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Casi Culpables, Jeffrey Archer book

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¿Dónde está la frontera entre la culpabilidad y la inocencia? Solo un escritor como Jeffrey Archer es capaz de imprimir en las conciencias un sentimiento tan complejo como la duda. unque algunas de estas historias fueron conocidas por el autor tras su puesta en libertad, la mayoría lo fueron durante su estancia en prisión, lo que les da una unidad de fondo. Todas confirman a Archer como uno de los mejores creadores de relatos cortos de la actualidad. Este libro relata 12 casos de robos de los cuales solo algunos eran inocentes.

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¿Dónde está la frontera entre la

culpabilidad y la inocencia? Solo uescritor como Jeffrey Archer e

capaz de imprimir en las conciencia

un sentimiento tan complejo como l

duda.

¿Puede un convicto confesar s

culpabilidad y conseguir que se

desee su libertad, que se crea en s

nocencia? Este es el dilema que

presenta uno de los doce relatos

manifestación de talento y elegancinarrativa, que inspirados en historia

nolvidables de personajes reales

abordan la cuestión de la

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delincuencia: entre el engaño y la

estafa, entre el asesinato y el robo

estos maravillosos relatos guían a

ector por los laberintos de u

mundo paralelo y subterraneo. Pero

al tiempo muestran el lado má

humano de sus protagonistasculpables, pero no tanto.

Aunque algunas de estas historia

ueron conocidas por el autor tras spuesta en libertad, la mayoría lo

ueron durante su estancia e

prisión, lo que les da una unidad deondo. Todas confirman a Arche

como uno de los mejores creadore

de relatos cortos de la actualidad.

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Jeffrey Archer 

Casi Culpables

12 relatos de ladrones,estafadores y tunantes solo un

poco inocentes

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ePub r1.2

Titivillus 23.04.15

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Título original: Cat O’Nine Tales

Jeffrey Archer, 2006Traducción: Eduardo García Murillo

Ilustraciones: Ronald SearleEditor digital: TitivillusePub base r1.2

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 Para Elizabeth

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¿D

Reseña 

ónde está la frontera entre lculpabilidad y la inocencia

Solo un escritor como Jeffrey Archer ecapaz de imprimir en las conciencias usentimiento tan complejo como la duda.

¿Puede un convicto confesar s

culpabilidad y conseguir que se desee sibertad, que se crea en su inocencia

Este es el dilema que presenta uno d

os doce relatos, manifestación dalento y elegancia narrativa, quenspirados en historias inolvidables d

personajes reales, abordan la cuestió

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de la delincuencia: entre el engaño y lestafa, entre el asesinato y el robo, estomaravillosos relatos guían al lector po

os laberintos de un mundo paralelo subterráneo. Pero al tiempo muestran eado más humano de sus protagonistas

culpables, pero no tanto.Aunque algunas de estas historia

fueron conocidas por el autor tras s

puesta en libertad, la mayoría lo fuerodurante su estancia en prisión, lo que leda una unidad de fondo. Todaconfirman a Archer como uno de lo

mejores creadores de relatos cortos da actualidad.

Las ilustraciones del inigualabl

Ronald Searle representan un valo

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añadido de una edición inolvidable.«Con estilo, ingenioso y siempr

entretenido… Jeffrey Archer tiene un

aptitud natural para las historias cortas»

The Time

«Probablemente el mejor contadode historias de nuestro tiempo».

 Mail-on Sunday

«Un narrador de la talla de AlejandrDumas».

Washington Pos

«Archer es un maestro de

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entretenimiento».

Tim

«Este hombre es un genio».

 Evening Standar

«Archer es un narrador excelente, qucumple las expectativas del lector: edeseo de pasar la página y saber quocurre después».

Sunday Time

«Archer tiene un don para la trama qu

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solo se puede definir como genial».

 Daily Telegrap

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D

 Prefacio

urante los dos años que estuvencarcelado, en cinco prisione

diferentes, seleccioné varias historiaque no eran apropiadas para incluirlaen mis Diarios de la cárcel. Estorelatos están marcados en el índice co

un asterisco.Si bien he aderezado las nuev

historias, todas están basadas en hecho

reales. En todas excepto una el preso aque conciernen me pidió que no revelarsu verdadero nombre.

Las otras tres historias recogidas e

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El hombre que robo su 

propia oficina postal

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E

 Principio

l juez Gray miró a los doacusados que ocupaban e

banquillo. Chris y Sue Haskins se habíadeclarado culpables del robo ddoscientas cincuenta mil libraspropiedad de Correos, y de falsifica

cuatro pasaportes.El señor y la señora Haskin

parecían tener la misma edad, algo poc

sorprendente, puesto que habían ido acolegio juntos unos cuarenta años atrásPodías cruzarte con ellos en la calle sivolverte a mirar. Chris medía un metr

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setenta y cinco; su cabello, ondulado oscuro, comenzaba a encanecer, y lsobraban seis kilos como mínimo

Estaba muy erguido ante el banquillo yaunque el traje se veía muy usado, lcamisa estaba limpia y la corbata d

rayas invitaba a pensar que era miembrde un club. En cuanto a sus zapatosrelucían como si les sacara brillo cad

mañana. Su esposa, Sue, se hallaba a sado. Su pulcro vestido floreado y ecómodo calzado denotaban una mujeordenada y organizada; claro que ambo

levaban la clase de ropa que debían dponerse para ir a la iglesia. Al fin y acabo, consideraban que la ley era nad

más y nada menos que una prolongació

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del Todopoderoso.El juez Gray desvió su atenció

hacia el abogado de los señore

Haskins, un joven al que habían elegiden función de sus honorarios antes qude la experiencia.

 —Sin duda desea señalar quexisten circunstancias atenuantes en estcaso, señor Rodgers —observó el jue

amablemente. —Sí, señoría —admitió el reciéicenciado abogado, al tiempo que sevantaba de su asiento. Le habrí

gustado explicar a su señoría que estera tan solo su segundo caso, pero ncreía que su señoría lo considerara un

circunstancia atenuante.

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El juez Gray se retrepó en la sillamientras se disponía a escuchar que epobre señor Haskins había sid

vapuleado por un padrastro cruel nochras noche, y que la señora Haskin

había sido violada por un tío malvado

una edad crítica, pero no. El señoRodgers aseguró al tribunal que loHaskins eran vástagos de familia

felices y equilibradas, y que habían idal colegio juntos. Su única hija, Traceyicenciada en la Universidad de Bristorabajaba ahora como agente de biene

raíces en Ashford. Una familimodélica.

El señor Rodgers echó un vistazo

su maletín antes de pasar a explica

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cómo habían terminado los Haskins eel banquillo de los acusados. El jueGray se sintió cada vez más intrigad

por la historia y, cuando el abogadvolvió a sentarse por fin, pensó qunecesitaba más tiempo para reflexiona

sobre la duración de la condena. Ordena los dos acusados que se presentaraante él el lunes siguiente a las diez de l

mañana, en cuyo momento ya habríomado una decisión.El señor Rodgers se levantó po

segunda vez.

 —Sin duda espera que conceda a suclientes la libertad bajo fianza, ¿verdad—preguntó el juez, al tiempo qu

enarcaba una ceja, y antes de que e

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sorprendido abogado pudiera contestaañadió—: Concedida.

Jasper Gray explicó a su mujer l

grave situación en que se encontrabaos señores Haskins el domingo mientra

comían. Mucho antes de que el jue

erminara de devorar sus costillas dcordero, Vanessa Gray le había ofrecidsu opinión.

 —Condénales a una hora dservicios comunitarios y después ordena Correos que les devuelva toda snversión —aconsejó, revelando u

sentido común no siempre concedido amacho de la especie. Para ser justos coél, el juez dio la razón a su esposa

aunque le dijo que nunca podría emiti

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dicha sentencia—. ¿Por qué? —preguntella.

 —Por los cuatro pasaportes.

Al juez Gray no le sorprendi

encontrar a los señores Haskins en e

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banquillo de los acusados a las diez da mañana del lunes siguiente. Al fin y a

cabo, no eran delincuentes.

El juez levantó la cabeza, les miró rató de adoptar un semblante serio.

 —Ambos se han declarad

culpables de los delitos de robo en unoficina postal y falsificación de cuatrpasaportes. —No se molestó en añadi

adjetivos como ruines, atroces vergonzosos, pues no los considerabapropiados en esta ocasión—. Econsecuencia, no me han dejado má

opción que enviarles a la cárcel —continuó. El juez centró su atención eChris Haskins—. No cabe duda de qu

es usted el instigador del delito y

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eniendo eso en cuenta, le condenó a treaños de prisión.

Chris Haskins fue incapaz d

disimular su sorpresa. El abogado lhabía dicho que no esperara menos dcinco años. Chris se abstuvo de decir

«Gracias, señoría».A continuación el juez miró a l

señora Haskins.

 —Entiendo que su participación eesta conspiración debió de ser un actde lealtad hacia su marido. Sin embargousted es muy consciente de la diferenci

entre el bien y el mal, y por lo tanto lcondeno a un año de prisión.

 —Señoría —protestó Chris Haskins

El juez Gray frunció el ceño po

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primera vez. No estaba acostumbrado que le interrumpieran mientras dictabsentencia.

 —Señor Haskins, si abriga lntención de apelar contra est

sentencia…

 —En absoluto, señoría —dijo ChriHaskins, interrumpiendo al juez posegunda vez—. Solo quería preguntarl

si me permitiría cumplir la pena de mmujer.El juez Gray se quedó ta

estupefacto por la petición que fu

ncapaz de encontrar una respuestpertinente a una pregunta que jamás lhabían planteado. Dio un golpe con e

mazo, se levantó y salió a toda prisa d

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a sala del tribunal. —Todo el mundo en pie —gritó u

ujier.

Chris y Sue se conocieron en epatio de la escuela de Cleethorpes, unciudad de la costa oriental de Inglaterra

Chris guardaba cola para que le dierasu cuarto de litro de leche, tal comhabía establecido el gobierno par

escolares menores de dieciséis añosSue era la supervisora del reparto. Srabajo consistía en asegurarse de quodo el mundo recibía su ración. Cuand

entregó la botellita a Chris, ninguno dos dos se paró a mirar al otro. Sue ib

un curso por delante de Chris, de mod

que pocas veces coincidían durante e

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día, excepto cuando él hacía la cola da leche. A finales de año Sue aprobó l

reválida y obtuvo una plaza en e

nstituto local. El septiembre siguienteChris siguió sus pasos y también entren el instituto de Cleethorpes.

 No mantuvieron la menor relaciódurante los años que pasaron en enstituto, hasta que Sue fue nombrad

representante de los alumnos. EntonceChris no pudo por menos de fijarse eella, porque al final de la reuniómatutina leía en voz alta las noticias de

día relativas al instituto. Siempre que enombre de Sue aparecía en laconversaciones de los chicos

«marimandona» era el adjetivo má

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utilizado (es curioso que las mujeredotadas de autoridad reciban cofrecuencia el apelativo d

«marimandona», mientras que lohombres de posición equivalente se venvestidos de las cualidades de

iderazgo).Cuando Sue se marchó a finales d

año, Chris volvió a olvidarse de ella

o siguió sus ilustres pasos comrepresentante de los alumnos, pese a qugozó de un año positivo, según scriterio, pero poco estimulante. Jugó co

el segundo equipo de criquet denstituto, quedó quinto en la carrera

campo traviesa contra el instituto d

Grimsby y le fue lo bastante bien en lo

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exámenes finales para que no fueradignos de mención ni en un sentido ni eotro.

Chris, no bien hubo abandonado enstituto, recibió una carta de

Ministerio de Defensa, en la cual se l

ordenaba presentarse en la oficina dreclutamiento local para cumplir eservicio militar, un período de dos año

obligatorio para todos los chicos ddieciocho años. Chris no tenía eleccióen la materia, salvo decantarse por eejército, la armada o las fuerzas aéreas.

Eligió la RAF, y hasta dedicó ufugaz momento a preguntarse si lgustaría ser piloto de aviones

reacción. Una vez que hubo pasado e

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examen médico y rellenado todos lompresos necesarios en la oficina d

reclutamiento de la localidad, e

sargento de guardia le entregó un billetde tren para un lugar llamadMablethorpe. Debía presentarse en e

cuartel a las ocho de la mañana eprimer día del mes siguiente.

Chris se sometió al adiestramient

básico, junto con otros ciento veintreclutas, durante las doce semanasiguientes. Enseguida descubrió qusolo un aspirante entre mil era elegid

para ser piloto. Chris no fue ese unentre mil. Al cabo de las doce semanae dieron a elegir entre trabajar en l

cantina, el comedor de oficiales

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operaciones de vuelo. Optó pooperaciones de vuelo y le destinaron os almacenes.

Fue cuando se presentó en su puestel lunes siguiente cuando volvió encontrarse con Sue o, para ser má

precisos, con la cabo Sue Smart. Comno podía ser de otro modo, estaba a lcabeza de la fila, esta vez dand

nstrucciones sobre el trabajo. Chris nreconoció al instante a su antigucompañera de estudios, vestida con eelegante uniforme azul y el pelo cas

oculto bajo una gorra. En cualquiecaso, estaba admirando sus piernas bieorneadas cuando ella dijo:

 —Haskins, preséntese al intendente.

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Chris levantó la cabeza. No habíolvidado aquella voz.

 —¿Sue? —preguntó vacilante.

La cabo Smart levantó la vista de sablilla y miró al recluta que habí

osado llamarla por su nombre

Reconoció el rostro, pero fue incapaz ddentificarlo.

 —Chris Haskins —dijo él.

 —Ah, sí, Haskins —repitió ella, vaciló antes de añadir—: preséntese asargento Travis en los almacenes y él lnformará sobre sus tareas.

 —Sí, cabo —repuso Chris, desapareció al instante en dirección os almacenes. Mientras se alejaba, n

se dio cuenta de que Sue le seguía con l

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mirada.Chris no volvió a coincidir con l

cabo Smart hasta su primer fin d

semana de permiso. La vio sentada aotro extremo de un vagón de tren en eviaje de regreso a Cleethorpes. No hiz

el menor intento de acercarse a ella ncluso fingió no haberla visto. Si

embargo, se descubrió alzando la vist

de vez en cuando para admirar sesbelta figura. No recordaba que fueran guapa.

Cuando el tren paró en la estación d

Cleethorpes, Chris vio que su madrhablaba con otra mujer. Supo al instantquién era: el mismo pelo rojo, la mism

figura esbelta, las mismas…

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 —Hola, Chris —le saludó la señorSmart cuando se reunió con su madre eel andén—. ¿No iba Sue en el tre

contigo? —No me he fijado —contestó Chris

 en ese momento llegó Sue.

 —Supongo que os veis a menudoahora que estáis en el mismcampamento —comentó la madre d

Chris. —La verdad es que no —dijo Suprocurando aparentar desinterés.

 —Bien, será mejor que nos vayamo

—dijo la señora Haskins—. He dpreparar la cena a Chris y a su padrantes de que se vayan a ver el fútbol —

explicó.

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 —¿Te acordabas de él? —pregunta señora Smart, cuando Chris y s

madre se alejaron hacia la salida.

 —¿De Haskins el Presumido? —Suvaciló—. No puedo decir que sí.

 —Ah, así que te gusta, ¿eh? —dij

a madre de Sue con una sonrisa.Cuando Chris subió al tren e

domingo por la noche, Sue ya estab

sentada en su sitio, al final del vagónChris estaba a punto de pasar de largo buscar un asiento en el siguiente vagóncuando le oyó decir:

 —Hola, Chris, ¿lo has pasado bieel fin de semana?

 —No ha ido mal, cabo —respondi

Chris, y se detuvo a mirarla—. Grimsb

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ganó a Lincoln por tres a uno, y mhabía olvidado de lo bueno que es epescado frito con patatas fritas d

Cleethorpes comparado con el decampamento.

Sue sonrió.

 —¿Quieres sentarte conmigo? —preguntó, y dio unas palmaditas en easiento contiguo—. Creo que puede

lamarme Sue cuando no estemos en ecuartel.Durante el viaje de regreso

Mablethorpe, Sue monopolizó l

conversación, en parte porque Chriestaba fascinado por ella (¿podía ser lmisma chica flacucha que le daba l

eche cada mañana?), y en parte porqu

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él sabía que la burbuja estallaría ecuanto pisaran el campamento. Losuboficiales no confraternizaban con l

ropa.Se separaron a las puertas de

campamento y cada uno fue por su lado

Chris regresó al cuartel, mientras Sue sencaminaba hacia las dependencias dos suboficiales. Cuando Chris entró e

su barracón para reunirse con sucompañeros, uno de ellos estabpresumiendo de la chica de la RAF coa que se había acostado. Hasta di

detalles concretos y describió cómeran las bragas de la RAF.

 —Azul oscuro, con una gom

elástica gruesa —aseguró a su

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hipnotizados oyentes.Chris se tumbó en la cama y dejó d

escuchar la improbable historia

mientras sus pensamientos volvían Sue. Se preguntó cuánto tardaría evolver a verla.

 No tanto como temía, porquecuando fue a comer a la cantina al dísiguiente, vio a Sue sentada en un

esquina con un grupo de chicas decentro de operaciones. Tuvo ganas dacercarse a su mesa y, como Davi

iven, pedirle una cita sin más. Echaba

una película de Doris Day en el Odeon creía que a ella le gustaría, pero habríatravesado un campo sembrado de mina

antes que interrumpirla a la vista de su

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Chris asintió—. ¿Qué te parece si noencontramos ante las puertas decampamento a las seis? —Otro gesto d

asentimiento. Sue sonrió—. Hastentonces, pues.

Chris se volvió y vio que sus amigo

e miraban asombrados.Chris no recordaba gran cosa de l

película, porque se pasó casi todo e

rato intentando reunir el valor necesaripara rodear el hombro de Sue con ebrazo. Ni siquiera lo logró cuandHoward Keel besó a Doris Day. Si

embargo, después de salir del cine volver hacia el autobús que esperabSue cogió su mano.

 —¿Qué vas a hacer cuando haya

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erminado el servicio militar? —preguntó Sue cuando el último autobúes llevó al campamento.

 —Trabajar con mi padre en loautobuses, supongo —dijo Chris—. ¿Yú?

 —En cuanto haya servido tres añoshe de decidir si quiero ser oficial hacer carrera en la RAF.

 —Espero que vuelvas a trabajar Cleethorpes —soltó Chris.Chris y Sue Haskins se casaron u

año después en la iglesia parroquial d

St. Aidan.Tras la boda los novios se fueron e

un coche alquilado a Newhaven con l

ntención de pasar la luna de miel en l

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costa meridional de Portugal. Despuéde unos cuantos días en el Algarve squedaron sin dinero. Chris condujo e

coche de vuelta a Cleethorpes, pero jurque regresarían a Albufeira en cuanto so pudieran permitir.

Chris y Sue empezaron su vidconyugal en tres habitaciones alquiladaen la planta baja de una casa con pare

medianera de Jubilee Road. Los dosupervisores de la leche no podíaocultar su dicha a cualquiera quhablara con ellos.

Chris empezó a trabajar con spadre en los autobuses y se convirtió econductor de la Creen Line Municipa

Coach Company, mientras Sue entrab

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de aprendiza en una compañía dseguros local. Un año después, Sue dio uz a Tracey y dejó el empleo par

cuidar de su hija. Esto espoleó a Chris rabajar con más ahínco en busca de u

ascenso. Con algún que otr

empujoncito de Sue, empezó a estudiapara el examen de promoción de lempresa. Cuatro años después, Chris y

era revisor. Todo iba bien en el hogar dos Haskins.Cuando Tracey informó a su padr

de que quería un poni para Navidad, é

uvo que indicar que no tenían jardínChris encontró una solución intermedia el día en que Tracey cumplió siete año

e regaló un perro labrador, al qu

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pusieron el nombre de Cabo. La familiHaskins no deseaba nada más, y esthabría sido el final de la historia si n

hubieran despedido a Chris. Sucediasí.

La Cree

LineMunicipalCoach

Company fuabsorbida pola HulCarriage Bu

Company Coa fusión, la pérdida de empleos funevitable, y Chris se encontraba entr

aquellos a quienes ofrecieron un

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ndemnización por el despido. Lalternativa que presentó la nuevdirección fue restituirle a su antigu

puesto de conductor. Chris rechazó loferta. Estaba seguro de que encontraríotro empleo y por lo tanto aceptó e

rato.El dinero de la indemnización s

esfumó al cabo de poco tiempo y, pese

a promesa de Ted Heath de un mundfeliz, Chris pronto descubrió que no eran fácil encontrar otro trabajo e

Cleethorpes. Sue no se quejaba nunca y

puesto que Tracey ya iba al colegioaceptó un empleo a tiempo parcial eParsons, el local de pescado frito

patatas fritas de la población. No sol

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es aportó un salario semanal, con ecomplemento de las propinas, sino quambién permitió a Chris disfrutar de u

buen plato de bacalao con patatas fritacada día.

Chris continuaba buscando trabajo

ba a la oficina de empleo todas lamañanas, excepto los viernes, cuandhacía una larga cola para recoger s

mísero subsidio de desempleo. Despuéde doce meses de entrevistas fallidas o sentimos pero no reúne los requisito

necesarios, llegó a angustiarse tanto qu

empezó a pensar seriamente en volver su antiguo trabajo de conductor dautobuses. Sue le aseguraba que n

ardaría mucho en ascender al puesto d

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revisor.Entretanto Sue aceptó má

responsabilidades en el local d

pescado frito con patatas fritas y un añdespués se convirtió en ayudante deencargado. Una vez más, la histori

habría podido llegar a su conclusiónatural, pero en esta ocasión fue Suquien recibió el aviso.

Advirtió a Chris, mientras cenabapescado, de que los señores Parsonestaban pensando en la jubilacióanticipada y querían poner en venta e

ocal. —¿Cuánto esperan obtener? —Oí al señor Parsons mencionar l

cifra de cinco mil libras.

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 —Esperemos que los nuevopropietarios reconozcan lo buencuando lo vean —dijo Chris, y pinch

otra patata. —Lo más probable es que lo

nuevos propietarios traigan su propi

personal. No olvides lo que te pascuando absorbieron la empresa dautobuses.

Chris meditó sobre ello.A las ocho y media de la mañansiguiente Sue salió de casa para llevar Tracey al colegio antes de ir a trabajar

En cuanto se marcharon, Chris y Cab

fueron a dar su paseo matutino. El perrse quedó perplejo cuando su amo no s

encaminó hacia la playa, donde podí

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disfrutar de sus acostumbrados correteoentre las olas, sino que tomó ldirección contraria, hacia el centro de l

ciudad. Cabo  trotó tras él fielmente, erminó atado a una barandilla frente a

Midland Bank de High Street.

El director del banco no pudocultar su sorpresa cuando el señoHaskins solicitó una entrevista par

hablar de un proyecto empresariaExaminó a toda prisa la cuenta bancariconjunta de los señores Haskins descubrió que se hallaban en posesió

de diecisiete libras y doce chelines. Lagradó comprobar que nunca habíaestado en números rojos, pese a que e

señor Haskins llevaba más de un año e

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paro.El director escuchó co

benevolencia la propuesta de su cliente

pero meneó la cabeza con tristeza antede que Chris hubiera llegado al final dsu bien ensayado discurso.

 —El banco no aceptaría semejantriesgo —explicó el director—, al menomientras pueda ofrecernos tan poca

garantías subsidiarias. Ni siquiera tieneuna casa en propiedad —señaló.Chris le dio las gracias, le estrech

a mano y se marchó impertérrito.

Cruzó High Street, ató a Cabo a otrbarandilla y entró en el Martins BankChris tuvo que esperar un rato antes d

que el director pudiera recibirle. Obtuv

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a misma respuesta, pero al menos eesta ocasión el director le recomendque consultara a Britannia Finance, un

nueva empresa especializada epréstamos para la puesta en marcha dpequeños negocios. Chris le dio la

gracias, salió del banco, desató a Cab se encaminaron de vuelta hacia Jubile

Road, adonde llegaron tan sol

momentos antes de que Sue regresara casa con la comida de Chris: bacalacon patatas fritas.

Después de comer Chris salió d

casa y se dirigió a la cabina telefónicmás cercana. Introdujo cuatro peniqueen la ranura y apretó el botón A. L

conversación duró menos de un minuto

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Regresó a casa, pero no dijo a Sue coquién había concertado una cita para edía siguiente.

Al día siguiente Chris esperó a quSue llevara a Tracey al colegioEntonces volvió a su dormitorio. S

quitó los vaqueros y el jersey y losustituyó por el traje que había llevadel día de su boda, una camisa colo

crema que solo se ponía los domingopara ir a la iglesia y una corbata que ssuegra le había regalado por Navidaduna prenda que no había pensado utiliza

amás. Después sacó brillo a los zapatohasta que incluso su antiguo sargentnstructor habría reconocido que estaba

aceptables. Se miró en el espejo con l

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esperanza de tener el aspecto dedirector en potencia de una nuevempresa. Dejó al perro en el jardí

rasero y se dirigió hacia la ciudad.Chris llegó con un cuarto de hora d

adelanto a su cita con un tal seño

Tremaine, el director de créditos de lcompañía Britannia Finance. Lpidieron que tomara asiento en la sal

de espera. Chris cogió un ejemplar deFinancial Times por primera vez en svida. No encontró las páginadeportivas. Quince minutos después, un

secretaria le condujo hasta el despachdel señor Tremaine.

El ejecutivo escuchó co

benevolencia la ambiciosa propuesta d

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Chris y después preguntó, tal comhabían hecho los dos directores dbanco:

 —¿Qué aval puede ofrecernos? —Ninguno —contestó Chris si

picardía— aparte del hecho de que m

esposa y yo trabajaremos todas las horaque estemos despiertos y que ellconoce el negocio.

Chris esperó a escuchar lanumerosas razones por las que Britannino podía aceptar su petición.

En cambio, el señor Tremain

preguntó: —Como su esposa constituye l

mitad de nuestra inversión, ¿qué opin

de todo esto?

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 —Ni siquiera lo he hablado con ellodavía —contestó Chris.

 —En tal caso, le aconsejo que l

haga —dijo el señor Tremaine—, deprisa, porque antes de pensar envertir en los señores Haskin

endremos que entrevistarnos con lseñora Haskins para averiguar si es lmitad de buena de lo que usted afirma.

Chris dio la noticia a su mujeaquella noche, durante la cena. Sue squedó sin habla. Un problema con el quChris no se había encontrado en e

pasado.Una vez que el señor Tremain

conoció a la señora Haskins, fue sol

cuestión de rellenar innumerable

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mpresos antes de que Britannia Finances concediera un préstamo de cinco miibras. Un mes después, los señore

Haskins dejaron las tres habitaciones dJubilee Road para mudarse a un local dpescado frito con patatas fritas en Beac

Street.

Nudo

hris y Sue dedicaron su primedomingo a borrar el apellid

PARSONS de la fachada de la tienda,

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a pintar encima: HASKINS: nuevdirección. Sue empezó a enseñar a Chria preparación de los ingrediente

esenciales de la mezcla para rebozar. Sfuera tan sencillo, le recordó, no habrícola delante de una tienda, mientras s

rival, unos pocos metros más allá, nenía ni un cliente. Pasaron alguna

semanas antes de que Chris pudier

garantizar que sus patatas fritas siemprestaban crujientes pero no duras o, peoaún, aceitosas. Mientras él envolvía epescado y entregaba los sobrecitos co

a sal y el vinagre, Sue, sentada delantde la caja registradora, cobraba. Por lnoche Sue siempre ponía los libros d

contabilidad al día, pero no subía

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reunirse con Chris en su pequeño pisndependiente hasta que la tiend

quedaba inmaculada y podía verse l

cara en la superficie del mostrador.Siempre era la última en terminar

pero Chris era el primero que s

evantaba por las mañanas. Estaba epie a las cuatro de la madrugada, sponía un viejo chándal y se dirigía haci

os muelles con Cabo. Volvía un par dhoras más tarde, tras haber seleccionadas mejores piezas de bacalao, merluza

raya y platija momentos después de qu

os barcos pesqueros hubieran atracadcon su captura matutina.

Aunque Cleethorpes contaba co

varios locales de pescado frito co

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patatas fritas, pronto empezaron formarse colas delante de Haskins, veces incluso antes de que Sue hubier

dado la vuelta al letrero de «cerradopara dejar entrar al primer cliente de lmañana. La cola nunca menguaba entr

as once de la mañana y las tres de larde, ni desde las cinco de la tard

hasta las nueve de la noche, cuando po

fin daban de nuevo la vuelta al letreropero no antes de servir al último clienteAl final de su primer año lo

Haskins habían obtenido unos beneficio

superiores a novecientas libras. Amedida que las colas se alargabandisminuía la deuda con Britanni

Finance, de tal manera que pudiero

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devolver el total del préstamo, con lodebidos intereses, ocho meses antes dque finalizara el plazo de cinco años.

Durante la siguiente década, lreputación de los Haskins creció tanten tierra como en mar, con el resultad

de que Chris fue invitado a ingresar eel Rotary Club de Cleethorpes y Sue sconvirtió en vicepresidenta de la Unió

de Madres.Con ocasión de su vigésimaniversario de boda Sue y Chrivolvieron a Portugal para disfrutar d

una segunda luna de miel. Se alojaron eun hotel de cuatro estrellas durantquince días, y esta vez no regresaron

casa antes de lo previsto. Los señore

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Haskins volvieron a Albufeira cadverano durante los siguientes diez añosGentes de costumbres.

Tracey salió del instituto dCleethorpes para matricularse en lUniversidad de Bristol, donde estudi

dirección de empresas. La única tristezen la vida de los Haskins fue la muertde Cabo. Pero ya tenía catorce años.

Chris estaba tomando una copa coalgunos compañeros del Rotary, cuandDave Quenton, el director de la oficinpostal más prestigiosa de la ciudad, l

dijo que iba a trasladarse al Distrito dos Lagos y que pensaba vender s

negocio.

Esta vez, Chris sí habló de su últim

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propuesta a su esposa. Sue se quedsorprendida de nuevo y, cuando srecuperó, necesitó formular varia

preguntas antes de acceder a visitar posegunda vez Britannia Finance.

 —¿Cuánto tienen depositado en e

Midland Bank? —inquirió el señoTremaine, recién ascendido a directode créditos.

Sue consultó su libro mayor. —Treinta y siete mil cuatrocientaocho libras —contestó.

 —¿Y en cuánto valoran la tienda d

pescado frito con patatas fritas? —fue lsiguiente pregunta.

 —Tendremos en consideració

ofertas superiores a cien mil libras —

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dijo Sue con firmeza. —¿Y en cuánto está valorada l

oficina de Correos, teniendo en cuent

que se halla en un lugar privilegiado? —El señor Quenton dice qu

Correos aspira a conseguir doscienta

setenta mil libras, pero asegura que ldejarían por un cuarto de millón sencuentran un candidato adecuado.

 —Por lo tanto, necesitarán ustedealgo más de cien mil libras —calculó eanalista sin necesidad de consultar eibro mayor. Hizo una pausa—. ¿Cuá

fue la facturación de la oficina dCorreos el año pasado?

 —Doscientas treinta mil libras —

contestó Sue.

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 —¿Beneficios?Una vez más, Sue tuvo que consulta

sus cifras.

 —Veintiséis mil cuatrocientas, pereso no incluye la ventaja adicional dcontar con un espacio habitable amplio

con contribuciones municipales mpuestos cubiertos en la declaración d

renta anual. —Hizo una pausa—. Y est

vez, seríamos propietarios del inmueble —Si nuestros contables confirmaesas cifras —dijo el señor Tremaine— ustedes consiguen vender la tienda d

pescado frito con patatas fritas por unacien mil libras, no cabe duda de quparece una inversión segura. Pero… —

Los dos clientes en potencia le miraro

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con aprensión—. Y siempre hay un percuando se trata de prestar dinero. Epréstamo estaría sujeto a que la oficin

de Correos mantuviera su categoría ALa propiedad en la zona se cotiza en lactualidad a unas veinte mil libras, d

manera que el valor real de la oficinpostal es el de un negocio, y solo si, lrepito, conserva la categoría A.

 —Ha mantenido la categoría Adesde hace treinta años —observó Chri—. ¿Por qué iba a cambiar en el futuro?

 —Si yo pudiera predecir el futuro

señor Haskins —contestó el analista—Jamás haría una mala inversión, perocomo no puedo, tengo que correr algú

riesgo de vez en cuando. Britanni

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nvierte en gente, y en ese sentidustedes no tienen nada que demostrar. —Sonrió—. Como en nuestra primer

nversión, el préstamo ha dreembolsarse en plazos trimestraledurante un período de cinco años, y e

esta ocasión, al tratarse de una cantidamportante, cobraremos cargos e

concepto de interés por la propiedad.

 —¿Qué porcentaje? —preguntChris. —El ocho y medio, co

penalizaciones adicionales si lo

aumentos no se pagan a tiempo. —Tendremos que meditar sobre s

oferta con detenimiento —dijo Sue—

Le informaremos en cuanto hayamo

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omado una decisión.El señor Tremaine reprimió un

sonrisa.

 —¿Qué es eso de la categoría A? —preguntó Sue, mientras volvían a todprisa hacia la tienda con la esperanza d

abrir a tiempo para recibir a su primecliente.

 —En la categoría A residen todo

os beneficios —explicó Chris—Cuentas de ahorro, pensiones, giropostales, impuestos de circulación hasta billetes de la lotería nacional, tod

o cual garantiza unos pingüebeneficios. Sin ellos, has de conformartcon licencias de televisión, sellos

facturas de electricidad y tal vez alguno

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ngresos adicionales si te dejagestionar una tienda al mismo tiempo. Sfuera eso lo que ofrece el seño

Quenton, sería mejor que continuáramocon la tienda de pescado frito copatatas fritas.

 —¿Existe algún peligro de perder lcategoría A? —preguntó Sue.

 —En absoluto —contestó Chris—

al menos eso me ha asegurado edirector de zona, que es miembro deRotary. Me dijo que nunca se ha habladdel asunto en la oficina central, y no t

quepa duda de que Britannia sasegurará de que es así mucho antes ddesprenderse de cien mil libras.

 —Entonces, ¿crees que deberíamo

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seguir adelante? —Con ciertas mejoras en su

condiciones —respondió Chris.

 —¿Por ejemplo? —Bien, para empezar, no me cab

duda de que el señor Tremaine aceptar

bajar hasta el ocho por ciento, ahora quos bancos de High Street han empezadambién a invertir en proyecto

empresariales, y no olvides que esta veendrá un porcentaje sobre la propiedadLos Haskins vendieron su tienda d

pescado frito con patatas fritas po

ciento doce mil libras, a las quañadieron otras treinta y ocho mil de scuenta de crédito. Britannia les concedi

un préstamo de cien mil libras al och

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por ciento. Enviaron un talón ddoscientas cincuenta mil libras a la sedcentral de Correos en Londres.

 —Ha llegado el momento dcelebrarlo —dijo Chris.

 —¿Qué propones? —preguntó Su

—. Porque no podemos gastar mádinero.

 —Iremos en coche a Ashford par

pasar el fin de semana con nuestrhija… —Hizo una pausa—. Y dregreso…

 —¿Y de regreso? —repitió Sue.

 —Nos pasaremos por la perrera dBattersea.

Un mes después, los señore

Haskins y Sellos, otro labrador, esta ve

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negro, dejaron su tienda de pescado fritcon patatas fritas de Beach Street parrasladarse a la oficina postal d

categoría A de Victoria Crescent.Chris y Sue no tardaron en volver a

mismo horario de trabajo que n

padecían desde que abrieron la tiendde pescado frito con patatas fritasDurante los siguientes cinco años s

abstuvieron de toda clase de lujosncluso se quedaron sin ir dvacaciones, si bien pensaban cofrecuencia en hacer otro viaje

Portugal, pero tendrían que aguardahasta haber finalizado todos los pagorimestrales a Britannia. Chris continu

ejerciendo sus responsabilidades en e

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Rotary Club, mientras Sue era nombradpresidenta de la Unión de Madres dCleethorpes. Tracey ascendió

directora de obras y Sellos  comía máque los tres juntos.

A los cuatro años los señore

Haskins ganaron el premio OficinPostal de Zona del Año y nueve mesedespués pagaron el último plazo

Britannia.La junta directiva de Britannia invita Chris y Sue a comer en el hotel Royapara celebrar que ya eran propietario

de la oficina postal sin deber ni upenique.

 —Aún hemos de recuperar nuestr

nversión inicial —les recordó Chris—

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Apenas doscientas cincuenta mil libras. —Si continúan a este ritmo —apunt

el presidente de Britannia—, solament

ardarán cinco años más en lograrloentonces serán propietarios de unegocio que estará valorado en u

millón. —¿Significa eso que soy millonario

—preguntó Chris.

 —No —soltó Sue—. Nuestra cuentcorriente asciende a poco más de diemil libras. Eres «diezmilero».

El presidente rio e invitó a la junta

alzar sus copas por Chris y Sue Haskins —Mis espías me han dicho, Chris —

añadió el presidente—, que segurament

serás el siguiente presidente de nuestr

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Rotary local. —Del dicho al hecho va much

recho —repuso Chris, y bajó la copa—

en todo caso, y no antes de que Suocupe el lugar que le corresponde en ecomité de zona de la Unión de Madres

o les sorprenda que acabe siendpresidenta nacional —añadió coorgullo considerable.

 —¿Qué piensan hacer ahora? —preguntó el presidente. —Ir un mes de vacaciones

Portugal —respondió Chris sin vacila

—. Después de cinco años dconformarnos con la playa dCleethorpes y un plato de pescado frit

con patatas fritas, creo que nos lo hemo

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ganado.Este también habría sido u

desenlace satisfactorio de nuestr

historia, si la burocracia no hubierntervenido de huevo; esta vez, mediant

una carta que el director financiero d

Correos dirigió a los señores HaskinsLa encontraron sobre el felpudo cuandregresaron de Albufeira.

Oficina Central de Correos

Old Street, 148 Londres EC1 V 

9HQ

Estimados señores Haskins:Correos está revaluando su

cartera de propiedades, y a este

fin vamos a introducir ciertos

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enero del año que viene.Esperamos continuar nuestra

relación con ustedes.

Atentamente,

 Director Financiero

 —¿Significa esto lo que yo creo? —preguntó Sue después de leer la cart

por segunda vez. —En resumidas cuentas, cariño —

explicó Chris—, no existe la meno

esperanza de que recuperemos nuestrnversión inicial de doscientas cincuent

mil libras, aunque siguiéramo

rabajando el resto de nuestra vida.

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 —Entonces tendremos que poner a venta la oficina postal.

 —¿Quién va a querer comprarla

ese precio —preguntó Chris—, cuanddescubra que ya no es de categoría A?

 —El hombre de Britannia no

aseguró que, en cuanto pagáramos ldeuda, valdría un millón.

 —Siempre que el negocio tuvier

una facturación de quinientas mil libra  generara unos beneficios de unaochenta mil al año —explicó Chris.

 —Deberíamos consultar a nuestr

abogado —dijo Sue.Chris accedió a regañadientes

aunque albergaba escasas dudas acerc

de la opinión de su abogado. La ley, le

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explicó este, no estaba de su parte, y poo tanto no recomendaba qu

demandaran a Correos, pues no podí

garantizar el resultado. —Tal vez obtendrían una victori

moral —afirmó—, pero eso n

mejoraría su saldo bancario.La siguiente decisión de Chris y Su

fue poner en venta la oficina de Correos

pues querían averiguar si alguien smostraba interesado. Una vez más, sdemostró que Chris tenía razón: solres parejas se molestaron en echar u

vistazo a la propiedad, y ningunregresó cuando descubrieron que ya nera de categoría A.

 —Yo diría —comentó Sue— que lo

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erifaltes de la sede central sabían mubien que iban a rebajarnos de categorímucho antes de embolsarse nuestr

dinero, pero les convenía callarlo. —Es posible que tengas razón —

dijo Chris—, pero puedes estar segur

de una cosa: no pusieron nada poescrito en su momento, de modo qununca podremos demostrarlo.

 —Tampoco nosotros pusimos nadpor escrito. —¿Qué estás insinuando, cariño? —¿Cuánto nos han robado? —

preguntó Sue. —Bien, si te refieres a nuestr

nversión inicial…

 —Los ahorros de toda la vida, hast

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el último penique que hemos ganaddurante los últimos treinta años, por nhablar de nuestra pensión.

Chris guardó silencio y levantó lcabeza, mientras echaba cuentas.

 —Sin incluir los beneficios qu

esperábamos en cuanto hubiéramorecuperado el capital…

 —Sí, solo lo que nos han robado —

repitió Sue. —Algo más de doscientas cincuentmil libras, sin contar los intereses —dijo Chris.

 —¿Y no hay la menor esperanza dque recuperemos algo de nuestrnversión inicial, ni aunque trabajáramo

el resto de nuestra vida?

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 —Podríamos resumirlo así, cariño. —En tal caso, mi intención e

ubilarme el 1 de enero.

 —¿Y de qué esperas vivir el restde tu vida? —inquirió Chris.

 —De nuestra inversión inicial.

 —¿Cómo pretendes conseguirlo? —Aprovechando nuestra intachabl

reputación.

Desenlace

hris y Sue se despertaron temprano a l

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C

mañana siguiente. Al fin y al cabotenían mucho trabajo que hacedurante los tres meses siguientes s

esperaban acumular el capital suficientpara jubilarse el 1 de enero. Suadvirtió a Chris de que sería

necesarios meticulosos preparativos squerían que su plan se viera coronadpor el éxito. Él se mostró de acuerdo

Ambos sabían que no podían correr eriesgo de apretar el botón hasta esegundo viernes de noviembre, cuanddispondrían de seis semanas de plaz

para llevar a cabo sus propósitoexpresión de Chris) antes de que «es

gente de Londres» descubriera su

ntenciones. Pero eso no significaba qu

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no les aguardara un montón dpreparativos en el ínterin. Para empezarenían que planear su huida, inclus

antes de que se dispusieran a recuperael dinero robado. Ninguno de los doconsideraba robo aquello en lo qu

estaban a punto de embarcarse.Sue desdobló un mapa de Europa

o extendió sobre el mostrador de l

oficina postal. Analizaron las diversaopciones durante varios días y por fin sdecantaron por Portugal, que amboconsideraban ideal para su jubilació

anticipada. Durante sus numerosavisitas al Algarve siempre habíaregresado a Albufeira, la ciudad en l

que habían pasado su luna de mie

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abreviada y a la que habían vuelto en sdécimo, vigésimo y muchos máaniversarios de boda. Incluso se había

prometido que allí se retirarían sganaban la lotería.

Al día siguiente Sue compró un

cinta de Portugués para principiantesque oían cada mañana antes ddesayunar; luego, por la noche

dedicaban una hora a examinar lo quhabían aprendido. Les complació ecomprobar que, a lo largo de los añoshabían llegado a conocer el idioma má

de lo que sospechaban. Aunque no lhablaban con fluidez, tampoco eraprincipiantes. Ambos saltaron al poc

iempo a las cintas avanzadas.

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 —No podremos utilizar nuestropasaportes —indicó Chris a su esposamientras se afeitaba una mañana—

Hemos de pensar en un cambio ddentidad; de lo contrario, la

autoridades caerían sobre nosotros en u

abrir y cerrar de ojos. —Ya he pensado en eso —afirm

Sue—, y deberíamos aprovechar l

ventaja de trabajar en nuestra propioficina postal.Chris interrumpió su afeitado y s

volvió para escuchar a su mujer.

 —No olvides que ya hemoproporcionado todos los impresonecesarios a los clientes que desea

obtener pasaportes.

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Chris no la interrumpió mientras Suexplicaba cómo planeaba abandonar epaís bajo nombre falso.

Chris lanzó una risita. —Me dejaré barba —dijo, y guard

a navaja.

A lo largo de los años Chris y Suhabían entablado amistad con clienteque compraban con regularidad en l

oficina postal. Cada uno escribió en unhoja de papel los nombres de loclientes que satisfacían los requisitopropuestos por Sue. Terminaron con un

ista de dos docenas de candidatosrece mujeres y once hombres. A parti

de aquel momento, cada vez que uno d

os confiados clientes entraba en l

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ienda, Chris o Sue iniciaba unconversación que solo tenía upropósito.

 —¿Pasará fuera la Navidad, señorBrewer?

 —No, señora Haskins. Mi hijo y s

mujer vendrán a casa en Nochebuenpara que conozcamos a nuestra nuevnieta.

 —Me alegro por usted, señorBrewer —repuso Sue—. Chris y yestamos pensando en pasar lanavidades en Estados Unidos.

 —Qué emoción —dijo la señorBrewer—. Nunca he estado en eextranjero —admitió—, y mucho meno

en América.

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La señora Brewer había pasado a lsegunda fase, pero no volvió a senterrogada hasta su siguiente visita.

A finales de septiembre otros sietnombres se habían unido al de la señorBrewer en la preselección d

candidatos: cuatro mujeres y trehombres, todos de edades comprendidaentre los cincuenta y uno y los cincuent

 siete años, que solo tenían una cosa ecomún: nunca habían viajado aextranjero.

El siguiente problema que afrontaro

os Haskins consistió en rellenasolicitudes de partidas de nacimientoEsto requería interrogatorios má

exhaustivos, y tanto Chris como Su

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desistían en cuanto algún candidatmostraba la más leve señal de recelo. Aprincipios de octubre habían reducido l

ista a cuatro clientes que, sin sospechanada, habían proporcionado su fecha ugar de nacimiento, apellido de l

madre y apellido del padre.La siguiente visita de los Haskin

fue al Boots de St. Peter s Avenue

donde se sentaron por turnos en upequeño cubículo y obtuvieron variairas de fotografías, a dos libras y medi

cada una. Después Sue rellenó lo

mpresos necesarios para solicitapasaportes, a nombre de sus cuatrdesprevenidos clientes. Escribió todo

os datos pertinentes y adjunt

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fotografías de ella y de Chris, junto coun giro postal de cuarenta y dos librasComo director de la oficina posta

Chris se sintió muy satisfecho cuandestampó su firma auténtica al pie dcada impreso rellenado por Sue.

Las cuatro solicitudes se enviaron a oficina de pasaportes de Petty France

a Londres, el lunes, jueves, viernes

sábado de la última semana de octubre.El miércoles 11 de noviembre, eprimer pasaporte llegó a VictoriCrescent, expedido a nombre del seño

Reg Appleyard. Dos días despuésapareció un segundo, para la señorAudrey Ramsbottom. Al día siguient

recibieron el de la señora Betty Brewe

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  por fin, una semana después, el deseñor Stan Gerrard.

Sue ya había

advertido a Chrisde que deberíanabandonar el país

usando un par depasaportes, de losque tendrían que deshacerse má

adelante para utilizar el segundo parpero no hasta que encontraran una casen Albufeira.

Chris y Sue continuaron practicand

su portugués siempre que estaban soloen la tienda, al tiempo que informaban os clientes de que estarían ausente

durante el período navideño porqu

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marchaban a Estados Unidos. Quienepreguntaban eran recompensados corespuestas como «una semana en Sa

Francisco, seguida de unos días eSeattle».

En la segunda semana de noviembre

odo estaba dispuesto para apretar ebotón de la Operación DevolucióDinero Garantizada.

A las nueve de la mañana de

viernes Sue efectuó su llamadelefónica semanal a la oficina centraDio su código personal antes de que lpasaran con previsión de gastos. L

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única diferencia fue que esta vez oyatir su corazón. Repitió el código ante

de informar al responsable de crédito

de la cantidad de dinero que necesitaría semana siguiente, una suma l

bastante elevada para permitirl

compensar los reintegros de las cuentade ahorros postales, pensiones y giropostales cobrados. Si bien un contabl

de la oficina central verificaba siempros libros a finales de cada mes, en lasemanas previas a Navidad se concedíun amplio margen de maniobra. En ener

se procedía a una auditoría a fondopero ni Chris ni Sue tenían la intencióde estar en enero a su disposición. Su

había presentado las cuentas cuadrada

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durante los últimos seis años y en loficina central la consideraban unadministradora modélica.

Sue tuvo que consultar los archivopara recordar la cantidad que habísolicitado el año anterior: cuarenta mi

ibras, ochocientas más de las que habínecesitado. Este año, pidió sesenta mil esperó algún comentario de

responsable de créditos, pero la voz deste no sonó ni sorprendida npreocupada. El lunes siguiente, unfurgoneta de seguridad entregó l

cantidad acordada.Durante la semana Chris y Su

atendieron todas las solicitudes de lo

clientes. Al fin y al cabo, su intenció

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nunca había sido defraudar a suclientes; aun así se encontraron con usuperávit de veintiuna mil libras a

finalizar la semana. Guardaron el dinersolo billetes usados) en la caja fuerte

por si algún meticuloso funcionario d

a oficina central decidía llevar a cabuna comprobación.

En cuanto Sue cerró la puerta de l

oficina a las seis en punto y bajó lapersianas, los dos se pusieron a hablasolo en portugués. Dedicaron el resto da tarde y parte de la noche a rellena

solicitudes de giros postales, frotaarjetas de rasca-rasca y escribi

números en los billetes de lotería

cayendo dormidos a menudo mientra

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rabajaban.Todas las mañanas, Chris s

evantaba temprano y subía a su viej

Rover, acompañado tan solo de Sellos

Se desplazaba al norte, el este, el sur el oeste: los lunes, Lincoln; los martes

Louth; los miércoles, Skegness; loueves, Hull, y los viernes, Immingham

donde cobraba varios giros postales

recogía sus ganancias del rasca-rasca os billetes de lotería, lo cual lpermitía aportar a diario ucomplemento de varias libras a su

ahorros recién recuperados.El último viernes de noviembre, l

semana dos, Sue pidió setenta mil libra

a la oficina central, de manera que e

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sábado siguiente pudieron añadir treint  dos mil libras más a sus ingresonvisibles.

El primer viernes de diciembre, Suaumentó su petición a ochenta mil libra  le sorprendió que la oficina centra

siguiera sin presentar la menor objeciónAl fin y al cabo, ¿no había sido SuHaskins administradora del año, con un

mención especial de la junta directivaUn furgón de seguridad entregó toda lcantidad el lunes por la mañana.

Otra semana de beneficios e

aumento permitió a Sue añadir treinta nueve mil libras más al bote, sin que lodemás jugadores de la mesa pidieran ve

su mano. Contaban con un superávit d

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más de cien mil libras, amontonadas epulcras pilas de billetes usados, qudescansaban sobre los cuatro pasaporte

sepultados al fondo de la caja fuerte.Chris apenas dormía por las noches

mientras continuaba firmand

nnumerables giros postales, frotandmontañas de rasca-rasca y, antes dacostarse, rellenando numerosos billete

de lotería con infinitas combinacionesDurante el día visitaba cada oficinpostal en ochenta kilómetros a lredonda para recoger sus ganancia

pero, a pesar de su dedicación, lsegunda semana de diciembre loseñores Haskins solo habían recaudad

un poco más de la mitad necesaria par

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recuperar las doscientas cincuenta miibras que habían invertido de entrada.

Sue advirtió a Chris de que debería

exponerse a más peligros si queríarecuperar toda la cantidad antes d

ochebuena.

El segundo viernes de diciembre, lsemana cuatro, Sue llamó a la oficincentral y pidió ciento quince mil libras.

 —Van a tener una Navidad ajetread—comentó una voz al otro extremo de línea.

Primer indicio de sospechas, pens

Sue, pero había preparado bien el guión —No damos abasto —repuso—

pero recuerde que Cleethorpes es l

ciudad costera con más jubilados.

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 —Cada día se aprende algo nuev—dijo la voz al otro extremo de la línea añadió—: No se preocupe, recibirá e

dinero el lunes. Siga trabajando así. —Lo haré —prometió Sue, y

envalentonada por la conversación

solicitó ciento cuarenta mil libras para semana anterior a Navidad

consciente de que cualquier cantida

superior a ciento cincuenta mil siemprnecesitaba la autorización de la oficincentral de Londres.

Cuando Sue bajó las persianas a la

seis de la tarde del día de Nochebuenaos dos estaban agotados.

Sue fue la primera en recuperarse.

 —No hay un momento que perder —

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recordó a su marido, mientras se dirigíhacia la repleta caja fuerte. Tecleó ecódigo, abrió la puerta y retiró toda l

cantidad de su cuenta corriente. Despuédepositó el dinero sobre el mostrador epulcras pilas (billetes de cincuenta

veinte, diez y cinco) y se pusieron contar el botín.

Chris comprobó la cifra final

confirmó que obraban en su podedoscientas sesenta y siete mil trescientaibras. Devolvieron diecisiete mirescientas a la caja fuerte y cerraron l

puerta. Al fin y al cabo, nunca habísido su intención obtener beneficiosEso sería robar. Sue empezó a rodea

con gomas elásticas cada millar

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mientras Chris depositaba con todcuidado los doscientos cincuenta fajoen una vieja bolsa de lona de la RAF. A

as ocho estaban preparados parmarcharse. Chris conectó la alarmasalió con sigilo por la puerta trasera

dejó la bolsa en el maletero del Roverencima de las cuatro maletas que smujer había preparado aquella mañana

Sue se subió al coche cuando Chris lpuso en marcha. —Hemos olvidado algo —dijo Su

al cerrar la puerta.

 — Sellos —dijeron al unísono.Chris apagó el motor, salió de

vehículo y volvió a la oficina d

Correos. Tecleó el código de nuevo

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desconectó la alarma y abrió la puertrasera en busca de Sellos. Lo encontr

dormido en la cocina, reacio

abandonar su cesta calentita acomodarse en el asiento trasero decoche. ¿No sabían que era Nochebuena?

Chris volvió a instalar la alarma cerró la puerta con llave por segundvez.

A las ocho y diecinueve minutos loseñores Haskins emprendieron viajhacia Ashford, en Kent. Sue explicó quenían cuatro días de tregua antes de qu

alguien reparara en su ausencia —el díde Navidad, San Esteban, domingo unes (festivo)—, hasta, en teoría, e

martes por la mañana, en cuyo moment

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estarían viendo propiedades en eAlgarve.

Apenas intercambiaron una palabr

durante el largo viaje hacia Kent, nsiquiera en portugués. Sue no podícreer que lo habían conseguido y Chri

estaba todavía más sorprendido. —Aún no hemos vencido —l

recordó Sue—, al menos hasta qu

leguemos a Albufeira, y no olvideseñor Appleyard, que ya no nolamamos como antes.

 —¿Viviendo en pecado después d

antos años, señora Brewer?Chris detuvo el coche delante de l

casa de su hija justo después d

medianoche. Tracey abrió la puerta

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saludó a su madre, mientras Chrisacaba una maleta y la bolsa de lona demaletero. Tracey nunca había visto a su

padres tan agotados y pensó que habíaenvejecido desde la última vez questuvo con ellos en verano. Tal vez s

debía al largo viaje. Les guio hasta lcocina, les invitó a sentarse y preparé. Apenas hablaron y, cuando Tracey le

envió a la cama, su padre no le permitique cargara con la vieja bolsa de lonhasta la habitación de invitados.

Sue despertaba cada vez que oía u

coche detenerse en la calle, y spreguntaba si llevaría las letramayúsculas fluorescentes de policía

Chris esperaba que en cualquie

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momento sonara el timbre de la puerta alguien subiera a la carrera por laescaleras para sacar la bolsa de lona d

debajo de la cama, detenerles conducirles a la comisaría de policímás próxima.

Después de una noche de insomnise reunieron con Tracey en la cocinpara desayunar.

 —Feliz Navidad —dijo Tracey, besó a ambos en la mejilla. Ninguno de los dos reaccionó

¿Habían olvidado que era Navidad

Ambos se mostraron avergonzadocuando vieron las dos cajas envueltaque su hija había dejado sobre la mesa

o se habían acordado de comprar

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Tracey un regalo de Navidad resolvieron darle dinero en metálicoalgo que no hacían desde que er

adolescente. Tracey confiaba en quaquel comportamiento tan peculiaobedeciera simplemente al ajetreo d

avidad y la emoción del viaje Estados Unidos.

San Esteban salió algo mejor. Sue

Chris parecían más relajados, aunque dvez en cuando se sumían en largosilencios. Después de comer Tracepropuso que salieran con Sellos a dar u

paseo por los Downs y tomar el aireDurante el largo paseo uno de los doniciaba una frase, para luego callar

Pocos minutos después, el otro l

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erminaba.El domingo por la mañana, Trace

pensó que tenían mucho mejor aspecto

ncluso hablaron de su viaje a EstadoUnidos. Sin embargo, dos cosas ldesconcertaron. Cuando vio a sus padre

bajar por la escalera con la bolsa dona, seguidos de Sellos, habría jurad

que hablaban en portugués. ¿Y por qu

se llevaban a Sellos  a Estados Unidoscuando ella se había ofrecido a cuidade él durante su ausencia?

La siguiente sorpresa llegó cuand

se marcharon hacia Heathrow despuéde desayunar. Cuando su padre guardó lbolsa de lona y la maleta en el maleter

del coche, se quedó sorprendida al ve

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otras tres maletas grandes. ¿Para quanto equipaje, si solo iban a estar do

semanas fuera?

Tracey les dijo adiós y siguió eautomóvil con la mirada desde la aceraCuando el viejo Rover llegó al final d

a calle, torció a la derecha, en lugar da la izquierda, en dirección contraria Heathrow. Algo no iba bien. Trace

restó importancia al error, consciente dque lo corregirían mucho antes de llegaa la autovía.

Una vez en la autovía, Chris y Su

siguieron los letreros que indicaban ecamino hacia Dover. Estaban cada vemás nerviosos a medida que transcurría

os minutos, conscientes de que ya n

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había vuelta atrás. Solo Sellos  parecíestar disfrutando de la aventuramientras miraba por la ventanilla traser

meneando la cola.Una vez más, el señor Appleyard

a señora Brewer repasaron su plan

Cuando llegaron al puerto, Sue bajó decoche y se puso en la cola de pasajeroque esperaban para embarcar, mientra

Chris conducía el Rover por la ramphasta el transbordador. Habían acordadno volver a reunirse hasta que atracaraen Calais y Chris hubiera bajado a

muelle.Mientras Sue se quedó al pie de l

pasarela, esperaba nerviosa en la cola a

iempo que veía el Rover avanzar poc

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a poco hacia la bodega. Su corazón saceleró cuando vio a un agente daduanas examinar el pasaporte de Chris

nvitarle a salir del coche y quedarse un lado. Tuvo que reprimir el impulsde echar a correr para escuchar l

conversación. No podía arriesgarse hacer eso, ahora que ya no estabacasados.

 —Buenos días, señor Appleyard —dijo el agente de aduanas, y después dechar un vistazo a la parte trasera devehículo añadió—: ¿Se lleva al perro d

viaje al extranjero? —Oh, sí —contestó Chris—. Nunc

viajamos sin Sellos.

El agente de aduanas examinó e

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pasaporte del señor Appleyard con mádetenimiento.

 —No tiene los documento

necesarios para llevarse el perro aextranjero.

Chris sintió las gotas de sudor, qu

resbalaban por su frente. Los papeles dSellos  seguían sujetos al pasaporte deseñor Haskins, que había dejado en l

caja fuerte de Cleethorpes. —Caramba —dijo Chris—. Me lohabré dejado en casa.

 —Mala suerte, señor. Espero que n

enga que viajar muy lejos, porque nhay otro transbordador hasta mañana esta hora.

Chris lanzó una mirada d

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desesperación a su esposa antes de subide nuevo al coche. Miró a Sellos

dormido como un tronco en el asient

rasero, ajeno al problema que estabcausando. Chris hizo girar el vehículo se reunió con Sue, que, crispada

esperaba con impaciencia saber por quno le habían dejado subir a bordo. Ecuanto Chris le hubo explicado e

problema, se limitó a decir: —No podemos correr el riesgo dvolver a Cleethorpes.

 —Estoy de acuerdo —admitió Chri

—. Tendremos que regresar a AshfordEspero que podamos encontrar algúveterinario que trabaje en día festivo.

 —Esto no entraba en nuestros plane

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—dijo Sue. —Lo sé —repuso Chris—, pero n

quiero abandonar a Sellos.

Ella asintió para indicar sconformidad.

Chris condujo el Rover hasta l

carretera principal y empezó el viaje dregreso a Ashford. Los señores Haskinlegaron justo a tiempo de comer con s

hija. Tracey se alegró de que sus padrepudieran pasar dos días más con ellapero seguía sin entender por qué nquerían dejar a Sellos con ella. Al fin

al cabo, no se marchaban para siempre.Chris y Sue pasaron otro día poc

comunicativo y otra noche más d

nsomnio en Ashford. Una bolsa de lon

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con un cuarto de millón de libras estabescondida debajo de la cama.

El lunes, un veterinario del puebl

accedió a administrar a Sellos  lanyecciones necesarias. Después sujet

un certificado al pasaporte del seño

Appleyard, pero no a tiempo de qucogieran el último transbordador.

Los Haskins no pegaron ojo el lune

por la noche y, cuando las farolas de lcalle se apagaron a la mañana siguienteambos sabían que no lograrían salirscon la suya. Prepararon un nuevo plan…

en inglés.A la mañana siguiente Chris y Sue s

despidieron de su hija después d

desayunar. Condujeron hasta el final d

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a calle y, para alivio de Tracey, giraroa la izquierda, no a la derecha, y sdirigieron hacia Cleethorpes. Cuand

dejaron atrás la salida de Heathrow, snuevo plan ya estaba en marcha.

 —En cuanto lleguemos a casa —dij

Sue—, devolveremos todo el dinero a lcaja de caudales.

 —¿Cómo explicaremos que no

hallamos en posesión de esa cantidacuando el contable de Correos lleve cabo la auditoría anual el mes quviene? —preguntó Chris.

 —Cuando vengan a ver qué queda ea caja fuerte, a menos que pidamos má

dinero, tendríamos que haberno

desprendido de casi toda esa sum

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simplemente efectuando laransacciones habituales.

 —¿Y los giros postales que hemo

hecho efectivos? —Aún queda suficiente dinero en l

caja para restituirlos —recordó Sue a s

marido. —¿Y las tarjetas de rasca-rasca

os billetes de lotería?

 —Tendremos que abonar ldiferencia de nuestro bolsillo y así no senterará nadie.

 —Estoy de acuerdo —dijo Chris

que se mostró aliviado por primera vedesde hacía días. Luego se acordó dos pasaportes.

 —Los destruiremos —afirmó Sue—

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en cuanto lleguemos a casa.Cuando los Haskins cruzaron l

frontera de Lincolnshire, habían tomad

a decisión de seguir al frente de loficina postal, pese a la pérdida dcategoría. A Sue ya se le había

ocurrido varias ideas sobre productoque podrían vender, al tiempo qusacaban el mayor partido posible de l

que quedaba de su franquicia.Una sonrisa se dibujó en los labiode Sue cuando Chris entró por fin eVictoria Crescent, sonrisa que se borr

enseguida al ver las luces azuledestellantes. Cuando el viejo Rover sdetuvo, una docena de policías lo rodeó

 —Mierda —dijo Sue.

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Un vocabulario inusitado para lpresidenta de la Unión de Madres, pensChris, pero, dadas las circunstancias

enía que darle la razón.Los señores Haskins fuero

detenidos la noche del 29 de diciembre

Les condujeron a la comisaría de policíde Cleethorpes, donde les encerraron esendas salas de interrogatorio. No hub

necesidad de recurrir al número del polbueno y el poli malo, porque amboconfesaron de inmediato. Pasaron lnoche en celdas separadas y a la mañan

siguiente se les acusó del robo ddoscientas cincuenta mil libraspropiedad de Correos, y de obtenció

fraudulenta de cuatro pasaportes.

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Se declararon culpables de ambocargos.

Sue Haskins salió de Moreton Hal

ras cumplir cuatro meses de condenaChris se reunió con ella un año después

Mientras estaba en la cárcel, Chri

urdió otro plan. Sin embargo, cuandsalió en libertad, Britannia Finance no lrespaldó; bien es verdad que el seño

Tremaine se había jubilado.Los señores Haskins vendieron spropiedad de Victoria Crescent por ciemil libras. Una semana después

subieron a su viejo Rover y sdirigieron a Dover, donde embarcaroen el transbordador tras presentar lo

pasaportes correctos. Una vez qu

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hubieron encontrado un buen local en epaseo marítimo de Albufeira, abrierouna tienda de pescado frito con patata

fritas. Los Haskins aún no eran famosoentre los nativos, pero, con los cien mingleses que visitaban cada año e

Algarve, nunca les faltaban clientes.Yo fui uno de los que hicieron un

pequeña inversión en el nuevo negocio

  me complace informar de que hrecuperado hasta el último penique, cosus intereses. Un mundo curioso. Perocomo observó el juez Gray, los señore

Haskins no eran delincuentes.Solo una nota a pie de página. Sello

murió mientras Sue y Chris estaban en l

cárcel.

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Maestro

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L

os italianos son la única raza quconozco con la habilidad de servi

sin parecer obsequiosos. Los francesederramarán alegremente salsa sobre tcorbata favorita sin el menor atisbo ddisculpa, al tiempo que te maldicen e

su lengua nativa. Los chinos no tdirigen la palabra, y a los griegos no lemporta dejarte plantado durante un

hora antes de traerte la carta. Lonorteamericanos se afanan en informartde que en realidad no son camareros

sino actores en paro, y despuéproceden a recitar los platos del dícomo si estuvieran en un casting. Es muprobable que los ingleses entable

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contigo una larga conversación y tdejen con la impresión de que deberíaestar comiendo con ellos, en lugar d

con tu acompañante, y en cuanto a loalemanes… bien, ¿cuándo fue la últimvez que comieron en un restaurant

alemán?Por lo tanto, a los italianos les toc

barrer el suelo y recoger las migas

Combinan el encanto de los irlandesecon la maestría culinaria de lofranceses y la minuciosidad de losuizos, y pese a su habilidad par

presentar facturas que nunca pareceener sentido, permitimos que nos siga

desplumando.

Esto era cierto en el caso de Mari

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Gambotti.Mario descendía de una larg

dinastía de florentinos que no sabía

cantar, pintar ni jugar a fútbol, de modque se reunió de buena gana con sucompatriotas exiliados en Londres

donde empezó como aprendiz en esector de la restauración.

Siempre que voy a comer a s

elegante y pequeño restaurante dFulham, consigue disimular sdesaprobación cuando pido sopminestrone, espaguetis a la boloñesa

una botella de chianti clásico. —Una excelente elección, maestr

—afirma sin molestarse en tomar not

de mi pedido.

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Fíjense, por favor, en «maestro»: nmilord, que sería servil, ni señor, qusería ridículo después de veinte años d

amistad, sino «maestro», un apelativparticularmente halagador, pues sé dbuena tinta (su mujer) que nunca ha leíd

ni uno solo de mis libros.Cuando me encontraba en la cárce

abierta de North Sea Camp, Mari

escribió al director para solicitarle quse le permitiera acudir un viernes prepararme la comida. La peticiódivirtió al director, el cual escribió un

respuesta oficial explicando que, casde autorizar semejante privilegio, nsolo quebrantaría varias norma

penitenciarias, sino que además l

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noticia saltaría a la primera página dos tabloides. Cuando el director m

enseñó la copia de su respuesta, m

sorprendió ver que había firmado: «Ucordial saludo, Michael».

 —¿También es usted cliente d

Mario? —pregunté. —No —contestó el director—, per

él sí ha sido cliente mío.

Mario’s se halla en la Fulham Roade Chelsea, y la popularidad derestaurante se debe en gran medida a sesposa, Teresa, que está al frente de l

cocina. Yo suelo comer allí los viernesacompañado muchas veces de mis dohijos y sus últimas novias, que cambia

más que la carta.

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Con el paso de los años me he dadcuenta de que muchos de los clientes sohabituales, de modo que es como s

odos perteneciéramos a un club selectoen el cual es casi imposible reservar unmesa a menos que seas miembro. Si

embargo, la verdadera prueba de lpopularidad de Mario’s es que erestaurante no acepta tarjetas de crédito

Se puede pagar con cheques, en efectiv a cuenta, pero no se aceptan tarjetas dcrédito está anunciado en mayúsculas apie de cada carta.

El establecimiento cierra el mes dagosto, con el fin de que la familiGambotti regrese a su Florencia natal

se reúna con los demás Gambotti.

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Mario es un italiano típico. Tiene sFerrari rojo aparcado delante derestaurante; su yate (según me asegur

mi hijo), amarrado en Montecarlo, y suhijos, Tony, Maria y Roberto, haestudiado en St. Paul’s, Cheltenham

Summer Fields, respectivamente. Al fi al cabo, es importante que se mezcle

con la clase de gente a la qu

desplumarán en el futuro. Siempre ques veo en la ópera (Verdi y Puccinnunca Wagner o Weber), están sentadoen su propio palco.

Así pues, se preguntarán: ¿cómacabó un hombre tan inteligente y astuten la cárcel? ¿Participó en alguno

disturbios tras un partido entre e

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Arsenal y la Fiorentina? ¿Rebasdemasiadas veces el límite de velocidaen ese Ferrari? ¿Olvidó pagar su

mpuestos? Nada de eso. Quebrantó uney inglesa con una acción que en lierra de sus antepasados se habrí

considerado aceptable y cotidiana.Entra en escena el señor Denni

Cartwright, que trabajaba al servicio de

Estado.El señor Cartwright era inspector dHacienda. Rara vez comía en urestaurante, y menos aún en un local ta

exclusivo como Mario’s. Siempre que sesposa Doris y él iban «a un italiano»solía ser el Pizza Express. Sin embargo

sentía un gran interés por el seño

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Gambotti y por cómo se las apañabpara mantener su estilo de vida con lcantidad que declaraba a su delegació

de Hacienda. Al fin y al cabo, erestaurante declaraba unos beneficios dan solo ciento setenta y dos mil libras

con una facturación superior a los domillones. De modo que, después de lompuestos, el señor Gambotti solo s

levaba a casa (Dennis examinó codetenimiento las cifras) poco más dcien mil libras. Con una casa eChelsea, tres hijos en colegios privado

 un Ferrari que mantener, por no habladel yate amarrado en Montecarlo, y solDios sabía qué más en Florencia, ¿cóm

se las arreglaba? El señor Cartwright

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un hombre resuelto, estaba decidido averiguarlo.

El inspector de Hacienda examin

odas las cifras de los libros de Mario uvo que admitir que cuadraban y, aú

más, que el señor Gambotti siempr

pagaba los impuestos dentro de plazoSin embargo, el señor Cartwright nalbergaba la menor duda de que el seño

Gambotti tenía que estar desviandgrandes cantidades de dinero, per¿cómo? Debía de haber pasado algo poalto. Cartwright se levantó en plen

noche y exclamó: «No se aceptaarjetas de crédito». Despertó a s

esposa.

A la mañana siguiente, el seño

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Cartwright repasó los libros: estaba eo cierto. No había entradas de tarjeta

de crédito. Todos los cheques estaba

ustificados y todas las cuentas de loclientes, cuadradas, pero, considerandque no había entradas de tarjetas d

crédito, la pequeña cantidad declaradparecía desproporcionada en relaciócon los ingresos totales.

El señor Cartwright no necesitabque sus jefes le dijeran que no se lpermitiría perder mucho tiempcomiendo en Mario’s con el fin d

resolver el misterio de cómo el señoGambotti ocultaba una cantidad ddinero tan elevada. El señor Buchanan

su supervisor, accedió de mala gana

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conceder a Dennis un adelanto ddoscientas libras para descubrir questaba sucediendo (había que justifica

cada penique), y solo después de quDennis señalara que, si podía reunipruebas suficientes para encarcelar a

señor Gambotti, muchos otrorestauradores se sentirían impulsados declarar sus verdaderos ingresos.

Para su sorpresa, el señoCartwright tardó más de un mes ereservar una mesa en Mario’s, lo qusolo consiguió después de varia

lamadas, todas hechas desde casaPidió a su esposa Doris que lacompañara, pues supuso qu

despertaría menos sospechas qu

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comiendo solo y tomando notas. Ssupervisor accedió, pero dijo a Dennique debería pagar la parte de su mujer.

 —No se me había pasado por lcabeza hacer otra cosa —asegurDennis a su supervisor.

Mientras Dennis comía sopa dudías a la toscana y gnocchi (confiab

en volver alguna otra vez a Mario’s)

siguió con la mirada al hostelero, quba de mesa en mesa, intercambiabrivialidades y satisfacía los menore

caprichos de sus clientes. Su espos

observó que estaba distraído, perdecidió abstenerse de hacecomentarios, pues su marido casi nunc

a invitaba a comer fuera, aparte del dí

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de su cumpleaños.

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El señor Cartwright se fijó en quhabía treinta y nueve mesas en erestaurante (las contó dos veces) y una

ciento veinte plazas. También observómientras tomaba café, que Mariacomodaba dos turnos en muchas de la

mesas. Le impresionó la celeridad coque los tres camareros despejaban unmesa, sustituían el mantel y los cubierto

  conseguían que, momentos despuéspareciera que nunca había sido ocupadaCuando Mario entregó la cuenta a

señor Cartwright, este pagó en metálic

e insistió en que le diera la facturaCuando salieron del restaurante, Dorise sentó al volante del coche, lo cua

permitió a Dennis anotar todas las cifra

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pertinentes en su libreta, mientraseguían frescas en su memoria.

 —Una comida excelente —coment

su mujer mientras volvían a Romford—Espero que podamos volver otro día.

 —Volveremos —prometió él— l

semana que viene, Doris. —Hizo unpausa—. Si puedo conseguir mesa.

Los señores Cartwright volvieron a

restaurante tres semanas después, estvez a cenar. Dennis se quedmpresionado al comprobar que Mari

no solo recordaba su nombre, sino qu

ncluso les daba la misma mesa. En estocasión, el señor Cartwright observque Mario atendía tres turnos: uno ante

de las representaciones teatrales (cas

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leno), el turno de noche (hasta loopes) y un tercero tras la salida deeatro (medio lleno). Los último

pedidos se tomaban a las once.El señor Cartwright calculó que cas

rescientos cincuenta clientes había

pasado por el restaurante aquella nochesi a eso se añadía la clientela dmediodía, el total superaba lo

quinientos por día. También calculó qua mitad pagaba en metálico, pero npodía demostrarlo.

La cuenta de Dennis ascendió

setenta y cinco libras (es fascinante quos restaurantes cobren más de noch

que a la hora de la comida, aun cuand

e sirvan los mismos platos). El seño

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Cartwright calculó que cada clientdebía de pagar entre veinticinco cuarenta libras, y probablemente s

quedaba corto. Así pues, en una semancualquiera, Mario debía de servir a tremil clientes como mínimo, lo cual debí

de producir unos ingresos de noventmil libras a la semana, unos cuatrmillones de libras al año, descontand

el mes de agosto.Cuando el señor Cartwright volvió su oficina a la mañana siguiente, repasuna vez más los libros del restaurante

El señor Gambotti declaraba unfacturación de dos millones cientveinte mil libras y unos beneficios, tra

descontar los gastos, de ciento setenta

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dos mil libras. ¿Qué pasaba con lootros dos millones?

El señor Cartwright seguí

desconcertado. Al acabar la jornada slevó los libros a casa, donde continu

examinando las cifras hasta bien entrad

a noche. —Eureka —exclamó justo antes d

ponerse el pijama.

Uno de los gastos no cuadraba.A la mañana siguiente concertó uncita con su supervisor.

 —Será preciso que me facilite toda

as cifras de esta semana en concreto —dijo Dennis al señor Buchanan, mientraapoyaba el índice sobre uno de lo

conceptos incluidos en la lista de gasto

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— y, más importante aún —añadió—sin que el señor Gambotti sospeche lque estoy haciendo.

El señor Buchanan le autorizó ausentarse de la oficina, siempre que nfuera para volver a comer en Mario’s.

El señor Cartwright dedicó casi todel fin de semana a perfeccionar su planconsciente de que el menor indicio de l

que estaba tramando concedería al señoGambotti tiempo suficiente para borrasus huellas.

El lunes, el señor Cartwright s

evantó temprano y fue a Fulham simolestarse en pasar por la oficinaAparcó el Skoda en una calle latera

desde la que podía ver con claridad l

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entrada de Mario’s. Sacó una libreta dun bolsillo interior de la chaqueta empezó a anotar el nombre de todos lo

proveedores que visitaban el locaaquella mañana.

La primera furgoneta que llegó

estacionó en la doble línea amarilla qucorría delante del restaurante era uconocido proveedor de hortalizas, a

que unos minutos después siguió ucarnicero. A continuación descargó smercancía una floristería de modadespués un vinatero y una pescadería

hasta que por fin apareció el vehículque el señor Cartwright había estadesperando: la furgoneta de un

avandería. El conductor descargó tre

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cajas grandes, las llevó al interior derestaurante, de donde salió cargado cootras tres, y se marchó. El seño

Cartwright no tuvo necesidad de seguir a furgoneta porque el nombre, l

dirección y el número de teléfono de l

empresa estaban pintados en ambocostados del vehículo.

El señor Cartwright volvió a l

oficina y se sentó a su escritorio justantes de mediodía. Informó de inmediata su supervisor y solicitó que ejerciersu autoridad para llevar a cabo un

nspección en la empresa de marras. Eseñor Buchanan aceptó de nuevo, peren esta ocasión recomendó cautela

Aconsejó al señor Cartwright qu

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levara a cabo una investigacióordinaria, para que la empresa no cayeren la cuenta de lo que buscaban e

realidad. —Puede que tardemos un poco má

—dijo Buchanan—, pero de esta form

endremos más probabilidades de éxitoHoy les enviaré una nota; despuéconcierte una cita cuando a ellos le

vaya bien.Dennis siguió el consejo de ssupervisor, de manera que transcurrierores semanas antes de que se personar

en las oficinas de la lavandería MarcPolo. Al llegar a las dependencias a lhora convenida dejó claro al gerente qu

a suya era una inspección ordinaria

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que nesperabadescubrir l

menor irregularidad

Dennis

 pasó el restdel dírevisando un

a una las cuentas de los clientes, persolo se detenía a tomar notas detalladacuando encontraba una entrada derestaurante de Mario. A mediodía, habí

reunido todas las pruebas qunecesitaba, pero no abandonó laoficinas de Marco Polo hasta las cinc

con el fin de no despertar sospechas

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Cuando Dennis se marchó, aseguró agerente que estaba satisfecho con suibros y que no habría más visitas d

seguimiento. Se abstuvo de decir quuno de sus principales clientes srecibiría algunas.

El señor Cartwright ya estabsentado a su escritorio a las ocho de lmañana siguiente, pues deseaba termina

su informe antes de que apareciera sefe.Cuando el señor Buchanan entró

as nueve menos cinco, Dennis saltó de

asiento con una expresión de triunfoEstaba a punto de comunicarle lnoticia, cuando el supervisor se llevó u

dedo a los labios e indicó que debí

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seguirle a su despacho. Una vez cerrada puerta, Dennis dejó el informe sobra mesa y refirió a su jefe los detalles d

a investigación. Esperó con pacienciamientras el señor Buchanan estudiabos documentos y reflexionaba sobre su

mplicaciones. Por fin levantó la vista ndicó a Dennis que ya podía hablar.

 —Esto demuestra —empezó Denni

— que cada día de los últimos docmeses el señor Gambotti ha enviaddoscientos manteles y más de quinientaservilletas a la lavandería Marco Polo

Si se fija en esta entrada en particular —añadió, al tiempo que indicaba un librmayor abierto al otro lado del escritori

—, observará que Gambotti solo declar

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ciento veinte reservas por día, para unorescientos clientes. —Dennis hizo un

pausa antes de asestar su golpe de graci

—. ¿Por qué ha de enviar cada año a lavandería más de tres mil manteles

cuarenta y cinco mil servilletas, a meno

que tenga cuarenta y cinco mil clientes—preguntó. Hizo otra pausa—. Porquestá lavando dinero —dijo Dennis, mu

complacido con su juego de palabras. —Buen trabajo, Dennis —dijo eefe del departamento—. Prepare unforme completo, y yo me ocuparé d

que acabe en la mesa de nuestrdepartamento de delitos económicos.

Por más que se esforzó, Mario n

pudo justificar los tres mil manteles

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as cuarenta y cinco mil servilletas antel señor Gerald Henderson, su cínicabogado. Este solo dio un consejo a s

cliente: —Declárese culpable e intentar

legar a un acuerdo.

El Ministerio de Hacienda logrrecuperar dos millones de libras empuestos del restaurante de Mario, y e

uez condenó a Mario Gambotti a seimeses de prisión, de los cuales solcumplió cuatro semanas. Le perdonarores meses por buen comportamiento y

como era su primer delito, durante lodos restantes se le realizaba useguimiento electrónico.

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El señor Henderson, un abogadastuto, incluso consiguió que el juicio s

celebrara la última semana de julio

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Explicó al juez que era el único períodde tiempo en que el eminente abogaddel señor Gambotti podría presentars

ante su señoría. Ambas partes fijaron lfecha del 30 de julio.

Después de pasar una semana en l

prisión de alta seguridad de Belmarshal sur de Londres, Mario fue trasladada la cárcel abierta de North Sea Camp

en Lincolnshire, donde terminó scondena. Su abogado había elegido espenitenciaría aduciendo que ermprobable que Mario se encontrara co

alguno de sus antiguos clientes en laprofundidades de Lincolnshire.

Entretanto el resto de la famili

Gambotti voló a Florencia para pasar e

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mes de agosto, pero no pudo explicadel todo a las abuelas por qué Mario nes había acompañado en aquell

ocasión.Mario salió de North Sea Camp

as nueve de la mañana del lunes 1 d

septiembre.Cuando cruzó la puerta principa

Tony lo esperaba al volante del Ferrar

Tres horas después, Mario se hallaba ea puerta de su restaurante para recibial primer cliente. Algunos habitualecomentaron que parecía habe

adelgazado, mientras otros admiraban sbronceado y buena forma física.

Seis meses después de que Mari

saliera de prisión, un subdirector recié

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nombrado decidió efectuar otrnspección en la lavandería Marco Polo

Esta vez, Dennis apareció si

anunciarse. Repasó los libros con ojexperto y descubrió que ahora Marienviaba cada día solamente cient

veinte manteles, además de trescientaservilletas, pese a que el restaurantseguía siendo tan concurrido com

antes. ¿Cómo se las estaba ingeniandesta vez?A la mañana siguiente Dennis aparc

de nuevo su Skoda en una calle qu

desembocaba en Fulham Road, desde lcual podía ver sin estorbos la entrada dMario’s. Estaba seguro de que el seño

Gambotti utilizaba ahora más de u

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servicio de lavandería, pero, para sdecepción, la única furgoneta que spresentó para entregar las mantelería

impias y recoger las sucias fue la dMarco Polo.

Cuando el señor Cartwright regres

a Romford a las ocho de aquella tardeestaba perplejo. Si se hubiera quedadhasta después de medianoche, Denni

habría visto salir a varios camareros derestaurante, cargados con voluminosabolsas de deporte de las que sobresalíaraquetas de squash. ¿Conocen a algú

camarero italiano que juegue al squash?Los empleados de Mario estaba

encantados de que sus esposas pudiera

ganarse un dinero de más lavand

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mantelerías, sobre todo porque el señoGambotti había regalado a todas unavadora de último modelo.

Reservé una mesa para comer enMario’s el viernes siguiente a mexcarcelación. Mario me esperaba en l

puerta, y me acompañó de inmediato mi mesa habitual, la del rincón junto a lventana, como si nunca me hubier

ausentado. No se molestó en darme la cartaporque su mujer salió de la cocina coun gigantesco plato de espaguetis, qu

dejó en la mesa delante de mí. Tony, ehijo de Mario, la seguía con un cuenchumeante de salsa boloñesa, y su hij

María, con un pedazo de parmesano y u

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rallador. —¿Una botella de chianti clásico

—preguntó Mario, mientras l

descorchaba—. Cortesía de la casa —añadió.

 —Gracias, Mario. Por cierto —

susurré—, el director de North SeCamp me dio recuerdos para ti.

 —Pobre Michael —dijo Mario co

un suspiro—. Qué penosa existencia¿Se imagina toda una vida comiendsalchichas grasientas, seguidas de budíde sémola? —Sonrió y me sirvió un

copa de vino—. De todos modosmaestro, se habrá sentido como en casa.

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No beban agua del grifo

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S

i quieres asesinar a alguien —dijo Karl—, mejor no hacerl

en Inglaterra. —¿Por qué no? —preguntnocentemente.

 —Porque no quedarás impune —m

advirtió mi compañero de celdamientras continuábamos paseando por epatio—. Tienes muchas má

probabilidades en Rusia. —Procuraré recordarlo —aseguré. —No lo olvides —añadió Karl—

Conocí a un compatriota tuyo que salimpune de un asesinato, pero a cambide cierto precio.

Era Asociación, esos bienvenido

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cuarenta y cinco minutos de descanso eque sacan a los presos de la celda. Spuede pasar el rato en la planta baja

que es del tamaño de una cancha dbaloncesto, charlando, jugando a

ing-pong  o viendo la televisión, o bie

salir a tomar el fresco y pasear por eperímetro del patio (del tamaño de ucampo de fútbol). Pese a estar rodead

de un muro de cemento de seis metros dalto, coronado por alambre de espino, con el cielo como único espectáculoaquel era el momento más important

del día para mí.Cuando estuve encarcelado e

Belmarsh, una prisión de alta segurida

de categoría A en el sudeste de Londres

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estaba encerrado en mi celda veintitréhoras al día (piénsenlo bien). Solo tdejan salir para ir a la cantina a busca

a comida (cinco minutos), que te tomaen tu celda. Cinco horas despuésrecoges la cena (cinco minutos más) y a

mismo tiempo te dan el desayuno del dísiguiente en una bolsa de plástico parno tener que soltarte hasta la hora de l

comida. El único otro período dibertad es Asociación, que se suspendsi la prisión anda corta de personal (lcual sucede dos veces por semana).

Yo siempre utilizaba esos cuarenta cinco minutos para caminar a buen pasopor dos motivos: en primer lugar

necesitaba el ejercicio porque en e

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exterior iba a un gimnasio cinco días a semana, y en segundo lugar, poco

presos se tomaban la molestia d

mantener mi ritmo. Karl era lexcepción.

Karl era ruso de nacimiento

procedente de la hermosa ciudad de SaPetersburgo. Era un asesino a sueldoque acababa de iniciar una condena d

veintidós años por liquidar a ucompatriota que se había convertido eun engorro para una de las mafias de spaís. Cortaba a sus víctimas e

pedacitos e introducía lo que quedaba eun incinerador. Por cierto, su tarifa (posi alguno de ustedes quiere deshacers

de alguien) era de cinco mil libras.

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Karl era grande como un oso, dmetro ochenta y cinco, con lconstitución de un levantador de pesas

Estaba cubierto de tatuajes y nuncdejaba de hablar. Teniendo en cuentodos estos factores, yo no considerab

prudente interrumpir su cháchara. Commuchos presos, Karl no hablaba de scrimen, y la regla de oro (por si algú

día acaban dentro) consiste en npreguntar jamás a un recluso la causa dsu condena, a menos que él saque colación el tema. Sin embargo, Karl m

contó una historia acerca de un inglés aque había conocido en San Petersburgode la cual afirmaba haber sido testig

cuando era chófer de un ministro de

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gobierno.Si bien Karl y yo residíamos e

bloques diferentes, nos encontrábamo

con regularidad a la hora de Asociaciónpero fueron necesarios varios paseopor el patio para que contara la histori

de Richard Barnsley.

 No beban agua del grifo.

Richard Barnsley contempló lpequeña tarjeta de plástico colocadsobre el lavabo de su cuarto de baño

o era el tipo de advertencia que unespera encontrar en un hotel de cincestrellas, a menos que esté en Sa

Petersburgo, por supuesto. Al lado de l

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nota había dos botellas de EvianCuando Dick entró en su espaciosdormitorio, encontró dos botellas más

cada lado de la cama de matrimonio, otro par sobre una mesa situada junto a ventana. La dirección del hotel n

dejaba nada al azar.Dick había ido a San Petersburg

para cerrar un trato con los rusos

Habían elegido su empresa parconstruir un gaseoducto que sextendería desde los Urales al mar Rojoun proyecto al que habían optado otra

empresas más consolidadas. La de Dichabía sido recompensada con econtrato, con casi todas la

probabilidades en contra, pero esa

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probabilidades aumentaron en cuantgarantizó a Anatol Chenkov, ministro dEnergía y amigo íntimo del presidente

dos millones de dólares al año durantel resto de su vida (las únicas divisacon las que negocian los rusos son lo

dólares y la muerte), sobre todo porquel dinero se ingresaría en una cuentbancaria numerada.

Antes de fundar su propia empresaConstrucciones Barnsley, Dick habíaprendido el oficio trabajando e

igeria para Bechtel, en Brasil par

McAlpine y en Arabia Saudí parHanover, de modo que, de paso, habíaprendido algo acerca de los sobornos

Casi todas las multinacionale

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consideran esta práctica una forma máde tributación, y cuando presentan supresupuestos siempre incluyen un

partida especial dedicada a ellos. Esecreto consiste en saber cuánto hay quofrecer al ministro y cuánto reparti

entre sus acólitos.Anatol Chenkov, nombrado po

Putin, era un negociador duro y bajo e

antiguo régimen había sido comandantdel KGB. Sin embargo, en lo tocante abrir una cuenta corriente en Suiza, eministro era un novato. Dick aprovech

esta circunstancia. Al fin y al cabChenkov nunca había viajado más allde las fronteras rusas antes de se

elegido miembro del Politburó. Dick l

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levó a pasar el fin de semana Ginebra, mientras se hallaba de visitoficial en Londres para una

conversaciones de negocios. Le abriuna cuenta numerada en Picket & Co, ea que ingresó cien mil dólares (com

capital inicial), más de lo que habíapagado a Chenkov en toda su vida. Epropósito del soborno era asegurar qu

el cordón umbilical durara los nuevmeses necesarios hasta que se firmara econtrato, un contrato que permitiría Dick jubilarse, con mucho más de do

millones al año.Dick regresó al hotel aquell

mañana después de su última entrevist

con el ministro. Se habían visto cada dí

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de la semana anterior, a veces epúblico, pero con más frecuencia eprivado. La cosa no había sido distint

cuando Chenkov viajó a Londresinguno de los dos hombres confiaba e

el otro, pero lo cierto era que Dic

nunca se sentía a gusto con alguien quaceptaba un soborno, porque siemprhay otro dispuesto a aumentar l

cantidad. No obstante, se sentía máconfiado esta vez, pues daba lmpresión de que ambos había

contratado la misma póliza d

ubilación.Dick también contribuyó

consolidar la relación con alguno

extras a los que Chenkov se acostumbr

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enseguida. Un Rolls Royce le recogísiempre en Heathrow y le conducía ahotel Savoy. Al llegar, le acompañaba

a su  suite  habitual junto al río, y cadnoche aparecían mujeres con la mismregularidad que los periódicos de l

mañana. Prefería dos de ambos, uno dcalidad y otro vulgar.

Cuando Dick salió del hotel de Sa

Petersburgo media hora después, eBMW del ministro le esperaba aparcaddelante de la puerta para llevarle aaeropuerto. Cuando subió al asient

rasero, se llevó una sorpresa al ver Chenkov. Se habían despedido despuéde la reunión de la mañana, apenas un

hora antes.

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 —¿Algún problema, Anatol? —preguntó angustiado.

 —Al contrario —contestó Chenko

—. Acabo de recibir una llamada deKremlin, pero pensé que no debíamocomentarlo por teléfono, ni siquiera e

mi despacho. El presidente visitará SaPetersburgo el 16 de mayo, y ha dejadclaro que quiere presidir la ceremoni

de la firma. —Eso significa que tenemos menode tres semanas para concluir el contrat—argüyó Dick.

 —En la reunión de esta mañana —lrecordó Chenkov— me aseguraste qusolo quedaban unos flecos pendiente

una expresión que no entendí del todo

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para acabar de redactar el contrato. —El ministro hizo una pausa y encendió eprimer cigarro de la mañana—

Teniendo eso en cuenta, querido amigoardo en deseos de volver a verte en SaPetersburgo dentro de tres semanas.

Chenkov había hablado con tondespreocupado, aunque la verdad erque los dos hombres habían tardado cas

res años en llegar a esta fase y ahorsolo faltaban tres semanas para cerrar erato por fin.

Dick no dijo nada, porque ya estab

pensando en qué debía hacer en cuantel avión aterrizara en Heathrow.

 —¿Qué será lo primero que haga

después de firmar el contrato? —

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preguntó Chenkov interrumpiendo supensamientos.

 —Presentar una oferta por lo

servicios sanitarios e higiénicos de estciudad, porque quien consiga escontrato ganará una fortuna todaví

mayor.El ministro se volvió hacia él co

brusquedad.

 —Nunca hables en público de estema —dijo con seriedad—. Es mudelicado.

Dick guardó silencio.

 —Y sigue mi consejo: no bebaagua. El año pasado, perdimos nnumerables ciudadanos que había

contraído…

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El ministro vaciló, pues no deseababundar en una historia que habíocupado las primeras planas de todo

os periódicos occidentales. —¿Cuántos son «innumerables»? —

preguntó Dick.

 —Ninguno —respondió el ministr—. Al menos ese es el dato oficiaofrecido por el Ministerio de Turism

—añadió cuando el coche se detuvo euna doble línea roja ante la entrada deaeropuerto Pulkovo 11. Se inclinó hacidelante—. Karl, lleve las maletas de

señor Barnsley al mostrador dfacturación, mientras yo espero aquí.

Dick estrechó la mano del ministr

por segunda vez aquella mañana.

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 —Gracias por todo, Anatol —dij—. Nos veremos dentro de tres semanas

 —Larga vida y felicidad, amigo mí

—repuso el ruso, mientras Dick bajabdel automóvil.

Dick se presentó en facturación un

hora antes de que partiera su avión. —Última llamada para el vuelo 90

con destino a Heathrow, Londres —

anunciaron los altavoces. —¿Hay otro vuelo a Londres ahora—preguntó Dick.

 —Sí —contestó el hombre qu

atendía detrás del mostrador—. El vuel902 se ha retrasado, pero están a puntde cerrar las puertas.

 —¿Puede colarme dentro? —

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preguntó Dick, al tiempo que deslizabun billete de mil rublos sobre emostrador.

El avión de Dick aterrizó eHeathrow tres horas y media despuésEn cuanto recuperó la maleta de la cint

ransportadora, empujó su carrito ravés de la vía «Nada que declarar»

salió al vestíbulo de llegadas.

Stan, su chófer, ya le esperaba entrun grupo de colegas, la mayoría de locuales sostenía en alto letreros conombres. En cuanto divisó a su jefe, s

abrió paso a toda prisa y le liberó depeso de la maleta y la bolsa de viaje.

 —¿A casa o al despacho? —

preguntó, mientras se dirigían hacia e

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aparcamiento de tiempo limitado.Dick consultó su reloj: poco más d

as cuatro.

 —A casa —contestó—. Trabajaré eel asiento trasero.

En cuanto el Jaguar de Dick sali

del aparcamiento para iniciar el viajhacia Virginia Water, el hombre llamó su despacho.

 —Despacho de Richard Barnsley —dijo una voz. —Hola, Jill, soy yo. He conseguid

omar un vuelo anterior y voy camino d

casa. ¿Hay algo de lo que debpreocuparme?

 —No, por aquí todo va bien —

contestó Jill—. Estamos todo

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mpacientes por saber cómo han ido lacosas en San Petersburgo.

 —No habrían podido ir mejor. E

ministro quiere que vuelva el 16 dmayo para firmar el contrato.

 —Pero si faltan menos de tre

semanas… —Lo cual quiere decir qu

endremos que darnos prisa. Convoc

una reunión de la junta directiva parprincipios de la semana que viene después conciértame una cita con SaCohen para primera hora de mañana. N

puedo permitirme ningún error a estaalturas.

 —¿Podré acompañarte a Sa

Petersburgo?

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 —Esta vez no, Jill, pero en cuanthaya firmado el contrato reserva diedías en la agenda. Te llevaré a un luga

más cálido que San Petersburgo.Dick permaneció en silencio en e

asiento trasero del coche, mientra

repasaba todo cuanto necesitabcontrolar antes de regresar a SaPetersburgo. Cuando Stan atravesó la

puertas de hierro forjado y se detuvante la mansión neogeorgiana, Dick ysabía qué debía hacer. Bajó deautomóvil de un salto y entró corriend

en la casa. Dejó que Stan cogiera lamaletas y que el ama de llaves ladeshiciera. Le sorprendió no ver a s

esposa en lo alto de la escalera

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esperando para recibirle, perenseguida cayó en la cuenta de que habícogido un vuelo anterior y Maureen n

e esperaba hasta al cabo de dos horas.Dick subió a toda prisa a s

dormitorio, se quitó la ropa y la arroj

al suelo. Entró en el cuarto de bañoabrió la ducha y dejó que los chorros dagua caliente se llevaran la mugre d

San Petersburgo y de Aeroflot.Después de vestirse con ropnformal examinó su aspecto en e

espejo. A los cincuenta y tres años, s

pelo empezaba a encaneceprematuramente y, aunque intentabponer freno a su estómago, sabía qu

debía perder unos cuantos kilos, un pa

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de agujeros del cinturón… en cuanto eacuerdo estuviera firmado y tuviera máiempo para él, se prometió.

Bajó a la cocina. Pidió a la cocinerque le preparara una ensalada y continuación entró en la sala de estar

cogió The Times y echó un vistazo a loitulares. Un nuevo líder del Partid

Conservador, un nuevo líder de lo

demócratas liberales, y ahora GordoBrown había sido elegido líder dePartido Laborista. Ninguno de loprincipales partidos se presentaría a la

siguientes elecciones con el mismdirigente al frente.

Dick alzó la vista cuando el teléfon

empezó a sonar. Se acercó al escritori

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de su mujer, descolgó el auricular y oya voz de Jill al otro lado.

 —La reunión de la junta directiva s

celebrará el próximo jueves a las diede la mañana y Sam Cohen te recibirmañana a las ocho en su despacho. —

Dick sacó una pluma del bolsillnterior de su chaqueta—. He enviado u

correo electrónico a todos los miembro

de la junta para avisarles de que es de lmáxima importancia —añadió Jill. —¿A qué hora has dicho que teng

a reunión con Sam?

 —A las ocho de la mañana en sdespacho. Tiene que estar a las diez eos tribunales con otro cliente.

 —Estupendo. —Dick abrió el cajó

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de su mujer y sacó la primera hoja dpapel que encontró. Escribió: «Samdespacho, 8,jueves reunión junta, 10»—

Buen trabajo, Jill —añadió—. Vuelve reservarme habitación en el hotel GranPalace y envía un correo electrónico a

ministro para comunicarle la hora a lque llegaré.

 —Ya lo he hecho —dijo Jill—

También te he reservado un vuelo a SaPetersburgo el viernes por la tarde. —Bien hecho. Nos vemos mañana

as diez.

Dick colgó el auricular y sencaminó hacia su estudio con unamplia sonrisa en la cara. Todo iba

salir bien.

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Cuando llegó a su escritorio, Dicpasó los datos de las citas a su agendaEstaba a punto de arrojar la hoja a l

papelera, cuando decidió mirar scontenía algo importante. Desdobló uncarta, que empezó a leer. Su sonrisa di

paso a una expresión ceñuda, muchantes de que llegara al último párrafoVolvió a leer la carta, marcada com

privada y personal.

 Apreciada señora Barnsley:

 La presente es para confirmar 

 su cita en nuestras oficinas el 

viernes 30 de abril, con el fin de

continuar la conversación sobre

el asunto que nos planteó el 

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martes pasado. Al recordar las

 graves implicaciones de su

decisión he pedido a mi socio que

nos acompañe en esta ocasión.

 Esperamos verla el próximo

día 30.

 Le saluda atentamente,

Dick descolgó al instante el teléfonde su escritorio y marcó el número dSam Cohen confiando en que todavía nse hubiera marchado del despachoCuando Sam atendió su línea privadaDick se limitó a preguntar:

 —¿Conoces a un abogado llamad

Andrew Symonds?

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 —Solo por su fama —respondiSam—. Claro que yo no estoespecializado en divorcios.

 —¿Divorcios? —repitió Dickmientras oía cómo un coche subía por ecamino de grava. Miró por la ventana

vio un Volkswagen que seguía el círcul  se detenía ante la puerta principa

Observó a su mujer mientras esta bajab

del automóvil—. Nos veremos mañana as ocho, Sam, y el contrato con lorusos no será el único tema del ordedel día.

El chófer de Dick le dejó ante laoficinas de Sam Cohen, en Lincoln’s InField, pocos minutos antes de las och

de la mañana siguiente. El abogado s

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evantó de la silla para saludar a scliente cuando entró en la habitaciónndicó una cómoda butaca al otro lad

de la mesa.Dick abrió el maletín incluso ante

de sentarse. Sacó la carta y se la pasó

Sam. El abogado la leyó despacio antede dejarla sobre el escritorio delante dél.

 —He estado pensando en eproblema toda la noche —dijo—, y hhablado con Anna Rentoul, nuestrexperta en divorcios. Me ha confirmad

que Symonds solo se ocupa de disputamatrimoniales, de modo que lamentdecir que tendré que hacerte alguna

preguntas de índole personal.

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Dick asintió en silencio. —¿Alguna vez has hablado d

divorcio con Maureen?

 —No —contestó Dick con firmez—. Discutimos de vez en cuando, per¿qué pareja con veinte años a la

espaldas no lo hace? —¿Nada más que eso? —En una ocasión amenazó co

dejarme, pero creía que eso era agupasada. —Dick hizo una pausa—. Msorprende que no haya hablado deasunto conmigo antes de consultar a u

abogado. —Suele pasar —dijo Sam—. Má

de la mitad de los maridos que recibe

una demanda de divorcio no se lo veí

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venir. —Yo pertenezco a esa categoría, n

cabe duda —admitió Dick—. ¿Qué deb

hacer? —Poco puedes hacer antes de qu

ella presente la solicitud, y no creo qu

vayas a ganar nada sacando el tema colación. Sin embargo, eso no quierdecir que no debamos prepararnos. ¿Po

qué motivos puede solicitar el divorcio —No se me ocurre ninguno. —¿Tienes algún lío? —No. Bien, sí, una aventura con m

secretaria… pero nada importante. Ellcree que va en serio, pero pienssustituirla en cuanto se haya firmado e

contrato del gaseoducto.

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 —Así pues, ¿el acuerdo siguadelante?

 —Sí, por eso necesitaba verte co

anta urgencia —contestó Dick—. He destar de vuelta en San Petersburgo el 1de mayo, cuando ambas partes firmará

el contrato. —Hizo una pausa—. Epresidente Putin asistirá a la ceremonia.

 —Felicidades —dijo Sam—

¿Cuánto te supondrá eso? —¿Por qué lo preguntas? —Porque tal vez no seas la únic

persona que desea ver el negoci

concluido. —Unos sesenta millones… —

respondió Dick con tono vacilante—…

para la empresa.

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 —¿Aún posees el cincuenta y unpor ciento de las acciones?

 —Sí, pero siempre podría ocultar…

 —Ni se te ocurra —le interrumpiSam—. No podrás ocultar nada sSymonds se ocupa del caso. Olfatear

hasta el último penique, como los cerdoque localizan trufas, y si el tribunadescubre que has intentado engañarlo, e

uez sentirá todavía más compasión pou esposa. —El abogado hizo una pausamiró a su cliente y repitió—: Ni se tocurra.

 —Entonces, ¿qué debo hacer? —Nada que despierte sospechas

Dedícate a tus asuntos como d

costumbre, como si no tuvieras ni ide

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de lo que está tramando. Entretanto yconsultaré con un asesor y así al menoestaremos mejor preparados de lo que e

señor Symonds imagina. Y una cosa má—agregó Sam, y de nuevo mirfijamente a su cliente—; basta d

actividades extramatrimoniales hastque el problema se haya solucionado. Euna orden.

Dick no perdió de vista a su esposdurante los días siguientes, pero esta ndio señales de estar tramando algo. Eodo caso, hizo gala de un interé

nusitado por el resultado del viaje San Petersburgo y, mientras cenaban eueves por la noche, le preguntó si l

unta había tomado una decisión.

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Dick no contestó de inmediatoconsciente de que no se trataba de unpropuesta espontánea, como años atrás

cuando Maureen le acompañaba ealgún viaje de negocios. Su primerreacción fue preguntarse qué estab

maquinando su esposa. —Me lo pensaré —respondió al fin

 dejó que el café se enfriara.

Dick llamó a Sam Cohen a los pocominutos de llegar a su despacho y lnformó de la conversación.

 —Symonds le habrá aconsejado qu

sea testigo de la firma del contrato —apuntó Cohen.

 —Pero ¿por qué?

 —Para que Maureen pueda declara

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que siempre ha desempeñado un papecrucial en tu éxito en los negocios, qusiempre te ha apoyado en los momento

decisivos… —Y una mierda —dijo Dick—

unca le ha interesado cómo gano e

dinero, solo cómo puede gastarlo. —… y por lo tanto tiene derecho a

cincuenta por ciento de tus bienes.

 —Pero eso podría significar más dreinta millones de libras —protestDick.

 —Es evidente que Symonds h

hecho los deberes. —Le diré que no pued

acompañarme. Que no es apropiado.

 —Lo cual permitirá al seño

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Symonds cambiar de táctica. Tpresentará como un hombre despiadadque, en cuanto triunfó, apartó a su client

de su vida; viajaba a menudo aextranjero con una secretaria que…

 —De acuerdo, de acuerdo, ya l

entiendo. Por lo tanto, dejar que macompañe a San Petersburgo puede seel mal menor.

 —Por una parte… —advirtió Sam. —Malditos abogados —dijo Dicantes de que el otro acabara la frase.

 —Es curioso que solo nos necesitéi

cuando tenéis problemas —continuSam—. Intentaremos prever su siguientmovimiento.

 —¿Cuál podría ser?

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 —En cuanto lleguéis a SaPetersburgo, querrá hacer el amor.

 —Hace años que no lo hacemos.

 —Y no porque yo no haya queridoseñoría.

 —Maldita sea —dijo Dick—. N

puedo ganar. —Sí, siempre que no sigas e

consejo de lady Longford, quien, cuand

e preguntaron si alguna vez habípensado en divorciarse de lorLongford, contestó: «En el divorcionunca; en el asesinato, con frecuencia».

Los señores Barnsley llegaron ahotel Grand Palace de San Petersburgquince días después. Un porter

depositó sus maletas en un carrito y le

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acompañó a la  suite  Tolstoi, en enoveno piso.

 —He de ir al lavabo antes de qu

reviente —dijo Dick, al tiempo quentraba en la habitación adelantando su esposa.

Mientras su marido desaparecía eel cuarto de baño, Maureen miró por lventana y admiró las cúpulas doradas d

a catedral de San Nicolás.En cuanto hubo echado el pestillo da puerta, Dick quitó el letrero de n

beban agua del grifo que había encim

del lavabo y lo escondió en el bolsillrasero de sus pantalones. A

continuación abrió las dos botellas d

Evian y las vació en la pila. Después

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as llenó con agua del grifo y ladevolvió a su sitio, en una esquina deavabo. Descorrió el pestillo y salió.

Dick empezó a deshacer su maletapero interrumpió la tarea en cuantMaureen se dirigió al cuarto de baño. E

primer lugar, sacó del bolsillo traserde su pantalón el letrero de no bebaagua del grifo, lo metió en el bolsill

ateral de la maleta y cerró lcremallera. Luego paseó la vista por lhabitación. Había una botella pequeñde Evian a cada lado de la cama y otra

dos grandes en la mesa situada junto a lventana. Cogió la botella que había en eado de su mujer y fue a la pequeñ

cocina que había al fondo de l

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habitación. Vertió el contenido en efregadero y volvió a llenarla con agudel grifo. Después la dejó en la mesill

de noche de Maureen. Acto seguidocogió las dos botellas grandes de lmesa y repitió la operación.

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Cuando su esposa salió del cuarto d

baño, Dick casi había terminado d

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deshacer la maleta. Mientras Maureecontinuaba deshaciendo la suya, Dicfue a su lado de la cama y marcó u

número que no necesitó consultarMientras esperaba a que contestaranabrió la botella de Evian de su lado

dio un sorbo. —Hola, Anatol, soy Dick Barnsley

Te informo de que acabamos d

registrarnos en el hotel Grand Palace. —Bienvenido a San Petersburgo —dijo una voz cordial—. ¿En esta ocasióe acompaña tu esposa?

 —Por supuesto —contestó Dick—, iene muchas ganas de conocerte.

 —Yo también —dijo el ministro—

Procura relajarte este fin de seman

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porque lo del lunes por la mañana yestá preparado. El presidente llegarmañana por la noche, de modo qu

estará presente en la firma del contrato. —¿A las diez en el Palacio d

nvierno?

 —A las diez —repitió Chenkov—Te recogeré en tu hotel a las nueve. Solhay media hora en coche, pero n

podemos permitirnos el menor retraso. —Te estaré esperando en evestíbulo —dijo Dick—. Hastentonces. —Colgó el teléfono y s

volvió hacia su mujer—. ¿Qué te parecsi bajamos a cenar, querida? Mañannos espera un largo día. —Adelantó e

reloj tres horas—. Así pues, tal ve

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sería prudente retirarnos pronto.Maureen dejó un camisón largo d

seda sobre su lado de la cama y sonri

para expresar su conformidad. Cuandse volvió para guardar la maleta vacíen el ropero, Dick se metió con disimul

una botella de Evian de la mesilla dnoche en el bolsillo de la chaquetaDespués bajó con su esposa al comedor

El maître les condujo hasta una mesranquila en un rincón y, en cuanto ssentaron, les entregó sendas cartasMaureen desapareció tras la gra

cubierta de piel, mientras consideraba lposibilidad de pedir el menú del día, lcual concedió a Dick tiempo suficient

para sacar del bolsillo la botella d

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Evian, abrirla y llenar el vaso de smujer.

Cuando hubieron elegido sus platos

Maureen repasó su propuesta dtinerario para los dos días siguientes.

 —Creo que deberíamos empezar po

el Hermitage —señaló—, parar a come después pasar el resto de la tarde en e

Palacio de Verano.

 —¿Y la colección de ámbar? —preguntó Dick, mientras llenaba el vasde agua de su esposa—. Pensaba que ermprescindible.

 —He programado la colección dámbar y el Museo Ruso para edomingo.

 —Lo tienes todo muy bie

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organizado —dijo Dick, mientras ucamarero depositaba un cuenco dborscht delante de su mujer.

Maureen se pasó el resto de la cenhablando a Dick de algunos de loesoros que verían en el Hermitage

Cuando él hubo firmado la cuenta, sesposa se había bebido toda la botellde agua.

Dick deslizó la botella vacía en sbolsillo. En cuanto volvieron a lhabitación, la llenó con agua del grifo a dejó en el baño.

Cuando Dick se hubo desvestido acostado, Maureen continuabestudiando su guía de la ciudad.

 —Estoy agotado —dijo él—. Deb

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de ser el cambio horario.Dio la espalda a su mujer confiand

en que no se percatara de que e

Londres apenas eran las ocho de lnoche.

Dick despertó a la mañana siguient

muy sediento. Miró la botella de Eviavacía de su lado de la cama y se acorda tiempo. Se levantó, fue a la nevera

eligió un envase de zumo de naranja. —¿Irás al gimnasio esta mañana? —preguntó a Maureen, que estaba medidespierta.

 —¿Tengo tiempo? —Claro. El Hermitage no abre hast

as diez, y uno de los motivos por lo

que siempre me hospedo aquí es qu

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ienen gimnasio. —¿Qué harás tú? —Aún tengo que hacer alguna

lamadas telefónicas, si quiero que eunes salga todo bien.

Maureen se levantó y fue al cuart

de baño, lo cual concedió a Dick eiempo suficiente para llenar el vaso d

su mujer y sustituir la botella vacía d

Evian de su lado de la cama.Cuando Maureen salió unos minutodespués, consultó su reloj antes dponerse la ropa de gimnasia.

 —Debería volver dentro de unocuarenta minutos —dijo después datarse las zapatillas.

 —No olvides llevarte un poco d

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agua —aconsejó Dick, y le dio una das botellas que había sobre la mes

situada junto a la ventana—. Puede qu

no haya en el gimnasio. —Gracias —repuso su mujer.Al ver la expresión de su cara Dic

se preguntó si se estaba comportandcon excesiva solicitud.

Mientras Maureen estaba en e

gimnasio, Dick se duchó. Cuando volvial dormitorio, se alegró de ver qubrillaba el sol. Se puso una chaqueta unos pantalones informales, pero n

antes de comprobar que el personal dehotel no había sustituido las botellas dagua mientras él se duchaba.

Pidió el desayuno para los dos, e

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cual llegó momentos después de quMaureen regresara del gimnasio con lbotella de Evian medio vacía.

 —¿Cómo ha ido? —preguntó Dick. —Regular —contestó Maureen—

Estaba un poco floja.

 —Será el jet lag —observó Dickmientras se sentaba al otro lado de lmesa.

Sirvió a su esposa un vaso de agua él tomó un zumo de naranja. Abrió uejemplar del Herald Tribune y empezó eerlo mientras su mujer se vestía

Hillary Clinton decía que no spresentaría a la presidencia, lo cuabastó para convencer a Dick de que sí l

haría, sobre todo porque lo habí

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anunciado al lado de su marido.Maureen salió del cuarto de bañ

cubierta con el albornoz del hotel. S

sentó frente a su marido y bebió agua. —Será mejor que nos llevemos un

botella de Evian al Hermitage —dijo

Dick levantó la vista del periódico—La chica del gimnasio me ha advertidde que no debemos beber agua del grif

bajo ningún concepto. —Ah, sí, tendría que habertavisado —dijo Dick, mientras Maureecogía una botella de la mesa y l

guardaba en el bolso—. Todprecaución es poca.

Dick y Maureen atravesaron la verj

del Hermitage pocos minutos antes d

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as diez y se encontraron al final de unarga cola, que avanzaba lentamente po

un sendero adoquinado expuesto al so

Maureen tomó varios sorbos de agumientras hojeaba la guía. Eran las diez cuarenta minutos cuando llegaron a l

aquilla. Una vez dentro, Maureecontinuó leyendo la guía.

 —Hagamos lo que hagamos, hemo

de ver el Niño en cuclillas de MigueÁngel, la Virgen de Rafael y la MadonnBenois de Leonardo.

Dick sonrió en señal de aprobación

pero sabía que no lograría concentrarsen los maestros.

Cuando subieron por la ampli

escalinata de mármol, pasaron ant

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varias estatuas magníficas alojadas enichos. Dick se llevó una sorpresa adescubrir lo inmenso que era e

Hermitage. Pese a haber visitado SaPetersburgo varias veces durante loúltimos tres años, solo había visto e

edificio desde el exterior. —Distribuidos en tres plantas, lo

esoros de la colección del zar Pedro s

exponen en más de doscientas salas —dijo Maureen leyendo la guía—Empecemos.

A las once y media solo habían vist

as escuelas holandesa e italiana de lprimera planta, y para entonces Maureea había terminado la botella grande d

Evian.

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Dick se ofreció a ir a comprar otraDejó a su esposa admirando El tañedode laúd de Caravaggio, entró en e

avabo más próximo y llenó la botellde Evian con agua del grifo antes dregresar con ella. Si Maureen hubier

dedicado un momento a examinar algunde los numerosos bares situados en cadplanta, habría descubierto que e

Hermitage no ofrece Evian, porque tienun contrato en exclusiva con Volvic.A las doce y media casi habían vist

as dieciséis salas consagradas a lo

artistas del Renacimiento y decidido quera hora de comer. Salieron del edificial sol de mediodía. Pasearon un rato po

a orilla del Moika y solo pararon par

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omar una fotografía de unos novios quposaban en el puente Azul, delante depalacio Marinski.

 —Una tradición local —explicMaureen, y pasó otra página de la guía.

Después de recorrer otra manzana s

detuvieron ante una pequeña pizzeríaSus cómodas mesas cuadradas coimpios manteles de cuadros rojos

blancos, además de los elegantecamareros, les animaron a entrar. —He de ir al lavabo —dij

Maureen—. Estoy un poco mareada

Debe de ser el calor —añadió—Pídeme una ensalada y un vaso de agua.

Dick sonrió, sacó la botella d

Evian del bolso de Maureen y le llenó e

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vaso. Cuando el camarero aparecióDick pidió una ensalada para su mujer raviolis y una Coca-Cola light para é

Tenía muchísima sed.Una vez que hubo comido l

ensalada, Maureen se animó un poco

ncluso empezó a contar a Dick lo qudebían ver cuando visitaran el Palacide Verano.

Durante el largo recorrido en taxhacia el norte de la ciudad continueyendo fragmentos de la guía.

 —Pedro el Grande construyó e

Palacio de Verano después de habevisitado Versalles y, a su regreso Rusia, contrató a los mejores paisajista

 a los artesanos más expertos del paí

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para reproducir la obra maestrfrancesa. Pretendía que la obrfinalizada fuera un homenaje a lo

franceses, a quienes admiraba por sequienes marcaban el estilo de todEuropa.

El taxista la interrumpió para aportacierta información.

 —Estamos pasando ante el Palaci

de Invierno recién construido, donde epresidente Putin se aloja siempre quviene a San Petersburgo. —El taxisthizo una pausa—. Como la bander

nacional está ondeando, debe dencontrarse en la ciudad.

 —Sí, ha volado desde Moscú

especialmente para verme —dijo Dick.

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El taxista lanzó una carcajada.El taxi atravesó las puertas de

Palacio de Verano media hora después

su conductor dejó a los pasajeros en uaparcamiento rebosante, atestado duristas y mercachifles que, plantado

ras sus puestos improvisados, vendíarecuerdos baratos.

 —Vamos a ver lo más importante —

propuso Maureen. —Les espero aquí —dijo el taxist—. No les cobraré de más. ¿Cuántrato? —preguntó.

 —Yo diría que un par de horas —lcontestó Dick—. No más.

 —Les espero aquí —repitió e

hombre.

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Los dos pasearon por los magníficoardines y Dick comprendió por qué l

guía les daba cinco estrellas. Mauree

seguía informándole entre sorbo y sorbde agua.

 —Los terrenos que rodean e

palacio abarcan unas cincuenthectáreas, con más de veinte fuentes otras once residencias palaciegas.

Aunque el sol ya no quemaba, ecielo continuaba despejado, y Maureeseguía tomando traguitos de agua, perosiempre que ofrecía la botella a Dick

este contestaba: «No, gracias».Cuando por fin subieron por l

escalera del palacio, encontraron otr

arga cola y Maureen admitió que s

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sentía un poco cansada.

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 —Es una pena haber viajado hastan lejos y no echar un vistazo dentro —

dijo Dick.

Su esposa accedió a regañadientes.Cuando llegaron a la taquilla, Dic

compró dos entradas y, por una pequeñ

cantidad adicional, eligió a un guía quhablaba inglés para que les acompañara

 —No me encuentro muy bien —dij

Maureen cuando entraron en edormitorio de la emperatriz Catalina. Saferró a la cama de columnas.

 —Hay que beber mucha agua en u

día tan caluroso —aconsejó el guía.Cuando llegaron al estudio del za

icolás IV, Maureen advirtió a s

marido de que se iba a desmayar. Dic

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pidió disculpas al guía, pasó un brazalrededor del hombro de su mujer y layudó a salir del palacio y caminar hast

el aparcamiento. El taxista les esperabal lado de su coche.

 —Hemos de regresar al hotel Gran

Palace de inmediato —dijo Dickmientras su mujer se desplomaba en easiento trasero como un borrach

expulsado de un  pub  un sábado por lnoche.Durante el largo trayecto de vuelta

San Petersburgo Maureen vomit

profusamente, pero el taxista no hizningún comentario, sino que mantuvuna velocidad constante por la autopista

Cuarenta minutos después, se detuv

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ante el hotel Grand Palace. Dick lentregó un fajo de billetes y pididisculpas.

 —Espero que la señora se repong—dijo el hombre.

 —Sí, yo también —repuso Dick.

Ayudó a su mujer a bajar del coche a condujo hacia el vestíbulo del hotel

que atravesaron rápidamente e

dirección a los ascensores, pues ndeseaba llamar la atención. Entraron ea habitación unos segundos después

Maureen desapareció de inmediato en e

cuarto de baño y, pese a que habícerrado la puerta, Dick oyó quvomitaba. Inspeccionó la habitación

Durante su ausencia habían sustituid

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odas las botellas de Evian. Solo smolestó en vaciar la que había en lmesilla de noche de Maureen, y volvió

lenarla con agua del grifo de la cocina.Maureen salió por fin del cuarto d

baño y se derrumbó en la cama.

 —Estoy fatal —dijo. —Quizá deberías tomar un par d

aspirinas y dormir un poco.

Maureen asintió débilmente. —¿Puedes ir a buscarlas? Están emi bolsa de aseo.

 —Por supuesto, querida.

En cuanto las localizó, llenó un vascon agua del grifo y volvió al lado de sesposa. Esta se había quitado el vestido

pero no la combinación. Dick la ayudó

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sentarse y se dio cuenta por primera vede que estaba empapada en sudorMaureen engulló las dos aspirinas con e

vaso de agua que él le ofreció. Dick lrecostó con delicadeza sobre lalmohada y corrió las cortinas. Despué

se encaminó hacia la puerta de lhabitación, la abrió y colgó del pomo ecartel de «No molesten». Lo último qu

deseaba era que apareciera una criadsolícita y descubriera a su esposa eaquel estado. En cuanto estuvo seguro dque se había dormido, bajó a cenar.

 —¿La señora le acompañará estnoche? —preguntó el maître  cuandDick se sentó.

 —Por desgracia no —contestó él—

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Sufre una leve migraña. Demasiado some temo, pero estoy seguro de que poa mañana estará bien.

 —Confiemos en que así sea, señor¿Qué le apetece esta noche?

Dick examinó la carta co

parsimonia. —Creo que de primero tomaré e

foie-gras y después un filete d

ernera… —respondió, y tras una pausañadió—: poco hecho. —Excelente elección, señor.Dick se sirvió un vaso de agua de l

botella de la mesa, lo bebió de un trag volvió a llenarlo. Comió sin prisas y

cuando regresó a la habitación poc

después de las diez, advirti

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complacido que su mujer dormíprofundamente. Cogió el vaso dMaureen, fue al cuarto de baño y l

lenó con agua del grifo. Lo dejó en sado de la cama. A continuación s

desnudó sin prisas y se acostó junto a s

esposa. Apagó la luz de la mesita dnoche y no tardó en dormirse.

Cuando Dick despertó a la mañan

siguiente, descubrió que también éestaba cubierto de sudor. Las sábanaestaban empapadas y cuando se volvió mirar a su mujer vio que sus mejilla

habían perdido el color.Se levantó, fue al cuarto de baño

omó una larga ducha. Después d

secarse se puso uno de los albornoce

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suministrados por el hotel y volvió adormitorio. Se acercó al lado de la camde su mujer y llenó una vez más el vas

vacío con agua del grifo. Estaba clarque Maureen se había despertado por lnoche, pero no le había molestado.

Descorrió las cortinas después dcomprobar que el cartel de «Nmolesten» seguía colgado del pomo d

a puerta. Volvió junto a su mujer, acercuna silla y empezó a leer el HeralTribune. Había llegado a las páginadeportivas cuando ella despertó y habl

arrastrando las palabras. —Me siento fatal —consigui

articular. Siguió una larga pausa—

¿Crees que debería verme un médico?

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 —Ya ha venido a verte, querida —dijo Dick—. Le llamé anoche. ¿No tacuerdas? Dijo que tenías fiebre y qu

debías sudar. —¿Dejó alguna pastilla? —pregunt

Maureen con tono quejumbroso.

 —No, querida. Dijo que no debíacomer nada, pero que bebieras toda eagua posible.

Acercó el vaso a sus labios y ellntentó tragar un poco. Hasta lograrticular un débil «gracias» antes dderrumbarse de nuevo en la cama.

 —No te preocupes, querida —dijDick—. Te pondrás bien, y prometo quno te abandonaré ni un momento.

Se inclinó y la besó en la frente

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Maureen se durmió de nuevo.Dick solo se apartó de su lado aque

día para asegurar a la mujer de l

impieza que su esposa no quería que lcambiaran las sábanas, para volver lenarle el vaso y, por la tarde, par

lamar al ministro. —El presidente llegó ayer —fuero

as primeras palabras de Chenkov—. S

aloja en el Palacio de Invierno, dondacabo de dejarle. Me ha comunicadque arde en deseos de conoceros a ti y u esposa.

 —Muy amable —repuso Dick—pero tengo un problema.

 —¿Un problema? —repitió e

hombre, al que no le gustaban lo

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problemas, sobre todo cuando epresidente se hallaba en la ciudad.

 —Creo que Maureen tiene fiebre

Ayer estuvimos expuestos al sol durantodo el día y no estoy seguro de que s

haya recuperado por completo par

asistir a la ceremonia de la firma, dmanera que tal vez vaya solo.

 —Lo siento —dijo Chenkov—

¿Cómo te encuentras tú? —Nunca me he sentido mejor —respondió Dick.

 —Estupendo —repuso Chenkov, a

parecer aliviado—. Te recogeré a lanueve, tal como quedamos. No quierhacer esperar al presidente.

 —Tampoco yo, Anatol —le asegur

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Dick—. Estaré en el vestíbulo muchantes de las nueve.

Alguien llamó a la puerta. Dic

colgó el teléfono al instante y corrió abrir antes de que entraran sin esperarHabía una doncella en el pasillo, al lad

de un carrito cargado de sábanasoallas, pastillas de jabón, botellas d

champú y cajas de Evian.

 —¿Quiere que haga la cama, señor—preguntó con una sonrisa. —No, gracias —contestó Dick—

Mi mujer no se encuentra bien.

Señaló el letrero de «No molesten». —¿Más agua, tal vez? —inquirió l

oven, al tiempo que le tendía un

botella grande de Evian.

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 —No —repitió Dick con firmeza, cerró la puerta.

La única otra llamada de aquell

arde fue del director del hotel. Preguntcortésmente si la señora quería ver amédico del hotel.

 —No, gracias —contestó Dick—Ha sufrido una leve insolación, pero sestá recuperando y estoy seguro de qu

por la mañana se encontrarperfectamente bien. —Llámeme si cambia de opinión —

dijo el director—. El médico s

presentará en cuestión de minutos. —Es usted muy amable —repus

Dick—, pero no será necesario —

añadió, y colgó el teléfono.

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Volvió al lado de su mujer. Estenía la piel pálida y manchada. Dick snclinó hacia ella hasta casi tocar su

abios. Aún respiraba. Fue a la neveraa abrió y sacó todas las botellas d

Evian que aún estaban por abrir. Dej

dos en el cuarto de baño y una a cadado de la cama. Antes de desvestirs

sacó de la maleta el letrero de no beba

agua del grifo y lo colocó sobre eavabo.El coche de Chenkov frenó ante e

hotel Grand Palace minutos antes de la

nueve de la mañana. Karl bajó parabrir al ministro la puerta de atrás.

Chenkov subió a buen paso por l

escalera y entró en el vestíbulo

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convencido de que encontraría a Dicesperándole. Miró a derecha zquierda, pero no vio a su soci

comercial. Se dirigió al mostrador drecepción y preguntó si el señoBarnsley le había dejado un mensaje.

 —No, señor ministro —respondió econserje—. ¿Quiere que llame a shabitación? —El ministro asintió con u

movimiento brusco de la cabezaEsperaron un momento—. Nadicontesta al teléfono, señor ministro. Eposible que el señor Barnsley est

bajando.Chenkov asintió de nuevo y empez

a pasear de un lado a otro del vestíbulo

sin dejar de mirar hacia el ascensor

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consultar el reloj. A las nueve y diez spuso todavía más nervioso, pues nquería hacer esperar al presidente

Volvió al mostrador de recepción. —Pruebe otra vez —pidió.El conserje marcó de inmediato e

número de la habitación del señoBarnsley, pero solo pudo informar dque seguía sin contestar.

 —Vaya a buscar al director —exclamó el ministro.El conserje asintió, volvió

descolgar el auricular y marcó un sol

número. Unos minutos después, uhombre alto, vestido con un elegantraje oscuro, se presentó ante Chenkov.

 —¿En qué puedo ayudarle, seño

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ministro? —preguntó. —He de subir a la habitación de

señor Barnsley.

 —Por supuesto, señor ministroHaga el favor de seguirme.

Cuando los tres hombres llegaron

a novena planta, se encaminaron simás dilación hacia la  suite  Tolstodonde encontraron el letrero de «N

molesten» colgado del pomo de lpuerta. El ministro llamó con lonudillos, pero no obtuvo respuesta.

 —Abran la puerta —ordenó.

El conserje obedeció sin titubear.El ministro entró como un rayo en l

habitación, seguido por el director y e

conserje. Chenkov se detuvo en seco a

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ver los dos cuerpos inmóviles en lcama. No hizo falta indicar al conserjque llamara al médico.

Por desgracia, el médico ya se habíocupado de tres casos similares durantel mes anterior, pero con una diferencia

odos eran ciudadanos de SaPetersburgo. Examinó a los dopacientes durante un rato antes de emiti

su diagnóstico. —La enfermedad de Siberia —confirmó casi en un susurro. Hizo unpausa y miró al ministro—. No cab

duda de que la señora murió durante lnoche —añadió—, en tanto que ecaballero ha fallecido en el transcurs

de la última hora.

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El ministro no dijo nada. —Mi conclusión inicial —continu

el médico— es que la mujer contrajo l

enfermedad bebiendo mucha agua degrifo. —Hizo una pausa y miró el cuerpsin vida de Richard—. En cuanto a

marido, debió de contagiarse de sesposa, probablemente durante la nocheSuele ocurrir entre matrimonios —

añadió—. Como muchos de nuestrocompatriotas, no debía de saber… —vaciló antes de pronunciar la palabrdelante del ministro— que Siberius e

una de las raras enfermedades que nsolo son infecciosas, sino tambiéespantosamente contagiosas.

 —Pero yo le llamé anoche —aduj

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el director del hotel—, le pregunté squería ver al médico y dijo que no ernecesario, que su esposa iba a poners

bien y que confiaba en que estuvierrecuperada del todo por la mañana.

 —Qué pena —dijo el médico—

Ojalá hubiera aceptado el ofrecimientoHabría sido demasiado tarde para hacenada por su mujer, pero tal vez habrí

conseguido salvarle a él.

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No es posible que ya 

estemos en octubre

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atrick O’Flynn se hallaba delante dH. Samuel, la joyería, con un ladrill

en la mano derecha. Tenía la vistclavada en el escaparate. Sonrióevantó el brazo y lanzó el ladrill

contra el cristal, que se resquebraj

formando una tela de araña, pero siguien su sitio. Al instante se disparó unalarma, que en el silencio de una noch

despejada de octubre se oyó a ukilómetro de distancia. Lo mámportante para Pat era que la alarm

estaba conectada con la comisaría dpolicía.Pat no se movió, mientras continuab

contemplando su obra. Solo tuvo qu

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esperar noventa segundos para oír unsirena en la lejanía. Se inclinó recuperó el ladrillo de la acera,

medida que el sonido estridente sacercaba más y más. Cuando el coche da policía llegó y se detuvo con u

chirriar de frenos junto al bordillo, Paalzó el ladrillo sobre su cabeza y snclinó hacia atrás, como un lanzador d

abalina olímpico empeñado en ganauna medalla de oro. Dos policíasaltaron del vehículo. El de mayor edahizo caso omiso de Pat, quien seguía e

aquella postura, con el brazo levantadsobre la cabeza y el ladrillo en la mano se acercó al escaparate para observa

os daños. Aunque el cristal estaba roto

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no se había movido de su sitio. Ecualquier caso, una reja de hierro dseguridad había descendido detrás de

escaparate, algo que Pat sabía muy biequé sucedería. Cuando el oficial dpolicía regresara a la comisaría, tendrí

que llamar al encargado de la joyeríasacarle de la cama y pedirle que fuera a tienda para desconectar la alarma.

El oficial se volvió hacia Pat, qucontinuaba inmóvil, con el ladrillalzado sobre la cabeza.

 —Muy bien, Pat, dámelo y entra —

dijo el oficial, al tiempo que abría lpuerta trasera del coche patrulla. Pasonrió, entregó el ladrillo al policía d

rostro lozano y dijo:

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 —Así quenecesitará estocomo prueba…

El jovenagente se quedósin habla.

 —Gracias, oficial —añadió Pacuando subió al vehículo, y sonrió aoven agente, quien se sentó al volant

—. ¿Le he contado lo que sucedicuando fui a buscar trabajo a una obrde Liverpool?

 —Muchas veces —contestó e

oficial.Se sentó al lado de Pat y cerró l

puerta.

 —¿No me pone las esposas? —

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preguntó Pat. —No quiero ir esposado contigo —

respondió el oficial—. Quier

deshacerme de ti. ¿Por qué no vuelves rlanda?

 —Un tipo de prisión muy inferior —

explicó Pat— y, en cualquier caso, nme tratan con el mismo grado de respetque usted, oficial —añadió, mientras e

coche se alejaba del bordillo regresaba a la comisaría—. ¿Pueddecirme su nombre? —preguntó apolicía joven.

 —Agente Cooper. —¿No será por casualidad parient

del inspector jefe Cooper?

 —Es mi padre.

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 —Un caballero —afirmó Pat—Hemos tomado juntos muchas tazas de t galletas. Espero que se encuentre bien

 —Se ha jubilado —explicó el agentCooper.

 —Lo siento —dijo Pat—. ¿Querr

decirle que Pat O’Flynn se ha interesadpor él? Dele recuerdos de mi parte, ambién a su querida madre.

 —Deja de cachondearte, Pat —dijel oficial—. Hace solo unas semanaque el chico salió de Peel House —añadió, mientras el coche se detenía ant

a comisaría. El oficial se apeó sostuvo la puerta abierta para que Pat lsiguiera.

 —Gracias, oficial —dijo Pat, com

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si se dirigiera al portero del Ritz.El agente joven sonrió, mientras e

oficial subía los escalones y entraba co

Pat en la comisaría. —Ah, y buenas noches, señor Bake

—dijo Pat al ver quién estaba detrás de

mostrador. —Caramba —dijo el oficial d

servicio—. No puede ser que y

estemos en octubre. —Me temo que sí, oficial —dijo Pa—. Me pregunto si mi celda habituaestará disponible. Solo me quedaré est

noche, ¿sabe usted? —Temo que no —contestó el oficia

de servicio—. Está ocupada por u

delincuente de verdad. Tendrás qu

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conformarte con la celda número dos. —Pero siempre me han dado l

celda número uno —protestó Pat.

El oficial de servicio alzó la vista enarcó una ceja.

 —No, la culpa es mía —admitió Pa

—. Tendría que haber pedido a msecretaria que me la reservara dantemano. ¿Ha de hacer una impresió

de mi tarjeta de crédito? —No, tengo todos los datos en tficha —le aseguró el oficial de servicio

 —¿Y las huellas dactilares?

 —A menos que hayas descubierto umétodo para quitarte las antiguas, creque no las necesitamos. De todo

modos, firma el pliego de cargos.

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Pat tomó el bolígrafo y firmó al picon una rúbrica.

 —Bájele a la celda número dos

agente. —Gracias, oficial —dijo Pa

mientras se lo llevaban. Se detuvo y di

media vuelta—. Me pregunto, oficial, spodría despertarme a eso de las sieteraerme una taza de té, Earl Gre

preferiblemente, y un ejemplar del IrisTimes. —Vete al cuerno, Pat —dijo e

oficial de servicio, mientras el agent

ntentaba reprimir una carcajada. —Eso me recuerda… —dijo Pat—

¿Le he contado lo que pasó aquella ve

que fui a buscar trabajo a una obra d

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Liverpool y el capataz…? —Sáquelo de mi vista, agente, si n

quiere pasar el resto del mes dedicado

controlar el tráfico.El agente agarró a Pat del codo

bajaron a toda prisa.

 —No hace falta que me acompañ—dijo Pat—. Conozco el camino.

Esta vez, el agente rio, mientra

ntroducía la llave en la cerradura de lcelda número dos. Empujó la pesadpuerta para que Pat entrara.

 —Gracias, agente Cooper —dijo Pa

—. Espero verle por la mañana. —No estaré de servicio —explic

el agente Cooper.

 —En ese caso, hasta dentro de u

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año —repuso Pat sin más explicacione—, y no olvide dar recuerdos a su padr—añadió, mientras la puerta de hierr

de diez centímetros de grosor se cerrabcon estrépito.

Pat examinó la celda durante uno

minutos: un lavabo de acero, un retrete una cama, una sábana, una manta y unalmohada. El hecho de que nada hubier

cambiado desde el año anterior lranquilizó. Se acostó en el colchón dcrin de caballo, apoyó la cabeza sobra almohada, dura como una roca,

durmió toda la noche por primera vedesde hacía semanas.

Pat despertó de un sueño profundo

as siete de la mañana siguiente, cuand

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alguien abrió la contraventana de lpuerta y dos ojos negros le miraron.

 —Buenos días, Pat —dijo una vo

cordial. —Buenos días, Wesley —repuso Pa

sin abrir los ojos—. ¿Cómo estás?

 —Bien —contestó Wesley—, persiento verte de vuelta. —Hizo una paus—. Supongo que debe de ser octubre.

 —Por supuesto —dijo Pat, y sevantó de la cama—. Es importante quenga buen aspecto para el juicio bufo d

esta mañana.

 —¿Necesitas algo en particular? —Una taza de té me vendría mu

bien, pero lo que de verdad me hac

falta es una navaja, una pastilla d

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abón, un cepillo de dientes y pastdentífrica. No he de recordarte, Wesleyque un acusado tiene derecho a pedi

estas cosas antes de aparecer ante eribunal.

 —Me encargaré de hacértelas llega

—dijo Wesley—. ¿Quieres leer mejemplar del Sun?

 —Muy amable, Wesley, pero, si e

efe de policía ha terminado con eTimes de ayer, lo preferiría.Se oyó una carcajada antillana

después la contraventana de la puerta s

cerró.Pat no tuvo que esperar mucho ante

de que una llave se introdujera en l

cerradura. La pesada puerta se abrió

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reveló el rostro sonriente de WeslePickett, provisto de una bandeja qudepositó sobre el extremo de la cama.

 —Gracias, Wesley —dijo Pamientras examinaba el cuenco dcereales, el pequeño envase de lech

descremada, las dos tostadarequemadas y el huevo pasado por agu—. Espero que Molly se haya acordad

—añadió— de que me gustan los huevopoco cocidos; dos minutos y medio. —Molly se fue el año pasado —dij

Wesley—. Creo que descubrirás que e

oficial de guardia preparó el huevanoche.

 —Cómo está el servicio —dijo Pa

—. Yo le echo la culpa a los irlandeses

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Ya no se dedican al servicio doméstic—añadió, mientras daba golpecitos eun extremo del huevo con una cuchara d

plástico—. Wesley, ¿te he hablado daquella vez que fui a buscar trabajo una obra de Liverpool y el capataz, u

maldito inglés…?Pat alzó la vista y suspiró al oír qu

a puerta se cerraba con estrépito y l

lave giraba en la cerradura. —Supongo que ya le había contada historia —murmuró para sí.

Después de terminar el desayuno s

avó los dientes con un cepillo y un tubde dentífrico todavía más pequeños quos que le habían facilitado durante s

única experiencia en un vuelo de Ae

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Lingus a Dublín. A continuación abrió egrifo del agua caliente del diminutavabo de acero. El lento chorrito tard

un rato en pasar de frío a tibio. Frotó lnfima pastilla de jabón con los dedo

hasta producir suficiente espuma par

cubrir su cara. Después tomó la navajde plástico Bic e inició el lento procesde eliminar la barba de cuatro días. Po

fin se pasó por la cara una pequeña áspera toalla verde.Pat se sentó en el extremo de l

cama y, mientras esperaba, leyó el Su

de Wesley de cabo a rabo en cuestión dcuatro minutos. Solo un artículo deeditor político, Trevor Kavanag

seguro que era irlandés, pensó Pat)

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mereció su atención. La pesada puerta sabrió de nuevo e interrumpió supensamientos.

 —Vamos, Pat —dijo el oficiaWebster—. Eres el primero de lmañana.

Pat subió con él por la escalera, y aver al oficial de servicio preguntó:

 —¿Puedo recuperar mis objetos d

valor, señor Baker? Los encontrará en lcaja fuerte. —¿Por ejemplo? —preguntó e

oficial, al tiempo que levantaba la vista

 —Mis gemelos de perlas, el reloCartier Tank y un bastón con mango dplata que lleva grabado el escudo d

armas de mi familia.

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 —Lo vendí todo anoche, Pat —dijel oficial de servicio.

 —Mejor así —repuso Pat—. A

donde voy no los necesitaré —añadió, siguió al oficial Webster hasta salir a lacera.

 —Sube delante —dijo este, mientrase sentaba al volante del coche dpolicía.

 —Pero tengo derecho a que doagentes me acompañen al juzgado —protestó Pat—. Es una norma deMinisterio del Interior.

 —Puede que sea una norma deMinisterio del Interior —replicó eoficial—, pero esta mañana vamo

cortos de personal; dos están enfermos

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otro, en un curso de formación. —¿Y si intentara escapar? —Ojalá —respondió el oficial

mientras apartaba el vehículo debordillo—, porque eso nos ahorraría odos muchos problemas.

 —¿Y si decidiera darle un puñetazo —Te lo devolvería —contest

exasperado el oficial.

 —No es usted muy amable —observó Pat. —Lo siento, Pat —repuso el oficia

—. Es que prometí a mi mujer qu

quedaría libre a las diez de la mañanpara ir de compras. —Hizo una paus—. Por lo tanto, no estará muy content

conmigo… ni contigo.

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 —Lo lamento, oficial Webster —dijo Pat—. El próximo octubre, intentaraveriguar qué turno le toca para que n

coincidamos. Tal vez quiera transmitimis disculpas a la señora Webster.

De haber sido otra persona, e

oficial Webster habría reído, pero sabíque Pat hablaba en serio.

 —¿Alguna idea de quién estará a

mando esta mañana? —preguntó Pacuando el coche se detuvo ante usemáforo.

 —Jueves —dijo el oficial. E

semáforo cambió a verde y él puso lprimera marcha—. Debe de ser Perkins

 —El concejal Arnold Perkins, de l

Orden del Imperio Británico, estupend

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—dijo Pat—. Tiene malas pulgas. Si nme impone una condena lo bastantarga, tendré que provocarle —añadió.

El coche entró en el aparcamientprivado situado en la parte trasera deuzgado de primera instancia d

Marylebone Road. Un funcionariudicial se dirigió hacia el vehículusto cuando Pat bajaba.

 —Buenos días, señor Adams —saludó Pat. —Cuando esta mañana miré la list

de acusados y vi tu nombre —dijo e

señor Adams—, deduje que era la épocdel año en que haces tú aparición anuaSígueme, Pat, y acabemos de una vez.

Pat acompañó al señor Adams

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ravés de la puerta trasera del palacio dusticia y le siguió por un largo pasill

hasta una celda de espera.

 —Gracias, señor Adams —dijo Pamientras tomaba asiento en un delgadbanco de madera anclado con cemento

una pared de la amplia sala rectangula—. Si es tan amable, le agradecería qume dejara a solas unos momentos —

añadió— para serenarme antes de qusuba el telón.El señor Adams sonrió y se dispus

a marchar.

 —Por cierto —agregó Pat, cuando eseñor Adams tocó el pomo de la puert—, ¿le he contado lo de aquella vez e

que fui a buscar trabajo a una obra d

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Liverpool y el capataz, un malditnglés, tuvo la cara de preguntarme…?

 —Lo siento, Pat, algunos tenemo

rabajo y, en cualquier caso, ya me lcontaste el octubre pasado. —Hizo unpausa—. Y, ahora que lo pienso, tambié

el octubre anterior.Pat se quedó sentado en el banco y

como no tenía nada más que leer, mir

as pintadas de la pared. «Perkins es umbécil». Compartía aquella opinión«Man U campeones». Alguien habíachado «Man U» y lo había sustituid

por «Chelsea». Pat se preguntó sdebería tachar Chelsea y escribir Corkal que ninguno de los otros dos equipo

había derrotado jamás. Como no habí

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reloj en la pared, no estaba seguro dcuánto tiempo había transcurrido cuandel señor Adams volvió por fin par

acompañarle a la sala de justiciaAdams vestía ahora una toga larga y sparecía al director del colegio dond

había estudiado Pat. —Sígueme —dijo el señor Adam

con solemnidad.

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Pat permaneció inusitadament

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callado mientras recorrían el sendero dbaldosas amarillas, como los veteranolamaban a los últimos metros antes d

legar a los escalones y la puerta traserde la sala. Acabó de pie en el banquillde los acusados, con un alguacil al lado

Pat miró a los tres magistrados quconstituían el tribunal de esa mañanaAlgo iba mal. Había esperado ver a

señor Perkins, que el año anterior estabcalvo, casi al estilo del señor PickwickAhora, de repente, parecía haberlsalido una cabellera rubia. A su derech

estaba el concejal Steadman, un liberamuy indulgente según Pat. A la izquierddel presidente se sentaba una señora d

mediana edad a la que Pat no había vist

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nunca. Sus labios delgados y los ojopequeños como los de un cerdo lhicieron abrigar la esperanza de que e

iberal acabara derrotado por dos votoa uno, sobre todo si jugaba bien sucartas. La señora Cerdita tenía toda l

pinta de apoyar la pena de muerte parquienes cometían pequeños hurtos en laiendas.

El oficial Webster ocupó ebanquillo de los testigos y presturamento.

 —¿Qué puede decirnos acerca d

este caso, oficial? —preguntó el señoPerkins una vez que el policía huburado.

 —¿Puedo consultar mis notas

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señoría? —preguntó el oficial Webstevolviéndose hacia el presidente deribunal. Este asintió y el oficial Webste

abrió su libreta—. Detuve al acusado as dos de esta madrugada, después d

que arrojara un ladrillo contra e

escaparate de la joyería H. Samuel, dMasón Street.

 —¿Le vio arrojar el ladrillo

oficial? —No —admitió Webster—, perestaba en la acera con el ladrillo en lmano cuando le detuve.

 —¿Y había logrado entrar? —preguntó Perkins.

 —No, señor, pero estaba a punto d

arrojar el ladrillo de nuevo cuando l

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arresté. —¿El mismo ladrillo? —Eso creo.

 —¿Había causado algún daño? —Había roto el cristal, pero un

reja de seguridad le había impedid

levarse nada. —¿En cuánto estaban valorados lo

artículos del escaparate? —preguntó e

señor Perkins. —No había artículos en eescaparate —respondió el oficial—porque el encargado siempre los guard

en la caja fuerte antes de marcharse poa noche.

El señor Perkins miró el pliego d

cargos con semblante perplejo.

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 —Veo que se acusa a O’Flynn dntento de robo con alunizaje.

 —En efecto, señor —confirmó e

oficial Webster, mientras devolvía libreta al bolsillo trasero de lo

pantalones.

El señor Perkins centró su atencióen Pat.

 —Veo que en el pliego de cargos s

ha declarado culpable, señor O’Flyn—dijo. —Sí, milord. —En ese caso, tendré qu

condenarle a tres meses, a menos qupueda ofrecernos alguna explicación. —Hizo una pausa y miró a Pat por encim

de sus gafas de media luna—. ¿Dese

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hacer alguna declaración? —preguntó. —Tres meses no es suficiente

milord.

 —Yo no soy lord —repuso el señoPerkins con firmeza.

 —Ah, ¿no? —dijo Pat—. Es que

como le he visto con la peluca, que eaño pasado por estas fechas no llevabahe pensado que debía de ser lord.

 —Vigile su lengua —advirtió eseñor Perkins—, no sea que aumente lpena a seis meses.

 —Eso sería más justo, milord.

 —Si eso es más justo —dijo eseñor Perkins, incapaz de contener srritación—, le condeno a seis meses

Llévense al preso.

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 —Gracias, milord —dijo Pat, añadió por lo bajo—: Hasta el año quviene.

El alguacil le condujo a toda prishasta el sótano.

 —Genial, Pat —dijo antes d

encerrarle de nuevo en la celda despera.

Pat permaneció allí mientra

rellenaban todos los impresonecesarios. Transcurrieron varias horaantes de que la puerta volviera a abrirs  lo llevaron al vehículo que esperaba

En esta ocasión no se trataba de ucoche de la policía conducido por eoficial Webster, sino de una larg

furgoneta blanca y azul, con una docen

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de minúsculos cubículos en el interiorconocida como «la caja de sudar».

 —¿Adónde me lleváis esta vez? —

preguntó Pat a un agente poccomunicativo, al que jamás había visto.

 —Lo

averiguaráscuando llegues,Paddy [1] —fue la

única respuestaque obtuvo. —¿Te he

contado lo de

aquella vez en quefui a buscar trabajo a una obra dLiverpool…?

 —No —contestó el agente—, y n

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quiero que me lo cuentes… —… y el capataz, un maldito inglés

uvo la cara de preguntarme si conocí

a diferencia entre…Empujaron a Pat al interior de

vehículo y le metieron en uno de lo

cubículos, que parecía el lavabo de uavión. Se sentó en el asiento de plásticcuando la puerta se cerró a su espalda.

Pat miró por la diminuta ventanillcuadrada y, cuando el vehículo sdesvió hacia el sur por Baker Streetcomprendió que debían de llevarle

Belmarsh. Suspiró. «Al menos tieneuna biblioteca bastante decente y puedque recupere mi antiguo trabajo en l

cocina», pensó.

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Cuando la Black Maria[2]  frenó anta entrada de la prisión, su sospecha s

confirmó. Un gran tablón verde sujeto a puerta de la cárcel anunciab

Belmarsh, y algún gracioso habísustituido bel por hell[3].

La furgoneta entró a través de lapuertas de barrotes dobles y despuécruzó otras hasta detenerse en un pati

desnudo.Sacaron a doce presos del vehículcomo si fueran ganado y los condujeroescalera arriba hasta la zona dpresentación, donde esperaron en filaPat sonrió cuando le tocó el turno y viquién estaba detrás del escritori

nscribiendo a los recién llegados.

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 —¿Qué tal va esta agradable tardeseñor Jenkins? —preguntó.

El funcionario levantó la vista.

 —No es posible que ya estemos eoctubre —dijo.

 —Desde luego que sí, señor Jenkin

—confirmó Pat—, y le ruego que aceptmi pésame por su reciente pérdida.

 —Mi reciente pérdida —repiti

Jenkins—. ¿De qué estás hablando, Pat? —Esos quince galeses quaparecieron en Dublín a principios deste año haciéndose pasar por un equip

de rugby. —No tientes a la suerte, Pat. —¿Cómo voy a hacerlo, seño

Jenkins, si confío en que me destine a m

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antigua celda?El funcionario recorrió con el ded

a lista de las celdas que había libres.

 —Me temo que no, Pat —dijo coun suspiro exagerado—. Ya estreservada. Pero te pondré con e

compañero adecuado para que pasebien tu primera noche —añadió, y svolvió hacia el guardián nocturno—

Acompaña a O’Flynn a la celda 119.El guardián nocturno parecivacilar, pero tras lanzar otra mirada aseñor Jenkins se limitó a decir:

 —Sígueme, Pat. —¿A quién ha elegido el seño

Jenkins para que sea mi compañero d

celda en esta ocasión? —preguntó Pa

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mientras el funcionario le conducía ravés del largo pasillo de ladrillo gris

hasta detenerse ante un primer conjunt

de puertas con barrotes dobles—. ¿EJack el Destripador, o Michael Jackson?

 —Pronto lo averiguarás —

respondió el guardián nocturno, mientrase abrían las segundas puertas.

 —¿Le he contado alguna vez —

preguntó Pat, mientras se dirigían a lplanta baja del bloque B— lo que mpasó cuando fui a buscar trabajo a unobra de Liverpool y el capataz, u

maldito inglés, tuvo la cara dpreguntarme si conocía la diferencientre una viga y una vigueta?

Pat esperó a que el funcionari

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contestara, cuando se detuvieron ante lcelda número 119. El guardián introdujuna enorme llave en la cerradura.

 —No, Pat, no me lo has contado —dijo, al tiempo que abría la pesadpuerta—. ¿Cuál es la diferencia entr

una viga y una vigueta? —preguntó.Pat estaba a punto de responder

pero cuando miró hacia el interior de l

celda se quedó en silencio un momento. —Buenas noches, milord —dijo posegunda vez aquel día.

El guardián no esperó a la respuesta

Cerró la puerta de golpe y giró la llaven la cerradura.

Pat pasó el resto de la noch

contándome con todo lujo de detalles l

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que había ocurrido desde las dos de lmadrugada anterior. Cuando llegó afinal de su narración, me limité

preguntar: —¿Por qué octubre? —Cuando se atrasan los relojes —

explicó Pat—, prefiero estar en chironacon tres comidas garantizadas al día una celda con calefacción. Dormir a

raso es agradable en verano, pero nanto durante el invierno inglés. —¿Qué habrías hecho si el seño

Perkins te hubiera condenado a un año

—pregunté. —Me habría comportado como u

caballero desde el primer día —

contestó Pat— y me habrían soltado a

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cabo de seis meses. En este momentpadecen un grave problema dmasificación.

 —Pero, si el señor Perkins hubiermantenido su primera pena de tremeses, te habrían liberado en enero, e

pleno invierno. —Ni hablar —dijo Pat—. Just

antes de que me tocara salir, habría

encontrado una botella de Guinness emi celda. Una falta que obliga adirector a añadir tres meses más a lcondena, con lo cual me habría quedad

cómodamente en la cárcel hasta abril.Reí. —¿Así piensas pasar el resto de t

vida? —pregunté.

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 —No hago previsiones a tan largplazo —admitió Pat—. Con seis meseengo suficiente —añadió, tras lo cua

subió a la litera de arriba y apagó la luz —Buenas noches, Pat —dije,

apoyé la cabeza sobre la almohada.

 —¿Le he contado alguna vez lo qume pasó cuando fui a buscar trabajo una obra de Liverpool? —preguntó Pat

usto cuando empezaba a dormirme. —No —contesté. —Bien, el capataz, un maldit

nglés, y le ruego que no se dé po

aludido… —agregó, y yo sonreí—, tuva cara dura de preguntarme si conocía diferencia entre una viga y un

vigueta.

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 —¿La conoces? —Por supuesto que sí. Joyc

escribió Ulises y Goethe escribi

Fausto.Patrick O’Flynn murió de hipotermi

el 23 de noviembre de 2005, mientra

dormía bajo los arcos de VictoriEmbankment, en el centro de Londres.

Su cuerpo fue descubierto por un joven agente a cien metros

escasos del hotel Savoy.

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El Rey Rojo

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M

e acusaron de un delito que nhabía cometido y me condenaro

por un crimen que no había cometido —dijo Max, tendido en la litera que habídebajo de la mía, mientras liaba otrcigarrillo.

Cuando estuve en la cárcel, oí estafirmación en diversas ocasiones, peren el caso de Max Glover resultó se

cierta.Max cumplía una pena de tres año

por obtener dinero mediante engaño. N

era lo suyo. Su especialidad era robaobjetos pequeños de casas grandes. Unvez me contó, con considerable orgullprofesional, que podían transcurrir año

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antes de que un propietario se diercuenta de que una reliquia familiar habídesaparecido, sobre todo, añadió Max

si te llevabas un objeto pequeño pervalioso de una habitación atestada.

 —Que quede claro que no me esto

quejando —continuó—, porque, si mhubieran acusado de un delito que scometí, habría acabado con una conden

mucho mayor… —hizo una pausa— nada que esperar cuando me soltaran.Max sabía que había despertado m

curiosidad y, como yo no tenía adonde i

durante las tres horas siguientes, hastque la puerta de la celda se abriera parAsociación (esos gloriosos cuarenta

cinco minutos durante los cuales s

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permite a los presos salir de la celdpara pasear por el patio), tomé mi plum le dije:

 —Muy bien, Max, soy todo oídosCuéntame qué pasó para que tcondenaran por un delito que n

cometiste.Max encendió una cerilla, la acerc

al cigarrillo y dio una profunda calad

antes de empezar. En la cárcel todacción es exagerada, puesto que no haa menor prisa. Me tendí en la litera d

arriba y esperé pacientemente.

 —¿Te dice algo el JuegKennington? —preguntó Max.

 —No —contesté, aunque supuse qu

se refería a un grupo de caballero

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montados con chaquetas rojas, una copde oporto en la mano y un látigo en lotra, rodeados de una manada d

sabuesos y empeñados en dedicar lmañana del sábado a perseguir a algúanimal peludo de cola espesa. Estab

equivocado. El Juego Kenningtonempezó a explicar Max, era un juego dajedrez.

 —Pero no uno normal —aseguró.Mi interés aumentó. Seguramente lapiezas eran obra de Lu Ping (14691540), un maestro artesano de l

dinastía Ming (1368-1644). Los treinta dos trebejos de marfil estaban talladocon exquisitez y pintados en rojo

blanco. Los detalles se hallan recogido

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con fidelidad en documentos históricossi bien nunca se ha establecido coexactitud cuántos juegos creó Lu Pin

durante su vida. —Se sabe que había tres juego

completos —continuó Max, mientras e

humo se elevaba en espiral desde litera inferior—. El primero se expon

en el salón del trono del Palacio de

Pueblo de Pekín; el segundo, en lcolección Mellon de Washington, y eercero, en el Museo Británico. Mucho

coleccionistas rastrearon el gra

erritorio chino en busca del legendaricuarto juego y, aunque todos loesfuerzos terminaron en fracaso, varia

piezas aparecieron en el mercado de ve

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en cuando.Max apagó la colilla más minúscul

que yo había visto en mi vida.

 —En aquel tiempo —continuó Ma— yo estaba llevando a cabo ciertanvestigaciones sobre los objetos má

pequeños de Kennington Hall, eYorkshire.

 —¿Cómo te las apañaste? —

pregunté. —Country Life encargó a lorKennington que escribiera un librlustrado para Navidad, en el qu

detallara los tesoros de Kennington Hal—dijo Max, mientras liaba un segundcigarrillo—. Muy amable por su part

—añadió.

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»Entre sus antepasados se hallaba ual James Kennington (entre 1552

1618), un verdadero aventurero

bucanero y fiel servidor de la reinsabel I. Él rescató el primer juego e

1588 sacándolo del  Isabella  tan sol

momentos antes de que se hundiera. Aregresar a Plymouth, tras ganar podiecisiete a cuatro en la contienda contr

os españoles, el capitán Kenningtoentregó su preciado tesoro a la reina. Asu majestad siempre le habíanteresado las cosas sólidas, sobre tod

si podía llevarlas encima (oro, plataperlas o joyas raras), y premió acapitán Kennington con el título de  sir

El juego de ajedrez no atrajo a la reina

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episodios históricos dignos de menciódurante las tranquilas vidas del tercerocuarto, quinto y sexto lord Kennington

solo podemos suponer que el juegcontinuó en su sitio y que las piezanunca se movieron sobre el tablero. E

séptimo lord Kennington sirvió comcoronel en el duodécimo batallón de loLight Dragoons en la época de Waterloo

El coronel jugaba al ajedrez de vez ecuando, de modo que desempolvaron eablero y las piezas y los trasladaron a Galería Larga.

»El octavo lord Kennington muridurante la carga de la brigada ligera; enoveno, en la guerra de los bóers, y e

décimo, en Ypres. El undécimo, u

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playboy, tuvo una existencia máplácida, pero al final, por motivopecuniarios (Kennington Hall necesitab

un nuevo tejado), se vio obligado a abrisu casa al público. Todos los fines dsemana recibían ingentes cantidades d

visitantes, a quienes por una pequeñsuma se permitía recorrer la mansiónCuando entraban en la Galería Larga, s

opaban con la obra maestra china sobrsu pedestal, rodeado de un cordón rojo.»Debido a las numerosas deudas

que las aportaciones del público n

podían sufragar, lord Kennington se viobligado a vender varias reliquiafamiliares, entre ellas el Jueg

Kennington.

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»Christie’s fijó una cifra inicial dcien mil libras por la obra maestra, perel mazo del subastador dio com

cantidad definitiva doscientas treintmil.

»La próxima vez que vayas

Washington —añadió Max entre calad  calada—, podrás ver el Jueg

Kennington original, que ahora form

parte de la colección Mellon. Este seríel final de mi historia, si el undécimord Kennington no se hubiera casad

con una bailarina de stripteas

norteamericana, quien dio a luz un hijoEste chico poseía una cualidad que einaje Kennington no conocía desd

hacía varias generaciones: cerebro.

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antigua grandeza a Kennington Hall. Npermitió bajo ningún concepto que epúblico pagara cinco libras por aparca

el coche en los jardines.»El duodécimo lord Kennington, a

gual que su padre, se casó también co

una mujer notable. Elsie Trumpshaw erhija del propietario de una fábrica dalgodón y producto de la educación de

Cheltenham Ladies’ College. Como parcualquier muchacha de Yorkshire coamor propio, para Elsie la expresión S

cuidas de los peniques, las libra

cuidarán de sí mismas era un credo, nun tópico.

»Mientras su marido estaba ausent

ganando dinero, Elsie era sin duda l

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dueña de Kennington Hall. Tras pasasus años de formación llevando lovestidos usados y los libros manoseado

de su hermana, y más tarde tomandprestado su lápiz de labios, fuera cuafuese el color, estaba muy capacitad

para ser la guardiana de una fortunfamiliar. Con habilidad consumadadiligencia y excelente administración, s

encargó del mantenimiento y lconservación de la mansión reciérestaurada. Si bien no le interesaba eajedrez, ver la vitrina vacía de l

Galería Larga provocó su irritaciónSolucionó el problema por fin mientravisitaba un mercadillo de la localidad y

al mismo tiempo, cambió la suerte d

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muchas personas, entre ellas, yo.Max apagó su segundo cigarrillo,

al ver que no liaba otro de inmediato m

quedé más tranquilo, pues nuestrpequeña celda empezaba a parecerse a estación de Paddington en la época d

as locomotoras de vapor.Una lluviosa mañana de domingo

Elsie deambulaba por un mercadillo d

Pudsey. Solo iba a dichoacontecimientos cuando llovía, pues esaseguraba pocos curiosos y lposibilidad de regatear con má

facilidad. Estaba mirando un montón dropa, cuando se topó con el tablero dajedrez. Las casillas rojas y blanca

despertaron recuerdos de una fotografí

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que había visto en un catálogo antigude Christie’s, que databa de la época eque se había vendido el juego origina

Elsie regateó un rato con el hombre quse hallaba de pie detrás de un viejJaguar y acabó pagando veintitrés libra

por el tablero de marfil.Cuando Elsie regresó a la mansión

colocó el recién adquirido tablero en l

vitrina vacía y descubrió con placer quparecía hecho a medida. La coincidencino despertó sus sospechas, hasta que sío Bertie le aconsejó que lo mandar

asar… a efectos de la compañía dseguros, dijo.

Poco convencida, pero incapaz d

decepcionar a su tío, Elsie llevó e

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ablero a Londres durante una de suvisitas mensuales a la tía Gertrude. Lady

Kennington (en Londres siempre erady Kennington) se pasó por Sotheby’

camino de Fortnum & Masón. Un joveempleado del departamento chin

preguntó si su señoría sería tan amablde volver por la tarde, momento en eque sus expertos ya habrían tasado e

ablero.Elsie regresó a Sotheby’s después dun relajado almuerzo con su tíGertrude. La recibió un tal seño

Sencill, director del departamento chinoel cual le dijo que no cabía duda de qua pieza era de la dinastía Ming.

 —¿Pueden valorarla… a efectos de

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seguro? —preguntó Elsie. —Dos mil, dos mil quinientas libras

señora —respondió el señor Sencill—

Los tableros de ajedrez Ming son mucomunes —explicó—. Son los trebejoos que escasean, y un juego entero… —

Alzó las manos y unió las palmas, comsi rezara al dios desconocido de losubastadores—. ¿Está pensando e

vender el tablero? —preguntó. —No —contestó Elsie con firmez—. Al contrario, estoy pensando ecompletarlo.

El experto sonrió. Al fin y al caboSotheby’s no es otra cosa que una casde empeños con pretensiones, en la qu

compra o vende cada generación d

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aristócratas.Al llegar a Kennington Hall, Elsi

devolvió el tablero a su lugar de hono

en el salón.Tía Gertrude puso la bola e

movimiento. El día de Navidad, regaló

su sobrina un peón blanco. Elsie coloca pieza en el tablero vacío. Parecía mu

sola.

 —Ahora, querida, a ver si completael juego en vida —retó la ancianagnorante de la cadena d

acontecimientos que iba a poner e

marcha.Lo que había empezado como u

capricho, como resultado de una visita

un mercadillo de Pudsey, se convirtió e

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una obsesión cuando Elsie empezó buscar por todo el mundo las piezas qufaltaban. El primer lord Kennington s

habría sentido orgulloso de ella.Cuando lady Kennington dio a luz

su primer hijo, Edward, su agradecid

marido le regaló una reina blanca: undama de marfil exquisitamente esculpid  adornada con un manto real mu

rabajado. Su majestad contempló codesdén al insignificante peón.La siguiente adquisición fue otr

peón blanco, comprado por tío Bertie

un anticuario de Nueva York. Estpermitió a la reina blanca reinar sobrdos súbditos.

El nacimiento de un segundo hijo

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James, fue recompensado con un alfirojo, resplandeciente con su trajceremonial y provisto de un báculo. L

reina y sus dos súbditos podían tomaahora la comunión[4], aunque tuvieraque atravesar el tablero para ello

Pronto toda la familia se puso a buscacon fruición las piezas perdidas. Upeón rojo fue la siguiente adquisición

cuando cayó bajo el mazo desubastador en Bonham’s. Ocupó su lugaal otro lado del tablero, a la espera dser comido. Ahora todos en el negoci

sabían cuál era la misión en la vida dady Kennington.

El siguiente inquilino del tablero fu

una torre banca, que tía Gertrude legó

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Elsie en su testamento.Cuando en 1991 falleció e

duodécimo lord Kennington, sol

faltaban dos peones y un caballblancos, mientras las rojas echaban dmenos cuatro peones, una torre y un rey.

El 11 de mayo de 1992, uanticuario que se hallaba en posesión dres peones rojos y un caballo blanc

lamó a las puertas de Kennington HalAcababa de llegar de un viaje a laregiones exteriores de China. Unexpedición larga y ardua, dijo a s

señoría. Pero no había vuelto con lamanos vacías, le aseguró.

Si bien su señoría se hallaba en su

años de ocaso, todavía se hizo de roga

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durante varios días, hasta que eanticuario pagó su cuenta del KenningtoArms y se marchó con un cheque po

valor de veintiséis mil libras.Pese a investigar los rumore

procedentes de Hong Kong, viajar

Boston y establecer contacto coanticuarios de Moscú y México, lorumores pocas veces se convertían e

realidad en la búsqueda incesante dady Kennington.Durante los años siguientes

Edward, decimotercer lord Kennington

ocalizó el último peón rojo y una torrroja en el hogar de un lord arruinadoquien había vivido en la misma escaler

que Eddie en Eton. Su hermano James

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para no ser menos, compró dos peoneblancos a un anticuario de Bangkok.

Solo quedaba por localizar el re

rojo.Desde hacía un tiempo la famili

pagaba bastante más de lo debido po

as piezas, puesto que todos loanticuarios del mundo eran conscientede que, si lady  Kennington conseguí

completar el juego, este valdría unfortuna.Cuando Elsie inauguró su noven

década, informó a sus hijos de que, a

fallecer, sus bienes se dividirían en dopartes iguales, con una salvedad: sntención era legar el juego de ajedrez a

que localizara la pieza que faltaba.

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Elsie murió a la edad de ochenta res años sin su rey.

Eddie ya había heredado el títul

algo que no se transmite mediantestamento), y ahora, después dempuesto de sucesiones, también hered

a mansión y ochocientas cincuenta siete mil libras. James se mudó aapartamento de Cadogan Square

recibió la misma cantidad dochocientas cincuenta y siete mil librasEl Juego Kennington continuó en svitrina para que todo el mundo l

admirara, con una casilla todavía siocupar y el propietario sin designarEntra en escena Max Glover.

Max poseía un don indiscutible par

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ugar al criquet. Educado en un discretcolegio privado de Inglaterra, su talentde elegante bateador zurdo le permiti

codearse con la gente a la que más tardrobaría. Al fin y al cabo, un individucapaz de anotar cien puntos sin el meno

esfuerzo es digno de confianza.

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http://slidepdf.com/reader/full/casi-culpables-jeffrey-archer-book 320/731Los encuentros en campo contrari

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muy buena gana a un deportista tabrillante a visitar su salón. En cuantMax vio la casilla vacía, un pla

empezó a formarse en su mente. Sanfitrión contestó con indiscreción a unserie de preguntas bien pensadas. Ma

procuró no hacer la menor referencia ahermano de su señoría ni a la cláusuldel testamento. Después pasó el resto d

a tarde reflexionando y afinando splan. No jugó muy bien.Cuando el partido terminó, Ma

declinó la invitación de reunirse con e

resto del equipo en el  pub  del pueblargumentando que le esperaba un asunturgente en Londres.

Momentos después de llegar a s

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piso de Hammersmith, telefoneó a ucolega con el que había compartidcelda cuando había estado encerrado e

un establecimiento anterior. Eexpresidiario le aseguró que podíentregar la mercancía, pero que tardarí

un mes y le «costaría caro».Max eligió un domingo por la tard

para volver a Kennington Hall

continuar sus investigaciones. Dejó santiguo MG (que pronto se convertiríen pieza de coleccionista, intentabconvencerse) en el aparcamiento de lo

visitantes. Siguió los letreros hasta lpuerta principal, donde entregó cincibras a cambio de la entrada. Los gasto

de mantenimiento y gestión había

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provocado que la mansión se abriera dnuevo al público los fines de semana.

Max recorrió con paso decidido u

pasillo largo adornado con retratos dantepasados, pintados por luminariacomo Romney, Gainsborough, Lely

Stubbs. Cada uno habría logrado unfortuna en el mercado, pero los ojos dMax estaban clavados en un objeto d

menor tamaño, que residía en la GaleríLarga.Cuando Max entró en la sala dond

se exhibía el Juego Kennington, la obr

maestra estaba rodeada de un atentgrupo de visitantes, a quienes un guídaba las pertinentes explicaciones. S

quedó detrás de ellos, mientra

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escuchaba unahistoria queconocía muy bien.

Esperó conpaciencia a que elgrupo se

rasladara alcomedor para admirar la vajilla de platfamiliar.

 —Varias piezas fueron obtenidas eiempos de la Armada Invencible —entonó el guía, mientras el grupo lseguía hasta una sala adyacente.

Max inspeccionó el pasillo parcomprobar que el siguiente grupo no iba pisarle los talones. Metió una mano e

el bolsillo y extrajo el rey rojo. Apart

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final inclinó la balanza fue la idea dpasar los cinco años siguienteencerrado en una cárcel china, un

penitenciaría norteamericana o bieresidir en una prisión abierta en el estde Inglaterra. Inglaterra ganó po

goleada.A la mañana siguiente Max visitó e

Museo Británico por primera vez en s

vida. La dama sentada detrás demostrador de información le indicó quse dirigiera al fondo de la planta bajadonde se exponía la colección china.

Max descubrió que cientos dobjetos chinos ocupaban las quincsalas y tardó casi una hora en localiza

el juego de ajedrez. Llegó a pensar e

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pedir ayuda a algún guardia uniformadpero, como no deseaba llamar latención, y además dudaba de qu

pudieran contestar a su preguntaprefirió no hacerlo.

Max tuvo que deambular de un lad

a otro durante un rato antes de quedarssolo en la sala. No podía permitir qualguien del público o, peor aún, u

guardia, fuera testigo de su pequeñsubterfugio. Max observó que el guardide seguridad recorría cuatro salas cadmedia hora. Por lo tanto, tendría qu

esperar a que se dirigiera a la sala deslam, asegurándose al mismo tiempo d

que no había ningún visitante a la vista

para efectuar su jugada.

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Transcurrió otra hora antes de quMax se sintiera lo bastante seguro parextraer el bastardo del bolsillo

comparar la pieza con el rey legítimoque se erguía con orgullo en su casillroja, dentro de la vitrina. Los dos reye

se miraron, gemelos idénticos, salvporque uno era un impostor. Max pasea vista alrededor. La sala estaba vacía

Al fin y al cabo, eran las once de lmañana de un martes y vacaciones dmediados de trimestre, y el sol brillaba.

Max esperó a que el guardia s

rasladara a la sala islámica para llevaa cabo su bien ensayado movimientoCon la ayuda de una navaja suiza, abri

con cuidado la tapa de la vitrina qu

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cubría la obra maestra china. Unestridente alarma sonó de inmediatopero mucho antes de que apareciera e

primer guardia Max ya había cambiados dos reyes, bajado la tapa de l

vitrina, abierto una ventana y pasado

a sala siguiente. Estaba estudiando evestido de un samurái, cuando doguardias entraron a la carrera en la sal

contigua. Uno maldijo al ver la ventanabierta, mientras el otro comprobaba sfaltaba algo.

 —Bien, ahora querrás saber —dij

Max, que se lo estaba pasando en grand— cómo engañé a ambos hermanos coel mate del loco. —Asentí, pero n

volvió a hablar hasta haber liado otr

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cigarrillo—. Para empezar —continuMax—, nunca hay que precipitarse euna transacción cuando se está e

posesión de algo que desean docompradores, y en este caso, codesesperación. Mi siguiente visita —

hizo una pausa para encender ecigarrillo— fue a una tienda de CharinCross Road. No tuve que investiga

mucho, porque se anunciaba en laPáginas Amarillas, bajo el epígraf«Ajedrez», con la cita de Marlowe: «Lgente que sirve a los maestros

aconseja a los principiantes».Max entró en la tienda, antigua

polvorienta, donde le recibió un ancian

caballero que parecía un peón de l

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vida: alguien que de vez en cuandavanzaba, pero que tenía el aspecto dque al final sería comido. Desde luego

no era de los que llegaban al otro laddel tablero para convertirse en rey. Mase interesó por un tablero de ajedrez qu

había en el escaparate. Después lanzuna serie de preguntas bien ensayadasque casualmente desembocaron en e

valor de un rey rojo del JuegKennington. —Si esa pieza saliera alguna vez

a venta —musitó el anciano—, e

precio podría superar las cincuenta miibras, porque todo el mundo sabe qu

hay dos postores seguros.

Esta información hizo que Ma

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ntrodujera algunos cambios en su planEl siguiente problema consistía en qusu cuenta corriente no le permitiría un

visita a Nueva York. Terminó viéndosobligado a «adquirir» varios objetopequeños de casas grandes, de los qu

era fácil desprenderse con celeridadcon el fin de ir a Estados Unidoprovisto del capital suficiente par

levar a la práctica su plan. Por suertese encontraban en plena temporada dcriquet.

Cuando Max aterrizó en e

aeropuerto JFK, no se molestó en acudia Sotheby’s o Christie s, sino que pidial taxista que le llevara a Subasta

Phillips, en la calle Setenta y nuev

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Este. Experimentó un gran alivicuando, al enseñar la delicada tallrobada en el Museo Británico, el jove

empleado no demostró un gran interépor la pieza.

 —¿Conoce su procedencia? —

preguntó el empleado. —No —contestó Max—. Hace año

que pertenece a mi familia.

Seis semanas después, se publicó ucatálogo de artículos en venta. Max ssintió muy complacido al ver que el lot23 era de procedencia desconocida, co

un valor estimado de trescientodólares. Como no era uno de los objetomerecedores de fotografía, Max tuvo l

certeza de que poca gente se interesarí

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por el rey rojo y, por lo tanto, ermprobable que fuera a llamar l

atención de Edward o Jame

Kennington. Es decir, hasta que él lenformara.

Una semana antes de la fech

prevista para la venta, Max telefoneó Phillips a Nueva York. Solo hizo unpregunta al joven empleado, quie

respondió que, si bien el catálogo habíestado disponible durante más de umes, nadie había mostrado un interéparticular por el rey rojo. Max fingi

decepción.La siguiente llamada que hizo Ma

fue a Kennington Hall, Tentó a s

señoría con varios «si», e incluso u

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«quizá», lo que dio como resultado unnvitación para comer con lor

Kennington en White’s.

Lord Kennington explicó a snvitado, mientras tomaba un plato d

sopa Windsor, que no podía mostra

ningún papel durante la comida, pues ercontrario a las normas del club. Maasintió, dejó el catálogo de Phillip

debajo de su silla e inició unrocambolesca historia acerca de cómopor pura casualidad, mientras examinaba figura de un mandarín por encargo d

un cliente, se había topado con el rerojo.

 —No habría reparado en él —

aseguró—, si usted no me hubier

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contado la historia.Lord Kennington no se molestó e

omar budín (de pan y mantequilla)

queso (cheddar) ni galletas (de harina agua), sino que propuso que tomaracafé en la biblioteca, donde estab

permitido hablar de negocios.Max abrió el catálogo de Phillip

para mostrarle el lote 23, junto co

varias fotografías sueltas que no habíenseñado al subastador. Cuando lorKennington vio la suma estimada drescientos dólares, su siguiente pregunt

fue: —¿Cree que Phillips habrá hablad

a mi hermano de la venta?

 —No hay motivos para suponer qu

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haya sido así —contestó Max—. Uno dos empleados que trabajan en la casa d

subastas me ha asegurado que el públic

ha mostrado escaso interés por el lot23.

 —Pero ¿cómo puede estar usted ta

seguro de su procedencia? —Me gano la vida así —dijo Ma

con seguridad—. Siempre puede exigi

que hagan la prueba del carbono 14 y, sme he equivocado, no tendrá que pagapor la pieza.

 —No puedo pedir más —repus

ord Kennington—, así que tendré que ia Estados Unidos y pujar en persona —añadió, al tiempo que daba un golp

sobre el brazo de la butaca de cuero

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Una nube de polvo antiguo se elevó eel aire.

 —Me pregunto si eso sería prudente

señoría —observó Max—. Al fin y acabo…

 —¿Por qué? —preguntó lor

Kennington. —Si vuela a Estados Unidos sin má

explicaciones, podría despertar un

curiosidad innecesaria entre ciertomiembros de su familia. —Max hizo unpausa—. Y si le vieran en una casa dsubastas…

 —Entiendo —dijo Kennington, miró a Max—. ¿Qué me aconsejaamigo?

 —Sería un placer para m

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representar los intereses de su señorí—declaró Max.

 —¿Cuánto me cobraría por dich

servicio? —inquirió lord Kennington. —Mil libras más los gastos —

contestó Max—, y un dos y medio po

ciento del precio final, lo cual es unpráctica habitual, se lo aseguro.

Lord Kennington sacó el talonario d

un bolsillo interior de la chaqueta escribió la cifra de mil libras. —¿A cuánto cree que ascenderá l

pieza? —preguntó como si tal cosa.

Max se alegró de que lorKennington sacara a colación el temdel precio, pues esa habría sido s

siguiente pregunta.

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pocos minutos después de las tres, trahaber explicado a su anfitrión que teníotra cita por la tarde, lo cual era cierto.

Max consultó su reloj y decidió quaún le quedaba tiempo para pasear poGreen Park y no llegar con retraso a s

siguiente cita.Llegó a Sloane Square unos minuto

antes de las cuatro y tomó asiento en u

banco que se hallaba delante de lestatua de  sir  Francis Drake. Se puso ensayar su nuevo guión. Cuando oyó quocaban las cuatro campanadas del relo

de la torre cercana, se levantó de ubrinco y se encaminó hacia CadogaSquare. Se detuvo ante el número 16

subió los escalones y tocó el timbre.

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e insinuaban la existencia de variadeudas de juego impagadas.

Cuando Max terminó su relato

estaba bien preparado para la primerpregunta del honorable James.

 —¿Cuánto cree que alcanzará l

pieza, señor Glover? —Unos cientos de dólares —

contestó Max—. Eso suponiendo que s

hermano no se entere de la subasta. —Hizo una pausa y bebió un poco de té—En tal caso, más de cincuenta mil.

 —Pero yo no tengo cincuenta mi

dólares —adujo James. Max ya lo sabí—. Si mi hermano se enterara, yo nendría nada que hacer. La

disposiciones del testamento no puede

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ser más claras: quien encuentre el rerojo heredará el juego.

 —Yo podría aportar el capita

necesario para conseguir la pieza —dijMax con toda tranquilidad—, si cambio usted accediera a venderme e

uego. —¿Cuánto estaría dispuesto a pagar

—preguntó James.

 —Medio millón —contestó Max. —Pero Sotheby’s ha valorado euego completo en más de un millón —

protestó James.

 —Es posible —dijo Max—, permedio millón es mejor que nada, y essería el resultado si su hermano s

enterara de la existencia del rey rojo.

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 —Sin embargo, ha dicho que el rerojo podría venderse por unos pococentenares…

 —En cuyo caso solo necesitaría miibras por adelantado, además del dos

medio por ciento del precio final —dij

Max por segunda vez aquella tarde. —Es un riesgo que estoy dispuesto

asumir —repuso James con la sonrisa d

quien está convencido de tener la sartépor el mango—. Si el rey rojo svendiera por menos de cincuenta mil —continuó—, yo podría reunir es

cantidad. Si supera esa cifra, cómprelusted y yo le venderé el juego por medimillón. —James bebió un poco de té—

o pierdo en ninguno de ambo

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supuestos.«Ni yo», pensó Max, mientra

extraía un contrato de un bolsill

nterior. James lo leyó con parsimoniaAlzó la vista.

 —Sin duda estaba convencido d

que aceptaría su plan, señor Glover —dijo.

 —De no haber sido así, mi siguient

visita habría sido a su hermano —dijMax—, y usted se habría quedado sinada. Al menos ahora, para utilizar supropias palabras, no pierde en ningun

de ambos supuestos. —Imagino que tendré que ir a Nuev

York —dijo James.

 —No es necesario —repuso Max—

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Puede pujar por teléfono, lo que tiene lventaja añadida de que nadie sabe quiéestá al otro extremo de la línea.

 —¿Cómo voy a hacerlo? —preguntJames.

 —No podría ser más sencillo —

respondió Max—. La subasta empieza as dos de la tarde, siete de la tarde e

Londres. El rey rojo es el lote 23. M

encargaré de que Phillips le llame ecuanto lleguen al 21. Solamente parasegurarnos de que usted estará sentadal lado del teléfono y la línea permanec

ibre. —¿Y usted lo comprará si el preci

supera los cincuenta mil?

 —Le doy mi palabra —dijo Ma

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mirándole a los ojos.Max voló a Nueva York el fin d

semana anterior a la subasta. Se alojó e

un pequeño hotel del East Side, en unhabitación no mayor que una celdaporque solo llevaba dinero suficient

para cubrir la fase final de la partida.El lunes por la mañana, se levant

emprano. No había podido dormi

debido a la acción combinada deráfico de Nueva York y las sirenas de lpolicía. Aprovechó el tiempo parrepasar una y otra vez todas la

permutaciones posibles una vez quempezara la subasta. Sería el centro datención durante menos de dos minuto

, si fracasaba, tomaría el siguient

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vuelo a Heathrow sin otra recompenspor sus esfuerzos que una cuentbancaria en números rojos.

Compró un bagel en la esquina de lTercera con la Sesenta y seis y recorriunas cuantas manzanas más hasta llega

a Phillips. Pasó el resto de la mañana ea subasta de un manuscrito que s

celebró en la sala donde después s

ofrecería la pieza china. Estuvo sentaden silencio al fondo de la estanciafijándose en el estilo estadounidense dconducir una subasta para no meter l

pata más tarde.Max no comió nada, y no sol

porque ya había estirado hasta el límit

sus escasos fondos. Aprovechó e

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iempo para hacer dos llamadas al otrado del Atlántico; la primera, a lor

Kennington, a fin de confirmar que aú

contaba con su aprobación para pujapor el rey rojo hasta la cifra límite dcincuenta mil dólares. Max le asegur

que, en cuanto cayera el mazo, lelefonearía para informarle de l

cantidad por la que había sid

adjudicado. Unos minutos despuésefectuó una segunda llamada, esta vez ahonorable James Kennington, a su casde Cadogan Square. James descolgó a

nstante y se mostró claramente aliviadal oír la voz de Max al otro extremo da línea. Max repitió al honorable Jame

a promesa que había hecho a lor

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Kennington.Max colgó y se dirigió hacia l

ventanilla de pujas, donde dio a

empleado el número de teléfono dJames Kennington y le informó de sntención de pujar por el lote 23.

 —Déjelo en nuestras manos —dijel empleado—. No se preocupe; llamaremos con antelación.

Max dio las gracias, volvió a la salde subastas y se sentó en el lugar quhabía elegido, en un extremo de loctava fila, de modo que la tribuna de

subastador quedaba a su derechaEmpezó a pasar las páginas del catálogmirando objetos que no le interesaban e

absoluto. Mientras esperaba impacient

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a que se iniciara la subasta del primeote, intentó adivinar quiénes eran lo

anticuarios, quiénes iban a pujar e

serio y quiénes eran simples curiosos.Cuando a las dos menos cinco e

subastador subió los escalones de l

ribuna, la sala estaba llena de rostroexpectantes. A las dos en punto esubastador sonrió a la clientela.

 —Lote número 1 —anunció—. Upescador de marfil delicadamentallado.

La pieza se vendió por ochociento

cincuenta dólares. Nada presagiaba loemocionantes acontecimientos que savecinaban.

El lote 2 alcanzó los mil dólares

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pero no fue hasta el lote 17 (la estatuillde un mandarín que, inclinado sobre uescritorio, leía un libro mayor) cuand

se llegó a la cota de los cinco midólares.

Un par de anticuarios interesados ta

solo por los lotes posteriores entraroen la sala, mientras otros dos smarchaban después de haber triunfado

fracasado en la consecución del objetdeseado. Max oía los latidos de scorazón, aunque todavía faltaba bastantpara que el subastador llegara al lote 23

Fijó su atención en una hilera deléfonos dispuestos sobre una mesarga a un lado de la sala. Solo habí

res ocupados.

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Cuando el subastador anunció el lot21, una empleada empezó a marcar unúmero. Poco después, ahuecó una man

sobre el auricular y susurró algoCuando llegó el lote 22, volvió a hablaunos momentos con el cliente. Ma

supuso que debía de estar avisando James Kennington de que el rey rojsería el siguiente objeto en subastarse.

 —Lote 23 —anunció el subastadormientras echaba un vistazo a sus nota—. Un rey rojo de talla exquisitaprocedencia desconocida. Se abre l

subasta con trescientos dólares.Max levantó el catálogo. —¿Quinientos? —preguntó e

subastador, al tiempo que se volví

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hacia la empleada del teléfono. La jovesusurró en el auricular y a continuacióasintió con firmeza.

El subastador volvió de nuevo satención hacia Max, quien levantó ecatálogo antes incluso de que s

anunciara un precio. —Tengo una oferta de mil dólare

—dijo el subastador mirando a la jove

del teléfono—. Dos mil —aventuró, y ssorprendió al ver que la empleadasentía al instante—. ¿Tres mil? —sugirió a Max.

El catálogo se alzó de nuevo, varios anticuarios sentados al fondo da sala empezaron a murmurar entre sí.

 —¿Cuatro mil? —preguntó e

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subastador mirando con incredulidad a empleada del teléfono.

Cinco mil, seis mil, siete mil, och

mil, nueve mil y diez mil se sucedieroen menos de un minuto. El subastadontentaba con desesperación aparenta

que aquello era exactamente lo quesperaba, mientras los murmulloaumentaban de intensidad. Al parece

odo el mundo se había forjado spropia opinión. Un par de anticuarioabandonaron sus asientos retrocedieron a toda prisa hacia el fond

de la sala con la esperanza de encontrauna explicación a aquel frenesí de pujasAlgunos empezaban a extrae

conclusiones, pero no estaba

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dispuestos a pujar en aquel ambientfebril, sobre todo porque las cantidadeaumentaban de cinco mil en cinco mi

dólares.

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Max levantó el catálogo en respuest

a la pregunta del subastador.

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 —¿Cuarenta y cinco mil? Ofreccuarenta y cinco mil —dijo esubastador mirando a la chica de

eléfono.Todo el mundo se volvió hacia ell

para ver qué respondía. Por primera ve

a empleada vaciló. El subastadorepitió «cincuenta mil». La jovesusurró la cifra en el auricular y tras un

arga pausa asintió, pero sin el mismentusiasmo de antes.Cuando ofrecieron la pieza a Max

por cincuenta y cinco mil dólares

ambién titubeó, hasta que al finaevantó el catálogo.

 —¿Sesenta mil? —preguntó e

subastador a la empleada del teléfono.

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Max esperó nervioso, mientras lchica ahuecaba la mano sobre eauricular y repetía la cifra. En la frent

de Max empezaron a formarse gotas dsudor, mientras se preguntaba si JameKennington habría logrado reunir más d

cincuenta mil dólares, con lo cual estaba punto de arruinarse. Después de lo quse le antojó una eternidad (veint

segundos, en realidad) la empleada negcon la cabeza. Colgó el auricular.Cuando el subastador sonrió e

dirección a Max y dijo: «Adjudicado a

caballero de mi izquierda por cincuent  cinco mil dólares», Max se sinti

mareado, triunfante, aturdido y aliviad

al mismo tiempo.

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Permaneció en su sitio a la espera dque el tumulto se calmara. Después dque se subastara una docena más d

otes salió con sigilo de la sala, ajeno as miradas recelosas de los anticuarios

que se preguntaban quién era. Camin

por la gruesa alfombra verde y se detuvante el mostrador de compras.

 —Quiero dejar un depósito por e

ote 23.La empleada consultó su lista. —Un rey rojo —dijo, y comprobó e

precio—. Cincuenta y cinco mil dólare

—añadió, y miró a Max a la espera dque lo confirmara.

Él asintió, mientras la emplead

empezaba a rellenar las casillas de

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documento de compra. Un momentdespués, dio la vuelta al documento parque Max lo firmara.

 —El depósito, pues, será de cincmil quinientos dólares —dijo—. Eresto ha de entregarse antes d

veintiocho días.Max asintió sin inmutarse, como s

conociera bien el procedimiento. Firm

el contrato y extendió un talón por cincmil quinientos dólares que vaciaría scuenta. Lo empujó sobre el mostradorLa empleada le entregó la copia de

contrato y se quedó con el duplicadoCuando comprobó la firma, vacilóQuizá se trataba de una coincidencia; a

fin y al cabo Glover era un apellid

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corriente. No quería insultar a ucliente, pero sabía que tendría qunformar de la anomalía al departament

de conformidad antes de que intentaracobrar el talón.

Max salió de la casa de subastas

se dirigió hacia el norte, en dirección Park Avenue. Entró con paso seguro eSotheby Parke Bernet y se encaminó a

mostrador de recepción. Preguntó spodía hablar con el jefe dedepartamento oriental. Solo tuvo quesperar unos minutos.

En esta ocasión Max no perdió eiempo con preguntas preliminares, qu

solo habrían sido una cortina de hum

para disimular sus verdadera

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ntenciones. Al fin y al cabo, como lempleada de ventas de Phillips habísubrayado, solo disponía de veintioch

días para completar la transacción. —Si el Juego de Ajedrez Kenningto

saliera a la venta, ¿qué cantida

esperaría recaudar? —preguntó.El experto le miró con ciert

ncredulidad, si bien ya estaba a

corriente de la venta del rey rojo ePhillips y del precio final. —Setecientos cincuenta mil dólares

 hasta es posible que un millón —fue l

respuesta. —Si yo pudiera entregar el Jueg

Kennington, y usted estuviera e

situación de autenticarlo, ¿qué cantida

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adelantaría Sotheby’s sobre una futurventa?

 —Cuatrocientos mil dólares, tal ve

quinientos mil, si la familia pudierconfirmar que se trataba del JuegKennington.

 —Me pondré en contacto coustedes —dijo Max, con todos suproblemas inmediatos y a largo plaz

solucionados.

Max pagó la cuenta del pequeñhotel del East Side aquella misma noch  fue en un taxi al aeropuerto Kennedy

En cuanto el avión despegó, se durmi

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como un tronco, por primera vez desdhacía días.

El 727 aterrizó en Heathrow just

cuando el sol salía sobre el TámesisComo no tenía nada que declarar, Maomó el expreso a Paddington y llegó

su piso a la hora del desayuno. Empeza fantasear sobre un futuro en el qucomería cada día en su restaurant

favorito y siempre iría en taxi, en lugade tener que esperar al autobús.Una vez terminado el desayuno, Ma

puso los platos en el fregadero y s

arrellanó en una cómoda butaca. Empeza pensar en su siguiente movimientoconvencido de que, ahora que el rey roj

había encontrado su lugar en el tablero

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a partida acabaría en jaque mate.A las once (una hora apropiada par

elefonear a un lord del reino), llamó

Kennington Hall. El mayordomo pasó llamada a lord Kennington, cuya

primeras palabras fueron:

 —¿Lo ha conseguido? —Por desgracia no, señoría —

contestó Max—. Un postor anónimo no

ganó la mano. Cumplí sus instruccioneal pie de la letra y dejé de pujar cuandse llegó a los cincuenta mil dólares. —Hizo una pausa—. El precio final fuero

cincuenta y cinco mil dólares.Siguió un largo silencio. —¿Cree que el otro licitador pud

ser mi hermano?

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 —No hay forma de saberlo —respondió Max—. Solo puedo decirlque pujó por teléfono, sin duda con e

deseo de mantener el anonimato. —Pronto lo averiguaré —dij

Kennington, y colgó.

 —Desde luego que sí —admitiMax, y empezó a marcar un número dChelsea—. Felicidades —dijo en cuant

oyó la voz engolada del honorablJames—. He comprado la pieza, dmanera que ahora se encuentra esituación de reclamar la herencia, segú

as cláusulas del testamento. —Buen trabajo, Glover —dij

James Kennington.

 —En cuanto usted entregue el rest

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del juego, mis abogados le extenderánsegún les he indicado, un cheque povalor de cuatrocientos cuarenta y cinc

mil dólares —dijo Max. —Pero habíamos acordado medi

millón —farfulló James.

 —Menos los cincuenta y cinco mique pagué por el rey rojo. —Max hizuna pausa—. Lo encontrará especificad

en el contrato. —Pero… —empezó a protestaJames.

 —¿Prefiere que llame a su hermano

—preguntó Max, justo cuando sonaba eimbre de la puerta—. Porque todaví

estoy en posesión de la pieza. —Jame

no dijo nada—. Piénselo —añadió Ma

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—, mientras voy a abrir la puerta.Max dejó el auricular sobre l

mesita auxiliar y se dirigió al vestíbul

casi frotándose las manos. Quitó lcadena, accionó la cerradura Yale abrió la puerta unos centímetros. Habí

dos hombres altos, vestidos cogabardinas idénticas, delante de él.

 —¿Max Victor Glover? —pregunt

uno. —¿Quién quiere saberlo? —preguntó a su vez Max.

 —Soy el inspector de policí

Armitage, de la Brigada Antifraude, este es el oficial Willis. —Ambomostraron su tarjeta de identificación

que Max conocía muy bien—. ¿Podemo

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entrar, señor?Una vez que hubieron tomad

declaración a Max, la cual consistió e

poco más que «he de hablar con mabogado», ambos hombres smarcharon. A continuación, fueron

Yorkshire para hablar con lorKennington. Tras haber obtenido undeclaración detallada de su señoría

regresaron a Londres para interrogar su hermano James. La policía descubrique se mostraba igual de colaborador.

Una semana después, Max fu

detenido por estafa. El juez tuvo ecuenta su historial y no admitió fianza.

 —Pero ¿cómo descubrieron qu

habías robado el rey rojo? —pregunté.

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 —No lo descubrieron —contestMax, mientras apagaba el cigarrillo.

Dejé la pluma.

 —Creo que no lo entiendo —murmuré desde la litera de arriba.

 —Ni yo —admitió Max—, al meno

hasta que supe de qué me acusaban. —Guardé silencio, mientras mi compañerde celda se ponía a liar otro cigarrill

—. Cuando me leyeron el pliego dcargos —continuó—, nadie ssorprendió más que yo.

»Max Victor Glover, se le acusa d

ntentar obtener dinero mediantengaños. A saber, el 17 de octubre d2000, pujó cincuenta y cinco mil dólare

por un rey rojo, lote 23, en la casa d

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subastas Phillips de Nueva York, aiempo que animaba a otras partes icitar contra usted sin informarles d

que era propietario de la pieza.Una pesada llave giró en l

cerradura y la puerta de nuestra celda s

abrió. —Visitas —berreó el oficial del ala —Como verás —dijo Max, mientra

se levantaba de la litera—, me acusarode un delito que no había cometido y mcondenaron por un delito que no habícometido.

 —Pero ¿por qué te metiste en unfarsa tan complicada, en lugar de vendeel rey rojo a cualquiera de lo

hermanos?

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 —Porque entonces tendría quhaberles explicado cómo había obtenida pieza y, si me hubieran detenido…

 —Pero es que te detuvieron. —Pero no me acusaron de robo —

me recordó Max.

 —¿Qué fue del rey rojo? —preguntémientras salíamos al pasillo y nodirigíamos hacia el pabellón de visitas.

 —Se lo entregaron a mi abogaddespués del juicio —respondió Max— ahora está guardado en su caja fuertedonde permanecerá hasta que m

concedan la libertad. —Pero eso significa… —empecé. —¿Conoces a lord Kennington? —

preguntó Max como si tal cosa.

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 —No —contesté. —En ese caso, te lo presentaré

amigo —dijo imitando el acento de s

señoría—, porque viene a verme estarde. —Max hizo una pausa—. Intuy

que su señoría quiere hacerme una ofert

por el rey rojo. —¿La aceptarás? —pregunté. —Tranquilo, Jeff —contestó Ma

cuando entramos en la sala de visitas—o podré responder a esa pregunta hasta semana que viene, cuando reciba l

visita de su hermano James.

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La sabiduría de Salomón 

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O

cúpate de tus asuntos —fue econsejo de Carol.

 —Pero es asunto mío —recordé mi mujer cuando me metí en la cama—Bob y yo somos amigos desde hace máde veinte años.

 —Razón de más para que te guardeus consejos —insistió ella.

 —Es que esa chica no me cae bie

—expliqué. —Lo has dejado muy claro durant

a cena —me recordó Carol, mientra

apagaba la luz de su lado. —Tú también eres consciente de questo acabará en lágrimas.

 —En ese caso tendrás que compra

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una caja de Kleenex grande. —Solo busca su dinero —murmuré. —No tiene —repuso Carol—. Bo

se gana bien la vida, pero eso no lcoloca en la misma liga quAbramovich[6].

 —Es posible, pero mi deber damigo es aconsejarle que no se case coella.

 —En este momento no quiere oírl—aseguró Carol—, así que ni lpienses.

 —Explícame, oh, sabia —dije

mientras ahuecaba mi almohada—, poqué no.

Carol hizo caso omiso de m

sarcasmo.

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 —Si acaba en los tribunales con undemanda de divorcio, quedarás como uengreído. Si el matrimonio rezum

felicidad, él no te perdonará nunca… ella tampoco.

 —No tenía pensado decírselo a ella

 —Ella ya sabe muy bien cuál es topinión —dijo Carol—. Créeme.

 —No durarán ni un año —predije.

En ese momento sonó el teléfono dmi mesilla. Lo descolgué rezando parque no fuera un paciente.

 —Solo quiero hacerte una pregunt

—dijo una voz que no necesitabpresentación.

 —¿Cuál es, Bob? —pregunté.

 —¿Serás mi padrino?

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Bob Radford y yo nos conocimos eel hospital de St. Thomas cuando éramonternos. Para ser más preciso, entramo

en contacto en el campo de rugbycuando me placó justo en el momento eque yo pensaba que iba a marcar el tant

de la victoria. En aquellos díaugábamos en equipos contrarios.

Después de incorporarnos a Guy’

como médicos internos residenteentramos en el mismo equipo de rugby, a mitad de semana jugábamos unpartida de squash, que siempre ganab

él. Durante el último año compartimovivienda en Lambeth. No hacía falta imuy lejos para encontrar compañí

femenina, pues en St. Thomas había má

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de tres mil enfermeras, la mayoría de lacuales quería sexo y, por algúmisterioso motivo, consideraban que lo

médicos eran una apuesta segura. Lodos ardíamos en deseos de aprovechanuestra nueva situación. Y entonces m

enamoré.Carol también era interna en Guy’s

durante nuestra primera cita dejó mu

claro que no deseaba una relación argo plazo. Sin embargo, subestimó múnico talento: la persistencia. Cedió pofin cuando le propuse matrimonio po

novena vez.Carol y yo nos casamos unos mese

después de que ella obtuviera el título.

Bob tomó la dirección contraria

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Siempre que le invitábamos a cenaraparecía con una acompañante nueva. Aveces yo confundía los nombres, un

equivocación que Carol jamás cometíao obstante, con el paso de los año

hasta su apetito de nuevos manjares s

moderó. Al fin y al cabo, los doacabábamos de cumplir los cuarentaPero no contribuyó a aplacar sus ánimo

el hecho de que el periodicucho de loestudiantes lo eligiera el soltero máapetecible del hospital, sobre todporque su consulta privada era una d

as más prósperas de Londres. Tenía upiso en Harley Street y estaba a salvo dos gastos que suelen relacionarse con l

felicidad matrimonial. No obstante, dab

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a impresión de que eso había llegado su fin.

Cuando Bob nos invitó a cenar par

presentarnos a Fiona, a quien describicomo la mujer con la que iba a pasar eresto de su vida, Carol y yo no

quedamos sorprendidos y complacidosTambién nos sentimos un pocperplejos, porque no conseguíamo

recordar el nombre de su última noviaEstábamos bastante seguros de que nera Fiona.

Cuando llegamos al restaurante, lo

vimos sentados al fondo de la salacogidos de la mano. Bob se levantó parsaludarnos y de inmediato nos present

a Fiona como la chica más maravillos

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del mundo. Paraser justo con lamujer, ningún

varón con sangreen las venashabría podido

negar los atributos físicos de FionaDebía de medir un metro y setenta y trecentímetros, de los cuales setenta

cinco correspondían a las piernasensambladas a una figura perfeccionadsin duda en un gimnasio y con una dieta base de lechuga y agua.

 Nuestra conversación durante lcena fue bastante limitada, en partporque Bob se pasó la mayor parte de

rato mirando a Fiona de una forma qu

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debería reservarse para los desnudos dDonatello. Al final de la velada yo habílegado a la conclusión de que Fion

acabaría costando lo mismo que ucuadro del mencionado pintor, y no solporque leyó la lista de vinos de abaj

arriba, pidió caviar de primero y, couna dulce sonrisa, pasta cubierta de trufblanca.

A decir verdad, Fiona era la clasde rubia de piernas largas con la qucualquier hombre ansia toparse en uaburete del bar de un hotel, ya avanzad

a noche y, preferiblemente, en otrcontinente. Soy incapaz de decirles sedad, pero durante la cena me enteré d

que había estado casada tres veces ante

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de conocer a Bob. No obstante, noaseguró que en esta ocasión había dadcon el hombre ideal.

Me sentí muy aliviado de podeescapar aquella noche y, como ya shabrán dado cuenta, no tardé mucho e

nformar a mi esposa de la opinión qume merecía Fiona.

La boda se celebró tres mese

después en el registro civil de Chelseaen King’s Road. A la ceremoniasistieron varios amigos de Bob de StThomas y Guy’s, a algunos de los cuale

o no veía desde los tiempos en quugábamos al rugby. No me pareci

prudente indicar a Carol que Fiona n

parecía tener amistades, al meno

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ninguna que deseara acudir a sus últimoesponsales.

Guardé silencio al lado de Bob

cuando el responsable del registrentonó:

 —Si alguno de los presentes tien

alguna razón para que esta boda no scelebre, que hable ahora o calle parsiempre.

Me entraron ganas de dar mopinión, pero Carol estaba demasiadcerca para correr ese riesgo. Debconfesar que Fiona estaba radiante e

esa ocasión, no muy diferente de unpitón dispuesta a devorar un cordero…entero.

El banquete de bodas se celebró e

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el Lucio s de Fulham Road. El discursdel padrino habría sido más coherente sno hubiera tomado tanto champán, o d

haberme creído siquiera una de lapalabras que pronuncié.

Cuando me senté y recibí uno

ndulgentes aplausos, Carol no snclinó hacia mí para felicitarme. L

esquivé hasta que nos reunimos con lo

novios en la acera, delante derestaurante. Bob y Fiona se despidieroantes de subir a una limusina blanca ques conduciría a Heathrow. All

omarían un avión con destino Acapulco, donde pasarían tres semanade luna de miel. Ni el medio d

ransporte hasta Heathrow, que habrí

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podido acomodar sin problemas a todoos invitados, ni el destino del viaje d

novios habían sido elección de Bob

Una información que no transmití Carol, pues sin duda me habría acusadde albergar prejuicios… y habría estad

en lo cierto. No puedo decir que viera mucho

Fiona durante su primer año d

matrimonio, si bien Bob llamaba de veen cuando, pero desde su consulta dHarley Street. Incluso llegamos a comeuntos en alguna ocasión, pero al parece

no lograba encontrar un hueco para upartido vespertino de squash.

Durante dichas comidas Bob nunc

dejaba de cantar las alabanzas de s

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notable esposa, como si conociera mopinión sobre ella, aunque jamáexpresé mis verdaderos sentimientos

Supongo que por ese motivo nunca nonvitaron a cenar a su casa y, cuando lenvitábamos a la nuestra, Bob siempr

ponía una excusa poco convincentecomo que tenía que visitar a un paciento que iba a estar fuera de la ciudad e

esa noche concreta.El cambio empezó de una formsutil, casi imperceptible. Nuestracomidas adquirieron mayor regularidad

ncluso jugábamos de vez en cuando upartido de squash, pero tal vez lo márelevante fue que cada vez hacía meno

referencias a la inminente santificació

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de Fiona.Fue poco después del fallecimient

de una tía de Bob, la señorita Murie

Pembleton, cuando el cambio se hizmucho más evidente. Para ser sinceroo ni siquiera sabía que Bob tenía un

ía, y mucho menos que fuera el únicheredero de Pembleton Electronics.

The Times revelaba que la señorit

Pembleton había dejado poco más dsiete millones de libras en acciones propiedades, así como una colección darte considerable. Con la excepción d

alguna donación de escasa importancia organizaciones caritativas, su sobrino sconvirtió en el único beneficiario. Qu

Dios le bendiga, porque entrar e

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posesión de una fortuna tan sustanciosno cambió en absoluto a Bob, pero npudo decirse lo mismo de Fiona.

Cuando llamé a Bob para felicitarlpor su buena suerte, no parecía muanimado. Preguntó si podíamos queda

para comer, porque deseaba que laconsejara sobre un asunto personal.

 Nos encontramos un par de hora

después en un pub gastronómico cercana Devonshire Place. Bob no habló dnada importante hasta después de que ecamarero hubiera tomado nota, pero e

cuanto sirvieron los entrantes, Fiona fuel único plato del menú. Aquellmañana había recibido una carta de

bufete de abogados Abbott Crombie

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Compañía, en la que se le anunciaba sia menor ambigüedad que su espos

había solicitado el divorcio.

 —Justo en el momento adecuado —observé sin el menor tacto.

 —Y yo ni siquiera me di cuenta —

dijo Bob. —¿Darte cuenta? —pregunté—. ¿D

qué?

 —De cómo Fiona cambió de actituhacia mí poco después de conocer a tíMuriel. De hecho, esa misma nocheestaba literalmente colada por mí.

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Recordé a Bob lo que Woody Alle

había dicho sobre el tema. El seño

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Allen no entendía por qué Dios habíconcedido al hombre un pene y ucerebro, pero no la sangre suficient

para conectar los dos. Bob rio poprimera vez aquel día, pero unominutos después se sumió en un sombrí

silencio lastimero. —¿Puedo ayudarte de algun

manera? —pregunté.

 —Solo si conoces el nombre dalgún abogado matrimonialista dprimera —contestó Bob—, porque mhan dicho que la señora Abbott tien

fama de chupar hasta la última gota dsangre en nombre de sus clientes, sobrodo después de la última ley a favor d

as esposas que aprobaron los lores.

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 —La verdad es que no —dije—Como llevo dieciséis años felizmentcasado, creo que soy el hombre meno

dóneo para aconsejarte. ¿Por qué nhablas con Peter Mitchell? Al fin y acabo, con cuatro exesposas, seguro qu

puede decirte cuál es el mejor abogaddisponible.

 —He llamado a Peter esta mism

mañana —admitió Bob—. Siempre le hrepresentado la señora Abbott. Me hdicho que ya es como de la familia.

Durante las semanas siguientes Bo

  yo volvimos a jugar a squash coregularidad y empecé a ganarle poprimera vez. Después cenaba con Caro

  conmigo. Intentábamos evita

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cualquier conversación relacionada coFiona. Sin embargo, se le escapó quella se negaba a abandonar el escenari

con elegancia, incluso después de que lhubiera ofrecido la mitad de la herencide tía Muriel.

A medida que las semanas sconvertían en meses, Bob empezó adelgazar, y sus rizos dorado

encanecieron prematuramente. Por sparte, Fiona parecía cada vez más fuert salvaba cada nuevo obstáculo como u

avezado purasangre. En lo tocante a l

áctica, Fiona entendía muy bien el juega largo plazo; claro que gozaba de lventaja de haber conseguido en e

pasado tres victorias, y no cabía duda d

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que esperaba la cuarta.Debió de pasar un año hasta qu

Fiona aceptó por fin llegar a un acuerdo

Todas las propiedades de Bob sdividirían en dos partes iguales, ambién asumiría las costas derivada

del litigio. Se fijó una fecha para lfirma oficial. Accedí a ser testigo y dar a Bob, como Carol lo describió, u

apoyo moral que necesitaba mucho. Ni siquiera llegué a quitar ecapuchón de mi pluma, porque Fionestalló en lágrimas mucho antes de qu

a señora Abbott hubiera leído lacláusulas. Afirmó que la habían tratadcon crueldad y que por culpa de Bo

había sufrido una crisis nerviosa

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Después salió como una exhalación dedespacho sin más palabras. Debconfesar que nunca había visto a Fion

menos nerviosa. Ni siquiera la señorAbbott pudo disimular su exasperación.

Harry Dexter, a quien Bob habí

elegido como abogado, le advirtió dque probablemente el problemdesembocaría en una larga y cara batall

egal si no conseguía llegar a uacuerdo. El señor Dexter le informó poañadidura de que con frecuencia loueces ordenaban a la parte acusada qu

sufragará los gastos de la partperjudicada. Bob se encogió de hombro no se molestó en contestar.

Una vez que ambas partes aceptaro

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éxito, y hasta al señor Dexter le costabconvencer a su cliente de que resistiera.

Ambos aseguramos a Bob qu

estaríamos en el palacio de justicia parapoyarle el día de la vista.

Carol y yo ocupamos nuestros sitio

en la galería de la sala número tresdivisión matrimonial, el último juevede junio, y esperamos a que se iniciar

el juicio. A las diez menos diez lofuncionarios del tribunal empezaron entrar para ocupar sus asientos. Pocominutos después llegó la señora Abbott

acompañada de Fiona. Miré a ldemandante, que no llevaba joyas vestía un traje negro más apropiado par

un funeral: el de Bob.

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ugar al squash con sus amigos, y cuandpor fin aparecía (la señora Abbott hizuna pausa), borracho, no quería proba

a cena que ella había pasado horapreparando (nueva pausa), y cuando afin se iban a la cama, no tardaba e

sumirse en un sopor alcohólico. Mevanté para protestar, pero un alguaci

me conminó a sentarme; de lo contrario

se me ordenaría abandonar la salaCarol tiró con firmeza de mi chaqueta.La señora Abbott llegó al final d

sus exigencias, con la propuesta de qu

su clienta debía recibir la casa dcampo (de tía Muriel), mientras a Bobse le permitiría conservar s

apartamento de Londres; ella debí

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quedarse la villa de Caniles (de tíMuriel), mientras él podía continuar esu piso de Harley Street (alquilado). Po

último la señora Abbott fijó su atencióen la colección de arte de tía Murielque consideraba debía dividirse tambié

en dos partes: para su clienta, el Monet para él, el Manguin; para su clienta, e

Picasso, y para él, el Pasmore; para ella

el Bacon, etcétera. Cuando la señorAbbott se sentó por fin, la jueza Butleseñaló que tal vez deberían concedersun descanso para comer.

Durante la comida, que quedntacta, el señor Dexter, Carol y yntentamos con valentía convencer a Bo

de que debía luchar. Pero él no quis

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hacernos caso. —Si puedo conservar todo lo qu

enía antes del fallecimiento de mi tía —

nsistió Bob—, me conformo.El señor Dexter estaba seguro d

que podía obtener mucho más, pero Bo

no parecía demasiado interesado eoponer resistencia.

 —Acabemos con esto de una vez —

ordenó—. Procure no olvidar quiépaga las costas.Cuando volvimos a la sala a las do

de la tarde, la jueza se volvió hacia e

abogado de Bob. —¿Qué tiene que decir sobre tod

esto, señor Dexter? —preguntó.

 —Estamos de acuerdo en proceder

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a división de las posesiones de mcliente, tal como ha propuesto la señorAbbott —contestó él con un suspir

exagerado. —¿Están de acuerdo en seguir la

recomendaciones de la señora Abbott

—repitió la jueza con incredulidad.Una vez más, el señor Dexter miró

Bob, quien se limitó a asentir, como u

perro en el asiento trasero de un coche. —Así sea —dijo la jueza Butlerncapaz de disimular su sorpresa.

Estaba a punto de dictar sentencia

cuando Fiona se puso a llorar. Se inclinhacia la señora Abbott y le susurró algal oído.

 —Señora Abbott —dijo la juez

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Butler, sin hacer caso de los sollozos da demandante—, ¿puedo sancionar est

acuerdo?

 —Por lo visto no —respondió lseñora Abbott, al tiempo que sevantaba con expresión alg

avergonzada—. Al parecer mi clientopina que este acuerdo favorece aacusado.

 —¿De veras? —preguntó la juezButler, y se volvió hacia Fiona.La señora Abbott tocó el hombro d

su clienta y le susurró algo al oído

Fiona se puso en pie al instante permaneció con la cabeza gachmientras la jueza hablaba.

 —Señora Radford —empezó, con l

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vista clavada en Fiona—, ¿debentender que ya no le gusta el acuerdo aque en su nombre ha llegado s

abogada?Fiona asintió tímidamente. —En tal caso, voy a proponer un

solución, que confío conduzca este casa una rápida conclusión.

Fiona levantó la vista y sonrió co

dulzura a la jueza, mientras Bob shundía en su asiento. —Tal vez sería más fácil, señor

Radford, si usted confeccionara do

istas, para someterlas a lconsideración del tribunal, en las cualerefleje lo que considera una divisió

usta y equitativa de los bienes de s

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marido. —Me parece bien, señoría —repus

Fiona con docilidad.

 —Señor Dexter, ¿aprueba estdecisión? —preguntó la jueza aabogado de Bob.

 —Sí, señoría —contestó éprocurando disimular su exasperación.

 —¿Debo entender que esas son la

nstrucciones de su cliente?El señor Dexter miró a Bob, quien nsiquiera se molestó en dar su opinión.

 —Señora Abbott —prosiguió l

ueza mirando a la abogada de Fiona—quiero su palabra de que su clienta nrechazará el acuerdo.

 —Puedo asegurarle, señoría, que l

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aceptará sin vacilar —repuso labogada de Fiona.

 —Así sea —dijo la jueza Butler—

El juicio se aplaza hasta mañana a ladiez, cuando examinaré las listas de lseñora Radford.

Carol y yo salimos a cenar con Bobaquella noche. Un gesto estéril. Apenaabrió la boca para hablar o comer.

 —Que se lo quede todo —dijo pofin, mientras tomábamos café—, porquserá la única manera de deshacerme desa mujer.

 —Pero tu tía no te habría legado esfortuna de haber sabido que estacabaría así.

 —Ni tía Muriel ni yo imaginábamo

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algo semejante —repuso Bob coresignación—. El sentido de loportunidad de Fiona es irreprochable

Después de conocer a mi tía solnecesitó un mes para aceptar mproposición de matrimonio. —Bob s

volvió hacia mí con una miradacusadora—. ¿Por qué no maconsejaste que no me casara con ella

—preguntó.Cuando la jueza entró en la sala a lmañana siguiente, todos los funcionarioestaban ya sentados. Los do

contrincantes se hallaban al lado de suabogados. Todo el mundo se levantó nclinó la cabeza cuando la jueza Butle

omó asiento, y solo la señora Abbot

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permaneció en pie. —¿Ha tenido su clienta tiemp

suficiente para preparar las dos listas

—preguntó la jueza con la vista clavaden la abogada de Fiona.

 —Desde luego, señoría; y amba

están preparadas para que las examine.La jueza hizo una seña con la cabez

al secretario del tribunal. Este se acerc

con parsimonia a la señora Abbottquien le entregó las dos listas. Acontinuación el secretario volvió sobrsus pasos y se la tendió a la jueza.

La jueza Butler estudió con calmambos inventarios. De vez en cuandmeneaba la cabeza e incluso emiti

algún que otro «hum», mientras l

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señora Abbott continuaba en pieCuando finalizó la lectura, se volvihacia la mesa de los abogados.

 —¿Debo entender que ambas parteconsideran que esta distribución de lobienes en cuestión es justa y equitativa

—preguntó. —Sí, señoría —contestó con firmez

a señora Abbott en nombre de s

cliente. —Entiendo —dijo la jueza, y svolvió hacia el señor Dexter—. ¿Cuentambién con la aprobación de su cliente

El señor Dexter vaciló. —Sí, señoría —respondió por fin

ncapaz de disimular la ironía de su voz

 —Así sea. —Fiona sonrió po

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primera vez desde el inicio de la vistaLa jueza le devolvió la sonrisa—. Siembargo, antes de dictar sentencia —

continuó—, he de hacer una pregunta aseñor Radford.

Bob miró a su abogado, antes d

evantarse nervioso de su asiento. Alza vista hacia la jueza.

«¿Qué más puede pedir?», fue m

único pensamiento. —Señor Radford —dijo la jueza—odos hemos oído a su esposa declara

que considera justa y equitativa l

distribución de sus bienes, que reflejaestas dos listas.

Bob bajó la cabeza y permaneció e

silencio.

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 —Sin embargo, antes de dictasentencia debo estar segura de que usteestá de acuerdo con dicha apreciación.

Bob alzó la cabeza. Pareció vacilaun momento.

 —Sí, señoría —contestó al fin.

 —En ese caso, no me deja otrelección en este asunto —afirmó lueza Butler. Hizo una pausa y miró

Fiona, que seguía sonriendo—. Comconcedí a la señora Radford loportunidad de preparar estas dos lista—continuó la jueza—, que a su juici

suponen una división justa y equitativde sus bienes… —observó la juezButler, que se sintió complacida al ve

que Fiona asentía—, también será just

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 equitativo —añadió, al tiempo que svolvía hacia Bob— conceder al señoRadford la oportunidad de elegir cuál d

as dos listas prefiere.

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¿Sabes lo que quiero

decir?

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S

i quieres saber qué se cuece en esttrullo, yo soy el hombre que busca

—dijo Doug—. ¿Sabes lo que quierdecir?Cada cárcel tiene uno. El de Nort

Sea Camp se llamaba Doug Haslet

Doug medía casi metro ochenta, tenía epelo moreno, espeso y ondulado, quempezaba a encanecer en las sienes,

una barriga que le colgaba por encimdel pantalón. Su idea de hacer ejerciciconsistía en caminar desde la biblioteca

de la cual era responsable, hasta lcantina, que se hallaba unos cien metromás allá, tres veces al día. Creo quejercitaba su mente más o menos con l

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misma periodicidad. No tardé mucho en descubrir que er

brillante, astuto, manipulador

perezoso, rasgos comunes entre loreincidentes. A los pocos días de llegaa una nueva cárcel, sin duda Doug y

había conseguido ropa limpia, la mejocelda y el trabajo mejor pagado, y yhabía decidido con qué presos y, má

mportante aún, con qué funcionariodebía congeniar.Como yo pasaba gran parte de m

iempo libre en la biblioteca (que poca

veces registraba una gran afluencia dpúblico, pese a que la prisión albergaba más de cuatrocientos internos), Dou

enseguida me puso al corriente de s

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historia. Algunos presos, cuanddescubren que eres escritor, no vuelvea abrir el pico. Otros no paran de hablar

Pese a los avisos de guardar silenciclavados en las paredes, Doupertenecía a esta última categoría.

Cuando Doug salió del colegio a lodiecisiete años, el único examen quhabía aprobado era el del carnet d

conducir, a la primera. Cuatro añodespués, consiguió el permiso parvehículos pesados, y al mismo tiempencontró su primer empleo com

camionero.Los magros ingresos no tardaron e

desilusionar a Doug. Iba y venía del su

de Francia con un cargamento de cole

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de Bruselas guisantes, y menudo

regresaba Sleaford sicargamento y

 por consiguiente,sin prima

Solía meter la pata (palabras textualescon las normas de la UE y considerabque estaba exento de pagar impuestosCulpaba a los franceses de exigi

excesivos trámites burocráticos y agobierno laborista de cobrar excesivompuestos. Cuando los tribunales l

conminaron a pagar sus deudas, todo e

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mundo tuvo la culpa excepto Doug.El alguacil se llevó todas su

posesiones, excepto el camión, qu

Doug aún estaba pagando a plazos.Doug estaba a punto de abandonar l

profesión de camionero y sumarse a l

cola del paro (casi igual dremunerativa y sin necesidad dmadrugar), cuando un hombre al que n

conocía le abordó durante una escala eMarsella. Doug estaba desayunando eun café de los muelles, cuando ehombre se sentó en el taburete de a

ado. El desconocido no perdió eiempo en presentaciones y fue al grano

Doug le escuchó con interés. Al fin y a

cabo, ya había entregado su cargament

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de coles y guisantes, y volvía a casa coun camión vacío. Lo único que debíhacer, según le aseguró el desconocido

era entregar una remesa de plátanos eLincolnshire una vez a la semana.

Creo que debería dejar constanci

de que Doug tenía algunos escrúpulosDejó claro a su nuevo patrón que jamáransportaría drogas, y ni siquier

entraría a discutir sobre inmigrantelegales. Doug, como muchos de micompañeros de cárcel, era muy dderechas.

Cuando llegó al punto de entrega, ugranero en ruinas en la campiña dLincolnshire, le dieron un grueso sobr

marrón que contenía veinticinco mi

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ibras en metálico. Ni siquiera lpidieron ayuda para descargar eproducto.

De la noche a la mañana el estilo dvida de Doug cambió.

Tras un par de viajes empezó

rabajar a tiempo parcial y solefectuaba el viaje de ida y vuelta Marsella una vez a la semana. Aun as

ganaba más en una semana de lo qudeclaraba a Hacienda por todo el año.Doug decidió que una de las cosa

que iba a hacer con sus ingresos serí

marchar de su piso en un sótano dHinton Road e invertir en el mercadnmobiliario.

Durante el mes siguiente vio varia

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propiedades de Sleaford, acompañadde una joven de la agencia de bieneraíces local. A Sally McKenzie l

sorprendía que un camionero pudierpermitirse la clase de propiedades que estaba mostrando.

Por fin, Doug se decidió por uncasita de las afueras de Sleaford. Sallse quedó todavía más estupefact

cuando pagó en metálico, y asombradcuando le pidió una cita.Seis meses después, Sally se fue

vivir con Doug, aunque todavía l

preocupaba ignorar la procedencia dedinero.

La repentina riqueza de Dou

provocó otros problemas con los que n

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había contado. ¿Qué hacer coveinticinco mil libras en metálico a lsemana, si no se puede abrir una cuent

ni ingresar un talón mensual en unsociedad de crédito hipotecario? Habísustituido el piso del sótano de Hinto

Road por una casa en el campo. Habícambiado la carretilla elevadora dsegunda mano por un camión Mercede

de dieciséis ruedas. Ya no pasaba lavacaciones anuales en una casa rural dBlack-pool, sino en una villa alquiladen el Algarve. Los portugueses parecía

muy contentos de cobrar en metálicofuera cual fuese la divisa.

Un año después, durante su segund

visita al Algarve, Doug dobló un

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rodilla, pidió a Sally que se casara coél y le regaló un anillo con un diamantdel tamaño de una bellota; era un tip

radicional.Varias personas, aparte de su jove

esposa, se preguntaban cómo podí

Doug llevar ese tren de vida si solganaba veinticinco mil libras al año«Primas en metálico por las hora

extras», respondía él siempre que Salle preguntaba. Esto sorprendía a lseñora Haslett, porque sabía que smarido solo trabajaba un par de días

a semana. Tal vez no habría descubiertamás la verdad, si otra persona n

hubiera tenido interés en averiguarla.

Mark Cainen, un funcionario d

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aduanas joven y ambicioso, decidió quhabía llegado el momento de descubriqué estaba importando exactament

Doug, después de que un soplón lnsinuara que tal vez no eran sol

plátanos.

Cuando Dougregresaba de unode sus viajes

semanales aMarsella, el señor Cainen le pidióque parara y

aparcara elcamión en la navede aduanas. Doug bajó de la cabina

entregó su hoja de trabajo a

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funcionario. En el manifiesto solconstaba una entrada: cincuenta cajas dplátanos. El joven funcionario se puso

abrirlas de una en una, y al llegar a lreinta y seis empezó a preguntarse si l

habían tomado el pelo. Cambió d

opinión cuando abrió la caja númerreinta y siete, que estaba llena d

cigarrillos: Marlboro, Benson &

Hedges, Silk Cut y Players. Cuando eseñor Cainen abrió la quincuagésimcaja, ya había calculado que el valor ea calle del tabaco de contraband

sobrepasaría las doscientas mil libras. —No tenía ni idea de lo que habí

en esas cajas —aseguró Doug a s

esposa, y ella le creyó.

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Repitió la misma historia a sequipo de abogados defensores, locuales quisieron creerle, y por tercer

vez al jurado, que no le creyó. Eabogado defensor de Doug recordó a sseñoría que era el primer delito de

señor Haslett, y que su esposa estabembarazada. El juez escuchó en usilencio glacial, y condenó a Doug

cuatro años.Doug pasó su primera semana en lprisión de alta seguridad de Lincolnpero en cuanto hubo rellenado e

formulario de entrada, donde marcodas las casillas correctas (nada d

drogas, nada de violencia, ningun

condena anterior), fue trasladado a un

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cárcel abierta.En North Sea Camp, como ya h

dicho, Doug decidió trabajar en l

biblioteca. Las opciones eran lcochiquera, la cocina, los almacenes impiar los retretes. Doug no tardó e

descubrir que, pese a haber más dcuatrocientos residentes en la prisiónrabajar en la biblioteca era un chollo

Sus ingresos descendieron dveinticinco mil libras a la semana doce cincuenta, de las cuales gastabdiez en tarjetas telefónicas para llamar

su esposa embarazada.Doug telefoneaba a Sally dos vece

a la semana (en la cárcel solo puede

hacer llamadas, no recibirlas) par

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repetirle una y otra vez que, en cuantquedara en libertad, no volvería meterse en líos con la ley. Esta notici

ranquilizó a Sally.Durante la ausencia de Doug, Sally

pese a lo avanzado de su embarazo

continuó trabajando en la agencia dbienes raíces y hasta consiguió alquilael camión de su esposo durante e

período de tiempo que este estaría fueraMientras otros presos recibíaejemplares de Playboy, Reader’s Wive el Sun, Doug recibía Haulage Weekly

Exchange & Mart como lectura.Estaba hojeando Haulage Weekly

cuando descubrió justo lo que buscaba

un camión American Peterbilt d

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segunda mano, con volante a lzquierda, de cuarenta toneladas, qu

ofrecían a precio de ganga. Dedic

mucho tiempo (pero a Doug le sobrabel tiempo) a meditar sobre las ventajaadicionales del vehículo. Sentado sol

en la biblioteca, empezó a dibujadiagramas en la contraportada de lrevista. Después midió con una regla e

amaño de una cajetilla de Marlboro. Sdio cuenta de que esta vez los ingresoserían menores, pero al menos no lpillarían.

Uno de los problemas que comportganar veinticinco mil libras a la seman  no tener que pagar impuestos es que

cuando sales de la cárcel, esperan qu

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busques un empleo por tan solveinticinco mil libras al año, antes dos impuestos; un problema común par

muchos delincuentes, sobre todo paros traficantes de drogas.

Cuando le faltaba menos de un me

de condena por cumplir, Doug telefonea su esposa y le pidió que vendiera eMercedes último modelo como parte de

pago del enorme camión Peterbilt dsegunda mano y dieciocho ruedas quhabía visto anunciado en HaulagWeekly.

Cuando Sally vio el camión, nentendió por qué su marido querícambiar su magnífico vehículo po

semejante monstruosidad. Aceptó l

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explicación de que podría viajar desdMarsella a Sleaford sin tener que paraa repostar.

 —Pero lleva el volante a lzquierda.

 —No olvides que la parte más larg

del viaje es desde Calais hasta Marsell—le recordó Doug.

Doug resultó ser un preso modélico

de manera que solo cumplió la mitad dsu condena de cuatro años.El día que quedó en libertad, s

esposa y su hija de dieciocho meses

Kelly, le esperaban ante la puerta de lprisión. Sally condujo su viejo Vauxhalde vuelta a Sleaford. Al llegar, Doug s

sintió satisfecho al ver el mamotret

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aparcado en el campo contiguo a lcasa.

 —¿Por qué no has vendido mi viej

Mere? —preguntó. —No recibí ninguna oferta aceptabl

—admitió Sally—, de modo que lo ced

en alquiler durante un año más. Amenos así obtenemos algo a cambio.

Doug asintió. Le gustó comproba

que los dos vehículos estabampecables, y después de inspeccionaos motores descubrió que también s

encontraban en buen estado.

Doug se reincorporó al trabajo a lmañana siguiente. Aseguró repetidaveces a Sally que nunca más volvería

cometer la misma equivocación. Llen

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el camión con coles de Bruselas guisantes de un agricultor vecino reanudó sus viajes a Marsella. Regres

a Inglaterra cargado de plátanos. Ereceloso Mark Cainen, reciéascendido, le paró para inspeccionar l

que traía de Marsella. Pero, por mácajas que abrió, solo encontró plátanosEl funcionario no se quedó convencido

pero tampoco descubrió qué se traíDoug entre manos. —Déjeme en paz —dijo Dou

cuando el señor Cainen le ordenó para

de nuevo en Dover—. ¿No ve que hpasado página?

El funcionario de aduanas no le dej

en paz, porque estaba convencido de qu

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Doug seguía en la misma página, aunquno podía demostrarlo.

El nuevo sistema de Dou

funcionaba a las mil maravillas yaunque ahora solo sacaba diez mil libraa la semana, al menos esta vez no podía

pillarle. Sally mantenía al día los librode ambos camiones, de modo que ladeclaraciones de renta de Doug siempr

eran correctas y se pagaban a tiempoademás de cumplir cualquier nuevnorma de la UE. No obstante, Doug nhabía explicado a su esposa los detalle

del nuevo plan para obtener beneficiosin pagar impuestos.

Un jueves por la tarde, justo despué

de dejar atrás la aduana de Dover, Dou

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entró en la siguiente estación de servicipara llenar el depósito antes dcontinuar viaje hacia Sleaford. Detrá

de él se detuvo un Audi, cuyo conductoe siguió, y el conductor empezó

maldecir y a quejarse del tiempo qu

endría que esperar hasta que llenaran edepósito del enorme camión. Para ssorpresa, el camionero solo tardó un pa

de minutos. Cuando Doug salió a lcarretera, el coche ocupó su lugarCuando el señor Cainen vio el nombrpintado en el costado del camión, s

sintió picado por la curiosidad. Echó uvistazo al surtidor y descubrió que Dousolo había gastado treinta y tres libras

Siguió con la mirada el enorm

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monstruo de dieciocho ruedas que salejaba por la autopista, consciente dcon aquella cantidad de gasolina Dou

solo podría recorrer unos cuantokilómetros más antes de tener qurepostar de nuevo.

El señor Cainen solo tardó unominutos en alcanzar al camión de DougEntonces, lo siguió desde una distanci

prudencial a lo largo de los veintkilómetros siguientes, hasta que Douparó en otra estación de servicio. Unominutos después, cuando Doug volvió

salir a la autopista, el señor Cainen echun vistazo al surtidor: treinta y cuatribras, suficiente para otros treint

kilómetros. Mientras Doug continuaba s

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viaje hacia Sleaford, el funcionariregresó a Dover con una sonrisa en erostro.

La semana siguiente, Doug no mostra menor preocupación cuando, a

volver de Marsella, el señor Cainen l

pidió que aparcara el camión en la navde aduanas. Sabía que, tal comndicaban las hojas de trabajo, todas la

cajas estaban llenas de plátanos. Siembargo, el funcionario no le pidió quabriera la puerta posterior del camiónSe limitó a rodear el vehículo provist

de una llave inglesa y procedió a dagolpecitos con ella, como si fuera udiapasón, sobre los enormes depósito

de gasolina. Al funcionario no l

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sorprendió que el sonido del octavdepósito fuera muy diferente del quhabían producido en los otros siete

Doug pasó varias horas sentadomientras los mecánicos de aduanadesmontaban los ocho depósitos d

combustible de ambos lados devehículo. Solo uno estaba medio llende diesel, mientras los otros siet

contenían cigarrillos por un valosuperior a cien mil libras.En esta ocasión el juez fue meno

benevolente y condenó a Doug a sei

años de prisión, aunque su abogadadujo que había otro hijo en camino.

Sally se escandalizó al descubri

que Doug había incumplido su palabra

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se mostró escéptica cuando él prometique nunca, nunca más volvería suceder. En cuanto encerraron a s

marido, alquiló el segundo vehículo volvió a su trabajo de agente de bieneraíces.

Un año después, Sally pudo declaraunos ingresos superiores a tres miibras, además de sus ganancias com

agente de bienes raíces.El contable de Sally le aconsejó qucomprara el campo contiguo a la casadonde los camiones estaban aparcado

por la noche, porque así podrídesgravar.

 —Un aparcamiento —explicó—

sería un gasto comercial legítimo.

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Cuando Doug empezó la condena dseis años y volvió a ganar doce libracon cincuenta a la semana com

bibliotecario de la prisión, no estaba econdiciones de opinar. Sin embargohasta él quedó impresionado cuando a

año siguiente Sally declaró unongresos de treinta y siete mil libras, quncluían sus primas por ventas. Esta vez

el contable le aconsejó que comprara uercer camión.Doug salió de la cárcel tras habe

cumplido la mitad de la pena (tre

años). Sally esperaba en su Vauxhaldelante de la prisión para llevar a casa su marido. Su hija de nueve años, Kelly

ba en el asiento de atrás, al lado de s

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hermana de tres años, Sam.Sally no les había permitido ver a s

padre en la cárcel, de modo que, cuand

Doug tomó en brazos a la niña poprimera vez, Sam se puso a llorar. Salle explicó que aquel desconocido era s

padre.Mientras desayunaban beicon

huevos, Sally explicó que su aseso

fiscal le había aconsejado formar unsociedad limitada. Haslett Haulaghabía declarado unos beneficios dveintiuna mil seiscientas libras en s

primer año y había añadido docamiones más a su creciente flota. Sallcomentó a su marido que estab

pensando en dejar su trabajo en l

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agencia inmobiliaria para convertirse epresidenta de la nueva empresa.

 —¿Presidenta? —preguntó Doug—

¿Qué es eso?Doug accedió de buena gana a qu

Sally dirigiera la empresa, siempre qu

a él se le permitiera sentarse al volantde uno de los camiones. Esta situacióhabría podido prolongarse felizmente, s

el hombre de Marsella (quien jamáacababa con sus huesos en la cárcel) nhubiera vuelto a abordar a Doug con lque, según aseguró, era un plan infalible

que carecía de todo riesgo y mámportante aún, del que su esposa nendría por qué enterarse.

Doug resistió durante varios mese

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el asedio del francés, pero después dperder una cantidad bastante importanten una partida de póquer sucumbió po

fin. Solo un viaje, se prometió. Ehombre de Marsella sonrió, al tiempque le entregaba un sobre que contení

doce mil quinientas libras.Bajo la presidencia de Sally, l

Haslett Haulage Company continu

creciendo tanto en reputación como engresos. Entretanto Doug se acostumbrde nuevo a disponer de dinero eefectivo; dinero que no dependía de u

balance ni estaba sujeto a la declaracióde renta.

Alguien vigilaba a la Haslet

Haulage Company, y a Doug e

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particular. Como un reloj, Douatravesaba en su camión la terminal dDover con un cargamento de toles d

Bruselas y guisantes, cuyo destino erMarsella. Sin embargo, Mark Cainenahora funcionario de la brigad

anticontrabando, que formaba parte de lUnidad de Prevención Criminal, nuncveía a Doug regresar. Esto l

preocupaba.

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http://slidepdf.com/reader/full/casi-culpables-jeffrey-archer-book 453/731El funcionario consultó lo

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expedientes, y descubrió que HasletHaulage contaba ahora con nuevcamiones, que viajaban cada semana

diferentes partes de Europa. Spresidenta, Sally Haslett, gozaba de unreputación sin mácula (lo mismo que su

vehículos) entre la gente con la qurataba, desde las aduanas a los clientes

Aun así, al señor Cainen todavía l

ntrigaba por qué Doug ya no regresabpor su puerto. Se lo tomó como algpersonal.

Unas discretas investigacione

revelaron que Doug continuabdescargando en Marsella coles dBruselas y guisantes, para luego carga

cajas de plátanos. Sin embargo, habí

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ntroducido una pequeña variaciónAhora volvía vía Newhaven, lo cuasegún los cálculos de Cainen, suponía u

par de horas más de viaje.Todos los funcionarios de aduana

enían la opción de trabajar un mes a

año en otro puerto de entrada, con vistaa mejorar sus perspectivas de ascensoEl año anterior, el señor Cainen habí

elegido el aeropuerto de Heathrow. Estaño, optó por un mes en Newhaven.El señor Cainen esper

pacientemente a que el camión de Dou

apareciera en el muelle, pero no fuhasta el final de su segunda semancuando divisó a su viejo adversario e

a cola para desembarcar de u

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ransbordador de Olsen. En cuanto ecamión de Doug tocó el muelle, el señoCainen desapareció en la sala d

descanso y se sirvió una taza de café. Sacercó a la ventana y vio que el vehículde Doug se detenía en la cabecera de l

fila. Los dos funcionarios de servicio lhicieron pasar enseguida. El señoCainen no intervino en ningún momento

mientras Doug salía a la carretera parcontinuar el viaje de regreso a SleafordTuvo que esperar otros diez días a quel camión de Doug volviera a aparecer

  esta vez reparó en que solo una cosno había cambiado. El señor Cainen ncreyó que se tratara de una coincidencia

Cuando Doug regresó vía Newhave

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cinco días después, los mismos doagentes dedicaron a su vehículo solo unmirada superficial antes de dejarl

pasar. El señor Cainen sabía ahora quno se trataba de una coincidencianformó de sus observaciones a s

superior de Newhaven y, cuando su meallí terminó, volvió a Dover.

Doug realizó tres viajes más desd

Marsella vía Newhaven antes de qudetuvieran a los dos agentes. Cuando vique cinco agentes se encaminaban hacisu camión, comprendió que su sistem

mposible de detectar había fracasado.Doug no se molestó en declarars

nocente en el juicio, porque uno de lo

agentes de aduanas con los que estab

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conchabado había llegado a un tratpara que redujeran su condena, a cambide revelar nombres. Mencionó

Douglas Arthur Haslett.El juez condenó a Doug a ocho años

sin reducción de pena por bue

comportamiento, a menos que accediera pagar una fianza de setecientacincuenta mil libras. Doug no tenía la

setecientas cincuenta mil del ala suplicó a Sally que le ayudara, pues erncapaz de afrontar ocho años más a l

sombra. Sally tuvo que venderlo todo, l

casa, el aparcamiento, nueve camionesncluso su anillo de compromiso, par

que su marido pudiera acatar el mandat

udicial.

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Después de un año en la prisión dWayland, categoría C, en Norfolk, Doufue trasladado a North Sea Camp. Un

vez más, le nombraron bibliotecario, así fue como le conocí.

Me sorprendía que Sally y sus do

hijas, ya adultas, visitaran a Doug cadfin de semana. Él me dijo que nunchablaban de negocios, aunque habí

urado sobre la tumba de su madre qununca más reincidiría. —Ni lo pienses —le habí

advertido Sally—. Ya he enviado t

camión al desguace. —No puedo culpar a la parienta

después de los apuros que le he hech

pasar —explicó Doug la siguiente ve

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que fui a la biblioteca—. Pero, si no mdejan sentarme a un volante cuando msuelten, ¿qué voy a hacer el resto de m

vida?Me pusieron en libertad dos año

antes que a Doug, y si no hubier

pronunciado una conferencia en ufestival literario en Lincoln unos añodespués, tal vez no habría descubiert

amás qué había sido del bibliotecario.Mientras miraba al público durantel turno de preguntas, me parecireconocer tres rostros que me escrutaba

desde la tercera fila. Me devané la partde los sesos que almacena nombrespero no reaccionó, hasta que m

hicieron una pregunta sobre la

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dificultades de escribir cuando se esten la cárcel. Entonces recordé. Habívisto a Sally por última vez tres año

antes, cuando visitó a Doug en compañíde sus dos hijas, Kelly y… y Sam.

Después de la última pregunta

nterrumpimos la sesión para tomar caf las tres se acercaron a mí.

 —Hola, Sally. ¿Cómo está Doug? —

pregunté incluso antes de que spresentaran. Un viejo truco político, quas impresionó como yo esperaba.

 —Jubilado —contestó Sally sin má

explicaciones. —Pero si era más joven que yo —

protesté—, y nunca dejaba de contar

odo el mundo lo que haría cuand

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quedara en libertad. —Sin duda —repuso Sally—, per

puedo asegurarle que está jubilado. Mi

dos hijas y yo dirigimos ahora HasletHaulage, con veintidós empleados, sicontar los conductores.

 —Es evidente que las cosas les vabien —dije, picado por la curiosidad.

 —Está claro que no lee las página

de economía —bromeó la mujer. —Soy como los japoneses —afirm—. Siempre leo los periódicos desde lúltima página a la primera. ¿Qué h

pasado por alto? —El año pasado salimos a bolsa —

ntervino Kelly—. Mamá es l

presidenta, yo estoy a cargo de la

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cuentas nuevas y Sam es responsable dos conductores.

 —Si no recuerdo mal, tenían nuev

camiones. —Ahora tenemos cuarenta y uno —

dijo Sally—, y la facturación del añ

pasado llegó casi a los cinco millones. —¿Doug no desempeña ningú

papel?

 —Doug juega al golf —contestSally—, para lo cual no necesita viajavía Dover o —añadió con un suspiro, aiempo que su marido aparecía en l

puerta— regresar vía Newhaven.Doug se quedó inmóvil, mientra

buscaba con la vista a su familia. Agit

a mano para llamar su atención. Dou

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saludó con un gesto y vino hacinosotros.

 —Todavía le dejamos que nos llev

a casa en coche de vez en cuando —susurró Sam con una sonrisa, justcuando Doug se materializaba a mi lado

Estreché la mano de mi anteriocompañero de infortunio y, cuando Sall  las chicas terminaron el café, la

acompañé hasta su coche, lo cual mconcedió la oportunidad de intercambiaunas palabras con Doug.

 —Me alegra saber que Hasle

Haulage va tan bien —dije. —Todo gracias a la experiencia —

afirmó Doug—. No olvides que yo le

enseñé todo lo que saben.

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 —Kelly me ha dicho que, desde lúltima vez que nos vimos, la empresa hsalido a bolsa.

 —Todo forma parte de mi plan argo plazo —dijo Doug, mientras s

mujer subía al asiento trasero. Se volvi

 me dirigió una mirada de complicida—. Hay un montón de gente husmeanden este momento, Jeff, de modo que no t

sorprendas si hay una OPA dentro dpoco. —Cuando se paró ante la puertdel conductor, añadió—: Tienes loportunidad de ganarte unos chelines

mientras las acciones sigan al preciactual. ¿Sabes lo que quiero decir?

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La caridad bien 

entendida empieza por  uno mismo

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H

enry Preston, Harry para suamigos (que no eran mu

numerosos), no era el tipo de personcon la que toparían en el  pub  de lesquina, coincidirían en un partido dfútbol o invitarían a una barbacoa. Par

ser sinceros, si hubiera un club dntrovertidos, Henry sería elegid

presidente… a regañadientes.

En el colegio solo destacaba ematemáticas, y su madre, la únicpersona que le adoraba, estaba decidid

a que Henry tuviera una profesión. Spadre había sido cartero. Con un nivel Aen matemáticas, el campo era bastantimitado: banca o contabilidad. S

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madre eligió contabilidad.Henry entró de aprendiz en Pearson

Clutterbuck & Reynolds y, cuand

empezó, soñaba con el papel de cartcon membrete que anunciaría «PearsonClutterbuck, Reynolds & Preston». Per

a medida que transcurrían los años, hombres cada vez más jóvenes veían snombre impreso en el lado izquierdo de

papel de carta de la empresa, el sueñse fue desvaneciendo.Algunos hombres, conscientes de su

imitaciones, encuentran solaz de otr

forma: sexo, drogas o una vida sociaactiva. Es muy difícil llevar una vidsocial activa solo. ¿Drogas? Henry n

siquiera fumaba, si bien se permití

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algún  gin-tonic  de vez en cuando, persolo los sábados. En cuanto al sexoestaba seguro de que no era gay, pero s

asa de éxito con el sexo opuesto, «hits»como decían algunos de sus colegas máóvenes, rondaba el cero. Henry n

siquiera tenía aficiones.Llega un momento en la vida de tod

hombre en que se da cuenta de que «Vo

a vivir eternamente» es una falacia. AHenry le sucedió bastante prontomientras la madurez avanzaba a todprisa, y de repente empezó a pensar e

a jubilación anticipada. Cuando eseñor Pearson, el socio mayoritario, subiló, celebraron en su honor una gra

fiesta, en una sala privada de un hotel d

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cinco estrellas. El señor Pearsondespués de una larga y distinguida vidprofesional, dijo a sus colegas que s

retiraba a una casa en los Costwoldpara cuidar de sus rosas e intentamejorar su técnica con el golf. Siguiero

muchas risas y aplausos. Lo único qurecordaba Henry de aquella ocasión fucuando Atkins, el último fichaje de l

firma, le dijo al marcharse: —Supongo que no pasará muchiempo antes de que montemos lo mism

para ti.

Henry meditó sobre las palabras dAtkins mientras caminaba hacia lparada del autobús. Tenía cincuenta

cuatro años, de modo que al cabo d

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seis, a menos que se convirtiera esocio, en cuyo caso continuaría hasta losesenta y cinco, le obsequiarían con un

fiesta de despedida. La verdad era quHenry hacía tiempo que habírenunciado a la idea de convertirse e

socio, y ya había asumido que su fiestde despedida no se celebraría en la salprivada de un hotel de cinco estrellas

o se retiraría a una casita de loCostwolds para cuidar de sus rosas, y yenía bastantes cosas que mejorar par

preocuparse del golf.

Henry era muy consciente de que sucolegas le consideraban una persondigna de confianza, competente

concienzuda, lo cual no hacía más qu

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confirmar su sensación de fracaso. Lmayor alabanza que había recibido era«Siempre se puede confiar en Henry. E

sus manos todo está seguro».Pero todo eso cambió el día qu

conoció a Angela.

La empresa de Angela ForsterEvents Unlimited, no era lo bastantgrande para asignarla a uno de lo

socios, ni tan pequeña como para que ladministrara un ayudante; por eso sexpediente aterrizó en el escritorio dHenry. Estudió los detalles con atención

La señora Forster era la únicpropietaria de un pequeño negociespecializado en organizar toda clase d

celebraciones, desde la cena anual de l

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Asociación Conservadora local hasta ubaile de cazadores regional. Angela eruna organizadora nata y, después de qu

su marido la abandonara por una mujemás joven —cuando un hombrabandona a su esposa por una mujer má

oven, es un relato corto; cuando unmujer abandona a su marido por uhombre más joven, es una novela (esto

haciendo una confesión)—, tomó ldecisión de no quedarse sentada en cas  hundirse en la autocompasión, sin

que, siguiendo el consejo de nuestr

Señor en la parábola de los talentosoptó por utilizar su único don con el fide ocupar todo su tiempo y ganar u

poco de dinero de paso. El problema fu

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que Angela tuvo un poco más de éxitdel que había previsto y por eso acabcitándose con Henry.

Antes de que Henry finalizara lacuentas de la señora Forster, fuexaminando las cifras columna

columna, y demostró a su nueva clientque tenía derecho a reclamar ciertadesgravaciones, por ejemplo por s

coche, los viajes, incluso la ropa. Indicque debía ir vestida de manera adecuadcuando asistía a alguno de los actos quorganizaba. Henry consiguió ahorrar a l

señora Forster varios cientos de libraen su declaración de renta. Al fin y acabo, consideraba una cuestión d

prurito profesional que todos su

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clientes, tras haber seguido suconsejos, se marcharan del despachmás ricos que antes de entrar, inclus

después de que fijaran los honorarios da empresa de Henry, que tambié

podían desgravar.

Henry siempre terminaba sureuniones con las palabras «Puedasegurarle que sus cuentas están e

perfecto orden y que Hacienda no lmolestará». Era consciente de quHacienda no iba a interesarse por casninguno de sus clientes, y mucho meno

molestarles. Luego acompañaba acliente hasta la puerta diciendo estapalabras: «Hasta el año que viene»

Cuando abrió la puerta a la señor

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Forster, la mujer sonrió.

 —¿Por qué no viene a alguna de mirecepciones, señor Preston? —dijo—

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Así sabrá a qué me dedico casi todas lanoches.

Henry no recordaba la última ve

que le habían invitado a algo. Vacilópues no estaba seguro de que debícontestar. Angela llenó el silencio.

 —Organizo un baile de ayuda contrel hambre en Africa el próximo domingpor la noche. Tendrá lugar en e

ayuntamiento. ¿Por qué no viene? —Sí, gracias, es usted muy amabl—se oyó decir Henry—. Me apetecmucho.

Se arrepintió de la decisión ecuanto hubo cerrado la puerta. Al fin al cabo, los sábados por la noch

siempre veía la película de la semana e

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Sky, mientras se solazaba con comidchina y un gin-tonic. En cualquier casoenía que acostarse a las diez, porque e

domingo por la mañana tenía lresponsabilidad de revisar la colecta da iglesia. También era su contable

Honorario, aseguraba a su madre.Henry se pasó todo el sábado por l

mañana intentando inventar una excus

dolor de cabeza, una reunión urgenteun compromiso anterior que habíolvidado) para llamar a la señorForster y anular la cita. Después cayó e

a cuenta de que no tenía el número dsu casa.

A las seis de la tarde Henry se pus

el esmoquin que su madre le habí

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regalado cuando cumplió veintiún año  que no siempre cumplía una funció

anual. Se miró en el espejo, nervios

por el hecho de que su atuendo parecieranticuado (solapas anchas y pantaloneacampanados), sin saber que la mod

había vuelto. Fue de los últimos elegar al ayuntamiento y ya habí

decidido que sería de los primeros e

marcharse.Angela había colocado a Henry en eextremo de la mesa principal, desddonde pudo observar cómo s

desarrollaba el acto, y de vez en cuandcontestaba a las preguntas de la damsentada a su izquierda.

En cuanto terminaron los discursos

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a banda empezó a tocar, Henry pensque ya podía escapar. Buscó con lmirada a la señora Forster. Antes l

había visto ir de un lado a otrorganizándolo todo, desde la rifa y econcurso de solitarios hasta la subasta

Cuando miró con más atención a lseñora Forster, ataviada con un vestidde fiesta rojo, la melena rubia que l

caía hasta los hombros, tuvo quadmitir… Henry se levantó, y ya estaba punto de marcharse cuando Angela smaterializó a su lado.

 —Espero que lo haya pasado bie—dijo tocándole el brazo.

Henry no recordaba la última ve

que una mujer le había tocado. Rez

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para que no le pidiera salir a bailar. —Lo he pasado de maravilla —

aseguró Henry—. ¿Y usted?

 —Estoy agobiada de trabajo —respondió Angela—, pero espero queste año hayamos batido el récord d

recaudación. —¿Cuánto cree haber reunido? —

preguntó Henry, aliviado al pisar terren

más seguro.Angela consultó una libretita. —Doce mil seiscientas libras e

donativos prometidos, treinta y nuev

mil cuatrocientas cincuenta en cheques algo más de veinte mil en metálico.

Entregó la libreta a Henry para qu

examinara las cifras. Él las fu

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repasando y se sintió relajado poprimera vez aquella noche.

 —¿Qué va a hacer con el dinero e

metálico? —preguntó. —Siempre lo ingreso cuando vuelv

a casa en el banco más cercano dotad

de caja fuerte nocturna. Si quieracompañarme, podrá presenciar todo eciclo de principio a fin. —Henry asinti

—. Concédame unos minutos —agregAngela—. He de pagar a la orquesta, ambién a mis ayudantes… y siempre l

quieren en efectivo.

Debió de ser entonces cuando Henry se le ocurrió la idea; al principiun pensamiento fugaz, que desechó a

nstante. Se encaminó hacia la salida

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esperó a Angela. —Si no recuerdo mal —dijo Henry

mientras bajaban por la escalinata de

ayuntamiento—, su facturación del añpasado fue algo inferior a cincmillones, de los cuales más de uno fu

en metálico. —Qué memoria tiene, señor Presto

—dijo Angela, mientras se dirigía

hacia High Street—. Este año esperfacturar más de cinco millones, y emarzo ya empecé el objetivo que mhabía propuesto.

 —Es posible —repuso Henry—pero el año pasado solo ganó cuarenta dos mil libras, que es menos del uno po

ciento de la facturación.

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 —Estoy segura de que tiene razón —dijo Angela—, pero me gusta mi trabajo

 —De todos modos, ¿no cree que su

esfuerzos merecen una mejorecompensa?

 —Es posible, pero a mis cliente

solo les cargo un cinco por ciento de lobeneficios, y siempre que hablo de subia tarifa, me recuerdan que so

organizaciones caritativas. —Pero usted no —dijo Henry—Usted es una profesional y debería serecompensada en consecuencia.

 —Sé que tiene razón —convinAngela cuando se detuvieron ante ebanco Nat West e ingresó el dinero en l

caja fuerte nocturna—, pero la mayorí

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de mis clientes llevan años conmigo. —Y se han aprovechado de uste

durante todos estos años —insisti

Henry. —Es posible que tenga razón —dij

Angela—, pero ¿qué puedo hacer a

respecto?Aquella idea volvió a la mente d

Henry, pero no dijo nada.

 —Gracias por una velada de lo mánteresante, señora Forster. Hacía añoque no lo pasaba tan bien.

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Henry le tendió la mano derecha

como hacía siempre al terminar un

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entrevista, y tuvo que hacer un esfuerzpara no añadir: «Hasta el año quviene».

Angela rio, se inclinó hacia él y lbesó en la mejilla. Henry tampoco logrrecordar cuándo le había sucedido es

por última vez. —Buenas noches, Henry —dij

Angela, mientras empezaba a alejarse.

 —Supongo que no… —Henrvaciló. —¿Sí, Henry? —preguntó Angel

volviéndose hacia él.

 —¿Te gustaría cenar conmigo algunvez?

 —Me gustaría muchísimo —

respondió Angela—. ¿Cuándo te v

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bien? —Mañana —contestó Henry

envalentonado de repente.

Angela sacó una agenda del bolso empezó a pasar las páginas.

 —Sé que mañana no puedo —dij

—. Intuyo que toca Greenpeace. —¿El lunes? —preguntó Henry si

necesidad de consultar su agenda.

 —Lo siento, es el baile de la CruAzul, para el cuidado de los animales —dijo Angela, y pasó otra página de lagenda.

 —¿El martes? —propuso Henrprocurando disimular su desesperación.

 —Amnistía Internacional —contest

Angela, y pasó otra página.

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 —Miércoles —dijo Henry, que spreguntaba si la mujer habría cambiadde opinión.

 —Me va bien —dijo Angelcontemplando la página en blanco—¿Dónde quieres que nos encontremos?

 —¿Qué te parece La Bacha? —preguntó Henry, recordando que era erestaurante donde los socios llevaban

sus clientes más importantes a comer—¿A las ocho te va bien? —Estupendo.Henry llegó al restaurante con veint

minutos de antelación y leyó la carta dcabo a rabo… varias veces. Durante lhora de comer había comprado un

camisa y una corbata de seda. Ahora s

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arrepentía de no haberse probado lchaqueta expuesta en el escaparate.

Angela entró en La Bacha poc

después de las ocho. Llevaba un vestidverde claro con estampado de flores que llegaba justo por debajo de la rodilla

A Henry le gustó su peinado, pero sabíque no tendría el valor de decírseloTambién aprobaba el hecho de que s

hubiera aplicado muy poco maquillaje que la única joya que exhibía fuera ucollar de perlas. Se levantó cuando elllegó a la mesa. Angela no recordab

quién había sido la última persona quhabía tenido ese detalle con ella.

Henry había temido que no sabría d

qué hablar (las conversacione

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ntrascendentes nunca habían sido sfuerte), pero Angela se lo puso tan fácique se sorprendió pidiendo una segund

botella de vino mucho antes de que lcena hubiera terminado: otra primervez.

 —Creo que he encontrado una formde complementar tus ingresos —dijHenry, mientras tomaban café.

 —No hablemos de negocios —repuso Angela, y le tocó la mano. —No se trata de negocios —asegur

Henry.

Cuando Angela despertó a la mañansiguiente, sonrió al recordar lagradable velada que había pasado co

Henry. Le vino a la mente su frase d

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despedida, «No olvides que todas laganancias procedentes del juego estáibres de impuestos», pero ignoraba s

significado.Henry, por su parte, recordaba hast

el último detalle de los consejos qu

había brindado a Angela. El domingo sevantó temprano y empezó a esbozar u

plan, que incluía abrir varias cuenta

bancarias, preparar hojas de cálculo rabajar en programas de inversión argo plazo. Casi se perdió la mis

matutina.

Al día siguiente, Henry se dirigió ahotel Hilton de Park Lane, adonde llegunos minutos después de la medianoche

Llevaba una bolsa Gladstone vacía e

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una mano y un paraguas en la otra. Al fi al cabo tenía que dar el pego.

El baile anual de la Asociació

Conservadora de Westminster y la Citestaba tocando a su fin. Cuando Henrentró en la sala de baile, los presente

empezaban a reventar globos y vaciaas últimas gotas de champán de la

botellas supervivientes. Vio a Angel

sentada a una mesa de un rincónordenando promesas de donativosalones y dinero en metálico, que ib

colocando en tres pilas separadas

Angela alzó la vista y no pudo disimulasu sorpresa cuando le vio. Había pasadel día convenciéndose de que él n

hablaba en serio y de que, si aparecía

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ella no accedería. —¿Cuánto en efectivo? —pregunt

Henry como si tal cosa, incluso antes d

que ella pudiera decir «hola». —Veintidós mil trescientas setent

ibras —se oyó decir Angela.

Henry se tomó su tiempo. Contó doveces los billetes antes de guardarlos ea bolsa maltrecha. Los cálculos d

Angela eran correctos. Henry le entregun recibo por diecinueve micuatrocientas libras.

 —Hasta luego —dijo, justo en e

momento en que la banda atacab«Jerusalem». Abandonó la sala de bailcuando los asistentes entonaban «Brin

me my bowl of burning gold» co

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entusiasmo y desafinando levementeAngela se quedó como hipnotizadmientras veía a Henry alejarse. Sabí

que, si no corría tras él y le deteníantes de que llegara al banco, no habrívuelta atrás.

 —Felicidades por otro acto bieorganizado, Angela —dijo el concejaPickering interrumpiendo su

pensamientos—. No sé cómo nos laarreglaríamos sin ti. —Gracias —repuso Angela, y s

volvió hacia el presidente del comit

del baile.Henry empujó las puertas giratoria

del hotel y salió a la calle. Por primer

vez pensó que su anonimato no era u

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punto débil, sino una ventaja. Oyó loatidos de su corazón mientras se dirigí

hacia la agencia local del HSBC, e

banco más cercano con caja fuertnocturna. Ingresó diecinueve micuatrocientas libras y dejó dos mi

novecientas setenta en la bolsa. Despuéparó un taxi (otro cambio en sucostumbres) y dio al conductor un

dirección del West End.El taxi frenó ante un local en el quHenry nunca había entrado, si bielevaba sus cuentas desde hacía más d

veinte años.El encargado nocturno del casin

Black Ace intentó disimular su sorpres

cuando vio al señor Preston entrar en l

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sala. ¿Habría ido a realizar unnspección? Eso parecía improbable

pues el contable de la empresa no l

saludó, sino que se encaminó sin vacilahacia la mesa de la ruleta.

Henry conocía a la perfección la

probabilidades, porque firmaba ebalance anual del casino cada abril ypese al alquiler, la contribució

municipal, los salarios de loempleados, la seguridad, incluso lacomidas y copas gratis para los clientehabituales, el casino todavía lograb

declarar unos pingües beneficios. Perno era la intención de Henry conseguiganancias, ni siquiera pérdidas.

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http://slidepdf.com/reader/full/casi-culpables-jeffrey-archer-book 499/731Se sentó a la mesa de la ruleta

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Abrió la bolsa Gladstone, extrajo diebilletes de diez libras y los entregó acrupier, quien los contó con parsimoni

antes de darle diez fichas azules blancas a cambio.

Ya había varios jugadores sentados

a mesa, que realizaban sus apuestas cofichas de cinco, diez, veinte y cincuentibras, e incluso las doradas de cien

Solo un cliente tenía una pila de fichadoradas delante, que distribuía al azaen diferentes números. Henry se sintisatisfecho al ver que ese hombre atraí

a atención de casi todos los curiosoque rodeaban la mesa.

Mientras el jugador del otro lado d

a mesa continuaba sembrando el tapet

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verde de fichas doradas, Henry colocuna de diez libras sobre el rojo. Lrueda giró y la bolita blanca se movió e

dirección opuesta hasta caer en enúmero diecinueve rojo. El crupiedevolvió una ficha de diez libras

Henry, mientras recogía fichas doradapor valor de más de mil libras deugador sentado al otro lado de la mesa.

Mientras el crupier preparaba lrueda, Henry deslizó su única ficha en ebolsillo izquierdo de la chaqueta siguió apostando al rojo.

La rueda giró de nuevo. Esta vez, lbolita blanca se detuvo en el cuatrnegro y el crupier recogió la ficha d

Henry. Dos apuestas, y Henry ni ganab

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ni perdía. Depositó otra ficha de dieibras sobre el rojo. Ya había aceptad

que, si iba a cambiar todo el dinero po

fichas, el proceso sería largo y arduoPero, a diferencia de la mayoría de lougadores, era un hombre paciente, cuy

único propósito era no ganar ni perderDepositó otras diez libras sobre el rojo

Tres horas más tarde, después d

haber conseguido cambiar las dos minovecientas setenta libras por fichas sidespertar sospechas, Henry abandonó lmesa y se dirigió hacia el bar. Si alguie

hubiera observado con atención sumovimientos, habría visto que no habíganado ni perdido. Pero esa era s

ntención. Solo quería cambiar todo e

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dinero sobrante por fichas antes dejecutar la segunda parte de su plan.

Cuando llegó al bar, con la bols

Gladstone vacía y los bolsillorebosantes de fichas, se sentó al lado duna mujer que parecía estar sola. No l

dirigió la palabra y ella no demostró emenor interés por él. Cuando Angelpidió otra copa, Henry se agachó

depositó todas sus fichas en el bolsabierto que ella había dejado en esuelo, a su lado. Henry se encaminhacia la salida antes de que el camarer

uviera tiempo de preguntarle qudeseaba.

El encargado le abrió la puerta de l

calle.

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 —Espero volver a verle prontoseñor.

Henry asintió, pero no se molestó e

explicar que todo el asunto estaba punto de convertirse en parte de uncostumbre nocturna. En cuanto pisó l

acera, se dirigió hacia la estación dmetro más próxima, pero no empezó silbar hasta haber doblado la primer

esquina.Angela se agachó y cerró el bolsopero no antes de terminar su copa. Dohombres le habían hecho proposicione

  se sentía muy halagada. Bajó deaburete y se acercó a una breve cola d

clientes parados ante la ventanilla de

cajero. Cuando le tocó el turno, Angel

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empujó el montón de fichas de dieibras bajo la rejilla de acero y esperó.

 —¿En metálico o en un cheque

señora? —preguntó el cajero en cuanthubo contado las fichas.

 —En un cheque, por favor —

contestó Angela. —¿A qué nombre he de extenderlo

—fue la siguiente pregunta del cajero.

 —Señora Ruth Richards —respondió Angela tras un momento dvacilación.

El cajero escribió el nombre de Rut

Richards y la cifra de dos minovecientas treinta libras, tras lo cuadeslizó el cheque bajo la rejilla. Angel

comprobó la cifra. Henry había perdid

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cuarenta libras. Sonrió al recordar quél le había prometido que al cabo de uaño las cuentas estarían equilibradas

De todos modos, como Henry solíexplicar, no estaba tentando la suertesino cambiando por fichas todos lo

billetes susceptibles de dejar algunpista para que ella terminara con ucheque al que nadie podría seguir l

pista con posterioridad.Al salir del casino Angela vio que eencargado hablaba con otro cliente, qusin duda había perdido una cantida

considerable de dinero. Henry le habíadvertido de que los encargadovigilaban más a los ganadores que a lo

perdedores y que, puesto que estaba

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punto de embarcarse en una larga provechosa carrera, no debía llamar latención.

Una de las condiciones de Henry erque no debían ponerse en contactoexcepto cuando él fuera a recoger la

ganancias y en aquel breve momento eque depositaría las fichas en el bolsabierto de Angela. No quería que nadi

pensara que estaban conchabados. Ellhabía accedido de mala gana. El otrconsejo de Henry era que no debíaverla recogiendo el dinero en ningú

acto. «Deja que lo hagan los voluntario—había dicho—. Así, si algo sale malnadie sospechará de ti».

Hay ciento veinte casinos en e

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centro de Londres, de modo que Henry Angela no consideraron necesario ir ninguno de ellos más de una vez al año.

Durante los tres años siguientesHenry y Angela hicieron vacaciones amismo tiempo, pero nunca en el mism

ugar, y siempre en agosto. Angelexplicaba que muy pocas organizacionecelebraban sus fiestas anuales en dich

mes. Durante la temporada Henry ndebía ausentarse de la ciudad, porqudesde septiembre a diciembre la nochdel domingo era la única que Angel

podía garantizar que no trabajaba, y evísperas de Navidad solía tener uncomida, además de un par d

recepciones por la noche.

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Aunque Henry había redactado ereglamento, Angela había insistido eañadir una cláusula: no se descontarí

nada de ninguna organización que nalcanzara el total del año anterior. Pesa este apéndice, que Henry apoyó co

entusiasmo, pocas veces se marchaba duna celebración con la bolsa Gladstonvacía.

Todavía se reunían una vez al año eel despacho del señor Preston parrepasar las cuentas anuales de la señorForster, y una semana después cenaba

en La Bacha. Ninguno de los dos aludíamás al hecho de que ella habí

defraudado a Hacienda 267 900

311 150 y 364 610 libras durante lo

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últimos tres años, y que después de cadrecepción depositaban el último chequen diferentes cuentas bancarias d

Londres, siempre a nombre de la señorRuth Richards. La otra responsabilidade Henry consistía en asegurarse de qu

a riqueza así adquirida se invertía coastucia, recordando que él no erugador. No obstante, una de las ventaja

de llevar la contabilidad de otraempresas es que no resulta difícipredecir cuál va a tener un buen añoComo los cheques nunca se extendían a

nombre de él o de ella, era imposiblseguir el rastro de los beneficios hastninguno de los dos.

Después de embolsarse el prime

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millón Henry consideró que podíapermitirse una cena de celebración sicorrer peligro. Angela quería ir a

Mosimann’s, en West Halkin Street, perHenry vetó la idea. Reservó una mespara dos en La Bacha. No debían llama

a atención sobre su riqueza reciéadquirida, le recordó.

Henry lanzó otras dos sugerencia

durante la cena. Angela accedió de mubuena gana a la primera, pero no quishablar de la segunda. Henry le aconsejransferir el primer millón a una cuent

en el paraíso fiscal de las islas Cookmientras él continuaba con la mismpolítica de inversiones. Tambié

recomendó que en el futuro, cada ve

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que desviaran otras cien mil librasAngela debía transferir la mismcantidad a dicha cuenta.

Angela levantó la copa. —De acuerdo —dijo—. ¿Cuál es e

segundo punto del orden del día, seño

presidente? —preguntó con sorna.Henry le contó los detalles de u

plan para futuras contingencias en el qu

ella ni siquiera quiso pensar.Henry alzó por fin su copa. Poprimera vez en su vida ardía en deseode jubilarse y reunirse con todos su

colegas para celebrar su sesentcumpleaños.

Seis meses después, el presidente d

Pearson, Clutterbuck & Reynolds envi

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a todos los empleados invitaciones eas que les pedía que se reunieran coos socios para tomar unas copas en u

hotel de tres estrellas, donde celebraríaa jubilación de Henry Preston y l

agradecerían los cuarenta años d

servicios y dedicación a la empresa.Henry no pudo asistir a su fiesta d

despedida, pues terminó celebrando s

sexagésimo aniversario entre rejas, odo por unas míseras ochocientaveinte libras.

La señorita Florence Blenkinsopvolvió a comprobar las cifras. L

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primera vez ya se había dado cuentaFaltaban ochocientas veinte libras de lcantidad que había calculado antes d

que el hombre con traje de raydiplomática a quien nadie había invitadentrara en la sala de baile con su bolsa

desapareciera con todo el dineroAngela no podía ser la responsable. Afin y al cabo, había sido alumna suya e

el convento de Santa Catalina. Lseñorita Blenkinsopp restó importancia la diferencia achacándola a un errosuyo, sobre todo porque la recaudació

era bastante superior a la del añanterior.

El año siguiente se cumpliría e

centenario del convento y la señor

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Blenkinsopp ya estaba planeando ubaile para celebrarlo. Anunció al comitsu esperanza de que se aplicaran si s

ntención era conseguir batir récords eaño del centenario. Si bien la señoritBlenkinsopp se había jubilado com

directora de Santa Catalina unos sietaños antes, continuaba tratando acomité de talluditas exalumnas como s

fueran todavía unas adolescentes.El baile del centenario no pudo seun éxito mayor, y la señoritBlenkinsopp fue la primera en distingui

a Angela con las alabanzas máencendidas. Dejó muy claro que, en sopinión, la señora Forster sí se habí

aplicado. Sin embargo, la señorit

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Blenkinsopp consideró necesario contares veces el dinero recaudado aquell

noche antes de que apareciera e

hombrecillo con la bolsa Gladstone y so llevara. Cuando unos días despué

volvió a repasar las cuentas, si bie

habían superado su récord anterior pouna cantidad considerable, lrecaudación era inferior en más de do

mil libras a la cantidad que habíapuntado en el reverso de la tarjeta qundicaba el lugar que le correspondía ea mesa.

La señora Blenkinsopp pensó que nenía otro remedio que comunicar l

diferencia (por segundo añ

consecutivo) a su presidenta, lady

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Travington, quien a su vez pidió conseja su marido, presidente del comité dseguimiento local. Sir   David prometió

antes de apagar la luz aquella noche, quhablaría con el jefe de policía por lmañana.

Cuando el jefe de policía funformado del desfalco, pasó los dato

al subjefe. Este transmitió l

nformación a un inspector jefe, a quiee habría gustado decir a su superior questaba en plena persecución de uasesino y al acecho de un cargamento d

heroína con un valor en el mercado dmás de diez millones. El hecho de que econvento de Santa Catalina hubier

extraviado poco más de dos mil libra

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no podía colocarse en el primer puestde su lista de prioridades. Paró aprimero que encontró en el pasillo y l

pasó el expediente. —Oficial, quiero un inform

completo sobre mi mesa antes de l

reunión del comité de seguimiento demes que viene.

La oficial Janet Seaton puso manos

a obra como si siguiera los pasos dJack el Destripador.En primer lugar habló con l

señorita Blenkinsopp, la cual se mostr

muy dispuesta a colaborar, pero insistien que ninguna de sus chicas podía estamplicada en un incidente ta

desagradable y, por lo tanto, no habí

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por qué interrogarlas. Diez díadespués, la oficial Seaton compró unentrada para el baile de cazadores d

Bebbington, pese a que no habímontado a caballo en toda su vida.

La oficial Seaton llegó a Bebbingto

Hall justo antes de que sonara el gong el maestro de ceremonias bramara: «Lcena está servida». Identificó enseguid

a Angela Forster, incluso antes de habeocalizado su mesa. Aunque la oficiaSeaton tuvo que entablar una educadconversación con los hombres que l

flanqueaban, no perdió de vista a lseñora Forster. Cuando sirvieron loquesos y los cafés, había llegado a l

conclusión de que estaba lidiando co

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una profesional consumada. La señorForster no solo era capaz de controlaos frecuentes arranques de lady

Bebbington, esposa del cazador mayorsino que además encontró tiempo parorganizar la orquesta, la cocina, e

servicio de camareros, el cabaret   y epersonal voluntario sin siquierdespeinarse. Pero lo más interesante e

que parecía no tener nada que ver con lrecaudación de dinero. De eso sencargaba un grupo de señoras, quienelevaban a cabo la tarea sin consultar

Angela.Cuando la banda atacó su prime

número, varios jóvenes solicitaro

bailar con la oficial de policía. Lo

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rechazó a todos, aunque a uno de malgana.

Faltaban pocos minutos para la una

a velada estaba a punto de terminarcuando la oficial localizó al hombre aque esperaba. Entre las chaquetas negra

  rojas, habría sido más fácil ddentificar que un zorro a la carrera

También encajaba a la perfección con l

descripción facilitada por la señoritBlenkinsopp: un hombre calvorechoncho y bajo, de unos sesenta añosvestido de una manera más adecuad

para una oficina de contabilidad qupara un baile de cazadores. No le quitos ojos de encima mientras el hombr

rodeaba la pista de baile. Cuand

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desapareció detrás del escenario, loficial abandonó al punto la mesa y sencaminó hacia el otro lado de la sala,

solo se detuvo cuando vio a los dos siobstáculos. El hombre estaba sentado aado de Angela, contando el dinero

gnorante de que otros dos ojos lobservaban atentamente. La oficial mira Angela, mientras el hombre ordenab

en pilas los billetes, los talones y lodonativos prometidos. Nntercambiaron ni una palabra.

Henry contó dos veces el dinero e

metálico y ni siquiera miró a AngelaGuardó los billetes en la bolsa y le diun recibo. Con apenas una inclinació

de la cabeza, volvió sobre sus pasos

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abandonó a toda prisa la sala de baileToda la operación había durado menode siete minutos. Henry no se dio cuent

de que uno de los asistentes a la fiesta lpisaba los talones y, más importante aúnno le quitaba ojo.

La oficial Seaton vio que el hombrbajaba por el largo camino de entradaatravesaba las puertas de hierro forjad

 continuaba hacia el pueblo.Como era una noche clara y lacalles estaban desiertas, a la oficiaSeaton no le resultó difícil seguir a

hombre sin que este se percatara. Debíde sentirse muy confiado, porque nmiró atrás ni una sola vez. La oficia

solo tuvo que refugiarse en las sombra

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en una ocasión, cuando su presa sdetuvo ante una agencia local del banc

at West. Abrió la bolsa, sacó u

paquete y lo dejó caer en la caja fuertnocturna. Después continuó su caminsin apenas alterar el ritmo de sus pasos

¿Adónde iba?La joven policía tuvo que tomar un

rápida decisión. ¿Debía seguir a

desconocido o regresar a BebbingtoHall para ver qué hacía la señorForster? «Siga el dinero», le habíaconsejado siempre su supervisor d

Peel House. Cuando Henry llegó a lestación, la oficial maldijo. Habíaparcado su coche en los jardines de l

mansión y, si quería perseguir al hombr

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de la bolsa, tendría que dejar evehículo allí y recogerlo a primera horde la mañana.

El último tren a Waterloo entró en lestación de Bebbington unos minutodespués. Cada vez estaba más claro qu

el hombre de la bolsa lo había calculadodo al minuto. La oficial permaneci

oculta hasta que el hombre subió al tren

Entonces se sentó en el siguiente vagón.Cuando llegaron a Waterloo, ehombre se apeó y se dirigió a toda prisa la parada de taxis más cercana. L

oficial se mantuvo a cierta distancihasta que le tocó el turno adesconocido. En cuanto este subió a

vehículo, la oficial avanzó hacia la cola

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exhibió su identificación y pididisculpas a la persona que se disponía subir al siguiente taxi. Entró en este

ordenó al conductor que siguiera deprisal que acababa de alejarse.

Cuando el taxista frenó ante e

casino Black Ace, la oficial se quedó eel asiento trasero hasta que el hombrhubo desaparecido en el interior.

Pagó al conductor sin prisas, bajó entró en el casino tras su presa. Rellenuna solicitud para hacerse socia, pues nquería que nadie se enterara de qu

estaba en misión oficial.La oficial Seaton entró en la sala

echó un vistazo a las mesas de juego

Solo tardó unos minutos en localizar

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su hombre,sentado al lado deuna ruleta. Avanzó

unos pasos y sesumó a un grupode curiosos que

formaban unaherraduraalrededor de la

mesa. Procuró mantenerse algo alejadde su presa porque, ataviada con uvestido azul de seda largo más adecuadpara un baile, el hombre podía fijarse e

ella e incluso preguntarse si le habíseguido desde Bebbington Hall.

Durante la hora siguiente vio que e

hombre sacaba de la bolsa fajos d

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billetes a intervalos regulares y locambiaba por fichas. Una hora despuésdebía de haber vaciado la bolsa, porqu

se levantó de la mesa con una expresiósombría y se encaminó hacia el bar.

La oficial Seaton había resuelto e

misterio: el hombre anónimo estabdesviando dinero de la velada con el fide financiar su adicción al juego. Per

aún no estaba segura de la posiblmplicación de Angela.Se escondió tras una columna d

mármol, mientras el hombre se sentab

en un taburete, al lado de una señorvestida con un traje chaqueta azul cofalda corta.

¿Le quedaba dinero suficiente par

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pagar a una prostituta? La oficial salide detrás de la columna para echar uvistazo y casi tropezó con Henry cuand

este se dirigía a la salida. Más tardemucho más tarde, la oficial Seatoconsideró extraño que se hubiera ido de

bar sin tomar una copa. Tal vez la mujedel taburete le había dado calabazas.

Henry se detuvo en la acera y par

un taxi. La oficial tomó otro. Siguieroal de Henry por Putney Bridge continuaron el trayecto por la orillmeridional del río. El taxi se detuvo po

fin ante un bloque de pisos dWandsworth. La oficial Seaton apuntó ldirección y decidió que se merecí

volver a casa en taxi.

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A la mañana siguiente la oficiaSeaton dejó su informe sobre la mesdel inspector jefe. Este lo leyó, sonrió

salió de su despacho y recorrió epasillo para informar al subjefe dpolicía, quien a su vez llamó al jefe d

policía. El jefe decidió no hablar de ellal presidente del comité de seguimienthasta después de haber efectuado un

detención, pues quería presentar a  siDavid un caso resuelto, uno de esos eque un jurado no tiene otro remedio quemitir un veredicto de culpabilidad.

Henry depositó el dinero del bailButterfly en la caja fuerte nocturna dLloyds TSB, a un par de cientos d

metros del hotel donde los masone

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estaban celebrando su cena anual. Nhabía recorrido ni treinta metros, cuandun coche de policía frenó a su lado. Er

absurdo ponerse a correr, y ademásHenry no estaba acostumbrado cambiar de marcha. En cualquier caso

a había planificado este momento hastel último detalle. Henry fue detenido acusado dos días antes de la reunión de

comité de seguimiento.Henry eligió al señor Clifton-Smythun abogado cuyas cuentas había llevaddurante los últimos veinte años, par

que le representara.El señor Clifton-Smyth escuchó co

atención la defensa de su cliente y tom

abundantes notas, pero, cuando Henr

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legó al final de su relato, solo le dio uconsejo: declararse culpable.

 —Le informaré, por supuesto —

añadió—, de todas las circunstanciaatenuantes.

Henry aceptó el consejo de s

abogado. Al fin y al cabo, el señoClifton-Smyth jamás había puesto en telde juicio su opinión durante las do

últimas décadas.Henry no intentó ponerse en contactcon Angela durante los preliminares deuicio y, si bien la policía estaba segur

de que ella era la Bonnie de su Clydededujeron muy pronto que no tendríaque haberle detenido hasta que hubier

acudido al casino por segunda vez

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¿Quién era la mujer sentada en el bar¿Le había estado esperando? La Unidade Delitos Especiales dedicó semanas

recoger matrices de talonarios de todoos casinos de Londres, pero no lograro

encontrar ni un solo cheque extendido

nombre de la señora Angela Forster y, lque era aún más desconcertanteampoco localizaron ninguno a nombr

de Henry Preston. ¿Perdía siempre?Cuando consultaron el libro dcelebraciones de Angela, descubrieroque Henry siempre había asumido l

responsabilidad de contar el dinero firmar el recibo. A continuación, unbandada de buitres de Hacienda cay

sobre la cuenta corriente de Angela

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pero solo encontró once mil trescientadieciocho libras de saldo, una cantidaque reflejaba muy pocos movimiento

durante los últimos cinco años. Cuanda oficial Seaton informó a la señorit

Blenkinsopp, esta pareció contentars

con creer que habían capturado aculpable. Al fin y al cabo, explicó a loficial Seaton, era imposible que un

chica de Santa Catalina estuviermplicada en algo semejante.El subjefe de policía, con l

búsqueda del asesino todavía en march

 el alijo de drogas sin salir a la luz, dinstrucciones de cerrar el caso de Sant

Catalina. Se había efectuado un

detención, y eso era lo único qu

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mportaba cuando entregaban suestadísticas delictivas anuales.

Cuando los letrados de Haciend

aceptaron que no había forma docalizar el dinero desaparecido, e

abogado de Henry consiguió llegar a u

acuerdo con el fiscal de la corona. Si sdeclaraba culpable del robo de cientreinta mil libras y se comprometía

devolver toda la cantidad a las parteperjudicadas, recomendarían uncondena corta.

 —Y sin duda en este caso existe

circunstancias atenuantes sobre las qudesea llamar nuestra atención, ¿verdadseñor Cameron? —dijo el juez, mientra

miraba al abogado de Henry.

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 —Desde luego, señoría —repuso eseñor Alex Cameron, QC[7], mientras sevantaba con parsimonia—. Mi client

no ha ocultado su desgraciada adiccióal juego, que ha sido la causa de srágica perdición. Sin embargo —

continuó el señor Cameron—, estoconvencido de que su señoría tendrá ecuenta que es el primer delito de m

cliente, y hasta este lamentable desatinhabía sido un pilar de la comunidad dreputación intachable. Mi cliente hofrecido largos años de servicio

desinteresados a la iglesia local comesorero honorario, tal como atestiguó e

párroco, cosa que sin duda uste

recordará, señoría.

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El señor Cameron carraspeó antede continuar.

 —Señoría, tiene ante usted a u

hombre destrozado y arruinado, al qusolo aguardan largos años de jubilaciónHa llegado al extremo —continuó e

señor Cameron, mientras tiraba de susolapas— de tener que vender su pisde Wandsworth para pagar sus deudas

—Hizo una pausa—. Dadas lacircunstancias, tal vez considereseñoría, que mi cliente ya ha sufridbastante y, por lo tanto, debería se

ratado con indulgencia.El señor Cameron miró esperanzad

al juez y volvió a sentarse.

El magistrado miró al abogado d

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Henry y le devolvió la sonrisa. —No lo bastante, señor Cameron

Trate de no olvidar que el señor Presto

era un profesional que abusó de unsituación de confianza. Pero déjemrecordar a su cliente —añadió el jue

volviéndose hacia Henry— que el jueges una enfermedad y que el acusaddebería buscar ayuda para superar s

adicción en cuanto salga de la prisión.Henry se preparó para escuchar lsentencia.

El juez hizo una pausa, que pareci

durar toda una eternidad, y siguimirando a Henry.

 —Le condenó a tres años —dijo—

Llévense al preso —añadió.

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Henry aterrizó en la prisión abiertde Ford. Nadie se fijó en su llegada nadie se fijó en su partida. Sigui

levando una existencia tan anónimdentro como fuera. No recibía correono hacía llamadas telefónicas, no tení

visitas. Cuando le pusieron en libertaddieciocho meses después, tras habecumplido la mitad de la pena, nadie l

esperaba ante la puerta.Henry Preston aceptó la paga dcuarenta y cinco libras, y la última veque se le vio caminaba hacia la estació

de tren con una bolsa Gladstone qusolo contenía sus pertenenciapersonales.

El señor Graham Richards y s

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señora disfrutan de una agradablubilación, bastante tranquila, en la isl

de Mallorca. Poseen una pequeña vill

en primera línea de mar, con vistas a lbahía de Palma, y ambos gozan de ciertaprecio entre la comunidad local.

El presidente del Royal OverseaClub de Palma informó a la asamblenacional de accionistas de que se habí

apuntado un gran tanto al convencer aexdirector financiero de la Nigeriaational Oil Company de que s

convirtiera en tesorero honorario de

club. Siguieron gestos de asentimientomurmullos y una salva de aplausos. Epresidente propuso a continuación que e

secretario debía hacer constar en el act

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que, desde que el señor Richards habíasumido la responsabilidad de tesoreroas cuentas del club estaban en perfect

orden. —Y a propósito —añadió—, s

esposa Ruth ha accedido amablemente

organizar nuestro baile anual.

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La coartada 

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Cometió un asesinato y no l pillaron —dijo Mick.

 —¿Cómo se las arregló? —pregunté —Porque si dos carceleros dice

que ha pasado, es que ha pasado —

respondió Mick—, y ningún preso diro contrario. ¿Comprendido? —No, no lo comprendo —admití. —Entonces tendré que explicártelo

¿eh? —dijo Mick—. Hay una regla doro entre los presos: nunca te acuestecon la fulana de un colega mientras est

encerrado. Forma parte del código. —Eso puede ser un poco duro par

una chica joven cuyo novio ha sid

condenado a una pena larga, porque l

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estás condenando al mismo número daños sin sexo.

 —Esa no es la cuestión —replic

Mick— porque Pete dejó bien claro Karen que la esperaría.

 —Pero no iba a ir a ningún siti

durante los siguientes seis años —protesté.

 —No lo entiendes, Jeff. Es el códig

, para ser justo con la fulana, Karen sportó de maravilla durante los seiprimeros meses, pero después sdescarrió. La verdad es —prosigui

Mick— que Brian, el mejor amigo dPete, ya se había acostado con Karenpero eso fue antes de que se convirtier

en la chica de Pete, porque los tre

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habían ido juntos al instituto. Pero esno cuenta, porque Karen dejó de follacon otros cuando se fue a vivir con Pete

¿Comprendido? —Creo que sí —dije. —Ten en cuenta que la regla no s

aplica a Pete porque es un hombre. Euna cuestión de lógica, porque lohombres son diferentes. Somos leones,

ellas, corderos.«Leonas» me habría parecido máapropiado. Sin embargo, confieso quno expresé mi opinión en aque

momento. —De todos modos —continuó Mic

—, el código es muy claro: nadie s

acuesta con la fulana de un coleg

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mientras está encerrado.Dejé la pluma y continué escuchand

el Evangelio según San Mick, otr

adrón que entraba y salía de la cárcecomo si el edificio tuviera puertagiratorias. Desistí de escribir mi diario

o cabía duda de que Mick estabanzado y nada iba a detenerle. Yo no

desde luego. Como la puerta estab

cerrada con llave y no podía escapardecidí tomar nota de sus palabras. Perantes les pondré en antecedentes.

Mick Boyle era mi compañero d

celda en Lincoln, donde cumplía snovena condena de los últimodiecisiete años, todas por robo.

 —Puede que sea un blandengue —

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proclamó—, pero no tolero la violenciao la apruebo —añadió, con la clar

ntención de demostrar su superiorida

moral. Me contó que tenía seis hijosque él supiera, de cinco mujerediferentes, pero apenas mantení

contacto con ellos. Debí de mostrasorpresa, porque añadió—: No tpreocupes, Jeff, los servicios sociale

cuidan de todos ellos.»Si quieres una chica —continuMick—, hay bastantes por ahí sinecesidad de que te acuestes con l

fulana de tu mejor amigo. Al fin y acabo, la mayoría de nosotros nparamos de entrar y salir, entrar y sali

—repitió, y rio de su propio chiste.

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Pete Bailey, el amigo de Mick (ehéroe o villano de esta historia; eso ldecidirán ustedes), había sido acusad

de robo con agravantes, lo cual abarcuna multitud de pecados, sobre todo ssolicitas al tribunal, después de que t

hayan declarado culpable, que tome econsideración ciento doce delitosimilares.

 —¿Resultado? A Pete le caen seiaños. —Mick hizo una pausa para tomaaliento—. Ten en cuenta que se cargó su mejor amigo mientras estaba dentro

no le pillaron, ¿eh? —¿De veras? —pregunté mostrand

un poco más de interés.

 —Sí, seguro. Sabía que sol

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cumpliría tres años porque siempre sportaba bien, cuando estaba dentroquiero decir. Lógico, ¿verdad? Así que

después de quince meses en Wakefieldun trullo horrible, le enviaron a lprisión abierta de Hollesley Bay, e

Suffolk, a terminar su condena. Umaldito campamento de vacaciones. Eeoría —continuó Mick—, una prisió

abierta ha de prepararte parreintegrarte en la sociedad. Algunos aso esperan. Pete se pasaba todo eiempo en la biblioteca de la cárce

eyendo ejemplares atrasados dCountry Life, que algún buen samaritanhabía donado, con el fin de decidir qu

casas iba a asaltar en cuanto saliera

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Bien, otra regla que se sigue en unprisión abierta es que tienes derecho una visita a la semana, no una al mes

como cuando estás encerrado a cal canto. Siempre que te hayas rehabilitad  no hayan dado parte de ti en un me

como mínimo. —¿Rehabilitado? —pregunt

ntrigado.

 —Eso es cuando un preso lleva tremeses de buen comportamiento. Cuande rehabilitan, obtiene todo tipo d

privilegios, como más tiempo fuera d

a celda, un trabajo mejor e incluso unpaga superior en algunos trullos.

 —¿Y qué hay que hacer para que de

parte de ti?

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 —Eso es fácil. Insultar a un guardiapresentarse tarde al trabajo, dar positiven un análisis de drogas. Una vez, m

sancionaron por robar una naranja de lcocina. Un abuso intolerable.

 —¿Y alguna vez sancionaron a t

amigo Pete? —pregunté. —Nunca —contestó Mick—. S

portaba como un santo porque querí

que su fulana le visitara. Bien, cumplsus tres meses, trabaja en los almacenesno se mete en líos y, zas, le rehabilitanEl sábado siguiente, su fulana s

presenta en chirona para visitarle.»En las cárceles abiertas, las visita

ienen lugar en la sala más grande, po

o general el gimnasio o la cantina. Ha

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de recordar que las medidas dseguridad no son como las de un trullcerrado, con perros y cámaras qu

siguen todos tus movimientos, de modque puedes comportarte con naturalidacuando estás con tu fulana. —Hizo un

pausa—. Bien, dentro de unos límitesQuiero decir, no puedes hacer el amocomo en las cárceles suecas. Ya sabes…

¿Cómo lo llaman?

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 —¿Visitas conyugales? —Bien, da igual, se trata de sexo

nosotros no lo permitimos. Ten en cuent

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que un guardia hará la vista gorda si upreso mete la mano bajo la falda de sfulana, pero me acuerdo de que en un

cárcel… —Pete —le recordé. —Ah, sí, Pete. Bien, Karen visitó

Pete el sábado siguiente. Todo va biehasta que Pete le pregunta por su mejocolega, Brian. Karen se calla, no dice n

una palabra, y después enrojece. Petadivina al instante lo que se trae entrmanos: la fulana se lo está montando cosu mejor colega mientras él está dentro

Ella le provocó, ¿verdad? Pete sevanta de un salto y le pega una hostia

Karen se cae al suelo. Se dispara l

alarma y los guardias entran corriend

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por todas las puertas. Tuvieron qusepararle de Karen y meterle en uncelda de aislamiento. ¿Has estad

alguna vez en una celda de aislamientoJeff?

 —No.

 —Ni falta que hace. Un abusntolerable. Celda desnuda, colchón e

el suelo, lavabo de acero fijo a la pare

 un retrete de acero que no funciona. Adía siguiente, sancionan a Pete y llevan ante el director, el cual, com

recordarás, es Dios todopoderoso. N

necesita que ningún juez o jurado layude a decidir si eres culpable. Bastcon las normas del Ministerio de

nterior.

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 —¿Qué le pasó a Pete? —Le devolvieron a una institució

cerrada. Le mandaron a Lincoln aque

mismo día, con tres meses de propinañadidos a su condena. Algunos presoscuando les envían a una institució

cerrada, pierden la chaveta, empiezan destrozar el lugar, toman drogas, pegafuego a su celda, así que no salen nunca

Una vez, me encerraron con un capullen Liverpool. Empezó con una condende tres años y aún sigue allí. La últimvez, le llevaron ante el director por…

 —Pete —dije, procurando contenemi exasperación.

 —Ah, sí, Pete. Bien, Pete hace l

contrario.

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 —¿Lo contrario? —Bueno como un santo todo e

iempo que está enchironado en Lincoln

Tres meses después, vuelve a estarehabilitado y recupera todos suprivilegios. Consigue un trabajo en l

cocina, trabaja como un esclavo, seimeses más tarde solicita una visita y sa conceden, con la excepción de Kare

Slater. Pero ya no quería ver a aquellzorra. No, esta vez Pete solicitó la visitde uno de sus antiguos colegas, que yestaba en libertad. Este colega confirm

que Brian no solo se lo monta coKaren, sino que, ahora que Pete está buen recaudo en Lincoln, ella se ha ido

vivir con él. Un abuso intolerable —dij

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Mick—. El colega de Pete le preguntó squería que le diera una paliza a Brian«No; no vayamos por ahí», contest

Pete. «Ya me ocuparé de él cuandlegue el momento». No explicó lo quenía pensado porque al final siempr

hay alguien que se va de la lengua. Epolítica debe de pasar lo mismo, Jeff.

 —Pete.

 —Bien, Pete sigue portándose comun santo. Tiene la celda limpia, trabaja odas horas, nunca insulta a los guardias

nunca le sancionan. ¿Resultado? Doc

meses después está de vuelta en lprisión abierta de Hollesley Bay, y sole quedan nueve meses de condena.

 —Y cuando volvió a Hollesley Bay

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¿intentó ponerse en contacto con Karen? —No; no solicitó ninguna visita. D

hecho, nunca más volvió a pronunciar s

nombre. —¿Cuál era su juego? —pregunté

adoptando la jerga carcelaria.

 —Solo tenía una cosa en la cabezaJeff: quería que le trasladaran al bloqude los rehabilitados, al otro lado de l

cárcel. —Me he perdido —admití. —Todo formaba parte de su pla

maestro, ¿vale? Cuando llegas po

primera vez a Hollesley Bay, que, no lolvides, es un trullo abierto, te asignauna habitación en uno de los dos bloque

principales.

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 —Ah, ¿sí? —Sí, el bloque norte y el bloque sur

Pero si te rehabilitan (otros tres mese

de comportarte como un santo), trasladan al bloque de rehabilitación, l

cual te concede todavía más privilegios

 —¿Por ejemplo? —Puedes recibir la visita de u

colega cada sábado. A Pete no l

nteresaba. Puedes ir a casa un domingal mes. Tampoco le interesa. Puedesolicitar un trabajo fuera de la cárcedurante la semana. Sigue sin interesarle

pese a que así se sacaría unas libras máantes de que le soltaran.

 —Entonces, ¿para qué molestarse e

conseguir tantos privilegios, si n

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pensaba aprovecharlos? —pregunté. —Formaba parte del plan maestr

de Pete, ¿vale? Tu problema, Jeff, es qu

no piensas como un delincuente. —¿Por qué tenía Pete tanto interé

en que le trasladaran al bloque d

rehabilitación? —Una buena pregunta por fin, Jef

pero creo que te hace falta un poco d

nformación. Pete ya había averiguadque en el bloque de rehabilitación habícinco guardias durante el día, pero soldos por la noche, porque cuando u

preso alcanza la condición drehabilitado se puede confiar en édejando aparte la escasez de personal. Y

no olvides que en una cárcel abierta n

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hay celdas, barrotes, llaves ni muros, dmodo que cualquiera puede huir.

 —¿Y por qué no lo hacen?

 —Porque a la mayoría de los presoque han conseguido ir a parar a unprisión abierta no les interesa escapar.

 —¿Por qué? —Es lógico. Están llegando al fina

de su condena y, si les pillan, y nueve d

cada diez caen, les envían directamenta una institución cerrada con unocuantos meses de propina. Así que nvale la pena. Recuerdo a un tip

lamado Dale. Menudo capullo. Solo lquedaban tres semanas de condena y…

 —Pete… —dije de nuevo.

 —Eres un impaciente, Jeff, como s

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uvieras que ir a algún sitio. ¿Por dóndba?

 —En el bloque de rehabilitació

solo hay dos oficiales de servicio por lnoche —dije después de consultar minotas.

 —Ah, sí. De todos modos, hasta eel bloque de rehabilitación has dpresentarte en dirección a las siete de l

mañana y a las nueve de la noche. Coma te he dicho, Pete tenía un trabajo eos almacenes de la cárcel, donde s

encargaba de entregar la ropa a lo

nuevos reclusos y la ropa lavada a lodemás una vez a la semana, de modo quos guardias siempre sabían dónd

estaba, lo cual también formaba part

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del plan de Pete. Pero, si no se hubierpresentado en dirección a las siete de lmañana, y después a las nueve de l

noche, le habrían sancionado, con lcual le habrían enviado de nuevo abloque norte, tras quitarle todos lo

privilegios. De modo que Pete siemprestaba presente cuando pasaban lista, scelda siempre estaba limpia como un

patena y siempre apagaba la luz muchantes de las once. —¿Formaba parte del plan maestr

de Pete?

 —Lo pillas rápido —dijo Mick—Pero Pete se topó con un obstáculo. ¿Sdice así, Jeff? —Asentí con la cabeza

pues no deseaba interrumpirle—. Por l

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noche un guardia hacía la ronda debloque a la una, y después volvía a lacuatro de la mañana, para comproba

que todos los reclusos estaban acostado dormidos. Lo único que ha de hacer e

guardia es apartar la cortina de l

puerta, mirar a través del cristal apuntar la linterna a la cama parcomprobar que el preso está roncando

¿Te he contado lo del preso que pillaroen su habitación con una…? —Pete —dije sin siquiera mirar

Mick.

 —Pete se quedaba despierto hasta luna, cuando el primer guardia iba a vesi estaba en su cuarto. El guardia levant

a cortina, apunta la linterna a la cama

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desaparece. Entonces Pete se dormíapero siempre ponía el despertador a lacuatro menos diez. A las cuatro aparec

otro guardia para comprobar que aúsigues en la cama. Pete tardó más de umes en averiguar que había do

guardias, el señor Chambers y el señoDavis, que no se molestaban en hacer lronda nocturna para comprobar que tod

el mundo estaba acostado. Chambers squedaba dormido y a Davis no habíquien lo apartara de la televisiónDespués de eso Pete solo tuvo qu

esperar a que los dos estuvieran dservicio la misma noche.

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Cuando solo faltaban seis semana

para que le dejaran en libertad, Petvolvió al bloque de rehabilitaciódespués de trabajar, y se enteró de qu

Chambers y Davis estaban de servici

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aquella noche. Cuando Pete firmó lista a las nueve, el señor Chambers y

estaba viendo un partido de fútbol en l

ele, y el señor Davis, con los pies sobra mesa, bebía una Coca-Cola y leía la

páginas deportivas del Sun. Pete subió

su cuarto, vio la tele hasta poco despuéde las diez y apagó la luz. Se metió en lcama y se tapó con la manta, pero no s

quitó el chándal ni las zapatillas ddeporte. Esperó hasta pasados unominutos de la una, salió de puntillas apasillo y comprobó que no había nadie

i rastro de Chambers o Davis. Acontinuación fue hasta el extremo depasillo, abrió la puerta de la salida d

ncendios y desapareció por la escaler

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rasera. Dejó una cuña de papel en lpuerta y se dispuso a recorrer los dockilómetros que distaban de Woodbridge

 Nadie sabe cuándo regresó Petaquella noche, pero se presentó edirección, como de costumbre, a la

siete de la mañana. El señor Chambermarcó su nombre. Cuando Pete miró lablilla del guardia, observó que la

cuatro columnas de la lista (nueve, unacuatro, siete) estaban marcadasDesayunó en la cantina antes de ir rabajar a los almacenes.

 —¿Se salió con la suya? —No del todo —contestó Mick—

Ya avanzada la mañana, montones d

policías invadieron la cárcel, pero sol

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buscaban a un hombre. Acabaron en loalmacenes, detuvieron a Pete y llevaron a la comisaría de Woodbridg

para interrogarle. Le interrogarodurante cuatro horas acerca de la muertde Brian Powell y Karen Slater,

quienes habían hallado estrangulados ea cama. Corre el rumor de que estaba

follando en aquel momento. Pete s

mantuvo firme en su argumentación: «Nhe podido ser yo, tíos. A esa hora estabencerrado en la cárcel. Pregunten aseñor Chambers y al señor Davis, qu

estaban de servicio anoche». El agental mando del caso se presentó en ebloque de rehabilitación y miró la list

de las rondas nocturnas. Brian y l

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fulana habían sido estrangulados entras tres y las cinco de la madrugada

según el médico de la policía, de mod

que, si Chambers había visto a Petdormido a las cuatro, este no podía estaen Woodbridge a esa hora, ¿verdad

Lógico.

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»El Ministerio del Interior ordenuna investigación independiente. TantChambers como Davis confirmaron quhabían pasado por la celda de cad

preso a la una y a las cuatro, y en amba

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ocasiones Pete estaba dormido en scuarto. Varios presos comparecieron dmuy buena gana ante el comité d

nvestigación y declararon que les habídespertado la linterna de Chambers Davis cuando hacían la ronda, lo cua

reforzó la defensa de Pete. Lnvestigación llegó a la conclusión d

que Pete debía de estar en la cama a l

una y a las cuatro de aquella madrugadade modo que no pudo de ninguna manercometer los asesinatos.

 —Así que se salió con la suya —

repetí. —Depende de lo que entiendas po

salirse con la suya —dijo Mick—

porque, si bien la policía no pudo acusa

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a Pete, el agente a cargo del casdeclaró más adelante que habían cerrada investigación porque no deseaba

nterrogar a nadie más. Menudndirecta. Lo ocurrido no era positiv

para las perspectivas de ascenso d

Chambers y Davis, de modo que sdedicaron a putear a Pete.

 —Pero a Pete solo le faltaban sei

semanas para salir en libertad —recorda Mick—, y siempre se portaba como usanto.

 —Cierto, pero otro guardia

coleguilla de Davis, denunció a Pete porobar unos vaqueros de los almaceneunos días antes de su excarcelación

Pete acabó en una celda de aislamiento

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el director ordenó que le trasladaran a lprisión de Lincoln incluso antes de qusirvieran el té de la noche, con tre

meses más de condena. —¿Acabó condenado a otros tre

meses?

 —Eso fue hace seis años —dijMick—. Y Pete todavía sigue encerraden Lincoln.

 —¿Cómo es posible? —Los guardias le acusan de algnuevo cada pocas semanas, de manerque le sancionan y el director añad

otros tres meses a su sentencia. Apuesta que Pete pasará el resto de su vida eLincoln. Menudo abuso.

 —Pero ¿cómo consiguen salirse co

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a suya? —¿No has escuchado nada lo que h

dicho, Jeff? Si dos carceleros dicen qu

ha pasado, es que ha pasado —repitiMick—, y ningún preso dirá lcontrario. ¿Comprendido?

 —Comprendido —contesté.

 El 12 de septiembre de 2002,

la Instrucción de Servicios Penitenciarios número 47/2002

declaraba que la sentencia del 

Tribunal Europeo de Derechos

 Humanos en el caso Ezeh y

Connors dictaminaba que,

cuando un delito era de tal 

magnitud que se castigaba con

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días de condena adicionales, se

aplicaban las medidas

 protectoras contenidas en la

Convención Europea de Derechos

 Humanos. Debía celebrarse un

 juicio presidido por un tribunal 

independiente e imparcial, y los presos tenían derecho a

asistencia legal en dichas vistas.

 Pete Bailey salió de la prisión de Lincoln el día 19 de

octubre de 2002.

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Una tragedia griega 

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G

eorge Tsakiris no es uno de esogriegos de los que hay qu

desconfiar cuando trae regalos. Georgiene la suerte de poder pasar la mitade su vida en Londres y la otra en sAtenas natal. Él y sus dos hermano

menores, Nicholas y Andrew, dirigen aalimón una empresa de compraventa dobjetos de segunda mano, que heredaro

de su padre.George y yo nos conocimos hac

muchos años durante una subast

benéfica a beneficio de la Cruz Roja. Sesposa Christina era miembro decomité organizador y me había invitada ser el subastador.

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En casi todas las subastas benéficaque he presidido a lo largo de los añossiempre hay un objeto que no encuentr

comprador, y aquella noche no fue lexcepción. En dicha ocasión, otrmiembro del comité había donado u

paisaje pintado por su hija, que habíquedado huérfano en una feria benéficdel pueblo. Mucho antes de subir a l

ribuna y pasear la vista alrededor de lsala en busca de un postor, pensé quba a quedarme plantado otra vez.

Sin embargo, no había tomado e

consideración la generosidad dGeorge.

 —¿Hay una oferta inicial de mi

ibras? —pregunté esperanzado, per

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nadie acudió en mi auxilio—. ¿Mil? —repetí procurando disimular ldesesperación, y ya estaba a punto d

rendirme, cuando una mano se alzó demar de trajes de etiqueta negros. Era lde George—. Dos mil —propuse, per

mi propuesta no interesó a nadie—. Tremil —dije, y miré directamente George. Una vez más, alzó la mano—

Cuatro mil —anuncié con tono confiadopero mi confianza duró poco, de modque volví a mirar a George—. Cinco mi—pedí, y de nuevo aceptó. Pese a que s

esposa era miembro del comitéconsideré que ya era suficiente—Adjudicado por cinco mil libras a

señor George Tsakiris —anuncié entr

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aplausos, y vi una expresión de alivio eel rostro de Christine.

Desde entonces el pobre George omejor dicho, el rico George, ha acudid

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en mi auxilio en ocasiones similarescomprando a menudo objetos ridículospor ninguno de los cuales habí

esperado yo una puja inicial. Bien sabDios lo mucho que he extorsionado a eshombre a lo largo de los años, y todo e

nombre de la caridad.El año pasado, después de venderl

un viaje a Uzbekistán, más dos billete

de clase turista por cortesía de Aeroflotme acerqué a su mesa para agradecerlsu generosidad.

 —No hace falta que me l

agradezcas —dijo George cuando msenté a su lado—. No pasa ni un día sique sea consciente de la suerte qu

engo, incluso de la suerte de estar vivo

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 —¿La suerte de estar vivo? —pregunté, olfateando una historia.

Permítanme apuntar en este moment

que el viejo tópico de que cada personcontiene un libro es una falacia. Siembargo, con el paso de los años h

legado a aceptar que en la vida de casodo el mundo hay un episodio especia merecedor de un relato corto. Georg

no era la excepción. —La suerte de estar vivo —repetí.George y sus dos hermanos divide

a responsabilidad del negocio a parte

guales: George se ocupa de la oficinde Londres, mientras Nicholas se queden Atenas, lo cual permite a Andrew

viajar alrededor del mundo siempre qu

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uno de sus clientes hundidos necesitsalir a flote.

Si bien George posee sucursales e

Londres, Nueva York y Saint Paul dVence, regresa con regularidad a la cunde los dioses para seguir en contact

con su numerosa familia. ¿Se han dadcuenta de que los ricos siempre pareceener familia numerosa?

En un baile reciente de la Cruz Rojacelebrado en Dorchester, nadie acudien mi auxilio cuando ofrecí una camisetde rugby de los British Lions (despué

de su gira por Nueva Zelanda), firmadpor todo el equipo perdedor. George nestaba presente, pues había vuelto a s

país natal para asistir a la boda de un

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de sus sobrinas favoritas. De no habesido por el incidente que tuvo lugar en lboda, yo nunca habría vuelto a ver

George.Por cierto, no conseguí que nadi

pujara por la camiseta de los Britis

Lions.La sobrina de George, Isabella

había nacido en Cefalonia, una de la

slas griegas más hermosas, engarzadcomo una espléndida joya en pleno maEgeo. Isabella se había enamorado dehijo de un viticultor local y, como s

padre ya no vivía, George se habíofrecido a pagar el banquete de bodaque iba a celebrarse en casa del novio.

En Inglaterra es costumbre invitar

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os amigos y familiares al servicireligioso y después al banquete, qusuele celebrarse en una carpa montad

en el jardín de la casa de los padres da novia. Cuando el jardín no es bastant

grande, la fiesta se traslada a

ayuntamiento del pueblo. Una vepronunciados los discursos oficiales, ranscurrido un lapso prudencial, lo

novios parten de luna de miel y pocdespués los invitados se marchan a casaAbandonar una fiesta antes d

medianoche no es una tradición aceptad

por los griegos. Dan por sentado qucualquier festejo posterior a una boda sprolongará hasta bien avanzada l

madrugada, sobre todo si el novio e

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dueño de unos viñedos. Cuando donativos se casan en una isla griega, snvita de manera automática a todos lo

ugareños a tomar una copa de vino brindar por la salud de la novia. Colarsde gorra en un banquete nupcial es un

expresión desconocida para los griegosLa madre de la novia no se molesta eenviar tarjetas de invitación ribeteada

de oro por una sencilla razón: nadie smolestaría en contestar, pero todo emundo haría acto de aparición.

Otra diferencia entre nuestras do

grandes naciones es que no es necesarialquilar una carpa o el ayuntamiento dun pueblo para la fiesta, porque e

mprobable que caiga un chaparrón

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sobre todo en pleno verano, que durunos diez meses. Cualquiera puede semeteorólogo en Grecia.

La noche antes de la boda, Christinseñaló a su marido que, como anfitriónsería prudente que se mantuviera sobrio

Alguien, añadió, tenía que vigilar lceremonia, teniendo en cuenta locupación del novio. George accedió d

mala gana.La ceremonia nupcial se celebró ea pequeña iglesia de la isla, cuyo

bancos estaban abarrotados de invitado

  no invitados mucho antes de que scantaran las vísperas. George aceptcon su elegancia habitual que iba a se

anfitrión de un numeroso grupo. Mir

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con orgullo a su sobrina favorita y a snovio mientras les unían en santmatrimonio. Aunque Isabella estab

oculta tras un velo de encaje blanco, loóvenes de la isla conocían su bellez

desde hacía mucho tiempo. S

prometido, Alexis Kulukundis, era alto delgado, y su cintura no delataba que erel heredero de unos viñedos.

Vayamos a la ceremonia. Aquí, dmomento, griegos e ingleses coincidenpero no por mucho rato. Presidían lceremonia sacerdotes barbudo

ataviados con largos ropajes dorados altos sombreros negros. El olor dulzóque surgía de los incensario

mpregnaba la iglesia, mientras e

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sacerdote con la vestidura márabajada, poseedor además de la barb

más larga, presidía el enlace con e

acompañamiento de salmos y oracionemurmurados.

George y Christina fueron de lo

primeros en salir de la iglesia una veerminada la ceremonia, pues queríalegar a casa antes de que acudieran lo

nvitados para darles la bienvenida.La antigua y destartalada casa denovio estaba enclavada en las laderas duna colina que dominaba la llanura d

os viñedos. Mucho antes de que lonovios hicieran acto de aparición, eespacioso jardín, rodeado de olivare

que formaban terrazas, estaba invadid

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de personas que deseaban expresarles senhorabuena. George ya debía de habeestrechado más de doscientas manos

cuando un numeroso grupo de amigoalborotadores anunció la llegada de loseñores Kulukundis disparando pistola

al aire a modo de celebración; unradición griega que sospecho no serí

bien recibida en un jardín inglés, n

mucho menos en el ayuntamiento depueblo.Con la

excepción de los

familiares máscercanos y losnvitados elegidos

para sentarse a la

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arga mesa presidencial, situada junto a pista de baile, había poca gente a l

que George hubiera visto antes.

George ocupó su lugar en el centrde la mesa presidencial, con Isabella a derecha y Alexis a la izquierda. E

cuanto estuvieron todos sentados, unserie de platos colmados fuerocolocados ante los invitados, y el vin

fluyó como si se tratara de una orgíbáquica antes que una boda celebrada euna pequeña isla. Pero, claro, Baco, edios del vino, era griego.

Cuando, a lo lejos, el reloj de lcatedral dio las once en punto, Georgnsinuó al padrino que tal vez habí

legado el momento de que pronunciar

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a quienes todavía podían levantarse brindar por la salud de los noviossabella y Alexis lloraron, aunque no a

unísono.En cuanto los aplausos cesaron, l

banda empezó a tocar. El novio s

evantó al punto, se volvió hacia sesposa y le pidió el primer baile. Lorecién casados salieron a la pista

acompañados por otra descarga cerradaLes siguieron los padres del novio yunos minutos después, se sumaroGeorge y Christina.

Cuando George hubo bailado con smujer, con la madre del novio y con lde la novia, volvió a su asiento en e

centro de la mesa presidencial, a

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iempo que estrechaba las manos de lonvitados que querían darle las gracias.

George se estaba sirviendo un vas

de vino tinto (al fin y al cabo, ya habícumplido con sus deberes oficiales)cuando apareció el anciano.

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George se puso en pie de un salto ecuanto le vio en la entrada del jardín

Dejó la copa sobre la mesa y atravesó oda prisa el césped para dar l

bienvenida al inesperado invitado.

Andreas Nikolaides se apoyabpesadamente en dos bastones. George nquiso ni pensar en lo que le habrícostado subir por el camino desde spequeña casa, situada a mitad de lmontaña. Hizo una inclinación y saludal hombre que era una leyenda en la isl

de Cefalonia, además de en las calles dAtenas, pese a que jamás habíabandonado su tierra natal. Siempre qu

e preguntaban el motivo, contestaba

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«¿Alguien querría abandonar eParaíso?».

En 1942, cuando la isla de Cefaloni

fue invadida por los alemanes, Andreaikolaides escapó a las montañas, y

os veintitrés años se convirtió en e

íder de la resistencia. Jamás abandonaquellas colinas durante la largocupación de su tierra natal y, pese

que ofrecieron una bonita recompenspor su cabeza, no regresó con su genthasta que, al igual que Alejandro, hubexpulsado a los invasores hasta el mar.

Una vez declarada la paz en 1945Andreas regresó saboreando las mieledel triunfo. Fue elegido alcalde d

Cefalonia, un cargo que conservó si

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oposición durante los siguientes treintaños. Ahora que tenía más de ochentano había familia en Cefalonia que no s

sintiera en deuda con él y mucha gentafirmaba ser pariente suyo.

 —Buenas noches, señor —dij

George, al tiempo que se adelantabpara saludar al anciano—. Su presencihonra la boda de mi sobrina.

 —Soy yo quien debe considerarshonrado —replicó Andreas, haciendo su vez una inclinación—. El abuelo dsu sobrina luchó y murió a mi lado. E

cualquier caso —añadió con un guiñ—, es prerrogativa de un anciano besaa todas las novias de la isla.

George guio a su distinguid

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nvitado hasta la mesa de honor. Lgente dejaba de bailar y aplaudía cuandel hombre pasaba a su lado. Georg

nsistió en que el anciano ocupara sugar en la mesa presidencial, para qu

estuviera sentado entre los novios

Andreas aceptó a regañadientes. Cuandsabella se volvió para ver quién s

había sentado a su lado, estalló e

ágrimas y rodeó al anciano con subrazos. —Su presencia es la guinda qu

corona la boda —dijo.

Andreas sonrió y miró a George. —Ojalá hubiera causado este efect

en las mujeres cuando era más joven —

susurró.

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George dejó a Andreas sentado en ssitio, en el centro de la mespresidencial, charlando muy content

con los novios. Cogió un plato y sencaminó con parsimonia hacia unmesa cargada de comida. Eligió entr

os bocados más exquisitos, aquelloque consideró el anciano podría digericon más facilidad. Por último, sacó un

botella de vino añejo de una caja que spadre le había obsequiado el día de sboda. George se volvió para llevar spresente a su honorable invitado, just

cuando el reloj de la catedral daba ladoce y anunciaba el nacimiento denuevo día.

Una vez más, los jóvenes de la isl

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se precipitaron en tromba hacia la pistde baile y dispararon sus pistolas aaire, mientras los invitados lanzaba

vítores. George frunció el ceño, perenseguida recordó su juventud. Con eplato en una mano y la botella de vino e

a otra, continuó caminando hacia ssitio, ocupado ahora por Andrea

ikolaides.

De repente, sin previo aviso, uno dos jóvenes juerguistas, que habíbebido demasiado, echó a correr ropezó con el borde de la pista d

baile, justo cuando disparaba la últimbala. George se quedó petrificado dhorror al ver que el anciano s

derrumbaba hacia delante y su cabez

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caía sobre la mesa. Soltó la botella dvino y el plato de comida, mientras lnovia lanzaba un chillido. Corrió haci

el centro de la mesa, pero ya erdemasiado tarde. Andreas Nikolaidehabía muerto.

La multitudinaria y alegre fiesta fupresa de una repentina agitación. Unogritaban, otros lloraban, algunos caía

de rodillas, pero la mayoría se habísumido en un sombrío silencioncapaces de comprender lo qu

acababa de ocurrir.

George se inclinó sobre el cadáver evantó al anciano en brazos. Atraves

despacio el jardín en dirección a l

casa, mientras los invitados formaban u

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pasillo de cabezas gachas.George acababa de pujar cinco mi

ibras por dos entradas para un musica

del West End cuyas representaciones yhabían terminado, cuando me contó lhistoria de Andreas Nikolaides.

 —Dicen que Andreas salvó la vidde todos los habitantes de la isla —comentó George, mientras alzaba s

copa en memoria del anciano. Hizo unpausa—. La mía incluida —añadió.

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El inspector jefe

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—¿

 P 

ara qué quiere verme? — preguntó el inspector jefe.

 —Dice que es un asunto personal. —¿Cuánto hace que salió de lcárcel?

La secretaria del inspector jefe mir

el expediente de Raj Malik. —Fue puesto en libertad hace sei

semanas.

 Naresh Kumar se puso en pie, echhacia atrás la silla y empezó a paseapor la habitación, como hacía siempr

que necesitaba reflexionar sobre uproblema. Se había convencido (biencasi) de que pasear por el despacho coregularidad significaba hacer un poco d

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ejercicio. Mucho había llovido desdos tiempos en que podía jugar u

partido de hockey por la tarde, tre

partidos de squash la misma noche, después volver corriendo a la comisaríde policía. Con cada nuevo ascenso, l

cosían más galones dorados en lahombreras y se amontonaban mácentímetros alrededor de su cintura.

«Cuando me haya jubilado, tendrmás tiempo libre y empezaré entrenarme de nuevo», decía a snúmero dos, Anil Jan. Ninguno de lo

dos se lo creía.El inspector jefe se detuvo par

mirar por la ventana las calle

populosas de Mumbai, catorce piso

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más abajo. Diez millones de habitantesque iban desde los más pobres hasta lomás ricos del mundo. Desde mendigos

millonarios, y su deber era vigilarlos odos. Su predecesor le habíraspasado el cargo con las siguiente

palabras: «A lo sumo, puede confiar econtrolar el avispero». En menos de uaño, cuando cediera la responsabilida

a su segundo, le daría el mismo consejoaresh Kumar había sido policía toda svida, al igual que su padre antes que é  lo que más le gustaba del trabajo er

su absoluta incertidumbre. Hoy día nera diferente, aunque muchas cosahabían cambiado desde los tiempos e

que podías dar un bofetón a un niño si l

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pillabas robando un mango. Si lo hacíasos padres te demandarían por agresió  el niño clamaría que necesitaba u

abogado. Por suerte su ayudante, AñiJan, había llegado a aceptar que lapistolas en la calle, los traficantes d

drogas y la guerra contra el terrorismformaban parte de la vida cotidiana dun policía.

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manera de averiguarlo. Se volvió hacisu secretaria.

 —Concierte una cita con Malik

pero concédale tan solo quince minutos.El inspector jefe había olvidado s

cita con Malik, hasta que su secretari

dejó un expediente sobre su escritoriminutos antes de la hora concertada.

 —Si llega un minuto tarde —

advirtió el inspector jefe—, anule lcita. —Ya está esperando en el vestíbulo

señor —explicó la secretaria.

Kumar frunció el ceño y abrió eexpediente. Echó un vistazo a loantecedentes delictivos de Malik

muchos de los cuales recordaba porqu

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en dos ocasiones (la primera cuando eroficial, y la segunda, inspector reciéascendido) le había detenido.

Malik era un delincuente de guantblanco, absolutamente capaz ddesempeñar un trabajo serio. N

obstante, siendo muy joven habídescubierto que poseía encanto y astucisuficientes para estafar a gente ingenua

sobre todo ancianas, grandes cantidadede dinero sin esforzarse demasiado.Su primer timo no era desconocid

en Mumbai. Lo único que necesitó fu

una pequeña imprenta, papel de cartcon membrete y una lista de viudas. Ecuanto obtuvo esto último (después d

eer cada día las necrológicas de

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Mumbai Times) puso manos a la obraSe especializó en vender acciones dempresas de ultramar inexistentes. Est

e proporcionó unos ingresos regulareshasta que intentó vender un paquete a lviuda de otro estafador.

Cuando Malik fue acusado, admitihaber estafado más de un millón drupias, pero el inspector jef

sospechaba que había sido mucho másAl fin y al cabo, ¿cuántas viudas estabadispuestas a reconocer que habíacedido a los encantos de Malik? Mali

fue condenado a cinco años en la cárcede Pune y Kumar perdió contacto con édurante casi una década.

Malik volvió a la prisión tras se

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detenido por vender pisos en un bloqude apartamentos edificado sobre uerreno que resultó ser un pantano. Est

vez, el juez le condenó a siete añosTranscurrió otra década.

El tercer delito de Malik fue todaví

más ingenioso y le deparó una condenaún más larga. Se hizo pasar pocorredor de seguros de vida. Po

desgracia, las anualidades nuncvencían… salvo para Malik.Su abogado señaló al juez que s

cliente se había embolsado unos doc

millones de rupias, pero, como apenapodía devolver el dinero a los quodavía vivían, el magistrado estimó qu

doce años sería una cantidad justa po

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aquella póliza en particular.Cuando el inspector jefe hub

pasado la última página, aún no entendí

muy bien por qué Malik quería verleApretó un botón que había debajo deescritorio para informar a su secretari

de que estaba preparado para recibir a siguiente visita.

El inspector jefe Kumar alzó la vist

cuando la puerta se abrió. Miró a uhombre al que apenas reconoció. Malidebía de ser diez años más joven que épero aparentaba su misma edad. Si bie

el expediente de Malik afirmaba qumedía metro setenta y dos y pesabsesenta y ocho kilos, el hombre qu

entró en el despacho no encajaba co

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esa descripción.El viejo estafador tenía la pie

arrugada y seca, y la espalda encorvada

por lo que parecía haber encogidoMedia vida entre rejas le había pasadfactura. Llevaba una camisa blanca co

el cuello y los puños raídos, y un trajque le quedaba ancho, tal veconfeccionado a medida mucho tiemp

atrás. No era el hombre seguro de smismo al que el inspector jefe habídetenido por primera vez treinta añoantes, un hombre que siempre tenía un

respuesta para todo.Malik dirigió una débil sonrisa a

nspector jefe cuando se detuvo ante él.

 —Gracias por acceder a recibirm

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—dijo en unsusurro. Hasta suvoz había

adelgazado.El inspector 

efe asintió y le

ndicó con unademán que sesentara al otro lado del escritorio.

 —Me espera una mañana de muchrabajo, Malik, de modo que ve al grano —Por supuesto, señor —repus

Malik incluso antes de sentarse—. E

que estoy buscando empleo.Al inspector jefe se le había

ocurrido diversos motivos por los qu

Malik podría querer verle, pero busca

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empleo no se encontraba entre ellos. —Antes de echarse a reír —

continuó Malik—, permítame explicarl

mi caso.El inspector jefe se reclinó en l

silla y juntó las yemas de los dedos

como si rezara en silencio. —He pasado demasiados años de m

vida en la cárcel —empezó Malik. Hiz

una pausa—. Acabo de cumplicincuenta años, y le aseguro que nalbergo el menor deseo de volver pisarla.

El inspector jefe asintió, pero sreservó su opinión.

 —La semana pasada, inspector —

continuó Malik—, pronunció un discurs

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en la asamblea general anual de lCámara de Comercio de Mumbai. Lo leen el Times con gran interés. Explicó

os empresarios más importantes de estciudad que debían contratar a gente quhabía sido condenada a prisión

concederles una segunda oportunidadpues, de lo contrario, se decantarían poo más fácil y volverían a delinquir. Un

dea que no pude por menos quaplaudir. —Pero también indiqué —

nterrumpió el inspector jefe— que sol

me refería a delincuentes siantecedentes.

 —A eso iba —repuso Malik—. S

usted considera que los delincuentes si

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antecedentes tienen un problemamagínese los que me encuentro y

cuando solicito trabajo. —Malik hiz

una pausa y enderezó su corbata antes dcontinuar—. Si su discurso fue sincerono pronunciado solo de cara a la galería

al vez debería seguir su propio consej dar ejemplo.

 —¿En qué estás pensando? —

preguntó el inspector jefe—. Porque nestás cualificado para el trabajo dpolicía, diría yo.

Malik hizo caso omiso del sarcasm

del inspector jefe y siguió hablando coosadía.

 —En el mismo periódico qu

publicó su discurso, había un anunci

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solicitando un archivero para sdepartamento de archivos policiales. Mprimer trabajo fue de administrativo e

a compañía naviera P & O, en estmisma ciudad. Creo que, cuandconsulte sus historiales, comprobará qu

levé a cabo ese trabajo con entusiasm  eficacia, y que me fui con u

expediente sin mácula.

 —Eso fue hace más de treinta año—repuso el inspector jefe, sin necesidade consultar el expediente que tenídelante.

 —Entonces, tendré que acabar mvida profesional de la misma manerque la empecé —contestó Malik—

como archivero.

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El inspector jefe permaneció un ratcallado, mientras reflexionaba sobre lpropuesta de Malik. Por fin se inclin

hacia él y apoyó las manos sobre eescritorio.

 —Meditaré sobre tu petición, Malik

¿Mi secretaria sabe cómo ponerse econtacto contigo?

 —Sí, señor —contestó Malik

mientras se levantaba de la silla—. Poa noche se me puede localizar en ealbergue de la YMCA de Victoria Street—Hizo una pausa—. No teng

ntenciones de mudarme en un futurcercano.

Mientras almorzaba en el comedo

de oficiales, el inspector jefe Kuma

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refirió a su ayudante la conversacióque había mantenido con Malik.

Añil Jan estalló en carcajadas.

 —Le ha salido el tiro por la culataefe —dijo con sentimiento.

 —Así es —reconoció el inspecto

efe, mientras se servía otra cucharadde arroz—. Cuando el año que viene msustituya, este pequeño episodio l

servirá para recordar las consecuenciade sus palabras, sobre todo cuando lapronuncia en público.

 —¿Significa eso que está pensand

seriamente en contratar a ese hombre—preguntó Jan mirando de hito en hito su jefe.

 —Es posible —contestó Kumar—

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¿No aprueba la idea? —Es su último año de inspector jef

—le recordó Jan— y tiene una fam

envidiable de honrado y competente¿Por qué se arriesga a echar por tierruna hoja de servicios excelente?

 —Creo que exagera un poco —repuso Kumar—. Malik es un hombrdestrozado, como usted mismo habrí

comprobado de haber estado presente ea entrevista de esta mañana. —Un estafador siempre es u

estafador —afirmó Jan—. Así qu

repito: ¿por qué se arriesga? —Tal vez porque es lo correcto

dadas las circunstancias —contestó e

nspector jefe—. Si rechazo a Malik

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nadie volverá a molestarse en escuchami opinión.

 —Pero el de archivero es un trabaj

muy delicado —insistió Jan—. Maliendría acceso a información que sol

puede ver gente cuya discreción est

fuera de toda duda. —Ya he pensado en eso —dijo e

nspector jefe—. Tenemos do

departamentos de archivos policialesuno en este edificio, que, como acabusted de indicar, es muy delicado, y otrsituado en las afueras de la ciudad, qu

solo alberga casos cerrados, es decirque ya se han resuelto o se han dejadde investigar.

 —De todos modos, yo no m

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arriesgaría —aseguró Jan, mientradejaba el cuchillo y el tenedor sobre eplato.

 —He reducido los riesgos al mínim—afirmó el inspector jefe—. Tendré Malik a prueba durante un mes. Habr

un supervisor que no le quitará ojo después me informará directamente a mSi Malik se pasa un pelo, volverá a l

calle el mismo día. —De todos modos, yo no marriesgaría —repitió Jan.

El primer día del mes, Raj Malik s

presentó a trabajar en el departamentde archivos policiales sito en el númer47 de Mahatma Drive, en las afueras d

a ciudad. Su jornada laboral era d

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ocho de la mañana a seis de la tardeseis días a la semana, con un salario dnovecientas rupias al mes. L

responsabilidad diaria de Maliconsistía en trasladarse en bicicleta odas las comisarías de policía de

distrito exterior para recogeexpedientes de casos cerrados. Despuéos entregaba a su supervisor, el cual lo

guardaba en el sótano, pues era pocprobable que alguien quisierconsultarlos alguna vez.

Al final del primer mes e

supervisor de Malik informó anspector jefe, tal como había

acordado.

 —Ojalá tuviera una docena d

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Maliks —dijo a su jefe—. A diferencide los jóvenes de hoy día, siempre llegpuntual, jamás alarga los descansos

nunca se queja cuando le pido algo quno entra en las atribuciones de su puestde trabajo. Con su permiso —añadió e

supervisor—, me gustaría subirle esueldo a mil rupias al mes.

El segundo informe del superviso

fue todavía más entusiasta. —La semana pasada, un empleadestuvo de baja; Malik asumió varias dsus responsabilidades y consiguió cubri

ambos puestos sin problemas.El informe del supervisor a

finalizar el tercer mes fue tan favorabl

que, cuando el inspector jefe pronunci

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Se informaba con todo detalle de laopiniones de Kumar, acompañadas duna foto de Raj Malik con el siguient

pie: «Un personaje reformado». Enspector jefe dejó el artículo sobre e

escritorio de su ayudante.

Malik esperó a que su jefe smarchara a comer. Este siempre iba casa después de las doce y pasaba un

hora con su mujer. Malik aguardó a quel coche de su jefe desapareciera antede bajar al sótano. Depositó una pila dpapeles que había que archivar en u

extremo del mostrador, por si alguien spresentaba sin anunciarse y lpreguntaba qué estaba haciendo.

Después, se acercó a los viejo

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archivadores de madera, apilados unoencima de otros. Se agachó y abrió unoAl cabo de nueve meses había llegado

a letra P, y aún no había descubierto acandidato ideal. Durante la semananterior había examinado docenas d

Patel y desechado a la mayoría por serrelevantes o de poco fuste para lo quenía en mente; hasta que llegó a uno co

as iniciales H. H.Malik extrajo el grueso expedientdel archivador, lo dejó sobre emostrador y empezó a pasar las página

despacio. No necesitó leer los datos posegunda vez para saber que habísacado el premio gordo.

Anotó el nombre, la dirección y e

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número de teléfono en una hoja de pape  devolvió el expediente a su lugar

Sonrió. Durante el descanso del té Mali

lamaría al señor H. H. Patel parconcertar una cita.

Pocas semanas antes de jubilarse, e

nspector jefe Kumar se había olvidadpor completo del prodigio; hasta qurecibió una llamada del señor H. H

Patel, uno de los principales banquerode la ciudad. El señor Patel solicitabuna reunión urgente con el inspector jefpara hablar de un asunto personal.

El inspector jefe Kumar consideraba H. H. Patel no solo un amigo, sinademás un hombre íntegro e incapaz d

utilizar la palabra «urgente» sin un bue

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de que pueda acompañarnos.La secretaria abandonó la habitació

en cuanto hubo servido el té a los tre

hombres. Cuando la puerta se cerró, enspector jefe Kumar fue al grano.

 —Has solicitado una entrevist

urgente, H. H, por un asunto personal. —Sí —confirmó Patel—. Pensé qu

deberías saber que ayer recibí la visit

de alguien que afirma trabajar para ti.El inspector jefe enarcó una ceja. —Un tal señor Raj Malik. —Es archivero de…

 —A título personal, subrayó.El inspector jefe empezó a da

palmaditas en el brazo de la butaca co

a mano derecha, mientras Pate

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continuaba. —Malik dijo que tenéis u

expediente que demuestra que yo fu

nvestigado por blanqueo de dinero. —Así fue, H. H —dijo el inspecto

efe con su habitual sinceridad—

Después del 11-S el ministro del Interiome ordenó que investigara cualquieorganización que manejara grande

cantidades de dinero en efectivo. Esncluía casinos, hipódromos y, en tcaso, el Banco de Mumbai. Un miembrde mi equipo interrogó a tu jefe de caj

  le explicó a qué debía estar atento, o mismo firmé el certificado de quodo estaba en regla.

 —Recuerdo que me informaste en s

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momento —dijo Patel—, pero tu colegMalik…

 —No es mi colega.

 —… dijo que podía encargarse da destrucción de mi expediente. —Hiz

una pausa—. A cambio de una pequeñ

cantidad. —¿Qué dices que dijo? —pregunt

Kumar, a punto de levantarse de un salt

de la butaca. —¿De qué pequeña cantidaestamos hablando? —inquirió esubinspector con calma.

 —Diez millones de rupias —contestó Patel.

 —No sé qué decir, H. H —murmur

el inspector jefe.

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 —No has de decir nada —repusPatel—, porque en ningún momento paspor mi mente que pudieras esta

mplicado en semejante estupidez, y asse lo expresé a Malik.

 —Te lo agradezco —dijo e

nspector jefe. —No hace falta —repuso Patel—

pero pensé que otras personas, meno

benévolas… —Hizo una pausa—. Sobrodo porque la visita de Malik sprodujo cuando falta muy poco para tubilación… —Vaciló de nuevo—. Y s

a prensa se enterara de la historiapodría dar lugar a malentendidos.

 —Te agradezco tu preocupación,

a celeridad con la que has actuado —

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dijo Kumar—. Estaré en deuda contigeternamente.

 —Solo quiero asegurarme de qu

esta ciudad estará en deuda contigeternamente, y con toda la razón —dijPatel—, para que cuando abandones e

cargo lo hagas resplandeciente dgloria, en lugar de con interrogantependiendo sobre tu cabeza, los cuales

como sabemos, se mantendrían muchdespués de tu jubilación.El subinspector asintió, mientra

Patel se levantaba.

 —¿Sabes una cosa, Naresh? —dijPatel volviéndose hacia el inspector jef—. Jamás habría accedido a ver a es

maldito hombre, si tú no le hubiera

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cubierto de alabanzas en el discurso qupronunciaste en el Rotary Club el mepasado. Hasta me enseñó el artículo de

Mumbai Times. En consecuencia, supusque el sujeto había venido con tbeneplácito. —El señor Patel se volvi

hacia Jan—. Le deseo suerte en su futurcargo de inspector jefe —añadió, y lestrechó la mano—. No envidio el qu

enga que sustituir a un hombre de taleexcelencias.Kumar sonrió por primera ve

aquella mañana.

 —Vuelvo enseguida —dijo enspector jefe a su segundo, cuando sali

del despacho para acompañar a Pate

hasta la puerta.

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El subinspector miró por la ventanmientras esperaba a su jefe. Comió ungalleta en tanto reflexionaba sobre la

posibles opciones. Cuando el inspectoefe regresó Jan sabía exactamente qu

debían hacer. Pero ¿conseguirí

convencer a su jefe en esta ocasión? —Tendré a Malik detenido

encerrado dentro de una hora —dijo e

nspector jefe, mientras descolgaba eeléfono de su escritorio. —Me pregunto, señor —murmuró e

subinspector Jan—, si es la mejo

decisión, teniendo en cuenta lacircunstancias…

 —No tengo muchas opciones —

aseguró el inspector jefe, mientra

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empezaba a marcar. —Puede que tenga razón —dijo Ja

—, pero antes de tomar una decisión ta

rrevocable tal vez deberíamos pensaen cómo lo va a enfocar… —hizo unpausa— la prensa.

 —Lo explotarán a fondo —dijKumar, que colgó el auricular y empeza pasear por la habitación—. Le

costará decidir si han de ahorcarme poser un corrupto capaz de aceptasobornos, o si me han de despedir poser el ingenuo más rematado que jamá

haya ocupado el cargo de inspector jefeo quiero ni pensar en ninguna d

ambas posibilidades.

 —Pues ha de pensar en ellas —

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nsistió Jan—, porque sus enemigos (hasta los hombres buenos tieneenemigos) despellejarán con alegría

alguien capaz de aceptar sobornos, y suamigos serán incapaces de negar lacusación de ingenuidad.

 —Después de cuarenta años dservicios, sin duda la gente creerá…

 —La gente cree lo que quiere cree

—dijo Jan, confirmando así los peoreemores del inspector jefe—, y usted npodrá enviar a la cárcel a Malik hastque este haya tenido la oportunidad d

aparecer ante un tribunal y contar amundo su versión de la historia.

 —¿Quién va a creer a ese…?

 —Cuando el río suena, agua lleva

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susurrarán en los pasillos de lopalacios de justicia, y eso no será nadcomparado con los titulares de lo

periódicos de la mañana cuando Malihaya pasado un par de días en eestrado, interrogado por un abogad

cordial que le considera a usted usimple trampolín en su carrera.

Kumar siguió paseando por l

habitación, sin decir nada. —Permita que intente adivinar loitulares que seguirán a su interrogatorio

—Jan hizo una pausa—. «Inspector jef

acepta sobornos para destruiexpedientes de sus amistades», sería eitular de The Times. Los tabloide

serían un poco más gráficos: «Dinero d

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sobornos depositado en despacho denspector jefe por un mensajero». O ta

vez: «El inspector jefe Kumar emplea

expresidiario para que le haga el trabajsucio».

 —Creo que ya me he hecho una ide

—dijo el inspector jefe, mientras sdejaba caer en su butaca al lado deja—. ¿Qué demonios debo hacer?

 —Lo que siempre ha hecho en epasado —respondió Jan—. Atenerse as normas.

El inspector jefe miró a su segund

con expresión interrogante. —¿Qué ha pensado?

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—Malik —gritó el supervisor a plen

pulmón, incluso antes de colgar eeléfono—. El inspector jefe Kuma

quiere verte de inmediato.

 —¿Ha dicho por qué? —preguntMalik nervioso.

 —No. No suele hacerm

confidencias —respondió el superviso—, pero no te entretengas, porque es uhombre al que no le gusta esperar.

 —Sí, señor —repuso Malik.

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Cerró el expediente en el que habíestado trabajando y lo dejó sobre e

escritorio de su supervisor. Se encamin

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hacia su taquilla, cogió las pinzas paros pantalones y abandonó el edificio si

pronunciar palabra. No empezó

emblar hasta que llegó a la acera¿Habían descubierto su último timo? Yeso que ni siquiera había salido bien

Retiró la cadena de la barandilla empezó a pensar en sus posibilidades¿Debía huir o simplemente echarle car

al asunto? No le quedaban muchaopciones. Al fin y al cabo, ¿adóndhuiría? Y, aunque decidiera escapar, ldetendrían en cuestión de días, quizá d

horas.Malik se ciñó los bajos del pantaló

con las pinzas, montó en su Raleig

Lenton de tercera mano y empezó

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pedalear con parsimonia hacia el centrde la ciudad. Las calles estabacubiertas de polvo marrón y atestadas d

bicicletas, coches e innumerablepersonas que avanzaban en direccionediferentes. Los incesantes bocinazos, l

multitud de olores, el sol abrasador y ebullicio de la vida cotidianatestiguaban que Mumbai era una ciuda

distinta de todas las demás. Lovendedores callejeros extendían lobrazos cuando Malik pasaba, con lntención de endosarle sus productos

mientras mendigos sin brazos corrían su lado, lo cual no le ayudaba a avanzar¿Debía ser sincero y admitir lo qu

había hecho?

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Pedaleó unos cuantos metros máso, jamás hay que admitir nada; era un

regla de oro que había aprendid

después de largos años en la cárcel. Diun bandazo para esquivar a una vaca estuvo a punto de caer.

Actúa como si ellos no supieranada hasta que te veas acorraladoncluso entonces niégalo todo. Cuand

dobló la siguiente esquina, la comisaríde policía apareció imponente ante éSi iba a salir pitando, era ahora o nuncaContinuó pedaleando, hasta que s

encontró a escasos metros de loescalones que ascendían hasta lentrada. Apretó con fuerza el freno hast

que la bicicleta aminoró la velocidad

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se detuvo. Bajó y sujetó con candado súnica posesión a la barandilla mácercana. Subió con parsimonia lo

escalones, pasó a través de las puertagiratorias y se encaminó nervioso haciel mostrador de recepción. Dijo s

nombre al oficial de servicio. Tal vez srataba de un error.

 —Tengo una cita con…

 —Ah, sí —dijo el agente de servicisin necesidad de consultar su lista, lque no presagiaba nada bueno—. Enspector jefe le está esperando. S

despacho se encuentra en el piscatorce.

Malik se volvió y empezó a camina

hacia el ascensor, consciente de que e

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agente de servicio no le quitaba ojo nun instante. Echó un vistazo a la entradprincipal. Aquella era su últim

oportunidad de escapar, pensó, cuandas puertas del ascensor se abrieron

Entró en la abarrotada cabina, qu

efectuó varias paradas durante snterminable ascensión hasta el pis

catorce. Cuando Malik llegó a s

destino, sudaba profusamente, y smalestar no era debido al espaciapretujado ni a la falta de airacondicionado.

Cuando las puertas se abrieron pofin, vio que estaba solo. Malik salió aúnico pasillo alfombrado de todo e

edificio. Paseó la vista alrededor

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entonces recordó su última visita. Sencaminó lentamente hacia el despachque había al final del pasillo. La

palabras «Inspector jefe» estabaestarcidas con letras mayúsculas en lpuerta.

Malik llamó muy suavemente con lonudillos. Tal vez había ocurrido algmportante y el inspector jefe habí

enido que abandonar su despacho siavisar. Oyó que una voz femenina lnvitaba a entrar. Abrió la puerta y vio a secretaria del inspector jefe sentad

detrás de su mesa, tecleando mudeprisa. La mujer interrumpió su tareen cuanto vio a Malik.

 —El inspector jefe le está esperand

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—fueron sus únicas palabras. No sonrini frunció el ceño cuando se levantó dsu silla. Tal vez desconocía el destin

de Malik. La secretaria desapareció pouna puerta y volvió a salir casi dnmediato—. El inspector jefe l

recibirá ahora, señor Malik —dijo, mantuvo la puerta abierta para dejarlpasar.

Malik entró en el despacho denspector jefe, al que encontró sentaden su escritorio, con la vista bajaestudiando un expediente abierto

Levantó la cabeza y le miró a los ojos. —Siéntate, Malik —dijo. Ni Raj n

señor; solo Malik.

Malik tomó asiento en la silla qu

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había enfrente del inspector jefe. Guardsilencio e intentó disimular snerviosismo, mientras veía cómo e

segundero del reloj de la parecompletaba un minuto.

 —Malik —dijo al fin el inspecto

efe, al tiempo que alzaba la vista de lopapeles—, he estado leyendo el informanual de tu supervisor.

Malik continuó en silencio. Sintique una gota de sudor resbalaba por snariz.

El inspector jefe bajó la vista d

nuevo. —Habla de tu trabajo en término

muy favorables —prosiguió Kumar—

solo tiene palabras de elogio para t

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Mucho mejor de lo que yo esperabcuando te sentaste en esa silla hace uaño. —El inspector jefe alzó la vista

sonrió—. De hecho, te recomienda parun ascenso.

 —¿Un ascenso? —preguntó Mali

ncrédulo. —Sí, aunque no será fácil, porque e

este momento no hay muchas vacantes

o obstante, creo que he encontrado upuesto muy adecuado a tus aptitudes. —Oh, gracias, señor —dijo Malik,

se relajó por primera vez.

 —Hay una vacante… —continuó enspector jefe, mientras abría otr

expediente y sonreía— de ayudante en e

depósito de cadáveres municipal.

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Extrajo una sola hoja de papel empezó a leerla.

 —Tu tarea consistiría en limpiar l

sangre de las mesas de autopsia y fregael suelo en cuanto los cadáveres hayasido diseccionados y almacenados. M

han dicho que el hedor no es muagradable, pero te proporcionarían unmascarilla, y no me cabe duda de qu

con el tiempo te acostumbrarías. —Continuó sonriendo a Malik—. Epuesto conlleva el cargo dsubsupervisor, junto con el aumento d

sueldo correspondiente. Tambiésignifica otras ventajas, entre ellasdisponer de tu propia habitación just

encima del depósito de cadáveres; as

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que ya no tendrías que dormir en lYMCA. —El inspector jefe hizo unpausa—. Y si conservaras el puest

hasta los sesenta años, tendrías derecha una modesta pensión. —El inspectoefe cerró el expediente y miró a Mali

—. ¿Alguna pregunta? —Solo una, señor —contestó Mali

—. ¿Existe alguna otra opción?

 —Oh, sí —respondió el inspectoefe—. Puedes pasar el resto de tu viden la cárcel.

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Sobre gustos no hay

nada escrito

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A

 parte del hecho de que habían id juntos al colegio, tenían poco e

común.Gian Lorenzo Venici era un niñdiligente desde el primer día que pisó lescuela, a los cinco años, en tanto Paol

Castelli conseguía llegar siempre tardencluso el día que empezó el colegio.

Gian Lorenzo se sentía a gusto en e

aula, con los libros, trabajos exámenes, donde eclipsaba a todos sucompañeros. Paolo conseguía lo

mismos resultados en el campo dfútbol, con un cambio de paso, una fint un disparo a gol que seducían tanto

su propio equipo como al contrario

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Ambos jóvenes continuaron sus estudioen Santa Cecilia, el instituto máprestigioso de Roma, donde pudiero

exhibir sus talentos ante un público máamplio.

Cuando su formación escolar hub

erminado, ambos continuaroprogresando en Roma: Gian Lorenzentró en la universidad más antigua de

país como becario, Paolo en el club dfútbol más antiguo del país comdelantero. Aunque no se movían en lomismos círculos, cada uno estab

enterado de los logros del otro. MientraGian Lorenzo cosechaba honores en ucampo, Paolo lo hacía en otro, y ambo

ograban sus metas.

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Después de acabar la universidaGian Lorenzo empezó a trabajar con spadre en la galería Venici. De inmediat

se dispuso a convertir aquellos años destudio en algo más práctico, puedeseaba emular a su padre y llegar a se

el marchante de arte más respetado dtalia.

Cuando Gian Lorenzo inició s

aprendizaje, Paolo ya era capitán de lRoma. Entre los vítores y la adulacióde sus admiradores, condujo a su equiphasta el campeonato y la glori

europeos. A Gian Lorenzo le bastabechar un vistazo a las últimas páginas dcualquier periódico, casi a diario, par

seguir las hazañas de su antigu

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compañero de clase, y a los ecos dsociedad para descubrir cuál era lúltima belleza que iba de su brazo: otr

diferencia entre ellos.Gian Lorenzo no tardó en descubri

que en la profesión que había elegido l

reputación a largo plazo no se construísobre un objetivo aislado, sino a base dhoras de investigación, combinadas co

el buen juicio. Había heredado de spadre dos de las cualidades mámportantes para un marchante de arte

un buen ojo y un buen olfato. Antoni

Venici enseñó también a su hijo no sola mirar, sino sobre todo dónde miracuando buscaba una obra maestra. E

anciano solo comerciaba con lo

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mejores ejemplos de la pintura y lescultura del Renacimiento, que nuncaparecían en el mercado abierto. A

menos que una pieza fuera exclusivaAntonio no salía de su galería. Su hijsiguió sus pasos. La galería sol

compraba y vendía tres, tal vez cuatrocuadros al año, pero aquellos maestrocambiaban de manos por el mism

precio que uno de los arietes de lRoma. Después de cuarenta años en enegocio el padre de Gian Lorenzo sabíno solo quién poseía las grande

colecciones, sino, más importante aúnquién deseaba o, mejor todavía, quiénecesitaba desprenderse de una obr

maestra.

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Gian Lorenzo se abismó tanto en srabajo que no se enteró de la lesión qu

Paolo Castelli había sufrido durante e

partido de la Copa de Europa contrEspaña. Este contratiempo apartó Paolo de los campos de fútbol, así com

de los periódicos, sobre todo cuandquedó claro que había llegado a la fechímite de venta.

Paolo abandonó el escenarimundial justo cuando Gian Lorenzentraba en él. Este empezó a viajar pooda Europa, como representante de l

galería, en una búsqueda incesante dos ejemplos más singulares de l

genialidad artística y, tras adquirir un

obra maestra, de la persona que pudier

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permitirse el lujo de comprarla.Gian Lorenzo se preguntaba

menudo cómo le iba a Paolo desde qu

había dejado de jugar, porque la prensa no informaba de todos su

movimientos. Lo descubrió de la noch

a la mañana cuando Paolo anunció scompromiso.

La pareja elegida por Paolo motiv

que regresara a las primeras planas.Angelina Porcelli era la única hijde Massimo Porcelli, presidente defútbol club Roma y de Ulitox, l

compañía farmacéutica más importantde Italia. «La boda de dos pesopesados», anunciaba el titular de u

abloide.

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Gian Lorenzo pasó a la página tres descubrió el motivo de tal comentarioLa futura esposa de Paolo medía metr

ochenta y cinco; una ventaja para semodelo, dirán ustedes, pero lcomparación termina ahí, porque el otr

dato personal que desvelaban loperiodistas era su peso. Por lo vistooscilaba entre ciento veinte y cient

cincuenta kilos, según informara uperiódico serio o un tabloide.Una imagen vale más que mi

palabras. Gian Lorenzo examinó varia

fotografías de Angelina y llegó a lconclusión de que solo Rubens habrípensado en ella como modelo. En toda

as fotos de la futura esposa de Paolo, n

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odo el talento desplegado por lomodistos de Milán, los peluqueros dParís o los joyeros de Londres, por n

hablar de las legiones de entrenadoresdietistas y masajistas personales, ercapaz de transformar su imagen de Had

de Azúcar en la de prima ballerinaFuera cual fuese el ángulo elegido poos fotógrafos, y por muy considerado

que intentaran ser (y algunos no lo eran)solo lograban subrayar la evidentdiferencia entre ella y su prometidosobre todo cuando posaba al lado de

antiguo héroe de la Roma. La prenstaliana, claramente obsesionada por eamaño de Angelina, no aportab

ninguna otra información de interé

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sobre ella.

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Gian Lorenzo pasó a las páginas darte y, cuando unas horas después entren la galería, ya se había olvidado po

completo de Paolo y su futura noviaCuando abrió la puerta de su despachosu secretaria le entregó una tarjeta d

gran tamaño con membrete dorado erelieve. Gian Lorenzo echó un vistazo a invitación.

 El señor Massimo

 Porcelli tiene el placer 

de invitar al enlace de suhija Angelina, con el 

 señor Paolo Castelli en

Villa Borghese.

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Seis semanas después, Gian Lorenzse sumó al millar de invitados qu

nvadían los jardines de la VillBorghese. Pronto quedó claro que eseñor Porcelli estaba decidido a que s

única hija disfrutara de una boda que nella ni todos los presentes olvidaríaamás.

El marco de los jardines Borgheseencaramados sobre una de las sietcolinas que dominan Roma, con smpresionante villa de color terracota

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crema, era la materia de la que estáhechos los cuentos de hadas. GiaLorenzo paseó por el recinto, admirand

as esculturas y las fuentes, y de vez ecuando se encontraba con viejos amigo compañeros de clase, a algunos de lo

cuales no veía desde los tiempos decolegio. Unos veinte minutos antes dque empezara la ceremonia, una docen

de criados de librea tocados con pelucablancas avanzaron entre la multitudPidieron a los invitados que ocuparasus asientos en la rosaleda, puesto qu

a ceremonia estaba a punto de empezarGian Lorenzo se sumó a la masa qu

se dirigía hacia una plataforma recié

construida, con un semicírculo d

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asientos que rodeaban una tarimelevada con un altar en el centro. No ermuy diferente de un estadio de fútbo

donde los sábados por la tarde scelebra otro tipo de culto. Su ojo dexperto tomó buena nota de la magnífic

vista de Roma, un paisaje realzado poun buen número de mujeres hermosasodas ellas ataviadas con ropas qu

sospechaba) nunca habían llevado ante, en algunos casos, no volverían levar. El complemento de las dama

eran hombres vestidos elegantement

con frac y camisa blanca, y solo el colode la corbata o pajarita delataba al pavreal que escondían. Gian Lorenzo pase

a vista alrededor y descubrió qu

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músicos, casi oculta entre los árboleque se alzaban detrás del altar, empezó nterpretar la marcha nupcial d

Mendelssohn. El millar de invitados sevantaron de sus asientos y s

volvieron para ver a la novia, qu

avanzaba lentamente por la gruesalfombra de hierba, del brazo de sorgulloso padre.

 —Qué vestido más bonito —dijo ldama que estaba delante de GiaLorenzo.

Este asintió y, mientras contemplab

os metros de seda persa que formabauna magnífica cola detrás de Angelinareprimió el único pensamiento que debí

ocupar la mente de todo el mundo. N

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obstante, la expresión de Angelina era lde una novia muy satisfecha con ssuerte. Caminaba hacia el hombre qu

adoraba, consciente de que gran parte das mujeres presentes habrían ocupad

su lugar de muy buen grado:

Cuando Angelina subió loescalones que conducían al escenarioas tablas crujieron. El futuro marid

sonrió y avanzó un paso hacia la noviaAmbos se volvieron hacia el cardenaMontagni, arzobispo de Nápoles. Algúnvitado no consiguió reprimir un

sonrisa cuando el cardenal se volvihacia Paolo y preguntó:

 —¿Quieres a esta mujer com

egítima esposa, para lo bueno y para l

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malo, en la riqueza y en la pobreza…?En cuanto los novios estuviero

unidos en santo matrimonio, Gia

Lorenzo se dirigió hacia el Jardín Largodonde se celebraría el banquete, quempezó con champán y risotto a la truf

blanca, y terminó con soufflé dchocolate y un Chateau d’Yquem. GiaLorenzo apenas podía moverse cuand

Paolo se levantó para contestar adiscurso de su padrino. —Soy el hombre más feliz de

mundo —anunció, mientras se volví

hacia la resplandeciente novia—. Hencontrado a la mujer de mi vida, y somuy consciente de que debo de ser l

envidia de todos los solteros presentes

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—Un pensamiento con el que GiaLorenzo no podía estar menos dacuerdo, pero apartó al instante de s

mente aquella idea. Paolo continuó—Yo fui el primer pretendiente quconquistó el corazón de Angelina. Ya n

endré que seguir buscando a la mujeperfecta, porque la he encontrado. Oruego que os levantéis y me acompañéi

en un brindis por Angelina, mi pequeñángel.Los congregados se pusieron en pi

como un solo hombre y brindaron po

Angelina. Hubo quien hasta murmulló«Por su pequeño ángel».

Cuando los discursos terminaron

empezó el baile con otra orquesta, qu

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había venido expresamente desde NuevOrleans. Gian Lorenzo oyó que Angelinhabía dicho a papá en una ocasión que l

gustaba el jazz .Mientras la banda tocaba y e

champán continuaba fluyendo, los recié

casados avanzaron entre sus invitadoso cual concedió a Gian Lorenzo u

fugaz momento para agradecer a Paolo

a su novia que le hubieran invitado a uacontecimiento tan inolvidable. —Medici habría quedad

maravillado —dijo a la novia, y s

nclinó para besar su mano.Ella le dedicó una cálida sonrisa

pero no dijo nada.

 —Seguiremos en contacto —anunci

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Paolo, mientras se alejaban—. AAngelina le fascina el arte y estpensando en iniciar su propia colecció

—fueron las últimas palabras que GiaLorenzo oyó, antes de que Paolo sdetuviera ante otro invitado.

Justo antes de que saliera el sol empezara a servirse el desayuno, eseñor y la señora Castelli partiero

hacia el aeropuerto, mientras un millade manos les despedían. Salieron dVilla Borghese con Paolo al volante dsu último Ferrari, que no era el coch

deal para su esposa. Cuando llegaron aaeropuerto, Paolo continuó hasta unpista privada y detuvo el automóvil a

ado de un jet Lear que esperaba a lo

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dos pasajeros. Los recién casadodejaron el Ferrari estacionado en lpista, subieron por la escalerilla

desaparecieron en el interior del avióde papá. Unos minutos después de quse abrocharan los cinturones, el je

despegó en dirección a Acapulco, lprimera etapa de su luna de miel de tremeses.

Pese a las palabras con las quPaolo se había despedido, cuando loCastelli regresaron de su luna de miel nhicieron el menor esfuerzo por seguir e

contacto con Gian Lorenzo. Siembargo, este se enteraba de sus proezacasi todos los días en los ecos d

sociedad de la prensa nacional.

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Un año después, leyó que smudaban a Venecia, donde habíacomprado el tipo de villa que aparec

en las portadas, no en las páginanteriores, de las revistas de moda. Gia

Lorenzo supuso que su viejo amigo y é

no volverían a encontrarse nunca más.Cuando Antonio Venici se jubiló

cedió de muy buena gana l

responsabilidad de los negociofamiliares a su hijo. Como nuevpropietario de la galería Venici, GiaLorenzo pasaba la mitad del tiemp

viajando por toda Europa en busca daquel cuadro escurridizo que deja sirespiración a los coleccionistas y hac

que estos no insulten al marchante con e

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menor amago de regatear.Uno de dichos viajes fue a Venecia

para ver un Canaletto que pertenecía a lcontessa  Di Palma, una dama que, tradivorciarse de su tercer marido, y siposeer ya el físico que garantizara u

cuarto, había decidido desprenderse duno de sus tesoros. La única condicióde la contessa  era la prohibición d

airear que estaba pasando podificultades económicas pasajerasTodos los principales marchantes dtalia estaban enterados de su

crecientes deudas y de los numerosoacreedores que la acosaban. GiaLorenzo estaba muy agradecido de qu

a contessa  le hubiera elegido com

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confidente.Gian Lorenzo dedicó cierto tiempo

examinar la considerable colección d

a contessa  y llegó a la conclusión dque no solo tenía buen ojo para lohombres ricos. Después de acordar u

precio por el Canaletto, expresó lesperanza de que aquello fuera eprincipio de una larga y fructífer

amistad. —Empecemos con una cena en elHarry’s Bar, querido —dijo la contessa

en cuanto tuvo en la mano el cheque d

Gian Lorenzo.Gian Lorenzo dudaba entre pedir u

affogato o un espresso, cuando Paolo

Angelina entraron en el Harry’s Bar

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Todo el mundo les siguió con la miradamientras el maitre les conducía comodales afectados hasta una mes

situada en un rincón. —He ahí alguien que podrí

permitirse el lujo de comprar toda m

colección —susurró la contessa. —Sin duda —admitió Gian Lorenz

—, pero por desgracia Paolo sol

colecciona coches raros. —Y mujeres todavía más raras —comentó la contessa.

 —No estoy muy seguro de qu

colecciona Angelina. —Unos cuantos kilos de más cad

año —apuntó la contessa —. Una vez

vino a tomar el té con mi segund

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marido y se comió todas nuestraprovisiones. Cuando se marchó, nquedaban ni las galletitas saladas.

 —Bien, esta noche intentaremoponernos a su altura —dijo GiaLorenzo—. ¿Es cierto que el zabaglion

es la especialidad del restaurante?La contessa, que no estab

nteresada por el zabaglione, sigui

hablando sin hacer caso de lnsinuación nada sutil de sacompañante.

 —¿Se imagina a esos dos en l

cama?A Gian Lorenzo le sorprendió que l

contessa verbalizara una pregunta que é

ambién se había planteado a menudo

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pero sin atreverse a manifestarla. Lpeor fue cuando la contessa  empezó describir cosas que hasta aquel moment

no habían pasado por la mente de GiaLorenzo.

 —¿Cree que él se tumba sobre ella

—Gian Lorenzo se guardó su opinión—Una proeza —continuó la mujer—; si lhicieran al revés, seguro que ella l

asfixiaba.Gian Lorenzo no quería ni imaginasemejante situación, de modo que intentcambiar de tema.

 —Fuimos al mismo colegio. Udeportista nato.

 —Tiene que serlo para satisfacerla.

 —Incluso asistí a su boda —añadi

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él—. Una ocasión memorable, aunqududo que después de tanto tiempo sacuerden de que fui uno de los invitados

 —¿Le gustaría pasar el resto de svida en compañía de ese ser, por mádinero que tenga? —preguntó l

contessa  sin prestar atención a lapalabras de su acompañante.

 —El dice que la adora —repus

Gian Lorenzo—. La llama su «pequeñángel». —En ese caso, no me gustarí

coincidir con su idea de un gran ángel.

 —Si no la quisiera —observó GiaLorenzo—, siempre podría divorciarsde ella.

 —Ni hablar —dijo la contessa —

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Está claro que no sabe usted nada de scontrato prematrimonial.

 —No —admitió Gian Lorenzo,

procuró disimular su interés. —El padre de Angelina tenía l

misma opinión que yo de ese futbolist

acabado. El viejo Porcelli le obligó firmar un acuerdo en el cual se estipulque, si Paolo se divorcia algún día de s

hija, se queda sin nada. Paolo tambiése vio obligado a firmar un segunddocumento, en el que se compromete no revelar jamás el contenido de

contrato prematrimonial a nadie, nsiquiera a Angelina.

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http://slidepdf.com/reader/full/casi-culpables-jeffrey-archer-book 694/731 —¿Y cómo lo sabe usted? —

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preguntó Gian Lorenzo. —Cuando se han firmado tanto

contratos prematrimoniales como yo, s

oyen cosas.Gian Lorenzo rio y pidió la cuenta.El maître sonrió.

 —Ya está pagada, señor —dijo, señaló con la cabeza en dirección Paolo—. Cortesía de su antiguo amig

del colegio. —Qué amable —dijo Gian Lorenzo —El dinero es de ella —le record

a contessa.

 —Discúlpeme un momento —dijGian Lorenzo—. Voy a darles lagracias antes de marchar.

Se levantó de su asiento y atraves

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despacio el concurrido local. —¿Cómo estás? —saludó Paolo

quien se había puesto en pie mucho ante

de que Gian Lorenzo llegara a su mes—. Ya conoces a mi pequeño ángel, posupuesto —añadió, y se volvió con un

sonrisa hacia su esposa—. Claro que¿cómo podrías haberla olvidado?

Gian Lorenzo tomó la mano d

Angelina y la besó. —Nunca olvidaré vuestrespléndida boda.

 —Medici habría quedad

maravillado —dijo Angelina.Gian Lorenzo hizo una brev

reverencia para agradecer a la muje

que recordara sus palabras.

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 —¿Estás cenando con la contessa DPalma? —preguntó Paolo—. Porque, eese caso, posee algo que mi pequeñ

ángel desea. —Gian Lorenzo no hizningún comentario—. Espero, GiaLorenzo, que sea una clienta, no un

amiga, porque si mi pequeño ángequiere algo no me detendré ante nadpara conseguirlo. —Gian Lorenz

consideró prudente seguir guardandsilencio. «No olvides», le había dichen una ocasión su padre, «que solo lorestauradores cierran tratos en lo

restaurantes… cuando te dan lcuenta»—. Y como es una parcela quno domino —continuó Paolo—, y t

consideran una de las principale

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autoridades de la nación, ¿serías taamable de representar a Angelina eesta ocasión?

 —Sería un placer —contestó GiaLorenzo, mientras el maître  depositabante la esposa de Paolo una tarta d

chocolate, acompañada de un cuenco dcrème fraíche.

 —Excelente —dijo Paolo—

Seguiremos en contacto.Gian Lorenzo sonrió y estrechó lmano de su viejo amigo. Recordaba mubien la última ocasión en que Paol

había pronunciado aquellas mismapalabras, pero hay gente que consideresa frase una mera fórmula de cortesía

Gian Lorenzo se volvió hacia Angelina

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nclinó la cabeza, para reunirse continuación con la contessa.

 —Temo que es hora de marcharno

—dijo Gian Lorenzo, al tiempo quconsultaba su reloj—, sobre todo porquhe de tomar el primer avión para Rom

de la mañana. —¿Ha conseguido vender m

Canaletto a su amigo? —preguntó l

contessa cuando se levantó. —No —contestó Gian Lorenzomientras hacía un ademán en dirección a mesa de Paolo—, pero ha dicho qu

seguiremos en contacto. —¿Lo harán? —Es muy difícil —admitió Gia

Lorenzo—, porque no me ha dado s

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número y sospecho que los señoreCastelli no figuran en las PáginaAmarillas.

Gian Lorenzo tomó el primer vuelo Roma de la mañana siguiente. ECanaletto le seguiría sin demasiada

prisas. En cuanto pisó la galería, ssecretaria salió corriendo del despach barbotó:

 —Paolo Castelli ha llamado doveces esta mañana. Se disculpó por nhaberle dado su número —añadió— preguntó si sería tan amable d

elefonearle en cuanto llegara.Gian Lorenzo entró con calma en s

despacho, se sentó ante el escritorio

procuró serenarse. Después tecleó e

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número que su secretaria había anotadoA la llamada contestó primero umayordomo, el cual le pasó con un

secretaria, quien por fin le puso coPaolo.

 —Después de que te marchara

anoche mi pequeño ángel no habló dotra cosa —empezó Paolo—. No holvidado su visita a casa de la contessa

donde vio su magnífica colección darte. Se preguntaba si el motivo de treunión con la contessa era…

 —Creo que no es prudente hablar d

esto por teléfono —interrumpió GiaLorenzo, cuyo padre también le habíenseñado que los tratos pocas veces s

cierran por teléfono, sino casi siempr

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cara a cara. El cliente ha de ver ecuadro y después se le permite que lenga colgado en el salón de su cas

durante varios días. Hay un momentcrucial en que el comprador considerque el cuadro ya le pertenece. E

entonces cuando el marchante empieza negociar el precio.

 —En ese caso tendrás que volver

Venecia —dijo Paolo sin vacilar—. Tenviaré el avión privado.Gian Lorenzo voló a Venecia e

viernes siguiente. Un Rolls-Royce l

esperaba en la pista para llevarle a VillRosa.

Un mayordomo recibió a Gia

Lorenzo ante la puerta principal

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después le condujo por una ampliescalinata de mármol hasta un conjuntde aposentos privados de parede

desnudas: el sueño de todo marchante darte. Gian Lorenzo recordó la coleccióque su padre había reunido para lo

Agnelli durante un período de treintaños, y que ahora se consideraba una das mejores en manos de un particular.

Gian Lorenzo pasó casi todo esábado (entre comida y comidavisitando las ciento cuarenta y dohabitaciones de la Villa Rosa

acompañado de Angelina. Prontdescubrió que su anfitriona poseímuchas más cualidades de lo que é

había imaginado.

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Angelina demostró un verdadernterés por iniciar su colección de arte  estaba claro que había visitado la

galerías de todo el mundo. Gian Lorenzse dio cuenta de que solo carecía de lvalentía necesaria para llevar a l

práctica sus convicciones (un problemque solían manifestar los hijos únicos dhombres que habían llegado a dond

estaban gracias a sus propios esfuerzos)aunque no carecía de conocimientos npara sorpresa de Gian Lorenzo, dgusto. Se sintió culpable por habe

legado a conclusiones basadaúnicamente en comentarios leídos en lprensa. Gian Lorenzo descubrió qu

disfrutaba de la compañía de Angelina

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 hasta empezó a preguntarse qué podíver en Paolo aquella joven tímida reflexiva.

Aquella noche, mientras cenaban, sfijó en que Angelina siempre miraba su marido con adoración, aunque poca

veces le interrumpía.A la mañana siguiente, durante e

desayuno, Angelina apenas pronunci

palabra. Solo cuando Paolo le propusque enseñara los jardines a su invitadosu pequeño ángel resucitó.

Angelina acompañó a Gian Lorenz

por el jardín de veinticuatro hectáreasel cual no poseía objetos inmuebles, nsiquiera refugios donde pudiera

descansar para refrescar su frente

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Siempre que Gian Lorenzo hacía unsugerencia, ella reaccionaba coentusiasmo, pues estaba claro que sol

esperaba la ocasión de dejarse guiar posu sabiduría.

Por la noche, durante la cena, Paol

confirmó que el deseo de su pequeñángel era iniciar una gran colección ememoria de su difunto padre.

 —Pero ¿por dónde empezar? —preguntó Paolo, al tiempo que tendía lmano sobre la mesa para tomar la de sesposa.

 —¿Canaletto, tal vez? —aventurGian Lorenzo.

Gian Lorenzo se pasó los cinco año

siguientes viajando entre Roma

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Venecia, mientras continuabpersuadiendo a la contessa  de quvendiera cuadros, que luego colgaban e

Villa Rosa. A medida que aparecíanuevas joyas, el apetito de Angelina svolvía cada vez más voraz. Gia

Lorenzo tuvo que viajar a EstadoUnidos, Rusia e incluso Colombia parsatisfacer al «pequeño ángel» de Paolo

Parecía decidida a superar a Catalina lGrande.Cada nueva obra maestra que Gia

Lorenzo depositaba ante ella cautivab

aún más a Angelina: CanalettoCaravaggio, Tintoretto, Bellini y DVinci se hallaban entre los autóctonos

Gian Lorenzo no solo empezó a llena

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os pocos espacios libres que quedabaen la villa, sino que también aportestatuas llegadas desde todos lo

rincones del mundo, que ocuparon uugar entre los demás inmigrantes denmenso jardín: Moore, Brancus

Epstein, Miró, Giacometti y el favoritde Angelina: Botero.

Con cada nueva adquisición, Gia

Lorenzo le regalaba un libro sobre eartista. Angelina los devoraba de unsentada y pedía más de inmediato. GiaLorenzo tuvo que reconocer que se habí

convertido no solo en la clienta mámportante de la galería, sino también e

su más apasionada discípula: lo qu

había empezado como un coqueteo co

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el Canaletto, se estaba transformando marchas forzadas en una relaciópromiscua con casi todos los grande

maestros de Europa. Y era de GiaLorenzo de quien se esperaba qucontinuara suministrando nuevo

amantes. Una característica más quAngelina compartía con Catalina lGrande.

Gian Lorenzo estaba visitando a ucliente de Barcelona, que por motivofiscales tenía que desprenderse de uMurillo, El nacimiento de Cristo

cuando se enteró de la noticiaConsideraba que la cantidad solicitadpor el cuadro era demasiado elevada

pero sabía que Angelina se plegaría

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pagarla. Se hallaba en plennegociación, cuando su secretaria llamó. Gian Lorenzo tomó el siguient

vuelo a Roma.

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Todos los periódicos informaban

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algunos con pelos y señales, de lmuerte de Angelina Castelli. Un infartgeneralizado cuando se encontraba en e

ardín, intentando mover una de laestatuas.

Los tabloides, incapaces de llorar

a difunta ni un solo día, informaban sus lectores en el segundo párrafo dque había legado toda su fortuna a s

marido. Una fotografía de un sonrientPaolo (tomada mucho tiempo antes defallecimiento) aparecía al lado deartículo.

Cuatro días después, Gian Lorenzvoló a Venecia para asistir al funeral.

La pequeña capilla que albergaba

os jardines de la villa estab

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abarrotada de familiares y amigos dAngelina, a algunos de los cuales GiaLorenzo no veía desde el banquete d

bodas, una generación antes.Cuando los seis portadores de

féretro entraron en la capilla y l

depositaron con delicadeza sobre laandas preparadas delante del altarPaolo se desmoronó y lloró. Cuand

erminó la ceremonia, Gian Lorenzo ldio el pésame y Paolo le aseguró quhabía enriquecido la vida de Angelinde una forma imposible de recompensar

Después manifestó su intención dcontinuar la colección en su memoria.

 —Eso es lo que mi pequeño ánge

habría deseado —explicó—, de maner

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que debo hacerlo.Paolo no volvió a ponerse e

contacto con él.

Gian Lorenzo estaba a punto dhundir una cuchara en un tarro dmermelada Oxford (otra costumbre qu

había heredado de su padre), cuando viel titular. La cuchara permaneció alojaden el tarro, mientras leía las palabra

por segunda vez. Quería asegurarse dque no había entendido mal el titularPaolo había vuelto a las primeraplanas, para declarar que era «amor

primera vista. Más información en lpágina 22».

Gian Lorenzo pasó a toda prisa la

páginas hasta llegar a una columna qu

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rara vez leía. «Habladurías de Roma, lcontamos la verdad detrás de lhistoria». Paolo Castelli, excapitán de l

Roma y el noveno hombre más rico dtalia, iba a casarse de nuevo, tan sol

cuatro años después de la muerte de s

pequeño ángel. «Su apariencia engaña»afirmaba el titular. A continuación, eperiódico aseguraba a sus lectores qu

no podía haber mayor contraste entre sprimera esposa, Angelina, unmultimillonaria, y Gina, una camarera d

ápoles de veinticuatro años, hija de u

nspector de Hacienda.Gian Lorenzo rio cuando vio l

fotografía de Gina, consciente de qu

muchos amigos de Paolo no resistiría

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una primicia) que el señor GiaLorenzo Venici, el marchante de artmás importante de Roma y antigu

compañero de colegio de Paolo, scontaría entre los afortunados invitados

La invitación llegó por correo a l

mañana siguiente.Gian Lorenzo voló a Venecia l

noche antes de la ceremonia nupcial y s

alojó en el hotel Cipriani. Al recordar lboda anterior decidió que lo máprudente sería tomar una cena ligera acostarse pronto.

Se levantó temprano a la mañansiguiente y dedicó cierto tiempo vestirse para la ocasión. Aun así, llegó

Villa Rosa mucho antes de que l

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ceremonia empezara. Le apetecía paseaentre las estatuas que sembraban eardín y reencontrarse con viejo

amigos. Donatello le sonrió. Moorenía un aspecto majestuoso. Miró l

hizo reír y Giacometti seguía alto

delgado, pero su favorita continuabsiendo la fuente que adornaba el centrdel jardín. Diez años antes se habí

levado cada pieza de la fuente, piedra piedra, estatua a estatua, de un patio dMilán. El cazador fugitivo de Bellinparecía todavía más espléndido en s

nuevo entorno. Gian Lorenzo se sintiespecialmente complacido cuando vique muchos otros invitados había

legado con antelación, azuzados por l

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misma idea.Un criado vestido con un elegant

raje oscuro deambulaba entre lo

nvitados y les indicaba amablementque fueran pasando a la capilla, pues lceremonia estaba a punto de empezar

Gian Lorenzo fue de los primeros eseguir su consejo, pues deseaba elegiun buen sitio para contemplar la llegad

de la novia.Encontró un asiento vacío junto apasillo, hacia la mitad de las filas, que permitiría contemplar sin obstáculo

a ceremonia. El pequeño coro ya estaben su sitio y había empezado a cantar lavísperas acompañado de un cuarteto d

cuerda.

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Cuando faltaban cinco minutos paras tres, Paolo y su padrino entraron ea capilla y avanzaron lentamente por e

pasillo. Gian Lorenzo sabía que epadrino había sido un futbolista famosopero no recordaba su nombre. Ambo

ocuparon sus asientos a un lado dealtar, mientras esperaban a quapareciera la joven novia. Paolo estab

en forma, bronceado y delgado, y GiaLorenzo observó que las mujereodavía le miraban con ojos d

adoración. Paolo no se fijaba en ellas,

una sonrisa que habría provocado algúcomentario de Lewis Carroll nabandonaba su rostro.

Se elevaron murmullos d

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expectación cuando el cuarteto dcuerda empezó a interpretar la marchnupcial para anunciar la llegada de l

novia. La joven avanzó lentamente poel pasillo del brazo de su padre; lonvitados contenían el aliento a su paso.

Gian Lorenzo oyó que se acercabade modo que se volvió para ver a Ginpor primera vez. ¿Qué diría cuand

alguien no invitado a la ceremonia lpidiera una descripción de la novia¿Debería hacer hincapié en su hermoscabellera azabache, larga y espesa, o ta

vez debería subrayar la tersura de su teaceitunada, o incluso añadir algúcomentario sobre el magnífico traje d

novia, que tan bien recordaba? Tal ve

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Gian Lorenzo se limitaría a explicar odos cuantos le preguntaran qu

enseguida había comprendido por qu

Paolo había declarado que se trataba damor a primera vista. La misma sonrisímida de Angelina, el mismo brill

entusiasta en los ojos, la misma bondaque irradiaba, o más bien, como GiaLorenzo sospechaba, los periodista

solo informarían de que el antiguvestido de novia de Angelina le sentaba las mil maravillas, y de que los metro  metros de seda formaban un

magnífica cola detrás de la noviamientras avanzaba lentamente hacia samado.

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JEFFREY ARCHER. Nació en 1940 estudió en Oxford. Popular autor dbestsellers, cuenta con más de 12millones de ejemplares de sus novela

vendidos en todo el mundo, entre ellase encuentran Ni un centavo más, ni u

centavo menos  (1989),  Kane y Abe

1989),  El undécimo mandamient

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1998) y En pocas palabras (2001). E1992 ingresó en la Cámara de los LoresReside actualmente en Londres

Cambridge.

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Notas

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1] Despectivo para irlandés. (N. del T.

<<

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2] Apelativo que reciben las furgoneta

en que trasladan a Pat a la cárcel. (Ndel T.) <<

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3]  Hell : Infierno. (N. del T.) <<

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4]  Se refiere a  sir   Francis Drake y  si

Walter Kaleigh, famosos aventureros aservicio de la reina. (N. del T.) <<

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5]  Alfil en inglés os «bishop», qu

ambién significa «obispo». De ahí euego de palabras. (N. de T.) <<