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EVELIO ROSERO LA CARROZA DE BOLÍVAR Compre el libro aquí

Carroza Bolivar adelanto de lectura

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Adelanto de lectura de la obra ganadora de Premio Nacional de Novela 2014

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EVELIO ROSEROLA CARROZA DE BOLÍVAR

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Ayúdame a desenterrar la sombra del doctor JustoPastor Proceso López, a descubrir la memoria de sus hi-jas, desde el día que la menor cumplía siete años y la ma-yor era desflorada en el establo de la finca, hasta el día dela muerte del doctor, pateado por un asno en plena ave-nida, pero háblame también del extravío de su mujer, Pri-mavera Pinzón, canta su amor insospechado, dame fuer-zas para buscar el exacto día nefasto en que el doctor sedisfrazó de simio, a manera de broma inaugural, resueltoa sorprender a su mujer con un primer susto de carna-val de Blancos y Negros, ¿qué día fue?, 28 de diciembre,día de Inocentes, día de bromas, día de agua y baño pu-rificador, año de 1966, 6 de la mañana, todavía una del-gada niebla se negaba a abandonar las puertas y ventanasde las casas, se enredaba como dedos blancos a los saucesque delimitaban las esquinas, las almas dormían, menosla del doctor —girando en su amplio consultorio, pro-bándose un disfraz de simio al natural que había man-dado traer en secreto de una famosa tienda del Canadá:ya se había ajustado la parte del simio correspondiente apiernas y tronco, sus brazos se inflaron de músculos y pe-los, un pelo hirsuto, de auténtico orangután, y le faltabapor ceñir la enorme cabeza peluda que sostenía indecisocontra su corazón.

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Con la cabeza de simio en las manos fue a mirarse alespejo del baño de visitas, en el primer piso de su casa detres pisos, pero antes de enfrentar otra vez ante el espejo sucara amarilla de cincuenta años prefirió embutirla de untirón en el felpudo interior de la otra cabeza negra de si-mio y lo que encontró lo dejó casi feliz, al descubrir unsimio perfecto, los enrojecidos ojos —un velo rojizo cu-bría los hoyos de los ojos, de manera que los ojos deldoctor parecían enrojecidos de furia y veían todo comoentre nubes rojas—, y lo sedujo más la dentadura de si-mio que asomaba excesiva y peligrosamente puntuda, yde nuevo el pelaje, que se podía decir de genuino pelo degorila, incluso le pareció que se alcanzaban a respirar lasemanaciones de un recalcitrante olor a simio, y esa certi-dumbre pestífera, de macho simiesco, lo hizo transpirarcon el abatimiento de un macho humano, dijo «Hola»y de inmediato un dispositivo en la garganta del simiotransformó el saludo, lo tergiversó, hizo sonar guturaluna queja o amenaza simiesca, algo así como un hom-homque asustó por un segundo al doctor, al creer que a lomejor un legítimo simio se hallaba dentro de su casa, odentro de él, «podría ser», pensó, avergonzado.

Pues no acostumbraba bromear de esa manera. Enrealidad no bromeaba con nadie ni con nada en esa ciu-dad suya que era una sola broma perpetua, donde vivie-ron y murieron riéndose de sí mismos sus ancestros, enese país suyo, que también era otra broma atroz pero bro-ma al fin, su ciudad repartida entre cientos de bromas pe-queñas y grandes que a diario, sin quererlo o queriéndolopadecían entre sí los habitantes, los ingenuos y los proca-ces, los lúbricos y los áridos, los ahora acostados habitan-tes que acaso en este mismo momento despertaban cons-

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ternados en sus lechos a encarar no solamente la bromade la vida sino las otras bromas del día de Inocentes, enespecial las mojadas, cuando todos en Pasto tenían la li-bertad de lavar al vecino, amigo y enemigo, ya con unbaldado de agua fría, con manguera o a bombazos —losduros globos lanzados de frente o por las espaldas, con osin el beneplácito del afectado—, y aceptar además resig-nados las otras bromas, las trampas y las gracias de tre-mendo calibre a que estarían expuestos desde el más sabiohasta el más cándido, niños y viejos, como preámbulo delcarnaval de Blancos y Negros.

Algún 28 de diciembre, Alcira Sarasti, esposa de suvecino Arcángel de los Ríos, lo invitó a un festejo de Ino-centes en su casa, y ofreció unas empanaditas sorpresa, re-llenas de algodón, que él comió golosamente incauto, adiferencia de los demás convidados, único inocente, paradespués sufrir de un atroz dolor de estómago la nocheentera, ¿de qué veneno estaría empapado ese algodón?,¿un revulsivo?, ¿un astringente?, cianuro casero, la devo-ta Alcira Sarasti había ideado esa burla a la medida deél y para él —que era un hombre alto y digno, pero gor-do y rozagante como un lechón: su panza prominentedefraudaba lo que muy bien podía ser la agraciada figu-ra de un cincuentón: con seguridad la devota me odiadesde que dije que Dios era otro mal invento de los hom-bres, pensó.

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Más bien aborrecía las bromas, la gente bromista,¿o les tenía miedo?, los consideraba seres raros que ve-nían a interrumpir el sosiego, eran por lo general hom-bres y mujeres con algún rasgo pérfido en la cara, el en-trecerrar de un ojo, por ejemplo, en el instante preciso dela broma —o la burla, que es lo mismo—, no existe bro-ma sin burla para este pueblo sin imaginación, pensó,eran hombres y mujeres que debieron padecer algunadesolación en la infancia, los identificaba cierto frunci-miento salvaje en las cejas, ese achicamiento en los ojos,la lengua mojando los labios sibilinos, la voz adecuada-mente maligna, porque la broma vuela cerca de la male-dicencia, es el viento con su mentira cargada de acusación,una broma —o su burla— podía resultar más despiadadaque un susto de muerte, era preferible un susto cualquie-ra a una broma cualquiera, pensó. Y, sin embargo, mesesantes también él había empezado a fraguar su broma, labroma del simio, igual que todos en Pasto, pues cada unoplaneaba su broma durante el año para empezar a apli-carla el 28 de diciembre, celebrarla con sus variantes du-rante los días carnavalescos, 4, 5 y 6 de enero, sufrirla,exhibirla, recrearla en el paroxismo del juego, del talco ylas serpentinas, de las carrozas monumentales, del aguar-diente a mares y los amores tan conocidos como desco-nocidos del carnaval de Blancos y Negros.

La broma simple del simple simio lo enaltecía hastala liberación de figurarse un auténtico simio aterrador, lamadrugada de ese 28 de diciembre, despertando con sunegra presencia y sus ojos enfierecidos y sus saltos simies-

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cos a su mujer y sus dos hijas, espantándolas de la camauna por una, al final correteándolas por toda la casa, pa-teando muebles y tumbando porcelanas y desbarajustan-do el orden de las cosas como sólo un simio puede ha-cerlo, justamente lo que él jamás habría hecho de noencontrarse disfrazado de simio, asustando a las dos niñas,acaso hasta las lágrimas —sin poderlo evitar, Floridita yLuz de Luna perdónenme—, y luego, en la intimidad delaposento, cuando todo indicara el final de la broma yél aparentara despojarse de su disfraz de simio, violentan-do a su mujer, pero violentándola a la fuerza, la más dul-ce fuerza, algo que no repetía desde hacía años: el doctorProceso volvió a sobresaltarse de sí mismo ante el espejo,ante la idea, el espectáculo de representarse echado enci-ma de su propia mujer, disfrazado de simio, pugnandopor rendirla, a la dulce fuerza, ¿cuál dulce fuerza?, esadulce fuerza ya había desaparecido, y se preguntó si nohabría sido mejor beber con la debida anticipación unvaso doble de aguardiente para acometer esa broma ridí-cula, realmente estúpida, pensó, que incluía además vio-lación conyugal, se trastornó, ¿qué sucedía con él?, él ysu mujer no tenían que ver ni en la cama ni en la tierrani en el aire: el más penoso aburrimiento, el que soportacargas de odio se cernía sobre ellos, hacía tiempos. Pen-sando en eso, frente al espejo, se había manoteado el pe-cho como suelen hacer los simios en plan de contienda,pero lo hizo de manera tan lenta y como apenada que elsimio en el espejo le dio risa y después tristeza, un simio,pensó, cagado del susto.

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Pero se reanimó el simio al suponerse ahora saliendode su casa a congraciarse con el mundo —a través del sus-to de su broma—, abrazarse con las gentes que solía nodeterminar, no por tonto orgullo sino porque no se acor-daba del mundo desde que resolvió —recién graduado demédico, a los veinticinco años— escribir en sus horas li-bres la demostrada y auténtica biografía del nunca tanmal llamado Libertador Simón Bolívar.

Ya tenía cumplidos cincuenta años y no terminaba labiografía, ¿moriría en el intento?, era imprescindible esabroma ingeniosa que lo amigara con el mundo —y, depaso, lo entusiasmara a culminar La Gran Mentira de Bo-lívar o el mal llamado Libertador—, yendo por ejemplodisfrazado de simio a saludar al mismo Arcángel de losRíos, su vecino y rival del ajedrez, fructífero lechero,uno de los más ricos de Pasto, «don Furibundo Pita» loapodaban, borracho pendenciero pero un buen hombrecuando estaba en sus cabales —¿no fueron muy ami-gos cuando jóvenes?—, metiéndose en las casas de puer-tas abiertas y golpeando a las puertas cerradas y asomandosu cara de simio por las ventanas, persiguiendo señoras yniñas y ancianas, erizando gatos, desafiando perros, fra-guando en definitiva la historia de una broma impecableen Pasto, ciudad cuya historia se forjaba de bromas, yamilitares o políticas o sociales, de cama o de calle, li-geras como plumas, pesadas como elefantes, transitaríaintimidando mártires por sólo un instante efímero, peroun instante de preciso escalofrío: ¿será de verdad un si-mio que se fugó de algún circo y puede matarme?, pen-sarían, ¿acaso no se volcó un camión repleto de toros undía y el más colérico se abalanzó cuerno en ristre contrala puerta de una notaría que se abría justo en ese mo-

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mento con Jesús Vaca en medio, el viejo secretario queusaba sombrero y se jubilaría al tercer día y del que noquedó ni el sombrero?, sí, también como el toro furio-so un gorila era posible en esta vida a la vuelta de la es-quina, se aterraría más de uno, se compungiría como unniño ante un final cruento a manos de un hermano an-tepasado.

Y así, espeluznando ciudadanos por las calles, trazaríasu camino famoso hasta el centro álgido de Pasto: las al-tas puertas de la catedral, y ante ellas se arrodillaría y re-zaría como sólo un simio entrenado suele hacerlo, con-vencido de la palabra de Dios, arrepentido, maravillandofieles, escandalizando curas, porque ni siquiera el obispode Pasto —monseñor Pedro Nel Montúfar, más cono-cido como «el Avispo», amigo y condiscípulo desde ni-ños— se vería excluido de la broma, lo visitaría en su pa-lacete, lo asediaría, lo embestiría, y, si lo dejaran, vestidode simio, meterse al palacio de la gobernación, tambiénfastidiaría al gobernador Nino Cántaro, otro condiscípu-lo de la primaria, pero nunca un amigo, el primero delcolegio, «el Sapo», sería soberbio corretearlo por los pre-dios del poder, pero no se lo permitirían los soldados quecustodian la gobernación, a lo mejor uno de esos mente-catos consideraría seriamente la realidad de un simio en-loquecido por las calles de Pasto y dispararía no una sinotres y cinco veces para asegurarse de no dejar vivo al si-mio feligrés —que se atrevió a arrodillarse.

No: resultaba inseguro un simio rebelde, era un peli-gro asaltar disfrazado la gobernación.

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