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Caminos Ningún aficionado negará que se puede encontrar más placer en un único dibujo que te haya llevado toda una tarde hacer – una tarde entera sentado, tranquilo, de modo que puedas sintonizar con lo que sería el estado de ánimo del artista– del que puede obtenerse con el deslumbramiento y la acumulación de impresiones incongruentes que uno recibe, hastiado y aturdido, en una de esas famosas galerías de arte. Pero esto que admitimos aquí en relación con el arte no es extensivo a esas bellezas, llamadas naturales, a las que ningún exceso en el sublime contorno de las montañas, o en las gracias de los cultivos de las llanuras, podrá perjudicar de tal manera que debilite o degrade el sabor que dejan. Sin embargo, no podemos estar seguros de que la moderación y un régimen de austeridad tolerable, incluso en el escenario, no resulten saludables y fortalezcan el gusto; y que la mejor escuela para un amante de la naturaleza no se encuentra en uno de esos países que no provocan el efecto de un decorado – es decir, en los que no hay nada saliente, ni nada súbito–, sino un tranquilo espíritu de ordenada y armoniosa belleza que empapa todos los detalles de un modo tal, que podremos esperar, pacientes, cada uno de esos leves toques que hacen sonar en nuestro interior, todos a la vez, la nota que se oculta en el paisaje. Es en un escenario como este donde nos encontraremos con el estado de ánimo adecuado para buscar los detalles más insignificantes y remotos. La constante recurrencia de combinaciones similares de colores y perfiles nos impone gradualmente una sensación de construcción de esa armonía y, de pronto, algo del manierismo de la naturaleza nos resulta familiar. Este es el verdadero placer de nuestro «hedonista rural»: no quedarse anonadado ante el Monte Chimborazo; no sentarse ensordecido junto al bombo de la orquesta, sino aprender día a día algo nuevo de esa belleza, experimentar una nueva sensación, vaga y tranquila, que hace

Caminos y sotano de las golondrinas

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dos lecturas de lo mas agradables, algo que tienes que leer para conocer y saber un poco mas.

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Caminos

Ningún aficionado negará que se puede encontrar más placer en un único dibujo que te haya llevado toda una tarde hacer –una tarde entera sentado, tranquilo, de modo que puedas sintonizar con lo que sería el estado de ánimo del artista– del que puede obtenerse con el deslumbramiento y la acumulación de impresiones incongruentes que uno recibe, hastiado y aturdido, en una de esas famosas galerías de arte. Pero esto que admitimos aquí en relación con el arte no es extensivo a esas bellezas, llamadas naturales, a las que ningún exceso en el sublime contorno de las montañas, o en las gracias de los cultivos de las llanuras, podrá perjudicar de tal manera que debilite o degrade el sabor que dejan. Sin embargo, no podemos estar seguros de que la moderación y un régimen de austeridad tolerable, incluso en el escenario, no resulten saludables y fortalezcan el gusto; y que la mejor escuela para un amante de la naturaleza no se encuentra en uno de esos países que no provocan el efecto de un decorado –es decir, en los que no hay nada saliente, ni nada súbito–, sino un tranquilo espíritu de ordenada y armoniosa belleza que empapa todos los detalles de un modo tal, que podremos esperar, pacientes, cada uno de esos leves toques que hacen sonar en nuestro interior, todos a la vez, la nota que se oculta en el paisaje. Es en un escenario como este donde nos encontraremos con el estado de ánimo adecuado para buscar los detalles más insignificantes y remotos. La constante recurrencia de combinaciones similares de colores y perfiles nos impone gradualmente una sensación de construcción de esa armonía y, de pronto, algo del manierismo de la naturaleza nos resulta familiar. Este es el verdadero placer de nuestro «hedonista rural»: no quedarse anonadado ante el Monte Chimborazo; no sentarse ensordecido junto al bombo de la orquesta, sino aprender día a día algo nuevo de esa belleza, experimentar una nueva sensación, vaga y tranquila, que hace tiempo nos abandonó. No es la gente la que ha «ansiado la naturaleza y languidecido por ella durante tantos años de confinamiento en la gran ciudad, como dijo Coleridge en aquel poema que tanto avergonzó a Charles Lamb; no son aquellos que más progresos hacen en su intimidad con ella, ni los más rápidos en ver o los que tienen más afán de disfrute. En esto, como en todo, son los conocimientos insignificantes y la dedicación continua y apasionada los que forman al verdadero diletante. Un hombre tiene que haber pensado mucho en un escenario antes de empezar a disfrutar de él. No hay en las colinas un entusiasmo juvenil que pueda adueñarse de la esencia última de la belleza. Es posible que la mayoría de la gente ya esté calva cuando pueda comprobar en un paisaje que tienen la capacidad de ver; e incluso entonces será sólo durante un momento, antes de que sus facultades empiecen su declive y ellos, al mirar por la ventana, comiencen a percibir que su vista está oscurecida y limitada. Así el estudio de la naturaleza debería llevarse a cabo de una forma completa y sistemática. Toda pequeña gratificación debería degustarse despacio, como un bocado exquisito, y nosotros

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deberíamos estar siempre dispuestos a analizar y comparar para poder ofrecer una explicación plausible a nuestras preferencias. Cierto que resulta difícil decir con palabras, aun de manera aproximada, qué sentimientos entran en juego. Hay una crueldad peligrosa intrínseca en todo refinamiento intelectual de cualquier sensación vaga. El análisis de estas satisfacciones siempre lleva a la afectación literaria, y estoy seguro de que todos conocemos ejemplos donde se ha probado que dicho análisis ejerce una influencia morbosa en la elección del lenguaje por parte del autor, o del giro de sus oraciones. Sin embargo, hay muchas cosas que hacen atractivo el intento: pues cualquier expresión, por imperfecta que sea, cuando se ha utilizado para delimitar un sentimiento profundo, parece una suerte de legitimación del placer que nos provoca. Un sentimiento común es uno de esos bienes fantásticos que hacen que la vida tenga buen sabor y siempre sea distinta. Saber que otro ha sentido lo mismo que nosotros, que ha visto cosas –por pequeñas que sean– de un modo no muy distinto al modo en que las hemos visto nosotros, será hasta el final uno de los mejores placeres de la vida. Dejemos por tanto que el lector se traslade, con este espíritu que le recomendamos, a algunas de las zonas más tranquilas del paisaje inglés. En las regiones agrícolas más sencillas y plácidas la familiaridad pone de relieve muchas cosas en las que vale la pena fijarse, y nos las hace patentes mediante una especie de repetición amorosa; igual sucede con la maravillosa y vitalista velocidad del molino de viento, con sus aspas girando sobre el campo en reposo, o con la ocurrencia y recurrencia de la misma torre de iglesia al final de un paisaje, de uno tras otro. Y sobre todas estas fuentes de tranquilo placer, el carácter y la variedad del camino en sí, el camino por el que va el lector. No sólo ahí cerca, al alcance de la mano, en las ágiles contorsiones con las que el camino se adapta a la alternancia de llanos y lomas, sino también a lo lejos, cuando vea algún tramo de ese camino que asciende por la colina y brilla al sol de la tarde, se dará cuenta el lector de que el camino es un ser tan variado y ameno que le permite mantener la mente siempre ocupada. Podrá alejarse de la orilla del río o de los senderos que conducen a los pueblos, pero el camino siempre estará con él. Y si se encuentra de verdad en un estado de ánimo adecuado para la observación, encontrará en eso compañía suficiente. De sus sutiles curvas y cambios de nivel surge un interés auténtico y continuo que mantiene nuestra atención siempre alerta y viva. Cualquier ajuste que requiera el relieve del suelo, cualquier pequeña pendiente, cualquier pequeño viraje, parecerá impregnado de vida y proporcionará una exquisita sensación de equilibrio y belleza. El camino discurre sobre las suaves ondulaciones del campo como lo hace un barco por los altibajos del mar. Hasta las márgenes mismas de tierra baldía, que se agazapan un poco más allá, en el tramo del camino que está más desgastado, o que forman un entrante, refugiándose bajo el seto, tienen algo de esa delicadeza libre de la línea, un balanceo y una terquedad similares. Podría uno dedicar un día entero de verano a pensar (y no haber llegado a ninguna conclusión cuando cayera la noche) qué cúmulo y sucesión de circunstancias ha dado lugar a la más sutil de estas desviaciones; y tal vez es sólo aquí donde

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debiéramos buscar el secreto de su interés. Un sendero que atraviesa una pradera con obstinación e irresponsabilidad humanas, con toda la grata protervitas de su dirección cambiante, siempre será algo más parecido a nosotros que una vía de ferrocarril trazada por un ingeniero a través de un terreno complicado. Pero no hay una secuencia razonada en lo que llama nuestra atención: parece como si durante un instante sin ley hubiéramos escapado de esa regla de hierro de la causa y el efecto; y así regresamos enseguida a algunas de esas viejas y placenteras herejías de la personificación, siempre ortodoxas desde el punto de vista poético, y atribuimos una suerte de libre albedrío, una vida activa y espontánea a esa tira blanca de camino que se aleja, se curva y se adapta con astucia a las desigualdades de la tierra que tenemos ante nuestros ojos. Recordamos, cuando escribimos, millas de carretera ancha bien trazada, con cierta conciencia de artificio estético, incluso, por una extensión de terreno roto y ricamente cultivado. Se dice que el ingeniero tenía en mente la belleza de la delineación de Hogarth cuando la trazó. Y el resultado es sorprendente. Un tramo espléndido y agradable lleva a otro, en simple transición: nada perturba ni disloca la sólida continuidad de la línea principal de ese camino. Y sin embargo, falta algo. No hay imperfecciones, ni una de esas curvas secundarias ni de esos pequeños cambios de dirección que, en los caminos naturales, se llevan consigo nuestra curiosidad. Uno siente enseguida que este camino no se ha formado con la laboriosidad de la naturaleza, sino que se ha cortado a medida; y que un modelo puede ser perfectamente correcto en su trazado desde el punto de vista académico, pero siempre será inanimado y frío. El viajero siente también que su estado de ánimo entra en comunión con el del camino que recorre: todos hemos visto senderos que serpentean entre la arena de la costa y que transcurren pesados sobre las dunas, como una culebra aplastada. Aquí debemos avanzar caminando despacio, con ritmo pesado y pasos lentos; y también habrá cierta comunión entre nuestro estado mental y la expresión de las curvas relajadas y nítidas del camino. Este es un fenómeno que tal vez pueda resolver nuestro intelecto, aun con cierta dificultad. Podríamos pensar que este camino que estamos recorriendo ahora se ha formado a partir de un tracto que siguieron, espontáneamente, generaciones de primitivos caminantes ligados a este mismo terreno, una tras otra, de la misma manera que nosotros hoy. O podríamos pensar algo más profundo, y recordarnos que allá donde el aire es vigorizante y el suelo firme bajo los pies del caminante, el ojo de este aprenderá enseguida a ver y aprovechar las pequeñas ondulaciones y se apartará, distraído, del camino recto cuando haya algo hermoso que ver o cuando exista la promesa de una panorámica más amplia. Así como un matorral de rosas salvajes puede desviar y deformar permanentemente un camino que transcurre recto por la pradera, allá donde el suelo es firme el caminante se preocupará sólo por el trabajo del progreso y caminará con la cabeza inclinada, avanzando sin mirar a su alrededor. La razón, sin embargo, no nos acompaña por toda la ruta: el sentimiento suele regresar en aquellas situaciones en la que es difícil imaginar cualquier explicación posible y, de hecho, si conducimos a cierta velocidad por una

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carretera buena, bien trazada, en un vehículo descubierto, notaremos que esa comunión de la que hablábamos antes es casi completa. Sentimos cómo de golpe la suspensión se asienta en algún punto curiosamente retorcido; tras un ascenso pronunciado el aire puro baila en nuestros rostros mientras nos dejamos caer precipitadamente al otro lado de la cuesta. Y nos resulta muy difícil no atribuir una especie de abandono, algo apresurado, a la carretera misma. Sólo las curvas del camino son suficientes para animar una caminata que dure todo un día, aunque caminemos por un lugar conocido o por una región deprimente. Algo que hemos visto a muchas millas de distancia, sobre una elevación, lleva tanto tiempo escondido a nuestros ojos –mientras divagábamos por valles profundos o entre los bosques– que cuando nos vamos acercando apuramos impacientes el paso y giramos en cada curva con el corazón latiendo fuerte. Es en esos tramos de expectación, en la sucesión de esperanzas, una tras de otra, donde vivimos los momentos más prolongados de placer de una caminata que dura sólo unas horas. Es siguiendo estas sinuosidades caprichosas como aprehendemos, poco a poco y a través de alguna que otra coqueta reticencia –del mismo modo que conocemos si podemos contar con un amigo– la hermosura absoluta del campo. La disposición natural del paisaje siempre deja algo escondido para mostrárnoslo después y llevarnos, como un cicerone entregado, a muchos lugares diferentes, situados en diversos grados de la lejanía, antes de ofrecernos el esperado destino. En esta conexión con el tráfico, y en la comunión absoluta con el campo, resulta muy hermosa esa sucesión de caminantes, de viandantes briosos, los que se toman el camino como si fuera una obligación, que recorren nuestros senderos y contribuyen a construir lo que Walt Whitman llama «la alegre voz del camino público, el sentimiento fresco y alegre del camino»2 . Pero fuera de esa gran red viaria que vincula todas las formas de vida, desde la granja de la montaña hasta la ciudad, hay formas de individualidad para la mayoría y casi tantas posibilidades de elegir compañía como de elegir belleza o comodidad. En algunos caminos nunca transcurre mucho tiempo sin que oigamos el sonido de unas ruedas, o gente pasando a nuestro lado en tan grandes falanges que no podemos calcular su número. Pero en otras, las de las regiones menos frecuentadas, encontrarse con otra persona es todo un acontecimiento. Vemos en la distancia alguien que se va acercando a nosotros, una figura que se va definiendo; luego, un breve cruce, un saludo, y el camino de nuevo desierto ante nosotros, quizás para un buen rato. Estos encuentros tienen un valor nostálgico que no puede entender el morador de lugares más populosos. Recuerdo haber estado una vez junto a un campesino en la bocacalle de una ciudad tranquila, pero más concurrida y bulliciosa en ese momento de lo habitual; el hombre parecía sorprendido y perplejo por el paso ininterrumpido de tantas caras diferentes; después de una larga pausa, durante la que parecía estar buscando la expresión oportuna, dijo tímidamente que parecía haber un montón de reuniones por allí. La frase es significativa: es la expresión de la vida de pueblo en el lenguaje del camino rural, largo y solitario. Las reuniones de dos personas eran las únicas que había conocido aquel hombre en las tierras

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de pastoreo de la alta montaña, de las que venía. Y la concurrencia de las calles era, a sus ojos, la multiplicación extraordinaria de aquellas «reuniones». Y ahora llegamos por fin a la última y más sutil cualidad de todas: la de la sensación de perspectiva, de visión de conjunto, que es la que conjura de un modo tan poderoso la mención de un camino. En la naturaleza, al igual que sucede en los paisajes antiguos, más allá de aquella imparcial luz diurna en la que un llano multicolor aparece hundido y saturado, la línea del camino lleva al ojo más allá, con una vaga sensación de deseo, hasta la frontera verde con el horizonte. Ahora tenemos conciencia de viajar, y visitamos en espíritu todo bosquecillo o aldea que nos tiente en la distancia. La pasión por lo que hay más allá, llamada Sehnsucht, queda perfectamente expresada en esa cinta blanca de posibles recorridos que divide una tierra desigual; ni siquiera hay un campesino arando los surcos relucientes, ni el humo azul de una casita en la hondonada, pero a nosotros se nos antojan tan cercanos, tan al alcance de la mano, y es gracias a esa línea vacilante que marca la separación. Hay un párrafo muy apasionado del Werther que da en el clavo: «Cuando vine aquí, ¡qué hermoso era el valle que me invitaba por los cuatro costados cuando yo miraba hacia abajo desde la cima de la colina! Allí el bosquecillo… ¡ah, creo que podría hundirme en sus sombras! Allá las cumbres de las montañas… ¡Ah, podría haber contemplado desde su altura toda la extensión de esta región! Allá las colinas encadenadas, los valles secretos… ¡En ellos podría perderme entre sus misterios! Me precipité en su interior y regresé sin haber encontrado aquello que iba persiguiendo. ¡Ay, la distancia! Es como el futuro. Un enorme agujero se abre en el crepúsculo que hay ante nuestro espíritu; la vista y el sentimiento se lanzan de igual modo y se pierden, igualmente también, en la posibilidad. Y nosotros ansiamos rendirnos con todo nuestro ser, y dejar que nos colme el éxtasis de una única, gloriosa sensación. Y cuando nos lanzamos a apurar los frutos, cuando todo ha cambiado y se ha transformado en “aquí”, todo es a la postre como había sido antes, y nosotros quedamos en ese estado contraído e indigente, con el alma sedienta de ese elixir menguante». A este estado de expectación, lleno de duda e intranquilidad de espíritu, nos conducen los caminos. Cualquier vista panorámica insignificante, cualquier imagen que podamos abarcar de cuanto se extiende ante nosotros, dará riendas a nuestra imaginación para que pueda prescindir del cuerpo y lanzarse a las sombras de los bosques, contemplar el llano desde la cumbre de las montañas y recorrer los meandros de los valles que vemos a lo lejos. El camino ya está allí, no puede faltarnos mucho para llegar. Es como si marcháramos al frente de la retaguardia de un gran ejército y oyéramos la aclamación que la gente de una ciudad amiga, jubilosa, dedica a la avanzadilla. ¿Es que no querría cualquier hombre, tras largas millas de marcha, sentirse como si ya estuviera cruzando las puertas de la ciudad?

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SÓTANO DE LAS GOLONDRINAS 

Es una sima fascinante tanto  por su belleza  física y su magnitud como por su fauna y la leyenda que la rodea. Esta cavidad está  situada a 12 km. Al oeste de la pequeña población de Aquismón, San Luis Potosí, en el municipio del mismo nombre. El Sótano de las Golondrinas es la tercera sima vertical del mundo, con una caída libre de 376 m. muchos espeleólogos lo  consideran el  abismo subterráneo más hermoso descubierto  hasta la  fecha en nuestro planeta. Su  boca  es  circular  y sensiblemente  inclinada, con un diámetro promedio de 55 m. a medida que el  tiro desciende el diámetro   inicial se  va abriendo hasta  alcanzar  los 300 m. al  final.  El  fondo es una superficie  bastante  amplia e  irregular, formada por  grandes montículos de rocas colapsada y enormes lomas que  con el  tiempo se han  originado por el cumulo de guano de varias de las especies que habitan en la cavidad. En uno de los extremos de esta  superficie existe una grieta  vertical, por  donde  continua el abismo a través de angostos y lodosos tiros, hasta  alcanzar  los 5121 m. de profundidad  total.Fue en 1978 cuando por  primera  vez  penetraron  en este abismo. En enero de dicho año se inicio el segundo curso de espeleología del grupo de espeleología  de la UNAM (GEU). Este, al igual que el  primero dado un año antes, seria impartido por Alejandrina Pérez Casar, Rafael Rojas, Lorenzo García, el  objetivo del  curso fue descender este sótano. Lorenzo fue el primer mexicano en descender el Sótano en  1974. La espeleología mexicana empezaba a mostrar así  deseos  de querer salir de un oscurantismo en que había caído desde la década pasada. Aislado del mundo espeleológico, los espeleólogos mexicanos desconocían mucho aun sobre las técnicas verticales de la exploración de cavidades.Alejandrina Pérez fue una espeleóloga muy destacada, llevo intensos  cursos de espeleología en Francia, donde se encuentra lo mejor de la espeleología mundial. Alejandrina junto con su esposo Jorge de Urquijo otro explorador subterráneo, dieron vida al Grupo Espeleológico Mexicano (GEM).  La técnica de la espeleología vertical está en constante evolución, sin embargo sus bases se establecieron hace aproximadamente 20 años, principalmente en Europa. En Francia ha tenido su máximo desarrollo. Antes de 1975 se utilizaban escalas y cuerdas para descender las cavidades verticales, ahora prácticamente se han eliminado las escalas lo cual brinda autonomía   a los exploradores. Las

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cuerdas suelen ser de nylon o perlon y tienen  alta resistencia la tensión de 2 a 3 toneladas, pero su resistencia a  la abrasión es  baja, por eso que se deben de proteger de los roces contra  las rocas. Una vez colocada la cuerda, se deben  seleccionar muy bien los  nudos y el sitio en que se ancla, se utilizan los descensores para  penetrar a los abismos, estos se colocan al espeleólogo  por medio de un arnés de cintura. Los descensores utilizados en espeleología se  basan en la  fricción del cable sobre el descensor, lo cual  permite  bajar  suavemente e incluso se puede controlar  la velocidad  con la que se  baja. En México el más  utilizado es el descensor norteamericano tipo “Rack” conocido en nuestro país  como “Marimba” por su parecido al instrumento  musical, la marimba es el descensor más cómodo y seguro para grandes verticales. El ascenso para salir  de los abismo se efectúa con unos aparatos llamados “autobloqueadores” o “ascensores” entre ellos pasa la cuerda  y así se realiza un movimiento ascendente, no descendente  ya que al dejar  de subir el aparato bloquea al cable por  medio de una especie de   muela. La  forma   más común de emplear los ascensores es  la siguiente: se utilizan dos de ellos, uno se coloca por medio de  una cinta, fijándose en el pecho y al arnés de cintura, a su  vez el otro queda situado un poco más arriba  y se  le ata un estribo en el cual colocamos uno o los dos pies. Esta técnica es francesa y es  la más utilizada en el mundo. Al ascensor de pecho se le llama “croll” y al estribo “puño”, ya que tiene una asa para empuñarlo fácilmente. 

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SÓTANO DE LAS GOLONDRINAS

Abismo con una caída libre de 376 m. la sexta más profunda del  mundo.Profundidad total de  512 m.Su boca tiene un diámetro promedio de 55 m.Es habitado por miles de  vencejos (conocidos comúnmente como golondrinas debido a su gran parecido) y pericos.Considerado uno de los abismos subterráneos más bellos del mundo.Descubierto  en diciembre de 1966 por espeleólogos  de los Estados Unidos.Su exploración se llevo a cabo entre 1967 y 1969 por espeleólogos norteamericanos.Localizado en las  cercanías de la comunidad de Tamapatz, dentro del municipio de Aquismón, S.L.P. en el corazón de la Huasteca. El Sótano de las  Golondrinas fue descubierto para el mundo espeleológico en diciembre de 1966 por T.R. Evans, Charles Borland y Ronald Stearns, todos miembros de la Association for Mexican Cave Studies AMCS y de la Frederick Troglophyllic Association FTA.La AMCS fue fundada en 1962 por un grupo de espeleólogos texanos, en Austin, Texas, con el fin de ampliar el conocimiento de las cavidades mexicanas. El hallazgo de Golondrinas por  miembros de dicho grupo dio fama mundial a la asociación.   

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LEYENDA DEL SOTANO DE LAS GOLONDRINAS

El Sótano de las Golondrinas es conocido por los indígenas huastecos y su nombre en nuestra lengua es Xol-oclif. Antes de la llegada de los españoles, Xol-oclif era un inmenso cenote formado por las sagradas aguas de la muerte.Por el camino de  piedra marchaban las comitivas de guerreros que una vez al año conducían a las doncellas al sacrificio. Antes de ser sacrificada, la doncella era purificada con incienso y copal por los sacerdotes, para evitar que su cuerpo contaminara las aguas de la muerte. La huasteca Calmalli fue la última doncella sacrificada, pero los dioses no aceptaron su sacrificio porque habían decidido castigar y abandonar a los huastecos por soberbios. Al recibir  el cuerpo de Calmalli las aguas de la  muerte, la furia de los dioses se desato y tras un terrible cataclismo se formo en las profundidades del sótano sagrado, un monstruoso remolino y las aguas de la muerte fueron tragadas por la tierra. Desde entonces nunca más  hubo agua, los días fueron amargos para los huastecos: aparecieron 7 plagas que diezmaron a  los jefes guerreros, enseguida llegaron los españoles con sus  poderosas  armas quienes derrotaron fácilmente a los guerreros.Entonces ocurrió un  milagro, del Sótano empezaron a  salir miles de serpientes coralillos a cuyo mandado venia una coral  grande y altiva. Era Calmalli quien había escapado de los dioses retornando para salvar a su pueblo. Las coralillos atacaron  a los españoles, no les   hacían daño las armas de  fuego y  pronto  los derrotaron, los pocos españoles que quedaron pudieron salvarse huyendo  de la región  sin regresar jamás. Después del triunfo  Calmalli reunió a todas las coralillos y ante los ojos de los huastecos se transformaron  en   golondrinas y se lanzaron al aire, entraron luego en la boca del sótano  cuyas entrañas se convirtieron desde entonces en  hogar y refugio de estas aves, también desde entonces el pozo se llama Sótano de las GolondrinasLas golondrinas salen temprano originando  una gigantesca espiral de  más de 300 m. de longitud. Salen  junto con el sol y forman  una larguísima  columna que se pierde en el horizonte  volando  rumbo a la costa, por las tardes  las aves regresan  en enormes parvadas y se acumulan en la  boca del abismo volando en  círculos hasta que se lanzan en picada a velocidades superiores a los 100 km. por  hora.Llegan a penetrar en  grupos tan  numerosos que da la impresión de originar una cascada de aves, producen  fuertes zumbidos y una  corriente de aire que sale de la cavidad. Este es uno de los espectáculos de la naturaleza y su duración tanto de entrada como de salida es de aproximadamente una hora y media. Las golondrinas permanecen toda la  noche en el  interior del sótano  y  hacen sus  nidos sobre las paredes. Durante su estancia arman un gran escándalo y no

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existe un solo minuto de silencio, los pericos que  también  viven en el  interior de la sima, vuelan mucho más lentamente y tanto para salir como para entrar se mueven en  forma de espiral, son también escandalosos y solo vuelan hacia los alrededores  del sótano. Cuando  las golondrinas penetran  en el sótano, los pericos se retiran ya que una colisión podría ser mortal. Ellos siempre salen del sótano después de las golondrinas y entonces reina en el  abismo un  silencio impresionante.