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Cartas de medianoche muestra cap i a

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El sarcasmo amargo, la ausencia de lujo y la falta de cuidado hacen rutinaria la vida de Eva, una prostituta. El destino le juega una mala pasada y en un accidente conoce a quien se convertiría en objeto de sus más íntimas fantasías. Alberto, un gallardo y joven hombre, decepciona a Eva y la deja ausente de ilusiones. Entre desencantos, y a pesar de ser hosca e indómita, Eva recibe correspondencia de un desconocido. Cada carta, además de ser alabanza a su belleza, es una propuesta indecente: debe dejarse mirar a cambio de dinero. Así, Eva cede a las peticiones del desconocido y cambia –poco a poco- aspectos de su persona. Tales pedidos la hacen sospechar acerca de la identidad del cliente secreto. ¿Podrá ser Alberto quien se esconda detrás de esta máscara? El sueño de formar una familia en esta ciudad que pondera la moral y la perfección cobra vida en cada una de esas cartas. ¿Puede una prostituta dar rienda suelta a sus sueños? ¿Qué tan importante es la identidad del desconocido?

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Cartas de medianoche

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Diseño de tapa e interiores: Carolina Suarez

Corrección: Rubén Gatica

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Cartas de medianoche

Lucía Márquez

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Márquez, Lucía

Cartas de medianoche / Lucía Márquez. - 1a ed . - Mendoza :

Octavo Pecado, 2016.

Libro digital, PDF

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-3943-12-6

1. Narrativa Mexicana. I. Título.

CDD M863

© octavo pecado editorial

Avenida España 1248 Segundo piso, oficina 22.

e-mail: [email protected]

Fanpage: Octavo Pecado editorial

http://octavopecadoeditor.wix.com/octavo-pecado-

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Lucia Márquez, nació en

Delicias, el 17 de julio

de 1989, bajo el nombre

de Ana Lucia Valdez

Márquez. Se crió en la

misma ciudad en el

seno de una familia

conservadora de clase

media. Completó la

educación básica y

media superior en la

localidad de donde es

oriunda. Empezó a

trabajar desde los

diecinueve años en

diversos empleos.

Comenzó la carrera de

psicología en 2010 y la

abandonó en 2012 al

reconocer su falta de interés en la misma. En 2015, después de

dedicarse a ser intérprete inglés-español por varios meses, decide

comenzar a escribir su primera novela, Cartas de medianoche.

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Comunicate con la autora:

[email protected]

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A Karen, Elías, Violetay Liliana

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CAPÍTULO I

Eran alrededor de las cuatro de la mañana. Se encontraba cansada, miraba por la ventana de una habitación de hotel casi en ruinas, en su mano derecha había un cigarrillo a medio consumir, su mirada se suspendía en el asfalto de la calle; estaba oscuro afuera, la única luz que le permitía ver era la de un poste en la acera de enfrente. No había nada en especial para mirar en el exterior, sólo esperaba. Esperaba que su cliente estuviera, para tomar un poco de dinero de su bolsillo e irse a casa. Miró hacia la cama, pensó: “Qué pena, tener que pagarle a alguien por el trabajo de la esposa”. Observó aún más detenidamente al sujeto, notó la gran barriga, la calvicie y el evidente descuido personal. “Aunque no creo que éste sea casado”, supuso.

Apagó la colilla de cigarrillo en un pequeño cenicero que reposaba en la gastada mesita de noche, luego comenzó a ponerse la poca ropa que había usado, la diminuta y apretada falda dorada, la camisa corta casi transparente que dejaba ver el color

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negro del sostén, así como su raquítica figura; se arregló un poco el cabello, y tomó su bolso y zapatillas para dejar el lugar. El individuo roncaba ya, y aunque le había pagado por anticipado, un poco más de plata de la billetera no le vendría nada mal.

Salió a hurtadillas. Al final de la escalera se encontraba el recepcionista, un joven moreno y bajo, casi tan delgado como ella, de unos veinte años; parecía que la esperaba. Al verlo se detuvo para ponerse las zapatillas; mientras hacía esta operación, el joven exclamó:

—Hacía rato que no te veía por aquí, ¿te habías perdido? —No —contestó ella—, éste salió codo y me trajo aquí. —Tal vez si te vistieras mejor te llevarían a un lugar con más

clase. Había terminado ella de acomodarse el calzado; de pie frente

al chico, le puso un dedo en la frente y lo empujó hacia atrás, lo suficiente para quitarlo del camino.

—¿Y quién va a pagarme a mí? —Tú ya sabes que el cliente siempre paga. —Bien, y esta noche, ¿cuál fue tu nombre? —El mismo de siempre. —No creo que el de siempre, dudo que sea el que está en tu

certificado de nacimiento. —¿Qué te importa a ti mi certificado de nacimiento? —No te pongas brava, morena, sólo te pregunto tu nombre

por esta noche —dijo el muchacho con cierta sonrisa cínica. —Eso ya lo sabes, y ya párale, que me voy. —Que descanse usted, señorita.

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Hizo caso omiso de la despedida y salió del motel sin decir más para emprender el camino a casa. Afuera, el olor de la lluvia de mayo y el viento suave hacían un hermoso conjunto con aquella madrugada que, aun a aquella hora temprana, valía la pena vivir, sentir en todo su esplendor. Sin embargo, a ella no le importaba el romanticismo, ni la visión artística que un paisaje pudiera ofrecer. ¿Por qué existe el matrimonio —se preguntaba al andar—, y en todo caso, tantas declaraciones y promesas de amor? ¿Para qué los votos de fidelidad y amor eterno? Al fin y al cabo, después de algunos años de matrimonio, las quejas no paran de salir de la boca de la esposa, y el marido acaba tan hastiado y aburrido de ella que para desahogar su falta de sexo vienen con nosotras, o peor, con una que ni siquiera cobra por ello, y presume de santa.

Era una idea que le parecía verdaderamente absurda: el vestido, los invitados, las flores… Tanto alboroto para nada, murmuraba. Inmersa en estos pensamientos, se había olvidado casi por completo del entorno; había caminado ya tres cuadras, cuando el maullido de un gato justo frente a ella la espantó y le recordó que, aunque conociera muy bien esas viejas calles, debía mantenerse alerta. Un par de manzanas más adelante, dio vuelta a la izquierda, en la siguiente esquina se distinguía una estación de carros de sitio. Al llegar, el único conductor se encontraba profundamente dormido. Era graciosa la manera en que dormía aquel pobre hombre, con la cabeza echada hacia atrás, la boca abierta, las piernas completamente separadas y los brazos colgándole. Pensó entonces que era suficiente de burla y dijo con

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fuerza: “¡Buenas noches!”. El hombre despertó alarmado, observó a la dama que tenía frente a él, y un poco molesto preguntó:

—¿Viene a ofrecer sus… servicios? —Vengo a pedirle servicio a usted. —¿Cómo? ¿Me va a pagar a mí por…? —Porque me lleve a mi casa, si no es mucha molestia, ¿o que

no es usted taxista? A regañadientes el hombre se levantó de la silla, se acomodó

un poco las canas, se arregló la camisa y salió de la caseta. Haciendo un ademán indicó a la mujer el auto en el cual el transporte sería rendido; ella entró en la parte trasera, mientras el chofer ocupaba su lugar.

—¿Adónde? —Calle Edén número cuarenta y tres, en Santa Rosa. Al cabo de unos cinco minutos en silencio, el conductor

preguntó sarcástico a la pasajera, quien miraba el paisaje por la ventana:

—Y, ¿qué tal el negocio? —Muy bien, ¿y su negocio? —Pues algunas veces muy bien, otras veces no tanto, así es esto. Ella, callada, sólo asintió con la cabeza, con la intención de

dar a entender sutilmente que el dato no le importaba en lo más mínimo. Por desgracia, aquel chofer era bastante curioso y decidió continuar con el cuestionario.

—¿Y qué días trabaja? —Todos. —¿No tiene día de descanso?

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—No. —¿Y eso? ¿Por qué? —No lo necesito. —¿Pero por qué? Hay que descansar, procurar a la familia. Al mencionar esto, ella decidió que eran demasiadas

preguntas, y un poco fastidiada por la insistencia del chofer, contestó en tono tajante:

—La manera en que ocupo mi tiempo no es algo que le importe, a menos que desee ser cliente, allí tendría usted una idea de cómo paso los días.

—Disculpe, pensé que una persona como usted sería un poco más…

—¿Sociable? —Abierta —contestó el hombre en tono irónico. —Yo me dedico a hacer mi trabajo, nada más. —Tal vez usted podría ser más amable de vez en cuando. —Tal vez usted podría callarse de vez en cuando. —¿Y con ese carácter la contratan? —No soy amable a menos que sepa que me van a pagar por eso. —Si es amable sin pedir nada a cambio, tal vez consiga más

de lo que usted se imagina. La mujer calló entonces, pues supo que no llegaría a ningún

lado tratando de explicar su punto de vista a aquel aferrado, con lo que se limitó a mirar por la ventana de nuevo.

—¿Está enojada, señorita? —No. —¿Segura?

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—Sí. —¿Y usted tiene novio? —No. —Debería buscarse uno. La mujer entonces soltó una carcajada cínica y preguntó: —¿Y eso como para qué? —Pues, para que la lleve a pasear, no sé, al cine, o a la plaza

por lo menos. —No quiero ir a ningún lado con nadie y ya déjese de tantas

preguntas, dé vuelta a la izquierda. El hombre había olvidado la dirección que ella le indicó en

un principio, así que convenientemente dijo: —Usted dígame por dónde debo ir. —Siga por donde va; después de cuatro cuadras, dé vuelta a

la izquierda. El chofer siguió las indicaciones de la mujer, y frenó en seco

cuando ella le indicó que debía detenerse. Era una pequeña casa sin jardín, que podía pasar inadvertida, incluso se pudiera pensar que nadie vivía allí.

—¿Cuánto es? —Ochenta. —¿Ochenta? Dos cuadras antes de donde me trajo usted me

cobran cincuenta. —Tal vez usted les dé algo… —Déjelo así, tenga sus ochenta y déjese de ideas.

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Al entregarle el dinero, cerró la puerta del auto con una fuerza tal que pareció que había quedado sellada con el impacto. El tipo preguntó dejando a un lado la vergüenza:

—¿Me deja usted así nomás? Ella se acercó a la ventanilla del piloto de una manera

provocativa, sacó lentamente un cigarrillo, lo encendió, y después de tomar una bocanada grande, soltó el humo en la cara del chofer, para decirle:

—Puedo dejarlo así, o con un ojo morado, usted decide. Decepcionado, el tipo decidió retirarse de aquella calle. La

mujer se alejó de la ventanilla para que el auto se marchase de una vez.

Caminó hacia la puerta de la sencilla morada, sacó un llavero de su bolsa y abrió la puerta; encendió la luz de la habitación tan pronto como entró. Era evidente el polvo en el sencillo mobiliario, el paso de los años, la humedad por las paredes y la mugre pegada en el piso; se percibía un olor a descuido, debido a la falta de limpieza y ventilación. Junto a la estancia estaba la cocina; había una pila de desechables en el fregadero, y alrededor una fila de puntas de cigarrillo que enmarcaban aquel desorden.

Abrió el refrigerador, donde había sólo un par de cervezas, queso y un pedazo de carbón. De las opciones disponibles eligió una de las cervezas. Comenzó a beberla y se dirigió a la recámara, donde se veía una cómoda con los cajones abiertos, de los cuales salía la mayor parte de la ropa. Daba la impresión de que eran varias bocas apiladas una sobre otra y con lenguas de colores saliendo de ellas. Había zapatos y prendas por doquier. En un

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rincón se hallaba un espejo de cuerpo entero, cubierto en su mayoría por ropa sucia; junto al lecho, envases de la misma cerveza que bebía y un contenedor que rebosaba de colillas y ceniza.

Miró la hora en el viejo reloj de pared, eran ya las cinco con dos. Se quitó los tacones de sus cansados y magullados pies, y fue hacia el rincón donde se encontraba el espejo, retiró las prendas que bloqueaban la vista y contempló su reflejo: su cuerpo enclenque; el rostro, que aun con maquillaje lucía pálido y con profundas ojeras; el cabello que hacía ya varios meses había dejado de teñir de rubio, tono que contrastaba en gran medida con su color de piel. Pensó que era la peor versión de sí misma a sus 29. Lucía mayor de lo que en realidad era; aun así, la consolaba el hecho de que, por su oficio, no tenía que verse tan bien. De un trago se terminó la cerveza que tenía en la mano, apagó la colilla de cigarro en la lata, y despejando de obstáculos el camino con los pies, se dirigió hacia el raído colchón, puso la lata vacía en el piso y se entregó plácidamente al descanso.

Solía dormir hasta después de mediodía, pero esta vez la despertó un goteo, que tocaba de manera suave y constante su mano apoyada en su cabeza; al darse cuenta de lo que pasaba, se acomodó de manera que la filtración no la molestara. Por su mente cruzó la idea de que si dejaba la cama allí, y si la lluvia seguía, en poco tiempo estaría mojada y no podría dormir en ella. ¿Quién en su sano juicio querría dormir en un colchón mojado? Debía mover el colchón de aquel lugar. Esto no sería fácil, la alcoba era un desastre, y no había espacio que no estuviera

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cubierto de ropa, zapatos, latas de cerveza o residuos de cigarros. Apesarada, se levantó, apoyó la colchoneta de costado en la pared; mientras decidía por dónde empezar echó un vistazo al reloj, eran las seis y veinte. Se sintió aún más afligida al darse cuenta del corto tiempo que había dormido, y la estúpida manera en que había sido despertada. No había otra opción que arreglar aquello rápido y volver a dormir.

Comenzó por sacar los botes de cerveza dispersos por el piso, y al reubicarlos en la cocina, se dio cuenta de que algo allí despedía un hedor tan fuerte que la hacía sentir náuseas. Decidió ver qué había entre los desechables que pudiera oler tan mal; imaginaba que debía ser algún resto de comida en proceso de putrefacción. El olor era cada vez más intenso y penetrante, lo que agudizaba el asco, pero no quería desistir hasta saber qué había allí. Al llegar al último plato del cúmulo, se horrorizó al hallar una enorme y gorda rata, muerta entre el desorden. Un grito de espanto fue la resultante de aquella repulsiva visión. Tenía que limpiar de inmediato, otros ratones llegarían y ella estaría durmiendo con ellos, si no es que ya lo había hecho sin darse cuenta. Reunió la basura en un costal que sacó del fregadero junto a otra pila de bandejas de poliestireno envueltas en una vieja bolsa; al terminar, comenzó a seleccionar la ropa. Se dio cuenta de que debió hacerlo algunas semanas atrás.

—Y toda la friega para mí sola —pensó. Al terminar de ordenar la habitación, la lluvia había cesado,

y con ella la gotera. Maldijo entonces la lluvia:

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—¡Pinche lluvia, odio la lluvia! Para su desventaja, ya estaba bien despierta y no podría

volver a dormir. Resolvió terminar el trabajo de limpieza; buscó escoba y trapeador en el patio, pero sólo encontró un viejo trapero oxidado, a punto de quebrarse. Aunque lo tomó con cuidado, cayó al suelo, y ella se quedó con el viejo mango de metal en las manos.

—¡Pinche mugrero bueno para nada! —rezongó. Regresó adentro preguntándose dónde estaba la escoba;

buscó en el cuarto de baño, en la estancia, en la alcoba, la cocina, y nada, no había escoba. Sintió hambre, y al recordar el refrigerador, consideró que era en vano abrirlo, ya que un filete no aparecería allí por arte de magia. Decidió ir a comprar algo de comer. Cambió su atuendo por algo menos llamativo y un poco más diurno, cogió el bolso y salió.

Aseguró la casa y comenzó a caminar por el húmedo suelo hacia la parada de autobús. Aquél era un barrio humilde, no se veían autos de lujo ni personas de elevado nivel social; era una zona de la ciudad con calles pobremente pavimentadas, postes de electricidad que funcionaban a medias y gente modesta, sin mucho que decir. Al andar, evitaba a toda costa el contacto visual con los vecinos. Nunca había regalado un saludo o una sonrisa a ninguna persona, o por lo menos en su madurez; le disgustaban la cortesía y la amabilidad, tenía la idea de que en realidad nadie le importa a nadie, y que muchas de las amistades y relaciones sentimentales son una completa farsa. Creía con firmeza que el mundo está lleno de hipocresía, diplomacia y falsa modestia. Aunque tosco y rancio, este pensamiento funcionaba para ella,

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siendo parte del mundo sin estar en realidad en él. Al mismo tiempo era consciente de su amargura y de que tal vez su vida e ideas eran algo retorcidas.

Llegó a la parada de autobús, donde había una pequeña con su madre. Era una niña regordeta y curiosa que, de la mano de la mamá, miraba fijamente a la recién llegada. Ésta intentó ignorar a la chiquilla, que siguió observándola con insistencia. La nena no sonreía; con cada detalle que descubría en ella, parecía espantarse aún más. La madre, por el contrario, estaba muy ocupada con el teléfono, discutiendo la relación de una carcacha descompuesta con la hora de llegada de su hija al preescolar.

Ante la ininterrumpida atención que recibía, en su mente recordaba una de las tantas cosas que no le agradaban: la maternidad. Las cosas que la gente hace, puros monstruitos raros, pensó. Al llegar el autobús, subió y se acomodó en un lugar disponible, lejos de aquella chiquilla fisgona. Sentada y bamboleándose por el urbano, pensaba que podría estar dormida, y que por culpa de la lluvia su día se había arruinado: había perdido su preciada siesta, tenía hambre, y tendría que comprar víveres y algo para limpiar.

—¡Qué horror! —se dijo—. Ya empiezo a pensar como un ama de casa; ojalá al rato no esté haciendo desayuno para cinco personas para mandarlos a escuelas y trabajo.

Intentó imaginar cómo sería aquella escena: tres mocosos en la mesa, peleándose por un juguete, el marido renegando por su camisa mal planchada y porque el desayuno no estaba listo, y ella, con el cabello enredado en tubos, gorda, con una camiseta vieja y

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chanclas, sirviendo huevos revueltos, pan tostado, leche y café. ¡Qué imaginación tengo!, pensó.

El viaje terminó en el centro de la ciudad. Había gente por todos lados, era lógico que, para ser un martes a las ocho de la mañana, aquella parte de la ciudad no fuera la más tranquila. El hambre le hacía un nudo terrible en el estómago, y su mal humor crecía a medida que avanzaba. No traía consigo mucha plata, así que decidió elegir víveres de por lo menos un par de días. Se dirigió a un pequeño comercio en la siguiente acera, donde había montones de gente comprando; con seguridad encontraría algo del interés de su barriga vacía.

Al llegar al establecimiento, se dio cuenta de que era una frutería, y que no hallaría lo que buscaba, pues, a efectos prácticos, prefería la comida enlatada o previamente procesada. Intentó salir rápido de aquel lugar, pero al parecer era más fácil entrar que irse, pues por más que intentaba, no podía dar un paso en ninguna dirección. Comenzó a deslizarse entre los reducidos espacios que había entre las personas. Se encontraba bastante enfadada; el hambre, el esfuerzo que hacía para salir de ahí y el ruido de la muchedumbre y los vendedores la agobiaban. La salida ya estaba cerca, sólo dos personas obstaculizaban el paso. Al intentar escurrirse por última vez, resbaló y cayó en la banqueta; no tuvo oportunidad de detenerse con las manos, así que se desplomó casi al punto de azotar su cara contra el pavimento. Estaba a punto de soltar una maldición, cuando escuchó una voz masculina que le preguntaba:

—¿Se encuentra bien, señorita?

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Sin mirar, y de mala gana, contestó: —Estoy bien. Sintió que el hombre se arrodillaba junto a ella y le decía: —Permítame ayudarla. Buscó con la mirada al bienhechor y, con asombro, encontró

aquel hermoso rostro, compuesto por dos almendrados ojos negros, cejas pobladas, nariz afilada y unos pequeños y delicados labios rosa en una tez tan blanca y delicada como la porcelana. Su sorpresa duró menos de un segundo. El caballero la tomó de las manos y la ayudó con cuidado a levantarse del pavimento, aliviando la vergüenza por la caída y por los mirones que había alrededor.

—Gracias —dijo tímidamente al mirarlo. —No hay cuidado señorita, que pase buen día —respondió él

con una amplia y angelical sonrisa. El joven siguió su camino, y ella, inmóvil, lo vio cruzar la

calle para luego doblar la esquina y desaparecer entre la gente y los edificios. Por un momento, todos los malestares previos desaparecieron; una suave sensación de calor se originaba en su pecho, hasta que, de nuevo, comenzó a sentir que la concurrencia de las otras personas demandaba que moviese su existencia de allí. Por inercia, empezó a avanzar en dirección contraria a la que había tomado el joven.

No tenía idea hacia dónde caminaba; vagó por algunas calles, anonadada. Nunca había visto a un hombre tan bello, y que estuviese dispuesto a ayudar a una mujer de su aspecto. Al reflexionar en esto, se avergonzó de su cabello desordenado y mal

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teñido, así como de los restos de maquillaje de la noche anterior. Una pequeña aguja de amargura hirió su corazón, pues también se avergonzó de su oficio y de la manera en que vivía; detectó que ése era un camino doloroso de recorrer, y prefirió dejar de lado aquellos pensamientos.

Sin darse cuenta había ido a parar frente a un pequeño supermercado. Al salir de aquel ensueño que la distrajo por un rato, recordó que debía realizar las compras que la habían llevado allí. Tomó sólo lo necesario: embutidos y queso, un poco de pan, un par de trampas para ratones, trapero y un limpiapisos, y se dirigió a pagar. Hecho esto, caminó hacia la parada de autobús para emprender el retorno a casa; en el trayecto, el hambre volvía con más fuerza que antes, y con el hambre, la hosquedad de su carácter y un tedioso dolor de cabeza.

Lo único que pasaba por su mente era saciar el apetito que la aquejaba desde hacía horas. Al llegar a casa, engulló una pieza de pan, y la acompañó con la última cerveza que quedaba. Era demasiado temprano para beber, pero ella nunca había seguido cuidados de salud ni reglas, y no veía la razón por la que habría de empezar ahora; una vez que tuvo la tripa llena, sintió que la invadía un profundo sueño, y por un segundo pensó en dormir, pero el solo hecho de recordar el animal muerto encontrado horas atrás, la hacía odiar al roedor, a la lluvia, al trapero y a la necesidad de limpiar. Continuó el proceso de aseo por las reducidas piezas de su hogar, fregando el piso y sacudiendo el mobiliario; colocó las trampas en lugares que consideró adecuados, puso la basura en el contenedor de una de las vecinas,

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y al finalizar, pudo por fin cambiar de lugar el viejo colchón para echarse a dormir.

Tuvo un despertar lento y relajado, con un gesto de felicidad en la cara; era indiscutible que el descanso había sido satisfactorio. Miró el reloj, eran las siete y cuarenta y siete.

—Ya es hora —farfulló. Prefería sacudirse el sudor y la mugre del cuerpo con agua

helada; al contrario de lo que se pudiese asumir, nunca había sido una efusiva amante del calor, en ningún sentido de la palabra. Se metió a la ducha y mientras resbalaba el agua por su cara y su cuerpo, cerró los ojos y recordó aquel perfil que la había cautivado. De nuevo sentía aquella sensación en el pecho; al recordar el contacto con sus manos, aquel fuego se expandió a su estómago, y una sonrisa se dibujó en su rostro. Tras un largo rato sumergida en húmedas ensoñaciones, recordó que debía darse prisa para estar a tiempo en su lugar de trabajo.

Fuera de la ducha, comenzó lo que ella gozaba más: la preparación. No poseía maquillaje ni prendas de calidad, pero era lo que más disfrutaba del día, además de dormir, y hacía de esto todo un ritual. Encendía un viejo radio que tenía en la cocina; con un poco de música, canturreaba y bailaba por toda la casa con un espejo en la mano mientras se maquillaba. Algunas partes de las canciones las bailaba con un poco más de intensidad, entonces daba vueltas descalza por el piso, saltaba, incluso jugueteaba con alguna prenda mal acomodada, llevándola como si fuese una mascada. Aquel gracioso y rítmico protocolo era la única cosa que

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la hacía sentirse alegre, y algunas veces, hasta soltar una ligera risotada.

Consumada la extravagante transformación, cogió su bolso, revisó la cantidad de cigarrillos, y al darse cuenta de que casi los había agotado, se arrepintió de no haber comprado una caja esa mañana.

—Al primero que caiga le pido para unos nuevos —resolvió. Ya en la calle, emprendió el camino hacia su espacio laboral

andante y campante. Los colindantes conocían desde hacía varios años el oficio de aquella dama, quien causaba diversas reacciones a su alrededor. Algunas de ellas no cambiaban por mucho que el tiempo transcurriera: las amas de casa descargaban una mirada despectiva y arrogante, los maridos dejaban escapar de inadvertido una mirada insinuante, los niños se preguntaban la razón por la cual una mujer saldría tan tarde a caminar en zapatillas, y los varones adolescentes se reunían en una vía en la cual nadie les privara de decir piropos a la mujer sin pudor alguno.

Luego de pasar por grupos tan variados de individuos, continuó su camino, procurando no mojar demasiado los zapatos, pues eran los únicos que poseía que no la molían tanto. Solía encontrar de paso a una que otra colega, y esa noche no fue la excepción: distinguió una diminuta falda roja que se encontraba dos cuadras más adelante bajo un poste de luz, y también eran visibles las abundantes proporciones del cuerpo. Al acercarse a su colega, en son de broma exclamó:

—Dame calor, preciosa.

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—¡Idiota! Pensé que ibas a descansar hoy. —Tú sabes que no descanso ni un solo día. —Por eso estás tan flaca, ¿adónde vas? —Adonde siempre; ven conmigo, los que pasan por aquí son

igual de pobres que una. —Por eso me caes bien, Eva —dijo entre risas la colega. Ambas se fueron caminando, sosteniéndose una a la otra

cuando pasaban por un charco o un hoyo en el pavimento. —¿Y cómo dejaste a la familia? —Dormidos, menos mal que Carla ya puede cuidar a los

otros. —¿Cuántos años tiene? —Doce. —Hace mucho que no la veo. —Sigue igual, pero más crecidita. ¿Y tú, para cuándo? —Para cuando llueva dinero. —Ya estuvo que nunca. Aparte, ¿cómo vas a llevar a una

criatura adentro con esas carnes? —La perra vida que me tocó vivir. —Pues será muy perra pero aun así, come, ingrata, mira nada

más. —No todas tenemos tu cuerpo, Coral. —Come poquito más, y quién sabe, tal vez hasta te salgan

lolas, no como las mías, pero te pones mejorcita —comentó la curvilínea mujer.

Media hora más tarde, llegaban al puesto de batalla de Eva de cada noche. Era diferente del barrio del cual salieron, en un

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establecimiento de empeños que se encontraba justo en la esquina de aquella cuadra. Ésta era una calle moderadamente transitada, lo suficientemente alejada del centro de la ciudad; en años anteriores, el dueño del negocio le había pedido a punta de gritos que buscara un lugar diferente para ofrecer el producto del pecado. Debido al carácter testarudo de Eva, a través de los años el viejo se había rendido y renunciado a los insultos y las llamadas telefónicas al departamento de policía. Una vez allí, caminaban con voluptuosidad cada vez que un auto transitaba por la calzada, y en los intervalos en los cuales no había señales de vida, ambas aprovechaban para fumar y charlar.

—¿Sigues teniendo el mismo nombre de siempre? —Sí. —¡Que cínica eres! De Señorita no tienes ni las pestañas. —Yo les digo que me digan Señorita, y ellos le agregan otra

cosa al nombre. —¿Como qué? —Algunos me dicen Señorita Traviesa, otros Señorita Sucia,

mensadas de ésas. Un cliente me pidió permiso para decirme de otra forma.

—¿Cómo? —Pelusa. —¿En serio? —preguntó Coral entre risas. —Sí, me pidió que le dijera puercadas mientras le frotaba un

oso de peluche, era un gordo espantoso. —¡Hay clientes con cada maña! El otro día me tocó uno que

me pidió que me hiciera la dormida.

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—Pue’ ser que extrañara a su esposa —exclamó Eva entre carcajadas.

En ese momento, vieron que un auto se aproximaba. Comenzaron a caminar con la sensualidad acostumbrada con el fin de atraer al cliente, pero el auto pasó de largo. Unos metros más adelante de donde se encontraban el coche frenó, y Coral se acercó para ofrecer los servicios, pero el conductor sólo hizo una breve pausa y se marchó. La mujer dio la vuelta para regresar con su compañera, cuando ambas notaron que el auto se acercaba de nuevo, esta vez a menor velocidad. No podían distinguir el rostro del piloto, pues no bajaba la ventanilla; las mujeres se miraron una a la otra, confundidas. El auto pasó de largo una vez más, para perderse en la oscuridad.

—Indeciso. —Sí, más bien vio a mi compañera y no se le antojó —dijo

Coral. —Tú te le acercaste cariño, yo no —respondió Eva. —¡Qué noche tan pesada! ¿Y aquí agarras clientela, Eva? —Cuando no me los espantan, sí. —No me quieras echar la culpa del apretado ese. ¿Qué tal si

era impotente? —¿Qué tal si no? —¿Y si era piedra? —Agarro su cartera. —Te las sabes todas, caraja. Oye, ¿y si te vas a trabajar al bar

con las demás muchachas?

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—No me gusta que me quiten la mitad de lo que apenas gano.

—Pero hay más clientela. —Ganaría lo mismo haciendo más trabajo del que hago

ahora. —Total, a ti ni cómo convencerte. —A mí me convence el dinero, como a todas; aparte, yo ya

dejé los vicios de antes y no me gusta cómo hacen negocio ahí. —Pues yo te digo porque aquí mira lo que hemos agarrado:

¡nada! Ni tos vamos a pescar aquí. —¿Qué hora es? —Doce veintisiete. —Todavía es temprano, a veces el primer cliente no llega

hasta las tres. —Si en media hora no llega un cliente por mí, me cambio de

lugar. Aquí está muerto —prometió Coral, molesta. —Cállate y dame un cigarro —demandó Eva. Aquélla hizo caso, y encendió un cigarrillo para su

compañera. Recargadas en la pared, continuaron la plática. —Ando cansada —replicó Coral. —Yo también. —¿Tú? ¿Qué hiciste para cansarte? ¿Arreglarte? —Limpié la casa. —A ver si no llueve, o cae granizo. —¿Por qué? —preguntó Eva mirando hacia el cielo. —Pues porque tú nunca limpias, las pocas veces que he ido a

tu casa siempre está hecha un cuchitril de cabo a rabo.

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—Tuve que, con la lluvia que hubo anoche y esta mañana, una pinche gotera me despertó y no me quedó de otra.

—Gracias a Dios por la gotera.

—Tú cállate. Y dame otro cigarro. —¡Que bárbara! Fumas más que yo, y eso que no tienes hijos. —Estoy aburrida. Un rato después, un conductor cayó bajo el hechizo de las

caderas de Coral. Al notarlas, se detuvo y aceptó sus servicios, dejando a Eva como usualmente estaba en ese lugar: sola. Por un lado pensaba que era conveniente, ya que podría irse con el siguiente interesado; además, una superstición en ella le indicaba que no era bueno buscar trabajo con una camarada.

Pasaron así tres cuartos de hora, sin una sola oportunidad de negocio. Distinguió en la distancia una camioneta, se acercó a ella, y se convino el arreglo usual. Subió al vehículo, la noche seguía joven, la jornada apenas empezaba para ella.

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Índice CAPÍTULO I211

CAPÍTULO II2

CAPÍTULO III2

CAPÍTULO IV2

CAPÍTULO V2

CAPÍTULO VI2

CAPÍTULO VII2

CAPÍTULO VIII2

CAPÍTULO IX2

CAPÍTULO X2

CAPÍTULO XI2

CAPÍTULO XII2

CAPÍTULO XIII2

CAPÍTULO XIV2

CAPITULO XV2

CAPÍTULO XVI2

CAPÍTULO XVII2

CAPÍTULO XVIII2

CAPÍTULO XIX2

CAPÍTULO XX2

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