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5 INTRODUCCIÓN Antes de Ayer La “cuestión catalana” no es un invento. Contra lo que algu- nos suponen, el problema del encaje de Cataluña en españa no es un artificio de alguna clase dirigente para tapar asun- tos más graves, distraer a las clases subalternas o proporcio- nar empleos oficiales a un sector social. Aunque también haya servido para eso en el pasado, y pueda servir para lo mismo en el futuro. si se tratase de un invento, difícilmente exhibiría una profundidad y un grado de permanencia en el tiempo como los que muestra. La Historia lo ilustra. existía en el siglo XVII “un abismo mental entre el Principado [de Cataluña] y un Imperio de alcance mundial que no tenía ningún sentido ni respondía a ninguna realidad para los habitantes de Catalu- ña”, escribe John elliott sobre la rebelión de 1640 1 . era una población orgullosa y defensora de la existencia de unos “límites del poder real” que “estaban claramente marcados

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"Antes de ayer", introducción del libro '¿Cataluña independiente?' (La Catarata), de Xavier Vidal-Folch.

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INTRODUCCIÓN

Antes de Ayer

La “cuestión catalana” no es un invento. Contra lo que algu-nos suponen, el problema del encaje de Cataluña en españa no es un artificio de alguna clase dirigente para tapar asun-tos más graves, distraer a las clases subalternas o proporcio-nar empleos oficiales a un sector social. Aunque también haya servido para eso en el pasado, y pueda servir para lo mismo en el futuro.

si se tratase de un invento, difícilmente exhibiría una profundidad y un grado de permanencia en el tiempo como los que muestra. La Historia lo ilustra. existía en el siglo XVII “un abismo mental entre el Principado [de Cataluña] y un Imperio de alcance mundial que no tenía ningún sentido ni respondía a ninguna realidad para los habitantes de Catalu-ña”, escribe John elliott sobre la rebelión de 16401. era una población orgullosa y defensora de la existencia de unos “límites del poder real” que “estaban claramente marcados

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por las Constituciones catalanas”, frente a la tentativa de uni-formización de un valido, Olivares, que aconsejaba a Felipe IV: “tenga Vuestra Majestad por el negocio más importante de su monarquía […] reducir estos reinos de que se compone espa-ña, al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia”2.

no solo estamos ante un litigio de larga duración, aun-que adopte distintos perfiles en cada etapa, sino de extraor-dinaria dureza en determinados momentos. Apenas un siglo después de que el conde-duque formulase su conseja, Felipe V escribía en 1713 al duque de Pópuli, en plena guerra de sucesión/secesión: “Aunque no considero que la ciega obs-tinación de los catalanes llegue al extremo de atreverse a resistir”, amenazaba, “sino se rinden en el término de dos oras [sic], se les pasará a todos a cuchillo”. ¿Cómo? Hacién-doles “ahorcar”, por “rebeldes obstinados y ladrones”3.

el pulso continuaba también en ausencia de guerra. Poco después, el 13 de junio de 1715, el Consejo de Castilla mandaba “que en todas las escuelas de primeras letras y de gramática no se permitan libros impresos en lengua catala-na, escribir ni hablar en ella dentro de las escuelas”4. Algo que quizá inspiró al conde de romanones cuando el 21 de noviembre de 1902 firmó un decreto prohibiendo en las escuelas de Cataluña la enseñanza de la doctrina cristiana en su propia lengua, bajo amenaza al maestro infractor de ser expulsado de su puesto.

La pretensión de que la unidad dinástica, de las dos co -ronas —castellana y aragonesa— fundió desde 1492 los dos grandes estados peninsulares en uno solo sirve hoy como argumento para la polémica. Aunque carezca por completo de sentido, pues pervivieron durante siglos distintos cuerpos legislativos, diferentes aparatos administrativos y plurales

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instituciones parlamentarias bajo monarcas comunes. A los inventores de una falsa tradición española, que a españa no le hace ninguna falta, convendrá recordarles que fue Isabel II la primera en asumir el título oficial de reina “de españa” y no de “las españas” y que la bandera rojigualda solo se proclamó enseña militar en 1843 y bandera del estado en 19085. y, sobre todo, que el empeño de una verdadera unión que supe-rase el mero estadio de reunión es bastante reciente.

en la interpretación de Manuel Azaña, recentísima: “La unión de los españoles bajo un estado común, que es lo que nosotros tenemos que fundar, mantener y defender, no tiene nada que ver con lo que se ha llamado unidad histórica espa-ñola bajo la monarquía española... la unidad española, la unión de los españoles bajo un estado común la vamos a hacer nosotros y probablemente por primera vez”, proclamaba el 27 de mayo de 19326. Podrá descontarse que la ocasión del texto, el debate del estatut catalán en las Cortes republicanas, propi-ciaba un cierto relativismo; o que el sentido de la unidad evo-cada se refería a la de una, aún inédita entonces, democracia liberal moderna. Pero sirva en todo caso esa rotundidad para algunos. Para quienes deseen combatir, por ucrónica, la pos-tura de aquellos catalanes prendidos de nostalgia por su esta-do independiente del medioevo, primero mellado y después perdido: que no lo hagan elevando su sueño de un pasado unido y unívoco, milenario, a categoría de realidad histórica.

La recolección de estas apretadísimas pinceladas histó-ricas no tiene por objeto justificar ninguna posición actual ni tampoco ninguna pretensión de futuro. Porque no la tie-nen estas páginas. y porque si la tuvieran, sería triste, y no demasiado ambicioso, fraguar lo que haya de venir como la culminación de un planillo dictado por lo precedente, ese

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pecado del historicismo en que suelen caer los nacionalismos, y más aún los de signo inverso, como el nacionalismo catalán y el nacionalismo centralista español. Únicamente son útiles para dar cuenta de que el pleito nacional catalán no es un capricho, viene de lejos, y es de alta densidad. Lo que no implica de ninguna manera que deba tener una única res-puesta, ni que la mejor de ellas fuese la ruptura de los lazos existentes. “Los catalanes no somos separatistas ni lo seremos mientras Cataluña se encuentre bien dentro de españa, mientras encuentre buen gobierno y recta administración, mientras pueda desarrollarse sin trabas que la agarroten, sin recelos y desconfianza que la ahoguen, sin inspecciones y tutelas que la humillen”, afirmaba en 1899 el padre del catala-nismo conservador contemporáneo, enric Prat de la riba7.

Pierre Vilar identificó hace muchos años en las sucesi-vas versiones de su siempre sugestiva Historia de España como principales problemas españoles en el siglo XX, los siguientes8: el social (reforma agraria), el militar (el intervencionismo), el eclesiástico (la pretensión de hegemonía civil), el internacional (el aislamiento) y el regional/territorial. de todos ellos, este último es probablemente el único que permanece en buena parte irresuelto en el siglo XXI, si se considera que los demás están al menos suficientemente encauzados como para no generar dinámicas que pongan en cuestión el proyecto cívico común. y es que la revolución industrial que anidó el estado moderno en el XIX constituyó un “fracaso” en toda regla en la península, como acuñó Jordi nadal9, a excepción del caso cata-lán y el vasco: de ahí, la “carencia de una base sólida que permi-tiese a españa consolidarse como estado industrial”. se conta-ba con una “industria relativamente fuerte”, la catalana y vasca, “para un estado indudablemente débil”.

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no solo eso, sino que la propia entraña del estado-nación político —como síntesis de la sociedad civil y el esta-do— estuvo siempre aquejada de una debilidad congénita. en realidad, de, al menos, dos debilidades cruzadas por un pleito entre un estado con escasa densidad de sociedad civil y una sociedad civil consolidada en los márgenes del estado, frecuentemente contra él, como estilizó eugenio trías10. si se quiere, con Ortega y Gasset, “cualquiera tiene fuerza para deshacer, pero nadie tiene fuerza para hacer, ni siquiera para asegurar sus propios derechos”11, al menos en un grado suficiente. de forma que ni españa ha logrado domar (o sedu-cir) a Cataluña, ni Cataluña ha tenido suficiente fuerza (ni deseo) para marcharse de españa. ni españa ha podido con-vertir el hecho diferencial catalán en elemento político pura-mente residual, ni Cataluña ha logrado, pese a distintos intentos, federalizar españa. ni el vector explícitamente independentista del nacionalismo catalán ha logrado jamás imponer su hegemonía al resto de los catalanismos, ni el sec-tor más retrógrado del nacionalismo español ha sido capaz de implantar de forma sostenible el uniformismo político-terri-torial. Al cabo, ni la sociedad civil catalana ha podido alcanzar su plena madurez, ni el estado español ha logrado despren-derse por completo de sus incrustaciones castizas, tradiciona-les y arcaizantes. todo ello ha fraguado la polaridad entre dos nacionalismos simétricamente inversos. “Cada nacionalismo se articula como tal”, precisó Joan Fuster, “en función de otro nacionalismo, conflictivo con él”12.

Contra la propia percepción de sí mismo, Ortega sumi-nistró en 1922 algunos de los fundamentos del nacionalismo españolista más o menos modernizado13. encarnó en Cata-luña “la ética industrial” o conjunto de valores y principios

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de la actividad industrial, mientras que atribuyó a Castilla “la ética de guerrero”. Aquella es “moral y vitalmente infe-rior a esta”, pues el principio de “utilidad” es el que gobier-na la industria, “en tanto que los ejércitos nacen del entu-siasmo”. y consideró el espíritu militar más elevado en jerarquía, pues la victoria pone “de manifiesto la superior calidad del ejército vencedor, en la que a su vez aparece sim-bolizada, significada, la superior calidad histórica del pueblo que forjó ese ejército”. de modo que prejuicios y rémoras como las de Cataluña a “aparecer como sometida” no se doblegan mediante la persuasión, “contra ellas solo es eficaz el poder de la fuerza, la gran cirugía histórica”. de ahí su bien conocida teoría según la cual no solo “españa es una cosa hecha por Castilla”, sino que también “hay razones para ir sospechando que, en general, solo cabezas castellanas tie-nen órganos adecuados para percibir el gran problema de la españa integral”.

se conoce menos, sin embargo, el texto de intención especular inversa que Joan Maragall había escrito veinte años antes, en el que sostiene que “Castilla ha concluido su misión”14. A raíz de la unidad dinástica, “el espíritu castellano se impuso en toda españa”, desde el renacimiento y la aventura colonial, y aún tuvo una prórroga en el primer liberalismo, reconocía. Pero “la nueva civilización es industrial, y Castilla no es indus-trial; el moderno espíritu es analítico, y Castilla no es analítica; los progresos materiales inducen al cosmopolitismo y Castilla, metida en un centro de naturaleza africana, sin vistas al mar, es refractaria al cosmopolitismo europeo”, carece de “sentido práctico” y de “espíritu individual”, es “demasiado secamente egoísta”: “Castilla ha concluido su misión directora y ha de pasar su cetro a otras manos”.

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esa polémica se actualizó en los años sesenta con sen-dos libros cruzados entre el más catalanófilo de los seguido-res de Ortega, Julián Marías, y uno de los patriarcas intelec-tuales de los catalanistas moderados bajo el franquismo, Maurici serrahima15. Pese a la sordina impuesta por la cen-sura, ese debate alcanzó bastante audiencia y afloró algunos elementos de interés. Uno era la inadmisibilidad, para la españa de matriz castellana, de la realidad plurinacional: “Cataluña no ha sido nunca una nación […] en la península ibérica no ha habido más nación que españa y, desde cierta fecha, Portugal”, escribía Marías16. Otro, el hecho de que españa, como producto sobre todo del encaje entre Cataluña (los reyes de Aragón escribieron en catalán) y Castilla, no es pensable sin uno de esos dos elementos clave. “españa sien-te definitiva e irreversible su realidad actual”, alegaba Marías, “la que tiene desde hace medio milenio”, como si en ese tiempo no hubiera habido discontinuidades, variaciones y rupturas. y ante cualquier “mutilación” reaccionaría “hasta las últimas consecuencias”. La asimetría del caso estriba en que aunque eso no pudiera publicarse entonces, una Catalu-ña con rumbo propio e independiente sí es pensable, entre otras razones, porque lo fue en la historia: lo cual no implica que sea indispensable ni siquiera conveniente.

dos nacionalismos siguen pues, en esencia, enfrenta-dos, aunque este resumen es forzosamente esquemático, pues el nacionalismo catalán no subsume las tradiciones plurales de los distintos catalanismos y tampoco pueden amalgamarse el nacionalismo casticista español con el patriotismo constitucionalista.

Los componentes del nacionalismo español serían, según los codificó Josep Maria Colomer17, la asimilación de

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españa a Castilla; la idea de una españa ortodoxa católica forjada contra las heterodoxias; la concepción mística de “lo español” como un ente espiritual que contiene “un sentido de la vida”; la visión de la Hispanidad como una comunión espiritual de valores tradicionales que rememora el imperio hispánico transatlántico. el franquismo le añadiría el auto-ritarismo y la xenofobia, y representaría su expresión más extrema y reaccionaria.

enfrente, el nacionalismo catalán buscaría sus raíces en un pasado medieval mitificado que cristalizó en una “nación natural”; una concepción mística del engarce con la tierra de una sucesión secular de generaciones con una particular visión del mundo; y una lengua cuyo uso definía el alcance de la catalanidad. O en unos valores o formas de vida específicos que Ferrater Mora concretaría en un sentido de la pervivencia, la mesura y la ironía como antídoto del fanatismo y cualidad de la tradición pactista18. todo ello cristalizaría en un “hecho diferencial” catalán no meramente ideológico, sino también material, compuesto, según enric Ucelay da Cal, por distintos elementos, como la singularidad de su civilización industrial; el hecho metropolitano moderno de Barcelona; la trama de una sociedad civil que caracterizaba el vínculo entre produc-ción, comercio y ciudad en Cataluña; y la propia lengua como nexo entre el pasado y el presente19. en el pasivo de estas ten-dencias debe apuntarse la crítica lanzada por Jaume Vicens Vives al “anacronismo político” del nacionalismo catalán, “orientado por un lado a despreciar al estado y por otro a aco-sarlo continuamente con nuestras críticas sin intentar una tarea de infiltración profunda en sus puestos de mando”20.

La aportación de los catalanes al conjunto español es bastante superior, sin embargo, a lo que la autocrítica de

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Vicens sugiere. en primer lugar, la económica. ya en el siglo XVIII José Cadalso decía en la vigésimo sexta de sus Cartas Marruecas que “los catalanes son los más industriosos de españa. Manufacturas, pescas, navegación, comercio y asientos son cosas apenas conocidas por los demás pueblos de la península respecto de los de Cataluña. no solo son úti-les en la paz, sino del mayor uso en la guerra. Fundición de cañones, fábrica de armas, vestuario y montura para ejérci-to, conducción de artillería, municiones y víveres, forma-ción de tropas ligeras de excelente calidad, todo esto sale de Cataluña. Los campos se cultivan, la población se aumenta, los caudales crecen y, en suma, parece estar aquella nación a mil leguas de la gallega, andaluza y castellana”. “Pero sus genios son poco tratables, únicamente dedicados a su propia ganancia e interés. Algunos los llaman los holandeses de españa”21. Luego hubo catalanes al mando de la estrategia proteccionista de la industria (Juan Güell, el más conocido), pero también partidarios del librecambismo (el general Prim y su ministro de Hacienda Laureà Figuerola, el padre de la peseta); en alianzas con los partidos conservadores (Francesc Cambó y su Lliga) y en el seno de gobiernos repu-blicanos reformistas (Jaume Carner).

en la vertiente política, las actitudes fueron en general liberales. y su orientación se concentró casi siempre en tratar de compensar el liberal-conservadurismo estatista de cuño francés, o de desplazarlo, proponiendo alternativas de des-centralización y de signo austracista, federal o confederal. La impronta territorial, federal, de la efímera Primera república —dos de cuyos cuatro presidentes fueron catalanes y otro, sempiterno diputado por Barcelona— fue catalana, y también el componente autonomista de la segunda república.

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en su actuación, los distintos catalanismos mantuvie-ron casi en toda ocasión un doble designio simultáneo: la apuesta por el autogobierno y el compromiso de participa-ción en la política general española. Algunos criticaron esa bipolaridad entre la pretensión de alguno de sus líderes de constituirse en bolívar de Cataluña al mismo tiempo que en bismarck de españa, entre la tentación irlandesa y la expecta-tiva piamontesa. Pero se trató, y se trata aún en buena parte, de un rasgo sostenido de la práctica política catalana. Así detalló Francesc Cambó al final de su vida —en una carta considerada como su testamento político— en qué consistía la vertiente piamontesa del binomio: el “repudio enérgico y constante de toda veleidad separatista; la aceptación sin reservas del régi-men constitucional que haya en españa; la decisión de inter-venir constantemente en la política general”22.

tras las dos primeras repúblicas, el tercer intento de establecer una democracia que al mismo tiempo diera cauce suficiente al anhelo de autogobierno llegó con la Constitu-ción de 1978 y el régimen actual. esta vez el impulso catalán no pretendió un “hegemonismo periférico alternativo al hegemonismo centralista tradicional, sino una propuesta de generalización a los demás pueblos de españa de la autono-mía que los catalanes querían para sí mismos”, en la visión de Colomer23. era un modelo de estado a la vez cerrado “desde el punto de vista de sus límites territoriales” y “abierto desde el punto de vista de su funcionamiento, de sus mecanismos y de sus instituciones”, como describió Jordi solé-tura24. en buena parte, la democracia de 1978 venía a cubrir las exigencias y expectativas catalanas acerca de la configuración de españa: la democracia, la creación de un mercado, la hegemonía de la industria y los servicios, la

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internacionalización, la integración en europa25. el des-pliegue descentralizador y la profundidad del ámbito de poder de las autonomías alcanzaron niveles extraordinarios e inéditos en términos históricos, acercándose al perfil de los estados federales: la pauta del mismo se pergeñó en Cataluña, una aportación política que la situaba como mode-lo de referencia imitar por las demás comunidades y, en ocasiones, como motivo de recelo a sortear. el significativo éxito del estado autonómico permitía augurar, en todo caso, que los problemas concomitantes de la modernización de españa y del encaje de Cataluña en una renovada españa hallaban por fin un cauce practicable.

distintos obstáculos fueron socavando esa perspectiva. de un lado, la corriente mayoritaria del nacionalismo cata-lán —el pujolismo—, aun contribuyendo a la gobernabilidad del estado, renunció en diversas ocasiones a participar en su Gobierno, pese a las reclamaciones de situarse en la loco-motora del convoy y no en uno de sus vagones; y, si al prin-cipio se avino mal que bien a la generalización autonómica, muy pronto mostró sus reticencias hacia el grado que había alcanzado el “café para todos”, en detrimento de la especifi-cidad de las nacionalidades históricas. de otro, la nueva derecha que accedió al poder en 1996 —el aznarismo— res-cató el discurso nacionalista español y enseguida buscó la confrontación con el nacionalismo catalán, acusándolo de “chantajista”. era una novedad. Hasta los primeros noventa pervivieron focos nostálgicos de la dictadura, académicos hostiles al idioma catalán y antiguos reflejos centralistas en la Administración y en los círculos de opinión. Pero segura-mente no un verdadero nacionalismo militante y de con-frontación.

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todo ello expandió las fricciones políticas y el alinea-miento contrario de las opiniones española y catalana. en esas circunstancias, bastó con que un nuevo intento de Cata-luña por profundizar su autogobierno mediante una reforma del estatut —esta vez a iniciativa de las izquierdas— topase con el obstáculo de un severo correctivo a cargo de un dismi-nuido tribunal Constitucional para que se reabrieran todas las causas pendientes y se pusiera en duda la flexibilidad del régimen de 1978 para integrar el hecho diferencial catalán y hacer de este no motivo de recelo y exclusión, sino mecanis-mo de enriquecimiento y pluralidad. en esas estamos.

NOTAS

1. John elliott (2006): La revolta catalana, 1598-1640, Publicacions de la Uni-versitat de València, Valencia, p. 344.

2. John elliott, p. 214. 3. Joaquim Albareda (2012): “Política, economía i guerra, Barcelona 1970”,

VV.AA., Ajuntament de Barcelona, p. 65. 4. enric Vila Casas (2003): Memorial de agravios de un ciudadano de Cataluña,

dèria Libros. 5. enric Ucelay da Cal (2003): El imperialismo catalán, edhasa, Barcelona, p.

64. 6. Manuel Azaña (1990): “el estatuto de Cataluña”, Obras Completas, tomo 2,

ediciones Giner, Madrid, pp. 249 y ss. 7. La Veu de Catalunya, 3 de abril de 1899. 8. Pierre Vilar (1947): Histoire de l’Espagne, PUF, París, pp. 74 y ss. 9. Jordi nadal (1975): El fracaso de la revolución industrial en España, 1814-1913,

Ariel, Barcelona, p. 242. 10. eugenio trías (1984): La Catalunya ciutat i altres assaigs, L’Avenç, Barcelo-

na, p. 21. 11. José Ortega y Gasset (1981): “españa invertebrada”, Revista de Occidente,

Madrid, p. 66. 12. Joan Fuster (1990): Contra el nacionalisme i altres textos, Barcanova, Barce-

lona, p. 109. 13. Ortega, pp. 34 y ss. 14. Joan Maragall (1912): “el sentimiento catalanista”, Obras Completas, artícu-

los-III, Gustavo Gili, Barcelona, pp. 238-239. 15. Maurici serrahima (1967): Realidad de Cataluña, Aymà, Barcelona. 16. Julián Marías (1966): Consideración de Cataluña, Aymà, Barcelona, pp. 113 y

142.

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17. Josep Maria Colomer (1984): Contra los nacionalismos, Anagrama, pp. 17 y ss.

18. Josep Ferrater Mora (1987): Las formas de la vida catalana, Alianza, Madrid.

19. Ucelay, p. 84. 20. Jaume Vicens i Vives (1960): Noticia de Catalunya, destino, Barcelona, p.

72. 21. José Cadalso (2007): Cartas Marruecas, Austral. 22. Borja de riquer (1996): L’últim Cambó, eumo editorial, Vic, p. 345. 23. Colomer, p. 64. 24. Jordi solé-tura (1985): Nacionalidades y nacionalismos en España, Alianza,

Madrid, p. 216. 25. Xavier Vidal-Folch (ed.) (1994): Els catalans i el poder, el País-Aguilar,

Madrid, p. 74.

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