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Capítulo 2 La crisis de la representación y la emergencia de la construcción social En la medida en que el enfoque del conocimiento como posesión individual entra en un punto muerto, las transformaciones han ido tomando cuerpo en otros ámbitos de especialización. Estos cambios de sensibilidad comparten determinados temas, que sugieren una alternativa a la concepción individual del conocimiento, a saber, el enfoque del conocimiento como residiendo en el seno de la esfera de la conexión social. Este capítulo ante todo bosqueja estos diálogos emergentes y sus consecuencias para el enfoque construccionista social de las ciencias humanas. Prestaré especial atención al deterioro de las creencias tradicionales en la representación verdadera y objetiva del mundo. Las críticas ideológicas, literario-retóricas y sociales pasan a primer plano. Tras destilar de estas críticas una serie de suposiciones construccionistas esenciales, exploraré los contornos de la investigación a la que invita ese tipo de suposiciones. Como propondré, el construccionismo no precisa del abandono de las empresas y empeños tradicionales. Más bien, los sitúa en un marco diferente, con un cambio resultante en el acento y las prioridades. Y lo que es aún más importante, el construccionismo invita a nuevas formas de investigación, expandiendo sustancialmente el alcance y la significación de los empeños de las ciencias humanas. La misión de las ciencias socio conductistas ha sido tradicionalmente proporcionar explicaciones objetivas de la conducta humana y explicar su carácter, preocupaciones que se extienden a las acciones de todas las personas de todas las culturas y a través de la historia. Las ciencias ofrecen explicaciones tanto del amor como de la hostilidad, del poder y la sumisión, de la racionalidad y la pasión, de la enfermedad y el bienestar, del trabajo y el juego, junto con explicaciones de amplio alcance de su funcionamiento. Y, cuando están adecuadamente seguros de sí mismos, los científicos, a menudo, aventuran predicciones, sugiriendo cómo se desarrollarán los niños, cómo se reducirán los prejuicios, cómo prosperará el aprendizaje, se deterioraran las intimidades, cómo se acrecentará el producto nacional bruto, etc... Al igual que otros colegas en las ciencias naturales, los científicos socio

Capítulo 2 Realidades y Relaciones

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Capítulo 2La crisis de la representación y la emergencia de la construcción social

En la medida en que el enfoque del conocimiento como posesión individual entra en un punto muerto, las transformaciones han ido tomando cuerpo en otros ámbitos de especialización. Estos cambios de sensibilidad comparten determinados temas, que sugieren una alternativa a la concepción individual del conocimiento, a saber, el enfoque del conocimiento como residiendo en el seno de la esfera de la conexión social. Este capítulo ante todo bosqueja estos diálogos emergentes y sus consecuencias para el enfoque construccionista social de las ciencias humanas. Prestaré especial atención al deterioro de las creencias tradicionales en la representación verdadera y objetiva del mundo. Las críticas ideológicas, literario-retóricas y sociales pasan a primer plano. Tras destilar de estas críticas una serie de suposiciones construccionistas esenciales, exploraré los contornos de la investigación a la que invita ese tipo de suposiciones. Como propondré, el construccionismo no precisa del abandono de las empresas y empeños tradicionales. Más bien, los sitúa en un marco diferente, con un cambio resultante en el acento y las prioridades. Y lo que es aún más importante, el construccionismo invita a nuevas formas de investigación, expandiendo sustancialmente el alcance y la significación de los empeños de las ciencias humanas. La misión de las ciencias socio conductistas ha sido tradicionalmente proporcionar explicaciones objetivas de la conducta humana y explicar su carácter, preocupaciones que se extienden a las acciones de todas las personas de todas las culturas y a través de la historia. Las ciencias ofrecen explicaciones tanto del amor como de la hostilidad, del poder y la sumisión, de la racionalidad y la pasión, de la enfermedad y el bienestar, del trabajo y el juego, junto con explicaciones de amplio alcance de su funcionamiento. Y, cuando están adecuadamente seguros de sí mismos, los científicos, a menudo, aventuran predicciones, sugiriendo cómo se desarrollarán los niños, cómo se reducirán los prejuicios, cómo prosperará el aprendizaje, se deterioraran las intimidades, cómo se acrecentará el producto nacional bruto, etc... Al igual que otros colegas en las ciencias naturales, los científicos socio conductistas se comunican estas exposiciones entre sí y a la sociedad primero a través del lenguaje. Al lenguaje las ciencias confían el deber de pintar y reflejar los resultados de sus investigaciones. Y si es el lenguaje el que transporta la verdad a través de las culturas y al futuro, cabría concluir razonablemente que la supervivencia de las especies depende del funcionamiento del lenguaje. Aunque esto parece casi cómodamente convencional, detengámonos a examinar las obligaciones que tradicionalmente se asignan al lenguaje. ¿Puede el lenguaje soportar la gravosa responsabilidad de «representar» o «reflejar» cómo son las cosas? ¿Podemos estar seguros de que el lenguaje es el tipo de vehículo que puede «transmitir» la verdad a otros? Y cuando está impreso, ¿podemos adecuadamente anticipar que «almacenará» la verdad para generaciones futuras? ¿Sobre qué razones sustentamos estas creencias? La duda nos asalta cuando examinamos las descripciones cotidianas de la gente. Las describimos como «inteligentes», «cálidas» o «deprimidas» mientras sus cuerpos están en estado de movimiento continuo. Sus acciones son proteicas, elásticas, siempre cambiantes y, con todo, nuestras descripciones siguen siendo estáticas y gélidas. ¿En qué sentido, pues, el lenguaje representa nuestras acciones? ¿O si utilizamos el término «hostil» para referirnos a la expresión facial de Sarah, al tono de voz de Eduardo y la relación entre

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los católicos y los protestantes irlandeses, exactamente de qué es una imagen el término «hostil»? Las fotografías reales de los acontecimientos no tendrían ninguna similitud entre sí. ¿En qué sentido, pues, el término es mimético? Disyunciones semejantes entre la palabra y el mundo se pueden discernir a nivel profesional.En el psicoanálisis, por ejemplo, quienes lo ejercen demuestran tener una capacidad extraordinaria para aplicar un léxico restringido de descripción a un abanico de acciones insólito y siempre cambiante. A pesar de las vicisitudes de las trayectorias vitales, todos los sujetos analizados se pueden caracterizar como «reprimidos», «conflictivos» y «defensivos». De manera similar, en el laboratorio conductista, los investigadores son capaces de retener un compromiso teórico dado con independencia de la gama y la variabilidad de su observación. Desde los cobayas a los estudiantes de segundo año de universidad, el teórico sostiene que todos realizan la misma respuesta (como es eludir) las pautas de castigo. Y a pesar de los métodos rigurosos de observación utilizados en esos laboratorios, apenas podemos encontrar una teoría conductista que ha sido abandonada porque ha sido desmentida por las mismas observaciones. Nuestra preocupación inicial es, pues, la relación existente entre el lenguaje descriptivo y el mundo que proyecta representar. El problema no carece precisamente de consecuencias, ya que, como filósofos de la ciencia, desde hace tiempo somos conscientes de que una teoría se aquilata con el valor que tiene en el mercado de la predicción científica en la medida en que el lenguaje teórico corresponde a los acontecimientos del mundo real. Si el lenguaje científico no comporta ninguna relación determinada con los acontecimientos externos al propio lenguaje, su contribución a la predicción se vuelve problemática, y la teoría científica no puede perfeccionarse mediante la observación. La esperanza de que el conocimiento pueda ser superior a través de la observación sistemática resulta ser vana. De un modo más general, cabe poner en entredicho la objetividad fundamental de las exposiciones científicas. Si este tipo de exposiciones explicativas no se corresponde con el mundo, entonces ¿qué proporciona su garantía? Esta pregunta es crítica, dado que la pretensión de objetividad ha venido proporcionando la base principal para la amplia autoridad que durante el siglo pasado han afirmado las ciencias. En esta multiplicidad de aspectos, los filósofos del empirismo lógico ansiaban establecer una estrecha relación entre lenguaje y observación. En el corazón del movimiento positivista, por ejemplo, se encuentra el «principio de la verificabilidad del significado» (denominado «realismo del significado» en su versión revisada), sosteniendo que el significado de una proposición descansa en su capacidad de ser verificado a través de la observación; las proposiciones que no están abiertas a la corroboración a la enmienda a través de la observación carecen del valor necesario para entrar a participar en una ulterior discusión. Con todo, el problema consistía en dar cuenta de la relación entre proposiciones y observaciones. Russell (1924) propuso que el conocimiento objetivo podía reducirse a conjuntos de «proposiciones atómicas», cuya verdad descansaría en hechos aislados y discriminables. En cambio, Schiick (1925) propuso que el significado de las palabras individuales en las proposiciones debía establecerse a través de medios ostensivos («mostración»). Carnap (1928) propuso que los predicados de cosas representaban «ideas primitivas», reduciendo así las proposiciones científicas a informes de experiencia privada. Para Neurath (1933), las proposiciones habían de verificarse a través de «proposiciones protocolarias» que estaban, a su vez, directamente vinculadas a los procesos biológicos de percepción. Todos estos enunciados en este enfoque son

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reducibles al lenguaje de la física. Efectivamente, existía una unidad fundamental entre todas las ramas de la ciencia. Aun así, estos intentos de establecer relaciones seguras y determinadas entre las palabras y los referentes del mundo real dejan una diversidad de problemas esencialmente irresueltos. ¿Las proposiciones que toman parte en el principio de verificabilidad están a su vez sujetas a verificación? En caso negativo, ¿en qué medida son significativas o fidedignas? Si el objeto al que se refiere una proposición está en un estado de cambio continuo, o deja de existir, ¿la proposición es sólo momentáneamente verdad? Las proposiciones tienen significado durante y por encima de la capacidad referencial de las palabras individuales que las constituyen. ¿Cómo Hay que entender ese significado? ¿Las proposiciones están sujetas a verificación, o sólo los términos individuales? ¿La verificación es un estado mental, y de serlo, en qué sentido las proposiciones sobre estados mentales son a su vez verificables? ¿Sobre qué bases se han de distinguir los átomos actuales entre sí? Estas y otras preguntas irritantes han seguido siendo recalcitrantes a una solución ampliamente convincente. Para muchos, los argumentos de Popper (1959) y de Quine (1960), en particular, justificaban reexaminar la base empírica de las declaraciones científicas en cuanto a la descripción. El primero sostuvo que no había medios lógicos para inducir enunciados teóricos generales de la observación, es decir, de desplazarse de un modo lógicamente fundamentado desde una explicación lingüística de lo particular a una explicación general o universal de las clases. Esto condujo a que Popper abrazara la distinción de Reichenbach entre un «contexto del descubrimiento» y un «contexto de la justificación». El contexto del descubrimiento —ese espacio en el que el científico establece sus pretensiones iniciales de correspondencia— era, para Popper, «irrelevante para el análisis lógico del conocimiento científico» (pág. 31). De hecho, los medios con los que un científico establece las afirmaciones ontológicas que han de someterse a estudio no están a su vez racionalmente justificados. La crítica de Quine (1960) causó estragos incluso a la posibilidad de una sólida fundamentación en el contexto de justificación. ¿Qué es, se preguntó, la posibilidad de una definición ostensiva, es decir, de definir los términos científicos a través de la designación pública de los referentes materiales? ¿Los términos de una ontología científica pueden fundamentarse a través de las características del estímulo al que se refieren? En su célebre ejemplo gavagai (págs. 26-57), Quine demostró la imposibilidad de hacerlo. Si un término como «gavagai» lo utilizan los indígenas para referirse a un conejo que corre, a un conejo muerto o a un conejo en una olla, o simplemente los signos de la presencia de un conejo, entonces ¿cuál es la configuración de estímulos que garantiza la traducción del término en tanto que «conejo»? En el caso extremo, cada vez que el indígena utiliza el término puede que se esté refiriendo al conejo como un todo. Entonces, no encontramos los medios para vincular ostensivamente los términos y precisar así las características del mundo. La definición ostensiva puede ser operativa para muchos propósitos prácticos, pero la descripción científica no puede fundamentarse o afirmarse mediante el significado-estímulo. Para Quine, la teoría científica se encuentra «notoriamente sub determinada» por cómo son las cosas. Actualmente se ha aceptado en general que el modo en el que se logra la representación objetiva en cuestiones de descripción y de explicación sigue estando insatisfactoriamente explicado (Fuller, 1993; Bames, 1974). Mientras tanto, fuera de las filas de la filosofía de la ciencia, con insistente intensidad han venido sonando redobles de tambor con otro ritmo. Estos movimientos, a menudo adjetivados como pos

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empiristas, posestructuralistas o posmodernos, ya no buscan una base lógica racional para una vinculación precisa de la palabra y el mundo; más bien, en cada caso, los argumentos plantean un desafío más fundamental a la suposición de que el lenguaje puede representar, reflejar, contener, transmitir o almacenar el conocimiento objetivo. Tales críticas invitan a una reconsideración completa de la naturaleza del lenguaje y cuál es su lugar en la vida social; y lo que aún es más importante, empiezan a formar la base de una alternativa a la presuposición del conocimiento individual. En el capítulo anterior, hallamos que el trabajo crítico en la filosofía de la ciencia producía simplemente una nueva iteración en un debate cíclico que ha durado siglos. Tampoco la crítica de la metodología produjo alternativas viables. Las formas presentes de crítica, sin embargo, surgen de las inteligibilidades discursivas que caen ampliamente fuera de los ámbitos filosófico-científicos. Cuando sus consecuencias se elaboran y sintetizan, sientan las bases para una completa transformación de nuestro enfoque del lenguaje, así como de los conceptos aliados de verdad y racionalidad. De un modo más específico, proporcionan medios para revisar la psicología y las ciencias humanas con ella relacionadas.

La critica ideológica

Durante la mayor parte del presente siglo se ha hecho un intenso esfuerzo —tanto por parte de los científicos como de los filósofos empiristas— para apartar a las ciencias del debate moral. La meta de las ciencias, se ha dicho en general, consiste en proporcionar unas exposiciones precisas de «cómo son las cosas». Las cuestiones relativas a «cómo deberían ser» no son una preocupación científica principal. Cuando la explicación y la descripción teórica se ven recubiertas de valores, se dice, dejan de ser fidedignas o pasan a ser directamente perjudiciales; distorsionan la verdad. Que las tecnologías científicas deban utilizarse para diversos propósitos(como hacer la guerra, controlar la población o la previsión política) tiene que ser una preocupación vital para los científicos, pero tal como se ha dejado claro con frecuencia, las decisiones acerca de estos temas no pueden derivarse de la ciencia en cuanto tal. Para muchos científicos sociales, el ultraje moral de la guerra de Vietnam empezó a socavar la confianza en este enfoque existente desde hacía mucho tiempo. De algún modo la neutralidad de las ciencias, como medusas en un océano, parecía ser algo moralmente corrupto. No sólo no había nada acerca del aspecto científico que diera razón al rechazo de la brutalidad imperialista, sino que el establishment científico a menudo entregaba sus esfuerzos a mejorar las tecnologías de la agresión. Había una ampulosa razón para restaurar y revitalizar el lenguaje del «deber ser». Para muchos especialistas esta búsqueda de reforma moral despertaba el interés por una forma mortecina de análisis filosófico: la crítica moral de la racionalidad de la Ilustración. En la década de 1930 los escritos de la Escuela de Francfort —Horkheimer, Adorno, Marcuse, Benjamín y otros— fueron especialmente catalizadores. En primer lugar, estos teóricos salían de un linaje intelectual significativo: del acento puesto por Kant en el primado de la libertad individual y de la responsabilidad moral sobre el mundo científicamente concebido de contingencias materiales, el enfoque hegeliano de la razón y la moralidad como incrustadas en las prácticas culturales y la demostración que Marx hiciera de los sentidos en los que las formas de racionalidad estaban influidas por los intereses de clase. De un modo más inequívoco, estos escritos trazaron efectivamente un amplio

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espectro de males de la búsqueda ilustrada de una racionalidad histórica y culturalmente trascendente. El compromiso con la filosofía positivista de la ciencia, el capitalismo y el liberalismo burgués —manifestaciones contemporáneas de la visión ilustrada— se prestaba a males como la erosión de la comunidad (Gemeinschaft), el deterioro de los valores morales, el establecimiento de las relaciones de dominio, la renuncia al placer y la utilización de la naturaleza. Esta forma de análisis, denominado «teoría crítica», estaba dirigida al cuerpo de creencias o ideología que apoyaba o racionalizaba estas instituciones. El propósito de este tipo de análisis era la emancipación ideológica. Las pretensiones de verdad científica, por ejemplo, propiamente podían evaluarse en términos de los sesgos ideológicos que revelaban. La apreciación crítica por consiguiente nos liberaba de los efectos perniciosos de las verdades mistificadoras.Aunque los escritos de la escuela crítica eran —y son— predominantemente marxistas en su orientación, ya que buscan emancipar a la cultura de la esclavitud de la ideología capitalista, esta forma de argumentación ha roto sus amarras marxistas. Para cualquier grupo preocupado por la injusticia o la opresión, la crítica ideológica es un arma poderosa para socavar la confianza en las realidades que se dan por sentadas propias de las instituciones dominantes: la ciencia, el gobierno, lo militar, la educación entre otras. Como forma general, la crítica ideológica intenta poner de manifiesto los sesgos valorativos que subyacen a las afirmaciones de la verdad y la razón. En la medida en la que se demuestra que estas afirmaciones representan intereses personales o de clase, ya no pueden calificarse de objetivas o racionalmente trascendentes. Por ejemplo, actualmente existe un enorme cuerpo de crítica feminista que eclipsa la obra marxista en extensión e interés. A fin de ilustrar su potencial des constructivo, basta examinar el análisis de Martin (1987) de los sentidos en los que la ciencia biológica caracteriza el cuerpo de la mujer. La preocupación particular de Martín se ciñe al sentido en el que los textos biológicos, tanto en el aula como en el laboratorio, representan o describen el cuerpo femenino. Tal como la autora muestra, el cuerpo de la hembra es característicamente tratado como una forma de fábrica cuyo propósito primario es el de reproducir la especie. De esta metáfora se sigue que los procesos de menstruación y de menopausia son un despilfarro, si no disfuncionales, ya que, se trata de períodos de «no reproducción». Examinemos los términos negativos en los que el texto de biología típico describe la menstruación: «el hecho de que pasen a la sangre la progesterona y los estrógenos priva al revestimiento endometrial de su soporte hormonal»; «la constricción de los vasos sanguíneos lleva a una disminución del aporte en oxígeno y nutrientes»; y «cuando empieza la desintegración, todo el revestimiento empieza a deshacerse, y se inicia el flujo menstrual». «La pérdida de estimulación hormonal causa de crosis» (muerte del tejido). Según un texto, la menstruación es como «el útero que llora por la falta de un bebé» (cursivas nuestras).Tal como Martín las considera, estas descripciones científicas lo son todo menos neutrales. De manera sutil informan al lector de que la menstruación y la menopausia son formas de colapso o fracaso. Como tales tienen implicaciones peyorativas de amplia consecuencia. Para una mujer, aceptar

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estas exposiciones es alienarse de su cuerpo. Las descripciones proporcionan razones para el auto enjuiciamiento, tanto sobre la base mensual para la mayor parte de los años de la vida adulta de la mujer, y luego permanentemente, una vez que sus años de fertilidad han quedado atrás. Además, estas caracterizaciones podrían ser de otro modo. La «f adicidad del cuerpo de la mujer» no requiere este sesgo negativo, sino que resulta del ejercicio de la metáfora masculina de la mujer como fábrica de reproducción. Para Martín, como para muchos otros científicos, la ciencia es la continuación de la política por otros medios.

O, como Butler lo expresa, «la ontología no es... un fundamento sino una inyección normativa que opera insidiosamente instalándose en el discurso político como su fundamento necesario» (pág. 148).Esta forma de análisis crítico —orientado a revelar los propósitos ideológicos, morales o políticos en el seno de explicaciones aparentemente objetivas o desapasionadas del mundo— está floreciendo ahora en las humanidades y las ciencias. Está siendo utilizado por los negros, por ejemplo, para desacreditar el racismo implícito en sus miradas de formas, por los homosexuales para poner de manifiesto las actitudes homofóbicas en el seno de las representaciones comunes del mundo, por los especialistas de área preocupados por el sutil imperialismo de la etnografía occidental, por los historiadores incomodados por el uso de la escritura histórica para valorizar la situación presente («historia presentista»), y por los especialistas preocupados por las consecuencias morales y políticas de una amplia variedad de teorías sociales y psicológicas.

En lo que a nuestros propósitos atañe, la consecuencia más importante de este conjunto concatenado es su amenaza para la presunción de que el lenguaje puede contener la verdad, que la ciencia puede proporcionar descripciones objetivas y exactas del mundo. Estas formas de crítica alejan la pretensión de verdad de la aseveración al cambiar el emplazamiento de la consideración en la afirmación misma a la base motivacional o ideológica de la que se deriva. Apuntan al intento subyacente, de quien dice la verdad, de suprimir, ganar poder, acumular riqueza, sostener su cultura por encima de todas las demás, etc., y con ello socavando el poder persuasivo de la verdad como se presenta. Efectivamente, reconstituyen el lenguaje de la descripción y la explicación como lenguaje del motivo, piden que las pretensiones de neutralidad sean consideradas «mistificadoras», que la charla actual sea indexada como «manipulación», y así sucesivamente. Al hacerlo destruyen el estatuto del lenguaje como portador de la verdad.

La crítica literario-retorica

Una segunda amenaza a la capacidad reflectora de la descripción y de la explicación ha ido madurando en un terreno diferente, a saber, el de la teoría literaria. En lugar de destruir la base semántica de la descripción y la explicación demostrando sus orígenes

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valorativos, los teóricos de la literatura intentan demostrar que tales exposiciones están determinadas no por el carácter de los acontecimientos mismos sino por las convenciones de la interpretación literaria. Para apreciar la fuerza del argumento resulta útil volver a las críticas que Kuhn (1962) y Hanson (1958) que hacían de los fundamentos tácticos de las teorías científicas. Tal como Kuhn razonaba, una teoría científica es una amalgama de creencias a priorí que funcionan para «hablar al científico de las entidades que la naturaleza contiene o no» (pág. 109). No son los hechos los que producen el paradigma, sino el paradigma el que determina lo que se tiene por un hecho. De manera similar, para Hanson el origen de las exposiciones tácticas en las ciencias descansa en la perspectiva del observador. Efectivamente, tanto Kuhn Como Hanson consideran que el marco a priori de la observación es de carácter cognitivo: el científico literalmente ve el mundo material a través de las lentes de la teoría. Para Kuhn, los cambios de paradigma, por consiguiente, son análogos a los cambios de la Gestalt en la percepción (pág. 111). Para Hanson, «el observador... apunta sólo a que sus observaciones sean coherentes respecto a un trasfondo de saber ya establecido. Este ver es la meta de la observación» (pág. 20).Con todo, a pesar de su peso específico, estas críticas de la ciencia como portadora de la verdad pervierten, de hecho, los aspectos fundamentales de un enfoque individualista del conocimiento. La disposición cognitiva del científico individual (punto de vista, perspectiva, construcción) sirve para organizar el mundo de modos particulares. ¿Cómo, entonces, puede sostener la fuerza de estos argumentos sin que con ello se rehabilite simultáneamente el marco individual? La respuesta a esta pregunta se encuentra en una reconsideración de lo que se considera como a priori. Hay pocas razones para creer que literalmente tenemos experiencia o «vemos el mundo» a través de un sistema de categorías. En realidad, como demostrare en el capítulo 5, no existe una explicación viable en cuanto a cómo podría establecerse el a priori cognitivo. Sin embargo, ganamos sustancialmente si consideramos el proceso de estructuración del mundo como un proceso lingüístico y no cognitivo. Establecemos límites y fronteras alrededor de lo que consideramos «lo real» a través de un compromiso a priori hacia formas particulares de lenguaje (géneros, convenciones, códigos de habla, entre otras). Nelson Goodman sugiere esta opinión en Ways of Woridmaking: «Si pregunto sobre el mundo, mi interlocutor puede ofrecerse a contarme cómo es bajo uno o diversos marcos de referencia; pero si insisto en que me cuente cómo es aparte de estos marcos, ¿qué puede decirme?. Estamos confinados a modos de describir cualquier cosa que se describe» (pág. 3). En la terminología de Goodman es la descripción y no la cognición lo que estructura el mundo actual. Esta afirmación allana el camino para la crítica literario-retórica de la función del lenguaje como portador de la verdad. En la medida en que la descripción y la explicación son requeridas por las reglas de la exposición literaria, el «objeto de la descripción» deja de quedar grabado en el lenguaje. Cuando los requisitos literarios absorben el proceso de dar cuenta científicamente, los objetos de tales exposiciones —como independientes de las exposiciones mismas— pierden

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estatuto ontológico. El caso más fuerte de absorción textual es el que se da dentro del cuerpo de la teoría literaria post estructuralista. Para apreciar su significado, resulta útil examinar brevemente los diálogos estructuralistas de los que surgió esta obra. En relación a nuestros propósitos actuales el movimiento estructuralista en las ciencias sociales y las humanidades pueden verse como una recusación temprana de la presuposición del lenguaje como espejo, el principio de un argumento para el que los escritos posestructuralistas más recientes son la conclusión extrema. El estructuralismo como orientación general soporta una focalización dual entre un exterior (lo aparente, lo dado, lo observado) y un interior (una estructura, una fuerza o proceso). Como se sostiene a menudo, el exterior adquiere su figura o forma a través del interior y sólo cabe entenderlo relativamente a sus influencias. Al considerar de este modo el lenguaje hablado o escrito, podemos distinguir entre discurso (como un exterior) y las estructuras y fuerzas que determinan sus configuraciones. En este sentido, la mayor parte de la teoría estructuralista subvierte el enfoque del lenguaje como conducido por el objeto, donde un inventario de un lenguaje objetivo sería un inventario del mundo tal como es. Para el estructuralista, la atención primordial se dirige hacia el modo en que las representaciones lingüísticas están influidas por estructuras y fuerzas distintas al mundo representado. Para el lingüista estructural Ferdinand de Saussure la dualidad se da entre la langue, «un sistema gramatical que... existe en la mente de cada hablante» (1983, pág. 14) y la parole, la exteriorización del sistema en términos de la combinación de sonidos o marcas necesarias para la comunicación del significado. Efectivamente, los desparramados, efímeros y variados actos de comunicación abierta son expresiones de conjuntos más fundamentales y estructurados de disposiciones internas. Desde este punto de vista, la labor del lingüista es ir más allá de la superficie de la expresión lingüística para descubrir el sistema generativo o la estructura en su interior. La mayor parte de la investigación en las ciencias humanas es compatible con la empresa estructuralista. El intento de Freud de utilizar la palabra hablada (el contenido «manifiesto») para explorar la estructura del deseo inconsciente (contenido «latente») es en este sentido ilustrativo. Los escritos marxistas a menudo se consideraron estructuralistas por el hincapié que hacían en los modos de producción material que subyacían a las teorías capitalistas de la economía, del valor, y del individuo.

Más directamente vinculada con el movimiento estructuralista está la obra de Lévi-Strauss (1969), que intentó reducir las formas culturales y artefactos a amplia escala a una lógica dual fundamental. Análogos son los intentos de Chomsky (1968) para determinar una estructura gramatical «profunda» a partir de la cual pueden derivarse todas las oraciones bien construidas («estructura superficial»). El temprano concepto de episteme en la obra de Foucault(1972) compartía buena parte del proyecto estructuralista en su suposición de la existencia de una configuración de relaciones o condiciones a partir de las cuales cabría derivar las diversas formas de saber en una misma época histórica. Para aquellos que sostienen que el lenguaje puede servir de vehículo para la transmisión de la verdad, el pensamiento estructuralista empieza a

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suponer un desafío. En la medida en que las llamadas «exposiciones objetivas» están conducidas no por acontecimientos, sino por sistemas estructurados (sistemas internos de significado, fuerzas inconscientes, modos de producción, tendencias lingüísticas inherentes, y similares), resulta difícil determinar en qué sentido las exposiciones científicas son objetivas. La descripción parece estar dirigido por la estructura y no por el objeto. Resulta interesante que este desafío lanzado a los conceptos de verdad y de objetividad se desarrollara escasamente en los círculos estructuralistas. La mayoría de los estructuralistas deseaban afirmar una base racional y objetiva para su conocimiento de la estructura. Querían establecer afirmaciones objetivas acerca de la estructura determinante —el inconsciente, la gramática universal, las condiciones materiales o económicas, y así sucesivamente. Lentamente, sin embargo, el vínculo teórico se ha vuelto contra esta presuposición. Tal vez el punto central en el giro hacia el posestructuralismo provino del hecho de darse autorreflexivamente cuenta de que las exposiciones de la estructura eran en sí mismas de naturaleza discursiva. Si el discurso no está dirigido por objetos en el mundo sino por estructuras subyacentes, y si las exposiciones de estas estructuras también están fraguadas en el lenguaje, entonces, ¿en qué sentido esas exposiciones cartografían la realidad de las estructuras? Si son imágenes de las estructuras, entonces los enfoques empirista o realista del lenguaje son correctos y las pretensiones estructuralistas de la verdad están circunscritas; si no son representaciones exactas, ¿cuál es su status? Esta toma de conciencia invita no a la rehabilitación de una teoría gráfica del lenguaje sino al abandono de la dualidad estructuralista: un lenguaje de superficie versus un interior determinante. Dicho de un modo más específico, dado que nuestro estar alojados en el discurso parece innegable, entonces la presunción de una «estructura subyacente» -de una fuerza oculta que opera detrás del lenguaje— pierde su atractivo. Los partidarios de la semiótica han flirteado durante mucho tiempo con las consecuencias radicales de esta última conclusión. Por ejemplo en su «autobiografía», maliciosamente titulada Roland Barthes, Roland Barthes procedió a infringir prácticamente toda regla para la representación de una vida. Al evitar la cronología, al hablar de sí mismo en tercera persona al insertar aleatoriamente opiniones sobre diversos temas, al hacer poca referencia al pasado, intentó demostrar que aquello que consideramos «una historia vital real» es un producto del artificio. Sin embargo, más consecuente desde el punto de vista filosófico es la obra de Jacques Derrida y del movimiento de la desconstrucción. Para Derrida la empresa estructuralista (y en realidad, toda la epistemología occidental) estaba infectada por una infortunada «metafísica de la presencia.» ¿Porqué, preguntaba, hemos de suponer que el discurso es una expresión externa de un ser interno (pensamiento, intención, estructura o similares)? ¿Sobre qué bases suponemos la presencia de una subjetividad invisible que habita o está presente en las palabras? Las inquietantes consecuencias de tales preguntas son puestas de relieve por el análisis derridiano de los medios con los que las palabras adquieren significado. Para Derrida, el significado de la palabra no sólo depende de las diferencias entre las características visuales o auditivas de las palabras (bocado, tocado, hojear y ojear, por ejemplo, todas ellas soportando significados diferentes en virtud de los cambios de consonantes), sino también de un proceso de diferición, en el que las definiciones son suplidas por otras palabras -orales y escritas, formales e informales- proporcionadas en diversas ocasiones a lo largo del tiempo. Así, un término como bocado se puede utilizar al poner los arreosal caballo, al recibir una parte importante de responsabilidad o dinero -«menudo bocado te ha

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tocado»- hablando de teatro «tiene un pequeño bocado», al referirse a pequeñas secciones o elementos -«este bocado es el más divertido de todos»- Con todo el significado de cada una de estas palabras o frases depende todavía de otros procesos de diferirlas a otras definiciones y contextos. Un bocado en teatro es un «pequeño» papel, y en los términos de Derrida, «pequeño» lleva consigo trazas de usos en otros incontables marcos. Al ir en busca del significado de una palabra, uno encuentra una ininterrumpida y creciente expansión de las palabras. Determinar qué significa una expresión dada es retroceder a una gama enorme de usos del lenguaje o textos. Una prelusión no nos proporciona, pues, pálidos simulacros de las ideas presentes en la cabeza de la gente; más bien nos invita a entrar en el «juego infinito de los significantes». Derrida acuña el término différance para referirse simultáneamente a diferencia y a diferición y, por consiguiente garantiza que el significado del término mismo queda apropiadamente oscurecido. A través de este análisis la presencia del autor (intención o significado privado) es olvidada. El significado interno se sustituye por la inmersión en los sistemas de unos procesos inherentemente oscuros e indecidibles de significación. La distancia que media entre la desconstrucción de la intención del autor y la desaparición del objeto del lenguaje es también corta. La intención del autor deja de ser un lugar importante de significado, al igual que el mundo fuera del discurso. Como Derrida intentó demostrar en el caso de diversas comentes de filosofía, una escritura así es sólo eso, una forma de escritura. Adquiere su significado no de lo que supone que existe, o de aquello a lo que putativamente se refiere (lógica, representación mental, ideas a priori y similares), sino a través de su referencia a otros textos filosóficos. Para la filosofía nada hay fuera del mundo de los textos. La disciplina puede seguir existiendo indefinidamente como una empresa autorreferente. Esta línea de argumentación conduce, a su vez, al análisis de los textos filosóficos en términos de estrategias literarias por medio de las cuales se logran sus resultados. Se ha demostrado que diversas líneas de argumentación filosófica dependen, por ejemplo, de la adopción de determinadas metáforas. Si la metáfora se extirpa del argumento, queda poco argumento u objeto de discurso con que proseguir. Esta línea argumentativa dota de fuerza al ataque que Rorty (1979) hace de la historia de la epistemología occidental. Toda la historia, sugiere Rorty, resulta de la desafortunada metáfora de la mente como espejo, una «esencia etérea» que refleja los acontecimientos en el mundo externo. En efecto, el perenne debate entre empiristas y racionalistas no trata de un remo que existe fuera de los textos, sino de un combate entre tradiciones literarias en competencia. Eliminadas las metáforas esenciales el debate se hunde. Muchos otros autores han puesto de relieve los dispositivos literarios con los que se construyen los textos en los que se basa la autoridad. Las palabras de Nietzsche siempre marcan un hito: « ¿Qué es, pues, la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos... que tras un prolongado uso parecen firmes, canónicas y obligatorias para la gente- las verdades son ilusiones que hemos olvidado que son ilusiones» (1979 pág 174). De esta manera, encontramos exploraciones de las bases literarias de "realidad historica (white> 1973;1978), de la racionalidad legal (Levinson, 1982), del debate filosófico (Lang, 1990) y de la teoría psicológica (Sarbin 1986; Leary 1990). Los antropólogos culturales se han interesado especialmente por las practicas literarias que guían la inscripción etnográfica sosteniendo que las convenciones occidentales de la escritura obstruyen nuestro enfoque de las mismas culturas que queremos comprender (Clifford 1983-Tyier, 1986).Aunque el análisis literario puede

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tener potentes efectos catalizadores muchos lo ven como limitado por su preocupación por el propio texto. A menudo en este tipo de análisis falta una preocupación por el texto como comunicación humana, y particularmente, en cuanto a su capacidad de conmover o persuadir al lector. Este tan necesario suplemento es aportado por los estudios retóricos. Como muchos sostienen, estamos experimentando ahora un renacimiento de esta tradición de 2.500 años de antigüedad. Un estudio así se ha preocupado durante mucho tiempo de los medios a través de los cuales el lenguaje adquiere su poder de persuasión. Tradicionalmente, sin embargo, se ha venido haciendo una separación entre el contenido de un mensaje dado (su sustancia) y su forma (o modo de presentación). En el seno de la tradición empirista esta distinción también se ha utilizado para desacreditar el estudio de la retórica. La ciencia, se sostenía en esa tradición, se preocupa por la sustancia, por comunicar el contenido puro. La forma en la que viene presentado (su «empaquetado») sólo tiene un interés marginal, pero en la medida en que la persuasión depende de ella, el proyecto científico queda subvertido. Es el contenido y no la mera retórica lo que se debe satisfacer en el debate científico.Sin embargo, cuando la capacidad de transmitir la verdad propia del lenguaje se ve amenazada por la teoría literaria posestructuralista, la pretensión de contenido —un retrato verídico y objetivo de un objeto independiente— cede. Todo cuanto era contenido queda abierto al análisis crítico como forma persuasiva. En efecto, los desarrollos en el estudio retórico son paralelos a aquellos propios de la crítica literaria: ambos desplazan la atención del objeto de representación (los «hechos», la «racionalidad del argumento») al vehículo de la representación. A título ilustrativo, examinemos el caso de la «evolución humana», un hecho aparente de la vida biológica. Como propone Landau (1991), las exposiciones de la evolución humana no están regidas por acontecimientos del pasado (y su manifestación en diversos fósiles) sino por formas de narración o de relatar. En particular, todas las principales exposiciones paleo antropológicas —desde Julián Huxiey a Elliot Smith— «se aproximan a la estructura de un héroe de cuento, siguiendo los esquemas propuestos por Vladimir Propp en su ya clásico Morfología del Cuento popular» (pág. 10). La narración heroica proporciona la necesaria preestructura para la articulación de la teoría evolutiva. En ausencia de la forma narrativa in situ, la teoría evolutiva sería esencialmente ininteligible. Los diversos fósiles y artefactos recogidos por los científicos no servirían de prueba, porque no habría forma de inteligibilidad para aquellos objetos que vendrían a ser como ejemplificaciones. Al afirmar el contenido, los científicos han establecido una marcada distinción entre un lenguaje literal (reflejo del mundo) y otro metafórico (que altera la reflexión de modo artístico); nuevamente se privilegia el literal sobre el metafórico. Con todo, si se elimina un lenguaje literal del campo, entonces todo el corpus científico queda abierto al análisis como metáfora. En este contexto, por ejemplo, es donde la crítica feminista ha evidenciado los sentidos en los que las metáforas machistas guían la construcción de la teoría en la biología (Hubbard, 1983; Fausto-Sterling, 1985), en la biofísica (Keller, 1985) y en la antropología (Sanday, 1988). Los psicólogos se han preocupado especialmente de la amplia dependencia del

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campo respecto de las metáforas mecanicistas (Hollis, 1977; Shottter, 1975). Tal como se argumenta, las metáforas no se derivan de la observación, sino que más bien sirven como pre estructuras retóricas a través de las cuales se construye el mundo observacional. Una vez que un teórico se ha comprometido con la metáfora del ser humano como máquina, por ejemplo, la exposición teórica queda limitada de modo importante. Con independencia del carácter de las acciones de la persona, el teórico mecanicista está prácticamente obligado a segmentarse del entorno, a definir el entorno en términos de estímulos o inputs, a construir la persona como algo que responde a estos inputs, a teorizar el dominio mental como estructurado (constituido de elementos interactuantes), a segmentar la conducta en unidades, y así sucesivamente. Existen otras metáforas alternativas a la mecanicista. Por ejemplo, las metáforas organicistas, del mercado, las dramatúrgicas y las del seguimiento de reglas, todas ellas son susceptibles de una explicación inteligible (Gergen, 1991a). Cada una de ellas lleva consigo determinadas ventajas y limitaciones, cada una de ellas favorece determinados modos de vida sobre otros, y, lo que es más importante para nuestro propósito, cada una de estas  metáforas construye una ontología diferente. Se han emprendido importantes investigaciones para comprender las bases retóricas de la economía (McCIoskey, 1985), de la psicología (Bazerman, 1988; Leary, 1990) y, más en general, de las ciencias humanas (Nelson, Megill y McCIoskey, 1987; Simons, 1989, 1990).

La crítica social

La fuerza de los asaltos ideológicos y retórico-literarios a la verdad y la objetividad se ve acrecentada por un tercer movimiento especializado de importancia esencial para el surgimiento del construccionismo social. Se puede hacer remontar uno de los inicios de esta historia a una línea de pensamiento que surge de las obras de Max Weber, Max Scheler. Kari Mannheim y otros pensadores que estudiaron la génesis social del pensamiento científico. Cada uno de ellos estaba preocupado por el contexto cultural en que diversas ideas van tomando forma y en los modos enque estas ideas a su vez dan forma tanto a la práctica científica como a la cultura.

Mannheim (1929)- traducido como Ideología y utopía (1951), el que transmite el esquema más claro de las suposiciones de mayor eco. Tal como propuso Mannheim: 1) es útil hacer remontar los compromisos teóricos a orígenes sociales (en oposición a orígenes de tipo empírico o trascendentalmente racionales); 2) los grupos sociales a menudo se organizan alrededor de determinadas teorías; 3) los desacuerdos teóricos son por consiguiente, cuestiones de conflictos de grupo (o políticos); y 4) lo que consideramos como conocimiento es, pues, algo cultural e históricamente contingente .Los ecos y las complicidades que se anudaron con estos primeros temas tuvieron una amplia resonancia. En Polonia y Alemania, Génesis y desarrollo de un hecho científico de Fleck —publicado por primera vez en 1935— desarrollaba la idea de que en el laboratorio científico «se debe saber antes de poder ver» y hacía remontar

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este saber a marcos sociales. En Inglaterra, el título influyente del libro de Winch, La idea de una ciencia social (1946), ponía de manifiesto los modos en que algunas proposiciones teóricas son constitutivas de los «fenómenos» de las ciencias sociales. En el área francesa, la obra de Gurvitch, Los marcos sociales del conocimiento (publicada por primera vez en 1966), retrotraía el conocimiento a marcos particulares de comprensión, a su vez resultado de comunidades específicas. Y en los Estados Unidos, La construcción social de la realidad (1966) de Berger y Luckmann efectivamente eliminaba la objetividad como piedra fundamental de la ciencia, sustituyéndola por una concepción de la subjetividad institucionalizada e informada socialmente. Las profundas consecuencias de estos enfoques empezaron a aflorar, sin embargo, sólo en el seno del contexto de la convulsión de finales de los años 1960. Tal vez en razón de los paralelismos que estableciera entre la revolución política y la científica. La estructura de las revoluciones científicas de Kuhn (1962) hizo las veces de principal catalizador para lo que se convertiría en una discusión de consecuencias espectaculares. (En cierto sentido el libro de Kuhnfue el texto más ampliamente citado en los Estados Unidos.) Las propuestas de Kuhn no eran distintas de aquellas que Mannheim avanzó unos treinta años antes, al hacer hincapié en la importancia de las comunidades científicas en la determinación de qué se tiene en cuenta como problemas legítimos o importantes, qué sirve como evidencia y cómo se define el progreso. Sin embargo, demostraron con claridad los problemas que conllevaba utilizar los criterios empiristas tradicionales para decantarse entre afirmaciones teóricas concurrentes cuando los paradigmas teóricos mismos definen el abanico de hechos relevantes. Y al derivar todo el espectacular potencial del problema de la «inconmensurabilidad del paradigma», Kuhn declaraba que, en realidad, el enfoque científico de la búsqueda de la verdad podía ser un espejismo. Y lo expresaba con estas palabras: «Cabe que tengamos que renunciar a la noción, explícita o implícita, de que los cambios de paradigma llevan a los científicos y a aquellos que aprenden de ellos, progresivamente más cerca de la verdad» (pág. 169).Los diálogos rápidamente se expandieron en muchas direcciones significativas. El cáustico volumen de Feyerabend, Contra el método, aportó una fuerza significativa a la postura kuhniana. Tal como demostró este autor, los criterios tradicionales de racionalidad científica a menudo son irrelevantes (si no o fuscantes) para los avances científicos. Mitroff, en El lado subjetivo de la ciencia (1974), examinó la vertiente emocional de los compromisos científicos, explorando los modos en que los diversos juicios científicos se basan en la personalidad y el prestigio. Fue así como a mediados de la década de 1970, los sociólogos Barnes (1974) y Bloor (1976) pudieron bosquejar las posibilidades para un «programa fuerte» en sociología del conocimiento. Propusieron que prácticamente todas las exposiciones científicas están determinadas por interéses sociales de orden político económico, profesional, etc. En efecto, eliminar lo que hay de social en lo científico no dejaría nada que pudiera valer como conocimiento. Aunque el «programa fuerte» sigue estimulando el debate, la mayor parte de la investigación actualmente adopta una postura algo más circunspecta. En relación

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a la aparición del construccionismo social son particularmente significativas las elaboraciones de los procesos micro sociales a partir de los que se produce el significado científico. Es en esta veta donde los sociólogos han explorado los procesos sociales esenciales para crear «hechos» en el interior del laboratorio (Latour y Woolgar, 1979), las practicas discursivas de auto legitimación en el seno de las comunidades científicas (Mulkay y Gilbert, 1982), las afirmaciones del conocimiento científico como capital simbólico (Bourdieu, 1977), las práctica sociales que subyacen a la inferencia inductiva (Collins, 1985), las influencias de grupo en el modo de interpretar los datos(Collins y Pinch, 1982), y el carácter localmente situado y contingente de la descripción científica(Knorr-Cetina, 1981).La investigación llevada a cabo en estos diversos dominios ha demostrado ser también altamente compatible con el campo en desarrollo simultáneo de la etnometodología. Para Garfinkel (1967) y sus colegas, los términos descriptivos tanto dentro de las ciencias como en la vida cotidiana son fundamentalmente indexantes: es decir, su significado puede variar a través de contextos de uso divergentes. Las descripciones indexan los acontecimientos con situaciones particularizadas y están desprovistos de significado generalizado. La inviabilidad esencial (o el carácter indefinible) de los términos descriptivos queda demostrada por los estudios de amplio alcance sobre cómo la gente se ocupa de determinar lo que se considera un problema psiquiátrico, el suicidio, la criminalidad juvenil, el sexo, el estado mental, el alcoholismo, la enfermedad mental y otros constituyentes putativos del mundo que se da por sentado (véase Garfinkel, 1967;Atkinson, 1977; Cicourel, 1974; Kessier y McKenna, 1978; Coulter, 1979; Scheff, 1966). En cada caso, se sostiene, las reglas localizadas concernientes a aquello que cuenta como una instancia o ejemplo del acontecimiento en cuestión se desarrollan en el seno de relaciones. Tal como en la actualidad se acepta ampliamente, la búsqueda filosófica de fundamentaciones inatacables para la metodología científica y la generación de la verdad agoniza. La «filosofía de la ciencia» ha quedado en la actualidad prácticamente eclipsada por los «estudios sociales de la ciencia».

El conocimiento como posesión comunitaria

Cada una de las líneas de crítica precedentes constituye una poderosa recusación planteada al enfoque tradicional que hace del lenguaje un transmisor de la verdad. De

manera simultánea, cada una arroja ciertas dudas sobre las afirmaciones empiristas y

realistas de que la ciencia sistemática puede producir exposiciones culturalmente descontextualizadas de lo que hay: lo que es verdad independientemente de las organizaciones humanas del significado. Estas formas de argumentación han evocado

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un intercambio amplio y a veces airado en la filosofía (véanse por ejemplo, Trigg, 1980; Grace, 1987, Krausz, 1989; Harris, 1992). Y estas reverberaciones son indicativas del modo en que este tipo de argumentos ha puesto trabas a las fronteras de las disciplinas tradicionales, provocando el diálogo, invitando a la innovación y generando un presentimiento vertiginoso y optimista de exploración de lo desconocido. En realidad, el supuesto mismo de las disciplinas académicas —construidas alrededor de clases circunscritas y naturales de fenómenos, exigiendo métodos especializados de estudio, y privilegiando sus propias lógicas y analogías— ha sido puesto de relieve. Como muchos creen, esta efervescencia constituye la base del giro posmoderno en el mundo erudito.

Aun a pesar de la similitud en cuanto a sus conclusiones revolucionarias, para nosotros los análisis mismos se desarrollan siguiendo trayectorias bastante diferentes. El vínculo semántico entre palabra y mundo, significante y significado, se rompe de modos diferentes e incluso conflictivos. Para la crítica de la ideología no es el mundo como es sino especialmente el autointerés lo que dirige el modo en que el autor da cuenta del mundo. Las exigencias de verdad se originan en compromisos ideológicos. La crítica literaria también elimina «el objeto» en cuanto piedra de toque del lenguaje, sustituyéndolo no por la ideología sino por el texto. El sentido y la significación de las exigencias o las declaraciones de verdad derivan de una historia discursiva. La crítica social ofrece una exposición opuesta del lenguaje. No es ni la ideología subyacente ni la historia textual lo que moldea y da forma a nuestras concepciones de la verdad y del bien. Más bien, se trata de un proceso social. Estas exposiciones no sólo difieren en aspectos importantes, sino que, además, existen tensiones significativas entre quienes las proponen. La mayor parte de los críticos de la ideología ve el valor de su obra como emancipatorio y no quiere renunciar a la posibilidad de alcanzar la verdad a través del lenguaje. Las afirmaciones del saber, saturadas como están de intereses ideológicos, bien merecen la crítica, aunque es algo arriesgado, porque confunden al público inconsciente. La emancipación se produce, sin embargo, cuando se comprende la verdadera naturaleza de las cosas: por ejemplo, la opresión de clase, de sexo y racista. Con todo, tanto para el analista literario como para el social queda poco espacio para una exposición «no sesgada». Toda narración está dominada, en el primer caso, por tradiciones retórico-textuales y por el proceso social, en el último. No existe ninguna descripción «verdadera» de la naturaleza de las cosas. Los críticos de la ideología se enfrentan a las acusaciones de que las posiciones textuales y sociales son política y/o moralmente insolventes, y son el producto de intereses ideológicos (por ejemplo, del liberalismo burgués disfrazado).De un modo similar, los analistas literarios están a punto para desconstruir la exposición social, considerándola el producto de una tradición textual occidental. Igualmente, el analista social puede fácilmente extender el foco del análisis incluyendo a los gremios literarios. La teoría desconstructivista ¿es el producto del proceso social? Efectivamente, ambas orientaciones son capaces de despojar a la otra de su autoridad ostensible. Llegados a este punto nos enfrentamos a una doble problemática. La primera es evidente a partir de lo que precede: ¿Existe algún medio de mitigar estas

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tensiones y desplazarse hacia un punto de vista unificador? La segunda problemática es más sutil, aunque igualmente esencial: ¿Existe algún medio de retener la fuerza de estos intentos combinados? ¿Podemos evitar el problema de una desesperación incipiente? Aunque estos movimientos constituyen de hecho un enorme y poderoso antídoto para el empuje hegemónico del empirismo y la teoría a él asociada del conocimiento individual —y en realidad, de cualquier pretensión de tener la última, superior e incorregible palabra—, con todo, estos movimientos nos dejan también enredados en la duda, sumidos en la acritud y paralizados en relación a toda acción futura. Como críticas, esencialmente parasitan las afirmaciones prevalentes de la verdad. Si, en su conjunto, la comunidad de especialistas en la «transmisión de la verdad» se cansara de hacer el tonto y resaltara el elevado fundamento intelectual de la crítica, no quedaría ninguna razón superior: no habría nada más que decir. Si queremos parar en seco de abandonar todo esfuerzo en las ciencias humanas, hemos de osar ir más allá del impulso crítico. El estadio crítico tiene que ceder el paso a un estadio transformativo: de la desconstrucción debemos pasar a la reconstrucción. Deseamos, por consiguiente, una síntesis que pueda abrir posibilidades más positivas. A mi juicio, es la tercera de estas formas de crítica, la social, la que abre el camino más prometedor hacia una ciencia reconstruida, y de manera más particular, a una práctica científica comprendida como construcción social. Es así a causa de determinadas imperfecciones en las alternativas y de las ventajas únicas ofrecidas por una exposición social. Examinemos primero los problemas de la crítica ideológica. De entrada, no hay modo de reivindicar este tipo de crítica. Si la diana de la crítica (el empresario, el macho, el hombre blanco) afirmara que sus críticas no tienen servidumbres particulares, sino que se hacen en el interés de todos, no hay modo de que el crítico pueda ser concluyente. ¿Ha de afirmar el crítico una comprensión más penetrante del actor que la detentada por el propio actor? O bien: ¿es el crítico simplemente la víctima de una desconfianza alienadora? Y, ¿cómo afirmará el crítico su lucidez, el hecho de estar en posesión de percepciones que no estén a su vez saturadas de ideología? ¿Las exposiciones del crítico son exactas y objetivas? ¿Sobre qué fundamentos pueden hacerse tales afirmaciones? Y en el caso que lo sean, ¿no se rehabilita con ello la posibilidad de que el lenguaje pueda, de hecho, reflejar la realidad? Si la conclusión es afirmativa, entonces la crítica de la ciencia empírica como generadora de conocimiento queda destruida. El crítico ideológico tiene que asumir en cierta forma la misma orientación empirista que característicamente intenta subvertir. En tanto que discurso unificante, el punto de vista literario es también defectuoso. Su principal problema es su incapacidad para escapar de la autogenerada prisión que es el texto. En este punto la respuesta al dilema cartesiano de la duda es un momento singular de certeza: existe el texto. Este momento, sin embargo, rápidamente deja su lugar a una duda renovada de que la conclusión es en sí misma una estrategia textual. Al final, nada hay fuera del texto, y, lo que es más lógico, ninguna promesa de algo que pudiéramos llamar ciencia. Como científico de las ciencias humanas difícilmente podría uno interesarse por la pobreza, el

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conflicto, la economía, la historia, el gobierno, y demás, ya que no se trata sino de términos que están incrustados en una historia retórico-textual. No hay crítica social a hacer, nada a lo que resistirse, nada por lo que luchar y, en realidad, ninguna acción que adoptar, ya que la idea misma de la «acción a adoptar» es una prolongación de la convención lingüística. Además del torpor inmitigable al que invita esta conclusión, el análisis retórico-literario en su pura forma no puede dar cuenta de la comunicación humana. No sólo la duda aparece engarzada en la idea misma de comunicación (se trata simplemente de un término en los textos), pero si comprendemos sólo a través de la convención lingüística, no hay medio de comprender a nadie que no participe de esas mismas convenciones. De hecho, la comprensión auténtica sólo puede tener lugar con alguien que es idéntico a uno mismo.

Examinemos lo que sigue: ¿Qué quiere decir afirmar que el lenguaje (el texto, la retórica) construye el mundo? Las palabras son, al fin y al cabo, algo pasivo y vacío simplemente sonidos o marcas sin consecuencia. Con todo, las palabras están activas en la medida en que las emplean las personas al relacionarse, en la medida en que son un poder garantizado en el intercambio humano. Requerimos la existencia de una relación entre el autor y el lector para que hablemos de la construcción textual de lo social. Si lo hacemos no sólo restauraremos la crítica retórico-textual de la inteligibilidad sino que daremos con una salida de la mazmorra del texto. Con todo, podemos retener la preocupación por la construcción retórico-textual de la realidad y beneficiarnos de las concepciones que se derivan de este tipo de análisis. Además, como descubriremos, muchos conceptos utilizados en el análisis literario y retórico pueden enriquecer el espectro teórico y práctico del científico humano. Conceptos como, por ejemplo, narración, metáfora, metonimia, posicionamiento del autor, y similares, abren nuevos panoramas al científico que trabaja en el campo de las ciencias humanas en términos tanto de teoría como de las diversas formas de trabajo práctico (como investigación, terapia, intervención en la comunidad). Al mismo tiempo, el análisis literario puede enriquecerse en términos de posibilidades abiertas a la comprensión de los textos tal como funcionan en el seno de un medio social más amplio, tanto reflejando como contribuyendo a los procesos culturales. En realidad, es precisamente ésta, la dirección tomada por muchos análisis literarios a partir del primer de vaneo con la teoría de la desconstrucción (véanse, por ejemplo, Bukatman, 1993; DeJean, 1991;Laqueur, 1990; Weinstein, 1988).Así como un compromiso con el proceso social puede acoger la mayor parte de la crítica retórico-literaria, se puede también abrir un camino para sostener la fuerza de la crítica ideológica. Esto puede cumplirse mientras que simultáneamente se evitan las tendencias problemáticas al reduccionismo psicológico o a las concepciones clarividentes de lo real. Tal vez la obra de Michel Foucault (1978, 1979) sea la que proporciona los medios más efectivos para asegurar el vínculo necesario entre el análisis social y el crítico. Para Foucault, existe una íntima relación entre lenguaje (incluyendo todas las formas de texto) y proceso social (concebido en términos de relaciones de poder). En particular, a medida que las diversas profesiones (como el gobierno, la religión, las disciplinas académicas) desarrollan lenguajes que a la vez justifican su existencia y articulan el mundo social, y a medida que estos lenguajes se ponen en práctica, también los individuos pasan a estar (incluso alegremente) bajo el

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dominio de estas profesiones. En Surveiller et punir (Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión), Foucault se sentía particularmente preocupado por «el complejo científico-legal en el que el poder de castigar toma su apoyo, recibe sus justificaciones y reglas, a partir de las que extiende sus efectos y por medio de las que enmascara su exorbitante singularidad» (1979, pág. 23). De una manera más pertinente, Foucault señala la subjetividad individual como el emplazamiento en el que muchas de las instituciones contemporáneas —incluyendo las especialidades y profesiones de la salud mental— se insinúan en la vida social en marcha y extienden su dominio. «La "mente"», escribe, «es la superficie de inscripción para el poder, cuyo instrumento es la semiología» (1977, pág.102).En este contexto, es a través de una apreciación crítica del lenguaje como podemos alcanzar una comprensión de nuestras formas de relación con la cultura y, a través de él, abrir un espacio a la consideración de las alternativas futuras. En lugar de considerar la crítica como reveladora de los intereses sesgados que acechan en la proximidad del lenguaje, podemos ahora considerarla como aclaradora de las consecuencias pragmáticas del propio discurso. En este caso se eliminan de toda consideración las cuestiones problemáticas de la falsa conciencia y de la veracidad, y la atención pasa a centrarse en los modos cómo funciona el discurso en las relaciones que se dan. Dejando a un lado las cuestiones del motivo y la verdad, ¿cuáles son las repercusiones sociales de los modos existentes de discurso? La crítica social de este tipo adolece del mismo subterfugio reflexivo que la crítica ideológica y la textual: su propia verdad se ve socavada por su propia tesis. La crítica de la génesis social de cualquier exposición es algo en sí mismo derivado socialmente. Sin embargo, el resultado de esta réplica no es una cárcel de ideología infinita o texto: cada crítica ideológica es una expresión de ideología, cada desconstrucción textual es en sí misma un texto. Más bien, con cada reposición reflexiva uno se desplaza a un espacio discursivo alternativo, lo que equivale a decir, a otro dominio de relación. La duda reflexiva no es un deslizamiento en una regresión infinita, sino un medio de reconocer otras realidades, dando así entrada a nuevas relaciones. En este sentido, los construccionistas puede que utilicen la desconstrucción auto rreflexiva de sus propias tesis, declarando así, simultáneamente, una posición, pero eliminando su autoridad e invitando a otras voces a conversar (véase especialmente Woolgar, 1988).Recordemos aquí la exposición que dimos en el capítulo 1 de los cambios de paradigma. Ahora vemos que la elaboración de la ontología implícita de la crítica social nos sirve aquí de fundamento para el cambio en el desarrollo discursivo desde un estadio crítico a otro transformacional. Proporciona, además, una oportunidad para dialogar sobre el potencial del aspecto de construccionismo social que revisten las ciencias humanas. Este diálogo se refleja ahora en una extensa gama de escritos —que atraviesan las ciencias sociales y las humanidades—que representan, creo, el surgimiento de una conciencia común de cómo podemos desplazarnos desde la críti-ca a una ciencia reconstituida.

Supuestos para una ciencia del construccionismo social-

¿De qué modo ha de caracterizarse esta comprensión en ascenso? Si explicamos con más detalle los supuestos clave que derivan de la crítica social, ¿cuáles son los componentes del enfoque construccionista social del conocimiento y cuáles son sus promesas de cara a la práctica científica? Aunque no todas las personas que trabajan

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con un idioma construccionista estarían de acuerdo con las premisas, y aun cuando hay otros más que por completo eludirían este gélido diálogo, hay no obstante algunas que otras ventajas en el hecho de una solidificación momentánea de la perspectiva. En estos momentos atisbamos la posibilidad de una afinidad colectiva, para hacer acopio de colaboración y prudencia, y traer a primer plano los topoi para una deliberación ulterior. Examinemos, pues, los siguientes supuestos como algo esencial para dar cuenta del conocimiento característico del construccionismo social: Los términos con los que damos cuenta del mundo y de nosotros mismos no están dictados por los objetos estipulados de este tipo de exposiciones.Nada hay en realidad que exija una forma cualquiera de sonido, marca o movimiento del tipo utilizado por las personas en los actos de representación o comunicación. Este supuesto de carácter orientativo se deriva en parte de la incapacidad de los especialistas para cumplir una correspondencia de la teoría del lenguaje o una lógica de la inducción por medio de la cual se pueden derivar proposiciones generales a partir de la observación. Este supuesto está especialmente en deuda con la elucidación que hace Saussure (1983) de la relación arbitraria entre significante y significado. Se aprovecha directamente de las diversas formas de análisis semiótico y de crítica textual que demuestran cómo los diferentes modos de dar cuenta de los mundos y las personas dependen, en cuanto a su inteligibilidad e impacto, de la confluencia de los tropos literarios que los constituyen. También está informado por el análisis centrado en las condiciones sociales y procesos en la ciencia que privilegian determinadas interpretaciones del hecho sobre otras. En su forma más radical, propone que no hay limitaciones asentadas en principios en cuanto a nuestra caracterización de los estados de cosas. A un nivel fundamental el científico se enfrenta a una condición del tipo «cualquier cosa vale». Aquello que en principio es posible, sin embargo, se encuentra más allá de la posibilidad práctica. Un segundo supuesto aduce una razón importante: Los términos y los tormos por medio de las que conseguimos la comprensión del mundo y de nosotros mismos son artefactos sociales, productos de intercambio situados histórica y culturalmente y que se dan entre personas.Para los construccionistas, las descripciones y las explicaciones ni se derivan del mundo tal como es, ni son el resultado inexorable y final de las propensiones genéticas o estructurales internas al individuo. Más bien, son el resultado de la coordinación humana de la acción. Las palabras adquieren su significado sólo en el contexto de las relaciones actualmente vigentes. Son, en los términos de Shotter (1984), el resultado no de la acción y la reacción individual sino de la acción conjunta. O en el sentido de Bakhtin (1981), las palabras son inherentemente «interindividuales». Esto significa que alcanzar la inteligibilidad es participar en una pauta reiterativa de relación, o, de ser lo suficientemente amplia, en una tradición. Sólo al sostener cierta forma de relación con el pasado podemos encontrarle sentido al mundo. De este modo, las diferentes explicaciones inteligibles del mundo y del yo están en todas partes y en todo momento limitadas.En gran medida, es también la tradición cultural la que permite que nuestras palabras aparezcan tan a menudo plenamente fundamentadas o derivando de lo que es en realidad. Si las formas de comprensión son suficientemente añejas, y existe la suficiente univocidad en su uso, pueden adquirir el barniz de la objetividad, el sentido de ser literales como opuesto a metafóricas. O, expresándolo en los términos de Schutz

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(1962), las comprensiones se sedimentan culturalmente; son los elementos constituyentes del orden que se da por sentado. A pesar de ello, todo acento puesto en «la verdad a través de la tradición» es incompleto si no se toman en consideración las formas de interacción en las que el lenguaje está incrustado. No es simplemente la repetición ni la univocidad las que sirven para reificar el discurso, sino la gama completa de relaciones de las que forma parte ese discurso en cuestión. Por consiguiente, es posible mantener una profunda preocupación por la «justicia» y la «moralidad» —términos con un elevado grado de flexibilidad referencial— porque están incrustados en las pautas más generales de relación. Llevamos a cabo procedimientos sociales elaborados —por ejemplo, «culpa y castigo» al nivel informal y procedimientos judiciales al institucional— donde términos como «justicia» y «moralidad» desempeñan un papel clave. Eliminar los términos equivaldría a amenazar a toda la organización de los procedimientos. Permanecer en el seno de la acostumbrada gama de procedimientos es conocer que se pueden alcanzar la justicia y la moralidad. En el mismo sentido, los enclaves científicos alcanzan conclusiones que son portadoras del sentido de la objetividad transparente. Al seleccionar determinadas configuraciones que serán consideradas como «objetos» «procesos» o «acontecimientos» y al generar consenso acerca de las ocasiones en las que se ha de aplicar el lenguaje descriptivo, se forma un mundo conversacional respecto al cual el sentido de la «validez objetiva» es un subproducto (Shotter,1993b). Así, pues, como científicos podemos llegar a convenir que en determinadas ocasiones llamaremos a diversas configuraciones «conducta agresiva», «prejuicio», «desempleo», y demás, no porque simplemente haya agresión, prejuicio y desempleo «en el mundo» sino porque estos términos nos permiten indexar las diversas configuraciones de modos que no son socialmente útiles. Es así cómo las comunidades de científicos pueden alcanzar el consenso, por ejemplo, sobre «la naturaleza de la agresión», y sentirse justificadas al calificar esas conclusiones de «objetivas». Sin embargo, separadas de los procesos sociales responsables del establecimiento y la gestión de la referencia, las conclusiones decaen en meros formalismos. Esta proposición se relaciona todavía con otro argumento de cierta relevancia. Se suele decir que las teorías científicas adquieren su valor primeramente en el contexto de la predicción. Incluso los instrumentalistas filosóficos, que disienten de los empiristas con respecto a la capacidad de la ciencia para revelar las verdades de la naturaleza, hacen mayor hincapié en la utilidad predictiva. Una teoría se convierte en superior a otra en virtud de su capacidad para hacer una previsión. E incluso en aquellas ramas de las ciencias sociales en las que no se llega a la predicción en sentido fuerte, las teorías que gozan del crédito de tener un valor aplicado, es decir, de transmitir conocimiento, se pueden aplicar a diversos marcos prácticos. La sentencia de Kurt Lewin «nada hay que sea tan práctico como una buena teoría» es un axioma general. Con todo, como los argumentos hasta ahora expuestos ponen en claro, las propias teorías no establecen predicciones, ni prescriben las condiciones de su aplicación. Las proposiciones teóricas mismas permanecen vacías, desprovistas de

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significación en lo que damos en llamar «el mundo concreto». En sí mismas, no consiguen transmitir las reglas culturalmente compartidas de instanciación necesarias para la predicción o la aplicación. Las teorías pueden ser un accesorio inestimable para la comunidad científica al desarrollar «tecnologías de predicción» o al gestionar los acuerdos relativos a qué constituye una «aplicación». En la medida que las predicciones o las aplicaciones son fundamentales en el lenguaje y son compartidas en

el seno de una comunidad, las teorías puede que se conviertan en algo esencial. Sin

embargo, hacer predicciones sobre la agresión, el altruismo, el prejuicio, los trastornos alimenticios, el desempleo y similares consiste simplemente en hacer un ejercicio de lenguaje, a menos que uno participe en las formas de relación en las que estos términos han venido garantizando la referencia. Por consiguiente, transmitir teorías abstractas, descontextualizadas en revistas, libros, conferencias y demás es una consecuencia práctica limitada en términos de predicción o aplicación.

 El grado en el que un dar cuenta del mundo o del yo se sostiene a través del tiempo no depende de la validez objetiva de la exposición sino de las vicisitudes del proceso social.Esto equivale a decir que las exposiciones del mundo y del yo pueden sostenerse con independencia de las perturbaciones del mundo que están destinadas a describir o explicar. De manera similar, puede que sean abandonadas sin tener en cuenta aquello que consideramos que son los rasgos perdurables del mundo. Efectivamente, los lenguajes de la descripción y de la explicación pueden cambiar sin hacer referencia lo que denominamos fenómenos, que a su vez son libres de cambiar sin que ello comporte consecuencias necesarias para las exposiciones de orden teórico. Este enfoque está en deuda con la tesis de Quine-Duhem según la cual se puede sostener una teoría gracias a la elaboración progresiva de las cláusulas auxiliares y tácitas a través de un océano de observaciones que de otro modo funcionarían como refutaciones. Además refleja buena parte de la historia de la tradición científica sobre los procesos sociales en juego en períodos de cambio de paradigma. También se beneficia del hincapié hecho por la sociología del conocimiento en la gestión del significado en los laboratorios científicos. En el presente resumen viene caracterizada primeramente para recalcar las consecuencias que el construccionismo social tiene para el proceder científico. Ya que, como esta postura pone en claro, los procedimientos metodológicos, con independencia del rigor, no actúan en tanto que correctivos basados en principios para los lenguajes de la descripción y la explicación científicas. O, siguiendo el tema desarrollado en el capítulo anterior, la metodología no es un dispositivo demoledor que permita decidir entre exposiciones científicas concurrentes. Hablando en términos políticos, esto equivale a abrir la puerta a voces alternativas en el seno de la cultura, voces desdeñadas durante mucho tiempo por su

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falta de una ontología, epistemología y metodología subsidiarias aceptables. Este tipo de voces ya no son acalladas a causa de la ausencia de los datos necesarios.Al mismo tiempo, estos argumentos no conducen a las conclusiones peligrosas de que la metodología tradicional es irrelevante para la descripción científica, de que puede ser abandonada sin que ello afecte al cuerpo de los escritos científicos y no ha de interesarse por la credibilidad de los científicos o por el valor societal del esfuerzo científico. Lo que aquí se afirma es que la metodología no proporciona una garantía trascendente o libre de las ataduras contextúales para afirmar que determinadas descripciones y explicaciones son superiores («más objetivas» o «más ciertas») a otras Sin embargo, en el seno de las comunidades científicas los métodos empíricos pueden utilizarse (y lo son característicamente) de tal manera que no ocultan las pretensiones de verdad, la Habilidad de las conclusiones, la veracidad del investigador, y las consecuencias que el esfuerzo científico tiene para la sociedad. Tal como se esbozara anteriormente, las comunidades de científicos pueden forjar ontologías locales de duración sustancial. A través de la gestión continuada, de la práctica ritual y de la socialización de los neófitos en estas prácticas, las comunidades pueden desarrollar un consenso sobre «la naturaleza de las cosas». En el seno de estas comunidades las proposiciones pueden ser verificadas o falsadas. Y dado que los objetos los instrumentos y las representaciones estadísticas están incorporados en estas prácticas (formando «el datum», los medios de «reconocimiento», los indicadores de Habilidad), entran en el proceso de verificación y falsación. De este modo, los científicos pueden establecer la presencia o la ausencia de feromonas, de memoria a corto plazo, de rasgos de personalidad y otras realidades discursivas. Las prácticas metodológicas pueden desarrollarse para sostener la «existencia de los fenómenos», su coocurrencia con otros fenómenos establecidos y la probabilidad de su existencia en el seno de poblaciones más amplias. Además, los miembros de la comunidad pueden construir la confianza mutua al informar acerca de esos acontecimientos y penalizar o expulsar con toda legitimidad a aquellos que juegan incorrectamente el juego o lo hacen con astucia. Los textos de la ciencia, en gran medida expresaran los resultados de esas actividades, y si uno participa en los rituales las predicciones pueden en realidad tener sus consecuencias.

 La significación del lenguaje en los asuntos humanos se deriva del modo como funciona dentro de pautas de relación.En su crítica del enfoque del lenguaje como adecuación o correspondencia las tres líneas de argumentación abordadas anteriormente también sepultan cualquier enfoque simplista de la base semántica de la significación del lenguaje. Esto es, encontramos que las proporciones no derivan su sentido de su relación determinante con un mundo de referentes. Al mismo tiempo, encontramos que el enfoque semántico puede reconstituirse en el seno de un marco social. Siguiendo el trato dado a la referencia como ritual social con prácticas referenciales situadas social e históricamente, salen a la luz las posibilidades semánticas de la significación de la palabra. Con todo hay que

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subrayar que la semántica pasa de este modo a ser un derivado de la pragmática social. La forma de la relación permite que la semántica funcione.Cuando se expresa en estos términos, el construccionismo social es un compañero compatible para la concepción wittgensteiniana del significado como un derivado del uso social. Para Wittgenstein (1953) las palabras adquieren su significado dentro de lo que metafóricamente denomina «juegos del lenguaje», es decir, a través de los sentidos con que se usan en las pautas de intercambio existente. Los términos «defensa», «delantero», «gol» «fuera de juego» son esenciales a la hora de describir el fútbol. En términos de sentido común, el juego del fútbol existe con anterioridad al acto de descripción, y una descripción dada puede ser más o menos exacta (pensemos por un momento en el abuso del que es responsable el árbitro que señala «falta» allí donde debiera haber visto «la ley de la ventaja»). Desde el enfoque de Wittgenstein, sin embargo, los términos del fútbol no son descriptores disociados sino rasgos constitutivos del juego. Un portero es sólo un portero en virtud del hecho de que uno accede a las reglas del propio juego. En efecto, los términos adquieren su significado gracias a su función en el seno de un conjunto de reglas circunscritas. El hecho de «describir el juego» es un derivado del posicionamiento precedente de los términos relevantes dentro del propio juego. «Ahora bien, ¿qué significan las palabras de este lenguaje?», se pregunta Wittgenstein (1953). « ¿Qué se supone que muestra lo que significan si no es el tipo de uso que tienen? (6e). Apropiado es también el concepto wittgensteiniano de forma de vida, es decir, una pauta más amplia de actividad cultural en la que se incrustan juegos específicos de lenguaje. El juego del fútbol, por ejemplo, en general funciona como una «actividad de recreo» y se distingue del ámbito del trabajo; se trata de un pasatiempo cultural- constituido por una diversidad de rituales tradicionales (como son hacer quinielas, llevar a nuestro hijo a su primer partido). El significado dentro del juego depende del uso del juego en el seno de pautas culturales más amplias. Este enfoque del significado como algo que deriva de intercambios micro social incrustado en el seno de amplias pautas de vida cultural presta al construccionismo social unas dimensiones críticas y pragmáticas pronunciadas. Es decir, presta atención al modo en que los lenguajes, incluyendo ahí las teorías científicas, se utilizan en la cultura. ¿Cómo funcionan los diversos «modos de expresar las cosas» dentro de relaciones en curso? Es poco probable que el construccionismo pregunte por la verdad, la validez, o la objetividad de una exposición dada, qué predicciones se siguen de una teoría, en qué medida un enunciado refleja las verdaderas intenciones o emociones del hablante o cómo una prelusión se hace posible a través del procesamiento cognitivo. Más bien, para el construccionista, las muestras de lenguaje son integrantes de pautas de relación. No son mapas o espejos de otros dominios —mundos referenciales o impulsos interiores— sino excrecencias de modos de vida específicos, rituales de intercambio, relaciones de control y de dominación, y demás. Las principales preguntas que se han de plantear a las declaraciones generalizadas de verdad son, pues: ¿De qué modo funcionan, en qué rituales son

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esenciales, qué actividades se facilitan y cuáles se impiden, quien es desposeído y quién gana con tales declaraciones?

 Estimar las formas existentes de discurso consiste en evaluar las pautas de vida cultural; tal evaluación se hace eco de otros enclaves culturales.En una comunidad de inteligibilidad dada, en la que palabras y acciones se relacionan de manera fiable, es posible estimar lo que damos en llamar la «validez empírica» de una aserción. Aunque esta forma de evaluación es útil tanto en el ámbito de la ciencia como en el de la vida cotidiana, es esencialmente de carácter irreflexivo y no ofrece ningún tipo de medio a través del cual evaluar la propia evaluación, sus propias construcciones del mundo y la relación que éstas tienen con formas de vida cultural más amplias y más difundidas. Por ejemplo, en la medida en que existen como comunidades de comprensión, los científicos de laboratorio pueden evaluar felizmente la credibilidad y la aceptabilidad de las afirmaciones en las relaciones que las constituyen. En el mismo sentido podríamos expresarnos en relación con las de psicoanalistas y las espirituales. Sin embargo, los criterios de validez o de deseabilidad que operan en el seno de estas comunidades no dan oportunidad a la autoevaluación y, lo que es aún más importante, ni a la evaluación del impacto que estos compromisos tienen en las vidas de aquellos que viven en comunidades relacionadas o solapadas. El científico como tal no puede preguntar por el valor espiritual de la ciencia; el psicoanalista por sí mismo carece de los medios para debatir las ventajas e inconvenientes de creer en los procesos inconscientes; y los términos y las comprensiones del estratega militar no proporcionan medio alguno para evaluar la moralidad de la guerra. De este modo se estimula la evaluación crítica de las diversas inteligibilidades de posiciones exteriores, explorando así el impacto de estas inteligibilidades en las formas más amplias de vida cultural. ¿Qué gana o pierde la cultura si constituimos el mundo en términos del economista, del estratega militar, del ecologista, del psicólogo, de la feminista...? ¿De qué modo la vida cultural mejora o se empobrece a medida que los vocabularios y las prácticas de estas comunidades se expanden o proliferan? Con ello no estoy privilegiando la evaluación por encima de las inteligibilidades y las practicas en cuestión; el lamento moral o político, por ejemplo, no constituye la «palabra final» sobre esos asuntos. Sin embargo, dado que este tipo de evaluaciones son esencialmente excrecencias de otras comunidades de significado —otros modos de vida—, la puerta queda abierta para un entretejimiento más completo de comunidades dispares de significado. Si las evaluaciones pueden comunicarse de modo que aquellos que están bajo examen puedan asimilar, las fronteras relaciónales se vuelven tenues. Así como los significantes de otro modo lejanos se interpretan, así las comunidades que de otro modo serían ajenas empiezan a formar un conjunto coherente. Por consiguiente, el diálogo evaluativo puede constituir un paso importante hacia una sociedad humana.

Las ciencias humanas en la perspectiva construccionista

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Los diversos supuestos recogidos aquí empiezan a formar una alternativa para el enfoque individual del conocimiento que en el capítulo anterior encontramos tan profundamente problemático. La pregunta que debemos abordar atañe al potencial positivo de estos enfoques. ¿Qué sugieren estos supuestos para unas ciencias humanas reconstruidas? ¿Qué se ve ahora favorecido? ¿Qué debe rechazarse? Para el científico que busca certezas o para el empirista tradicional, los argumentos construccionistas pueden parecer pesimistas, incluso nihilistas. Sin embargo, lo son sólo si uno se aferra a concepciones anticuadas de la empresa científica o a concepciones ofuscadoras de la verdad, del conocimiento, del saber, de la objetividad y del progreso. Lo que encontramos es que, en un grado significativo, las concepciones empiristas tradicionales del oficio han reducido su alcance, truncado sus métodos, amordazado sus expresiones posibles y circunscrito su potencial de utilidad social. En cambio, propongo que cuando se les exige lo apropiado, los argumentos construccionistas contienen un enorme potencial para las ciencias humanas. Surgen nuevos horizontes a cada envite, y muchos están siendo explorados en la actualidad. En lo que resta de este capítulo quiero no sólo esbozar algunas de las aperturas más destacadas generadas por el punto de vista construccionista, sino también resucitar una serie de afanes tradicionales, esta vez en términos construccionistas. A fin de apreciar la gama de potenciales, es útil recordar el intento hecho en el capítulo anterior para dar cuenta de las transformaciones que se dan en las perspectivas de las ciencias humanas. Hablaré aquí de las tendencias a mantener, a poner en tela de juicio, y a transformar las tradiciones; al seguir con este acento, podemos también pasar revista a las diversas formas de prácticas científicas en términos de (1) su contribución a las instituciones o modos de vida existentes; (2) de su capacidad de desafío crítico; y (3) su potencial para transformar la cultura. Este análisis es sólo sugerente, en la medida en que cualquier práctica científica puede funcionar de diferentes modos para distintos grupos culturales, y las prácticas a menudo tienen efectos múltiples, contrarios y no intencionados. Sin embargo, al disponer las prácticas de este modo, espero hacer el necesario hincapié en los distintos efectos y funciones.

La práctica científica en una sociedad estable

Consideremos de entrada el potencial de las ciencias humanas en condiciones de estabilidad relativa o de tradición duradera. Aquí podemos incluir formas de lenguaje, ellas mismas inseparables o constitutivas de las pautas relaciónales en las que están insertadas. Este lenguaje  probablemente contenga una ontología implícita, un inventario «de qué hay» y un código moral implícito (criterios «de qué debiera ser»). Por consiguiente, ya hablemos de biólogos que estudian las moléculas del ADN o de las deliberaciones del Tribunal Supremo, sobre la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana, tiene que haber suposiciones compartidas acerca de lo que existe, así como un acuerdo en cuanto a la acción idónea. En ausencia de tales convenciones no habría comunidad de biólogos ni Tribunal Supremo. Además, aquello que se puede decir de grupos de carácter local de contacto directo, también es sostenible en cierto sentido a nivel nacional o continental; por consiguiente, podemos hablar de cultura

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japonesa como opuesta a la cultura noruega. Dicho con estas palabras, las ciencias humanas hacen una contribución esencial para hacerse con el abanico de tradiciones existentes. Son dos las funciones principales e interdependientes a las que hay que servir. En primer lugar, la investigación en ciencias humanas puede funcionar a fin de sostener y/o intensificar la forma de vida existente; y, en segundo lugar, puede permitir que las personas vivan más adecuadamente en el seno de estas tradiciones. La primera de estas dos funciones es satisfecha con mayor plenitud por parte de las inteligibilidades teóricas: el modo que tiene el científico de describir y explicar el mundo. Como elaboradores y proveedores articulados, respetados y visibles del lenguaje—y muy en especial los lenguajes que abordan la condición humana—, los científicos activos en las ciencias humanas pueden tener un influjo muy importante en las inteligibilidades dominantes de la sociedad y, así, en sus prácticas preponderantes. Este tipo de inteligibilidades califican la acción humana, proporcionan causas para el éxito y el fracaso de la gente, y facilitan elementos racionales para la conducta. Explicar la acción humana en términos de procesos psicológicos individuales, por ejemplo, ha de tener consecuencias mucho más diferentes para las prácticas y las políticas que explicar esas mismas acciones en términos de estructuras sociales. Las teorías del primer tipo nos conducen a culpar, castigar y tratar a los pervertidos en sociedad, mientras que aquellas otras del segundo tipo favorecen la reorganización de los sistemas responsables de tales resultados. Las teorías del aprendizaje humano sugieren implícitamente que la conducta aberrante está sujeta a un reciclaje programático, mientras que las teorías innatistas más a menudo hacen hincapié en la contención de lo que de otro modo sería inevitable. Las teorías mecanicistas tienden a negar la responsabilidad individual, mientras que las teorías dramatúrgicas garantizan las facultades individuales del actuar y del autocontrol. En cada caso, la inteligibilidad teórica opera a fin de sostener o reforzar una perspectiva societaria significativa, así como sus modos de vida asociados. Las ciencias humanas pueden también facilitar la acción adaptativa en el seno de los confines de lo que es convencional. Dadas determinadas pautas fiables de acción, así como las posibilidades de un acuerdo comunitario en la adjetivación, las ciencias humanas pueden proporcionar los tipos de predicciones que permitan constituir políticas, disponer programas y la información útil diseminada para la cultura. En el interior de las realidades comunes de la cultura, las ciencias humanas pueden generar, por ejemplo, predicciones razonablemente fiables acerca del éxito académico, del colapso esquizofrénico, cotas de enfermedad mental, pautas de voto, tasas de criminalidad, de divorcio, de fracaso escolar, condiciones para el aborto, del éxito de productos, sobre el PNB y demás. Permiten a los terapeutas relacionarse con sus pacientes de tal modo que se logren las «curas» y que los consultores de organización «solucionen problemas» en el interior de los marcos organizativos. En este dominio de pronóstico, las tecnologías empiristas tradicionales pueden desempeñar su papel más significativo. Los procedimientos de muestreo, los dispositivos de recogida y contabilización de datos, los cuestionarios de sondeo, los

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métodos experimentales, los análisis estadísticos y similares —el legado de las ciencias conductistas--- están dotados efectivamente para intensificar las capacidades predictivas. Mientras la tradición perdure, se siga otorgándoles valor y los códigos de referencia sean ampliamente compartidos, la previsión actuarial seguirá gozando de ventajas. Con ello, sin embargo, no queremos defender una inversión sostenida en las teorías generales de testación de la conducta humana. Tal como hemos visto, esta investigación no puede justificarse sobre las bases tradicionales que nos permiten distinguir las teorías exactas y predictivas de las empíricamente engañosas. La investigación no opera ni para validar ni para invalidar las hipótesis generales, ya que todas las teorías pueden ser reducidas a verdaderas o falsas dependiendo de la gestión que uno haga del significado en un contexto dado. Tampoco la vasta parte de investigación que pone a prueba hipótesis es relevante para el desafío que supone la predicción social. Esto es así porque esta investigación está dirigida característicamente por el deseo de demostrar la validez de la teoría en cuestión. La conducta específica que pasa a ser evaluada tiene un interés periférico, al ser escogida meramente porque es conveniente o está sujeta a medición y control en condiciones de laboratorio. La sociedad tiene poca necesidad de mejores predicciones del tipo condicionado, ya sean del tipo botón presionado, marcas a lápiz en un cuestionario, éxito en juegos artificiales o excelencia con aparatos de laboratorio. Efectivamente, el grandísimo número de horas consumidas por tales empresas, los sacrificios hechos por vastas hordas de sujetos y de poblaciones de animales, las sumas de dinero estatal, las esmeradas practicas de edición y el hacer o deshacer carreras tienen una justificación poco convincente. No se trata de abandonar todas las formas de testación de hipótesis. Una cantidad limitada de investigación controlada puede ser útil para vivificar o prestar peso específico retórico a posiciones teóricas de carácter general. Con todo, estos argumentos defienden la inteligibilidad teórica como tal vez la contribución más significativa que las ciencias humanas pueden hacer a la vida cultural.

Convención desestabilizadora

Para la mayoría de la sociedad, las contribuciones al bien público, definido convencionalmente, tienen escasas consecuencias. Los valores culturales parecen demasiado precarios en conjunto, las pautas apreciadas demasiado fugaces para erosionar, mientras que los elementos indeseables siempre aparecen predominantes. Al mismo tiempo, las realidades culturales son raramente unívocas. Nadamos en un mar de inteligibilidades donde las corrientes discursivas de períodos dislocados de la historia —griego, romano, cristiano, judaico y otros—siempre surgen una tras otra, y la mezcla de pasados dispares genera siempre nuevas y atrayentes(o espantosas) posibilidades. Por consiguiente, con independencia de las realidades culturales dominantes, y de sus prácticas relacionadas, siempre hay grupos cuyas realidades son desdeñadas, pasando inadvertidas, siendo las visiones de cambio positivo

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amortiguadas por lo estable y lo mojigato. Para el construccionista, los lenguajes de las ciencias sirven de dispositivos pragmáticos, al favorecer determinadas formas de actividad mientras se disuaden otras. El científico es, inevitablemente, un abogado moral y político, lo quiera él o no. Afirmar la neutralidad respecto a los valores es simplemente cerrar los ojos a los modos de vida cultural que el propio trabajo apoya o destruye. Así, pues, en lugar de separar los propios compromisos profesionales de las propias pasiones, intentando separar difícilmente hecho y valor, el construccionismo invita a una vida profesional plenamente expresiva, en relación a las teorías, los métodos y las prácticas que pueden realizar la visión que uno tiene de una sociedad mejor. En este sentido, el construccionismo ofrece una base fundamental para desafiar las realidades dominantes y las formas de vida a ellas asociadas. Examinemos tres de las formas centrales del desafío: la crítica de la cultura, la crítica interna y la erudición del desarraigo. Tal vez uno de los medios más directos y ampliamente asequibles de inquietar al statu quo existente —desde el punto de vista discursivo— sea la crítica de la cultura. Durante la mayor parte de este siglo, las ciencias orientadas empíricamente han eludido con asiduidad la toma de partido ético o político. Tal como vemos, el valor de la neutralidad es un afán quimérico; el profesional siempre e inevitablemente afecta a la vida social tanto para bien como para mal, mediante cierto criterio valorativo. Así, pues, en lugar de operar como secuaces pasivos del «espejo de la naturaleza», los científicos activos en las ciencias humanas pueden de manera legítima y responsable extender sus valores. En lugar de escarbar en temas de «deber ser» desde la canónica profesional, debemos emplear activamente nuestras habilidades para hacer que aquellas cuestiones políticas y morales ligadas a nuestro dominio profesional sean inteligibles. La crítica social, aunque apenas nueva en relación a las ciencias humanas, es una forma importante de este tipo de expresión. Los especialistas tanto de las tradiciones críticas como psicoanalítica proporcionaron demostraciones tempranas y potentes de la posibilidad de un análisis de la sociedad sofisticado y de gran alcance. Y, mientras este potencial quedaba durante mucho tiempo relegado al olvido (o sencillamente era menospreciado) durante la época conductista (o de empirismo fuerte), ha empezado a reaparecer bajo formas múltiples y altamente variadas desde la década de los años 1960. El reciente surgimiento de la disciplina de los estudios culturales atestigua el vigor de este movimiento, del que hablaremos más extensamente en el capítulo 5.La crítica social debe complementarse con otros medios importantes. Esencialmente, se orienta hacia el exterior, abordando características de la cultura en general, con lo cual no llega a afectar a las ciencias humanas como tales. Sin embargo, y dado que las ciencias humana sustentan lenguajes y prácticas que afectan a la cultura, también requieren una valoración crítica. Además de la crítica social, la perspectiva construccionista favorece una intensa utilización de la crítica interna. En efecto, se invita a los científicos a controlar, analizar y clasificar las dudas correspondientes en el uso de sus propias construcciones de la realidad y de las prácticas a ellas asociadas. Tampoco en este caso la crítica interna representa nada

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nuevo para las ciencias. Como se dijo en el capítulo anterior, por ejemplo, la valoración crítica del paradigma conductista fue esencial para la evolución cognitiva. Desde el punto de vista de la actualidad, de cualquier modo, un debate interno de este tipo tiene un significado mínimo en términos de su valor respecto a la cultura en general. Y esto es así porque no logra permanecer al margen de la ciencia en sí misma. Los valores inherentes a las ciencias, y sus correspondientes implicaciones para la vida cultural, nunca se han puesto en cuestión. Lo que aquí se defiende es una forma de crítica que represente intereses o valores distintos a los que benefician a los generadores de realidades científicas. He presentado ejemplos de este trabajo al hablar de la crítica ideológica, y abordaré más casos en el capítulo 5.Tenemos que considerar una tercera forma de erudición desestabilizadora. Tanto la crítica de la cultura como la crítica interna se basan característicamente en el valor particular de los compromisos: igualdad, justicia, reducción del conflicto, y demás. Sin embargo, el construccionismo también invita a una tercera forma de investigación, menos apoyada por una posición de valor particular y más centrado en el desbaratamiento general de lo convencional. En la medida en que cualquier realidad se objetiva o se da por sentada, las relaciones quedan congeladas, las opciones obturadas y las voces desoídas. Cuando suponemos que hay igualdad perdemos la capacidad de ver las desigualdades; cuando un conflicto se resuelve somos insensibles al sufrimiento de las partes. Con respecto a esto, se ha de dar valor a una erudición/especialización del desarraigo, aquella que simplemente relaja el dominio de lo convencional. Cuando los constructivistas planteaban colocar la aporía inquietante en el corazón de un trabajo determinado, el resultado fue una desconfianza reverberante respecto a cualquier texto transparente, cualquier principio bien elaborado o cualquier plan bien formado. Como demuestra el esfuerzo des construccionista, cuando se las examina de cerca, las bases fundamentales claras, elegantes y convincentes se desbaratan, su lógica se hunde, su significado pasa a ser indeterminado. Con todo, aunque los análisis des construccionistas son asequibles a las ciencias humanas como dispositivos de desarraigo, los esfuerzos emergentes son retóricamente más poderosos para demostrar el carácter construido de los discursos dominantes. Aquí los esfuerzos tanto de la crítica de la retórica como social son ejemplares. Tal como se describió, el analista retórico se centra en los dispositivos mediante los cuales un discurso dado adquiere su poder persuasivo, su sentido de la racionalidad, su objetividad o verdad. Al colocar las metáforas, las narraciones, las supresiones de significado, las apelaciones a la autoridad y demás, la racionalidad y la objetividad pierden su poder persuasivo. De manera similar, a medida que los analistas sociales exploran los procesos racionales —las gestiones, las tácticas de poder, la dinámica política...— proclamando diversas verdades, esas verdades pierden su generalidad. Aquello que parecía la «única vía» de expresar las cosas —más allá del tiempo y de la cultura—se convierte en algo local y particular. Existen otras líneas de práctica del desarraigo. Particularmente importantes son las re contextualizaciones culturales e históricas. A menudo, parece, aquello que empieza siendo valores de

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carácter local, suposiciones y garantías se va haciendo expansivo. Los valores de una comunidad particular o la verdad de una ciencia particular se desplazan en la dirección de lo universal: lo bueno y lo cierto para todos en todo momento. La investigación de la asignación cultural e histórica de valores y verdades particulares son bastiones efectivos contra los estragos que causan las palabras embravecidas. Cuando los antropólogos exploran las realidades locales de otros grupos culturales, demostrando la validez de estas realidades ajenas en el seno de sus circunstancias particulares, también destacan las limitaciones de nuestras propias racionalidades. Cuando Winch (1946), por ejemplo, defiende la causa de la magia szondi, simultáneamente difumina la distinción entre la ciencia occidental y el chamanismo. El trabajo histórico puede alcanzar los mismos resultados. Cuando Morawski (1988) y sus colegas describen el cambio de las interpretaciones del experimento en psicología, y Danziger (1990) muestra que el concepto de sujeto experimental depende de la circunstancia histórica, están desafiando el enfoque contemporáneo de una metodología y un sujeto fijos y universales.

Transformación cultural: las nuevas realidades y los nuevos recursos

Las ciencias humanas poseen un potencial importante tanto para sostener las instituciones culturales por un lado, como para ponerlas en duda reflexiva. Sin embargo, hemos de considerar finalmente una tercera gama de desafíos, a saber aquellos que se desplazan más allá de la investigación crítica y desestabilizadora hacia la transformación cultural. Si nuestras concepciones de lo real y del bien son construcciones culturales, entonces la mayor parte de nuestras prácticas culturales pueden igualmente pasar a ser consideradas como algo contingente. Todo cuanto es natural, normal, racional, obvio y necesario está —en principio— abierto a la modificación. Aunque las tradiciones de la crítica y del desarraigo son recursos valorables ya que generan la efervescencia, en sí mismos son insuficientes. Esto es primeramente así a causa de su carácter simbiótico; su inteligibilidad depende de aquello a lo que se oponen. Para la transformación social se requieren nuevas visiones y vocabularios, nuevas visiones de la posibilidad y prácticas que en su misma realización empiezan a trazar un curso alternativo. Estas posibilidades transformativas pueden desarrollarse en el suelo de la ciencia social tradicional: modos reconocidos de la teoría y de la investigación. Sin embargo, puesto que se comprenden primeramente en términos de las inteligibilidades tradicionales, estas innovaciones siguen apoyando estas tradiciones. La transformación cultural parece mejor servida mediante nuevas formas de práctica científica. Examinemos, por consiguiente, el potencial inherente a las formas más audaces de teoría, de investigación y de práctica profesional. Los conceptos de la conducta humana operan más como útiles para llevar a cabo relaciones. En este sentido, la posibilidad de cambio social puede derivarse de nuevas formas de inteligibilidad.

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El desarrollo de nuevos lenguajes de comprensión acrecienta la gama de acciones posibles. A medida que se elaboró un lenguaje de los motivos inconscientes, se desarrollaron nuevas estrategias de defensa en los tribunales de justicia; a medida que un vocabulario de los motivos intrínsecos fue enriqueciéndose, también se enriquecieron nuestros regímenes educativos; y a medida que se desarrollaron las teorías de los sistemas de familia también ampliamos nuestros modos de tratar el dolor individual. En otro contexto (Gergen, 1994) propuse el término teoría generativa para referirme a los enfoques de carácter teórico que se introducen contra, o contradicen abiertamente, los supuestos comúnmente aceptados de la cultura y abren nuevos modos de percibir la inteligibilidad. En el siglo pasado, las teorías de Freud y de Marx se contaban seguramente entre las más generativas. En cada caso, el trabajo teórico planteaba un desafío importante para las suposiciones dominantes y servía de impulso para nuevas formas de acción. Con ello no afirmamos, sin embargo, que ese tipo de trabajo siga conservando su potencial generativo en la actualidad; serían precisas interpretaciones innovadoras e iconoclastas de los textos canónicos para sostener hoy esa vitalidad. (Por ejemplo, la revisión lacaniana de Freud proporciona un medio para que la teoría psicoanalítica participe en los diálogos pos estructurales.) Aunque de un impacto menos sonoro, los trabajos de Jung, Mead, Skinner, Piaget y Goffman, por ejemplo, fueron generativos en muchos aspectos; incluso formulaciones más ceñidas al enfoque como la interpretación que Geertz (1973) diera de una pelea de gallos en Bali o la teoría de la disonancia cognitiva de Festinger (1957) han tenido importantes efectos generativos. Cada uno ha transformado la inteligibilidad en cierto grado y se ha sumado de manera importante a la gama de recursos culturales y científicos.Con todo, en algunos sentidos importantes, este tipo de escritura teórica sigue siendo también conservadora. Las tradiciones culturales de larga duración reciben el apoyo de estos eruditos, y en realidad les prestan poder retorico a sus realizaciones. Siendo más explícito, la escritura de carácter teórico es una acción social sui generis, y como tal favorece determinadas clases de relaciones por encima de otras. En cada uno de los casos antes citados por ejemplo, el escritor adopta la postura de la autoridad que sabe apoyando así las jerarquías de privilegio; se hacen afirmaciones de autoría individual, sosteniendo así el enfoque de los individuos como fuentes originarias de pensamiento; se utilizan formas de argumentación culta o elitista rechazando como irrelevante o inferiores los idiomas persuasivos de los incultos; cada texto  objetiva el tema del que trata, privilegiando así un dominio de lo real sobre lo retórico. La invitación a la transformación se extiende, pues, a la forma de la expresión erudita. A medida quelas ciencias humanas experimentan modos de expresión, en la medida en que desafían los estilos tradicionales de escritura, difuminan los géneros, añaden visión y sonido al texto, también transforman la concepción del especialista de la academia, de la naturaleza de la educación y, finalmente, del potencial de las relaciones humanas. En este contexto hay que poner el mayor valor en las formas nuevas e iconoclastas de escritura que lentamente van abriéndose camino en las ciencias humanas. Las escritoras feministas se encuentran en la vanguardia de este movimiento. Por ejemplo, las feministas francesas Irigaray (1974) v Cixous (1986) demuestran que la mayoría de las convenciones lingüísticas de la escritura erudita son falocéntricas (lineales, polares,

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desapasionadas) Sus escritos experimentan con formas alternativas de expresión, formas que creen que son más compatibles con la conciencia primordial femenina. Los antropólogos culturales se han visto cada vez más perturbados sobre las condiciones occidentales de escribir etnografía, discurriendo quelas mismas convenciones constituyen una forma de imperialismo. Así, pues, los experimentos puestos en marcha, por ejemplo, para inducir «temas de estudio» en la etnografía como colaboradores, escribir etnografía como una autobiografía utilizar la etnografía como crítica de la cultura propia, y convertir la etnografía en poesía (revelando así su base en el artificio y no en el hecho). En otros experimentos textuales Mulkay (1985) ha explorado las posibilidades de escribir como unas cuantas personas diferentes en el marco de una misma obra. Mary Gergen (1992) ha escrito un drama posmoderno, y en un volumen demoledor, Death at the Paradise Cafe, Pfohl(1992) ha desarrollado un collage de teoría, ficción, autobiografía y fotografía para llevar a acabo un análisis social crítico. Cada vez más, los eruditos canalizan sus talentos inventivos hacia el cine, ciertamente el mayor desafío de cara al futuro. Volvamos desde la expresión teórica a la metodología de la investigación. En el modo transformativo, el objetivo principal de la investigación consiste en vivificar la posibilidad de los nuevos modos de acción. La investigación aporta una imaginería importante para nuevas posibilidades. Tal como sugeríamos antes, incluso el experimento de laboratorio puede tener su papel ahí. Por ejemplo, la investigación todavía sugerente de Milgram (1974) sobre la obediencia apenas «pone a prueba una hipótesis» de algún modo significativo. Sin embargo, en su capacidad de impactar en la conciencia del lector en cuanto a su propio potencial para «hacer el mal siguiendo órdenes», está viva investigación provoca la discusión sobre la deseabilidad de las jerarquías y sobre los límites de la obligación. A pesar del poder transformativo de las prácticas de investigación convencionales, comparten una tendencia culturalmente conservadora con las formas de escritura tradicional. Aunque los experimentos de laboratorio pueden ilustrar nuevos potenciales, el hecho de apoyarse en un modelo mecanicista del funcionar humano, el tratamiento alienante del sujeto, y su control de los resultados les arrojan a tradiciones que tal vez se encuentren ociosas. Procedimientos alternativos de investigación alientan una transformación más radical; se trata de métodos que favorecen otros valores y enfoques. A medida que los nuevos procedimientos de investigación se vuelven inteligibles, se fomentan nuevos modelos de relación. Tales intentos surgen ahora con una mayor frecuencia a lo largo de todo el dominio cubierto por las ciencias humanas. Eludiendo muchos de los problemas intelectuales e ideológicos de las prácticas tradicionales de investigación florecen exploraciones en investigación de tipo cualitativo (Denzin y Lincoln, 1994), en la investigación hermenéutica o interpretativa (Packer y Addison, 1989), en la metodología dialógica (M. Gergen, 1989), en la investigación comparativa (Reason, 1988), en la historia biográfica o vital (Bertaux, 1984; Poikinghorne, 1988), en el análisis narrativo (Brown y Kreps, 1993), en la investigación apreciativa (Cooperrider, 1990), en la investigación como intervención social (McNamee, 1988), y la línea feminista como

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investigación vivida (Fonow yCook, 1991). En cada uno de estos casos, nuevas prácticas de investigación modelan nuevas formas de vida cultural. Finalmente, tenemos que prestar atención al dominio de la práctica profesional. En muchos aspectos, los terapeutas, los consejeros y los asesores de organización, los especialistas en educación y similares tienen un impacto mucho mayor en la vida cultural que los académicos. Sus acciones pueden participar en prácticas relaciónales de un modo más profundo y directo que los escritos abstrusos de los profesionales. En efecto cuentan con un enorme potencial para la transformación cultural. En el dominio de las prácticas modelo su impacto es tal vez el más notorio. Cuando los terapeutas desarrollan nuevas formas de interactuar con sus clientes, la cultura puede que se vea informada por modos alternativos de ayudar a aquellos que lo necesitan; cuando los asesores crean el diálogo entre los estratos de una organización (como algo opuesto a ofrecer soluciones autoritarias), implícitamente crean la realidad de la interdependencia; y cuando los investigadores de la educación siguen modos colaborativos de evaluación, se ha dado el paso hacia nuevas formas de relación entre el alumno y el profesor. El que practica esto no es, por consiguiente, un mero servidor de las instituciones existentes o de las lógicas y de los «hallazgos» desarrollados entre las paredes de una torre de marfil, sino un agente potencial de un cambio de largo alcance.

A mi entender, la próxima década puede ser aquella en la que el especialista se beneficie más de habilidades contextualizadas del practicante, y no al revés. En resumen, para las ciencias humanas en un modo construccionista, las prácticas de investigación tradicionales pueden hacer una contribución valiosa. Sin embargo, también vemos que esta contribución está muy limitada. Una orientación construccionista sustancialmente amplía el programa de trabajo. Las más importantes oberturas a la innovación son: la desconstrucción, en la que todas las suposiciones y presupuestos acerca de la verdad, lo racional y el bien quedan bajo sospecha —inclusive las de los desconfiados—; la democratización, en la que la gama de voces que participan en los diálogos resultantes de la ciencia se amplifica; y la reconstrucción, en la que nuevas realidades y prácticas son modeladas para la transformación cultural. Albergo la esperanza de que este tipo de inversiones propulsen la ciencia desde su status actual en los márgenes de la vida cultural al centro de sus afanes y empresas.

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