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www.cordilleralimite.com 47 46 CORDILLERA ALIMITE Sección Cataratas en la S e l v a Esta vez el viento no tiene la culpa. No fue su rebeldía ni persistencia la causante de los alborotos o vendavales de tierra que, cada cierto tiempo o a cada rato de- pendiendo esto de la perspectiva del opinante, espolvoreaba de pies a cabeza al par de viajeros ni muy fogueados ni excesiva- mente atléticos que, vaya uno a saber por qué razón, decidió volver andando hasta la carretera principal. Quizás y les pido disculpas por la especulación, quisieron ahorrarse los cinco solcitos (menos de dos dólares) que cobran los mototaxistas por unir el puñado de kilómetros que separan Puerto Yurinaki de las cataratas de Bayoz y Velo de la Novia, dos refrescantes atractivos naturales en la llamada Selva Central, un espacio de flora y fauna exuberante a menos de 10 horas al este de Lima (por tierra), la capital peruana. Total, ahorro es pro- greso, más aún cuando se está de viaje y los soles que se econo- mizan en transporte, pueden invertirse, digo nomás, es una sugerencia, en la placentera degustación de un plato típico con plátano y yuca, con carne de monte o peces de río o brin- dando con alguna de las bebidas exóticas con fama de afrodisia- cas, como el salta pa-tras o el espérame en el suelo. Texto: Roly Valdivia

Cataratas en la Selva

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La frescura de las cataratas de Bayoz y el Velo de la Novia, en la Selva Central del Perú, en las páginas de la revista Cordillera al límite del Ecuador.

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Cataratas en la

S e l v a Esta vez el viento no tiene la culpa. No fue su rebeldía ni persistencia la causante de los alborotos o vendavales de tierra que, cada cierto tiempo o a cada rato de-pendiendo esto de la perspectiva del opinante, espolvoreaba de pies a cabeza al par de viajeros ni muy fogueados ni excesiva-mente atléticos que, vaya uno a saber por qué razón, decidió volver andando hasta la carretera principal.

Quizás y les pido disculpas por la especulación, quisieron ahorrarse los cinco solcitos (menos de dos dólares) que cobran los mototaxistas por unir el puñado de kilómetros que separan Puerto Yurinaki de las cataratas de Bayoz y Velo de la Novia, dos refrescantes atractivos naturales en la llamada Selva Central, un espacio de flora y fauna exuberante a menos de 10 horas al este de Lima (por tierra), la capital peruana.

Total, ahorro es pro-greso, más aún cuando se está de viaje y los soles que se econo-mizan en transporte, pueden invertirse, digo nomás, es una sugerencia, en la placentera degustación de un plato típico con plátano y yuca, con carne de monte o peces de río o brin-dando con alguna de las bebidas exóticas con fama de afrodisia-cas, como el salta pa-tras o el espérame en el suelo.

Texto: Roly Valdivia

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Pero dejando a un lado las especulaciones, lo cierto es que aquellos muchachos, después de conocer, disfrutar y refrescarse de lo lindo en ambas cataratas, emprendieron alegremente el camino de regreso. Su destino, según le habían dicho, explicado y repetido más de una vez, no estaba muy lejos. Apenas cinco kilómetros, distancia que no les pareció insuperable ni excesiva, menos exagerada.

Solo tenían que continuar esa senda sin asfalto que, a la ida, habían remontado como pasajeros del ruidoso mototaxi que abordaron en Yurinaki, paso obligado para visitar las caídas formadas por el inquieto cauce del río Bayoz. Esta sencilla zona urbana del distrito de Perené (provincia de Chanchamayo, Junín), se encuentra a la vera de la Marginal Selva, la vía casi legendaria que une la Amazonia peruana. Antes de ahondar de una buena vez con lo acontecido en la ruta pedestre y, sobre todo, durante la visita a ambos saltos de agua, que eso es lo que debería estar escribiendo ahora para que Usted no se aburra y este relator no se canse, tengo que precisar un par de datos sobre distancia y ubicación. De esa manera, este texto se convertirá, al fin, en una crónica periodística que se precie de serlo.

Bueno, lo que me falta mencionar es que Puerto Yurinaki se encuentra a 425 kilómetros al este de Lima y a 54 de La Merced, la capital provincial. Llegar a esta localidad no es complicado. Todos los días y a distintas horas o, mejor dicho, cuando se alcanzan los pasajeros suficientes, parten los autos colectivos del terminal terrestre de la última ciudad mencionada. El costo del pasaje es menor a los cuatro dólares.

Ahora sí, de vuelta a la ruta. A los viajeros que empiezan a caminar sin que nadie les haya advertido sobre aquellos vendavales de tierra alborotada que, con fastidiosa constancia, interrum-pirían su marcha, obligándolos a orillarse, a taparse la boca y a esperar a que se disiparan aquellas nubes de polvo, antes de continuar con sus pasos.

Frente a aquella contrariedad, de nada servía la agüita de coco con la que

se habían armado para burlarse del calor. Tampoco fueron de utilidad los gestos e

imprecaciones nada santas, que dirigieron a los choferes de las enormes cuatro por

cuatro, de las modestas pick up, de los sedanes destartalados y de los sufridos

y agonizantes mototaxis, con los que se cruzaron en la vía.

Ellos, los conductores, en vez de refrenar su marcha al acercarse a los andariegos,

pisaban con férrea obstinación el acelera-dor, levantando una polvareda de padre y

señor mío. Pero eso no era todo. Acompa-ñaban su “cívico” y respetuoso accionar,

con el tronar alharaquiento de sus bocinas e inesperados y las vez innecesarios giros de timón con los que pretendían atemori-

zar a los marchantes.

Aquellas maniobras poco amis-tosas, nada simpáticas y, lamentablemente,

bastante comunes en las rutas peruanas, estuvieron a punto de estropear una

jornada memorable e intensa, con visiones fantásticas de una geografía montañosa

cubierta de profusa vegetación y acrobáti-cos saltos de aguas impetuosas que forma-

ban pozas naturales, más que propicias para ahogar el calor.

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Un calor que en estas geografías es más que agobiante. Un calor

que se siente de noche y de día, cuando el cielo está despejado y cuando irrumpe la lluvia. Un calor que, a veces, amengua

un poquito durante el inviernillo de San Juan, en junio, días en los que se celebra al Bautista en la Amazonia y es casi una

obligación divina bañarse en las aguas de un curso natural y comerse un juane (especie

de tamal de arroz).

Y si bien los personajes de ese relato, estuvieron en la zona después de la

agitadísima celebración, igual había mucha gente bañándose en Bayoz, una catarata de

furia amainada por varias caídas y vaivenes. Aquí se llega caminando, subiendo,

respirando aire puro. No es una gran distancia, pero es una gran aventura,

especialmente para aquellos que descubren el monte por vez primera.

Mariposas, graznidos de aves, árboles y plantas por todos lados. Torrentes que corren con premura. Una pared rocosa.

Chorros que caen con obstinación. Estruendo. Gotas por todos lados. Gente

bañándose, disfrutando, riéndose. Un muchachito que escala por las piedras. El agua lo rodea, lo absorbe, le humedece

hasta el alma. El joven sonríe, posa, espera el clic.

Se divierte de lo lindo.

Lo mismo ocurre en el Velo de la Novia. Otra caída. Otros bañistas. Otro

camino. Doscientos cincuenta metros desde la zona de ingreso donde están los

viandantes y los vehículos. En este punto, los visitantes eligen que catarata visitar.

La mayoría empieza por Bayoz, pero los personajes de esta crónica, acostumbrados a

dar la contraria, comenzaron por el final.

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Hacia el velo, con o sin novia, aunque mejor con novia para bañarse juntitos a los pies de esa cortina acuática de aproximadamente 60 metros de altura. Eso sí, para llegar al corazón de la poza, hay que hacer malabares entre la corriente y las piedras del río, lo que limita o reserva el acceso para los más avezados. Los otros, se conforman con mirarla de lejos y regocijar sus ojos ante esa espectacular obra de la naturaleza.

Esas imágenes inolvidables y aquellos momentos de contem-plación y aventura, son las que im-pidieron que los vendavales de tierra estropearan la jornada. El fastidio originado por la actitud incompren-sible de los choferes que volvían a Puerto Yurinaki, es poco o nada frente al relajante espectáculo del agua, frente a la grandeza amazónica y la voluntad de seguir andando de ese par de viajeros.

Ahora sí, no me pregunten si lo hicieron para ahorrarse unos sol-citos o seguir disfrutando de los pan-oramas de verdor de la Selva Central. Eso no interesa demasiado. Lo que realmente importa es que conocieron un paisaje totalmente distinto, al de la costa desierta en la que nacieron y en la que aún viven.