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xosepe vega B H REVE ISTORIA GAMUSINO DE UN LLIBROS�FILANDÓN ediciones f

Breve historia de un gamusino

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Traducción al castellano de la novela en leonés "Breve hestoria d'un gamusinu"

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Page 1: Breve historia de un gamusino

�xosepe vega

B HREVE ISTORIAGAMUSINODE UN

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B HREVE ISTORIAGAMUSINODE UN

La�popular (una�antigua�tradición�burlescaque�se�suele�practicar�en�algunas�zonas�de�España)�se

convierte�en�esta�fábula�poética�en�el�pilar�sobre�el�que�seasienta�la�construcción�de�una�conmovedora�metáfora�de�la

vida�humana.�Y�eso,�pese�a�que�el�gamusino�de�este�cuento�sea,no�obstante,�uno�de�esos�seres�imaginarios�sin�más�fundamentoque�su�propia�existencia�lingüística;�pero�es�que�acaso�ningún

otro�pueda�expresar�de�manera�más�consciente�la�percepción�delo�real.

Con�los�personajes�que�llenan�las�páginas,�las�narración�planteaun�diálogo�sobre�las�grandes�preocupaciones�de�la�existencia:�loslímites�éticos,�la�identidad�propia,�la�vinculación�y�el�amor.�Sutrama�bordea�los�límites�de�lo�mágico�y�dibuja�un�mundo�de

maravilla�en�un�prosa�esencial,�elegante�y�cuidadísima.

nos�ofrece�así�un�relato�delicioso,�lleno�demaestría.

caza�del�gamusino

Xosepe�Vega

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ISBN-13:�978-84-613-1823-0

LLIBROS�FILANDÓNediciones f

Breve�historia�de�un�gamusino

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Xosepe�Vega (León,�1968)�es�conocido�enel�ámbito�de�la�cultura�leonesa�por�su�trabajo

en�la�dignificación�y�recuperación�de�lalengua�asturleonesa.�En�los�últimos�años�ha

impartido�un�gran�número�de�cursos,conferencias�y�charlas�en�muchas�ciudades

de�la�región�leonesa,�promoviendo�así�elconocimiento�del�patrimonio�lingüísticotradicional�de�los�leoneses.�Es�además

responsable�de�otras�iniciativas�colectivascomo�la o�el

semanario ,�del�que�fueprimer�director.

Como�escritor�y�articulista�ha�participado�envarios�medios�escritos�y�en�2008�consiguió�elprimer�premio�en�el

,�por�su�relato�“ ”.�Enese�mismo�año�verían�la�luz�la�colección�decuentos�“ ”�y�la�novelacorta�“ ”�de�la�que

ahora�se�ofrece�su�primera�traducción�alcastellano.

Facendera�pola�Llingua

La�Nuestra�Tierra

Certamen�Literario�Reino

de�León El�Cascabelicu

Epífora�y�outros�rellatos

Breve�hestoria�d’un�gamusinu

Otros�títulos�deLLIBROS�FILANDÓN

Fuera�de�colección

Colección�“La�Ponte�de�Santa�Catalina”

Esbilla�de�voces�poéticas�n’asturllionés

Colección�“Cuéndiga�de�pallabras”

Narrativa�llionesa�de�güei LLIBROS�FILANDÓNediciones f

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La�popular (una�antigua�tradición�burlescaque�se�suele�practicar�en�algunas�zonas�de�España)�se

convierte�en�esta�fábula�poética�en�el�pilar�sobre�el�que�seasienta�la�construcción�de�una�conmovedora�metáfora�de�la

vida�humana.�Y�eso,�pese�a�que�el�gamusino�de�este�cuento�sea,no�obstante,�uno�de�esos�seres�imaginarios�sin�más�fundamentoque�su�propia�existencia�lingüística;�pero�es�que�acaso�ningún

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ISBN-13:�978-84-613-1823-0

LLIBROS�FILANDÓNediciones f

Breve�historia�de�un�gamusino

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Xosepe�Vega (León,�1968)�es�conocido�enel�ámbito�de�la�cultura�leonesa�por�su�trabajo

en�la�dignificación�y�recuperación�de�lalengua�asturleonesa.�En�los�últimos�años�ha

impartido�un�gran�número�de�cursos,conferencias�y�charlas�en�muchas�ciudades

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responsable�de�otras�iniciativas�colectivascomo�la o�el

semanario ,�del�que�fueprimer�director.

Como�escritor�y�articulista�ha�participado�envarios�medios�escritos�y�en�2008�consiguió�elprimer�premio�en�el

,�por�su�relato�“ ”.�Enese�mismo�año�verían�la�luz�la�colección�decuentos�“ ”�y�la�novelacorta�“ ”�de�la�que

ahora�se�ofrece�su�primera�traducción�alcastellano.

Facendera�pola�Llingua

La�Nuestra�Tierra

Certamen�Literario�Reino

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Epífora�y�outros�rellatos

Breve�hestoria�d’un�gamusinu

Otros�títulos�deLLIBROS�FILANDÓN

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BREVE HISTORIA DE UN GAMUSINO

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Xosepe Vega

Breve Historiade un Gamusino

Astorga, 2009

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Copyright © Ediciones Llibros Filandón, 2009Título original: Breve hestoria d’un gamusinu.

Traducción del autor

Libros Filandón, S.L.Marcelo Macías, 1 - 24700 Astorga - Tel. 987 616792

www.librosfilandon.com

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones

establecidas por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluída la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o

préstamo públicos.

ISBN: 978-84-613-1823-0Depósito legal: .

1ª edición, Printed in Spain

Imprime: PUBLICEP Libros Digital, S.L.

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En algunas localidades de las zonas rurales de España, y muy

particularmente en el Reino de León, la gente tiene la costum-bre de burlar a los foráneos y a los más jóvenes con la creen-cia en un fantástico animal del que ninguno de estos incautos jamás antes habían oído hablar:

el gamusino. Según el lugar del que se trate, los gamusinos son animales que han de ser caza-dos o pescados, es decir, que según la costumbre y tradiciones de cada pueblo, los gamusinos pertenecen a una especie terres-tre a la que hay que perseguir de noche entre las tierras y los espinos, o son animales acuáti-

Prevención inicial del editor

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cos o semi-acuáticos que viven en el entorno de las acequias y de los ríos.

En el primero de los casos, las tinieblas de la noche facili-tan que, al inocente embromado, dentro del reparto de funciones de la habitualmente numerosa expedición de caza y en conside-ración a su inexperta condición en el lance de la caza del gamu-sino, se le encomiende el trabajo de acarrear con los animales que otros, mucho más avezados en este arte, van cobrando entre gritos y quejas por los terribles mordiscos que supuestamente propinan. Es pues su principal ocupación regresar al pueblo cargado con un saco lleno de pesadas piedras, aunque con-

fiado en que en realidad se encuentra repleto a rebosar de estos extraordinarios animales, sobre los que, por cierto, nadie es capaz de aclararle —entre toda suerte de chanzas y mara-villas por el desconocimiento e ignorancia respecto de su existencia— si en realidad son comestibles o no, incluso si tiene alguna utilidad emprender una aventura de caza semejante.

En el segundo de los supues-tos, y en el mejor de los casos, la inocente víctima termina abso-lutamente empapado en el lecho del arroyo escogido para consu-mar la diversión. En otras oca-siones, y tras la fingida captura de un gamusino con un artilu-gio, parecido a una jaula, con el

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que habitualmente se pescan las truchas, se le hace transportar, metida en el saco, una rata de agua. Cuando, una vez en casa, se procede a abrirlo, el roedor sale disparado, entre la algara-bía de todos y la repugnancia y fastidio del burlado.

Estos comportamientos, apren-didos y transmitidos de gene-ración en generación, forman parte de una tradición cuyo sen-tido y procedencia nadie conoce. De hecho ni siquiera nadie sabe, con seguridad, cuál es el origen de la palabra “gamusino”.

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Breve Historia de un Gamusino

Según fue contada por él mismo y fue escrita por Churida Branca, apabarda de 2ª clase de la Orden de

Catoute.

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Libro 1

De mi origen y nacimiento. De mis primeros senti-mientos y temores. De mi primer afecto.

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Ser un gamusino es una de las cosas más difí-ciles de ser que puede

haber en este mundo. Es posible que os cueste trabajo compren-der lo que os digo y hasta es probable que dudéis de si en rea-lidad se trata de algo que tenga el más mínimo sentido. Tal vez os parezca una afirmación gratuita

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y ridículamente autocompla-ciente —pronunciada precisa-mente por un gamusino—, pero es una de las mayores verdades que conozco, y eso pese a que, en realidad, no es que yo conozca demasiadas.

Admito que también a los hombres les pueda resultar una tarea complicada ser hombres,

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Breve historia de un gamusino. Libro primero.

la oportunidad de que alguien, en algún momento crucial de sus vidas, fuera capaz de decir-les qué es eso de ser un hombre, un chico, un perro o una tortuga, y también de que, entonces, alguien estuviera en disposición de explicarles a cada uno de ellos cómo debían hacer y compor-tarse para ser un buen hombre, un excelente chico, un fenome-nal perro o una tortuga impor-tante. Todos tuvieron siempre con quien cotejar su apariencia, con quien compararse, a quien imitar, quien fuera modelo de su conducta y comportamiento. Sin embargo yo no he conseguido conocer a quien me pudiera servir de modelo, a nadie que tan siquiera pudiera llegar a expli-

de la misma manera que a un chico ser un chico, y que igual-mente a un perro o incluso a una tortuga les puedan pare-cer una aventura aterradora ser un perro o una tortuga, pero en realidad todos ellos tienen una ventaja que yo no poseo. Hay una circunstancia sobre la que corrientemente pasan por alto sin percatarse de la fundamental trascendencia que tiene para sus vidas. Se trata de un elemento clave que determina su existen-cia y facilita de manera decisiva su tránsito por el mundo, y en el que normalmente ninguno llega nunca a reparar.

Y es que todos ellos, los hombres, los chicos, los perros o las tortugas tuvieron alguna vez

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carme, aunque fuera de forma elemental, qué es un gamusino. Y eso convierte en algo muy

complicado el poder llegar a ser un buen gamusino.

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Breve historia de un gamusino. Libro primero.

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Os pondré un ejemplo para que lo enten-dáis. Imaginaos que

sois una gallina. Pero imaginaos que nacéis y vivís solos, sin nadie de vuestra propia especie alrededor, sin ninguna escanda-losa y emplumada ave a la que copiar los gestos, de la que repe-tir picoteos y arañazos sobre el

suelo, con la que medirse en ale-teos, a la que emular con nervio-sos movimientos del pescuezo, que os riña cuando pretendierais comer alguna cosa que una galli-nácea por naturaleza rechazaría, y que arrugara el ceño cuando, por ejemplo, escogierais decir “cua, cua”, en el instante en el que cualquier gallina con un

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mínimo de educación utilizaría un más apropiado “co,co,co”. ¡Qué confuso resultaría todo! ¡Qué difícil acertar, puesto que uno ignora qué es lo cierto y qué lo incierto, lo correcto o lo incorrecto, lo que en realidad se espera de uno!

Así que, dadas mis especia-les circunstancias, tendréis que convenir conmigo que ser un gamusino es algo verdadera-mente muy difícil de ser.

Seguro que tú tampoco sabes qué es un gamusino. Y seguro que estarás leyendo esto apurado por la impaciencia, pensando cuándo llegará el momento de que me deje de divagaciones y vaya directo al grano; el punto en que te diga con sobriedad:

“Un gamusino es esto o lo otro, tiene esta o la otra cualidad, nos dedicamos a esta o aque-lla cuestión...”. ¡Qué más da si resulta muy difícil o no llegar a tal conclusión! ¡Claro, para ti sí que resulta una labor muy senci-lla hacer lo propio respecto a ti mismo y tu especie...! Tú siem-pre has sabido lo que eres —ya te he dicho que fue algo que muy rápidamente se preocuparon de enseñarte—, y ello aunque reco-nozco que a veces puede que te asalten las dudas y entonces no tengas muy claro si realmente eres un buen “seas lo que seas”. Pero es que yo nunca he podido saber si soy un buen o un mal gamusino, porque en realidad ni tan siquiera sé con demasiada

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Breve historia de un gamusino. Libro primero.

certeza qué es ser un gamusino.Seguramente que estás pen-

sando ahora: “¡Vaya, esta sí que es buena! ¡Un gamusino que no sabe qué es un gamusino!”. ¡Ya..., para ti resulta algo muy evidente saber lo que eres...! No tienes más que mirarte a un espejo y reconocer en ti la misma apa-riencia que la de otros muchos cientos de congéneres a los que conoces y con los que convives, y que con facilidad eres capaz de distinguir de otras muy dife-rentes especies o formas de ser. No sólo sabes lo que eres sino que además conoces con certeza lo que no eres. Probablemente has pensado muchas veces —y si no lo has hecho es que eres alguna forma de vida muy poco

reflexiva— que tú no eres un conejo, que nada tienes que ver con un perro orejudo, o has lle-gado a la conclusión de que tu apariencia no es la de una lanuda oveja o la de un gocho calvo y sonrosado (supongo todo esto porque ninguno de ellos, que yo sepa, es capaz de leer y por lo tanto me parece improbable que me esté dirigiendo a alguno). Es más, incluso estás muy seguro de que no eres nada tan extraor-dinario como un vampiro o un hombre-lobo. Y ello porque no sólo estás al corriente de qué clase de especie eres tú, sino que también te han enseñado lo que son cada una de las especies que existen en la tierra; y si no lo han hecho siempre tienes el soco-

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rrido recurso de una monumen-tal enciclopedia, donde entre el relato de biografías y recuento de hazañas, hay espacio para la sesuda descripción de todas y cada una de las especies y ani-males que pueblan el planeta.

De todas menos de una, porque aún no encontré ninguno de esos pesados volúmenes que hable, ni tan siquiera de pasada, nada en absoluto acerca de los gamu-sinos.

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mente entre las hierbas grises y los troncos blanquecinos de los árboles. Llevaban un extraño eco que me hacía sentir enton-ces —aún lo siento— un miedo terrible. En aquellas ocasiones oí nombrar por vez primera a los gamusinos. “Venga, vamos a pescar gamusinos”, decían. Y fue entonces, al notar por pri-

“Bueno, ¿enton-ces por qué sabes que eres

un gamusino?”, me parece oíros decir. Tampoco os puedo dar una respuesta muy concreta y lógica. Recuerdo vagamente las prime-ras veces que escuché las voces de los hombres, a la luz plateada de la luna, moviéndose sigilosa-

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mera vez el miedo que como una sombra acompañaba sus movi-mientos, cuando supe que úni-camente podían referirse a mí. Es más, ¡Estaba completamente convencido de que se referían a mí! ¡Yo tenía que ser uno de esos gamusinos! ¿Por qué si no habría de asustarme? ¿Por qué habría de temerlos? Si yo no era culpa-ble de ser un gamusino... ¿Qué peligro podía correr y, por tanto, por qué habría de atemorizarme tanto su acechante presencia? Y es que en aquellos momentos, cuando los oía deslizándose entre los velos de la noche, una angus-tia terrible que me agarrotaba el corazón y congelaba mis piernas, paralizándome.

Aunque hoy —tal y como

os he explicado antes y con-forme a la educación que llegué a adquirir con el transcurso del tiempo— pueda entender el fundamento de aquellos senti-mientos, sin embargo no puedo expresar exactamente lo que en esas ocasiones me pasaba por la cabeza —sí, creo que tengo cabeza, y también me parece que corazón—, pero entonces yo tenía la absoluta convicción de que era a mí a quien busca-ban. Se trataba de una sensación de seguridad y creencia tales en la certeza de algo, como la que te proporciona la vista cuando descubres las cosas bajo la luz del sol.

De modo que fue así como supe que yo era un gamusino.

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realidad diminuto. Al pertenecer a una época anterior a mi memo-ria (bastante joven e inexperta, por cierto, y por lo tanto aún no muy adiestrada en el orden y la clasificación), no recuerdo cómo llegué a habitar aquella casa, pero añoro mucho la luz amarillenta que envolvía la estancia durante el día y el reflejo plateado que

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Yo vivía en el cáliz velloso de un nar-ciso, en una pradera

oculta por verdes setos y des-parramados sauces, muy cerca de un arroyo que pretendía ser río, y que cantaba día y noche la misma canción gorgoteante. Así que, como ya habréis supuesto, yo era entonces muy pequeño; en

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teñía el ambiente por la noche. Me alimentaba con el jugoso néctar de la flor y con la harina de sus estambres hacía sabrosos bollos que adornaba con trozos diminutos de los pétalos. Desde entonces, y para felicidad de mi redondeada figura, siempre he sido muy goloso.

Durante el día —que entonces yo llamaba “fase amarilla”— me dedicaba a dar volteretas apro-vechando los muros curvados de mi casa, cogiendo carrerilla y desplazándome de una pared a otra como una pelota, e incluso de vez en cuando me atrevía a asomar la cabeza fuera de la flor y admirar las dos inmensas manchas de color que la rodea-ban: una verde y otra azul. Por

la noche —que era mi “fase blanca”— rendido por el can-sancio con tanta voltereta, me acurrucaba en el fondo del cáliz y soñaba con bollos de distintas formas y colores. Seguramente alguno se preguntará cómo, sin la compañía de nadie, sin cono-cimiento de nada, podía llegar a saber el nombre de los colores, pero es que ahora, tras aprender la lengua de los hombres, soy capaz de referirme a ellos con el nombre que vosotros les dais, pero entonces yo los llamaba con otras voces distintas, que hoy me suenan extrañas y misteriosas.

Un día, con tanto bollo, des-cubrí que había crecido de tal manera que difícilmente podía seguir viviendo en aquella ama-

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ble habitación. Apenas sí cabía ya en él y además, pellizco a pellizco de sus pétalos, ya eran demasiados los agujeros que mostraban sus paredes y por lo que entraba el aire y el agua. Así

que no me quedó más remedio que salir de aquel único lugar que mi memoria hasta entonces me permitía, e investigar el exte-rior, buscando un nuevo sitio que pudiera ser mi hogar.

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He oído decir a los hombres que el pri-mer amor es el que

nunca se olvida, y creo que en eso deben tener razón. En reali-dad, es éste un hecho verdade-ramente extraordinario, puesto que frecuentemente carecen de ella, y suelen imponer su volun-tad, no con el convencimiento y

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el ejercicio de la razón, sino más bien por el injusto recurso de la fuerza. En mi caso, ciertamente, nunca podré olvidar mi primer afecto que, por otro lado, y como suele ser corriente, gene-ralmente se suele tratar de la primera persona que de verdad llegas a conocer en la vida. Y yo a la primera alma que conocí a

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azulado y dejaba ver entonces su amor por todas las cosas que lo rodeaban reflejándolas en la cara, mientras las acunaba dulcemente como si las invitara a dormir. Cuando las nubes cubrían el cielo, el rostro adquiría una tona-lidad nacarada y el reflejo se volvía más turbio, como si algo ensombreciera sus pensamientos. Era como si presintiera alguna terrible desgracia para los demás y esa preocupación se instalara en su faz como las arrugas en las caras de los hombres. Pero eso no solía durar mucho, y el regreso del sol era el retorno de su más feliz expresión. Salvo cuando llegaba la tormenta. Entonces parecía enfurecerse. En aquellos momentos realmente llegaba a

lo largo de mi corta existencia fue al Arroyo.

Después he sabido que los hombres creen que los arroyos no son personas, pero también lo han llegado a creer de muchos de sus semejantes, por lo que no considero que su opinión sea muy autorizada, así que nunca lo molesté haciéndole saber todas esas insidias que sobre él y los de su clase van contando los hom-bres.

El Arroyo —o Arroyín, que era como yo lo llamaba—tenía la cara más bella que jamás he visto y veré, siempre con una risa ondulada y el brillo argentino de su mirada de cristal. Cuando el sol lucía espléndidamente, Arro-yín lo hacía a su vez con un fulgor

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darme miedo, mientras su voz se elevaba rugiendo ferozmente, gritándole a la lluvia que lo azo-taba, y exigiendo al reñubeiru*

que viaja entre las nubes que se alejara de aquel lugar, de la

vida de los árboles, de las plan-tas, de los animales que bebían del espíritu de mi Arroyo, y por supuesto de aquel pequeño e ingenuo gamusino que era yo entonces.

* - El la mitología tradicional leonesa, el reñubeiru es un genio maléfico responsable de la formación de las tormentas y los granizos.

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Tengo que decir que llegué a él atraído por su voz, por su extraor-

dinario y persistente cántico. Lo había podido escuchar muchas veces desde mi narciso, al que tuve que abandonar debido a mi maravilloso crecimiento. Ya cuando vivía allí siempre me había intrigado el eco de aquella

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voz que se acercaba tímidamente hasta mi flor, y así poco a poco había ido naciendo en mi interior un deseo irrefrenable de conocer a quien cantaba con aquella deli-ciosa sensibilidad. De manera que eso favoreció mi marcha del que fue mi primer hogar.

Muchas horas pasé escu-chando el sonido lejano de sus

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canciones, intentando descubrir el sentido de sus palabras, la his-toria que necesariamente debía contar con cada nota. Por el día, con medio cuerpo asomado fuera del narciso, oteaba a lo lejos, pretendiendo descubrir a mi extraordinario cantor. A veces llegaba a distinguir un brillo pla-teado que desgarraba la cubierta compacta de sauces tras la que se ocultaba. Era evidente que había debido escoger ese verde escondite llevado por la timi-dez, y ese rasgo de su carácter me subyugaba aún más, alimen-tando necesariamente el deseo de su compañía. De manera que cuando por fin abandoné el nar-ciso, mis pasos se encaminaron casi instintivamente en dirección

a los verdes sauces, atravesando el campo de esmeralda en el que no sé quién había construido mi amarillo hogar.

Recuerdo que la primera visión que tuve de mi Arroyo fue como una ráfaga devora-dora que me atravesó los ojos, la boca y el pecho y que me llegó directamente al estómago. Recuerdo que justo en aquel momento pensé que definitiva-mente quería vivir allí, junto a él, el resto de mi vida, aunque ya entonces no tenía ninguna cer-teza sobre cuánto tiempo podía ser eso. En realidad no sé cuánto tiempo puede llegar a vivir un gamusino.

Resulta innegable que no todas las especies viven lo

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mismo. Los hombres lo hacen unos ochenta años, los perros alrededor de quince, los ratones dos o tres y creo que las maripo-sas apenas viven un día. Así que ¿Cómo podía estar yo seguro del tiempo del que disponía si nunca había conocido a ningún otro gamusino y por tanto ignoraba el tiempo que había llegado a vivir? ¿Quién, incluso, podía asegu-rarme a mí que necesariamente yo también tenía que morirme? Pero… —y eso me causaba esca-lofríos— ¿Quién me podía certi-ficar que la noche estrellada que despedía mis ojos al dormirme no era la última vivida, el último sorbo de belleza que alimentaba dulcemente mi alma? Así que entenderéis que decir que quería

vivir junto al Arroyo toda mi vida, era de verdad bastante más que mucho decir.

No obstante, y por otro lado, creo es cierto que la felicidad da la vida, porque yo en aquel momento sentí junta toda la feli-cidad que se podía llegar a sentir, o dicho de otro modo, sentí toda la vida que se puede llegar a sentir. Pero también es cierto que a partir de entonces se inició una etapa de mi existencia en la que llegué a experimentar más miedo del que nunca después llegaría jamás a padecer. Sufría enor-memente con el temor a que el Arroyo detuviese su canción, con el pavor a que por las mañanas cuando despertaba ya no estu-viese allí, a que se hubiera ido

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Xosepe Vega

abandonándome. Tenía miedo al paso de las horas, al tiempo que consumía, con la sospecha de que me pudiera quedar cada vez

menos tiempo de estar junto a él, y sobre todo tenía un miedo terrible y fatal a los hombres.

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Mientras permanecí junto a él busqué un abrigo para las

noches, cuando refresca, y para esconderme cuando los hom-bres insistían en su empeño de “pescar un gamusino”. Escu-driñé todos los rincones, intenté acomodarme en el tronco hueco de un saúco caído, en la cavi-

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dad formada por unas piedras, incluso en un agujero que alguien cavó no sé con qué objeto en la tierra, pero todos eran dema-siado pequeños para mí, y siem-pre tenía que pasar la noche con medio cuerpo resguardado y con el trasero y las piernas asomando hacia afuera, incapaz de intro-ducirlas por completo en mis

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nuevas casas. Fue una época en la que disfruté de pocas comodi-dades hogareñas y en las que mi alimentación se volvió irregular y descuidada. Comía a cualquier hora cualquier cosa, sin orden ni concierto ninguno, sin atenerme a horarios, regímenes, normas de composición ni de disposición de los platos. Para que os hagáis una idea era capaz de untar jugo de moras en las hojas del diente de león que, para que os sirva de ejemplo, es como si un hombre untara crema de cacao en un bocadillo de salchichón; o mojar galletas de llantén en infusión de plantago, que para el caso, es lo mismo que si un niño quisiera alimentarse con bocadillos de pan.

Era tal mi desconcertado comportamiento alimenticio que, poco a poco, mi cuerpo fue engordando y redondeándose, haciendo mis movimientos más torpes y lentos y mi carácter más melancólico y displicente. Podía haber dedicado tiempo a buscar una madriguera mejor, e incluso a construirla. Podía haber tomado hojas de berros y haber-las tejido haciendo una tienda de campaña, o incluso podía haber tomado cortezas desprendidas de los chopos y haber fabricado una pequeña cabaña, o si me apuráis, con un poco de audacia y ambi-ción, haber tomado unos cuantos cantos rodados de esos sobre los que resbalaba todos los días la delicada cabellera de Arroyín, y

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Breve historia de un gamusino. Libro primero.

haber construido una imponente casa, como las que levantan los hombres en sus países.

Pero muy al contrario, me concentré en mi abandono, en la necia insistencia de Arroyín en cantar siempre la misma can-ción, empleando tantas veces mis palabras, en el frío que congelaba

mis piernas y mi trasero por la noches y en la lluvia y en el rocío que tantas veces los mojaba, en los inquietantes rumores de la noche y en el ululante aullido del viento. Y así fue como poco a poco, como un pajarín atrapado en el barro, me hundí sin remedio en la autocompasión.

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Por su parte, no sé qué desazón le pudo embar-gar al Arroyo para

abandonarme. Pudo ser mi necia insistencia en no querer escuchar su canción, en compadecerme de mi mismo, en insistir en mi des-gracia y no dedicarme a admirar su canto. Aunque es posible que también a él le agobiaran las rei-

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teradas visitas de los hombres.Llegaban casi siempre de

noche, por fortuna con bastante más alboroto que el que acos-tumbra a producir un depredador cualquiera a la caza de su presa, y se iban siempre por donde vinieron, después de que alguno de ellos hubiera acabado dentro del Arroyo, interrumpiendo la

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cía a aquel poderoso y formida-ble cántico que había escuchado a lo lejos por primera vez, cuando vivía en mi flor amarilla.

Una noche, cuando el verano era más cálido, desperté sobresaltado. De repente no oía nada. Su canción había cesado. Me levanté dando trompicones, con el miedo resbalando por cada uno de mis miembros, y me acerqué a él, y lo vi inmóvil, ensombrecido y serio, mientras reflejaba pensativo la imagen luminosa de la luna.

Después, se sucedieron mu-chos días así, oscuro, y luego poco a poco se sumió en la tierra, dejando tras sí únicamente un cauce seco de finísimas piedras pizarrosas. Me quedé perplejo,

dulce canción que cantaba por las noches y que nos arrullaba a todos en nuestros sueños. Yo pasaba el trago metido en mi pequeña madriguera, cada vez más insuficiente para albergar mi gordo cuerpo, temblando de arriba abajo, incapaz de introdu-cir en ese pequeño agujero más allá de mi cintura, y por lo tanto dejando desprotegido siempre mi trasero regordete.

En las últimas semanas yo había notado que la voz del Arroyo se había ido apagando poco a poco. De manera pau-latina, sus trinos y gorjeos se fueron debilitando y su canto se había convertido en un rugido áspero y constante, profundo y grave, pero que en nada se pare-

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sin saber qué decir ni qué pensar. Yo había visto llegar y marcharse a muchas cosas diferentes: a la tormenta, a los pájaros, a las tímidas ardillas, las culebras y los sapos, pero ninguno había mostrado tal extraordinaria actitud. Todas las cosas que he conocido en el mundo, por muy diferente que sea su aspecto van y vienen de la misma manera. Se presentan ante ti, te dirigen la palabra o no, hacen lo que tengan pensado hacer y después se dan la vuelta, y los ves alejarse en la distancia, caminando, reptando, o volando; pero mi Arroyo no había hecho eso. Era como si se hubiera consumido agotado, como si la alegría y la vitalidad que siempre habían dictado sus

canciones hubieran desapare-cido desgastadas, y al fin no le hubiera quedado más remedio que desaparecer buscando un nuevo lugar en el que renacer, por supuesto sin mí.

Pasé muchos días desconso-lado, aturdido, como paralizado. Luego poco a poco fue surgiendo en mi interior una desazón pro-funda que me oscureció el alma y los ojos. Y al fin todo aquel des-asosiego, pesadumbre y rencor por el abandono me empujó sin remedio a emprender un nuevo camino.

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Libro 2

De mi viaje a través de la pradera. De la ciudad de los hombres. De cómo fui a dar con una apabarda y de todo lo que me llegó a decir.

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Mi viaje a través de la pradera fue duro y extenuante. Aunque

mis primeros pasos fueron sobre una amable alfombra verde que parecía darme la bienvenida a mi nuevo destino, pronto las finísi-mas y brillantes hojas de la hierba comenzaron a llegarme más o menos por la cintura y caminar

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en esas condiciones se hacía una tarea especialmente fatigosa. Sé que anduve muchas horas y días en miles y miles de pasos, a lo largo de interminables pastos separados por polvorientos mon-tones de piedra que, dispuestos en larguísimas filas, se mostraban flanqueados por altísimos chopos y olmos portentosos, además de

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Con el transcurso de los días, comencé a percatarme de que a cada momento avanzaba a través de praderas más y más altas y crecidas, y cuando comprobé que la hierba me sobrepasaba la cabeza, me asusté enormemente. Caminaba más deprisa y dormía poco, esperando encontrar por fin el término de aquel mar enmarañado de hierba. Además, me di cuenta de que cuanto más alta era ésta, más seca se mos-traba, y por tanto el jugo que me servía de sustento escaseaba en igual proporción, de manera que mi supervivencia comenzó a estar seriamente comprometida.

Quise dar la vuelta, regre-sar a las regiones en las que el pasto era más corto y agradable,

por susurrantes fresnos que aca-riciaban el aire entre murmullos. De cuando en cuando, en aquel asfixiante tapiz verde, encon-traba algunas pequeñas flores de luminosos colores, entre las que pude observar algunas que me recordaron enormemente a mi primera casa, aquel hermoso narciso amarillo que también fue mi primer alimento. Y aunque llegué a probar el sabor de todas ellas, ninguna me pareció tan sabrosa y exquisita. Durante mi viaje preferí alimentarme del jugo de los verdes tallos de la hierba y, aunque a veces resultaban espe-cialmente duras y correosas, también de las semillas que guar-daban aquellas que crecían más y se atrevían a espigar.

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y la comida abundante, pero fue entonces cuando advertí también que, desorientado por la pérdida de la visión del horizonte y por lo tanto de referencias, me había extraviado sin remedio, porque al volver tras mis pasos no conse-guí reconocer mi antigua senda, y sentí que la hierba era aún más alta y atemorizante y que comenzaba a cernirse sobre mi ocultando el cielo y escondién-dome la luz. En realidad llegó un punto en el que me parecía verla crecer a mi alrededor. Cuando, extenuado, me tumbaba sobre el suelo y conseguía conciliar el sueño durante algunas pocas horas, al despertar veía que todo en torno a mí se había desa-rrollado de forma maravillosa

y gigantesca, como si hubiera aprovechado mi distracción para, a hurtadillas, prosperar a mis espaldas y en cambio cuando la miraba se hiciera la despistada y fingiera permanecer invariable, algo así como cuando juegas al esconderite inglés.

La angustia comenzó a crecer desesperadamente en mi corazón. Me sentí más pequeño e insigni-ficante que nunca y la forma en la que el pánico se agrandaba en mi alma sólo resultaba compa-rable a la que había adquirido el extraordinario crecimiento de la vegetación que me rodeaba. Las hierbas se habían convertido en larguísimos tallos, con enormes y afiladas hojas. Algunas tenían peligrosas sierras en sus bordes,

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y otras, agudos y pungentes pelos en cada una de las caras que me arañaban y mortificaban mi cuerpo a cada instante con dolorosas punzadas. Las había que se habían transformado en peligrosos cardos, o en espinos duros y lacerantes que amena-zaban con afilados sables. En fin, ea mi alrededor se extendía ahora una peligrosa selva que en nada ya se parecía a aquella amable, acolchada y amorosa alfombra verde sobre la que, tras mi primer y brutal desengaño, creí estar tendiendo lánguida-mente el cuerpo de mi existencia y de mi destino.

Consideré entonces que qui-zás mis días habían llegado al fin a su término. Recuerdo que

sentí un pálpito fatal y los ojos se me llenaron de lágrimas. Una sensación atroz de cansancio, de consunción y agotamiento me invadió con tal violencia que tuve que sentarme en el suelo mientras notaba que los párpa-dos me pesaban cada vez más, la boca se me descolgaba en una mueca amarga y los brazos me caían, con las palmas de las manos mirando hacia arriba, uno a cada lado de mi redondeado cuerpecito. Permanecí así un buen rato, en silencio, y al cabo me levanté, y comencé a andar mirando tan sólo a mis pies, e ignorando con tozudez la vege-tación que me rodeaba.

Es evidente que la tenacidad ha de ser una gran virtud, una

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dirigiera mi voluntad, sólo con ese tesón del que hablaba, llegué por fin al linde de las praderas, y tras ellas, entre la suave penum-bra del atardecer, vi frente a mí las primeras luces de la ciudad de los hombres.

extraordinaria cualidad y una poderosa herramienta con la que conducir la existencia porque yo, en aquel momento, fue de lo único que dispuse, pero me valió. Y es que, sin saber cómo, sin ningún plan ni proyecto que

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No me sentía muy tranquilo mientras me acercaba a aquel

lugar. Pese a que debería haberme encontrado satisfecho y aliviado por haber podido escapar del amenazador mar de hierba, sin embargo el ánimo se me encogía con cada paso que me acercaba hacia aquel fascinante espacio.

Porque sólo fascinación se puede experimentar la primera vez que ves una de las ciudades de los hombres. Fundamental-mente cuando llega la noche. De día son sitios ruidosos, huraños y malolientes, pero al caer el sol, cuando se prenden sus luces y comienzan a brillan con un fulgor anaranjado, entre el silen-

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cio del sueño, parecen lugares mágicos, llenos de sorprenden-tes y enigmáticas ilusiones.

Su aspecto es extraño, casi irreal, como una fantasía o un sueño exiliado en la vigilia. El horizonte que dibujan contra el cielo parece quebrado y desigual, lleno de extrañas ramificaciones y excrecencias, imprevisible, y las luminarias con que se enga-lanan son de magníficos y muy diversos colores: rojas, verdes, azules, pero sobre todo ama-rillas. ¡Bueno!, amarillas... o naranjas... porque aún no sabría precisar exactamente cuál era su verdadero color. Unas veces las miraba y me parecían como pequeños albaricoques, y otras juraría que eran como meloco-

tones maduros. En ocasiones, bajo el cárdeno manto del atar-decer —mientras el cielo se des-compone en esa serie de gruesos trazos paralelos que pasando por diferentes matices de azul van del púrpura al negro, y que nor-malmente son salpicados por la sombra de las nubes con tintas unas veces blancas, otras grises, y en su mayor parte negras—, el aspecto de la ciudad y de sus candelarias cambia y se muda con extraordinaria volubilidad. A veces uno queda tan absorto en la contemplación de ese baile de color que simulan exhibir, que los ojos parecen secarse y enton-ces todo adquiere una sustan-cia borrosa y difusa, y las luces aparentan agrandarse y crecer,

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extendiéndose en extraños cer-cos que llegan tocar unos con otros, dibujando así una única y confusa mancha de color.

En el tiempo que perma-necí en aquel lugar pasé muchas horas admirando ese espectá-culo. Durante el día procuraba dormir, escondido en una caja de madera, esperando la caída del sol y sólo cuando éste aflojaba, me desperezaba y buscaba aco-modo para asistir a una nueva representación de aquella coti-diana y nocturna función. Y cada nueva jornada, cuando la noche se tendía sobre las cosas con su azulada e inexorable oscuridad, las temblequeantes luces de los hombres me parecían aún más fascinantes de como recordaba

haberlas visto el día anterior. Llegué a considerar que su magia crecía hora tras hora, y que mi voluntad desaparecía como lo haría una pequeña gota de agua en el desierto, devorada inmise-ricordemente por la arena, pero me temo que en realidad aque-llo no llegó a importarme lo más mínimo.

Y únicamente cuando notaba el olor de la madrugada, me metía de nuevo en mi caja de madera, y dormía durante horas, acompañado de dulces y vapo-rosos sueños llenos de luces de colores, que como hermosas flores de la pradera, alimentaban mi cuerpo cansado y desnutrido.

Lo cierto es que debería haber sentido miedo de perma-

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necer tan cerca de seres cuyo principal empeño —ya sabéis: perseguir a pobres e indefen-sos gamusinos—tan bien cono-cía. En realidad corría un grave riesgo estando en aquel lugar, en total desamparo frente a una eventual “pesca de gamusinos”, pero mi estado de deslumbra-miento era tal, que no era cons-ciente para nada de lo peligroso que podía resultar aquella situa-ción. Tuvo que ser alguien ajeno a mí quien me hiciera reparar en mi imprudencia, quien con-siguiera despertarme de mi ilu-sión, me devolviera la mirada que siempre hay que poner sobre las cosas y quien logró que por fin pudiera rehacer mi rumbo.

No sé ni cómo llegó a mi

lado, ni el tiempo que llevaba allí, junto a mí, antes de que reparara en su presencia. Sim-plemente un día me di cuenta de su compañía. Y sin pretender mostrar demasiado interés por su origen o condición, le pregunté escuetamente quién era.

—Una apabarda —me con-testó con humildad.

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Es difícil decir lo que es una apabarda. Tam-poco sé muy bien por

qué sabía que ella era una apa-barda —puesto que, como los gamusinos, no son una especie de las que se pueda recabar infor-mación en una enciclopedia— pero imagino que algún tipo de experiencia similar a la que

yo mismo tuve en su momento sería la que le había llevado a tal convencimiento. Era un ser singular, como singulares son muchas formas de vida que en mi vida me he ido encontrando, y por tanto de una singularidad que he de considerar como más bien relativa.

Hago este comentario por-

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que si reparo en lo que acabo de decir, inmediatamente advierto una importante paradoja. Y esto es así puesto que, si lo singular se hace habitual, si a cada paso te vas encontrando con cosas e individuos a los que calificas como singulares, entonces lo normal, es decir, lo que habría de ser común y habitual, habrá de tornarse necesariamente extraordinario. ¿No es así? ¿O será que manejo caprichosa-mente dos conceptos distintos y contradictorios de normalidad y por lo tanto llego a confundir los contextos a los que los aplico con las palabras con las que los represento? ¿Por qué me parecía singular, si casi todas las cosas que conocí en mi vida me pare-

cieron singulares? ¿Es que todo es singular en este mundo? ¿Es que no existe la normalidad? ¿Será que la normalidad es un juicio injusto que establecemos sobre las cosas negándonos a ver las características extraordi-narias que poseen y equiparando cosas esencialmente desiguales, considerándolas iguales?

Si hay muchas cosas igua-les se convierten en corrientes, en normales, pero si no las hay, lo normal se vuelve incorriente, extraordinario, es más, resulta imposible... Así pensaba enton-ces... Pero esos pensamientos nunca me ayudaron a entender por qué hoy sigue habiendo tantas cosas que todavía me parecen singulares...

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Y lo cierto es que aquella apabarda me pareció entonces un espécimen singular. La veía extrañamente condescendiente, ajena a todo, incapaz de alterarse por nada, como si se tratase de un ser sobrenatural al que no le afectasen las cuestiones cotidia-nas que nos aquejan a los demás, pero al mismo tiempo era curio-samente rutinaria y aburrida. No parecía disponer de una imagi-nación especial, de ninguna cua-lidad sobresaliente, no era nadie que nunca pudiera destacar por nada... ¡Bueno!... por nada que no fuese su eficaz perseverancia. Con tesón callado y tenaz aco-metía cualquier tarea, sin protes-tar, sin rechistar, sin quejarse de su suerte. Incluso podría parecer

tonta. Podría aparentar que care-cía de juicio propio y que era incapaz de advertir las dificulta-des, de considerar lo enorme de los trabajos que podía empren-der, pero lo cierto es que con el tiempo, llegué a entender que no era precisamente un ser estúpido; más bien creo que se trataba de alguien especialmente hábil e inteligente. Creo que comprendía tan bien el contenido y el alcance de las tareas que emprendía, que justamente por eso no se entre-gaba a discusiones absurdas, no rezongaba, ni buscaba excu-sas. Simplemente entendía su responsabilidad. Comprendía, porque su extrema inteligencia así se lo hacía saber, que su inter-vención resultaba no solo nece-

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saria sino imprescindible, y sin más, sin más palabrería, sin más consideraciones ni miramientos, emprendía su trabajo. Tardaba lo que tuviera que tardar, pero nunca le vi dejar inconcluso nin-

guno de los asuntos que abor-dadaba. Cualquier otra actitud, cualquier dilación disfrazada de pretendida reflexión, no hubiera sido más que el comportamiento propio de un estúpido.

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Cuando los días y las semanas transcurrie-ron, y por fin conse-

guimos establecer cierto nivel de confianza mutua, comenzaron entre nosotros esas conversacio-nes que trascienden lo cotidiano, lo corriente o lo doméstico y que poco a poco se convierten en profundas e íntimas confiden-

cias. Conseguí abrir mi corazón, y las emociones, que como una pesada carga me habían acom-pañado a través de la hierba, brotaron con furia de mi boca.

Hoy me da mucha ver-güenza pensar en todo lo que dije. Hablaba con despecho y no siempre dije verdades. Quise justificar todos los sentimien-

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tos que albergaba en el alma y esconder que, aunque no qui-siera reconocerlo, en el fondo, mi yo más profundo sabía bien que muchos de ellos eran extre-madamente injustos. Le hablé de mi narciso, de mi Arroyo, de su canción y de mi pena. Le hablé de mi viaje, de la hierba, de los días transcurridos y del hambre que llegué a sufrir. Le hablé sobre todo de lo grande que era mi afecto por el Arroyo, y de la desolación que sentí cuando me abandonó.

Yo hablaba, y la apabarda me escuchaba, confortándome con pocas palabras, hablándome de su extraordinaria y larguí-sima experiencia. Comparaba lo vivido por ella con mis propias

vivencias y establecía juicios y conclusiones, haciéndome sentir amparado y fortificado. Y así los días se fueron ordenando en mi comportamiento de forma más aseada, y poco a poco, junto a ella, comencé a dedicarme a otras cosas que no fueran dormir y contemplar las luces de los hombres. Mejoré en mi alimen-tación y aprendí muchas cosas de mi nueva compañera, pero nunca quise moverme de aquel lugar. No quería acompañarla a ninguna otra parte. Me negaba a abandonar mi destartalada caja y ello comenzó a angustiar a la apabarda que debió llegar a la determinación de que era nece-sario que aquella situación ter-minara de una vez por todas.

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—No deberías estar aquí. No es un lugar seguro—me dijo un día en el momento en el que el sol se volvía cobrizo y las pri-meras luces de los hombres se prendían un vez más.

—Pero es hermoso —con-testé con la mirada nuevamente perdida.

—¿Te parece hermoso? —respondió. Y se rió.

Asentí molesto. No me parecía un comportamiento demasiado cortés burlarse de los gustos y criterios estéticos de los demás. Es más, siempre he considerado que se trata de una grosería inexcusable.

—No es tan hermoso cuando lo ves de cerca... —añadió como intentando justificarse.

Volví la cabeza con un gesto de desdén, pero la tenaz apa-barda no se amilanó por ello.

— ¿Quieres ver una de esas luces de cerca? ¿Conocer su alma?

Permanecí en silencio. La apabarda se fue rezongando pala-bras que no llegué a entender, y al poco volvió con algo entre las manos que parecía quemarle.

—Mira —dijo mientras las extendía hacia mí y me mostraba lo que llevaba.

Era como una pompa de las que se forman a veces en el agua, pero dura y caliente. Tenía un aspecto horrible y vestía con un espantoso gorro metálico, algo oxidado, lleno de surcos y coronado con una especie de

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casquete negro. Dentro de la burbuja había una sonrisa sinies-tra, fría y provocativa, como si meditara sobre cosas que sólo ella conociera y sopesara la posibilidad de revelártelas para espetárselas a uno bárbaramente en la cara. Entonces yo no sabía lo que era una bombilla.

—Esto es lo que produce esas luces. Si lo miras bien, verás no hay nada bello en ello...

—Es cierto... No es tan bello de cerca... Pero sí es bello lo que hacen... —le contesté.

La apabarda me miró sorpren-dida. Permaneció un momento en silencio, como reflexionando sobre lo que le acababa de decir, y después me susurró:

—Creo que tienes razón.

Nunca había pensado en eso...Y al instante añadió:—Pero no creo que todas

esas luces sean más bellas ni llenen tanto tu alma como lo hizo tu Arroyo. ¡Vuelve! Te está esperando...

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Con los días insistiría más veces en aquella cuestión. Repetía su

argumento una vez y otra y llegó a mostrarse verdaderamente latosa e irritante. Yo no quería escucharla, y la mayor parte de las veces me hacía el sordo, adoptando un gesto distraído e indiferente.

—Pero tu Arroyo está allí, esperándote... —decía siempre con necia insistencia.

— ¿Es que lo has visto? ¿Estuviste allí? —le contesté por fin un día, desafiante.

—No me hace falta, tonto. Pero confía en mí, él ya ha regre-sado. Está en el mismo lugar de siempre, seguramente cantado la

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misma hermosa canción.La miré sorprendido. Su

seguridad me producía cierta perplejidad. Si no lo había visto con sus propios ojos... ¿Cómo podía estar tan segura de ello?

La apabarda sonrió. Intuyó mi incertidumbre y me dijo:

—Ya han pasado muchos meses desde entonces. Las nieves han vuelto de nuevo, y con ellas las lluvias, el viento..., hasta la tormenta... Estoy seguro de que todos ellos convencieron a tu Arroyo para que volviera. Pero ten en cuenta que cual-quier afecto tiene sus momentos buenos y sus momentos malos, y que es probable que en ocasio-nes tengas la impresión de que tu Arroyo vuelve a entristecerse

y a considerar la posibilidad de separarse de ti. Entonces, rastrea siempre el origen de su sonrisa, buscando el lugar del que nace su corriente, y no desesperes, que siempre habrá de regresar a ti.

La miré con una tristeza profunda. Sabía que aquellas palabras eran producto de la com-pasión que en aquel momento sentía por mí, de manera que me sentí más pequeño e insigni-ficante que nunca. Sentí que no era más que una simple gota en el conjunto del océano. ¿Quién me echaría de menos si algún día el furioso mar me expulsara con alguna de esas bravas olas con las que acostumbra a azotar la costa? Yo, entonces, no sabía lo que era el mar, tampoco tenía

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la más mínima idea de lo que era un gamusino, pero los sen-timientos, aquellas impresiones con las que iba envolviendo el alma, eran algo muy real, como calambrazos que te recorren el cuerpo buscando los escondrijos en los que se resguarda tu espí-ritu, y aunque tardes muchos días o meses, incluso años, en entender su significado, en com-prender su origen y motivación, no por ello dejan de ser ciertos. Con el tiempo incluso aprendes a darles nombres, a asignarles órdenes y categorías, a tradu-cir al lenguaje de las palabras, de las figuras o simplemente de las metáforas, su inexplicable e insondable pronunciación. Son como una lengua extraña y con-

fusa, que nos resuena de manera estridente y misteriosa, pero de la que de ninguna manera somos capaces de separarnos. Es como un eco continuo rebotando eter-namente en tus propios abismos interiores.

Así que, aunque entonces nunca hubiera visto antes el mar, y ni siquiera supiera lo que era, yo sé que me sentía como una gota de agua dentro del inmenso océano.

Pero, mientras soportaba aquello, la apabarda siguió hablando y hablando. Batió con sus palabras, como un marinero bate sus remos sobre la mar, y continuó con su monótono dis-curso aplicando todo el tesón que tenazmente antes tanto tiempo

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había entrenado, de manera que poco a poco fue derritiendo los hielos que mantenían congelado mi corazón, calentándolo con palabras y consejos, con cariño

y amistad hasta que, al fin, noté como reverdecían las praderas de mi alma y que el aliento que des-pedía mi boca comenzaba a oler como la hierba recién segada.

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Libro 3

De mi viaje de vuelta. De mi encuentro con las lavanderas. De las montañas y de cómo trepé

por el arco de una vieja.

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No habían pasado ni dos días desde el momento en que

emprendiera mi viaje de regreso cuando, al trasponer una suave colina, me topé con unas aves verdaderamente singulares. Eran dos pájaros de hermoso plumaje gris que permanecían posados sobre la rama de un árbol, en el

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borde mismo del camino. Tenían un aspecto despreocupado y dis-traído, como si no tuviesen nada mejor que hacer, y su tiempo hubieran de gastarlo con la con-templación de todos aquellos que pasaban. A cada poco movían sus colas de arriba abajo, con gestos repetitivos e intermiten-tes y muy pronto me di cuenta

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a media altura, entonces la cosa variaba, pues más bien podía sig-nificar algo parecido a “¡Pues yo no estoy muy de acuerdo con lo que estás diciendo!”. Si habla-ban de conceptos vitales como la paz, el amor o la amistad, entonces las sacudidas de las plumas de sus colas eran lentas y pausadas, pero si por alguna razón se encontraban nerviosas o irritadas entonces las agitaban aceleradamente, casi con verda-dera ferocidad. Aunque lo que sí es cierto, para el debe de aquel sutil sistema lingüístico, que un simple “sí” o un “no” se resolvía con una tan compleja secuencia de movimientos arriba, abajo, a un lado y a otro, que fácilmente se podría confundir con frases

de que en aquella actitud había algún tipo de mensaje o lenguaje oculto. Me paré frente a ellas y las observé. Al principio se que-daron muy quietas, mirándome con atención, como si desconfia-ran, pero al poco rato ya estaban otra vez charloteando con sus plumas.

No me fue muy difícil llegar a desvelar el significado de algunos de aquellos gestos. Por ejemplo, si movían con rapidez la cola hacía abajo un par de veces y después la colocaban muy recta hacía arriba era señal indiscutible de un “¡Vaya, vaya, vaya, pues si que tienes razón!”; pero en cambio, si tras los dos primeros movimientos hacia abajo, su extremidad se quedaba

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como “he visto a una calabaza montada sobre un pelícano volando hacia el Polo Norte” o “las grosellas de color naranja son más ricas que tu sastre”.

Su lenguaje y conversacio-nes me intrigaron de manera tal que decidí permanecer algunos días junto a ellas para estudiar-las. Enseguida supe que se tra-taban de dos ejemplares de la especie que en muchos lugares se conoce como “lavanderas” y que tenían gran afición por los caminos y por el entorno de los ríos. Pero como suele ocurrir en muchas cuestiones que han de ser investigadas o examinadas, al cabo fui yo quien fue objeto de mayores averiguaciones y análisis. Así, muy pronto, las

lavanderas supieron de mi viaje y de mi intención de reencon-trarme con mi Arroyo. Se mos-traron muy amables conmigo y me dieron muchas indicaciones y consejos muy útiles a seguir en mi viaje. No podían apuntarme con certeza cuál era el rumbo exacto que tenía que tomar, pues las dos eran muy jóvenes y aún no conocían todas las rutas del mundo, pero coleteaban cosas muy sensatas para su juventud.

—Es probable que la vieja sepa algo más. Lleva mucho tiempo allí, junto al río… y ha visto pasar muchas gentes y muchas cosas. Seguro que conoce el camino —me dijo una de ellas moviendo su cola.

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que mostraba con mi Arroyo. Seguramente que eran parientes de algún tipo o grado, pero para nada poseía la belleza fascinante de mi querido torrente. Cantaba una canción profunda y grave que poco tenía que ver con el alegre gorjeo que en su tiempo tanto admiré. A su lado, arrodi-llada junto a la orilla, había una

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Las dos aves muy ama-blemente accedieron a acompañarme a visitar

a aquella vieja. Al parecer vivía a la orilla de un pequeño río, al final del camino que solían velar las dos lavanderas. Cuando lle-gamos me asombré de la pro-fundidad y anchura de aquella corriente, y del parecido familiar

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vieja, ataviada con una vestidura blanquísima. Lavaba y lavaba ropa sin parar, batiendo, restre-gando, aclarando y escurriendo, y mientras se afanaba en su labor no dejaba también de cantar, como el río, una hermosa can-ción. Sonaba extrañamente triste y melancólica, y la letra precisa-mente hablaba de una lavandera que lavaba junto a una fuente.

Tardó un buen rato en perca-tarse de mi presencia. A mi lado mis dos nuevas amigas coletea-ban y coleteaban sin parar. La verdad es que en ocasiones resul-taban algo chismosas y palabre-ras, y es probable que su ruidosa charla fuera la que sacara a la vieja de su concentrado estado.

— ¡Hola, buenos días! —

saludé yo cuando vi que se daba la vuelta y me miraba.

— Buenos días… —dijo ella.

— ¿Qué lavas?— Las ropas del día. —me

contestó mientras hacía ademán de volver a su labor.

— ¿Las ropas del día?— Sí, tengo que lavar cada

día la ropa sucia. Así puede usarse al día siguiente y puede volver a mancharse con cada nueva cosa que se hace durante la jornada. ¿Tú que haces aquí?

Le conté que las lavanderas me habían dicho que ella podía ayudarme. Le puse al tanto de mi historia y experiencias, así como de mi voluntad de regresar junto a mi Arroyo.

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— Pero estoy desorientado. Entre tanta hierba, árboles y caminos, que mudan y cambian a cada instante, no soy capaz de recordar qué senda seguí para llegar hasta aquí…

— ¡Hum! ¡Hum! Incierto camino es el destino… —señaló entonces la mujer con gesto sesudo.

Me miraba intensamente con sus intrigantes ojos grises. Era casi como si me desnudara el alma.

— Lo cierto… —dijo titu-beando— es que estoy segura de que el camino que lleva a tu Arroyo está arriba o abajo de este río que ves aquí… —y me hizo un gesto con el brazo seña-lándomelo— pero me resulta

imposible decirte cuál de los dos rumbos habrías de tomar.

Sentí que me derrumbaba. ¿Y si tomaba el curso de las aguas y me separaba para siempre de mi Arroyo? ¿Y si andaba con-tracorriente y ocurría lo mismo? ¿Y si aquella vieja se equivocaba y ese cauce oscuro nada tenía que ver con el paradero de Arro-yín? Los ojos se me llenaron de lágrimas y por un momento sentí ganas de estar en mi pequeña flor, allá lejos, junto al linde de las paleras, y poder acostarme a dormir.

— No llores. Se me ocurre una solución —me consoló la vieja.

La miré con incredulidad.— El problema tuyo es de

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punto de vista —estableció muy segura de sí misma— Divisas todas las cosas desde tu corta altura y así, las altas hierbas y la fronda de los árboles no te per-miten reconocer los caminos.

¿Ves aquellas montañas que hay al otro lado del río? ¿Por qué no asciendes a una de ellas? Desde allá arriba te será fácil reconocer la cara plateada de tu Arroyo…

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La propuesta de la vieja me pareció una muy buena idea. Crucé sal-

tando sobre las piedras el cauda-loso río de la vieja y comencé la ascensión de la montaña. Pero era una empinada pendiente y a medio camino me sentí fati-gado. Las dos lavanderas habían decidido acompañarme e iban

por delante de mí avanzando entre pequeños saltitos. Ellas me animaban con sus colas a no rendirme, y se paraban y me esperaban, confortándome continuamente. Yo proseguí subiendo lastimosamente, trope-zando a cada momento, cayendo y haciéndome daño una y otra vez en las rodillas, pero no cejé

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en mi empeño. Verdaderamente fue un esfuerzo agotador, algo así como una dolorosa lección, pero aún más doloroso sería lo que al fin me encontraría en la cima.

Allá arriba aprendí que siempre hay alguna montaña frente a la que uno está que resulta aún más alta y enorme. Desde aquella cima, veía kiló-metros y kilómetros, de valles, colinas, montes y montañas, de verdes manchas de bosques, de azuladas brumas y de pincela-das de luz descomponiéndose y desapareciendo. Pero desde allí resultaba imposible ver el cora-zón de los valles y reconocer los rostros de los arroyos y ríos que los surcaban. Me sentí agotado,

casi derrotado. En realidad, en aquel momento, ya no recordaba demasiado bien por qué un día había decidido abandonar a mi Arroyo.

Descendí apesadumbrado. Hasta las lavanderas camina-ban en silencio. Habían perma-necido un buen rato en la cima de la montaña contemplando mi derrota mientras observaban mi semblante descorazonado. No dijeron nada, ni el más leve movimiento de sus colas.

Cuando llegué junto al río, la vieja no estaba lavando. Se había sentado sobre una peña, al lado de un enorme aliso, en la misma orilla del río, y con un dedo de uno de sus pies trazaba todo tipo de surcos y rizos sobre la super-

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ficie del agua. Al verme llegar, levantó la cabeza. Tenia un gesto como de entendimiento, como si de alguna manera mágica y mis-teriosa ya supiera del resultado de mi última y desventurada expedición.

Yo pretendí decir alguna cosa, tal vez sólo quejarme, pero entonces me hizo callar.

— ¡Pssss…….! ¡Silencio!A lo lejos se oía el extraño

canto de un pájaro.— Cuando la perdiz canta

y el arco bebe, no hay mejor señal de agua que cuando llueve. —pronunció enigmáticamente mientras con la mano me indi-caba que permaneciera quieto.

Y casi al momento comenzó a llover. Con finas gotas al princi-

pio y gruesos goterones después. Era no obstante, un agua cálida y agradable que me limpió del polvo de la ascensión a la mon-taña. Duró sólo unos minutos, en los que todo comenzó a brillar como si hubiera sido pulimen-tado con cera. Y tras la última gota se hizo un extraordinario silencio.

— ¡Mira! —señaló en aquel momento la vieja con un gesto.

A lo lejos, sobre una verde colina, lucía espléndido un arco iris.

— ¿Ves aquel arco de colo-res? Es de una vieja que vive sobre la colina. ¿No te parece algo lo suficientemente alto como para que desde allí puedas divisar a tu Arroyo?

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La colina era un verde y mullido colchón de refulgente esme-

ralda. Cuando aporté a su cima contemplé maravillado el arran-que del arco, como si brotara de la hierba. Allí mismo, junto al lugar en el que debían estar plantadas sus raíces, había una vieja, de pelo muy blanco, y

vestida de negro. Parecía que me había sentido llegar desde lejos, pues se afanaba con urgencia en esconder alguna cosa tras la tela brillante de su arco, apartándolo así de mi vista.

— ¡Buenos días, señora! —saludé con educación— ¿Es suyo el arco?

La anciana se dio la vuelta,

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y entonces comprobé que tenía un extraordinario parecido con la vieja del río. En realidad, debería decir más bien que eran exactamente iguales. Creo que por un instante pensé que debía tratarse de la misma persona, y que de algún modo, que yo no comprendía, se había adelantado a mí llegada. Únicamente se dis-tinguían en el ropaje, pero en lo demás… los ojos, la boca, el pelo cano… ¿Pero qué sentido tenía aquello?

Decidí no obstante no com-plicarme con aquel enigma, y centrarme en la cuestión que me había traído allí. La vieja me había estado examinando durante un buen rato de arriba abajo, como juzgando si lo que yo era

se trataba de algo que mereciera ser tratado con alguna conside-ración, y por tanto, de algo que tuviera derecho a una respuesta.

— Sí, claro que es mío… ¿Por qué lo preguntas?

— Es que me gustaría que me dejara usarlo…

— ¿Usarlo? ¿Para qué?Nuevamente tuve que contar

toda mi historia. La vieja asen-tía a cada momento, y de hecho parecía disfrutar con el relato. Al final, me dijo sonriendo:

— ¡Pues claro que puedes usar mi arco! Me sorprende mucho el fin para el que lo quieres. Habitualmente quienes vienen por aquí lo buscan por razones muy distintas… —y su rostro se ensombreció por un

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instante.Así que, sin más, me dispuse

a trepar por el arco de colores, pero pronto hube de compren-der la dificultad que tal empresa entrañaba. Apenas había ascen-dido dos pasos, cuando resba-laba sin remedio en su finísima y pulida superficie, y como en un tobogán, caía de nuevo al suelo, sobre la verde hierba de la colina.

Lo intenté varias veces, pero fue inútil. Al principio, las lavan-deras se angustiaban con cada uno de mis fracasos, pero al fin, la situación comenzó a pintar tan ridícula, que empezaron a carcajearse con cada resbalón. Yo mismo comencé a advertir la comicidad de aquella circunstan-

cia, y después de varios minutos de esfuerzos baldíos y de alguna que otra trompada, acabé como ellas, sentado sobre la hierba, riendo a carcajadas.

La vieja del arco reía tam-bién. Era evidente que por alguna razón yo le había caído bien. Debía llevar un rato conside-rando la forma de ayudarme, porque en aquel instante tuvo una gran idea:

— Tú lo que necesitas es una soga. Deberías atarla al arco y ascender ayudado de ella. ¿Ves aquella cabaña que hay encima de aquel monte? Es la casa de una hilandera. Ella podría fabri-carte con su hilo una fuerte soga con la que trepar a lo alto del arco.

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La hilandera me recibi-ría muy amablemente. Ya no me sorpren-

dió su extraordinario parecido con la lavandera del río, ni con la vieja del arco. En realidad lo esperaba. Escuchó con mucha atención toda mi repetida his-toria e incluso me hizo algunas observaciones muy interesantes.

Después me dijo:— No hay ningún problema.

He entendido perfectamente lo que necesitas, así que ahora mismo me pongo a trabajar.

Tomó su rueca, una estrafa-laria máquina con una enorme rueda en el centro, y comenzó a fabricar hilo y más hilo. Yo tomaba lo hilado y a su vez lo

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trenzaba, usando tres cabos de cordel al mismo tiempo. Así, hora tras hora y día tras día, construimos una fuerte y larguí-sima soga capaz de alcanzar las nubes.

Enrollé la cuerda, la cargué con mucho esfuerzo sobre mis hombros y regresé rápidamente al arco de colores, dejando a la hilandera trabajando en la fabri-cación de más y más hilo.

— Va a hacer falta mucho más hilo para otros… —la oí decir mientras me iba.

Junto al arco iris mis amigas las lavanderas me echaron de nuevo una mano. Tomaron con sus pequeñas patas un extremo de la soga y volaron muy muy alto, por encima de aquel

enorme y majestuoso arco. Con gran esfuerzo lo traspusieron y después soltaron el cabo, deján-dolo caer hasta el suelo. Enton-ces, lo recogí y lo uní con el otro extremo formando un lazo corredizo. Tiré a continuación de la soga y poco a poco el lazo acabó anudándose sobre la cima de la arcada. Pegué no obstante tres o cuatro fuertes tirones para comprobar su estabilidad y ense-guida me dispuse a trepar por ella hasta arriba del todo.

Las lavanderas estaban muy excitadas. Parloteaban y parlo-teaban sin parar.

— Esperadme arriba… —dije, mientras les pedía con un gesto que mantuvieran la calma.

Echaron a volar hasta la

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cima y yo comencé mi ascen-sión. Fue realmente penosa y mortificante. Resultó un desco-munal esfuerzo ascender, metro a metro, por aquella cuerda de hilo sintiendo cómo mis manos se abrasaban y los brazos y las piernas parecían gritar de dolor. Por un momento mi cuerpo rechoncho parecía más un badajo colgando de la bóveda de una campana gigantesca, y hubo ratos en los que creí que no sería capaz de llegar hasta arriba. Pero tenía a mis fieles y emplumadas amigas para sostener mi ánimo. Desde lo más alto me alentaban, y cuando alzaba la cabeza y veía el brillo de sus ojos parecía que se me renovaban las fuerzas y el aire me entraba en los pulmones

dotándome de vigor y de desco-nocidos bríos.

No sé las horas que tardé en completar la ascensión, pero cuando al fin mis brazos se posa-ron sobre la brillante superficie del arco me sentí como un ver-dadero gigante, como un coloso que hubiera llevado a cabo una de las mayores gestas de la his-toria. Me incorporé y contemplé maravillado el espectáculo que se cernía a mis pies. Sí, desde allí podía verlo todo: los valles, los ríos, la ciudad de los hombres, la pradera y la linde de los sauces, y también por fin, la hermosa cara plateada de mi Arroyo. Allí estaba, a una distancia enorme, y sin embargo, ¡qué cercano me pareció entonces!

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“Y pensar que pude llegar a estar tan lejos…” — me dije para

mí mientras en mi cabeza trazaba la ruta de mi viaje de regreso.

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¡Que rápida me pareció la vuelta! A pesar de que el

deseo del reencuentro me hacía enfrentar con excesiva impa-ciencia cada paso que daba, cada sendero, cada piedra y muro sobre el que saltaba, aunque las horas y los días de marcha me golpeaban en el alma con el mar-

tillo del ansia, recorrí el camino de vuelta casi en un suspiro.

Recuerdo el sufrimiento que supuso el viaje hacia la ciudad de los hombres. La larga y fatigosa sensación del tiempo, la atemo-rizadora presencia de todo lo que me rodeaba, el vértigo y la fatiga de mi ascensión al arco iris, pero en mi vuelta, después de haber

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trazado desde la altura del cielo mi ruta de regreso, cada brizna de hierba, cada hoja, cada árbol, me saludaban con amabilidad y me animaban a darme prisa.

Y cuando al fin llegué al linde de los sauces, y adiviné tras ellos, la voz amable de mi Arroyo, el corazón me estalló con toda la vida y la felicidad que todas las cosas de todo el mundo nunca podrían llegar a tener.

Me senté junto a él. Lo miré en silencio. Cantaba.

—Estoy aquí otra vez. Pensé que te habías ido —dije con voz suave.

No me contestó. Siguió can-tando, igual que haría después durante muchos meses. Luego

llegó el estío y con él otra vez el silencio. Pero en esa ocasión, me acordé del consejo que hacía tanto tiempo me había dado la apabarda, y decidí así perseguir con mis pasos la línea que sobre la tierra marcaba mi Arroyo, y de este modo ascendí a las monta-ñas. Y en lo más alto del mundo, casi sintiendo los flecos desga-rrados del ropaje de las nubes, junto a mi empequeñecido y enlutecido Reguero, aguardé el momento en que regresaría de nuevo su alegría.

Muchas veces viví aquel episodio, y nunca más caí en la tentación de abandonarlo en los momentos malos. En oca-siones —únicamente cuando lo veía cantar con júbilo— salía

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de viaje por el mundo, pero regresaba siempre con el ansia del reencuentro. En todos ellos aprendí muchas cosas y tuve la ocasión de adquirir muchos conocimientos y de obtener una gran erudición en muy diferen-tes materias. Visité bibliotecas y museos, universidades y aca-

demias, pero todas esas joyas y tesoros del saber nunca me dieron más satisfacción que la que sentía cada vez que, traspo-niendo el plateado linde de los sauces, contemplaba de nuevo la hermosa y brillante sonrisa de mi Arroyo.

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Epílogo

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Tengo entendido que las cosas no son de igual manera en todos los

países de este inmenso mundo. Lo contemplo desde estas alturas montañosas, junto a la mirada hoy entristecida y apagada de mi Arroyo, y me asombra su enormidad. Es evidente que en algo tan terriblemente grande,

en donde tanto y tan distinto puede llegar a caber, las cosas y los comportamientos han de ser necesariamente muy diferentes de un lugar a otro. Creo que exac-tamente igual que ocurre con las criaturas que lo habitan. ¡Cuán-tas especies diferentes! ¡Cuántas voluntades diferentes! ¡Cuántos sentimientos diferentes! ¿Cómo

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no va a haber comportamientos diferentes?

Sé que los hombres con su natural inclinación a ordenar y clasificar todo, se habrán puesto rápidamente a la tarea de esta-blecer órdenes, de decidir cuál es el mejor y cual la peor de las formas de ser, el mejor y el peor de todos esos comportamientos. Es cierto que yo también consi-dero que en el mundo hay cosas que son y cosas que no son, y que en consecuencia tiene que haber cosas buenas y cosas que no son buenas, o dicho de otra forma, cosas malas. En el mundo tiene que haber cosas que son buenas por sí mismas, porque ningún mal o perjuicio puede traer a las demás, y cosas que son malas

por lo contrario, pero si el bien y el mal, lo bueno y lo malo se tuviera que decidir en función de este criterio, entonces yo mismo sería una criatura maligna, puesto que yo solo, sin necesidad de nadie más, cuando únicamente era un diminuto gamusino, casi me merendé entero un tierno y lucido narciso. Y admitir esto es algo realmente muy difícil.

Durante algún tiempo pensé que el mal y el bien tenían que ver con la intención de cada uno. Pensé que si el comportamiento de las personas está regido por elevados principios y beatíficas intenciones, entonces necesaria-mente lo obrado tiene que ser bueno. Pero pronto me di cuenta de lo difícil que resulta juzgar

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las intenciones de cada uno, y lo que es más, lo habitual que resulta que individuos cargados de buenas intenciones causen males terribles a aquellos con los que conviven.

Después, con el progreso de mis estudios y educación, llegué a considerar que el bien y el mal debían ser como la savia de las plantas, como el delicioso jugo de las hierbas que probé en la pradera. Las hay que derro-chan humedad y néctares, pero también tuve que sufrir con las hierbas secas y ásperas que no poseen ni una gota de jugo. El mal debería ser algo parecido, algo así como una planta sin jugo. Y el bien una esencia que se puede tener o no en el cuerpo,

pero cuya ausencia te condena a una existencia hosca y amarga.

Hoy, sin embargo, he lle-gado a la definitiva conclusión de que el bien o el mal son como la distancia que hay entre las cosas. Cuando te alejas de algo no con-sigues verlo con claridad, hasta el recuerdo se debilita y se hace más borroso. Cuando te acer-cas, conoces la verdad de esas mismas cosas y de ese modo juzgas de forma correcta y con justicia los hechos y el compor-tamiento de cada uno. Es posible entonces que el mal no sea nada más que el estar lejos de algo.

Pero yo no soy más que un simple gamusino, y mi opinión, por tanto, no habrá de ser nunca demasiado considerada. Los

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Breve historia de un gamusino. Epílogo.

hombres, acostumbrados a las grandes hazañas y al heroísmo, suelen pronunciar palabras y dictar sentencias con mucha más apariencia de sesuda racio-nalidad y sensatez. Dicen, nor-malmente, que el mal es la parte oscura de la vida. Y yo lo único que sé es que en la oscuridad,

normalmente, no se ve nada.Aunque en realidad no sé

qué quieren decir con eso, ni en qué se basan para decirlo. Debe ser que se lo escucharon a alguien, y los hombres son así, repiten todo lo que oyen y lo que aprenden sin saber muy bien qué es lo que significa.

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FIN

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Este libro acabó de imprimirse el 30 de septiembre de 2009

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Diseño de colección: Libros Filandón, S.L.Copyright © Ediciones Llibros Filandón, 2009

Libros Filandón, S.L.Marcelo Macías, 1 - 24700 Estorga - Tel. 987 616792

www.librosfilandon.com

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B HREVE ISTORIAGAMUSINODE UN

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B HREVE ISTORIAGAMUSINODE UN

La�popular (una�antigua�tradición�burlescaque�se�suele�practicar�en�algunas�zonas�de�España)�se

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Xosepe�Vega

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ISBN-13:�978-84-613-1823-0

LLIBROS�FILANDÓNediciones f

Breve�historia�de�un�gamusino

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Xosepe�Vega (León,�1968)�es�conocido�enel�ámbito�de�la�cultura�leonesa�por�su�trabajo

en�la�dignificación�y�recuperación�de�lalengua�asturleonesa.�En�los�últimos�años�ha

impartido�un�gran�número�de�cursos,conferencias�y�charlas�en�muchas�ciudades

de�la�región�leonesa,�promoviendo�así�elconocimiento�del�patrimonio�lingüísticotradicional�de�los�leoneses.�Es�además

responsable�de�otras�iniciativas�colectivascomo�la o�el

semanario ,�del�que�fueprimer�director.

Como�escritor�y�articulista�ha�participado�envarios�medios�escritos�y�en�2008�consiguió�elprimer�premio�en�el

,�por�su�relato�“ ”.�Enese�mismo�año�verían�la�luz�la�colección�decuentos�“ ”�y�la�novelacorta�“ ”�de�la�que

ahora�se�ofrece�su�primera�traducción�alcastellano.

Facendera�pola�Llingua

La�Nuestra�Tierra

Certamen�Literario�Reino

de�León El�Cascabelicu

Epífora�y�outros�rellatos

Breve�hestoria�d’un�gamusinu

Otros�títulos�deLLIBROS�FILANDÓN

Fuera�de�colección

Colección�“La�Ponte�de�Santa�Catalina”

Esbilla�de�voces�poéticas�n’asturllionés

Colección�“Cuéndiga�de�pallabras”

Narrativa�llionesa�de�güei LLIBROS�FILANDÓNediciones f