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Capadocia

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Capadocia

Capadocia es patrimonio de la humanidad y por ese paisaje lunar en el que parece haberse detenido el tiempo han pasado múltiples civilizaciones. Las primeras zonas habitadas se remontan al neolítico. Asirios, persas, romanos y bizantinos hicieron de Capadocia un enclave importante en la ruta entre oriente y occidente. De hecho, esta región ahora tomada por el turismo –y admirada por cuantos deambulan sin rumbo fijo en busca de una figura que sorprenda más que la anterior– ha sido históricamente un enriquecido lugar de paso.

Gentes de culturas diversas surcaban Capadocia como escala en la trascendental ruta de la seda. El comercio y la cultura, pues, se desplazaban agarrados del brazo por los caminos de este paisaje que bien podría haber inspirado a Antoni Gaudí con algunas de sus características construcciones. Capadocia siempre ha vivido al límite. Un territorio azotado en la antigüedad por la actividad volcánica y usada por igual por mercaderes, religiosos, gobernantes, artistas y bandidos. El dinero y el poder recorrían la zona, y el pillaje se convirtió en un invitado de excepción. Los habitantes de Capadocia conocían bien lo que significaba ser atacado, y por ello las cuevas naturales de su orografía dieron cobijo a sus pertenencias, convirtiéndose en auténticas cajas de seguridad.

El esplendor del paisaje es embriagador, pero lo que ocurría en la trastienda de esas construcciones naturales no era menos apasionante. Hubo una vida plena en la

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penumbra de las rocas, en la que el arte y la religión no podían faltar. Se conocen templos anteriores al cristianismo, aunque los mejores ejemplos coinciden plenamente con la era cristiana, en el arranque del primer milenio.

En su refugio, los cristianos construyeron en los interiores de las cavernas capillas e iglesias a mano y las decoraron con frescos magníficos que han perdurado hasta la actualidad. Se estima que en toda Capadocia hay construidas un millar de iglesias y capillas, algunas magníficas como la de Tokali, en Goreme, con unos frescos restaurados que demuestran el notable trabajo artesanal de sus artistas.

Bajo tierra la actividad era frenética. Capadocia albergó centenares de ciudades subterráneas de las que se conocen alrededor de treinta. Derinkuyu es una de las más espectaculares. Hallada por casualidad en los años 60, Derinkuyu dio cobijo a miles de personas. En realidad, tanto antes de la existencia de los cristianos como en pleno periodo romano esta ciudad espectacular tenía capacidad para albergar a 10.000 habitantes. En la actualidad, la instalación está restaurada hasta el nivel menos ocho, pero en su esplendor Derinkuyu tenía hasta 20 niveles bajo tierra. ¿Cómo podía sobrevivir tanta gente bajo tierra? Gracias a sofisticados sistemas de ventilación que permitían la entrada de oxígeno y mantenían una temperatura constante en el interior. Esconderse bajo tierra era una necesidad incuestionable. Descender por los angostos pasadizos de la ciudad subterránea da sólo una pincelada de lo que debieron de pasar aquellos cristianos que nunca veían el sol. El trayecto hasta el corazón de Derinkuyu es un viaje a la angustia, especialmente si el visitante imagina que ese traslado se realizaba sin luz eléctrica y sin ningún tipo de restauración. Diez mil personas era una capacidad descomunal para una ciudad que, en realidad, era como una mina enorme, con múltiples galerías y estancias en las que sus habitantes trataban de llevar a cabo una vida normal, con sus espacios comunes, con su iglesia. Todo ello a casi cien metros bajo tierra.

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Los agujeros de ventilación se disimulaban en la superficie aunque, cuando el agresor los detectaba, trataba de taponarlos. En realidad, Derinkuyu fue una ciudad fortaleza, con sofisticados sistemas de seguridad para la época y puertas de piedra imposibles de destruir para los romanos. Dentro, además de las 10.000 personas, los habitantes del enclave tenían animales y producían vino, algo impensable cuando se visitan los espacios en los que la necesidad les había hecho vivir.

Mientras Konya es la ciudad espiritual por antonomasia de Turquía, el complejo geológico de Capadocia es el escaparate bello y silencioso del país. Caminar y recorrer la región tiene algo de permanente contacto intimista, pese a la ingente cantidad de turistas que transitan por los valles bajo la mirada de esas construcciones imposibles. La fortaleza de Uchisar, una roca monumental de 160 metros de altura, es una de las más destacadas a ojos del visitante, en especial cuando los incipientes rayos del día la colorean a la vista del ojo humano desde el globo aerostático.

Abajo, en las poblaciones actuales, los habitantes de Capadocia tratan, mientras tanto,

de llevar una vida normal, alejada del ajetreo turístico, que sin duda es su principal

fuente de ingresos. Los chavales aguardan el autobús escolar mientras a su espalda

una legión de globos parece darles los buenos días, sin que para ellos la

impresionante estampa suponga una alteración a su vida cotidiana. El turismo, los

viajes de empresa, las actividades oficiales –no es extraño comprobar cómo en los

mejores hoteles de la zona se desarrollan convenciones de alto nivel– se contraponen

a un ritmo de vida pausado que se beneficia del turismo pero que sigue pautas más

sosegadas de vida. Nada que ver con la bulliciosa y vigorosa Estambul.

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Capadocia y Anatolia exhiben su poderío con sordina, con la

discreción de quien no tiene nada que demostrar porque la

historia ya se ha encargado de ello.