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7 CAPÍTULO I Problemas historiográficos En las siguientes páginas se emprenderá un recorrido histórico por las diversas maneras de historiar las vanguardias hispanoamericanas a lo largo de los años. En ese sentido, la presente reflexión se ubica en el campo de la historiografía literaria, la cual se ocupa de examinar la historia de las historias literarias. Cabe señalar que cualquier historia de la literatura representa “un esfuerzo de abstracción y construcción de un modelo de interpretación crítica de la producción ficcional” (González-Stephan 38). Así pues, las historias literarias son el resultado de una “operación teórica” (37) que convierte la producción literaria –un conjunto arbitrario de obras determinadasen un corpus organizado y sistematizado coherentemente. El historiador se encarga de constituir su objeto de estudio selecciona ciertas obras y relega otrasy de organizarlo según criterios establecidos geográfico, temporal, por género literario, por tema o asunto, etc, de tal modo que se perfile el proceso histórico que rige el conjunto de obras seleccionado. Por supuesto, el modelo teórico elegido por el historiador conlleva una concepción de la literatura y una perspectiva ideológica concretas. Esta distinción básica entre producción literaria e historia literaria nos permite comprender cómo una misma serie de obras relativamente invariable ha podido ser estudiada de diversas maneras en el transcurso del tiempo. Desde una perspectiva hermenéutica, se puede decir que cada época establece un diálogo particular con las obras literarias o culturas pasadas entendidas como otros. De esta manera, mientras no sea considerado como un simple “depósito inerte” que no concierne al presente, el pasado siempre estará sujeto a nuevas reinterpretaciones:

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CAPÍTULO I

Problemas historiográficos

En las siguientes páginas se emprenderá un recorrido histórico por las diversas maneras de

historiar las vanguardias hispanoamericanas a lo largo de los años. En ese sentido, la presente

reflexión se ubica en el campo de la historiografía literaria, la cual se ocupa de examinar la

historia de las historias literarias. Cabe señalar que cualquier historia de la literatura representa

“un esfuerzo de abstracción y construcción de un modelo de interpretación crítica de la

producción ficcional” (González-Stephan 38). Así pues, las historias literarias son el resultado de

una “operación teórica” (37) que convierte la producción literaria –un conjunto arbitrario de

obras determinadas– en un corpus organizado y sistematizado coherentemente. El historiador se

encarga de constituir su objeto de estudio –selecciona ciertas obras y relega otras– y de

organizarlo según criterios establecidos –geográfico, temporal, por género literario, por tema o

asunto, etc–, de tal modo que se perfile el proceso histórico que rige el conjunto de obras

seleccionado. Por supuesto, el modelo teórico elegido por el historiador conlleva una concepción

de la literatura y una perspectiva ideológica concretas.

Esta distinción básica entre producción literaria e historia literaria nos permite

comprender cómo una misma serie de obras relativamente invariable ha podido ser estudiada de

diversas maneras en el transcurso del tiempo. Desde una perspectiva hermenéutica, se puede

decir que cada época establece un diálogo particular con las obras literarias o culturas pasadas

entendidas como otros. De esta manera, mientras no sea considerado como un simple “depósito

inerte” que no concierne al presente, el pasado siempre estará sujeto a nuevas reinterpretaciones:

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“la distancia temporal que nos separa del pasado no es un intervalo muerto, sino una transmisión

generadora de sentido. Antes de ser un depósito inerte, la tradición es una operación que sólo se

comprende dialécticamente en el intercambio entre el pasado interpretado y el presente que

interpreta” (Ricoeur 961). Así pues, en esta relación de diálogo entre el pasado y el presente se

cifra la imagen que se construya de las obras literarias o culturas pasadas.

La perspectiva hermenéutica nos ayuda a pensar el pasado no como una unidad cerrada y

muerta, sino como algo vivo que se transforma continuamente. Para Ricoeur, es necesario “luchar

contra la tendencia a no considerar el pasado más que bajo el punto de vista de lo acabado, de lo

inmutable, de lo caducado. Hay que reabrir el pasado, reavivar en él las potencialidades

incumplidas, prohibidas, incluso destrozadas” (953). En ese sentido, es posible descubrir

posibilidades significativas que se habían mantenido ocultas para los ojos de la propia cultura

interpretada. Según sugiere Bajtín, “planteamos a la cultura ajena nuevas preguntas que ella no se

había planteado, buscamos su respuesta a nuestras preguntas, y la cultura ajena nos responde

descubriendo ante nosotros sus nuevos aspectos, sus nuevas posibilidades de sentido” (352).

Tanto Ricoeur como Bajtín sostienen, entonces, la idea de una reinterpretación continua del

pasado.

En el presente capítulo, con el objetivo de evidenciar la trayectoria que ha seguido el

estudio de las vanguardias hispanoamericanas, se analizarán las distintas concepciones de la

vanguardia a lo largo del tiempo. En cada caso particular se intentará mostrar el aparato teórico

que sustenta su formulación, así como sus implicaciones ideológicas. En la segunda parte se

revisará la historia de la recepción crítica de la narrativa hispanoamericana vanguardista. El

objetivo de este capítulo es asumir una noción de las vanguardias hispanoamericanas –y en

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particular de la narrativa vanguardista– que resulte provechosa para el análisis de los textos

literarios del periodo.

1.- Debate en torno al vanguardismo hispanoamericano

En la temprana fecha de 1925, en pleno fragor vanguardista, Guillermo de Torre publicó

Literaturas europeas de vanguardia. Al mismo tiempo que una declaración de principios de un

escritor ultraísta, este libro representa uno de los primeros intentos de historiar los movimientos

literarios de vanguardia. La influencia de esta obra en los posteriores acercamientos teóricos al

fenómeno de la vanguardia probó ser determinante. En primer lugar, ayudó a asentar y difundir el

término “vanguardia” en la tradición crítica hispánica. Al respecto, es necesario recordar que

“vanguardia” –un vocablo de origen militar que se extrapoló al campo de las artes en la Francia

decimonónica– convivía en los años veinte con otras denominaciones como “arte nuevo” o

“sensibilidad nueva”, “ismos” (Ramón Gómez de la Serna), “arte joven” (José Ortega y Gasset) e

incluso “arte moderno”. Más allá de una mera cuestión de nombres, el predominio del término

“vanguardia” en las historias literarias enfatiza el aspecto beligerante y grupal de estos

movimientos literarios.

No obstante, “vanguardia” comparte un denominador común con los otros términos

mencionados: la categoría de “lo nuevo”. El propio Guillermo de Torre hace de esta categoría el

núcleo de su noción de vanguardia: “el verdadero papel de los jóvenes –dice el crítico español, él

mismo un joven de 25 años de edad–, de los pioneers resueltos que se adentran en las nuevas

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regiones literarias, estriba cabalmente en este gesto de adelantados en reconocer y loar desde el

primer momento los signos y valores peculiares de su época” (56). Los vanguardistas son,

entonces, “adelantados” que saben descubrir los componentes novedosos de su época. Resulta

evidente que Guillermo de Torre se ocupa exclusivamente de “lo nuevo” en el terreno literario, es

decir, se propone dilucidar los elementos literarios que representan una renovación con respecto a

la tradición estética que los precedió. Según esta visión, antes que con el contexto en que fueron

engendradas, las obras literarias se relacionan con otras obras anteriores. De esta manera, el

proceso literario se concibe como una sucesión de rupturas y la vanguardia como uno de esos

momentos de quiebre:

Sus obras [las de Rubén Darío] y las de sus coetáneos más eximios representan para los

jóvenes actuales una muestra de altitud espiritual en la aurora imprecisa de este siglo,

como reacción derrocadora de las mediocridades postrománticas imperantes a la sazón.

Mas en modo alguno constituyen ya un ejemplo a imitar ni tampoco marcan una ruta de

posibles continuaciones. Hoy puede afirmarse que el rubenianismo había dado ya todo su

jugo en 1907. (De Torre 66)

Así pues, Guillermo de Torre se encarga de “extraer una estética o unos principios

teóricos vanguardistas comunes” (57) que diferencien a las vanguardias del período precedente.

Respecto al movimiento ultraísta del cual él mismo formó parte, el crítico español señala que

“sólo esta idea elemental de ruptura y avance, sólo este deseo indeterminado y abstracto de

iniciar una variación de normas, faros y estilos, descubriendo otros arquetipos estéticos y creando

nuevos módulos de belleza ya era en principio una solución y un ideal” (73). Esta concepción de

las vanguardias como ruptura ha encontrado formulaciones análogas a lo largo de las décadas,

entre las cuales destaca Los hijos del limo: del romanticismo a la vanguardia (1974) de Octavio

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Paz. La noción de “tradición de la ruptura” que propone el escritor mexicano puede servir de

epítome de esta postura teórica.

Por otro lado, Literaturas europeas de vanguardia constituye un claro ejemplo del

modelo de interpretación genético que dominó el estudio de las vanguardias hispanoamericanas

hasta la década de 1980. Dicho modelo se caracteriza por un afán de dilucidar los movimientos

literarios de vanguardia “originales” –en el doble sentido de origen y de originalidad. Si el

proceso histórico de la literatura es una sucesión de rupturas, entonces es indispensable establecer

con precisión los momentos de quiebre e innovación. Así pues, se parte del supuesto de que es

posible discernir las vanguardias “verdaderas” o “legítimas” –las que efectivamente llevaron a

cabo una ruptura– de las imitativas y subsidiarias. Lo anterior se hace patente en la siguiente cita:

No he pretendido, empero, hacer una clasificación escrupulosamente completa de todos

los “ismos” unipersonales o escolares que irradian, en su mayor parte, desde París. Éstos

se han multiplicado ovípara y caprichosamente en los últimos años […] No hay que

dejarse asombrar ni desorientar por tal superabundancia […] Hace falta, únicamente,

saber discernir las verdaderamente justificadas y características, las nucleales y

promotoras. Así, en estas páginas sólo analizo detenidamente aquellas tendencias que de

modo indubitable pueden considerarse como las matrices de todas las subsecuentes y

paralelas. (De Torre 57)

Tomando en cuenta lo anterior, no resulta raro que De Torre dedique algunas páginas de

su libro a esclarecer la polémica en torno al creador original de las ideas creacionistas: Reverdy o

Huidobro. Si sólo las vanguardias “nucleales y promotoras” son realmente relevantes, no es

asunto menor para un historiador determinar el fundador de una de ellas. De esta forma, el

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modelo de interpretación genético pone énfasis en el escritor o conjunto de escritores que

lograron por medio de su labor literaria que “lo nuevo” emergiera como un agente de ruptura. De

manera congruente, al trasladar este modelo de interpretación al estudio de las vanguardias de

Hispanoamérica, éstas serán concebidas como una prolongación imitativa de esos movimientos

originarios y originales, como irradiaciones subsidiarias de ese centro productivo que es Europa

occidental.

Por lo demás, dentro de esta línea de la tradición crítica también se ha llevado a cabo una

identificación plena de las vanguardias con una cierta concepción de la literatura como esfera

autónoma e independiente. Este punto de vista encuentra su teorización en La deshumanización

del arte (1925) de José Ortega y Gasset. En este libro el filósofo español establece una dicotomía

entre “realidad vivida” y “realidad artística”. Mientras que los artistas del siglo XIX intentaron

hacer corresponder una con la otra –y por lo tanto crearon un arte realista, es decir, que pretendía

representar fielmente la “realidad vivida”–, el arte nuevo se define por el prurito de “hacer que la

obra de arte no sea, sino obra de arte” (20). En ese sentido, las vanguardias representan una

especie de “arte artístico” que, más que copiar la realidad, procuran estilizarla: “estilizar es

deformar lo real, desrealizar. Estilización implica deshumanización. Y viceversa: no hay otra

manera de deshumanizar que estilizar” (30).

Según el fundador de la Revista de Occidente, el arte “deshumanizado” de las

vanguardias es producido y consumido por un grupo minoritario que “tiene la capacidad de

percibir valores puramente artísticos” (26). Por tal razón, el arte nuevo “divide al público en dos

clases de hombres: los que lo entienden y los que no lo entienden. Esto implica que los unos

poseen un órgano de percepción negado, por tanto, a los otros; que son dos variedades distintas

de la especie humana” (14). Así pues, en el proyecto teórico de Ortega y Gasset, La

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deshumanización del arte representa una continuación, en el campo de la estética, de su teoría de

las minorías aristócratas que se encuentra en la base de su concepto de sociedad: “Se acerca el

tiempo en que la sociedad, desde la política al arte, volverá a organizarse, según es debido, en dos

órdenes o rangos: el de los hombres egregios y el de los hombres vulgares” (15).

Esta concepción del arte vanguardista como un arte autorreferencial y dirigido a una

minoría selecta, aunado al modelo de interpretación genético e inmanentista, ha representado una

manera recurrente de historiar las vanguardias hispanoamericanas. En la década de 1980, sin

embargo, surgió una nueva tendencia crítica en el estudio de las vanguardias. Esta tendencia vino

acompañada de un renovado interés por este periodo de la literatura hispanoamericana. En 1975,

Merlin H. Forster publicó “Latin American Vanguardismo: Chronology and Terminology”,

considerado por Rose Corral como “el primer mapa completo de las vanguardias históricas del

continente” (13). Más tarde aparecieron las antologías preparadas por Hugo Verani (1986),

Nelson Osorio (1988) y Jorge Schwartz (1991), las cuales por primera vez ponían al alcance de

un público más extenso los manifiestos y textos programáticos de las vanguardias

hispanoamericanas, al mismo tiempo que incluían estudios de conjunto preliminares. Además, se

imprimieron ediciones facsimilares de algunas revistas de la época: Martín Fierro, Amauta,

Ulises, Contemporáneos, entre otras.

El chileno Nelson Osorio representa uno de los críticos distintivos de esta nueva

tendencia. En primer lugar, ha procurado desarticular la línea de la tradición crítica que “tomando

como medida y modelo las manifestaciones más prestigiadas de las vanguardias en Europa

occidental, y a partir de ciertas escuelas canónicas (Futurismo, Cubismo, Dadaísmo,

Expresionismo, Surrealismo especialmente) y del registro de sus resonancias en algunas obras y

autores del continente, se forma un catálogo al que se reduce el „vanguardismo‟ en nuestro

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medio” (Osorio 228). Para el crítico chileno, dicho modelo de interpretación genético “implica,

en último término, una perspectiva ideológica no explicitada que considera el Vanguardismo

hispanoamericano como un injerto artificial, como un simple epifenómeno de la cultura europea,

sin verdadera raigambre en condiciones objetivas de la realidad continental” (228).

Según el punto de vista de Nelson Osorio, el modelo genético contribuye a una visión

eurocentrista del análisis de la cultura hispanoamericana. Por el contrario, retomando una tesis de

Miklós Szabolsci en su ensayo La vanguardia literaria y artística como fenómeno internacional

(1972), el crítico chileno propone estudiar las vanguardias hispanoamericanas “en función de una

perfecta homología con respecto al conjunto de la vanguardia internacional, ligadas como están a

un proceso de universalización de las condiciones históricas que influyen en su aparición…”

(243). Al mismo tiempo, considera Nelson Osorio, es conveniente discernir las peculiaridades

que adquiere este fenómeno internacional en Hispanoamérica, así como cuál es la función que

cumplen en el sistema literario hispanoamericano.

Así pues, en una afán de proveer a las vanguardias de esta región de una “pertinencia y

legalidad histórica” (232), Nelson Osorio se propone relacionar su surgimiento con las

condiciones históricas particulares de Hispanoamérica en esa época. Según el crítico chileno, en

el aspecto económico la década de 1920 está marcada por el auge del sistema capitalista

norteamericano, el cual le asignaba un papel subordinado a los países hispanoamericanos. En lo

social, por el nacimiento de nuevas clases sociales medias como la burguesía urbana y el

incremento de la clase trabajadora. En lo político, por la proliferación de movimientos

antioligárquicos y antiimperialistas con un sustento social de las nacientes clases sociales medias

y las clases populares. En lo cultural, destaca la Reforma Universitaria que propugnó por una

nueva concepción del arte y la educación que tenía como eje el interés nacional y la

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transformación social. El vanguardismo puede ser visto, entonces, como una manifestación

literaria de esa serie de mutaciones y ajustes en todos los ámbitos de las sociedades

hispanoamericanas.

Para Nelson Osorio, “todo esto hace patente y agudiza el paulatino desplazamiento de los

valores rurales y oligárquicos que dominaban en una formación anterior predominantemente

agraria, resquebrajándose así la superestructura ideológica que amalgamaba las sociedades, con

lo cual se abre un verdadero período de cuestionamiento y crisis en este plano” (236, 237). Queda

claro, pues, que el aparato teórico que sustenta las apreciaciones del crítico chileno es de

raigambre marxista, según el cual la estructura socioeconómica determina directamente las

manifestaciones superestructurales. En ese sentido, la vanguardia literaria –concebida como un

síntoma en el nivel de la superestructura de ese contexto de crisis– “se vincula en mayor o menor

grado a los impulsos de revolución social que movilizan a los sectores explotados” (230). Lo

anterior, por supuesto, le da “una dimensión distinta, más amplia, profunda y hasta cierto punto

„masiva‟ –en todo caso, menos elitesca...” a las vanguardias hispanoamericanas.

La perspectiva teórica de Nelson Osorio constituye una de las formulaciones más

radicales de una postura compartida en mayor o menor medida por otros críticos. Como se ha

podido ver, esta perspectiva difiere considerablemente de la tendencia dominante en décadas

pasadas. Mientras que esta última concibe las vanguardias como una ruptura de corrientes

literarias precedentes –y por lo tanto las estudia estrictamente dentro de la serie literaria–, la

postura teórica de los ochenta entiende las vanguardias como una manifestación de las

condiciones históricas de esa época –y en ese sentido vincula la esfera literaria con otras esferas

de la existencia social. De la misma manera, mientras que el punto de vista precedente

consideraba las vanguardias hispanoamericanas como meras copias de movimientos literarios

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nacidos en Europa, la nueva perspectiva teórica pretende estudiarlas como expresiones legítimas

y propias de la realidad de Hispanoamérica.

Se puede decir que ambas tendencias historiográficas, al constituir su objeto de estudio de

acuerdo a determinados principios teóricos, han creado una imagen particular del fenómeno de

las vanguardias hispanoamericanas. La primer tendencia tiende a favorecer una imagen de las

vanguardias como proyectos literarios estetizantes y cosmopolitas que se insertan en el conjunto

internacional de manera poco conflictiva. La segunda tendencia, por su parte, instaura una

imagen de las vanguardias como movimientos estético-ideológicos comprometidos socialmente

con las transformaciones socioeconómicas de Hispanoamérica. Si bien rara vez aparecen de

manera pura, estas dos imágenes constituyen modos convencionales de entender las vanguardias

hispanoamericanas. De la misma forma, ambas tendencias historiográficas representan modelos

interpretativos que pueden tener formulaciones relativamente variables.

Existe una tercer perspectiva crítica en el estudio de las vanguardias que se podría

denominar ecléctica, en tanto que intenta reunir las dos imágenes del fenómeno anteriormente

mencionadas en una sola visión abarcadora. Uno de los críticos que han aportado al surgimiento

de esta tendencia ha sido Ángel Rama, quien en 1973 publicó el ensayo Medio siglo de narrativa

latinoamericana (1922-1972). En dicho estudio, el crítico uruguayo parte de una premisa cercana

a la formulada por Nelson Osorio: las vanguardias se originan por un afán de “evidenciar, en la

literatura, la mutación que registraban en la sociedad a la que pertenecían [los vanguardistas]”

(116). Así pues, según esta concepción, las vanguardias representan una manifestación o reacción

ante “el desajuste entre las formas literarias recibidas [realismo y modernismo] y la sociedad

latinoamericana” (116). Este conflicto entre lo viejo y lo nuevo –en términos de formas

artísticas– conforma el “trasfondo homogéneo de la ruptura vanguardista” (126), el cual “remite

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al pasado la novela regionalista, que se está construyendo en estos años así como la poesía

simple, sincera y traslúcida que se le corresponde” (126).

Sin embargo, junto a este debate que une a las vanguardias en un frente común contra “lo

viejo”, se encuentra otro debate “instalado dentro del vanguardismo” (126) que destruye la

aparente homogeneidad de la vanguardia hispanoamericana. Según Ángel Rama, este segundo

debate

opone dos modos de la creación estética con relación a la estructura general de la

literatura (y, por ende, de la sociedad latinoamericana), y en su primera época genera

asociaciones ocasionales con otras corrientes artísticas; un sector del vanguardismo, más

allá del rechazo de la tradición realista en su aspecto formal, aspira a recoger de ella su

vocación de adentramiento en una comunidad social, con lo cual se religa a las ideologías

regionalistas; otro sector, para mantener pura su formulación vanguardista, que implica

ruptura abrupta con el pasado y remisión a una inexistente realidad que les espera en el

futuro, intensifica su vinculación con la estructura del vanguardismo europeo. Esto lo

forzará a crear un posible ámbito común para las creaciones artísticas de uno y otro lado

del Atlántico, lo que obligadamente pasa por la postulación de un universalismo. (126,

127)

De acuerdo al crítico uruguayo, aun cuando ambos sectores del vanguardismo encuentran

un terreno común en su afán de modernización de las formas literarias, dicha modernización toma

dos senderos opuestos. Por un lado se halla la modernización cosmopolita –de carácter

experimentalista y “artística” en el sentido apuntado por Ortega y Gasset– y, por el otro, la

modernización transculturadora –con una orientación americanista y con un componente social y

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político más evidente. Según Ángel Rama, las obras literarias que pertenecen a estas dos

vanguardias “son distinguibles por los materiales diferentes y las circunstancias diferentes en que

trabajan, por la cosmovisión que reflejan, por la lengua que eligen y los recursos artísticos que

ponen en funcionamiento” (370). Mientras que el primer tipo de modernización intenta

incorporarse al sistema literario europeo y para ello adopta sus convenciones estéticas, el segundo

pretende adecuar los elementos externos al sistema literario propio, dándole preeminencia a lo

tradicionalmente autóctono. En ese sentido, el primer tipo de modernización es “futurista,

abriéndose a la perspectiva universal” y el segundo es “integrador, reconociendo el peso del

pasado” (370).

El crítico uruguayo sostiene que estos dos polos –el cosmopolita y el transculturador– son

la versión actualizada de un eje estructurador que recorre la historia de Hispanoamérica y que ha

obtenido diferentes denominaciones a lo largo del tiempo –peninsularismo vs. criollismo,

civilización vs. barbarie, cosmopolitismo vs. nacionalismo, etc. En el ámbito literario, estos dos

polos también han encontrado diversos representantes en las distintas generaciones. Ángel Rama

postula una serie de oposiciones entre escritores coetáneos en donde el primero personifica el

polo cosmopolita y el segundo, el transculturador: Rubén Darío vs. José Martí, Vicente Huidobro

vs. César Vallejo, Jorge Luis Borges vs. Miguel Ángel Asturias, Julio Cortázar vs. José María

Arguedas, Carlos Fuentes vs. Gabriel García Márquez, etc. Cabe agregar que el crítico uruguayo

concibe estos dos polos como “dos grandes círculos que se intersectan” (374), dando lugar a un

conjunto de posiciones intermedias que se inclinan más hacia un polo o hacia el otro.

De igual modo, Ángel Rama ha sido enfático en señalar que las dos posturas opuestas “no

implican equivalencia con unívocas posiciones políticas o sociales, como alguna vez se ha

aducido: en el cosmopolitismo han podido coincidir tanto los desarrollistas partidarios del libre

19

juego de las multinacionales como grupos revolucionarios contestatarios que también procuraban

la modernización violenta; en la transculturación han podido coincidir sectores conservadores

retardatarios con nacionalismos revolucionarios” (374). De esta manera, el autor de La ciudad

letrada advierte que ambas posiciones pueden radicalizarse hasta extremos indeseables: “el

cosmopolitismo podría dejar paso a la presencia foránea directa; la transculturación, al rigorismo

conservador tradicional” (375). Aun más, estas dos posturas pueden convivir en un mismo

escritor, como el caso de Borges quien comenzó cantándole al encanto porteño de Buenos Aires y

terminó abrazando una posición cosmopolita.

Así pues, resulta pertinente la concepción de las vanguardias como un “mosaico de

paradojas” que ha propuesto Alfredo Bosi. Su planteamiento parte de la convicción de que es

imposible para el historiador encontrar lineamientos estéticos e ideológicos que sean compartidos

por todas las vanguardias, ya que “no tuvieron la naturaleza compacta de un cristal de roca, ni

formaron un sistema coherente en el cual cada etapa refleja la estructura uniforme del conjunto”

(20). Aun así, en tanto que las vanguardias son producto de una serie de factores culturales

comunes, es posible establecer una dialéctica que rige sus diversas manifestaciones: “la dialéctica

de la reproducción del otro y el autoexamen, que mueve toda cultura colonial o dependiente”

(Bosi 21). De esta forma, en las vanguardias hispanoamericanas “conviven y se conflictúan, por

fuerza estructural, el prestigio de los modelos metropolitanos y la búsqueda tanteante de una

identidad originaria y original” (21).

Concebir las vanguardias como un “mosaico de paradojas” es apuntar a una noción que, al

mismo tiempo que no homogeneíza la pluralidad de posibles manifestaciones del fenómeno,

tampoco cancela su unidad derivada de la relación dialéctica que establece con circunstancias

socioeconómicas y culturales semejantes. En ese sentido, dicha noción resulta compatible con el

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concepto de “totalidad contradictoria” que postula Antonio Cornejo Polar. Si bien fue pensado

para el estudio de las literaturas nacionales, regionales o latinoamericana, este concepto puede ser

igualmente provechoso para entender períodos literarios como las vanguardias. Según el crítico

peruano, un proceso histórico común puede afectar de distintas maneras –incluso contradictorias–

a los diversos grupos sociales de una comunidad. La literatura –que es determinada por y a la vez

constituyente del curso histórico– evidencia la diversidad de matices que engendra el proceso

histórico común. De ese modo, la labor del historiador es desentrañar esa “red de contradicciones

concretas” (Cornejo Polar 132) que estructura la totalidad de una literatura nacional o un período

literario.

En un intento de contribuir a dicha labor, resulta conveniente esbozar las coordenadas que

cruzan el mapa de las vanguardias hispanoamericanas. Como ya se ha mencionado, la

“modernización transculturadora” y la “modernización cosmopolita” pueden funcionar como dos

polos que permiten ubicar las diversas expresiones vanguardistas. Asimismo, es posible plantear

otras directrices que proporcionen puntos de referencia para situar las distintas obras literarias. El

crítico argentino Saúl Yurkievich propone tres directrices o dominantes que favorecen una

“distribución ordenadora de las manifestaciones de la modernidad, como si las trazas o marcas

que la inscriben literariamente se dejasen conectar y articular a lo largo de estos ejes” (94).

La primera de estas directrices se caracteriza por un afán de registrar los cambios

introducidos por la modernidad, ya sea en un nivel temático (“contemporaneidad explícita”) o en

el nivel de la forma (“contemporaneidad implícita”) al inventar “nuevos procedimientos textuales

para simbolizar la vertiginosa y heterogénea multiplicidad de lo real” (99). Esta dominante tiene

dos posturas opuestas: una afirmativa o modernólatra y otra agonista o pesimista. Por su parte, la

directriz formalista lleva al extremo el prurito de autonomía poética iniciado por el modernismo;

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según esta concepción, la metáfora constituye “el recurso privilegiado para dotar al texto de la

máxima autonomía” (101). Por último, la directriz subjetivista se preocupa por representar los

terrenos oscuros y caóticos de la subjetividad y el inconsciente, lo cual implica un “desbarajuste

del discurso normativo para hacer estallar el sujeto convencional, para transgredir sus

represiones, contravenir sus censuras, abolir sus límites nocionales” (104).

En el mismo sentido, en el estudio introductorio a su Antología de la poesía

latinoamericana de vanguardia (1916-1935), Mihai G. Grünfeld divide la poesía vanguardista en

dos grandes secciones: “su deseo de afirmar lo nacional y lo latinoamericano por una parte, y por

otra su pertenencia a un movimiento internacional, cosmopolita” (16). Para cada uno de estos dos

polos –equivalentes a los de “modernización transculturadora” y “modernización cosmopolita”–

Grünfeld identifica componentes temáticos, formales y/o de visión de mundo que los definen. En

el polo de “carácter internacional de la vanguardia latinoamericana”, se encuentran los siguientes

aspectos: la ciudad moderna como “símbolo estético” de la época; el retrato misógino de la

mujer; la celebración de la revolución y la guerra; un afán de “poesía pura”, así como de

hibridación de los diferentes géneros literarios; y una tendencia a la “escritura interior-

surrealista” que explora el fondo inconsciente del individuo. Por otro lado, en el polo de “carácter

nacional y americano de la vanguardia”, se ubican las siguientes características: una orientación

nacionalista; la democratización del discurso y la inclusión de la voz popular; manifestaciones de

poesía indigenista y negrista; compromiso social y político con las condiciones históricas del

continente.

Por su parte, Merlin H. Forster en “Toward a synthesis of Latin American vanguardism”

considera que “Latin American vanguardism can perhaps best be approached through a series of

oppositions distributed along three axes” (7, 8). Estos tres ejes son: el geográfico-cultural, el

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actitudinal, y el relativo a las técnicas y formas literarias. En el primero de ellos, se ubican las

oposiciones Europa/Hispanoamérica, Continente/Región o Nación y Urbe/Campo. En el segundo

eje se puede hallar las dicotomías Nuevo/Viejo, Ruptura/Continuidad y Esteticismo/Compromiso

social. Finalmente, el tercer eje contiene las bifurcaciones Teoría/Praxis, Poesía/Prosa e

Innovación artística/Formas convencionales. Según Forster, estos ejes y sus respectivas

dicotomías configuran un panorama inclusivo de las vanguardias hispanoamericanas. Tomando

en cuenta el lugar que ocupa cada caso particular de vanguardismo, se puede dar cuenta de la

heterogeneidad de propuestas artísticas que se presentaron en los años veinte.

La concepción de las vanguardias hispanoamericanas como un sistema de coordenadas

constituido por dos polos definidos y una serie de directrices que los cruzan en varias direcciones,

representa la tercer perspectiva crítica de las que se han analizado en el presente trabajo. Esta

concepción de las vanguardias como un “mosaico de paradojas” o una “totalidad contradictoria”

tiene la virtud de evitar las definiciones prescriptivas de fenómenos culturales sumamente

complejos que no se reducen al ámbito literario, sino que son constitutivos de un momento

histórico de Hispanoamérica. Asimismo, permite entender que si bien las obras literarias

vanguardistas mantienen relaciones con su lugar y momento de enunciación, dichas relaciones no

son unívocas y unidireccionales, sino que dan lugar a una serie de manifestaciones heterogéneas

en el nivel formal, temático, de visión de mundo, etc. Esta diversidad de manifestaciones

comparten un afán de proponer nuevos modos de percibir, pensar y sentir que proporcionen vías

alternativas a las ya establecidas.

23

2.- La narrativa hispanoamericana de vanguardia

En un ensayo de 1981, Nelson Osorio lamentaba que “hasta ahora la historiografía

tradicional, al referirse a las tendencias de vanguardia en nuestra literatura, ha tomado casi

exclusivamente en cuenta la producción lírica” (252). Según el crítico chileno, dicho enfoque

limitado produce una deformación de la imagen real de las vanguardias hispanoamericanas. Por

ejemplo, al considerarse sólo la obra poética de escritores como César Vallejo y Vicente

Huidobro, una buena parte de su producción total –la que pertenece a los géneros narrativo y

dramático– permaneció desatendida por la crítica. De esta manera, se encasilló a ciertos escritores

vanguardistas como “poetas” y se les estudió sólo en cuanto tal. Para Nelson Osorio, era

indispensable trascender esa limitación metodológica si se pretendía lograr una “caracterización

más objetiva del Vanguardismo literario en el continente” (250).

La narrativa vanguardista hispanoamericana pasó desapercibida por la mayoría de la

crítica y los lectores hasta la década de 1980. Los estudios panorámicos Medio siglo de narrativa

latinoamericana (1922-1972) (1973) de Ángel Rama y La novela hispanoamericana del siglo XX

(1975) de John S. Brushwood constituyen dos excepciones notables. Más tarde se llevó a cabo

una revalorización de los textos narrativos de vanguardia gracias a libros como el de Gustavo

Pérez Firmat [Idle fictions. The hispanic vanguard novel 1926-1934 (1982)] y la recopilación de

ensayos críticos editada por Fernando Burgos [Prosa hispánica de vanguardia (1986)]. De la

misma manera, la antología preparada por Hugo J. Verani y Hugo Achugar [Narrativa

vanguardista hispanoamericana (1996)] constituyó un aporte significativo en este campo de

estudio, ya que se propuso por primera vez “diseñar el espacio canónico de la narrativa de

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vanguardia en Hispanoamérica entre 1922 y 1932” (17). Recientemente han surgido nuevas

aproximaciones a este fenómeno literario con estudios como el de Katharina Niemeyer [Subway

de los sueños, alucinamiento, libro abierto. La novela vanguardista hispanoamericana (2004)] y

los de Yanna Hadatty Mora [Autofagia y narración: estrategias de representación de la narrativa

de vanguardia (1922-1935) (2005); La ciudad paroxista: prosa mexicana de vanguardia (1921-

1932) (2009)]

Estos libros representan esfuerzos significativos por llamar la atención hacia un corpus

literario tradicionalmente menospreciado e ignorado. Una de las razones esgrimidas para explicar

la poca atención crítica que recibió la narrativa hispanoamericana de vanguardia es el lugar

marginal que ocupó en relación a otras tendencias narrativas de la misma época: “Como toda

narrativa que quebrantaba normas consolidadas fue marginada por el apogeo del regionalismo

mundonovista, que produjo la llamada novela de la tierra, expresión nacional de incuestionable

arraigo popular, y por la formalidad académica y estetizante del modernismo crepuscular”

(Verani 41). En ese sentido, se puede decir que el éxito que obtuvieron La vorágine (1924) de

José Eustasio Rivera, Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes y Doña Bárbara (1929)

de Rómulo Gallegos ocultó la trascendencia de textos coetáneos como El café de nadie (1926) de

Arqueles Vela, El habitante de su esperanza (1926) de Pablo Neruda, La tienda de los muñecos

(1927) de Julio Garmendia, entre otras. De esta manera, al repasar la narrativa hispanoamericana

de los años veinte la historiografía ha creado una corriente hegemónica, dejando de lado una

producción “más abundante y considerable de lo que suelen reconocer las historias de la literatura

hispanoamericana” (Verani 41).

Este proceder ha sido reforzado por una concepción del proceso de la novela

hispanoamericana muy extendida en las historias de la literatura. En 1969, Carlos Fuentes y

25

Mario Vargas Llosa publicaron sendos ensayos (La nueva novela hispanoamericana y Novela

primitiva y novela de creación, respectivamente) en los que la “nueva novela” que ellos

defendían era considerada una ruptura con la tradición narrativa anterior, supuestamente realista y

documental. Esta ruptura era concebida como un paso de lo rural a lo urbano y de lo local a lo

universal. Si bien ambos reconocían a ciertos “precursores” como Onetti, Yánez o Rulfo, se daba

por hecho que ellos mismos representaban la madurez del género novelesco en Hispanoamérica.

Se trataba, pues, de un esquema interpretativo que “partía en dos la evolución de la novela y que

asignaba a la primera mitad las poéticas tradicionales de un realismo caduco y a la segunda las

propuestas transgresoras definidas por el riesgo y la ambición formal” (Becerra 17).

Este esquema promovido por los propios protagonistas de la llamada “nueva novela” se

popularizó en buena parte de las historias de la literatura de esos años. El debate parecía consistir

en determinar cuándo se llevó a cabo esa ruptura con el sistema literario realista: en la década de

los 40, 50 ó 60. Cedomil Goic, en su Historia de la novela hispanoamericana (1972), argumentó

que la generación de escritores que encarna la “fractura” con la tradición –entre los que menciona

a Asturias, Borges, Marechal y Carpentier– comenzó a publicar en la década de los 40, si bien se

nutrió del espíritu de las vanguardias en los años veinte. Por su parte, en su ensayo Las

genealogías secretas de la narrativa: del modernismo a la vanguardia (1986), Iván A. Schulman

enfatizó las líneas de continuidad que une a las manifestaciones narrativas de estos dos

movimientos literarios. Según este crítico, Lucía Jerez (1885) de José Martí –considerada “la

primera novela de la Modernidad hispanoamericana” (36)– inició el proceso de ruptura con las

formas narrativas decimonónicas, proceso que se prolonga e intensifica en el período

vanguardista.

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Más allá de la discrepancia al momento de definir el punto de ruptura, estas formulaciones

comparten el mismo esquema interpretativo que se fundamenta en la postulación de un proceso

de perfeccionamiento en el que una etapa es “superada” por otra. Mientras que en la primer etapa

–considerada “primitiva” o “caduca”– se reúnen una serie de corrientes narrativas definidas por

sus propiedades referenciales, en la segunda se congregan propuestas renovadoras que incorporan

técnicas experimentales para la representación del mundo. Así pues, este esquema homogeniza

una diversidad de manifestaciones literarias en dos bloques sucesivos que, además, son

concebidos como totalmente opuestos y libres de influencia mutua. Por todo lo anterior, resulta

pertinente recurrir a paradigmas más flexibles que permitan dar cuenta de los múltiples caminos

que toma la producción cultural en un mismo momento histórico.

Se puede partir, entonces, de la premisa de que no existió una “ruptura” en el proceso del

género novelesco en Hispanoamérica. Por el contrario, desde finales del siglo XIX –del

modernismo, pasando por las vanguardias, hasta llegar a la “nueva novela”– han surgido distintas

olas de renovación de las formas narrativas. La narrativa vanguardista constituye, pues, una de

esas olas de renovación que, al igual que las otras, no cancela de golpe la estética regionalista.

Esta última, si bien retoma los principios literarios del realismo, representa también una

innovación con respecto a la tradición de la que proviene. Como ha argumentado Roberto

González Echevarría en su libro Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana, la

novela de la tierra se nutrió del discurso antropológico para formular una serie de preguntas sobre

la identidad nacional. De este modo, es necesario concebir la década de 1920 como

un proceso renovador de amplio espectro, cuyos cauces más definidos se pueden

determinar por tendencias a primera vista polarizadas, pero que no hacen sino establecer

los límites dentro de los cuales se mueven una variedad concreta de manifestaciones cuya

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taxonomía no es fácil de elaborar. Estas dos polaridades serían el criollismo o

mundonovismo, por una parte y los diversos brotes vanguardistas por la otra. Entre ambos

polos, ora aproximándose a uno ora al otro, oscila y se concreta la producción literaria de

la primera postguerra. (Osorio Literatura de postguerra, 116)

Del mismo modo, es conveniente concebir el regionalismo y el vanguardismo como dos

posturas frente al proceso de modernización de las naciones hispanoamericanas. Eduardo Barrera

ha sostenido que “el regionalismo de comienzos del siglo XX concreta las aspiraciones de un

sector letrado que, en medio de un nuevo impulso modernizador de las sociedades

latinoamericanas, expresaron desde esos modelos su reacción a las propuestas modernistas”. No

obstante, dicha interpretación resulta poco pertinente al tomar en cuenta que algunas novelas de

la tierra como Doña Bárbara revelan un definido proyecto de modernización para la sociedad. De

manera análoga, no se puede decir que las vanguardias hispanoamericanas promueven y exaltan

la modernización –la vertiente modernólatra de las vanguardias–, ya que también existe una

tendencia agonista o pesimista frente a los fenómenos que implican la modernidad. Así pues,

estas dos poéticas manifiestan las relaciones conflictivas que los países hispanoamericanos han

entablado con la modernidad desde el siglo XIX.

El modelo propuesto por Osorio tiene la virtud de que permite considerar las

manifestaciones de lo que Rama denomina “las dos vanguardias”. Entre estos dos polos se puede

insertar tanto la corriente de las vanguardias hispanoamericanas que se opone radicalmente al

realismo mundonovista –“modernización cosmopolita”–, como la que pretende retomar de la

estética regionalista su “vocación de adentramiento en una comunidad social” (Rama 126) –

“modernización transculturadora”. Este modelo permite, pues, pensar las poéticas narrativas que

confluyen en este momento –la novela de la tierra, por un lado, y la narrativa vanguardista, por

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otro– no como dos compartimentos clausurados, sino como dos corrientes con fronteras

imprecisas que dan lugar a un conjunto de manifestaciones híbridas o “contaminadas”. Este

último es el caso de textos narrativos como El habitante y su esperanza de Pablo Neruda o

Panchito Chapopote de Xavier Icaza.

Más allá de estas manifestaciones híbridas, se puede decir que, mientras la llamada novela

de la tierra perpetúa las convenciones estilísticas del realismo decimonónico, la narrativa

vanguardista se adscribe a la tradición de la “prosa artística” iniciada en el modernismo. Como ha

observado Aníbal González, “la noción de „prosa artística‟ es esencialmente resultado de la idea

filológica de que el lenguaje es un objeto, con una historia y con una concreción propia y que las

palabras individuales se pueden manipular como „coleccionables‟, sólo por su valor estético, sin

estar totalmente subordinadas por su función significativa” (“La prosa” 121). Asimismo, algunos

temas recurrentes de la novela modernista se continuaron explotando en la narrativa de

vanguardia, entre los que cabe mencionar la exploración de la subjetividad y el personaje

intelectual.

Según Iván A. Schulman, la renovación de las formas narrativas que lleva a cabo la

tradición modernista-vanguardista consiste en un movimiento del polo metonímico –propio de la

narrativa realista– al polo metafórico característico de la novela moderna. En ese sentido, la

diferencia entre la novela modernista y la vanguardista es sólo “una diferencia de grado, una

diferencia que se mide en la inclinación del eje realista/modernista en una escala de lectura que

va desde lo metonímico a lo metafórico” (40). De la misma manera, en su análisis de las novelas

de los Contemporáneos Guillermo Sheridan resaltó “la importancia de la máquina metafórica ya

no como un ingrediente sino como la energía impulsiva misma del texto” (250) y señaló que

“desplazar el impulso metonímico por el metafórico provenía de los comportamientos dadaístas,

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del culto del cinematógrafo y del espíritu burlesco de la metáfora como equivalente del proceso

cognoscitivo muy de moda en los años veinte” (250).

La relevancia de la metáfora en la novela vanguardista puede ser vista como uno de los

resultados de un proceso de mayor alcance que podría llamarse poetización de la prosa, esto es,

un enriquecimiento de la narrativa por medio del diálogo fructífero con el discurso poético. Al

respecto, Ángel Rama llamó la atención sobre el hecho de que casi todos los escritores que

escribieron prosa vanguardista eran poetas. Más allá de este hecho con valor anecdótico, el crítico

uruguayo planteó que la narrativa de vanguardia se construyó al trasladar a la prosa “los recursos

con que estaban procediendo a la renovación de la lírica” (141). Rama señaló algunas

consecuencias de este proceso de poetización de la prosa:

la liquidación de las matrices convencionales de la poesía correspondía al abandono de la

forma cuento o novela tradicionales; los tropos, y en especial Su Majestad la metáfora que

la narrativa realista había ido eliminando pacientemente, recobraban su imperio en la

prosa cuentística; la composición del personaje realista, ya mediante el psicologismo o el

costumbrismo, resultaba aventada y sustituida por un bocetado plano y colorista; el

discurso lógico, puramente referencial, que pusiera su sello en las páginas iniciales de

Doña Bárbara, resultaba subvertido por una imaginación que desquiciaba los órdenes

racionalizados; el desarrollo unitario y planificado del cuento en torno a una anécdota

precisa era sustituido por sucesiones de fragmentos, bruscos pantallazos desordenados,

iluminaciones entrecortadas y esquemáticas. (Rama 141)

Así como se ha reconocido la tradición de la que proviene la narrativa vanguardista, de la

misma manera se ha señalado la continuidad que establece con la narrativa posterior, en

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particular, la llamada nueva novela hispanoamericana. Como ya se ha mencionado, Carlos

Fuentes y Mario Vargas Llosa sólo admitían ser continuadores de la narrativa publicada en los

años cuarenta y cincuenta. No obstante, Ángel Rama –siempre atento a iluminar las genealogías

que cruzan la literatura de Hispanoamérica– enfatizó tempranamente que

Esa nueva narrativa tiene su período germinal desde el vanguardismo de los veinte,

cuando se formula en oposición a los patrones de la novela regionalista, se consolida en

los treinta y los cuarenta amparada por la fuerte urbanización que presencia la

implantación de las editoriales culturales que diseñan un primer circuito global de

comunicación interna, y alcanza su eclosión en los cincuenta y los sesenta al contar con el

apoyo de un acrecido nuevo público que procura respuestas a los conflictos que vive el

continente en la circunstancia de su mayor integración al mercado –económico, técnico,

social, ideológico– del mundo. (Rama 321)

De este modo, el crítico uruguayo propone concebir el modernismo, las vanguardias y la

nueva novela –a las que denomina “las tres irrupciones de la modernidad” (147)– como

diferentes etapas en un mismo proceso de renovación de las formas narrativas, el cual tiene como

correlato los distintos impulsos de modernización de las sociedades hispanoamericanas. Dicha

propuesta interpretativa fue retomada por Fernando Burgos en su libro Vertientes de la

modernidad hispanoamericana (1995). Según este crítico, las obras literarias de estas tres etapas

se fundamentan en una misma noción de modernidad definida por los siguientes aspectos: “una

visión lanzada a las figuraciones de lo porvenir; un hacerse en la lucha contra el atrapamiento del

presente […] una afición por la creación de discursos radicales; una confrontación encarnada con

el propio medio artístico; una apología del pluralismo estético; una pasión por el descontrol de

programas artísticos como puntal anti-estacionario” (19, 20).

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Esta aproximación a los fenómenos literarios de la modernidad resulta pertinente en tanto

que pone énfasis en las líneas de continuidad que recorren la literatura hispanoamericana de

finales del siglo XIX en adelante. Las vanguardias –como una etapa de un proceso de mayor

alcance: la modernidad literaria– constituyen “una versión de la modernidad radicalizada y

fuertemente utopizada” (Calinescu 104). Para efectos de esta investigación, la etapa vanguardista

incluye igualmente otras propuestas renovadoras coetáneas que, si bien no son consideradas

“vanguardistas” según la definición estricta del término,1 demuestran una afinidad en el proyecto

vanguardista de postular nuevas formas culturales que cuestionen radicalmente los hábitos

instituidos. Como se ha intentado mostrar en la primera parte de este capítulo, concebir las

vanguardias hispanoamericanas como un “mosaico de paradojas” implica que no existe

exclusivamente un modo de representación vanguardista, sino que pueden convivir diferentes

manifestaciones en un espectro que va del polo cosmopolita al transculturador.

1 Un ejemplo de definición estricta de las vanguardias se puede encontrar en “Los

Contemporáneos: la vanguardia desmentida” de Luis Mario Schneider. En este ensayo, Schneider

concluye que es equivocado calificar de vanguardistas a dicho grupo mexicano, ya que no

despliega una serie de rasgos imprescindibles según su conceptualización de vanguardia:

conciencia de grupo que niega la independencia de sus integrantes, postulados éticos y estéticos

divulgados por medio de manifiestos, actitud de ruptura y rechazo de la tradición.