder graciosamente a este amor, y por eso pue­de decir San Juan de la Cruz: «La contemplación no es sino una secreta y pacífica infusión de Dios, la cual, si no se le ponen obstáculos, encenderá el alma con el fuego del Espíritu de amor».

La oración contemplativa es la única real, en el sentido de que, por encima de las palabras (oración

11. Rene Voillaume describe esta oración como «mirar a Dios amándolo». Cf. también Dom Vitalis Lehodey, OCR, «Mi­ramos porque amamos, miramos para amar y nuestro amor es alimentado e inflamado por el mirar» (The IVays of Mental Pra­yer, Gilí, Dublín 1960, P. II, Cap. 9, par. 2). Y el cardenal Lerca-ro intenta una definición: «La oración contemplativa es una ele­vación del alma hacia Dios por medio de una sencilla y suma­mente eficaz intuición» (Methods of Mental Prayer, Burns and Oates, Londres 1957, C. 14).

12. La nube del No Saber, C. 6.

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vocal) y los pensamientos (oración meditativa), nos-conduce a aquella realidad a la que las palabras y el pensamiento tan sólo pueden apuntar. En este sentido, toda oración debe tener un carácter real o contempla­tivo, porque la oración vocal nunca debe limitarse a una mera recitación de palabras, ni la oración medita­tiva a un ejercicio del pensamiento.

Ahora bien, la realidad que buscamos es la reali­dad espiritual, una realidad de nuestro propio espíritu, pero, sobre todo, la realidad del Espíritu de Dios. La oración contemplativa puede ser llamada, pues, ora­ción «real», oración «espiritual», en el sentido de que nos abre al Espíritu Santo, a Su acción, a Sus dones, o en el sentido de que «nos abre sin reservas a la purifi­cación y curación de nuestro espíritu por parte del Es­píritu Santo, en la conciencia de Su presencia».

Es en este punto donde podemos ver la razón por la que la oración contemplativa puede también ser lla­mada oración pentecostal (y viceversa), en el sentido de que, a través de esta oración, buscamos conciencia de la inhabitación en nosotros del Espíritu, que nos lo da Jesús para consolarnos, que estará con nosotros para siempre13 y que nos proporcionará cuantos do­nes espirituales precisemos.

Con todo esto, no podemos dejar de apuntar hacia el Monte del Señor. Cada cual habrá de iniciar su pe­regrinaje por su propio pie. Hay mapas y guías, natu­ralmente. Deberás preguntar a la gente que encuentres en tu camino, pero es el soplo del Espíritu el que te lle­va adelante y hacia arriba; es la gloria del Señor, ape­nas vista o adivinada al fondo, la que te arrastra... Y no olvides consultar la guía de vez en cuando.

13. Jn 14, 16.

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En la tradición carmelitana, el primer grado de esta oración se conoce con el nombre de «contempla­ción adquirida», es decir, una oración contemplativa accesible a cualquier hombre de buena voluntad que se esfuerce con la ayuda de la gracia de Dios. Santa Teresa de Jesús la denomina «oración de recogimien­to»14. Bossuet parece haber popularizado el nombre de «oración de simplicidad», que fue también adoptado por Tanquerey15. Y hay otros nombres igualmente ex­presivos, como «oración de silencio», «oración de re­poso», «oración de la simple presencia de Dios», «ora­ción de atención amorosa» y «oración del corazón».16

LA ORACIÓN DE JESÚS Y DE SUS DISCÍPULOS

A veces se tiene la impresión de que la oración contemplativa no pertenece al Evangelio de Cristo, sino que, en el mejor de los casos, se trata de una dis­ciplina que la Iglesia ha tomado de las religiones no-cristianas y la ha adaptado a la vida cristiana. Induda­blemente, ha habido muchas personas fuera de la tra­dición cristiana que han buscado ansiosamente y han hallado a Dios en la oración. Pero un atento estudio de los Evangelios y de la tradición cristiana revela que la oración contemplativa está en el mismo centro del Evangelio y de la vida cristiana. Fue la oración de los profetas y los humildes del Antiguo Testamento; de

14. Camino de perfección, c. 28. 15. A. Tanquerey, The Spiritual Life, par. 1.363 ss. 16. Cardenal Lercaro, Methods of Mental Prayer, Burns

and Oates, Londres 1957, c. 14.

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quienes, buscando el rostro de Dios, se esforzaron en amar al Señor su Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas17 y le adoraron en la paz contemplativa y en el descanso sabático.

Es también la oración de Jesús, de María y de los santos. Un estudio de las vidas de la mayoría de los santos evidenciará que esta oración forma parte esen­cial de su discipulado y de su vida cristiana.

Es la oración de Jesús

Jesús experimentó su unidad con Dios incluso en su naturaleza humana y a través de ella, que es en todo semejante a la nuestra: «...porque a los que Dios tiende la mano es a los hijos de Abrahán. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fidedigno en lo que toca a Dios y expiar así los pecados del pueblo. Pues por haber pa­sado él la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora la están pasando».18

Vemos, pues, cómo trató de vivir en esas condicio­nes (de soledad, aislamiento, silencio, ayuno y vigilia orante) que hacen la naturaleza humana más abierta al Espíritu, mejor instrumento de oración, mejor ins­trumento de una experiencia de unión, en conocimien­to y amor, con su Padre. En esta silenciosa oración aprendió a conocer la voluntad de su Padre y experi­mentó la entrega amorosa más absoluta. Fue en la oración donde oyó la Palabra pronunciada por su Pa­dre19, y en la oración conoció a su Padre en el amor .

17. Dt 6, 5. 18. Hebr 2, 17-18. 19. Jn 17, 8 y 14. 20. Jn 10, 15; cf. Mt 11, 25-27.

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Compartiendo con sus discípulos su Espíritu de amor y entrega, les dio parte de Su propia unión con su Padre21. De este modo hemos sido hechos hijos e hijas adoptivos que, por la gracia, compartimos lo que nuestro Hermano, Jesús, es por Su propia naturaleza. «Y, si somos hijos, somos también herederos; herede­ros de Dios y co-herederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados».22

Jesús, por lo tanto, desea que tomemos parte en su propia experiencia (en su naturaleza humana) de pa­rentesco con el Padre en el amor del Espíritu23. En la oración contemplativa somos llevados a recrear la ex­periencia de oración de nuestro Señor, si bien de un modo imperfecto y vacilante, que se completará a la luz de Su gloria.24

Es la oración de María

Hay un dato muy significativo para poder com­prender la vida espiritual de María. Se trata de su ex­traña decisión de no casarse, decisión tomada antes de la Anunciación25, en contra de la tradición judía y de

21. Jn 17, 21. 22. Rom 8, 17. 23. Rom 8, 28-30. 24. 1 Cor 13, 12; 1 Jn 3, 2. 25. Le 1, 31-34. A pesar de la afirmación del autor de que

María había decidido no casarse (not to marry), los datos evangélicos indican con toda claridad que estaba «desposada con José» (Le 1, 27). Y toda la tradición cristiana ha honrado a José como esposo de María. Si lo que el autor pretende expresar es la conocida teoría de que los desposorios no eran del todo matrimo­nio, sino una promesa de matrimonio, hay que reconocer que no ha sabido hacerlo adecuadamente (N. del Ed.).

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la opinión pública, que no veía con buenos ojos el es­tado celibatario26. Esta decisión indica la gracia, ver­daderamente única, de la que estuvo colmada desde un principio. Desde muy joven debió de abrirse a la conciencia de Dios y debió de experimentar el gozo de vivir ante su rostro, la alegría de estar bencida por Su sonrisa27. Instintivamente rehuía el pecado y el mal, en cuanto que podían arrojar una sombra sobre aquella relación, en cuanto que podían hacer que su persona se cerrase al Señor.

En su corazón, María vivía la gracia de los «anawim», los humildes de corazón, los pobres del Se­ñor que buscan resueltamente Su rostro y glorifican su nombre, y cuya espiritualidad expresa tan admirable­mente el Salmo 34:

Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre.

Consulté al Señor y me respondió librándome de todas mis ansias.

Contempladlo y quedaréis radiantes... Gustad y ved qué bueno es el Señor...

26. En la historia del Islam, tan abiertamente contrario al estado celibatario, hay un elocuente ejemplo de virginidad por Dios, en contra de cualquier oposición. Es el caso de Rabi'A de Basra, que murió en Jerusalén el año 801 d. C. Aquella mujer, convencida de pertenecer absolutamente a Dios, alcanzó, me­diante una vida ascética, una gran santidad y un gran amor de Dios. Además, influyó profundamente en el movimiento contem­plativo surgido en el Islam: el Sufismo. De ella escribió Faridu'd-Din Attar: «Rabi'A, la segregada, estaba revestida del manto de la pureza, ardía en amor y ansia y estaba dominada por el deseo de acercarse a su Señor y ser consumida en su gloria. Era una se­gunda María y una mujer inmaculada» (John Subhan, en Sufism, Its Saints and Shrines, Lucknow 1960, p. 14).

27. Num 6, 25.

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Buscad la paz y corred tras ella... Quien se acoge a él no será castigado.

Instintivamente, María se sentía atraída por un modo de vida que habría de dejarla libre para el Señor, y no sólo para un servicio exterior, sino para un servi­cio interior de alabanza y acción de gracias. Se veía a sí misma como la sierva del Señor, inquebrantable­mente atenta a su Presencia. Si el Señor iba a traer la salvación a su Pueblo a través de un pobre y humilde Siervo de Yahvé28, «mi elegido en quien se complace mi alma»29, entonces ella sería una pobre y humilde sierva del Señor, Su esclava, manifestando en toda su vida un amor de esposa y una fidelidad de la que tan visiblemente carecía Israel como pueblo30.

Así pues, María se sintió arrastrada a tomar una decisión (cuando no a hacer un voto) de no casarse; decisión que implicaba una completa entrega en la fe a la guía de Dios, el cual la confió a un joven llamado José, dotado de una gracia semejante...

María era una persona reflexiva31 que atesoraba en su interior los tradicionales y poéticos himnos de alabanza (salmos) y los mensajes confiados por Dios a través de los profetas. Poseía la sensibilidad, propia de las personas contemplativas, por la belleza del lengua­je y, cuando se sentía inspirada, expresaba su propia oración con los cantos tradicionales32.

María debió de iniciar a Jesús en las formas judías de orar. Ella —la madre de Jesús, el Maestro de ora-

28. Capítulos 42, 49, 50 y 52 de Isaías. 29. Is 42, 1. 30. Un tema de todos los grandes profetas. 31. Le 2, 19. 32. Le 1, 46-55.

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ción, y tía del profeta Juan el Bautista— debió de em­plear mucho tiempo en la oración y la contemplación. La última vez que las Escrituras mencionan su nom­bre, la vemos ensimismada en la oración, junto con los discípulos, implorando la efusión del Espíritu que su Hijo había prometido33.

ALGUNAS CUALIDADES Y VENTAJAS DE LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA

1. Conlleva un relajamiento de la tensión en Su pre­sencia

Este tipo de oración supone una búsqueda de paz, tranquilidad y serenidad. Tratamos de encontrar al «Señor del Sábado» en Su propio lugar de descanso, en nuestro más profundo interior y, durante una hora de reposo y relajamiento en Su presencia, ofrecerle el cul­to de nuestras vidas.

Por lo tanto, una de las principales tareas de esta hora consiste en relajarnos de la tensión, calmarnos, entregarnos a El en la fe, a fin de que a una palabra suya cese la tormenta, y aceptar su Voluntad. «Buscad la paz y corred tras ella»,34 no mediante un violento es­fuerzo, sino dejando que desaparezca suavemente todo tipo de tensión, de excitación, de ansiedad, de preocupación, la fogosidad del deseo, el veneno del odio y el abrumador peso de la autocompasión.

Es frecuente relacionar la idea de «concentración» con este tipo de oración. Concentración, sí (aunque tal

33. Hech 1, 14. 34. Salmo 33, 14.

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vez sería mejor llamarla «atención»), pero no como re­sultado de un tenso y violento esfuerzo, sino tan sólo como un apacible distanciamiento de las cosas mate­riales, un relajamiento de nuestro nervioso modo de aferramos a las personas y a las situaciones, y una li­beración de preocupaciones y ansiedades.

Mientras todo esto fluye fuera de nosotros, queda únicamente la atención al Señor, la conciencia de la presencia de Dios, autor y dador de toda paz y toda fuerza.

2. Exige la no-violencia del corazón y de la mente

Debemos estar también firmemente empeñados en vivir una vida pacífica. Esto es, al mismo tiempo, con­dición y consecuencia de este tipo de oración. Nuestra paz puede verse turbada por los siete pecados capita­les, esas depravadas tendencias capaces de dominar­nos y que son la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza. Sin embargo, parece ser la pasión de la ira la principal perturbadora de nuestra paz.

Esto es, al menos, lo que insinúa Evagrio del Pon­to (345-399)35. Todo lo que sea ceder a la ira (que in­cluye el rencor, el recelo, la antipatía, la amargura, el mal humor, la susceptibilidad) se paga en el momento de la oración. La oración es un útil barómetro que in­dica abiertamente nuestro estado de calma o de tor­menta. «La oración es el renuevo de la mansedumbre y la ausencia de ira» (Evagrio). En la raíz de la ira existe un deseo de las cosas y valores humanos y un

35. Cf. Sursum Corda, febrero 1971, pp. 329 ss.

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apego a los mismos: «¿Por qué tendría que airarse un hombre, en realidad, si no le preocuparan el alimento, la riqueza, el prestigio humano, etc.?» (Evagrio).

Es evidente que debemos estar incondicionalmente comprometidos en favor del modo de pensar de Jesús, tal como es testimoniado por el Espíritu que habita en El, tal como es revelado en los Evangelios y tal como es proclamado en el Sermón de la Montaña: no a la violencia, no al odio, no a los malos deseos, no a la crí­tica; sí a la mansedumbre, a la compasión, a la dispo­nibilidad a dar y compartir, a amar sin medida y a per­donar a quienes nos hacen daño.

3. Conduce a una transformación de nuestra perso­nalidad

De un modo lento, pero seguro, la oración con­templativa conducirá a una maravillosa transforma­ción de la persona humana. Es evidente que nuestra espiritualidad y nuestra oración deben tener «eficacia» para cambiarnos; de lo contrario, serán irrelevantes y constituirán un verdadero escándalo. No puedes «orar» día tras día, mes tras mes, y seguir siendo igual, porque entonces tu búsqueda y tu oración no son auténticas, sino que únicamente son una sutil forma de ocultarte del Dios vivo, de impedir que el Espíritu in­vada tu vida. La verdadera oración contemplativa su­pone abrirse al Espíritu. Sus dones y sus frutos36 serán cada día más evidentes. A través de este tipo de ora­ción experimentamos cada vez más la donación perso­nal de Jesús a cada uno de nosotros, donación que

36. Gal 5, 22.

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T

consiste en Su paz.37 Somos «curados» diariamente en el agua viva de su Espíritu y crecemos hasta alcanzar la plenitud de la madurez de nuestro Salvador.

El autor de La nube del No Saber describe de ma­nera deliciosa esta transformación:

«Todos cuantos entran en la contemplación descubren que ésta produce un beneficioso efec­to tanto en el cuerpo como en el alma, haciéndo­los atractivos a los ojos de quienes los ven. Has­ta el punto de que la menos atractiva de las per­sonas que, en virtud de la gracia, se convierte en contemplativa, descubre que de pronto (y en vir­tud, asimismo, de la gracia) es diferente, y cual­quier buena persona que la ve se siente contenta y feliz de gozar de su amistad, se ve renovada es-piritualmente y descubre que su compañía la acerca más a Dios.

Intenta, pues, adquirir mediante la gracia este don, porque quien lo posee realmente, será capaz, en virtud de él, de controlarse a sí mismo y controlar todo lo que es suyo. Dicho don le permite, cuando es preciso, discernir las necesi­dades y el carácter de las personas. Le concede una especial facilidad para sentirse a gusto con cualquier persona (pecadora o no) con la que tenga que relacionarse, sin necesedad de pecar él... para asombro de quienes lo ven, y con un magnético efecto sobre los demás, a quienes, por la gracia, atrae a la misma obra espiritual que él realiza. Su rostro y sus palabras están llenos de sabiduría espiritual, llenos de fervor y cargados de frutos; son unos rostros y unas palabras sere­nos y carentes de falsedad, ajenos a todo fingi-

37. Jn 14, 27.

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miento y a toda hipocresía. Porque hay quienes ponen todas sus energías en aprender a hablar con enjundia y en evitar ponerse en ridículo, a base de manifestar mucha humildad y grandes exhibiciones de devoción...»38

Después el autor prosigue con una perfecta, pero dolorosa, descripción de la persona que trata de apa­rentar esta transformación y que, sin embargo, no ora...

Evidentemente, lo importante es que el hombre que ha aprendido a relajarse, a salir de sí y a estar a gusto con Dios, se manifiesta del mismo modo con los demás; y que, mientras que las personas nerviosas e irritables («airadas») son una compañía menos agrada­ble, nos gusta conocer a una persona que irradia paz y fuerza, cuya simpatía es positiva y desinteresada y, además, es consciente de nuestras «necesidades y ca­rácter».

Santa Teresa de Jesús aporta su propio testimonio acerca de la «eficacia» de la oración contemplativa: «Si intentas vivir y vives durante un año en la presencia de Dios, al término de ese periodo verás que has alcanza­do, sin siquiera darte cuenta, la cumbre de la perfec­ción».

El siguiente testimonio de nuestro tiempo es más modesto, pero igualmente positivo:

«Después de menos de dos años de esforzarme se­riamente en la oración contemplativa, reconozco que se han producido en mí los siguientes cambios:

38. La nube del No Saber, c. 54. También San Juan de la Cruz ha enseñado que «una profunda vida de oración en el Espí­ritu le es dada más rápidamente a quien se ha entregado a la ora­ción en soledad y silencio».

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Siento alegría, paz y calma donde antes había mie­do, tensión e intranquilidad de todo tipo. Incluso en si­tuaciones difíciles, persiste la paz y se presentan las soluciones del modo más inesperado; y no por causa de mi sabiduría, pues yo mismo no lo entiendo, pero el caso es que sucede así.

Me convenzo progresivamente de la realidad de Dios y de su Espíritu. Vislumbro la paternidad de Dios, al tiempo que un sentido de dignidad y valor personales, debidos a Su amor personal por mí, reem­plazan a la autoaversión y al negativismo que antes experimentaba.

Acepto mi trabajo, con sus molestas exigencias; recibo pacíficamente las críticas y me entrego con ma­yor amor. Tolero mejor a los demás y los acepto con menos irritabilidad. A pesar de mi temperamento y mi carácter orgulloso, comprendo que, gracias a Su mise­ricordia, me he librado de muchas tragedias. Hay en mí un descubrimiento gradual del falso ídolo de mí mismo y un deseo de verdad. El hecho de que muchos males psicológicos salgan a la luz, me hace más libre.

Experimento un mayor aprecio del don de la voca­ción, así como una mayor estabilidad y autenticidad en el esfuerzo por vivirla. Otras oraciones y devocio­nes se han hecho más significativas. El deseo de Dios ha crecido. Todo lo cual me da un mayor valor para esforzarme, mientras que antes era muy dado al desa­liento y a la autocompasión.

Creo sinceramente que he profundizado en la fe, la esperanza y el amor. Y ansio compartir con los demás este tesoro».

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4. A través de esta oración te haces más fiel a ti mis­mo

Otro saludable «efecto» o fruto de esta oración ra­dica en que, en virtud de la acción del Espíritu Santo, nos hacemos más plena y verdaderamente humanos.

Ante Dios, en su presencia, descubrimos la necesi­dad de ser absolutamente fieles a nosotros mismos. Aprendemos a vernos tal como realmente somos, por detrás de la máscara de los convencionalismos, de nuestras posturas y nuestras pretensiones, de nuestros pequeños o grandes engaños. Poco a poco nos despo­jamos de pensamientos, palabras y obras artificiales, de actitudes falsas, de nuestro falso yo, y crecemos en sinceridad y autenticidad. Cuanto más estamos y vivi­mos en la presencia de Dios, tanto más fieles nos hace­mos a nosotros mismos.

Y mientras nos hacemos más fieles a nosotros mis­mos, por el hecho de ser más fieles a Dios, seremos también más fieles a nuestro entorno (es decir, más objetivos en nuestra búsqueda de conocimiento y en la forma de valorar la información) y más fieles a las per­sonas con quienes vivimos. Aumentará nuestra capa­cidad para una auténtica relación interpersonal. La verdadera caridad (en el sentido de simpatizar con los sentimientos, situaciones y necesidades de los demás) va a una con la verdadera oración: capacidad para abrirse y ser fieles a Dios y a nosotros mismos. ¡Cuan ciertas son las palabras de San Juan: «Quién dice amar a Dios y odia a su prójimo, es un mentiroso!»

Sebastian Temple39 expresa algo parecido en su canción del hombre feliz:

39. «Un católico alto, rubio y feliz, ansioso por hacer parti­cipar a otros su amor a Dios. En su búsqueda de la verdad, prac-

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«Feliz el hombre que camina con el Señor; feliz el hombre que sabe cómo vivir. Feliz el hombre que nunca busca recompensa, sino que da porque ama dar... No anda en busca del oro, ni desea ganancias; sabe que todo esto es vano. No tiene necesidad de alabanzas ni honores. Su consigna es: Sé fiel a tí mismo. Feliz el hombre que ha aprendido a orar. Feliz el hombre que tie­ne una meta que le quema. Feliz el hombre que no necesita que le pagen sus servicios, porque ese hombre ha hallado su propia alma. ¡Feliz el hombre, feliz el hombre del Señor!

5. Sus efectos en nuestra vida de oración

El principal efecto de la oración contemplativa so­bre otros tipos de oración es que les da un nuevo signi­ficado y un sentido de unidad. Nos hace alejarnos de la rutina de unas oraciones recitadas según un progra­ma preestablecido. Siente uno la necesidad, y adquiere gradualmente la capacidad, de dar a todas las oracio­nes un carácter «contemplativo», es decir, de conver­tirlas en verdadera oración, y no limitarse a recitarlas o cantarlas.

En principio puede ocurrir perfectamente que uno sienta la necesidad de limitar las oraciones vocales y evitar, sobre todo, las repetitivas; se experimenta una incapacidad para aceptar como normal la oración

tico el yoga durante 17 años y fue monje hindú en la India duran­te dos años. No satisfecho con ello, pensó en abrazar el judaismo, pero acabó encontrando en la Iglesia Católica lo que habia esta­do buscando durante años. Sus últimos discos son And the Waters keep on running y God is ajíre ofLove». (The Examiner, Bombay, junio 19, 1971, p. 400).

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apresurada o recitada despreocupadamente, sin la de­bida reverencia o sin prestar atención a su sentido. Pero después puede uno verse movido, poco a poco, a retornar a la oración vocal, especialmente la repetitiva (por ej., el rosario, las jaculatorias, la oración de Jesús, etc.), porque ayuda a morar en la presencia de Dios y a «caminar con él».

Pablo VI, en el motu proprio Ecclesiae Sanctae, de 1966, para la aplicación de algunos decretos del Vaticano II, ha señalado el provecho que se deriva de la oración contemplativa tanto para la Eucaristía como para el rezo del Breviario:

«Para que los religiosos puedan participar más íntima y provechosamente en el sacrosanto mis­terio de la Eucaristía y en la oración pública de la Iglesia, y para que su vida interior se vea más abundantemente alimentada, habría que dar prioridad a la oración mental sobre la multiplici­dad de otros tipos de oraciones. Sin embargo, habría que preservar también aquellas prácticas comunitarias que son tradicionales en la Iglesia, cuidando de que el religioso sea cuidadosamente instruido en las vías de la vida religiosa» (Eccle­siae Sanctae, n. 21).

Indudablemente, la santa madre Iglesia, al acortar y simplificar las oraciones del Oficio Divino y de la Misa, desea alcanzar dos objetivos: a) que sean ora­ciones auténticas y significativas, y b) dar un poco más de tiempo a la oración contemplativa.

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ALGUNAS RAZONES PRACTICAS DE LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA

A modo de conclusión, podemos citar algunas ra­zones prácticas que muestren la necesidad y el valor de una hora diaria de oración contemplativa:

a) Descubrimos en nosotros una serie de enojo­sos defectos y debilidades habituales que, a pesar de nuestras buenas intenciones, no somos capaces de su­perar (por ej., la crítica, la impaciencia, el mal humor, las palabras duras, el rencor, el desaliento). Estos de­fectos destruyen nuestra paz con los demás, con noso­tros mismos y con Dios. Es fácilmente comprobable que un sincero esfuerzo por buscar a Dios en el silen­cio y el abandono, por medio de la oración contempla­tiva, hace disminuir el efecto de dichas faltas, redu­ciéndolas gradualmente. Como dice el autor de La Nu­be del No Saber, «en la contemplación, el alma seca la raíz y el fundamento del pecado, que siempre está pre­sente, aun después de confesarse y por mucho que uno se dé a las cosas espirituales». 40

b) Del mismo modo, dicha oración ayudará enormemente a reducir la tensión y el nerviosismo, es­pecialmente por lo que se refiere a las personas que vi­ven en la comunidad, con la constante necesidad de estar dispuestos, accesibles y abiertos al prójimo.

La práctica de la oración contemplativa tal vez sea más útil que los frecuentes diálogos (que también de­sempeñan un papel esencial) para construir una autén­tica vida comunitaria. En el diálogo hay una tendencia a acentuar la importancia del problema, mientras que en la oración silenciosa, la búsqueda de amor y de paz

40. La nube del No Saber, cap. 42.

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es el problema al que todos los demás problemas están subordinados; y aun cuando haya que tomar una deci­sión dolorosa, nos vemos impulsados a tomarla sin ningún tipo de violencia.

c) Tenemos necesidad de un ritmo diario unifor­me de sueño y de vigilia, de trabajo y de descanso, de alimentación y de digestión. Hay razones para pensar que dedicar una hora diaria a la «salud del alma» es una auténtica necesidad si se desea vivir una vida hu­mana y cristiana equilibrada.41

d) Hay sacerdotes y religiosos que constatan que en otro tiempo oraban mucho (por ej., cuando su vo­cación comenzó a hacérseles evidente, o en el semina­rio o noviciado) y que, poco a poco, la rutina diaria de sus obligaciones y sus ejercicios espirituales ha ido ro­bando el tiempo a una oración personal sostenida. Es­tas personas aceptarán gustosas la oportunidad de volver a una oración personal más intensa que ocupe el centro de su vocación y de su vida. A fin de cuentas, el reto de este tipo de oración consiste en que nos invi­ta a una alianza muy personal con el Señor. La hora diaria de oración es el signo externo de dicha alianza, por la que nos entregamos al Señor y el Señor se entre­ga a nosotros. Esta alianza es el fruto maduro de nues­tro compromiso bautismal, que se celebra y renueva constantemente en la Eucaristía de la Nueva Alianza del Señor con Su pueblo.

41. Cf. Douglas V. Streers: «Cuando un hindú vive durante un mes en casa de unos prostestantes americanos y pregunta a su anfitrión qué parte del día dedica a la 'salud de su alma', es como hacer una pregunta ecuménica disparada a quemarropa de la que no es nada fácil librarse». (The Life ofPrayer as the Ground of Unity, Worship, mayo 1971, p. 260).

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Apéndice

LA ORACIÓN, CAMINO PRINCIPAL A LA SANTIDAD *

Señor Jesús, te agradecemos tu presencia viva y gloriosa en esta sala, en nuestro corazón y en medio de nosotros. Te damos gracias, Jesús, porque cuando rezabas con tu Padre hablando de tu gloria (Jn 17, 1-5), hablaste también de la gloria que nos has dado a nosotros (cf. Jn 17, 22). Haz, Señor, que en este mo­mento seamos conscientes de esa gloria que habita en cada uno de nosotros, que nos vincula y nos une en una nube de gloria. Señor Jesús, sé tú nuestro maestro (cf. Jn 13, 13-14), pues no tenemos otro Maestro. Enséñanos, Señor, a orar (cf. Le 11, 1), llévanos a la oración por medio de tu santo Espíritu y después, Se­ñor Jesús, revélanos a tu Padre, a nuestro Padre, a mi Padre (cf. Le 10, 22).

* Conferencia pronunciada en Dublín por el P. Borst el 15 de junio de 1978 a los misioneros asistentes al Congreso Interna­cional de Renovación.

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Delante de Jesús

Queridos hermanos y hermanas, el tema de esta conferencia es la oración; pero querría que desde el principio quedara clara una cosa: en sí misma consi­derada, la oración no me interesa lo más mínimo; ni la oración contemplativa ni otros tipos de oración. Lo que me interesa es Jesús, el Hijo de Dios, mi Salvador y Señor, ese Jesús que nos revela a nuestro Padre, que ha revelado a mi Padre y me ha dado mi Consuelo, que es su Espíritu.

Así pues, sólo puedo pensar en la oración como un medio para tomar contacto con mi Padre, con mi Sal­vador, con mi Señor.

El corazón para orar

En un espléndido libro de André Louf, titulado Se­ñor, enséñanos a orar, recuerdo haber leído una bellí­sima frase sobre la oración que me ha iluminado mu­chas cosas. Es una frase muy sencilla que tal vez tam­bién vosotros hayáis leído en alguna parte: «El órgano apropiado para la oración es el corazón».

Ya sabemos que tenemos una serie de órganos, cada uno de ellos específico para una función, como, por ej., el órgano apropiado para ver son los ojos. Sa­bemos que también con los ojos cerrados podemos orientarnos, pero ello no obsta para que los ojos sean el órgano apropiado para ver. Para comer poseemos el aparato digestivo; para respirar, los pulmones, y así sucesivamente. Del mismo modo, el órgano adecuado para la oración es el corazón.

Sin embargo, no siempre resulta evidente para to­dos en qué consiste exactamente el corazón y dónde se halla. Para ilustrar este problema, me gustaría recor-

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dar un pequeño episodio de cuando yo era niño. Un día me decía muy preocupado un hermano mío: «Cuando comulgamos, Jesús entra en nuestro co­razón; pero conmigo es distinto: entra en mi barriga, en mi estómago». Estaba convencido de que algo no le funcionaba bien.

No recuerdo ahora lo que le respondí, pero, dado que yo era el hermano mayor, estoy seguro de que for­mularía un pensamiento muy sensato.

De todos modos, tal como ahora entiendo las co­sas, la respuesta es ésta: Es en Juan (6, 56) donde dice Jesús: «Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí, y yo en él».

«Habita en mí». Cuando decimos «mí», que quiere decir «nosotros mismos», efectivamente las manos apuntan precisamente al centro del pecho, lo cual me parece muy significativo.

¿Qué corazón?

Querría explicar un poco mejor mis pensamientos acerca del corazón. Pienso que no tenemos uno solo, sino dos y hasta tres. Pero, por el momento, hablaré de dos corazones.

Ante todo, tenemos la dimensión física, el centro de nuestro ser corporal y sensorial. Puede decirse que este corazón físico es un centro del cuerpo, de la circu­lación sanguínea, etc.; pero, además de esta dimensión física, tenemos también una dimensión emocional y psicológica. De esto somos perfectamente conscientes. Y esta función psicológica y emocional se encuentra en actividad en todo el cuerpo, pero, al mismo tiempo, posee un centro, un centro muy importante que parece como que se encuentra en medio del pecho.

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Pero querría pasar a una dimensión aún más pro­funda; porque el hombre, además de la dimensión físi­ca, emocional y psicológica, posee también la dimen­sión espiritual, que todos solemos llamar «alma», es decir, la dimensión espiritual del alma. Lo cual signifi­ca mi «yo interior». Ahora bien, este «yo» está presente en todo mi cuerpo, pero tiene también un punto local que es ese centro situado en medio del pecho y que lla­mamos «corazón».

Es mi «yo interior», mi «yo» más profundo; en cier­to modo, puedo decir: «soy yo mismo». Es el centro de mi ser, mi verdadero ser. Siempre que hablamos de no­sotros mismos, señalamos con las manos el centro del pecho, lo cual creo que demuestra que el centro de nuestro yo interior, nuestro corazón, nuestra alma, está o se experimenta en este punto.

La respuesta completa

Volviendo al problema de mi pequeño hermano, las cosas suceden del siguiente modo: comemos el cuerpo del Señor, su carne, y bebemos su sangre. Evi­dentemente, el comer y el beber son acciones físicas: se realizan con la boca y el estómago, pero después «él habita en mí».

Para ser más precisos, hay en esto dos aspectos: Yo habito en él y él habita en mí. Por regla general, so­lemos detenernos más en la segunda parte, es decir, en el «él habita en mí». Yo como su carne y bebo su san­gre, y Jesús viene y entra en ese mi ser profundo, da fuerza a esa mi parte interior, viene a habitar en mí y está ahí, lo noto.

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El corazón es lo profundo en nosotros

Existe un problema en torno a ese nuestro ser inte­rior o a ese nuestro corazón: ignoramos casi absoluta­mente la parte más profunda de nosotros, es decir, nuestro corazón. Sabemos que existen dos partes en la dimensión psicológica y emocional: la consciente y la inconsciente. Del mismo modo, en la dimensión espiri­tual está la parte consciente, pero también la parte profunda, es decir, nuestro corazón. Esto significa que, al ignorar nuestro inconsciente, no conocemos nuestro ser interior. No sabemos lo que sucede en nuestra zona más profunda, y esto es un gran pecado, porque es el Señor, nuestro Dios, quien habita esa par­te profunda de nosotros, en la caverna de nuestro co­razón (esto de «la caverna» es un término indio). Habi­ta precisamente en la caverna de nuestro corazón, en la parte más profunda de nuestro ser. Cuando llega­mos a conocerlo, nos acercamos más al Señor; y cuando llegamos a conocer nuestra más profunda identidad, llegamos a conocer al Dios vivo.

Comunicación

Con todo esto trato de poner de relieve la impor­tancia de ser conscientes de nuestro corazón, de nues­tra parte más profunda, porque es ésta la parte apro­piada para orar. En otras palabras, es el único medio que normalmente tenemos, que tengo yo al menos para ponerme en contacto con el Dios vivo. Podría de­cirse que el corazón es el canal de comunicación con el verdadero Dios vivo y, al mismo tiempo, con nues­tros hermanos y hermanas, a un nivel de verdad. Esta parte profunda de nosotros es como un país descono­cido y aún no descubierto, un país de maravillas (pien-

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so en Alicia en el país de las maravillas). Si no sabes que existe, entonces no has de encontrar la puerta de acceso; pero, una vez que comienzas a entrar, a descu­brir lo que hay dentro, entonces ya estás en el reino de Dios, lleno de cosas imprevistas estupendas y maravi­llosas, de gracias, de regalos, de sorpresas y de cosas bellísimas.

Y este nuestro ser interior no tiene límites porque es espiritual. Lo cual significa que hay en mí un espa­cio amplísimo; y esto es bueno, porque precisamente a causa de mi tan grande y amplio ser interior, el Señor puede habitar dentro de él: y si el Señor habita en mi corazón, entonces, en cierto sentido, mi corazón debe ser grande como el Señor.

El corazón del Señor

Pero no soy yo el único que tiene un corazón, un ser interior que hay que descubrir y a través del cual estoy en contacto con el Dios vivo, sino que también Jesús tiene un corazón. Durante muchos años he con­templado los cuadros y las imágenes del Sagrado Co­razón y no me han gustado lo más mínimo. Alguien podía haber mirado aquellas representaciones y haber dicho: «Sabed que hay algo que está mal: el corazón no está en su sitio; no debería estar en el centro, sino a la izquierda». Y, de hecho, en casi todas las imágenes, el corazón está en el centro. Por lo tanto, desde el pun­to de vista físico, está mal situado; pero, desde el pun­to de vista espiritual, está precisamente en su justo lu­gar, porque esa representación del corazón de Jesús representa el punto donde se manifiesta su ser interior.

Al igual que mi corazón es un espacio enorme, amplísimo, donde el Señor puede entrar, del mismo

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modo su corazón es también un espacio vastísimo y enorme donde puedo entrar yo.

Unión íntima

Por eso dice Jesús: «Cuando comáis mi carne y bebáis mi sangre vendréis a habitar en mí» (cf. Jn 6, 56). Voy a habitar en mi Señor, en su corazón, en su ser más íntimo, y él viene a habitar en mí, dentro de mí, en mi corazón, y entonces mi ser interior y el suyo se hacen uno solo, permanecen unidos y mi corazón y el suyo se hacen uno: ya no son dos, sino uno solo.

Dice San Pablo: «Quien se une al Señor, forma con él un solo espíritu» (1 Cor 6, 17). Pienso que esto quiere decir un espíritu, un ser interior, un corazón, con lo que nos hacemos una sola cosa con el Señor.

El valor de lo profundo

Hay mucha gente que no conoce su propio co­razón, su propio ser interior. Esta gente lleva una vida completamente exterior: es fácil vivir la vida a un nivel físico y exterior, y mucha gente lo hace.

Se identifican con su fuerza física, con sus éxitos, con su aspecto físico; otros, por el contrario, se identi­fican más con su ser psicológico, con sus pensamien­tos y sentimientos, con su propia erudición. Debemos, sin embargo, descubrir nuestro ser más profundo e identificarnos con él, es decir, ser una sola cosa con el Señor Jesús, con el Hijo amado de Dios. Es el Espíritu Santo quien nos demuestra y nos manifiesta lo que te­nemos en lo más profundo de nosotros. Como he di­cho antes, lo que tenemos dentro está en gran parte más allá de nuestra conciencia y de nuestro conoci­miento. Es el Espíritu de Dios quien nos manifiesta lo

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que hay en lo profundo de nosotros, quien nos hace ver la realidad de nuestro ser interior.

La efusión y lo profundo

Esta es la razón por la que afirmo que el bautismo en el Espíritu, es decir, la efusión, es tan esencial y tan importante. Muchos comienzan a comprender y a pro­bar, a través de la efusión, la realidad de lo que poseen en lo más profundo. Jesús dice que el reino de Dios está dentro de nosotros (cf. Le 17, 21) y esto hay que aplicarlo a cada individuo. El reino de Dios está den­tro de mí, y sólo por medio del Espíritu llegamos a comprender lo que tenemos en lo más profundo, a ser conscientes de nuestro ser interior. Para muchas per­sonas, este ser profundo está dormido o jamás se ha despertado, y es el Espíritu quien lo despierta en noso­tros, manifestando después la realidad de Dios en nuestro corazón, en nuestra vida, en nuestras relacio­nes con los demás.

Tres modos de orar

Mi tarea consiste en hablar de la oración, de la santidad, pero no puede haber verdadera oración si no es dentro y a través del corazón. Hay un modo de orar que consiste en hacerlo con los labios; pero si sólo lo hacemos con los labios, sabemos que se trata única­mente de sonidos que no tienen ningún significado. Sin embargo, es fácil repetir palabras y entonar cánticos que no siempre provienen del corazón. Es el Espíritu quien nos da la posibilidad de pronunciar palabras preñadas de su poder y de todo lo que poseemos en el corazón; y es el Espíritu quien nos hace capaces de

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cantar himnos que expresamos con los labios, pero que nacen del corazón.

Existe otro tipo de oración: la oración de la mente, la meditación; y pienso especialmente en la oración de reflexión. Sin embargo, la simple reflexión y medita­ción no nos ponen en contacto con el Dios vivo. Hay una frase en el libro La Nube del No Saber que me gusta citar con frecuencia: «Con el amor se lo puede captar y retener, pero jamás con el pensamiento». Esto significa que no estamos en contacto con el Dios vivo por el hecho de hablar de él, o de pensar en él, o de discutir sobre él, o de «teologizar». Sólo estamos en contacto con el Dios vivo si caminamos hacia él con el corazón: sólo así podemos captarlo y retenerlo.

La santidad es un don

Ahora bien, no hay más santidad que la que viene de Dios a través de la gracia; esa santidad que vierte a Dios a lo más profundo de nosotros, pero que debe fluir de nosotros hacia los demás. Creo que hay una gran necesidad de santidad. Y al decir esto, pretendo decir que hay gran necesidad de que se manifieste la santidad de Dios que existe en nuestro corazón. La santidad no es nuestra, sino un don de Dios. Se llama «gracia santificante»; es la gracia que nos hace santos, que nos ha hecho santos, que ha hecho de nosotros una nueva creación.

A veces podría preguntarse: «Pero ¿dónde están todas esas gracias? En el bautismo hemos recibido la gracia santificante, los dones, las virtudes, las gracias, etc.. pero ¿dónde están? ¿A dónde han ido a parar? A través del bautismo, el Señor, nuestro Dios habita en nosotros..., pero ¿dónde está?»

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Habita en lo profundo de nuestro corazón, pero para mí y para ¡a mayor parte de las personas es un Dios escondido. Ahora bien, hay necesidad de que se manifieste esta santidad. Tal vez hemos intentado lle­gar a santos por nuestra cuenta: tal vez hemos pensa­do que es algo que se hace a base de voluntad, a base de mucho trabajo; tal vez hemos pensado que era algo relacionado exclusivamente con nuestro comporta­miento exterior. Pero la santidad no es algo que haga­mos nosotros, sino que la recibimos; y el recibirla es bien sencillo; y es lógico que así sea, porque es para los niños.

En el reino de Dios no se nos pide crecer y hacer­nos adultos, sino hacernos pequeños, como niños; ce­der, permitir que Dios actúe dentro de nosotros.

Al mando de nuestra vida

Estoy seguro de que no tengo necesidad de subra­yar la necesidad de la santidad. En nuestro trabajo co­tidiano, en mi trabajo diario, es posible ver a mucha gente buena y valerosa, cristiana y católica, pero gente también confusa espiritualmente. Hay muchos proble­mas y muy grandes para nosotros, superiores a nues­tra capacidad para resolverlos por nosotros solos, con nuestros medios. También en la Iglesia hay mucha gente valerosa y llena de buena voluntad, deseosa de ayudar, de renovar la Iglesia, de renovar nuestra vida, de renovar la familia; pero nos damos cuenta de que no podemos lograrlo solos, por mucho que nos esfor­cemos.

Debemos, pues, permitir sencillamente a Dios que tome el mando de nuestra vida: y él lo hará, él será ca­paz de hacerlo. Apenas se lo permitamos, Dios toma-

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rá el mando de nuestra vida; él tiene un «canal» inte­rior.

Dar tiempo a la oración

Pero hablemos de la oración. Creo que lo más im­portante con respecto a la oración radica en que es preciso dedicarse a ella: la cosa más importante es que es menester darle tiempo; sencillamente, orar todos los días, uno tras otro.

Personalmente, opino que quien tenga serias inten­ciones con relación a Dios, a su reino, a la oración, debe encontrar una hora todos los días. No quisiera abrumar a nadie; cada cual debe buscar al Señor por su cuenta; pero esa hora diaria me parece sobremane­ra importante.

¿Qué significa la santidad sino que ponemos a Dios en el primer puesto de nuestra vida? ¿Qué es lo que tiene prioridad en nuestra vida? ¿El trabajo?, ¿nuestros intereses?, ¿el alimento?, ¿el sueño? El pri­mer mandamiento habla de amar al Señor nuestro Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas. Y no se puede amar a Dios de este modo sin dar nuestro tiempo, sin conce­der tiempo para amarlo y permitir que, de ese modo, nos ame él.

Pienso que es éste el significado de la ley del sába­do. En el Antiguo Testamento existía el mandamiento de amar al Señor nuestro Dios con todo el corazón; pero después también ha dicho Dios: «Trabajaréis du­rante seis días, y al séptimo día no trabajaréis» (cf. Ex 20, 8-11); y esto no era simplemente para descansar; era también para poder disponer de un día a la semana en el que centrar en el Señor el corazón, la vida y la

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mente, a fin de adorarlo y alabarlo con todo el co­razón.

Tenemos necesidad de tiempo para amarlo. Si no damos tiempo a las personas a las que tenemos necesi­dad de amar, a las que estamos obligados a amar, pue­de decirse que no las amamos de verdad: para amar de verdad, es preciso dar tiempo.

Así pues, la decisión de dedicar tiempo a la ora­ción la considero como una decisión de amar al Señor nuestro Dios, sin lo cual no es posible amarlo de ver­dad o crecer en su amor.

Cambiar

Creo también que, al hacer esto, abrimos nuestra vida a Dios y le permitimos que él nos abra el corazón y comience a cambiarnos, a transofrmarnos. Es impo­sible dedicar una hora diaria a la oración de repente, sino después de haber sido verdadera y profundamen­te transformados en toda nuestra vida, en todo nuestro ser. A veces podría parecemos que, cuando se dedica una hora a la oración, se malgasta una gran parte de ella; no importa. Si perseveramos y esa hora constitu­ye un verdadero signo de nuestro fiel amor al Señor; si estamos dispuestos a malgastar nuestro tiempo por él, entonces él nos transformará profundamente, de un modo lento pero seguro. Será una transformación gra­dual, sí; pero será una transformación verdadera, obra de la gracia del Espíritu Santo.

Así me sucedió a mí

Cuando hablo de la importancia de dedicar tiempo a la oración, he de confesar que hablo desde mi condi­ción de «pecador arrepentido». Quiero decir que du-

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rante muchos años no he orado. Recuerdo que en el seminario nos enseñaban a estar 25 minutos en la ca­pilla todos los días antes de la Misa; y recuerdo que esto era algo que yo aborrecía. Lo aborrecía porque era muy temprano, justo antes de la Misa, y yo desea­ba estar lo más despierto posible para la Misa; y aque­llos 25 minutos en la capilla hacían que me durmiera siempre. De modo que decidí que, una vez que dejara el seminario, no volvería a hacerlo; y así fue.

Después estudié durante algunos años y, debido a mis estudios, no tenía tiempo para la oración; así lo pensaba yo, y estaba convencido de ello. A veces me preocupaba el no tener tiempo para orar; y unos años después de mi ordenación, durante un retiro espiritual, decidí cambiar y, cuando el sacerdote que dirigía el re­tiro me preguntó qué propósito había hecho, le respon­día que había decidido pasar 10 minutos diarios en meditación.

«¿10 minutos? ¿No son muy pocos? ¿Por qué no te decides por 15 minutos?», me sugirió. Pero apenas le dije que sí, supe perfectamente que no lo haría; y así fue, en realidad.

En la casa donde vivía, había un sacerdote francés que pasaba una hora diaria meditando en la capilla. Yo no conseguía comprenderlo en absoluto y me pre­guntaba: «¿Cómo puede un hombre estar ahí tanto tiempo tranquilamente sentado y, sobre todo, de dón­de saca tiempo?» No lo entendía en absoluto y, sin embargo, lo admiraba profundamente.

Después fui enviado a la misión de Kachemira, en el norte de la India. De pronto me encontré inmerso en el trabajo de la escuela, de la parroquia, etc.; y tampo­co entonces tuve ni busqué tiempo para orar. Pensaba,

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además, que eso no era demasiado importante para mí. Pero después sucedió algo.

Habéis de saber que la misión de Kachemira es durísima. Va poca gente a la iglesia y apenas hay con­versiones; es muy difícil aquello. Desde el punto de vista espiritual, la vida es árida, estéril. Sin embargo, estoy verdaderamente convencido de que el Señor me ha dado la vocación de misionero, es decir, de llevar su Evangelio, de llevar a Jesús. Consiguientemente, después de haber probado inútilmente muchos méto­dos, me sentía auténticamente frustrado; pero en aquel estado de amargura y desilusión, el Señor, poco a po­co, me estaba enseñando que quería algo más de mí; ese algo era la oración. Y cuando digo 'oración', lo digo en el sentido hindú, es decir, la oración contem­plativa, la oración del corazón; una oración que nos abre fuentes de agua viva, una oración que nos pone en contacto con el Dios vivo y verdadero.

Recuerdo que siempre había tenido la impresión de no tener tiempo para orar; y así le escribí a mi su­perior: «Hágame salir de aquí, de esta escuela, porque deseo orar»; y él me respondió que sería liberado de mi tarea en cuanto encontrara a quien me sustituyera. Esto tardó cinco años en producirse.

Mientras tanto, estaba cada vez más desilusionado y frustrado espiritualmente, cada vez más convencido de la aridez de mi vida espiritual. Me daba cuenta de que era perfectamente posible predicar cada domingo en la pequeña capilla de la misión y seguir haciéndolo año tras año; pero también que ello no le importaría a nadie: la gente era completamente indiferente.

Creo que ha sido una gracia del Señor el haberme hecho comprender lo árida que era mi vida espiritual. En los otros campos, mi vida daba frutos: es algo bue-

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no y hermoso instruir a la gente, ayudarla a crecer, a desarrollarse; pero nadie se sentía tocado en el espíri­tu. Lo cual me demostraba lo vacía que era mi vida y me hizo convencer de la necesidad de orar.

Después conocí a una monja que llegó allá de visi­ta y me dijo: «Padre, ¿por qué no viene a dar un retiro espiritual a nuestras monjas? Tiene usted tanto que dar...» Jamás había dado un retiro y, además, nadie me había dicho nada semejante; de modo que acepté y di el retiro a aquellas monjas. Después he sabido, a propósito, que aquello de que «Tiene usted tanto que dar...» se lo decía a todos. Unos años después, estando en el sur de la India con un grupo de sacerdotes, conté esta anécdota y un sacerdote de Bombay se levantó y dijo: «A mí me dijo lo mismo». Ahora bien, aquella monja no era en absoluto estúpida. Veía en las perso­nas las cosas buenas y se lo decía, aunque a veces también te corregía. La monja era irlandesa y murió el año pasado. De modo que, volviendo al tema, di aquel retiro. No voy a describirlo, pero supongo que no les causé ningún daño. Durante el retiro tuve una plática sobre la oración, hablando de lo importante que era orar.

A mi vuelta a Kachemira, pensé: «Señor, así no se puede seguir adelante. O comienzo a orar, o no vol­veré a decir nada a nadie». Y fue entonces, casi en un acto de desesperación, cuando decidí orar. La escuela estaba cerrada por vacaciones y, por lo tanto, decidí: «Señor, ahora mismo me lanzo a demostrar mi buena voluntad; aunque después, cuando se vuelva a abrir la escuela, sea distinto», y comencé a dedicar una hora diaria a la oración. Desde entonces no he podido o, mejor, no he querido dejarla. Creo, de todos modos, que lo mío fue una auténtica obstinación. Me resulta-

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ba terriblemente larga aquella hora. Ya son largos 20 ó 25 minutos y, naturalmente, tardé meses en acos­tumbrarme a estar quieto durante una hora. Sí, creo que fue una cabezonada, pero también creo que nos hace falta algo parecido. Si no conseguimos estar un poco de tiempo en la presencia del Señor, es señal de que hay algo dentro de nosotros que debe ser destrui­do: debemos alcanzar un estado de tranquilidad y de paz.

Perseverar

Creo que ese obstinarse en perseverar en la ora­ción, en darle tiempo, constituye un signo sumamente sincero de amor al Señor, una verdadera búsqueda del Señor. Es buscar al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuer­zas.

Esta ha sido mi experiencia: una vez que comencé a orar, no quería ya detenerme. Sentía que si me dete­nía, mi vida habría perdido todo su significado. Y pro­bablemente era cierto. Para mí, la oración es una tabla de salvación: tengo necesidad de ella, me guste o no; tengo necesidad de ella y, consiguientemente, la practi­co, aun cuando haya tenido que renunciar algunas ve­ces a la recreación, casi siempre al sueño y, en ocasio­nes, a ciertos tipos de trabajo. Pero el Señor debe tener la prioridad.

¿ Técnicas para la oración ?

Hablemos ahora de la técnica de la oración. Los métodos pueden ser muy buenos, pero, llegados a un cierto punto, no pueden realmente ayudarnos, porque, en su mayor parte, los métodos se quedan a un nivel

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psicológico, no espiritual. Para ayudarnos espiritual-mente en la oración, pienso que lo primero, lo más im­portante, consiste en ceder, en entregar nuestra vida a Jesús y experimentar la efusión, el bautismo en el Es­píritu. Y entonces lo que experimentamos no es una técnica, un método, un sistema, sino una gracia. Tene­mos necesidad de la gracia de la oración. De lo que no tenemos ninguna necesidad es de hacer largos viajes por el mundo en busca de nuevas técnicas de oración. Y conste que no las desprecio. Pueden ser de gran uti­lidad. Pero lo más poderoso, lo más importante, es la gracia de la oración que nos viene de Jesús a través del Espíritu Santo. En esto consiste eso tan hermoso que es la renovación. Dios nos inunda con esa gracia de la oración, muchas veces pasando por encima de las téc­nicas que hayamos aprendido. De cualquier modo, creo que todo acarrea beneficios.

Aceptar el amor de Dios

Una última palabra. Los métodos de oración sue­len insistir en el aspecto de la atención, de la concen­tración; pero yo he experimentado que lo importante en la oración no es tanto mi concentración o atención mental, sino lo que ocurre dentro de mi corazón. Lo más importante en la oración es que yo abra mi ser in­terior al Señor, que lo entregue todo al Señor; enton­ces su gracia me inunda y me posee. Lo más impor­tante en la oración es que yo renuncie a mis resisten­cias y comience a aceptar el amor de mi Padre, mi Sal­vador y mi Consolador en todo momento, en cual­quier acontecimiento de mi vida. Lo más importante es que me arrepienta, suplicando que mi corazón se haga más tierno, es decir, menos duro, que se purifi-

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que, que se cure. Todo lo que aprendemos en los «se­minarios de vida en el Espíritu» acerca de la entrega de la vida en la oración, esto es precisamente lo impor­tante y lo esencial; de esto es de lo que tenemos necesi­dad en la oración personal diaria.

Creo que por medio de esta oración personal y de la efusión, el Señor nos hace cada vez más conscientes de su presencia que habita en nuestro corazón y se manifiesta cada día más en y a través de nuestra vida. Y así nos hacemos «piedras vivas» (1 Pe 2, 5). Y al de­cir 'piedra', estoy imaginando una piedra, pero una piedra llena de vida y de luz: el Señor no pretende que sigamos siendo piedras aisladas, sino que sirvamos para la construcción de un templo, todos juntos: pie­dras vivas, coordinadas sobre la piedra angular que es Jesús, formando, junto a nuestros hermanos y herma­nas, el templo vivo.

Así pues, tenemos verdadera necesidad de ambas formas de oración. Tenemos necesidad de la oración personal, en la que experimentamos el amor de Dios, amándolo con todo nuestro corazón; en la que experi­mentamos nuestra fidelidad, haciéndonos sensibles a su presencia; y tenemos también necesidad de unirnos para orar, para formar un cuerpo, porque, aislados, fácilmente nos descorazonamos y acabamos perdien­do el contacto con el Dios vivo. Tenemos verdadera necesidad del apoyo de los hermanos y las hermanas.

Como Jesús

Acabemos ya. Alcemos nuestros ojos y fijémoslos en Jesús, el Hijo amado del Padre; en Jesús, que \e sentía impulsado a emplear horas en estar eon MI l'n dre, escuchando al Padre, recibiendo I;IN p¡ilnl>i;i-. <l< i

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Page 48: Borst James Metodo de Oracion Contemplativa

Padre, recibiendo el amor del Padre para después de­volvérselo. Más tarde, Jesús, a través de esta comu­nión amorosa con el Padre, lleno del poder y de todos los dones del Espíritu, va a predicar el Reino y va a morir: de este modo trae la vida al mundo.

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